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Estos tres problemas tienen un rasgo comuó n fuera de la actividad de pioneros que
manifiestan en tres fronteras diferentes con la vitalidad de la experiencia que los
apoya. Es la tentacioó n que se presenta al analista de abandonar el fundamento de la
palabra, y esto precisamente en terrenos donde su uso, por confinar con lo inefable,
requeriríóa maó s que nunca su examen: a saber la pedagogíóa materna, la ayuda
samaritana y la maestríóa dialeó ctica. El peligro se hace grande si le abandona ademaó s
su lenguaje en beneficio de lenguajes ya instituidos y respecto de los cuales conoce
mal las compensaciones que ofrecen a la ignorancia.
En verdad nos gustaríóa saber maó s sobre los efectos de la simbolizacioó n en el ninñ o, y las
madres oficiantes en psicoanaó lisis, aun las que dan a nuestros maó s altos consejos un
aire de matriarcado, no estaó n al abrigo de esa confusioó n de las lenguas en la que
Ferenczi designa la ley de la relacioó n ninñ o-adulto.
Las ideas que nuestros sabios se forjan sobre la relacioó n de objeto acabado son de una
concepcioó n maó s bien incierta y, si son expuestas, dejan aparecer una mediocridad que
no honra a la profesioó n.
No hay duda de que estos efectos-donde el psicoanalista coincide con el tipo de heó roe
moderno que ilustran hazanñ as irrisorias en una situacioó n de extravíóo-podríóan ser
corregidos por una justa vuelta al estudio en el que el psicoanalista deberíóa ser
maestro, el de las funciones de la palabra.
Pero parece que, desde Freud, este campo central de nuestro dominio haya quedado
en barbecho. Observemos cuaó nto se cuidaba eó l mismo de excursiones demasiado
extensas en su periferia: habiendo descubierto los estadios libidinales del ninñ o en el
anaó lisis de los adultos y no interviniendo en el pequenñ o Hans sino por intermedio de
sus padres; descifrando un panñ o entero del lenguaje del inconsciente en el delirio
paranoide, pero no utilizando para eso sino el texto clave dejado por Schreber en la
lava de su cataó strofe espiritual. Asumiendo en cambio para la dialeó ctica de la obra,
como para la tradicioó n de su sentido, y en toda su altura, la posicioó n de la maestríóa.
¿Quiere esto decir que si el lugar del maestro queda vacíóo, es menos por el hecho de su
desaparicioó n que por una obliteracioó n creciente del sentido de su obra?¿No basta para
convencerse de ello comprobar lo que ocurre en ese lugar?
Una teó cnica se transmite allíó, de un estilo macilento y aun reticente en su opacidad, y al
que toda aereacioó n críótica parece enloquecer. En verdad, tomando el giro de un
formalismo llevado hasta el ceremonial, y tanto que puede uno preguntarse si no cae
por ello bajo el mismo paralelismo con la neurosis obsesiva, a traveó s del cual Freud
apuntoó de manera tan convincente al uso, si no a la geó nesis, de los ritos religiosos.
Hablar en efecto de la peó rdida del sentido de la accioó n analíótica es tan cierto y tan vano
como explicar el síóntoma por su sentido, mientras ese sentido no sea reconocido. Pero
es sabido que en ausencia de ese reconocimiento, la accioó n no puede dejar de ser
experimentada como agresiva en el nivel en que se coloca, y que en ausencia de las
“resistencias” sociales en que el grupo analíótico encontraba ocasioó n de tranquilizarse,
los líómites de su tolerancia a su propia actividad, ahora “concedida” si es que no
admitida, no dependen ya sino de la masa numeó rica por la que se mide su presencia en
la escala social.
Estos principios bastan para repartir las condiciones simboó licas, imaginarias y reales
que determinan las defensas-aislamiento, anulacioó n, denegacioó n y en general
desconocimiento- que podemos reconocer en la doctrina.
Entonces si se mide por su masa la importancia que el grupo americano tiene para el
movimiento analíótico, se apreciaraó n en su peso las condiciones que se encuentran en
eó l.