Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
CONTEMPLACIÓN
De este modo, el significado original del término «contemplar» encierra un triple contenido:
a) se trata de mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la dimensión
afectiva de la persona;
b) dicho interés procede del valor o calidad que posee la realidad contemplada;
c) este mirar comporta una presencia o inmediatez de dicha realidad.
En el estado normal de la vida diaria, nuestra atención queda divida y repartida entre los
numerosos estímulos que nos llegan, especialmente si llevamos un ritmo de vida ajetreado
que suele ser lo normal, de forma que la atención se diluye y entramos en un estado de
dispersión. Lo peor de todo es que este estado tiende a hacerse crónico, a arraigarse en
nosotros, no siendo capaces de vivir de otra manera, y generando además un importante
nivel de estrés y ansiedad. En este estado de dispersión la mente queda mermada de
todas sus facultades, desapareciendo todo su poder.
EL USO y LA CONTEMPLACIÓN.
Octavio Paz
Bien plantada. No caída de arriba: surgida de abajo. Ocre, color de miel quemada. Color
de sol enterrado hace mil años y ayer desenterrado. Frescas rayas verdes y anaranjadas
cruzan su cuerpo todavía caliente. Círculos, grecas: ¿restos de un alfabeto dispersado?
Barriga de mujer encinta, cuello de pájaro. Si tapas y destapas su boca con la palma de la
mano, te contesta con un murmullo profundo, borbotón de agua que brota; si golpeas su
panza con los nudillos de los dedos, suelta una risa de moneditas de plata cayendo sobre
las piedras. Tiene muchas lenguas, habla el idioma del barro y el del mineral, el del aire
corriendo entre los muros de la cañada, el de las lavanderas mientras lavan, el del cielo
cuando se enoja, el de la lluvia.
4
Vasija de barro cocido: no la pongas en la vitrina de los objetos raros. Haría un mal papel.
Su belleza está aliada al líquido que contiene y a la sed que apaga. Su belleza es
corporal: la veo, la toco, la huelo, la oigo. Si está vacía, hay que llenarla; si está llena, hay
que vaciarla. La tomo por el asa torneada como a una mujer por el brazo, la alzo, la
inclino sobre un jarro en el que vierto leche o pulque -"líquidos lunares que abren y cierran
las puertas del amanecer y el anochecer, el despertar y el dormir. No es un objeto para
contemplar, sino para dar a beber. Jarra de vidrio, cesta de mimbre, huipil de manta de
algodón, cazuela de madera: objetos hermosos no a despecho sino gracias a su utilidad.
La belleza les viene por añadidura, como el olor y el color a las flores. Su belleza es
inseparable de su función: son hermosos porque son útiles. Las artesanías pertenecen a
un mundo anterior a la separación entre lo útil y lo hermoso. Esa separación es más
reciente de lo que se piensa: muchos de los objetos que se acumulan en nuestros
museos y colecciones particulares pertenecieron a ese mundo en donde la hermosura no
era un valor aislado y autosuficiente. La sociedad estaba dividida en dos grandes
territorios, lo profano y lo sagrado. En ambos la belleza estaba subordinada, en un caso a
la utilidad y en el otro a la eficacia mágica. Utensilio, talismán, símbolo: la belleza era el
aura del objeto, la consecuencia --casi siempre involuntaria- de la relación secreta entre
su hechura y su sentido. La hechura: cómo está hecha una cosa; el sentido: para qué está
hecha.
El movimiento de los astros y los planetas era para los antiguos la imagen de la
perfección: ver la armonía celeste era oírla y oírla era comprenderla. Esta visión religiosa
y filosófica reaparece en nuestra concepción del arte. Cuadros y esculturas no son, para
5
Nuestros museos están repletos de anti-obras de arte y de obras de anti-arte. Más hábil
que Roma, la religión artística ha asimilado todos los cismas. No niego que la
contemplación de tres sardinas en un plato o de un triángulo y un rectángulo puede
enriquecernos espiritualmente; afirmo que la repetición de ese acto degenera pronto en
rito aburrido. Por eso los futuristas, ante el neoplatonismo cubista, pidieron volver al tema.
La reacción era sana y, al mismo tiempo, ingenua. Con mayor perspicacia los surrealistas
insistieron en que la obra de arte debería decir algo. Como reducir la obra a su contenido
o a su mensaje hubiera sido una tontería, acudieron a una noción que Freud había puesto
en circulación: el contenido latente. Lo que dice la obra de arte no es su contenido
manifiesto sino lo que dice sin decir: aquello que está detrás de las formas, los colores y
las palabras. Fue una manera de aflojar, sin desatarlo del todo, el nudo teleológico entre
el ser y el sentido para preservar, hasta donde fuese posible, la ambigua relación entre
ambos términos. El más radical fue Duchamp: la obra pasa por los sentidos pero no se
detiene en ellos. La obra no es una cosa: es un abanico de signos que al abrirse y
cerrarse nos deja ver y nos oculta, alternativamente, su significado. La obra de arte es
una señal de inteligencia que intercambia el sentido y el sin-sentido. El peligro de esta
actitud -un peligro del que (casi) siempre Duchamp escapó- es caer del otro lado y
quedarse con el concepto y sin el arte, con la trouvaille y sin la cosa. Eso es lo que ha
ocurrido con sus imitadores. Hay que agregar que, además, con frecuencia se quedan sin
el arte y sin el concepto. Apenas si vale la pena repetir que el arte no es concepto: el arte
6
Esas huellas no son la firma del artista, no son un nombre; tampoco son una marca. Son
más bien una señal: la cicatriz casi borrada que conmemora la fraternidad original de los
hombres. Hecho por las manos, el objeto artesanal está hecho para las manos: no sólo lo
podemos ver sino que lo podemos palpar. A la obra de arte la vemos pero no la tocamos.
