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Sara Cooklin Urbano

Antropología y Ciencias de la Salud


Prof. Joan Muela
Master en Antropología Médica y Salud Global

Ejercicio autoetnográfico: mi experiencia con el dolor crónico.

Introducción.
La autoetnografía es una herramienta y al mismo tiempo un enfoque de investigación y
escritura que intenta tanto describir como analizar la experiencia personal del autor con el objetivo
final de lograr comprender la experiencia cultural que existe detrás de su propia experiencia. Esta
aproximación es bastante vanguardista ya que difiere mucho de las formas tradicionales de hacer
investigación. Además, en vez de centrarse en los otros como objeto de estudio, lo hace en uno
mismo. Ellis et at explican que “para hacer y escribir autoetnografía, el investigador aplica los
principios de la autobiografía y de la etnografía. Así, como método, la autoetnografía es, a la vez,
proceso y producto” (2015:249). La autoetnografía puede ser también útil para la comprensión de
las paradojas existentes en el proceso de investigación y puede ser una herramienta muy acertada
para captar la complejidad de la experiencia humana (Guerrero, 2014).
Escribir historias personales puede ser terapéutico tanto para los autores como para los
lectores. Por un lado, los lectores pueden encontrar sentido a sus experiencias a través de la
autoetnografía, así como deshacerse del peso que las experiencias pueden suponer cuando no se
comparten (Atkinson, 2007 en Ellis et al 2015). Por otro lado, los autores pueden encontrar en ella
un arma eficaz para cuestionar los discursos convencionales y hegemónicos. En el caso concreto de
la antropología médica, la autoetnografía puede servir para dar voz al paciente que, de otra manera,
podría sentirse demasiado avergonzado o atemorizado por los prejuicios como para contar su
experiencia.
Es interesante que los autoetnógrafos “valoran la verdad narrativa en función de lo que una
historia de la experiencia hace - cómo se utiliza, se entiende y es recibida por nosotros y otros tales
como escritores, participantes y audiencia” (Bochner, 1994; Denzin, 1989 en Ellis et al 2015: 261)
más que los hechos en sí. Puede tener que ver con el hecho de que reconocen que la memoria no es
perfecta y que por lo tanto puede fallar, recordar cosas que en realidad no pasaron o viceversa. Esto
no quita validez a la narrativa, sino que le suma una nueva dimensión, porque la forma en la que
recordamos es también es parte de la experiencia y negarla sería tan gran sesgo como es el mero
hecho de que exista. Ciertamente, distintas personas pueden recordar un mismo evento de diferentes
maneras y este evento puede despertar en ellos distintos sentimientos o sensaciones. Por lo tanto, al
intentar aplicar los términos de fiabilidad, validez y generalización a la autoetnografía, es necesario
tener en cuenta cómo “el contexto, el significado y la utilidad de estos términos se alteran” (Ellis et
al, 2015:261). Al hablar de validez, Ellis et al (2015) defienden que para los autoetnógrafos ésta
consiste en que la experiencia descrita sea realista, creíble y posible, esto es, que la historia sea
coherente.
Históricamente, los enfoques narrativos surgieron en la década de los años ochenta
del siglo XX, a partir del constructivismo social y otros movimientos relativistas de las ciencias
sociales. Este punto de vista defiende que lo que sabemos de la vida proviene de la experiencia que
se encuentra en todo momento mediada por actos de interpretación y significación, esto es, que el
mundo nos resulta compresible porque poseemos representaciones o visiones del mismo que son
esencialmente narrativas. Por ejemplo, contamos historias acerca de cómo es ese mundo, qué
fuerzas intervienen en él, qué valor posee para nosotros, etc.
El investigador social que use una orientación narrativa buscará significados en la forma en
la que el mundo es entendido subjetivamente a través de las historias, y a cómo las narraciones son
herramientas que proporcionan un contexto que da coherencia a sus vidas y les permite interpretar
tanto su identidad como la de otras personas (Roscoe y Madoc, 2009: 5 en Guerrero, 2014).

Un extracto de mi experiencia con la enfermedad y el sistema médico.


