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¿Cómo vencer los pecados? ¡Aquí esta la clave!

Conocemos la necesidad de permitir que Dios obre en nosotros tanto el querer como el hacer.
Pero algunos protestan y con cierta razón: «Tiene que haber algo en la vida cristiana que
implique acción, fuerza de voluntad, esfuerzo y disciplina. No me diga que en la vida
cristiana no tenemos nada que hacer, excepto permitir que Jesús lo haga todo mientras
nosotros nos sentamos en una mecedora». Quiero decir que estoy de acuerdo en que la vida
cristiana demanda cada gramo de fortaleza moral, esfuerzo y disciplina que una persona
pueda aplicar, donde está la batalla.

Necesitamos comprender claramente dónde tiene lugar el combate. En la Biblia se nos


dice: «Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste
llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de muchos testigos» (1 Tim. 6: 12). ¿Se
espera de nosotros que luchemos contra el enemigo? ¿O debemos pelear la batalla de la
fe? ¿Hay alguna diferencia entre la batalla de la fe y la lucha contra el
mal? Imaginémonos que hay dos grupos de personas: el A y el B. Todos los componentes
del grupo A participan en la batalla de la fe. Ellos procuran conocer a Dios personalmente,
apartando tiempo para la oración cada día. y escudriñando las Escrituras con el propósito de
comunicarse con Dios. El grupo A procura establecer una relación concreta, significativa y
creciente con Cristo día tras día. Esa es la batalla de la fe.
En contraste, todos los miembros del grupo B se dedican a combatir el mal. Procurando
vivir una buena vida a través de sus propios esfuerzos, trabajan duro para vencer sus malos
hábitos y prácticas. Su atención está fija en el enemigo, y luchan con diligencia. Algunos de
ellos fracasan y se desaniman. Otros «triunfan», y se sienten orgullos. Su lucha está centrada
donde no es la batalla.
¡Un momento! —dirá alguien—. ¿No dice la Biblia: “Resistid al diablo, y huirá de
vosotros”?». Sí, lo dice en Santiago 4: 7. Pero, ¿cómo debemos hacerlo? ¿Poniéndonos a
luchar contra el mal y el diablo? No. Sometiéndonos, peleando la batalla de la fe.

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La batalla de la fe requiere de cada gramo de energía, autodisciplina y fuerza de voluntad,
hasta la última chispa de esfuerzo humano que podamos reunir. Dios requiere de nosotros
que luchemos en esta batalla, pero no espera que nosotros nos pongamos a combatir el
pecado.