El tabú religioso que nos prohíbe tocar a los santos -"te quemarás las manos si tocas la
Custodia", nos decían cuando éramos niños- se aplica también a los cuadros y las
esculturas. Nuestra relación con el objeto industrial es funcional; con la obra de arte,
semirreligiosa; con la artesanía, corporal. En verdad no es una relación sino un contacto.
El carácter transpersonal de la artesanía se expresa directa e inmediatamente en la
sensación: el cuerpo es participación. Sentir es, ante todo, sentir algo o alguien que no es
nosotros. Sobre todo: sentir con alguien. Incluso para sentirse a sí mismo, el cuerpo
busca otro cuerpo. Sentimos a través de los otros. Los lazos físicos y corporales que nos
unen con los demás no son menos fuertes que los lazos jurídicos, económicos y
religiosos. La artesanía es un signo que expresa a la sociedad no como trabajo (técnica)
ni como símbolo (arte, religión) sino como vida física compartida. La jarra de agua o de
vino en el centro de la mesa es un punto de confluencia, un pequeño sol que une a los
comensales. Pero ese jarro que nos sirve a todos para beber, mi mujer puede
transformarlo en un florero. La sensibilidad personal y la fantasía desvían al objeto de su
función e interrumpen su significado: ya no es un recipiente que sirve para guardar un
líquido sino para mostrar un clavel. Desviación e interrupción que conectan al objeto con
8
rivales en gemelos idénticos, los arma con las mismas armas. El peligro de la técnica no
reside únicamente en la índole mortífera de muchas de sus invenciones sino en que
amenaza en su esencia al proceso histórico. Al acabar con la diversidad de las
sociedades y culturas, acaba con la historia misma.
Por sus dimensiones y por el número de personas que la componen, la comunidad de los
artesanos es propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no
autoritaria y su jerarquía no está fundada en el poder sino en el saber hacer: maestros,
oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer que participa también del
juego y de la creación. Después de habernos dado una lección de sensibilidad y fantasía,
la artesanía nos da una de política. Todavía hace unos pocos años la opinión general era
que las artesanías estaban condenadas a desaparecer, desplazadas por la industria. Hoy
ocurre precisamente lo contrario: para bien o para mal los objetos hechos con las manos
son ya parte del mercado mundial. Los productos de Afganistán y de Sudán se venden en
los mismos almacenes en que pueden comprarse las novedades del diseño industrial de
10
Italia o del Japón. El renacimiento es notable sobre todo en los países industrializados y
afecta lo mismo al consumidor que al productor. Ahí donde la concentración industrial es
mayor -por ejemplo: en Massachusetts- asistimos a la resurrección de los viejos oficios
del alfarero, carpintero, vidriero; muchos jóvenes, hombres y mujeres, hastiados y
asqueados de la sociedad moderna, han regresado al trabajo artesanal. En los países
dominados (a destiempo) por el fanatismo de la industrialización, también se ha operado
una revitalización de la artesanía. Con frecuencia los gobiernos mismos estimulan la
producción artesanal. El fenómeno es turbador porque la solicitud gubernamental está
inspirada generalmente por razones comerciales. Los artesanos que hoy son el objeto del
paternalismo de los planificadores oficiales, ayer apenas estaban amenazados por los
proyectos de modernización de esos mismos burócratas, intoxicados por las teorías
económicas aprendidas en Moscú, Londres o Nueva York. Las burocracias son las
enemigas naturales del artesano y cada vez que pretenden" orientarlo" deforman su
sensibilidad, mutilan su imaginación y degradan sus obras. La vuelta a la artesanía en los
Estados Unidos y en Europa Occidental es uno de los síntomas del gran cambio de la
sensibilidad contemporánea. Estamos ante otra expresión de la crítica a la religión
abstracta del progreso y a la visión cuantitativa del hombre y la naturaleza. Cierto, para
sufrir la decepción del progreso hay que pasar antes por la experiencia del progreso. No
es fácil que los países subdesarrollados compartan esta desilusión, incluso si es cada vez
más palpable el carácter ruinoso de la súperproductividad industrial. Nadie aprende en
cabeza ajena. No obstante, ¿cómo no ver en qué ha parado la creencia en el progreso
infinito? Si toda civilización termina en un montón de ruinas –hacinamiento de estatuas
rotas, columnas desplomadas, escrituras desgarradas- las de la sociedad industrial son
doblemente impresionantes: por inmensas y por prematuras. Nuestras ruinas empiezan a
ser más grandes que nuestras construcciones y amenazan con enterrarnos en vida. Por
eso la popularidad de las artesanías es un signo de salud, como lo es la vuelta a Thoreau
y a Blake o el redescubrimiento de Fourier. Los sentidos, el instinto y la imaginación
preceden siempre a la razón. La crítica a nuestra civilización fue iniciada por los poetas
románticos justamente al comenzar la era industrial. La poesía del siglo XX recogió y
profundizó la revuelta romántica pero sólo hasta ahora esa rebelión espiritual penetra en
el espíritu de las mayorías. La sociedad moderna empieza a dudar de los principios que la
fundaron hace dos siglos y busca cambiar de rumbo. Ojalá que no sea demasiado tarde.