En el presente trabajo pretendo escribir sobre mi experiencia como paciente con dolor
crónico y con una condición que quedó sin diagnosticar. A lo largo de estas líneas intentaré analizar
antropológicamente vivencias profundamente personales, especialmente el sentimiento de que mi
condición fue despojada de toda su importancia por los profesionales sanitarios cuando vieron que
no podían clasificarla dentro de ninguna categoría física. Mi dolor físico fue clasificado entonces
bajo la siempre socorrida etiqueta de psicosomático o funcional. Contaré mi experiencia tanto física
como emocional a lo largo del proceso, pero también intentaré analizar los procesos que se
desarrollaban a mi alrededor y dentro de mí.
Se me hace complicado sentarme a escribir sobre este tema, porque la naturaleza de lo que
ocurrió (y sigue ocurriendo) es de orden urológica/ginecológica, con la vergüenza y el tabú que ello
supone. Incluso dentro del campo médico me resultaba vergonzoso hablar de ello, tanto por las
zonas de mi cuerpo de las que tenía que hablar como de las prácticas que las rodeaban. Esto es
debido a que he observado que mi dolor se encuentra (aunque muchos médicos los nieguen)
estrechamente relacionado con las prácticas sexuales. Para hacer un resumen rápido, lo que
comenzó siendo una candidiasis común se complicó en síntomas más complicados y difusos, lo que
generó confusión tanto en los médicos como en mí misma. Esta confusión e inseguridad no hacía
más que empeorar los síntomas hasta un punto en el que afectó a mi vida diaria, mis estudios y mi
salud mental.
La narrativa de este trabajo comienza en el verano de 2014, cuando contraje una candidiasis
vaginal (una infección de las mucosas causada por un hongo). Hasta ahí todo fue “normal”, ya que
acudí al ginecólogo (por seguro privado) quien, sin inspeccionarme, y solamente con la información
de mis síntomas, me prescribió unas cápsulas vaginales. Podría empezar mi análisis etnográfico
aquí ya que me siento muy frustrada cada vez que entro en una consulta por un dolor físico y, sin ni
tan si quiera mirarme, me recetan medicamentos. La consulta médica, cada vez más impersonal y
mecánica, con 7 minutos de media destinados a cada paciente (Zarco, 2007) hacen que ir al médico
me frustre y me enfade más que tranquilizarme. Las marcadas relaciones de poder entre el médico y
el paciente es otra de las razones por las que ir al médico siempre ha supuesto un problema. Me
atrevería a decir que el 90 por ciento de las veces me he sentido ignorada, o directamente, he sido
interrumpida por mi médico para que, literalmente, parase de explicar mis síntomas. El hecho de
que mi propia experiencia no tenga ninguna importancia en el proceso de la consulta médica es una
prueba de lo impersonal que se ha vuelto la consulta. Con el paso del tiempo he intentado
resignarme y seguir la corriente, así lo hice esta vez, describiendo escuetamente lo que me pasaba, y
recogiendo la receta que, sin mirarme a los ojos, me tendió el ginecólogo.
Es en este momento donde entra en juego mi propia estupidez, ya que no leí las indicaciones
de uso y durante varios días tomé las pastillas oralmente. Por suerte me di cuenta y volví al médico,
quien me recomendó empezar el tratamiento desde cero. Ahí fue cuando comenzaron los problemas,
ya que las cápsulas me provocaban una irritación muy molesta en la zona vaginal, pero pensé que
sería normal. La desinformación respecto a qué esperar de un tratamiento en términos de éxito,
fracaso o de efectos secundarios, es otra de las razones por las que odio ir al médico: porque siento
que continuamente me ocultan información, o porque no sienten que sea necesario dármela, por lo
que cuando surge un problema a lo largo del tratamiento, me siento completamente perdida.
