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CURSO: Escatología
DOCENTE: Manuel David Gómez.
ESTUDIANTE: Jesús Orlando Bedoya González
UNIVERSIDAD CATOLICA LUIS AMIGÓ
El término escatología refiere a las creencias relativas a la muerte, el más allá, juicios finales,
premios y castigos en el “otro mundo”. Así, la idea de un juicio final, o de los muertos, es
una creencia muy extendida en muchas religiones y data de tiempos muy antiguos. Incluso
la filosofía ha querido ahondar al respecto, por lo que muchos han reflexionado sobre este
asunto, queriendo encontrar un sentido más profundo del mismo.
Ernest Bloch, por ejemplo, centra su mensaje en una crítica radical y exigente sobre la
transformación social, la cual efectivamente debe partir del interés de cada hombre para
entenderse como miembro de una dinámica que lo agrupa y lo asocia, constituyéndolo parte
fundamental de la misma. En este sentido, todos los sueños que posee lo llevan a abrazar la
esperanza. Su constante llamado a que los hombres, aún despiertos puedan soñar, se acuña
más con la perspectiva de futuro que lo acompaña, pues en este tiempo es donde la intención
humana realiza o frustra lo que ha anhelado o le llena de esperanza.
En el caso del hinduismo, el creyente sabe que su vida está siempre sumida en una espiral
sujeta a las leyes eternas y divinas, por lo cual comprende su historia como una estación de
paso que le conduce a un nuevo nacimiento y una nueva muerte. En otras palabras, podría
decirse que la existencia del hinduista está cifrada en una serie de procesos ilimitados que le
conducen a la perfección de vida, ciclo tras ciclo. De allí que todo cuanto acontece en su vida
es ya un dato escatológico que sabe leer y actualizar en el aquí y ahora de su historia,
conjugándola sabiamente con la realidad infinita del Creador y Salvador, en un viaje
individual que lo conduce siempre hacia lo más hondo de su ser, a su interior profundo, su
cielo del alma. Tras esta realidad, sería preciso afirmar que el hindú vive inmerso en una
espiral sin fin que le pone de frente la “liberación interior”, identificándole con una de sus
divinidades a través de la práctica asidua del yoga y poder alcanzar su anhelado Brahma.
Por su parte los griegos, bajo una cultura religiosa politeísta, conocían bien que sus dioses se
caracterizaban por ser antropomórficos y por vivir de una manera muy parecida a la de los
humanos, diferenciándose porque eran todopoderosos e inmortales, pero no susceptibles a la
enfermedad, la vejez o la muerte. La religión estaba presente en todos los momentos de la
vida y en todos los rincones del imperio. Existía un dios para cada situación y para cada lugar.
Esto evidencia una concepción escatológica inmediata, permanente y cercana. La
trascendencia coexistía dialógicamente entre dioses y humanos en la realidad cotidiana. No
había que esperar el momento final para entrar en contacto directo con la divinidad, eso estaba
sucediendo desde el “aquí y el ahora” dinamizado por un ágil y efectivo sistema de oráculos
que hacía de la comunicación entre dioses y humanos una realidad fluida. Creían en la
existencia del mundo de los muertos, que se encontraba debajo de la tierra y era custodiado
por el dios Hades, quien tenía la función de controlar la entrada y salida de aquel lugar.
No obstante, para las religiones tradicionales africanas, la persona logra la plenitud durante
su existencia, colaborando con el resto de la comunidad, en la armonía del mundo,
participando en los ritos de paso, haciendo ofrendas a los ancestros, reproduciéndose y
convirtiéndose finalmente, al dejar el mundo de los vivos, en ancestro o antepasado
divinizado. La “fe ancestral” se refiere en forma decisiva a los que tienen la vida tras sí. La
“fe ancestral”, es la fe a aquellos que han pasado la frontera de la muerte. De la unión con
estos “poderosos ancestros” depende, pues, toda la vida aquí y ahora. El futuro de la propia
vida y de la comunidad está en las manos de estos seres poderosos, los antepasados. El punto
culminante es la muerte. El bienestar de la comunidad y del individuo no depende tanto de
los vivos, como de los muertos y de su vida futura. Por eso los ritos más importantes son los
que se realizan con ocasión de la muerte y sepultura.
En las culturas amerindias de América, los indios Guaraní del sur, son profetas errantes que
buscaban constantemente una “tierra sin maldad”. Guerreros que ocuparon el territorio de
una grande parte de América. Según los primeros relatos de misioneros y otros colonizadores,
ellos al parecer eran un “pueblo sin ley”; pueblos y culturas sin la idea de un dios, sin temor,
sin nada más a no ser algunos nombres que se daba a los fenómenos de la naturaleza. Al
parecer no poseían ritual alguno de cualquier tipo de culto religioso y no tampoco ningún
conocimiento del Dios verdadero. Estos indios no creían en nada, no adoraban astros, ni
animales, ni plantas; no había lugares sacros. Ellos, los guaraníes, caminaban hacia a la
“tierra sin maldad”, donde la búsqueda incesante podría ser el símbolo del sentido de su
propia vida. Su Profeta, do Karaí, es el mensajero incansable de una tierra hasta hoy no
encontrada. No obstante, desarrollaron una religión fundada en la espera y en la búsqueda
de la “tierra sin maldad”, la cual no es simplemente un lugar al que se desplace la tribu con
la esperanza de llevar una vida sin muerte y sin maldad, sino además un tiempo.
