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Rojo pasión.

Rojos minerales
Al rojo lo llamamos bermellón, carmín, carmesí, escarlata, granate, gules, sanguíneo, bordó, grana, guinda,
cereza… ¿Por qué tantos nombres? Porque al contrario de su fugaz opuesto en el espectro (el violeta), siempre
se obtuvo de múltiples fuentes. Y también lo llaman colorado, o sea el color del color.
Dado su enorme poder, a lo largo de la historia hubo impresionantes luchas por conseguir el pigmento rojo
más rojo. Uno de los más antiguos fue la tierra colorada, denominada ocre rojo, que es uno de los óxidos de
hierro. Los romanos llamaban a esta tinta rubrica (roja), y como lo usaban para firmar documentos el término
rúbrica se mantuvo como sinónimo de firma.
La tierra roja del norte de África también fue un cotizado pigmento. Se llamaba mág-a-rah, que significa,
justamente, tierra roja. De ahí derivan, a su vez, los términos almagro (nombre del rojo de los escudos
heráldicos), Magreb (para hablar del norte de África) y magrebíes (sus habitantes), es decir, los de la tierra
roja.
Otro rojo de origen mineral muy logrado era el minio, u óxido de plomo rojo, que servía para pintar miniaturas
de escrito medievales.
El rojo de la vida eterna
En esta ocasión, en lugar de hablar de los rojos baratos… hablaremos de los costosos. El rojo más a mano, así
como el más intenso y buscado, fue el mineral cinabrio que es un sulfuro de mercurio. Desde las épocas del
Imperio Romano y en la Antigua China se lo explotaba por su contenido en mercurio, muy efectivo como
insecticida y raticida.
En la Prehistoria de España y Latinoamérica lo usaban para colorear y preservar restos humanos. Los
yacimientos arqueológicos están llenos de huesos rojos. En el norte del Perú, por ejemplo, se enterraba a los
nobles de Sicán y Sipán del siglo VII con máscaras de oro recubiertas con cinabrio. Hasta se encontró una
sacerdotisa del siglo I en perfecto estado de conservación gracias al contacto con el cinabrio.
En el Imperio Romano este pigmento se había vuelto tan exclusivo que el gobierno se vio obligado a fijar su
precio. En Kweichow, China, se halló un cinabrio que daba un rojo precioso, al que llamaron zhusha (arena
roja) y que se popularizó mundialmente como rojo de China. Era la materia prima de la tinta con la que los
chinos imprimían los sellos imperiales.
Se cuenta que el tiránico y despiadado primer emperador de China, Qin Shi Huang, admirado al ver que el
cinabrio preservaba los cuerpos de los muertos pidió a sus alquimistas que, con esa sustancia hallaran un elixir
de la vida eterna. Ellos acataron, lo prepararon y el emperador consumió tantas cantidades de cinabrio que
murió por sobredosis de pócimas para la inmortalidad. En verdad, era tan odiado que se sospecha que los
alquimistas lo envenenaron con todo gusto.
Magos y alquimistas tras la piedra filosofal
Otro rojo llamativo pero muy tóxico del Renacimiento, era el realgar, rejalgar o sandáraca. Se trataba de un
sulfuro de arsénico natural. Tiene características tan similares al azufre puro que hasta recibió el nombre de
azufre rojo. El azufre tiene 8 átomos unidos en un anillo y el realgar alterna los átomos de azufre y los de
arsénico produciendo un anillo de As4S4, con una simetría peculiar. Aparece en estado natural en cráteres y
géiseres, y como hermosos cristales rojos como rubíes, en techos de cuevas, de donde proviene su nombre
árabe rahj al-gar (polvo de mina, o polvo de caverna), aunque se afirma que el nombre original era rahj al-far
(polvo de la rata) debido que se usaba como raticida. El problema con este rojo era que se desteñía en contacto
con la luz.
El monje benedictino Teófilo (que en verdad se llamaba Roger de Helmarshausen) describió asombrado en su
libro De diversis artibus que en el siglo XII muchas alquimistas habían optado por fabricar su propio bermellón
mineral sintetizando azufre con mercurio. Eso cayó en el olvido y fuerte descubierto por los holandeses recién
tres siglos más tarde, por lo que Holanda se convirtió en el mayor fabricante de rojo. En el siglo XVIII, el cinabrio
artificial fue reemplazado por el sulfuro de cadmio, ampliando las gamas con la adicción de selenio y zinc.
Pero pasó algo más. Había dos cosas que muchos buscaban desde el siglo I: el elixir de la vida (o pócima de la
inmortalidad) y la piedra filosofal, que convertía cualquier metal en oro. Existía la leyenda de que muchos de
que ambos eran rojos, entonces los químicos se abocaron la tarea de hallar minerales de ese color. Ante cada
nuevo descubrimiento creían haber dado con la piedra de la fortuna, y hasta un genio renombrado como el
químico Irlandés Robert Boyle buscó ese secreto con tal fruición que murió creyendo haberlo encontrado en
un compuesto rojo de mercurio y azufre.
Fue su amigo Isaac Newton quien tuvo éxito y se dedicó con ahínco a estudiar la piedra. Pero en 1693 (dos
años después de la muerte de Boyle) pasó por una crisis tremenda: permaneció enfermo y aislado, con
depresión y arranques de paranoia. Se dice que Newton se intoxicó y envenenó con compuestos de mercurio,
que casi lo matan. Para colmo, odiaba a los médicos y se automedicaba con remedios que el mismo preparaba
en su laboratorio. Así y todo, no murió prematuramente sino a los 84 años… No estaría nada mal saber que
era lo que tomaba, que seguramente tendría un color rojo.
