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La dama duende

Hace mucho tiempo, en un país muy lejano cuyo nombre no puedo recordar, vivía una niña que era muy
curiosa y rebelde. Ella tenía la mala costumbre de desobedecer a sus papás, a pesar de que ellos la
querían mucho y todas las cosas que le ordenaban, las hacían por su bien. Era una lástima que tuvieran
una hija tan egoísta y malcriada.
Lo que más les preocupaba, era su gran testarudez, la cual la metía en muchos problemas.
—Mamá, papá —les habló un día—, he tomado una decisión. ¡Voy a ir al bosque para conocer a la
misteriosa Dama Duende!
Los papás, muy asustados, trataron de convencerla de que se quedara en casa.
—Hijita no vayas, ¡es muy peligroso! ¿No sabes todas las cosas que se dicen de esa mujer? Si es tan
famosa, es porque es una criatura siniestra y malvada, que no hará nada de provecho por ti.
—Pues yo he escuchado que tiene poderes mágicos y puede conseguir toda clase de cosas —dijo la
niña—, no me importa lo que digan, ¡voy a ir a conocerla!
E ignorando las súplicas de su familia, la niña se adentró en el bosque tan pronto como amaneció al día
siguiente, para buscar a la Dama Duende. Caminó muchísimo por una larga vereda hasta llegar a una
cabaña escondida en lo más profundo. Ahí habitaba una hermosa mujer, que tan pronto como la vio
acercarse la invitó a pasar.
—Entra y siéntate, querida, que pareces un ratoncito asustado.
—Señora, mientras venía hacia acá me encontré con un hombre verde que me dio un susto terrible —
dijo la niña.
—No había motivo para asustarse, probablemente solo era un cazador —la tranquilizó la dama.
—Señora, caminando hasta acá también me topé con un hombre negro que me puso a temblar.
—No te preocupes, posiblemente era un carbonero que iba de camino al pueblo —le dijo la dama.
—Señora, viajando hasta su casa también se cruzó conmigo un hombre rojo que me dio mucho miedo.
—Descuida, seguramente era solo el carnicero, no tienes que estar asustada.
Y en tanto hablaba con una voz sumamente amable y zalamera, el rostro de la Dama Duende ponía una
mueca misteriosa, que la niña no supo ver, ingenua como era.
—Otra cosa que me pasó señora, es que antes de tocar a su puerta, se me ocurrió mirar por la ventana
y me pareció ver al diablo en persona. Tenía las garras afiladas, gritaba y echaba fuego por la boca.
—¡Ja, ja ja! —la dama bella se transformó en una bruja fea y jorobada—, lo que viste fue a a Dama
Duende luciendo su mejor vestido. Acércate niñita, que te estaba esperando y tú vas a ayudarme
dándome un poco de luz.
La niña, pensando que la bruja necesitaba su ayuda, fue a su lado. En ese momento la bruja la convirtió
en un tronco, que terminó en el fuego de la chimenea.
—¡Otra alma desobediente que aumenta la luz de mi hoguera! —se regodeó la hechicera.
Nunca más se supo de la niña de nuevo.
Blacky, el diablo afortunado

Allá en los infiernos vivía un pequeño demonio llamado Blacky, el cual formaba parte del Gran Ejército
de Lucifer, a pesar de ser muy torpe y pequeño. Aquel año, todos los diablos se reunieron en la sala de
juntas para discutir un nuevo y malvado plan. Navidad estaba muy cerca y el General al mando tenía
una idea genial para fastidiarla.
—Este año, vamos a atormentar a uno de los humanos más importantes de la Tierra —anunció—, se
trata de un hombre de negocios muy rico, pero de buen corazón. Pues bien, quiero que le echen a perder
las fiestas, para que deje de tener esperanza en la Navidad. Manténganlo ocupado, que no tenga tiempo
de hablar con nadie, ni siquiera con su familia. ¡Mucho menos que les compre regalos! ¿Entendieron?