El destino de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo; el destino del objeto
industrial es el basurero. La artesanía escapa al museo y cuando cae en sus vitrinas, se
defiende con honor: no es un objeto único sino una muestra. Es un ejemplar cautivo, no
un ídolo. La artesanía no corre pareja con el tiempo y tampoco quiere vencerlo. Los
expertos examinan periódicamente los avances de la muerte en las obras de arte: las
grietas en la pintura, el desvanecimiento de las líneas, el cambio de los colores, la lepra
que corroe lo mismo a los frescos de Ajanta que a las telas de Leonardo. La obra de arte,
como cosa, no es eterna. ¿y como idea? También las ideas envejecen y mueren. Pero los
artistas olvidan con frecuencia que su obra es dueña del secreto del verdadero tiempo: no
la hueca eternidad sino la vivacidad del instante. Además, tiene la capacidad de fecundar
los espíritus y resucitar, incluso como negación, en las obras que son su descendencia.
Para el objeto industrial no hay resurrección: desaparece con la misma rapidez con que
aparece. Si no dejase huellas sería realmente perfecto; por desgracia, tiene un cuerpo y,
una vez que ha dejado de servir, se transforma en desperdicio difícilmente destructible. La
indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo. La
artesanía no quiere durar milenios ni está poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre
con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la
acepta. Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la
artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso;
11
un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único
como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no
idéntico. La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir.
El estado contemplativo del ser humano, se basa en una actitud frente a la belleza del
mundo, es una actitud estética que permite a una persona estar más en concordia con su
medio, pues no se precipita en la actividad obsesiva de la producción de servicios o
mercancías, sino que acompaña a todos los hechos de su vida la contemplación, es decir,
es una persona que observa lo que acontece a su alrededor, no vive obsesionada por
hacer trabajos y hacer proyectos y realizar metas, si bien el trabajo lo asume con
dignidad, con empeño, con gusto, se da el tiempo para observar a los otros, su entorno, lo
que le rodea y los acontecimientos, para poder reflexionar en lo que pasa a su alrededor.
Pero para despertar esta actitud hay que estar observando la naturaleza, una planta, sus
hojas, cómo vuelan los pájaros, cómo crecen las flores.
DESEO
Del latín desidium, deseo es la acción y efecto de desear (anhelar, sentir apetencia,
aspirar a algo). El concepto permite nombrar al movimiento afectivo o impulso hacia algo
que se apetece. El deseo, por lo tanto, es el anhelo de cumplir una voluntad o saciar un
gusto. Es posible desear objetos materiales (una casa, un automóvil), situaciones
(vacaciones, un reencuentro familiar) o incluso a otras personas (el deseo sexual). Las
motivaciones del deseo pueden ser muy variadas. En ocasiones, el deseo surge por el
recuerdo de vivencias pasadas que resultaron placenteras. Ese es el caso de alguien que
desea comer un determinado plato que sabe que le gusta o que quiere volver a visitar un
lugar donde vivió buenos momentos. Cuando el anhelo por una situación del pasado se
torna muy intenso y genera tristeza se habla de nostalgia. En otros casos, el deseo es
motivado por una potencialidad que se le confiere a aquello que se desea: una persona
ve una publicidad sobre un nuevo televisor 3D y desea comprarlo ya que cree que el
dispositivo puede proporcionarle entretenimiento y momentos agradables.
El deseo forma parte de la naturaleza humana y es uno de los motores que impulsan su
conducta. El hombre que desea algo se convierte en un sujeto activo que lleva adelante
diversas acciones para satisfacer sus anhelos. Todo emprendimiento parte de un deseo,
por lo general relacionado con la autosuperación. Cuando se anhela algo al punto de
creer que representa el único camino para alcanzar la felicidad, los seres vivos somos
capaces de hacer cuanto sea necesario para obtenerlo. En este sentido, el concepto de
deseo está íntimamente ligado al de sueño, ya que se trata de un estado complejo que se
encuentra al final de una serie de esfuerzos y de una gran entrega.
Los deseos no siempre apuntan a situaciones que tengan como protagonista a quien los
siente; por ejemplo, cuando alguien espera que otra persona obtenga resultados
satisfactorios de un emprendimiento, puede decirle “te deseo mucho éxito” o “te deseo lo
mejor”, entre otras muchas posibles frases de aliento y buenos augurios. Los seres
humanos solemos expresar asimismo deseos de felicidad ajena a nuestros amigos y
familiares, tanto en situaciones puntuales como de manera espontánea y constante.
