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INTRODUCCION
Tiempos difíciles los que nos toca vivir ahora y en un futuro, porque una sola
cosa está clara: la filosofía analítica se está afirmando por doquier; en Italia, en
Alemania, en toda Europa hay una verdadera ocupación de las universidades por parte
de los filósofos analíticos. Europa parece haberse vuelto Norteamérica y es una paradoja
porque en los Estados Unidos la filosofía analítica está pasando de moda.
La filosofía analítica es una reducción de la filosofía, una filosofía reducida a la
lógica y nosotros no tenemos necesidad sólo de la lógica. Hasta tal punto que la lógica,
la teoría de la lógica, no es necesaria en absoluto para pensar de un modo lógico, porque
es obvio que son las cualidades más primitivas las que nos hacen pensar de una manera
lógica.
Los filósofos no están suficientemente presentes; están, por el contrario, cada
vez más ausentes. Hacen pocas preguntas, pocas preguntas sobre la vida, no dan casi
respuestas. Y la filosofía, o mejor dicho, la lógica formal, se encierra cada vez más en
las academias y en las universidades. La filosofía seguirá viviendo, vivirá, al menos, en
la exigencia de filósofo que está en cada uno de nosotros; nos guste o no, hay una
disposición natural del hombre hacia la filosofía, mientras exista el hombre también
existirá la filosofía.
Vivimos la “Pax americana”, sobre toda desde que Rusia está ausente y los
efectos negativos son muchos; Norteamérica ha exportado un poco por todas partes la
ética protestante, calvinista, de la ganancia y el éxito, ¡y esa sería la única cosa que
cuenta en la vida!, estamos americanizados hasta en el idioma.
Los idiomas, en su pluralidad, representan el modelo político concreto de la
pluralidad. Se equivoca el que piensa que tendremos enseguida un idioma mundial,
igual para todos; es verdad, el inglés americano es una especie de lingua franca, la
lengua del comercio, pero por suerte, las cosas más íntimas no nos la diremos jamás en
inglés americano. La pluralidad de los idiomas es una gran riqueza, cada idioma abre un
mundo distinto, ¿porqué deberíamos empobrecernos?
La técnica es una nueva forma de esclavitud, toda la informática es una cadena
inteligente de esclavos, somos todos esclavos de los medios y de los nuevos medios.
Esclavos, pero no como en la antigüedad, sino de un modo mucho más refinado: somos
esclavos que creen ser patrones. Muchas informaciones, demasiadas informaciones
(información es poder, es la consigna) no dejan tiempo para pensar. Y entonces, el
deseo: que no se dejen enredar demasiado en la red de Internet, que aprendan a conocer
los límites, de si mismos y de su propio saber.
Hasta aquí las palabras que nos dejó Hans-Georg Gadamer (1900-2002) en un
reportaje que le hicieron al cumplir 100 años de edad y que no hace más que sumarse a
las de otros pensadores que nos alertan con las novedades, las modas, los logros
técnicos y científicos que son positivos, si, pero que como todo, hay que tomar con la
debida mesura y prudencia, la antigua sofrosyne de los griegos.
En realidad, hay muchos filósofos que se preguntan hoy si la filosofía no será, a
fin de cuentas, un uso específico de los lenguajes humanos, una suerte de género
retórico que se disimuló como tal durante siglos, o incluso un mito inventado por los
griegos en los orígenes de la cultura occidental, apenas una liturgia practicada por
quienes veneraban la verdad y esa pomposa divinidad llamada ser, cuyo rostro nadie vio
jamás.
El vacío dejado por la desaparición de las (supuestas) verdades universales, esas
que valían para todos por igual, deberá ser ocupado por una ética de la convivencia, del
respeto del otro, del diferente, del que vive y piensa distinto. A veces será una ética de
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la comunicación, como en Jürgen Habermas (n.1929); otras, una ética de los derechos
universales, como en los “nuevos filósofos” o los partidarios de la bioética; incluso una
ética de la ironía, como en Richard Rorty (n. 1931), consistente en tomar distancia con
respecto a la propia interpretación del mundo o en no creerse el dueño de la verdad
absoluta.