Todos los demonios se pusieron a la obra, afanados en arruinar la Navidad de aquel pobre hombre. Pero
Blacky, como era un holgazán, dejó que los demás se encargaran de la tarea… hasta que fue
sorprendido por el General.
—¡¿Cómo es posible que todos se estén esforzando por hacer el mal y tú estés aquí tan tranquilo?! —
le espetó— Mira, mañana es el día después de Acción de Gracias, una fecha muy importante para
muchos humanos, ¡si no haces nada para molestar a ese hombre, recibirás el peor castigo en todo el
infierno!
Asustado, Blacky subió a la Tierra y pensó en que podía hacer para estropear las navidades que se
avecinaban.
—¡Ya sé! —se dijo— Voy a entrar a las casas y a robar todos los regalos que estén preparando para
Navidad.
Y así, Blacky se hizo invisible y fue entrando, una por una, a las casas que se encontraba por el camino.
Al final terminó con tantos paquetes, que no tenía ni idea de qué hacer con ellos.
—Mejor los escondo todos en esta casa tan grande —dijo, entrando a una enorme mansión. Él no lo
sabía, pero esa era la casa del bondadoso hombre de negocios al que estaban molestando—, ¡aquí
nadie los encontrará!
Al día siguiente era el cumpleaños de su hijo y este, se emocionó mucho al ver aquella montaña de
regalos. Blacky pensó que su General lo castigaría al notar al niño tan feliz, pero para su sorpresa, lo
felicitó por su ingenio.
—Debo admitir Blacky, que esta vez me sorprendiste, ¡ahora si arruinaste la Navidad!
—¿Ah sí?
—Claro, ha sido una idea brillante llevarle todos esos regalos al niño. Fíjate, por fuera todo parece ser
perfecto y alegre, pero en realidad, al pequeño solo le importan sus regalos. Su padre piensa que cumplió
y ahora se irá de nuevo a la oficina, sin prestarle atención. ¿Qué mejor plan para acabar con la Navidad,
que volviendo a las personas materialistas y consumistas? Pronto les preocupará gastar más que estar
con sus seres queridos.
Blacky fue nombrado como Comandante del ejército infernal y muy pronto, su estrategia se extendió al
resto del mundo. Así fue como nació el Black Friday, ese día hecho para comprar y opacar el verdadero
significado de las fiestas.
El monstruo del armario

Cada vez que se acercaba la hora de dormir, Lolito temblaba de miedo. Había en su habitación un
enorme armario de madera, cuyo interior era muy oscuro y en el cual no se atrevía a mirar por las
noches. Y es que él, estaba convencido, de que allí dentro habitaba un monstruo espeluznante, que solo
aguardaba la oportunidad de salir para comérselo.
A veces podía escucharlo rasguñando la puerta desde adentro, con garras que él se imaginaba tan
largas como las de un oso. Otras veces, le parecía oír un gruñido bastante tenebroso, que susurraba su
nombre o se quejaba por no poder salir.
Y Lolito se arrebujaba entonces debajo de las sábanas y temblaba hasta quedarse dormido, rogando
porque la puerta del armario nunca se abriera.
Lo peor era que cada vez que le contaba a su mamá, ella se echaba a reír.
—Tienes una imaginación demasiado activa, hijito —le decía y luego abría el armario—, aquí no hay
nada más que tu ropita, ¿lo ves? Los monstruos no existen.
Pero claro, eso decía ella porque siempre que le enseñaba el armario era de día. El monstruo solo
trataba de salir por las noches, cuando las sombras lo ocultaban de la vista de los demás. Si el sol estaba
en el cielo, la criatura nunca se atrevería a salir de su escondite.
Esa misma noche, Lolito se quedó escondido en medio de sus cobijas, con una linterna entre las manos.
Oyó dos, tres golpes en la puerta y asomó su cabeza, con miedo.