El caso es que una vez terminado el tratamiento, la irritación continuó. No sólo eso, sino que
pocos días después me sobrevino una cistitis. Como leería más tarde en los foros online y en el
propio prospecto del medicamento (dos cosas que los médicos me recomendaron explícitamente no
hacer ya que según ellos fomentan la hipocondría), la cistitis es uno de los riesgos de los óvulos
vaginales que se usan como tratamiento de la candidiasis. Yo ya estaba familiarizada con las cistitis
porque me daban tres o cuatro al año, pero a partir de esa candidiasis empecé a tener una al mes,
siempre después de tener relaciones sexuales.
Tener cistitis es increíblemente incómodo. La sensación constante de tener que orinar, el
escozor, el ardor… Las primeras veces me ponía realmente nerviosa pero cuando empecé a tenerlas
tan de seguido, me limitaba a ir por urgencias al hospital más cercano (cada vez era uno distinto, ya
que iba por seguro privado, por lo que en ningún lado tenían registros de cuántas infecciones había
tenido) donde me recetaban antibióticos y me dejaban ir, sin realizarme un cultivo. Ahora, bastante
tiempo después, y gracias a un par de médicos que me lo recomendaron, he aprendido lo importante
que es este último paso, ya que determina qué tipo de bacteria ha causado la infección de las vías
urinarias y por lo tanto, el mejor tratamiento (farmacológico) para combatirlas. El hecho de que esta
información no sea transmitida a los pacientes de manera sistemática hace mucho más difícil el
seguimiento de la enfermedad. Otro factor que contribuye al desorden y la desinformación de los
médicos con respecto al paciente es el hecho de que los seguros privados no posean una base de
datos con el historial del paciente que sea accesible para los profesionales médicos.
Un par de meses después, yo estaba a punto de irme a Estados Unidos, donde realizaría mi
último año de carrera. Y, sin embargo, seguía teniendo cistitis muy de seguido y esa “irritación” que
no se marchaba, incluso cuando las infecciones se habían curado. Fue entonces cuando me entró
verdadero pánico, y visité a una uróloga, incitada por mi (segunda) ginecóloga, que ya no sabía que
hacer conmigo. A lo largo de cinco meses había tomado 4 tantas de antibióticos distintas. La
uróloga me explicó que probablemente tanto antibiótico administrado para las cistitis me habría
desequilibrado toda la zona vaginal y uretral, y que dejase pasar un tiempo, porque probablemente
las molestias se irían solas. Yo le pregunté cuánto, y no me quiso responder. Fui a otro médico, esta
vez de la Seguridad Social, quien me dijo lo mismo, pero además me recomendó que me quedase en
España, para que me pudiesen hacer un seguimiento y solucionar el problema lo más
tempranamente posible. Mi (ahora ex) pareja me animaba a quedarme mientras que mi madre se
sumió en un profundo silencio de rencor contra los médicos y contra mi ex pareja, porque ella
quería que me fuera, pensando que era lo mejor para mi futuro académico y profesional. Esta doble
presión me causó mucho estrés y ansiedad ya que yo estaba asustada y deseaba quedarme. Sin
embargo, arrastrada a medias por la presión de mi madre y por saber que era demasiado tarde como
para echarme atrás, me marché a Estados Unidos a finales de agosto. Habían pasado casi cuatro
meses desde que me empecé a encontrar mal y ya sentía que el dolor constante me cansaba y me
ocasionaba angustia por no saber cuándo se iría, ni a qué se debía exactamente.