La filosofía de nuestra época, entonces, parece estar absorbida por tres
problemas dominantes: la crítica de la verdad objetiva, universal y necesaria, a favor de
las múltiples interpretaciones; la crítica del totalitarismo y de las políticas
revolucionarias, a favor de las democracias consensuadas; la crítica de un concepto
universal del Bien que aplaste la pluralidad de opiniones y formas de vida, a favor de
ciertos criterios éticos de convivencia pacífica.
En la práctica hoy pueden reconocerse dos tendencias divergentes en filosofía.
Por un lado, los filósofos del giro lingüístico consideran que la era metafísica ha
llegado a su fin, y le dan este título a toda filosofía que no se proponga como una crítica
(lógica, deconstructiva o hermenéutica) de los lenguajes sociales. Por el otro están
quienes no se identifican con esta propuesta y que constituyen un grupo heterogéneo y
difícil de identificar; un denominador común, sin embargo, pareciera emparentarlos:
para ellos se trata de seguir haciendo lo que la filosofía hizo desde siempre, se lo llame
metafísica o no, y donde la sistematicidad resulta insoslayable, a riesgo de caer en la
vaguedad de las opiniones o los simples pareceres. Su problema, en efecto, consiste en
desembarazarse de ciertos obstáculos, de ciertas figuras heredadas, de ciertas opiniones
establecidas, para continuar haciendo eso que la filosofía, aparentemente, nunca dejó de
hacer: crear conceptos, formular problemas o construir sistemas.
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Capítulo 7 - FILOSOFIA ACTUAL
En primer lugar, la idea de la filosofía como ciencia estricta, que busca y cree
encontrar una fundamentación última del saber y del discurso.
En segundo lugar, la consideración de la intuición como principio supremo, y
con ello la inmediatez como modo del conocimiento y criterio de su validez.
Por último, la subjetividad como foco de constitución de sentido, una
subjetividad trascendental que encuentra en la inmanencia la certeza absoluta.
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EL POSTMODERNISMO (*)
En las últimas décadas del siglo XX, y del milenio, el término “postmodernidad”
pasó a formar parte del vocabulario del debate filosófico acerca de la situación de la
cultura. Aunque no fue su creador, ya había sido utilizado mucho antes en el campo de
de la literatura y de la historia, Jean-François Lyotard (1924-1998) tiene el mérito de
haberlo impuesto con su obra de 1979, titulada precisamente “La condición
postmoderna”. Para Lyotard, el fin de esos metarrelatos que conocemos técnicamente
como las filosofías de la historia señala el ingreso del hombre y de la sociedad en la
condición postmoderna.
La ciencia moderna se presentó, desde su surgimiento, en oposición a la forma
lingüística de la narración: las fábulas, los mitos, las leyendas. A diferencia de éstas, que
se legitiman por el solo hecho de ser proferidas, los enunciados científicos requieren
argumentaciones y pruebas. Pero la ciencia moderna, para no caer en el dogmatismo
que trataba de combatir, requería legitimar filosóficamente su búsqueda de la verdad.