Efesios: 10-18 describe la lucha del cristiano: «Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en
el Señor y en su fuerza poderosa. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar
firmes contra las asechanzas del diablo, porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino
contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo,
contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la
armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, habiendo acabado todo, estar
firmes. Estad, pues, firmes, ceñida vuestra cintura con la verdad, vestidos con la coraza de
justicia y calzados los pies con el celo por anunciar el evangelio de la paz. Sobre todo, tomad
el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Tomad el
yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Orad en todo tiempo
con toda oración y súplica en el Espíritu, y velad en ello con toda perseverancia y súplica por
todos los santos».
Fijémonos en las expresiones que Pablo usa para describir la lucha. ¿Se refiere aquí al grupo
A o al grupo B? «Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos». El grupo B se levanta de un
salto y dice: «¡Amén! Eso es. Aquí hay municiones para nuestro bando. Tenemos que ser
fuertes y luchar con- tra el enemigo». Pero un momento. La frase completa dice «fortaleceos
en el Señor». El grupo A inmediatamente proclama: «Eso apoya nuestro criterio. Se requiere
de nosotros que seamos firmes en él, y en el poder de su fuerza».
Continuemos leyendo un poco más: «Vestíos de toda la armadura de Dios». El grupo B
declara: «¿Lo ven? Aquí hay un refuerzo para nosotros. Nosotros tenemos que vestimos de la
armadura de modo que podamos pelear». Pero Pablo a continuación describe la armadura de
Dios y dice que consiste en la verdad, la fe, el Espíritu Santo, y la justicia. Existe una sola
clase de justicia, y la encontramos en Cristo. ¿Cuál es la armadura de Dios? Es la
armadura espiritual que el grupo A busca. «Vestios de toda la armadura […], porque no
tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra [espíritus malignos) en las regiones
celestes».
En una ocasión conocí a un exboxeador que aceptó a Cristo. Me dijo: «Si tan solo pudiéramos
hacer que el diablo saliera de su escondite, estaría feliz de lanzarle un derechazo a la
mandíbula. ¡Cómo me gustaría dejarlo tendido en el suelo! Pero eso es lo que me frustra de la
vida cristiana. ¡No podemos hacer que el diablo salga de su escondite!».
Ahora bien, si la batalla en la cual estamos empeñados tiene que ver con espíritus, ¿cuál es
nuestra única esperanza de victoria? ¿Pueden la carne y la sangre luchar contra los espíritus?
¿Alguna vez hemos tratado de hacerlo? Es como pelear con nuestra sombra. No hay manera
de ganar. Si el conflicto es contra espíritus, entonces lo único que podemos hacer es obtener la
ayuda de otro espíritu para que luche en nuestro lugar. «Recordad que nadie excepto Dios
puede discutir con Satanás» (Comentario bíblico adventista, t. 5, p. 1058).
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La Biblia dice que «Dios es espíritu» (Juan 4: 24), que los ángeles son «espíritus
ministradores» (Heb. 1: 14), y hablamos mucho del Espíritu Santo. Entonces, ¿en qué
consiste mi desafío? En participar en la batalla de la fe, en el esfuerzo por conocer
personalmente a Dios y permitirle encargarse de ganar mis batallas. Dios me invita a
pelear la buena batalla de la fe, no el combate contra el pecado. Sin embargo, pareciera
que tanto entre los jóvenes como entre los adultos, existiera una fuerte tendencia a pensar que
la vida cristiana consiste precisamente en luchar contra el pecado.
El combate contra el pecado no es el lugar donde se pelea la verdadera batalla, aunque nos
parezca haber tenido éxito con nuestro esfuerzo en ese sentido. Las únicas victorias que
podemos lograr batallando contra el pecado son en lo externo, lo aparente, y eso no significa
nada a la vista de Dios. Desde luego, causa buena impresión en los tribunales, sirve en
nuestras relaciones con los semáforos y la policía de tránsito, y nos evita la cárcel; pero no
cuenta en nuestro cristianismo o nuestra salvación.
Como vemos, los integrantes del grupo B son buenos moralistas. Nunca harían nada
intencionalmente que le causara daño a otra persona. Pero son buenos y morales en su propia
fortaleza, por medio de su propia autodisciplina. Son cristianos por fuera, pero no confían en
Dios para obtener poder y fortaleza. En contraste, los integrantes del grupo A saben que la
autodisciplina aplicada para dominar exteriormente el mundo material no es donde se libra la
verdadera batalla. La diferencia entre el combate contra el pecado y la batalla de la fe
constituye una de las mayores verdades que debe aprender el cristiano desanimado. La
persona que ha descubierto este secreto y ha experimentado la batalla de la fe y las
recompensas que provienen de conocer a Dios, es la que siente deseos de proclamar su
descubrimiento a voz en grito y a todo el mundo.
Elena G. de White dice que no debemos concentrarnos en la lucha contra el pecado, porque
«no es suficiente un mero cambio externo para ponernos en armonía con Dios. Hay muchos
que tratan de reformarse corrigiendo este o aquel mal hábito, y esperan llegar a ser cristianos
de esta manera, pero ellos están comenzando en un lugar erróneo. Nuestra primera obra tiene
que ver con el corazón» (Palabras de vida del gran Maestro, cap. 7, p. 69).
Quisiera recordarle al lector otro pasaje: «Hay quienes profesan servir a Dios a la vez que
confían en sus propios esfuerzos para obedecer su ley, desarrollar un carácter recto y
asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por un sentimiento profundo del amor
de Cristo, sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les
exige para ganar el cielo. La religión planteada así no tiene ningún valor» (El camino a
Cristo, cap. 5, p. 68; la cursiva es nuestra).
¿No se me puede adjudicar entonces ni una pequeña parte del crédito? No. Entonces, ¿en qué
sentido tengo que usar mi voluntad y mi fuerza de voluntad? ¿En el cumplimiento de los
reglamentos, regulaciones y leyes de la salvación? ¿En el combate contra el pecado? No. Mi
lucha se concentra en el esfuerzo por mantener una relación y dependencia constante de
Dios en un plano estrictamente individual.