En Estados Unidos intenté ignorar el problema, pero por poco tiempo. El estrés de
adaptarme a un nuevo lugar, el dolor, y la ansiedad que me provocaba el hecho de que pasaban las
semanas y no se iba, me empujaron a buscar asesoramiento en el sistema de atención sanitaria
estadounidense. Mirando atrás, esto no hizo sino empeorar las cosas, aunque no había forma de que
yo lo supiese. Primero, porque me vi forzada a familiarizarme con uno de los aspectos más confusos
de la sociedad norteamericana: el funcionamiento de los seguros médicos. Encontrar un profesional
y pedir una cita fueron de las pruebas más duras que tuve que pasar durante mi estancia: primero
tenía que meterme en la web de mi seguro médico y encontrar a los profesionales que cubría Aetna
(mi seguro privado estadounidense, obligatorio para todos los estudiantes, y por supuesto,
terriblemente caro) en mi ciudad (Washington, DC). Luego, tenía que llamar y pedir cita, lo cual es
más complicado de lo que suena, ya que muchas consultas no respondían el teléfono y cuando lo
hacían, había evidentes problemas de comunicación. Aunque yo sobre el papel era bilingüe, no
estaba preparada para hacer frente a la jerga médica y burocrática que se me vino encima, y menos
por teléfono. Tuve que recurrir a mi compañera de piso británica para que pidiese cita por mí, para
tres semanas después, en la única consulta en la que una voz humana respondió al teléfono. Sin
embargo, cuando llegué, las oficinistas me informaron de que había pedido cita para el profesional
erróneo, ya que éste era especialista en temas de próstata y mi problema era de uretra. Así que me
dieron una lista de otros profesionales, y tuve que volver a casa. Pasaron unos días hasta que reuní
la valentía de volver a marcar números de teléfono para pedir cita. Tuve suerte, y un urólogo me dio
cita para otras tres semanas después. Mientras el tiempo corría, yo me sentía peor, no sólo física
sino anímicamente. Empecé a ver a una terapeuta en la universidad que afortunadamente cubría el
seguro médico, y por lo menos me podía desahogar, aunque ella opinaba que mi dolencia era
psicosomática, y que se me pasaría al volver a casa.
Por fin llegó el día de mi cita con el urólogo. Yo estaba muy nerviosa, y había impreso en un
papel toda la historia hasta ese punto (anexo I, traducido al castellano), por si la memoria me fallaba
o por si no podía expresarme bien. Una vez llegué a la consulta, lo primero que me pidieron fue la
tarjeta del seguro. A los diez minutos me dijeron que mi tarjeta había sido rechazada, pero que
estaban intentarlo arreglarlo. Yo me encontraba a algo muy cercano a un ataque de ansiedad, de los
que ya había pasado bastantes en Estados Unidos. Intenté concentrarme en mi respiración y no en la
irritación ni los espasmos que sentía en la parte baja del vientre. Al final, el problema se consiguió
solucionar (ni siquiera me interesé por cual había sido el problema en cuestión) y pasé a ver al
urólogo, que a esas alturas me parecía algo así como el Mago de Oz. Resultó ser un hombre mayor
que tras escuchar mi historia y leer mi papel rápidamente, me dijo que podían ser varias cosas
diferentes y que me quería hacer varias pruebas. Yo accedí, encantada porque al menos este médico
parecía tener alguna conjetura sobre lo que me podía pasar, y me dio cita para tres semanas después.
El plan era que tras salir de la consulta me tomasen una muestra de orina para hacer un cultivo, que
durante esas tres semanas yo me realizara una ecografía de los riñones y la vejiga y que en el día de
la consulta él me realizaría una citoscopia. Tras todo ese procedimiento, me aseguró,
encontraríamos la causa de mi malestar y podría iniciar un tratamiento. Salí de la consulta aliviada,
como si me hubieran quitado un peso de encima. Por primera vez en mucho tiempo, tuve fe en el
profesional médico que me atendió, e incluso llegué a pensar que toda la burocracia merecía la pena
si el sistema era así de eficiente después.
Durante esas semanas, intenté ignorar el dolor, que aparecía cuando menos me lo esperaba.