De ello, como también de legitimar la política moderna, se encargaron las filosofías de
la historia. Según Lyotard, podemos hablar propiamente de ciencia moderna cuando la
legitimación del discurso científico se encuentra en esos metadiscursos que recurren a
referentes como la dialéctica del Estado (idealismo), la emancipación de sujeto racional
(iluminismo) o la del trabajador (marxismo). La historia, por un lado, la misma ciencia
y la filosofía, por otro, causaron la ruina de estos metadiscursos. Auschwitz refutó la
doctrina especulativa del idealismo según la cual todo lo real es racional. Auschwitz es
real, pero no racional. La Praga de 1968 o la Polonia de los años 80, el principio
marxista: ni todo lo marxista era popular ni todo lo popular era marxista. La crisis
económica de 1929, por su parte, refutó el dogma del liberalismo decimonónico. En
efecto, el libre juego de la oferta y de la demanda ya no favorecía el enriquecimiento de
todos. Junto a esas deslegitimaciones históricas, también contribuyó al desprestigio de
las metanarraciones modernas la nueva disposición del saber que surge del proceso de
informatización. Con este nuevo soporte, el saber se independiza del sujeto cognoscente
y de la cultura. Y, sobre todo, la teoría de los juegos lingüísticos de Wittgenstein o, más
precisamente, la heterogeneidad de los juegos lingüísticos volvió imposible el discurso
omnicomprensivo de las filosofías de la historia. En la época de la globalización ya no
son más posibles los lenguajes globales.
Desde que Lyotard lo puso en circulación, el término “postmodernidad”, sirvió
de etiqueta general para los diferentes fines que venían proclamándose desde el siglo
XIX: fin del racionalismo, fin de la historia, fin del hombre. Fin, en definitiva, de los
diferentes productos de modernidad o, en bloque, fin de la modernidad.
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EL HOMBRE Y LA TECNICA
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desconocen las consecuencias, porque son tantas que ninguna experiencia particular
puede captarlas en su totalidad. Pienso en redes digitales, en las biotecnologías, pero
hay miles de ejemplos. Y aquí sí hay una oposición entre cultura y técnica que no es un
mero prejuicio del siglo XX.
Parece haber sido alcanzado el tono de denuncia que ha sido constante en el
pensamiento sobre la técnica en el siglo XX, tal denuncia, sin embargo, corre el peligro
de no ver en el avance de la técnica una modificación de lo que tendríamos que entender
por hombre. Se presenta un ejemplo palmario: la cibernética. El proyecto de la
cibernética es transferir a las máquinas algunas características que se consideran
plenamente humanas y en menor medida animales: la conciencia, el sentimiento, la
percepción, y todo ello reunido en una sola entidad. La computadora, sin ir más lejos, es
la manifestación material de la idea de un cerebro artificial dotado de mecanismos de
ingreso y egreso de datos. Este hecho señala la propia necesidad del hombre de
franquear los límites que él mismo se ha dado, al menos en la definición occidental. De
allí que muchos autores contemporáneos subrayen el vínculo existente entre la
cibernética y el llamado “poshumanismo” como el dato fundamental del problema de la
técnica en la actualidad.
Se puede decir que la cibernética ha iniciado un tipo de relación inédita entre lo
humano, lo natural y lo artificial. Pero insisto en que la cibernética simplemente nos
pone ante la evidencia de algo que deberíamos haber sabido desde siempre: la oposición
entre hombre y naturaleza carece de sentido.
El humanismo clásico ha sido siempre un acompañante falaz de la filosofía.
Ninguna gran filosofía ha sido humanista, si entendemos por humanista una concepción
en la que el hombre es el sujeto y el controlador del universo. Heráclito ya decía: “No
me escuchéis a mi, escuchad al logos”. Lo decía Platón, cuando en el diálogo “Sofista”
escribió que no hay que creer en lo que dicen por ahí, que el hombre es la medida de
todas las cosas. Lo decía Sófocles, en “Antígona”, cuando afirma que el hombre ha de
ser el mediador entre el orden jurado de la polis y la negra cerrazón de la tierra, el que
media entre los extremos. A partir de Pico della Mirándola (1463-1494), que quiso
convertir al hombre en el centro del universo, se inició una gigantesca operación
ideológica que, cuanto más se empeña en trasmitirnos los valores de individualidad, de
dignidad y de libertad, tanto más socava esos valores en la historia. Una genuina
doctrina de los valores no consiste en absoluto en la autodeterminación o en la
autonomía, sino en lo que Hüsserl y Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) llamaban la
carne, una continuidad de la carne que a través de la experiencia del dolor hace
justamente posible el lenguaje. Esta es la animalidad en nosotros, lo que impide el
dominio de la máquina. La cuestión es que, justamente por esta experimentación con lo
humano y la máquina que se da con la cibernética, tenemos acceso a esta animalidad sin
tener que dominarla para definirnos como hombres. O sea, que lo que hoy se llama
“poshumanismo” –y yo agregaría el término “antihumanismo”– es la comprobación de
que el humanismo dogmático ya no puede ser sostenido. Podemos ponerle el prefijo que
querramos: anti, pos, etcétera.