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Elena G. de White también declara que «el hombre pecaminoso puede hallar esperanza y
justicia solamente en Dios; y ningún ser humano sigue siendo justo después de que deje de
tener fe en Dios y mantenga una vital conexión con él» (Testimonios para los ministros, cap.
14, p. 367).
Si es así, las armas que Pablo describe en Efesios son las que necesitamos, porque nos
permiten pelear la batalla en el lugar correcto. Analicemos a continuación tres diferentes
puntos de vista relativos a la vida cristiana. Primero, encontramos a la persona que acepta el
plan de Dios, o que por lo menos así lo cree, pero que se lanza a la lucha contra el pecado
como base de su experiencia cristiana. Segundo, encontramos al cristiano que comienza a
darse cuenta de que la relación con Cristo es un factor importante. Busca a Dios mientras por
otro lado continúa procurando luchar contra el enemigo. Su experiencia es ambivalente, un
estado de transición por el cual pasamos la mayoría. El tercer punto de vista es el verdadero
plan de Dios, un concepto que debiéramos comprender en teoría, aun sin haber experimentado
su aplicación práctica, que consiste en pelear la batalla de ii fe con toda nuestra fuerza de
voluntad. A medida que aprendemos a concen- trar nuestros esfuerzos en hacer que crezca
nuestra relación espiritual, Dios se encarga de la batalla contra el enemigo. Dios lucha por
nosotros.
Pero con esto último ocurre algo: Dios ha prometido pelear nuestras batallas, pero no siempre
parecemos creerle. La mayor batalla que tenemos que luchar es aceptar en nuestra propia
mente que Dios es capaz de cumplir sus promesas.
En el libro Captains ofthe Host [Capitanes de la hueste] Arthur Spalding analiza algunos de
los problemas de la experiencia cristiana. A manera de conclusión dice: «Mucho más sutil es
la convicción que se apodera de las mentes de la mayoría de los cristianos profesos […] de
que el hombre debe luchar por ser bueno y hacer el bien, y cuando ha hecho todo lo que puede
Cristo vendrá en su ayuda y lo ayudará a lograr lo demás. En este confuso credo de salvación,
en parte por obras y en parte con poder auxiliar, muchas ponen hoy su confianza» (p. 601).
Elena G. de White describe el mismo problema en el que caen algunos «Al paso que piensan
que se entregan a Dios, existe mucho de confianza propia. Hay almas concienzudas que
confían parcialmente en Dios y parcialmente en sí mismas […]. No hay victorias en esta clase
de fe. Tales personas se esfuerzan en vano. Sus almas están en un yugo continuo y no hallan
descanso hasta que sus cargas son puestas a los pies de Jesús» (Mensajes selectos, 1.1, p.
415).
«Cada cual tendrá que sostener un violento combate para triunfar de: pecado en su propio
corazón. Por momentos, es una obra muy penosa y desalentadora; pues al mirar los defectos
de nuestro carácter, nos detenemos a considerarlos, cuando en realidad deberíamos mirar a
Jesús y revestirnos del manto de su justicia. Quienquiera que entre en la ciudad de Dios por
las puertas de perla, entrará como vencedor, y su victoria más grande será la que habrá
obtenido sobre sí mismo [no sobre las cosas materiales]- (Testimonios para la iglesia, t. 9, p.
147).

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Dice el Espíritu de Profecía en otro lugar que «no debemos mirarnos a nosotros
mismos. Cuanto más nos fijemos en nuestras propias imperfecciones, menos poder
tendremos para vencerlas» (Review and Herald, 14 de enero de 1890).

El plan de Dios para mí no requiere que divida mi tiempo entre el conflicto con el
pecado y la batalla de la fe. Todo mi esfuerzo debe estar dirigido a ganar la batalla de la
fe. Es allí donde realmente se libra el combate, y La obtención de la victoria requerirá hasta la
última chispa de energía y autodisciplina que pueda producir. Si soy débil, Dios caminará la
segunda milla para encontrarse conmigo.
Entonces, combatirá por mi en mi lucha contra el enemigo.
Por ejemplo, supongamos que quiero volar a Hawai. Entonces, me dirijo a una playa
occidental del continente americano, y allí, corriendo tan rápido como puedo, comienzo a
agitar fuertemente mis brazos tratando de ele- varme para dirigirme hacia Waikilci. Aunque
pase todo el día haciendo eso, jamás podré levantarme del suelo. De hecho, cuando termine de
esforzarme por volar sin ayuda, estaré tan cansado que tal vez no tenga fuerza ni para llegar al
aeropuerto. Sin embargo, si elijo no hacer algo que me sea imposible, pero en cambio decido
hacer algo que sí puedo lograr; es decir, ponerme en manos de un piloto, en un avión cuyo
destino sea Hawai, será razonable confiar en que llegaré a mi destino. Una vez que tomo esa
decisión, el avión y el piloto harán el resto por mí. «El hombre no puede salvarse a sí mismo,
sino que el Hijo de Dios peleará sus conflictos en su lugar, y lo colocará en terreno ventajoso
impartiéndole sus atributos divinos» (Review and Herald, 8 de febrero de 1898; la cursiva es
nuestra).

Si traducimos esto en términos de la vida


real, ¿qué está Dios tratando de decimos?
Sencillamente, que si escogemos librar la batalla de la fe con toda nuestra fuerza de voluntad
debidamente dirigida hacia la verdadera fuente de poder de nuestras vidas, lograremos la
victoria (ver Testimonios para la igfesia, t. 5, p. 484). Si concentramos toda nuestra fuerza
de voluntad en el empeño de conocer personalmente a Jesús y permitirle que viva su
vida en nosotros, entonces triunfaremos (esta es la clave para vencer el pecado). Usamos
nuestra autodisciplina para escoger mantener una relación personal y diaria con Dios. Más
allá de eso, solo podemos dejarle a él nuestras batallas contra nuestros pecados y nuestros
problemas. Para los seres humanos, este es uno de los conceptos más difíciles de aceptar,
probablemente debido al orgullo y autosuficiencia naturales del corazón humano.
Acariciamos el pensamiento de que si nos esforzamos más, lograremos más.
Mucha gente ha recibido la impresión de que Elena G. de White se preocupaba
primordialmente por la lucha contra el pecado. Pero la única razón de existir de sus
numerosas obras es advertimos de que el enemigo se acerca y hacernos caer de rodillas para
pelear la batalla de la fe. Nunca olvidemos esto. «Dios reprende a su pueblo por sus
pecados con el propósito de que se humille y busque su rostro» (Review and Herald 25 de
febrero de 1902).

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Tomado de libro: “Salvación por la Fe y la Voluntad” de Morris Venden.

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