Algunos días era constante, otros días era más punzante y en momentos aislados, unos días me dolía
al orinar y otros no. La inconsistencia de los síntomas me ponía muy nerviosa e hice lo que todos
los médicos te dicen que no hagas: recurrir a Google. Ya lo había hecho mientras estaba en España y
la consecuencia había sido un ataque de ansiedad, pero quería seguir investigando. La razón por la
que tuve ese episodio ansioso fue porque mis síntomas cuadraban con una condición llamada
“cistitis intersticial”. Aún me pongo un poco nerviosa al pensar en ello. La cistitis intersticial (según
la página MedlinePlus) es “un problema prolongado (crónico) en el cual se presenta dolor, presión
o ardor en la vejiga. También se denomina síndrome de la vejiga adolorida. Los síntomas de la
cistitis intersticial son crónicos y tienen una tendencia a aparecer y desaparecer con períodos de
menor o mayor gravedad. Los síntomas comunes abarcan: Presión o molestia en la vejiga (leve o
intensa), ganas de orinar con frecuencia, ardor en la zona de la pelvis, dolor durante la relación
sexual, etc.”. La descripción parecía hecha al dedillo para mí, y eso me asustaba de sobremanera. Yo
no quería vivir con dolor para siempre. Además, junto a la descripción de esta enfermedad, descubrí
toda una comunidad de mujeres con los mismos síntomas que yo, que llevaban años con el mismo
problema y seguían sin ser diagnosticadas. Se encontraban en una especie de limbo, sabiendo que
algo estaba mal pero no sabiendo qué exactamente, ni cómo darle solución a su dolor. Yo no quería
esa vida para mí. No podría vivir con dolor para siempre. Esto me sumió en un estado de nervios y
depresión que me dificultaba disfrutar de cualquier cosa, y que estaba convirtiendo mi estancia en
Estados Unidos en una pesadilla.
Por fin llegó el día de la citoscopia. Ya me había hecho todas las demás pruebas, y habían
salido limpias. Todas mis esperanzas estaban puestas en esta última, en que se encontrase “algo”, lo
que fuese, que me sacase de ese estado de ignorancia. Cuando me tumbaron en la camilla, una
enfermera entró en la habitación. Descubrimos que ambas éramos hispanohablantes y eso me relajó
un poco. Me explicó en qué consistía la prueba (básicamente, te meten un tubo con una cámara por
la uretra para ver si hay lesiones) y me advirtió de que me dolería “un poco” y que si me sentía muy
incómoda lo dijese y la prueba se pararía.
Yo siempre me he sentido muy invadida por los exámenes ginecológicos, pero intenté no
pensar en ello y respirar despacio. A partir de entonces, mis recuerdos se vuelven un poco borrosos.
Recuerdo al médico entrando y recuerdo el antiséptico y la anestesia local. Recuerdo al médico
colocándose entre mis piernas y a partir de ahí solo recuerdo dolor. Un dolor intenso, punzante,
agudo, que me hizo gritar a todo pulmón. Grité que no podía más, que parase, grité “please, stop”,
“I can´t take it”, y “please, take it out” varias veces. No paró. Me dijo que había que llenar la vejiga
de agua para ver cuánto se expandía y cuando sentí que se llenaba una ola de dolor más intensa que
la anterior me inundó, y entre lloros y gritos seguí pidiendo que la sacaran. Por fin lo hicieron, y el
médico salió de la habitación con un “there, it´s over now”, mientras yo me quedé tendida en la
camilla, llorando, completamente fuera de mí, sintiéndome como si hubiese sido violada, aunque
me causa mucha resistencia usar este término, y no sé si debería hacerlo.
Unos minutos después pude recomponerme un poco, y vestirme. La enfermera me dijo que
el doctor me esperaba en la consulta para los resultados. Me dio una pastilla antibiótica para
prevenir infecciones y me advirtió de que sentiría una leve incomodidad al ir al baño. Esa leve
incomodidad resultó ser un dolor muy punzante que me impedía ir, aunque tuviese ganas. Tenía que
estar sentada durante varios minutos en la taza, respirando despacio y haciéndome a la idea de que
me iba a doler, antes de poder por fin evacuar, cerrando los ojos e intentando ignorar el dolor.
Pasé a la oficina del doctor, quien me preguntó si estaba mejor. Dije que sí por decir algo.
Casi sin mirarme, me dijo que no había encontrado nada en la prueba, que mi vejiga y mi uretra
estaban bien, y que en las demás pruebas tampoco salía nada. Literalmente, me dijo que no me
pasaba nada. Yo me enfadé y le pregunté por qué me dolía. Él me dijo que probablemente sería algo
psicosomático, ya que no había ninguna razón para ese dolor. Me mandó unas pastillas que me
aseguró me calmarían y me curarían en dolor y que más tarde identifiqué como meros analgésicos.