¿Qué es el deseo? ¿Una pulsión que nos inclina irremediablemente hacia un objetivo
irracional, o quizá una necesidad interna elegida deliberadamente, negociación racional
mediante? Para algunos, el deseo es la causa del sufrimiento mismo y su aniquilación, el
secreto de la felicidad. Para otros, el deseo da sentido a la vida y es móvil de inspiración y
productividad. Efectivamente, las apreciaciones varían sutilmente a veces y
terminantemente otras tantas. Recorreremos brevemente estas diferentes ideas,
siguiendo entre otras fuentes, el diccionario de filosofía de José Ferrater Mora, las
diferentes posiciones filosóficas relativas al concepto de deseo.
carácter racional del alma, esto podía considerarse como un obstáculo para el predominio
de la razón, aunque de todas formas, el término “pasión” no debería necesariamente
entenderse en aquel contexto de modo exclusivamente despectivo (por ejemplo, Zenón
hablaba del deseo como de una de las cuatro “pasiones” -las otras tres eran el temor, el
dolor y el placer-). Para Tomás de Aquino, el deseo no es tan solo un apetito sensitivo.
Para este filósofo medieval, el deseo puede ser sensible o racional y expresa la aspiración
por algo que no se posee. Sin embargo, Tomás diferenciará entre el deseo y el amor o
delectación. En efecto, el deseo puede ser bueno o malo, pero esto dependerá del objeto
hacia el cuál éste se enfoca.
Ya en tiempos modernos, el deseo suele aparecer bajo el concepto de “pasión del alma” y
en un sentido bastante amplio aparece el interés psicológico por el término. Descartes lo
verá como una agitación del alma causada por los espíritus que la disponen a querer para
el porvenir de las cosas que se representa como convenientes para ella. Y del mismo
modo, para Locke, el deseo es la ansiedad que surge como consecuencia de la ausencia
de algo cuyo goce presente comprende la idea de deleite. Para Spinoza, el deseo es
simplemente el apetito acompañado por la conciencia de sí mismo.
Pero para Sartre el deseo no es pura subjetividad aunque tampoco pura apetencia. En
efecto, la intencionalidad del deseo no se agota en el “hacia algo” sino que
simultáneamente es algo para sí mismo y para el otro deseado. En este sentido general y
especialmente en el caso del deseo sexual, para Sarte, el deseo tiene un ideal imposible
porque aspira a poseer la trascendencia del otro como pura trascendencia y como cuerpo
aspirando reducir al otro a su “simple facticidad” y a la vez, pretende que esa felicidad sea
una perpetua representación de su trascendencia anonadora.
Es necesario destacar la condición pulsional del ser humano. Es decir, el interjuego entre
las pulsiones de vida (Eros) que tienden a la creatividad y las pulsiones de muerte que
llevan la destrucción. Sin embargo, cada una de estas pulsiones son indispensables ya
que, como plantea Freud, los fenómenos de la vida son una acción conjugada y contraria
entre ambas. Dicho de otra manera, en toda acción humana vamos a encontrar mociones
pulsionales de Eros y de destrucción. Este es el descubrimiento freudiano: que la pulsión
de muerte da sentido a la pulsión de vida.
El concepto de muerte estuvo presente en la teoría desde los primeros textos de Freud,
aunque no siempre sin expresar dificultades y contradicciones. Si cuando hablo de
“muerte” en la teoría me estuviera refiriendo al momento en que señala la cesación de la
vida, nada tendría para decir. A lo que me refiero es a esa muerte trabajada por la vida
14
que está presente en el individuo desde que nace. No hay trabajo de la muerte, ésta no
trabaja. No hay muerte “natural”. La muerte está construida por la vida. A medida que
vivimos vamos trabajando nuestra muerte. Cuando está construida desaparecemos. El
sujeto va construyendo con su vida su enfermedad, su vejez y su muerte. De esta manera
la elección ocupa el lugar de la necesidad. Así el ser humano ilusoriamente vence a la
muerte: uno elige dónde en la realidad debe obedecer a la compulsión, al destino. De esta
manera no elige a lo más temible sino a lo más hermoso y deseable.
En estos textos -resumidos a la letra- va enunciando una posición que luego desarrollará
extensamente y que mantendrá a lo largo de su obra: en el inconsciente no existe una
representación de la muerte propia. Luego de este breve recorrido por estos textos se
puede afirmar que en ellos la muerte no es tomada solamente como un destino fatal e
inexorable del ser humano, sino como una problemática que se le presenta a éste en el
transcurso de la vida. En este sentido debe entenderse que el yo es una organización que
se “basa en el libre comercio y en la posibilidad de influjo recíproco entre todos los
componentes; su energía desexualizada revela todavía su origen en su aspiración a la
ligazón y la unificación, esta compulsión a la síntesis aumenta a medida que el yo se
desarrolla más vigoroso”.
Desde esta perspectiva el yo es como una organización psíquica que permite soportar la
emergencia de lo pulsional. Es así como este Yo-soporte se constituye en garantía del
proceso de estructuración-desestructuración del interjuego pulsional entre las pulsiones
de vida y de muerte. En el caso de una estasis pulsional, el yo desaparece en su función
soporte al quedar atravesado por los efectos de la muerte como pulsión. Esto lleva al
sujeto a vivir una sensación similar a la del primer gran estado de angustia del nacimiento,
que trae como consecuencia la angustia infantil ante la separación de la madre protectora.