—¿Hola?
Nadie respondió.
Armándose de valor, se puso sus pantuflas y anduvo hasta el armario. Aferró una manija y abrió la
puerta. Se metió entre sus abrigos y pantaloncitos y anduvo por dentro, hasta que la ropa se transformó
en hojas de árboles y se dio cuenta de que estaba en un bosque. Allí tampoco había sol, las estrellas
iluminaban aquel lugar lleno de casas diminutas donde habitaban duendes, hadas y otras personitas
que iban de un lado a otro.
Por un momento, Lolito se quedó impresionado hasta que escuchó un rugido cercano. ¡Ay no! Era el
monstruo que finalmente, iba por él.
El niño lo vio acercarse, todo él cubierto de largo pelo verde, con unas manos y unos pies gigantescos,
grandes dientes que sobresalían de su boca y garras afiladas. Lolito gritó y se echó a correr de nuevo
hacia su habitación. Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, una manaza enorme se
poso sobre su hombro, deteniéndolo.
—Espera —le dijo el monstruo—, no quiero hacerte daño, lo único que quería era ser tu amigo. Todas
las noches tocaba y gruñía para que me dejaras salir y pudiéramos jugar.
—¿De verdad? —le preguntó Lolito.
—Sí, aquí me siento muy solo porque todos me tienen miedo, ya que soy demasiado grande para ellos,
que son tan chiquitos. Pero tal vez tú quieras acompañarme cuando llegue tu hora de dormir.
Lolito aceptó y él y el monstruo se hicieron grandes amigos. Nunca más volvió a tenerle miedo.
Las tres cabras

Érase una vez una familia con tres cabras que se querían mucho. Estaba el abuelo, con sus largas
barbas y su gran ingenio, el padre, joven y vigoroso, y una cabritilla pequeña y muy curiosa, que era el
hijo. Los tres vivían en un prado con mucha hierba fresca para comer, sin embargo, un buen día esta se
secó y ellos se preocuparon mucho.
¿Cómo iban a subsistir si la pradera ya no les daba comida?
—Tendremos que cruzar el puente de piedra —dijo el abuelo—, del otro lado hay un valle más grande
que este, lleno de flores y con montones de hierba deliciosa para comer. Allí viviremos.
Sin embargo, ninguna de las cabritas sabía que aquel puente de piedra estaba custodiado por un
malvado troll, que amenazaba con devorar a todos los que caminaban por él. Así que en cuando la cabra
más pequeña cruzó, corriendo y sin precaución, el monstruo le salió en medio del camino asustándola.
—¿A dónde crees que vas? —le preguntó.
—Voy a cruzar el puente para vivir en el valle.
—¡De eso nada! Este puente me pertenece y ahora te voy a comer.
—¡Espera! —dijo la cabritilla, antes de que la devorara— Yo soy muy pequeña y no voy a saciar tu
hambre. Pero si esperas un poco y me dejas pasar, verás a una cabra mucho más grande que viene
detrás de mí.
El troll se lo pensó un poco y como tenía tanta hambre, la dejó pasar, ansioso por devorar una presa
mayor. Así llegó el padre de la cabrita, al cual también amenazó.
—¿A dónde crees que vas?
—Voy a cruzar el puente para vivir en el valle.
—¡De eso nada! Este puente me pertenece y ahora te voy a comer.
—Aguarda un poco —le dijo el padre—, déjame pasar y verás venir detrás de mí a una cabra que es el
doble de grande que yo. Comiendo tan poca cosa como lo soy yo, no vas a quedar satisfecho.
Una vez más lo pensó el troll y codicioso y glotón como era, decidió dejar pasar a la segunda cabra. En
cuanto lo hizo vio que venía el abuelo, grande y regordete, y la boca se le hizo agua.
—¿A dónde crees que vas?
—Voy a cruzar el puente para vivir en el valle.