Huelga decir que me sentí engañada, pero, sobre todo, humillada y sola. Después de ese episodio,
decidí no volver al médico en Estados Unidos. Sabía que las facturas iban a llegar pronto y que no
serían baratas, y no podía permitirme seguir indagando. De modo que, a partir de entonces, me
limité a intentar ignorar el dolor, unos días con más éxito que otros, hasta que llegaron las
vacaciones de Navidad y pude volver a casa.
Una vez de vuelta en Madrid, aunque solo durante unas semanas, volví a visitar a mi
uróloga, a quien comenté las novedades. Ella se mostró escéptica a los resultados de las pruebas, y
dijo que quería hacerme otra citoscopia. Me negué en rotundo. Ella intentó calmarme, diciendo que
sería distinto, que el tubo que usaban ellos era más flexibles, que no hacía tanto daño, y que era un
mal necesario porque las citoscopias eran pruebas “muy subjetivas, y que dependían mucho de
quién lo hiciese” pero yo me negué. Ella me dijo que, si no aceptaba, no podría darme un
diagnóstico, y que me lo pensase durante el tiempo que me quedaba en Estados Unidos. Mientras,
tanto seguí tomando unas cápsulas de arándano rojo que en teoría servían para prevenir las cistitis,
que costaban 40 euros la caja de 30, y con las que ya llevaba 6 meses. Estaba agotada. Durante las
Navidades tuve otra cistitis después de una relación sexual y le comuniqué a mi pareja la decisión
de posponerlas indefinidamente hasta que me encontrase mejor. Mi vida giraba completamente en
torno a mi dolor, los médicos, y los diversos remedios potenciales que iba probando, sin éxito:
Ejercicio, mucha, agua, dieta para alcalinizar la orina, ropa suelta y de algodón… Pero nada lograba
mejorarlo.
Volví a Estados Unidos después de Navidad con la intención de seguir ignorando el dolor
hasta que volviese a finales de mayo. Durante ese tiempo, encontré una nueva posible respuesta en
Google: el síndrome uretral. Una fase previa a la cistitis intersticial según algunos, una irritación de
la uretra para otros, y un cajón de sastre para todos los demás, donde se metían las patologías
uretrales que no se podían clasificar en ningún otro lado. Más tarde supe que la uróloga le había
dado ese diagnóstico a mi madre mientras yo no estaba, pero a mí me lo había ocultado. En la
página web que encontré se recomendaba una dieta para alcalinizar la orina con el objetivo de evitar
la irritación de la uretra, lo que para mí tenía mucho sentido. La seguí al dedillo durante varias
semanas, pero no obtuve ningún resultado. El dolor me cansaba, me sentía exhausta, y veía como
mis opciones se iban agotando una tras otra.
A mediados de febrero los síntomas empeoraron y lo que al principio se limitaba a ser
irritación con espasmos ocasionales en la uretra evolucionó en unos pinchazos en la parte baja del
abdomen y en la vejiga que a veces no me dejaban levantarme de la cama o moverme. Caí en lo que
clínicamente se denomina una depresión mayor, con pensamientos suicidas que me aterrorizaban
día y noche. Llamaba a mi madre por teléfono, pero me decía que tenía que aguantar, hasta que una
noche a las 4 de la mañana, tras estar media hora al teléfono conmigo, se rindió y me dijo que
volviese, y así lo hice. Hablé con mis coordinadoras de intercambio en Estados Unidos, y ellas se
encargaron de hablar con los profesores y yo me marché un día después.
Nada más llegar, mi madre me llevó a una psiquiatra de urgencia que recomendó que me
ingresasen debido a mi estado anímico y a mis pensamientos suicidas. Yo me negué, y al día
siguiente fui a ver a mi psiquiatra y mi psicóloga, quienes estuvieron de acuerdo conmigo en que
internarme no era la mejor opción. Mi psiquiatra insistió en ponerme un tratamiento con
antidepresivos (duloxetina, que también trata el dolor neuropático), y ansiolíticos para calmarme y
subirme el ánimo. Yo al principio me mostré reticente, pero lo estaba pasando tan mal y estaba tan
atemorizada por los pensamientos que se habían instalado en mi cabeza que decidí probar la
medicación. Afortunadamente, me ayudó mucho, mis niveles de ansiedad bajaron, los pensamientos
suicidas disminuyeron poco a poco hasta desaparecer y el dolor volvió a ser controlable.