El interjuego pulsional entre Eros y pulsión de muerte está en la base que trata de explicar
las manifestaciones que llevan al sujeto a lo displacentero. La "naturalidad" de la muerte,
al tomar la forma de una pulsión, está señalando que si bien es un atributo necesario del
hombre va a depender del otro par pulsional, el Eros, la pulsión de vida. ¿Puede decirse
que morimos como vivimos? ¿Sería ésta una posición que derivaría en que el hombre es
un ser-para-la-muerte, propio de la filosofía existencial?
La potencia de Eros
donde toma la forma de Eros o pulsión de vida? ¿Tiende Freud a diluir la importancia de
la sexualidad? Pienso que no, pues la sexualidad en este nuevo dualismo pulsional
abarca todas las esferas del sujeto. Anteriormente había una zona -la autoconservación-
que estaba vedada a ella. Ahora incluye todas las actividades del individuo, implica el
desborde de la sexualidad en todos los órdenes de la vida, se va a encontrar coartada en
su fin, sublimada, etc. El Eros o pulsión de vida tiende a integrar a la persona en
"unidades mayores", la fuerza perturbadora, disruptora está ubicada en la pulsión de
muerte. Esta actúa en silencio y sólo se la escucha en su unión con Eros. Aún más, Eros
no se puede pensar sin la pulsión de muerte, pues es esta última la que da sentido a las
pulsiones de vida.
Es preciso decir que desde el punto de vista dinámico la lucha entre las pulsiones de vida
y las pulsiones de muerte aparece situada en el conflicto nuclear del sujeto humano: el
complejo de Edipo y de Castración. Es aquí donde se sitúa el conflicto propio de cada
individuo en la dinámica del deseo y la prohibición, la pulsión y la defensa. Refiriéndose a
esta dinámica pulsional, Freud alude en Más allá del principio de placer (1920) a la teoría
de Platón, desarrollada en El banquete por Aristófanes y que se refiere al andrógino.
Estos son seres humanos que tenían todo doble: doble cabeza, manos, pies, etc.
Entonces Zeus decidió dividirlos en dos partes. Luego estas dos partes se abrazaban y
enlazaban anhelando fusionarse en un solo ser.
Freud, con esta cita, se está refiriendo a la búsqueda -en todo sujeto- de ese deseo de la
voluntad de vivir. También habla aquí del deseo de muerte propio de todo sujeto humano.
Es que la pulsión de muerte, tomada a partir de las formulaciones de Freud en Más allá
del principio de placer (1920), es la vuelta a 0 (cero), la apatía, el deseo de “nada”, que
puede llevar a un “dejarse estar” o la violencia destructiva y autodestructiva.
Por ello no puede reducirse la pulsión de muerte a la destrucción del objeto interno o
externo. Esta es la expresión de componentes destructivos, en especial de componentes
autodestructivos, pero es también abandonarse al exceso de excitación que lleva a la
actuación destructiva, así como a la falta de excitación que trae un sentimiento de
inexistencia. Es decir, está presente en el narcisismo que se autosatisface, pero también
en aquel sujeto que omnipotentemente destruye al objeto.
16
Creo que esta concepción está magistralmente desarrollada en Georges Bataille, quien
establece una relación indisoluble entre el erotismo y la muerte.
Voy a transcribir algunas citas de su libro El erotismo: “La reproducción pone en juego
seres discontinuos. Los seres que se reproducen son distintos unos de otros y los seres
reproducidos son distintos de aquellos de los que salieron. Cada ser es distinto de todos
los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para
los demás un interés, pero sólo él está interesado directamente. Sólo él nace. Sólo él
muere. Entre un ser y otro hay un abismo, hay una discontinuidad.”
Más adelante, continúa: “Somos seres discontinuos, individuos que nacimos aisladamente
en una aventura inteligible, pero tenemos la nostalgia de la continuidad perdida. Llevamos
mal la situación que nos clava en la individualidad de azar, en la individualidad caduca
que somos. Al mismo tiempo que tenemos el deseo angustiado de la duración de este
caduco, tenemos la obsesión de una continuidad primera que nos liga generalmente al
ser...”.
Es aquí donde surge el erotismo como una dialéctica entre lo continuo, es decir el ser, y lo
discontinuo que representa el sujeto, el cual busca permanentemente esa continuidad
perdida que no puede ser otra que su deseo de muerte. Por ello la frase de Bataille, “ El
erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. El erotismo está vinculado a la
sangre y a lo que ella simboliza: la muerte.
De esta manera, continúa Bataille: “...Lo que está en juego en el erotismo es siempre una
disolución de las formas constitutivas. Lo repito: de esas formas de vida social, regular,
que fundan el orden discontinuo de las individualidades definidas como somos... Pero, en
el erotismo menos aún que en la reproducción, la vida discontinua no está condenada, a
despecho de Sade, a desaparecer: está solamente puesta en cuestión, debe ser
transformada, desordenada al máximo. Hay búsqueda de la continuidad, pero en principio
solamente si la continuidad, que es lo único que podría establecer definitivamente la
muerte de los seres discontinuos, no vence.... Se trata de introducir dentro de un mundo
fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es
susceptible. La aberración de Sade excede esta posibilidad...”.
En la dialéctica entre el Eros o las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, la forma
en que se expresa esta búsqueda nos habla de un aparato psíquico en el cual el deseo
inconsciente determina el pasaje de lo orgánico al cuerpo como lugar del inconsciente, de
lo cuantitativo a lo cualitativo, de lo asimbólico a lo simbólico, de la necesidad al deseo, de
lo instintivo a lo pulsional. Es acá donde va a encontrarse el deseo de la voluntad de vivir
así como el deseo de muerte, según la fusión o defusión entre ambos.