—¡De eso nada! Este puente me pertenece y ahora te voy a comer.
—¿Cómo te atreves a amenazarme? ¡Tú no sabes con quien estás hablando! —exclamó el abuelo
indignado.
Y corriendo hacia el troll, lo pisoteó con sus poderosas patas para enseguida, clavarle sus cuernos y
mandarlo volando hasta el río, en donde la corriente se lo llevó muy lejos.
Su hijo y su nieto lo recibieron del otro lado, en el valle, muy felices de verlo a salvo. Las tres cabras se
abrazaron y celebraron que estaban juntas, gracias a su inteligencia y su valentía. De ahí en adelante
habitaron en paz y con montones de hierba fresca para comer.
El tokaebi malvado

Hace muchos años, en un país asiático llamado Corea, vivía un granjero con su esposa al que le
encantaba cultivar arroz. Gran parte del grano lo vendían, pero otra, se la quedaban y ella preparaba
sabrosas comidas todos los días. Ellos agradecían infinitamente por las tierras que poseían, su casa y
sobre todo, que estaban juntos y eran muy felices a pesar de vivir con humildad.
Una noche, mientras los dos cenaban un delicioso plato de arroz con vegetales, escucharon un gran
estruendo en el exterior. El granjero se asomó por la ventana y se quedó de piedra al ver a una criatura
monstruosa, que estaba causando barullo entre sus plantíos de arroz.
—¡Es un tokaebi! —dijo su esposa aterrorizada— ¿Y ahora que vamos a hacer? Tengo mucho miedo,
va a destruir todos nuestros cultivos.
El granjero se armó de valor y fue a plantarle cara al ser.
—¿Quién eres tú que vienes a importunar a mis pobres sembradíos, a estas horas de la noche? —le
preguntó— Estas son mis tierras y tú no eres bienvenido aquí. De modo que márchate y no regreses.
El tokaebi se echó a reír con cavernosas carcajadas e hizo retumbar el suelo con sus pies.
—¿Cómo te atreves tú a hablarme así? Te crees dueño de estas tierras, pero ya te digo que, desde
ahora, todo esto me pertenece a mí. ¿Qué vas a hacer al respecto?
El granjero se lo pensó muy bien. Sabía que no podía ganarle al tokaebi pues si intentaba usar la fuerza,
lo más probable fuera que terminara siendo devorado también. Pero tenía su ingenio y esos monstruos
nunca se negaban a un desafío.
—Para ponernos de acuerdo, te propongo una cosa —le dijo—, cada uno va a hacerle una pregunta al
otro. Quien dé la respuesta correcta, será el dueño de estas tierras.
—Me parece justo —dijo el monstruo—, yo comienzo. Dime, ¿cuántos vasos de agua se necesitan para
llenar el océano?
El granjero reflexionó con cuidado y respondió.
—Si el vaso es tan enorme como el mar, solamente uno, pero si tiene tan solo la mitad del océano,
entonces son necesarios dos.
Abrumado, el tokaebi estuvo pensando en su respuesta por un par de minutos hasta que malhumorado,
llegó a la conclusión de que su respuesta era válida.
—Ganaste esta, humano. Ahora te toca a ti.
—Muy bien, ¿voy entrando o saliendo?
—¿Qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? —dijo el tokaebi confundido— ¿Cómo voy a saber eso?
—Ah, ¿no lo sabes? Pues entonces las tierras son mías —dijo el granjero de manera triunfal—. Ahora
sí, márchate de aquí y no regreses jamás.
Muy disgustado pero fiel a sus palabras como todos los grandes monstruos, el tokaebi se retiró rumbo
a su casa y nunca más volvió a importunar a ese pobre granjero. Él también volvió a entrar en su casa,
feliz por reunirse con su aliviada esposa y juntos vivieron en paz durante el resto de sus vidas.
Y el hombre se hizo famosa por vencer a la criatura con su ingenio.

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