Dos semanas después, mi psiquiatra y yo discutimos la posibilidad de volver a Estados
Unidos, estando ambas de acuerdo en que era lo mejor, para poder terminar mis estudios y
demostrarme que era capaz de hacerlo. Así fue como volví de nuevo a Washington DC, y pude
terminar mi curso con buenas notas. El resto del tiempo allí se pasó volando, ya que tenía mucho
trabajo que compensar y quería aprovechar mis últimas semanas. Un par de semanas antes de volver
rompí con mi pareja, lo que obviamente me puso triste, pero salvo los primeros días, fui capaz de
manejar el dolor emocional y no dejé que afectase a mis estudios.
Me marché el 10 de mayo, y desde entonces hasta octubre estuve en Madrid, yendo a mi
psicóloga y mi psiquiatra, aprendiendo a manejar el dolor. Volví a mi uróloga y me realizaron la
cistoscopia, mi madre me acompañó. Si bien es cierto que fue doloroso, no me sentí de la misma
manera. El hecho de que sabía a lo que iba, sumado a estar en un ambiente familiar, y que, en
verdad, esta vez el procedimiento fue menos doloroso, hizo que la experiencia fuese menos
traumática. Salí de la prueba pálida, y con ganas de vomitar, y el mismo dolor de la primera vez me
acompañó durante todo el día. Yo ya sabía que era lo “normal”, sin embargo, e intenté, con más o
menos éxito, de llevarlo con estoicismo. Una semana después volví a la uróloga, quien me dijo que
no habían encontrado nada en la prueba. No sabían a qué se debía mi dolor, y volvieron a achacarlo
a algo psicológico o a una irritación más superficial. Me sentí frustrada y cansada del camino
biomédico, por lo que decidí que ahí terminaría.
Desde entonces he sido yo la que ha ido explorando maneras de reducir mi dolor. Intento no
llevar ropa ajustada ya que eso me produce más pinchazos. He cambiado mi método anticonceptivo
y he dejado de usar preservativo en mis relaciones, ya que me causaba mucha irritación y dolor, y
casi siempre una cistitis. Con estas dos medidas, el dolor se ha reducido notablemente, aunque no se
ha ido. Sigo pensando que hay algo que a los médicos se les ha escapado. Pero también sé que el
componente psicológico es importante, porque los días que estoy más estresada, o triste o ansiosa
me duele más. Es el final de una historia que para mí no se ha terminado, pero de momento estoy
demasiado cansada como para buscar más soluciones, y me contento con controlar el dolor de la
mejor manera que pueda.

Discusión.
Tras escribir esta pequeña autoetnografía sobre mi experiencia, me doy cuenta de varias
cosas: en primer lugar, escribir sobre uno mismo es liberador. Yo escribo poesía desde hace quince
años, prácticamente toda con el único objetivo de desahogarme, pero esto es distinto; mientras que
en mis poemas todo está implícito, aquí he tenido la oportunidad de ser explícita, de contar las cosas
crudamente. Me he obligado a escribir cosas que me costaban, como que me sentí violada en mi
primera citoscopia. Este trabajo me ha obligado a mirar a la cara de esta afirmación. Tengo miedo
de que se me tache de exagerada, de que se me culpabilice, incluso, y tal vez esta sea la que más me
atemoriza, de que se me compare con víctimas reales de una violación, y que yo las esté
ofendiendo. Eso es lo último que quiero.
Por otra parte, también me he dado cuenta de que necesito validación externa sobre los
eventos que tuvieron lugar. Si bien he tenido apoyo durante estos años, nunca he contado la historia
completa y detallada a nadie, de un tirón. Nadie conoce la historia completa salvo yo, y quien lea
este trabajo. Esto es incómodo, ya que sé quién va a ser esa persona, y siento que sin quererlo he
creado un vínculo con ella sin que me lo haya pedido, le he hecho partícipe de algo muy íntimo de
mi vida, y él no sabrá hasta qué punto hasta que no lea estas líneas. Por eso siento que la
autoetnobiografía es hacerse vulnerable, sin saber qué respuesta vas a obtener. Es descubrir una
parte de ti al mundo sin saber cuál va a ser la respuesta y, en cierto modo, sin que el lector sepa lo
que se le viene encima cuando comienza a leer.