Por ello, dice G. Bataille: “El hombre, a quien la conciencia de la muerte opone al animal,
también se aleja de éste en la medida en que el erotismo sustituye el instinto ciego de los
órganos por el juego voluntario, por el cálculo del placer...”.
17
INSTANTE
La palabra instante, del latín “instans” es participio del verbo “instare”, formado por el
prefijo “in” (que en este caso indica una posición superior) y por “stare” (estar).
Literalmente instante sería lo que está en una posición superior, por encima de otra cosa,
y de la expresión usada por varios autores clásicos como Cicerón o Quintiliano “tempus
instans” refiriéndose al tiempo que está por encima de uno, que apremia y pasa muy
rápido, nos llegó el concepto de instante tal como hoy lo usamos.
Podemos entonces decir que el instante es una fracción ínfima de tiempo, que cuando la
queremos advertir, de un futuro cercano se ha convertido en presente y ya casi es
pasado. La fugacidad es lo que caracteriza a este concepto, que puede durar segundos o
algunos minutos, sin tener precisión. Ejemplos de uso: “En instantes comenzará a llover”,
“El espectáculo proseguirá en instantes, luego de la breve interrupción”, “En un instante
de locura cometí el más grave error de mi vida al golpear a mi mejor amigo” o “No me
queda mucho tiempo para despedirme, en instantes el tren iniciará su marcha y separará
nuestros destinos”.
También se lo usa como sinónimo de breves momentos repetidos: “Los instantes en que
el niño cesa de gritar son muy pocos, se está volviendo muy caprichoso” o “A cada
instante, mis recuerdos me llevan hacia ti”. Cómo se vivencia un instante es una
apreciación muy subjetiva: “los instantes que viví este horror me parecieron siglos” o “Lo
pasé tan bien en esta fiesta que me pareció que duró solo instantes”.
El instante es un breve periodo de tiempo. Sin embargo, que un instante sea un breve
periodo de tiempo no significa que sea insignificante ya que son muchas las cosas
importantes que pueden ocurrir en un instante.
Son tantos los instantes que componen la vida del ser humano, tan numerosos los
recuerdos que solo algunos de esos instantes dejan una huella imborrable en el corazón.
Son aquellos que conectan con la memoria afectiva por algún recuerdo especial. A lo
largo de la vida existen instantes de amor, momentos personales marcados por la tristeza,
situaciones de éxito profesional, instantes de miedo, momentos marcados por la alegría y
la esperanza...
18
La vida podría representarse de una forma metafórica por una línea que está compuesta
de un constante presente que muestran una sucesión de instantes que muestran una
línea causal. Desde el punto de vista de la felicidad, es muy importante aprender a vivir
más pendiente del ahora porque el presente muestra la realidad del tiempo mientras que
el pasado muestra el valor del recuerdo y el futuro representa la hipótesis de aquello que
puede pasar. El paso del tiempo es una realidad trascendente al ser humano, nadie puede
hacer nada por parar su propio reloj vital. Sin embargo, sí puede dotar al tiempo a través
de su libertad de la creatividad necesaria para sumar color a cada instante al compás de
la ilusión.
El poema, afirmó Paul Valéry, es “el desarrollo de una exclamación”. Del conjunto de
piezas breves escritas por Octavio Paz, desde “Tu nombre”
o “Retórica”
Viento
Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa,
rosa del viento, no del rosal.
Nubes y nubes
flotan dormidas, algas del aire;
todo el espacio
gira con ellas, fuerza de nadie.
Todo es espacio;
vibra la vara de la amapola
y una desnuda
19
hasta los numerosos haikús que pueblan “Ladera este”, elijo uno, reservorio de
concentrada energía: “La exclamación”. En este poema son perceptibles una estética del
movimiento, una puesta en marcha de los signos en rotación, una forma distinta de
concebir el fenómeno creativo. El poema aparece en la franja central de “Ladera este” y
su protagonista es el pájaro colibrí: el pájaro que bebe la sangre del sol (como nos
recordó el mismo Paz en el homenaje a Alberti, tras el regreso del poeta gaditano a
México) y que sobresale como metáfora de la palabra convocada en “Semillas para un
himno” o fundido en los ojos de la amada en “Piedra de sol”: “el colibrí se quema en esas
llamas”.
Quieto
No en la rama
En el aire
No en el aire
En el instante
El colibrí
Algunos críticos han dicho que la exclamación refleja el movimiento del ánimo que
advierte con azoro la presencia del colibrí al final del poema, pero el verso que corona la
escalera no coincide siempre, como veremos, con la conclusión del texto.