También existe el prefijo “súper”; Nietzsche hablaba del superhombre. Michel
Foucault (1926-1984) se basaba en él para postular en los años 60 el fin de los
humanismos y Gilles Deleuze (1925-1995) decía hace unos años que los
descubrimientos cibernéticos ponían en escena nuevamente este asunto.
El “superhombre” es lo contrario del individuo, que es aquel que es incapaz de
una donación o una entrega sin esperanza de obtener algo a cambio. Nietzsche habla
del sentido de la tierra. ¿Qué es el sentido de la tierra? Es sentirnos entregados a aquello
que nos puede destruir, pero así y todo no podemos hacer otra cosa, como en el mito de
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EL DECONSTRUCCIONISMO
Otra vez, como en todas las páginas que anteceden y en las que vendrán, queda
mucho por decir; hacerlo sería no cumplir con el plan de inicio, hacer una especie de
“ayuda memoria” para mi y si alguien accediera a estas hojas, una orientación, una base
que necesita ser ampliada con otras lecturas; pero, de todos modos, antes de terminar
con éste primer libro, voy a agregar algunas palabras sobre el deconstruccionismo, que
no es un método sino una estrategia sin finalidad.
El deconstruccionismo se enfrenta a la historia del pensar occidental en una
actitud de solicitación (en su sentido etimológico, “hacer temblar”): se habitan las
estructuras de la metafísica para mostrar sus fisuras y para “hacer temblar” ese edificio
bien construido.
Jacques Derrida (1930-2004) en muchas de sus obras dará cuenta de ejercicios
deconstruccionistas, el pensar occidental, dice, es un edificio bien construido que
aparenta solidez a partir de las oposiciones clásicas del binarismo conceptual que
heredamos de Platón; el deconstruccionismo no es un método que destruya para
reconstituir, ni que invierta los términos para afirmar los opuestos a los considerados
valiosos (por ejemplo, el margen contra el centro); por el contrario, lo que hace es
mostrar que no existen tales seguridades, sino que hay zonas de ambivalencias, que
ponen en jaque a la supuesta unidad –y seguridad– del sentido. La deconstrucción
propone, en lugar de las rápidas “huidas” de la metafísica como forma del pensar
occidental, una permanencia en ella, en un trabajo de reconocimiento de sus fisuras.
En la gramatología de Derrida aparece la différence (no tiene equivalente en
castellano, es, digamos una diferencia que difiere). La différance es la diferencia entre
dos estados de cosas. El estado presente (del discurso o de los hechos) es diferente de lo
que está ausente, y la difiere. Mi vida es la différence de mi muerte, no sólo porque estar
vivo es diferente de estar muerto sino también porque mientras estoy vivo estoy
difiriendo (retardando) mi muerte.
En contraposición a la tendencia a los sistemas abarcativos de los
estructuralistas, los posestructuralistas privilegian el acontecimiento, lo acotado, lo
epocal. Niegan que existan estructuras subyacentes o sistemas regidos por leyes
universales que dirijan el devenir histórico. Con ello, además de tomar distancia del
estructuralismo, se toma distancia de cualquier interpretación dialéctica, en el sentido de
Hegel o Marx, los últimos grandes dialécticos modernos. La modernidad era dialéctica,
la posmodernidad es tensional. El discurso hegeliano o marxista culminaba en síntesis
“superadoras de los conflictos”. La realidad posmoderna, en cambio, asume la
existencia de conflictos irresolubles.
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