Aunque este tipo de trabajo sea liberador, también puede despertar muchos recuerdos
dolorosos. Durante su composición, tuve que detenerme varias veces, pasar a hacer otra cosa un
rato, o incluso postergarlo para el día siguiente. Las imágenes, los olores, las voces, en definitiva,
las memorias, volvían a mí mucho más vívidamente de lo que me esperaba, y esto me perturbó en
gran medida. Revivir la historia de estos dos años ha sido doloroso, sobre todo al recordar lo sola
que me sentía y, en efecto, lo sola que estaba, porque nadie (afortunadamente) podía compartir mi
dolor. La autoetnobiografía puede ser un arma muy poderosa para transmitir, pero es cierto que para
quien la escribe puede ser hiriente, y conllevar un coste emocional muy alto que tal vez a algunas
personas no le merezca la pena. A mí personalmente sí, porque como he escrito antes, el
componente liberador de contarlo todo por fin me compensa la parte del dolor al recordarlo.
Como cualquier otro método, la autoetnobiografía tiene sus ventajas y sus inconvenientes
tanto metodológica como epistemológicamente. Algunas de las ventajas metodológicas expuestas
por Chang (2008) incluyen: El hecho de que la principal fuente de datos sea el propio investigador;
que el autoetnógrafo, al hablar de su propia experiencia, tiene acceso a datos íntimos a los que de
otra forma sería muy complicado acceder; que la auto-etnografía suele ser más amena de leer, y por
lo tanto, más accesible para todo tipo de público no familiarizado con la antropología; y que la
autoetnografía puede llegar a conseguir una mejor comprensión de uno mismo y de los demás, y la
consecuente transformación tanto de uno mismo como de otros; además, este tipo de herramienta
permite abandonar ciertos convencionalismos metodológicos.
Por otro lado, algunas de las críticas que se podrían realizar a la autoetnografía incluyen el
hecho de que se trata de un enfoque que pone la atención en el propio investigador, lo que puede
aislarle de los demás, o que en ocasiones puede poner más énfasis en la narración frente a la
interpretación y el análisis de manera aislada de los otros. Metodológicamente, la autoetnobiografía
es limitada porque cuentas con el sesgo de tu propia percepción. En muchas ocasiones nuestra
memoria nos falla y no somos conscientes de ello, o lo que nosotros interpretamos de una manera
en realidad tenía otro significado. Si pretendemos escribir sobre algún evento pasado y no hemos
tomado notas o registrado nada, como es el caso de este trabajo, nuestra memoria puede jugarnos
malas pasadas. Sin embargo, también es una herramienta muy potente por lo mismo: Nadie nos
conoce tan bien como nosotros mismos, nadie sabe cómo nos sentimos, cómo pensamos ni por qué
reaccionamos de determinada manera mejor que nosotros. Por esto, un autoanálisis o examen de
nuestras vivencias puede ser muy interesante desde un punto de vista etnográfico.

Bibliografía.

Chang, H. (2008). Autoethnography as method. Walnut Creek, CA: Left Coast Press

Ellis, C et al. (2015). “Autoetnografía: un panorama” Astrolabio, nueva época. n,14.

Guerrero, J. (2014) “El valor de la auto-etnografía como fuente para la investigación social:
del método a la narrativa” Revista Internacional de Trabajo Social y Bienestar, 3 237-241.

Zarco Rodríguez, J. (2007) “La entrevista clínica”. Sociedad Española de Médicos de Atención
Primaria. Recuperado de
http://www.semergen.es/semergen/cda/documentos/universidad/alcala/diapositivas_tema2/entrevist
a.ppt#281,24, La entrevista clínica modelo de cambio (2)

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