La escatología musulmana, se centra en uno de sus dogmas: la fe en el último día, que engloba
toda la mentalidad musulmana. El Corán describe con relativa abundancia las fases sucesivas
de los tiempos finales: fin del mundo, resurrección de los muertos, juicio, retribución en el
paraíso o en el infierno. La escatología islámica cree que habrá una culminación de la historia
y el triunfo final de la justicia sobre la injusticia y la opresión, así mismo ubica el fin de la
historia con el regreso del verdadero Mesías quien restaurará en la Tierra Santa el verdadero
estado de Israel. La escatología musulmana también proporciona todo su sentido al futuro
del mundo, al tiempo y a la historia, y finalmente, al significado del propio ser humano.
Más que la muerte física, se teme la separación de la persona respecto a todo el sistema. De
hecho, Ratzinger dirá en su obra escatología, la vida y la muerte eterna, que “el muerto (…)
está separado del lugar de los vivientes (…) echado a una zona (…) que es destrucción de
vida precisamente por la carencia de relaciones” (p. 100). Podría decirse que la muerte vista
bajo esta perspectiva es una existencia vacía, donde se prescinde del contacto con el otro, el
otro que es lugar de sentido y de confrontación. Con esta privación a la relación, el ser
humano cae fácilmente en la incomunicación, desentendiéndose además de la realidad
expresada por cualquier forma de lenguaje, incluso se puede llegar a no experimentar la
realización que da sentido a la existencia, falta de amor y de comunidad. En definitiva, bajo
esta óptica judía, se asume un abandono, aislamiento y soledad, que terminan entregando al
individuo a la nada.
Pero esta nada en el pensamiento israelita del Testamento judío, no es exclusivamente el
carecer de todo, sino más bien, el estado en el que la persona puede experimentar la soledad
más extrema que alguien pueda vivir, es el desarraigo total a la pertenencia, a la identidad e
incluso a Dios mismo. En este punto, aunque el individuo goce de funciones bilógicas, no
cuenta ya para el sistema que terminó excluyéndolo de su haber. Él en definitiva termina
siendo algo que no es, viviendo sin vida y en una nada que no es la nada total, porque aún no
aprecia ni siquiera, la perdida material de su existencia.
Semejante incomunicación hace efectivamente que se pierda todo tejido social, el cual entre
otras cosas, es de vital importancia para un judío. Allí sin amigos, sin patria, sin familia y sin
Dios, el sheol amenaza con tragarse a la persona y destruir su existencia. Este lugar de
sufrimiento en soledad, distanciado del mundo de los vivos (su comunidad) por una brecha
imposible de cruzar, hace presente siempre la ausencia de todo lo que le hace ser y le da
sentido; allí el hombre experimenta la mayor pena: su no-ser, aun siendo.
Frente a todo este oscuro panorama que se muestra abierto al creyente, se deja ver también
la presencia de un Dios que acompaña y no se cansa de estar con su pueblo. El auxilio de
Yahveh es la respuesta a la confianza plena del hombre, quien consciente de la grandeza de
su Dios, sabe que Él no abandona la obra de sus manos, aún cuando todo parece perdido. La
esperanza renace en el corazón de quien, a pesar de la prueba o la dificultad, todavía confía
en que Dios está presente en su camino, incluso si la misma muerte lo alcanza. Al respecto
dirá Ratzinger que “el creyente llega a ver con toda claridad que la justicia de Yahveh es
mucho más importante que su propia existencia biológica, y que quien muere dentro del
derecho de Dios y por su causa no se hunde en la nada, sino que entra en la realidad pro
piamente tal, en la vida misma” (2017, p. 110).
La comunidad cristiana del primer siglo comprende que con Jesús queda superada la
concepción antigua del sheol, de tal forma que la muerte ya no tiene la última palabra. Con
Jesús se restaura el diálogo y la relación anteriormente rota, entre el hombre y Dios, pues
confían que de la misma forma como Cristo ha sido glorificado de la muerte por su abba, así
también ellos participarían de este fin.
De hecho, podría decir inicialmente que tal realidad está presente en la dinámica humana de
una forma tan arraigada, que ha suscitado ciertamente intereses particulares y colectivos que
permitan comprender y llenar de sentido el tránsito del hombre por la realidad terrena,
planteándose además cuestiones centrales y fundamentales sobre el fin último de la persona,
tras su caducidad corpórea, realidad esta inherente a la dinámica de la vida. Estas reflexiones
parten del deseo propio del se humano por sentirse seguro y esperanzado frente a lo que
escapa de su corta experiencia y capacidad.
Así mismo podría decir que la reflexión trascendente respecto de la muerte humana abre una
puerta esperanzadora, de cara al inevitable deceso que debe sufrir cualquier ser vivo. Esta
reflexión supera los intentos lógicos y racionales por explicar o dar razón de lo que acontece
con el hombre no físico, eso interno que no se percibe pero que está presente en la realidad
de la persona y que lo hace diferente, único en muchos casos e incomprensible en otros tantos.
Una esperanza que se vuelve certeza en la fe que proporcionan los sistemas religiosos, en
particular el judeo-cristiano-musulman.
Finalmente diría que ambos sistemas, filosófico y religioso ha hecho un aporte significativo
frente a la reflexión que el hombre de ayer y de hoy, por qué no el de mañana, se plantea
sobre su existencia y cómo esta debe orientarse a algo superior que puede construirse desde
el presente con una dedicada atención y gracias a las prácticas que el individuo pueda realizar
desde su momento concreto en la historia.
Referencia bibliográfica.