El colibrí
En el instante
No en el aire
En el aire
No en la rama
Quieto
La tercera estrategia para leer este “cuasi haikú”, como le apodó Manuel Durán, consiste
en leer el primer verso y todos los demás que no implican negación. Sin embargo, la poda
de estos versos frustra la dialéctica que anima al poema, en el mismo sentido en que Paz
vio, en “Un coup de dés”, un doble ritmo de contracción y expansión: “En su movimiento
mismo, en su doble ritmo de contracción y expansión, de negación que se anula y se
transforma en afirmación que duda de sí, el poema engendra sus sucesivas
interpretaciones” (El arco y la lira, p. 273). A la oscilación entre el sí (implícito) y el no
20
Quieto
En el aire
En el instante
El colibrí
Quieto
No en la rama
No en el aire
El colibrí
MÁSCARAS
El rostro no suele ser un tema filosófico muy habitual. Siguiendo la vía cartesiana, ha
primado la tradición racionalista del pensamiento desencarnado, pura abstracción sin
anclaje en la corporalidad situada y concreta. Al menos hasta que las corrientes
fenomenológicas y existenciales —hasta Marcel, Sartre y, especialmente, Merleau-Ponty
— empezaron a subrayar precisamente esa carnosidad, la idea de que somos una
conciencia corporal, mundana, encarnada, situada, temporal. Todos ellos hablaron del
"significar" del cuerpo, no del rostro en concreto. Si bien resulta claro que por muy
expresivo que pueda ser el cuerpo en su conjunto (y lo es), es el rostro el espacio donde
esa expresividad y ese "significado" se condensan de manera más palmaria. Tuvo que ser
otro filósofo, Emmanuel Levinas, ya en la década de 1960 y alimentado por esas fuentes
fenomenológicas, quien por primera vez en la historia concediera centralidad filosófica al
rostro como categoría metafísica y ética.
Por muy valiosa y fascinante que sea la aportación levinasiana, el presente artículo toma
otro punto de partida. Por una parte, entiende el rostro como aquello que singulariza a
cada ser humano, aquello que hace visible su ser único y valioso, aquello que el
humanismo y el individualismo ético han ensalzado; por otra, entiende la noción de
máscara como aquello que oculta esa singularidad, aquello que lo remite a un tipo, a una
categoría, a un estereotipo, aquello que corre el riesgo de ser intercambiable, borrable,
prescindible. Como resume Jacques Aumont, "la máscara, que tiende a una tipología
construida, social, diferenciable, comunicante o simbólica, llega a dificultar la percepción
del rostro individual, innato, personal, expresivo, proyectivo, empático". Ver al otro en sus
máscaras sociales es un fenómeno habitual, sin duda, pero ver únicamente la máscara
social o el tipado, sin reparar en el rostro único, personal, es la raíz de cualquier tipo de
actitud racista, clasista, sexista, etnicista, etc.: mirar a una persona y ver un musulmán, un
gitano, ver una nariz de judío, una piel oscura, antes que —en lugar de— una cara
singular.
rostro un valor, el exponente más nítido de nuestro ser único y singular. Por supuesto,
siguen funcionando aquí los mecanismos de la tipificación, de la construcción de
máscaras, e incluso habrían sido reforzados en la sociedad de masas, según algunos
autores, lo que les lleva a anunciar una "derrota del rostro" que analizaremos y
discutiremos.
Para esa reflexión partiremos de dos historias que rara vez suelen relacionarse: la
reveladora historia etimológica que une las nociones de persona, rostro y máscara, y la
historia del retrato moderno y contemporáneo que expone un muestrario de 'rostros' y
'máscaras' igualmente reveladora. Terminaremos en nuestra sociedad contemporánea,
intentando componer un balance de los dos rostros, los vestidos y los desnudos, que se
nos ofrecen en el seno del imperio de la imagen.
Rostro, máscara, rol, personaje, persona… Todas esas palabras están entrelazadas si nos
atenemos a su pasado etimológico. Empecemos con el término clásico griego para rostro,
prosopon, que literalmente significa "lo que está delante de la mirada de otros". Lo más
curioso para nosotros es que la misma palabra designa, al mismo tiempo, la máscara
(tanto la máscara escénica como la ritual). Es decir, los griegos carecían de un término
específico para diferenciar lingüísticamente la cara de la careta, como tampoco las
distinguían iconográficamente (en las representaciones de los vasos griegos no aparece
ninguna demarcación entre rostro y máscara).
Para entender esa indistinción de prosopon tenemos que tener en cuenta que la cultura
griega es, como todas las culturas tradicionales, una cultura “del cara a cara”, de la
exterioridad, una cultura del honor y de la vergüenza. Al individuo se le aprehende desde
fuera, por la mirada que los otros le dirigen. De modo que el rostro es un espejo del alma,
sí, pero siempre para los otros. No tiene en sí la función de esconder; por el contrario, es
el revelador de las emociones, de los pensamientos, del carácter. A pesar de los intentos
de Platón para prevenir sobre las confusiones entre ser y apariencia, lo cierto es que en la
cultura griega no se palpa esa oposición; al revés, la apariencia revela al ser, es el ser. Y
el conocimiento de sí que se produzca pasa necesariamente por esa reciprocidad: son los
espejos laterales de los otros, de los semejantes, donde se ve uno y se percibe con una
identidad determinada. De hecho, en los textos clásicos griegos, prosopon aparece casi
siempre referido a otro —tu rostro o su rostro—; los casos de primera persona, de
reflexividad, son excepcionales.