Por supuesto, la búsqueda de la piedra filosofal fue una infructuosa carrera sin fin, que sólo sirvió para
conseguir nuevos pigmentos rojos. Hasta ahora, la única que encontró la ansiada piedra fue la escocesa J. K.
Rowling, que con su libro Harry Potter y la piedra filosofal (el primero de la saga) se hizo más rica que la reina
de Inglaterra… ¡convirtiendo en papel en oro!
Carmesí, carmín y laca: tres rojos hechos con bichos.
¿Me creerían si les digo que el rubor carmín, la mermelada de frutillas, el helado de frambuesas, ciertos licores
y gaseosas rojizas y el pañuelo de la abuela están teñidos con insectos pulverizados? Más vale que lo crean:
hay un tono rojo oscuro, ligeramente púrpura, que viene de un bichito llamado Kermes vermilio, que habita
en unos arbustos y en ciertos robles del Mediterráneo. De ahí su nombre, kermesinus o carmesinus, de donde
deriva el carmesí.
El principio activo que da ese rojo fuerte es el ácido kermésico, que se logra machacando los bichos e
hirviéndolos en lejía. Como el animalito tiene aspecto de racimo de bayas, los griegos (Teofrasto en el 300 a.
C.) lo llamaban kokkos (bayas, del latín coccus o coquitos), y los latinos, granum (granos), de dónde proviene
el nombre del color grana y granate. En la Edad Media se lo conocía como vermiculum (gusanitos) y de ahí sale
la palabra bermellón, en portugués vermelho.
Había otro insecto que vivía en unas plantas de Polonia, el kermes, conocido como Sangre de San Juan, y se
cosechaba el 24 de junio, el día más largo del verano. Al promediar esa estación la hembra alojaba huevos
repletos de ácido kermésico, y comenzaba la masacre de huevitos.
Hasta el siglo XV, usar ropas carmesí era todo un símbolo de estatus. En Noche de Reyes, de Shakespeare,
Olivia dice no temer que su capa roja destiña bajo la lluvia porque es un color que no se va. Después de la
caída de Constantinopla en 1467, el atuendo de los cardenales (antes teñido con el púrpura de caracoles
turcos) también empezó a ser coloreado con el pigmento de kermes. Para obtenerlo había que pulverizar el
insecto en molinillos de café, pero era tan duro que desafilaba las cuchillas. El bichito fue diezmado
prolijamente en Europa, hasta llegar a su virtual extinción. ¿Se quedarían sin rojo? ¿De ninguna manera!
El descubrimiento de América aportó a Europa mucho más que oro inca, papas y bacalao. Cuando Hernán
Cortés invadió México, encontró una sociedad afecta a las emociones fuertes: sangrientos juegos de pelota,
sacrificios humanos, decoraciones de oro puro, adicción al chocolate y emperadores luciendo capas de un
intenso color rojo… que fue lo que más le gustó a Cortés (después del oro). Y supo que el mismo emperador
azteca reclamaba a sus súbditos un impuesto que se pagaba con pulgas secas. “Alguien que conduce
semejante imperio no puede estar tan loco”, se dijo Cortez. Y averiguó que las pulgas eran un insecto que,
hervido, lanzaba una tinta de color rojo fuerte que jamás desteñía (como bien sabía Shakespeare). Ni lerdos
ni perezosos, los conquistadores monopolizaron el comercio de cochinilla y solo en 1587 enviaron 65
toneladas de pulga secas a Europa.
En el siglo XV el carmín sudamericano desplazó por completo al carmesí europeo. Su origen era un secreto de
los españoles celosamente guardado. En verdad, se trataba de la hembra del pulgón Dactylopius coccus cacti
(cochinilla), un parásito de algunas especies de cactus, como el nopal Opuntia coccinellifera (que significa “que
da cochinillas”). El colorante natural que produce es el ácido carmínico, de un intenso rojo brillante, diez veces
más intenso que el de kermes.
Las mejores producciones siguen siendo las de México y Perú. Hacen falta unas 140.000 hembras para obtener
un kilo de tintura pura, lo que se logra cepillando cuidadosamente las hojas del nopal tres veces por año. Por
suerte, el bichito existe en una proporción de 200 hembra por cada macho. Éstas son metidas en bolsas, se las
sumerge en agua caliente mezclada con alumbre u oxalatos, y luego se las expone al sol o se secan junto a
fogatas. El rendimiento del colorante es del 20% del peso del bicho seco, pero su poder cubritivo es tal que
una mínima cantidad basta para lograr un rojo intenso que dura siglos.
A mediados de 1500 los españoles empezaron a cobrar los impuestos en cochinillas, y en 1845 la corona
británica eliminó los tributos a su importación debido a la enorme demanda. Hoy en día las cochinillas
peruanas y mexicanas se cotizan en bolsa, y su precio fluctúa entre 80 y 400 dólares el kilo. Las exportaciones
mundiales totalizan unas 1500 toneladas anuales. Comemos jugo de pulga de Nopal todos los días en
mermeladas, helados, kétchup, gaseosas, sopas y hasta cuando, después de un beso, tragamos un poco de
lápiz labial rojo.

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