Para empezar a pensar la cara y la careta como dos realidades distintas que incluso se
puedan oponer es necesario primero distinguirlas lingüísticamente. Es lo que hacen los
romanos: llaman persona a la máscara y vultus o facies al rostro. La autonomía de esas
dos nociones (que se expresa asimismo en la iconografía romana) les permitiría en
adelante pensarlas juntas o por separado, tal como lo hacemos nosotros. Según una vieja
tradición etimológica, persona derivaría del verbo personare (es decir, "sonar a través de
algo"); de acuerdo con esta explicación, persona sería en origen la máscara teatral
equipada de un dispositivo especial que alzaba la voz del actor. Sin embargo, los
etimologistas actuales prefieren enraizarla en el término etrusco phersu, que significaba
también 'máscara'. (cf. Dumery 925; Frontisi-Ducroux 1995 16; Mauss 323).
Persona designa al mismo tiempo la máscara y el rol o papel, de modo que no señala en
primer lugar una individualidad —cuya representación no necesitaría una máscara—, sino
un tipo, una realidad atemporal. Pero esta ampliación semántica lo encontrábamos ya en
griego, donde, a partir del s. II a. de C., prosopon viene a designar también personaje (en
Polibio, Plutarco, etc.). Además, prosopon comienza a designar la "persona gramatical":
serían algo así como "las caras puestas en juego por la relación del discurso" (las tres
prosopa o personas del discurso: yo, tú, él).
Pero fue sobre todo Boecio, en el siglo VI, el que dotó a la noción de persona de una
definición que tuvo gran seguimiento: "persona est naturae rationalis individua substantia"
("la persona es una sustancia individual de naturaleza racional"). "Persona" pasaría a ser,
así, el nombre de todos los individuos de la especie humana, constituidos por la razón. De
modo que el término, que no tenía nada de metafísico en su origen, entra en el
vocabulario de la ontología y termina significando el principio último de individuación: es lo
que singulariza a cada uno de nosotros, y lo que nos singulariza no accidentalmente, sino
sustancialmente, lo que subsiste o permanece más allá de los cambios y
transformaciones. La tradición cristiana divulga esta noción que, posteriormente, es
enriquecida por numerosos pensadores con las notas de individualidad, igualdad,
inmortalidad, dignidad, trascendencia, etc. Entre ellos destaca Kant, quien resalta el
sentido ético de "persona" como "un fin en sí misma", que "tiene dignidad y no precio".
Una de las cosas más llamativas de esta trayectoria etimológica es que pasamos de una
visión exterior y relacional del rostro/ persona a otra interior y sustancialista. Como hemos
visto, en la antigüedad griega, el prosopon, tanto como rostro, como máscara o como
personaje, es algo que se ofrece a la vista de los otros, que sólo tiene sentido en el cara a
cara. También en la persona, como máscara dramática, como personaje o como rol, o
incluso en la persona jurídica en la visión del primer derecho romano, percibimos esa
exterioridad, ese sentido tan sólo comprehensible en la intercomunicación humana. En
todos esos casos se trata de representaciones e identificaciones que requieren álter egos,
interlocutores o espectadores. En cambio, en la visión metafísica de persona como
sustancia (como la misma palabra indica, lo que sub-yace, lo que está debajo y es
invariable, antítesis de nuestra idea de máscara, como algo superpuesto, que esconde),
25
se le otorga un valor intrínseco, una dignidad propia, independiente de sus roles sociales,
de sus manifestaciones particulares, de sus máscaras.
En la época moderna y contemporánea, sin embargo, han sido muchos los que han
reformulado un concepto relacional de la persona, dejando a un lado su definición como
"sustancia racional". Algunas de estas tendencias modernas retoman el origen teatral de
persona para subrayar el carácter de la existencia humana como “theatrum mundi” y de
los individuos como actores que representan distintos papeles en diferentes situaciones,
en los tribunales de justicia o en los rituales de sociedad no menos que en los escenarios.
Según esta perspectiva, nuestra cara sería una careta, o mejor, un soporte para múltiples
caretas, según la ocasión, como en la teoría sociológica de E. Goffman, quien populariza
el modelo dramatúrgico para explicar las interacciones sociales en la que el yo no sería
más que una percha donde cuelgan los vestidos del papel que interpreta.
Así, habríamos pasado de percibir las máscaras como otros rostros, como los griegos, a
percibir (en algunos casos) los rostros como máscaras sociales. Y ahora en el triple
sentido de representación, identificación y disimulación. Cuando decimos de alguien que
"no enseña su verdadera cara", que se esconde tras "una máscara de hipocresía", etc., no
estamos hablando como un griego o como un miembro de una pequeña comunidad
donde la comunicación es íntegramente cara a cara, donde la interioridad y la subjetividad
no han sido desarrolladas. Estamos hablando como sujetos modernos que perciben el
rostro, a la vez, como lugar del ser y de la apariencia, como lugar de la esencia y del
fingimiento, de la verdad misma y del artificio. El lugar en el que el alma se muestra y se
disfraza. Pero también el lugar en el que proyecta sus propios estereotipos la persona que
está mirando ese rostro, el lugar que otros visten de máscaras, que perciben de acuerdo a
esas máscaras…
Pues bien, una breve historia del retrato moderno nos lleva a recorrer, desde otra
perspectiva, la complejidad de la contraposición rostro/máscara que hemos vislumbrado
en la historia etimológica. Lo que generalmente llamamos retrato es la "representación de
un sujeto", tal como se ha desarrollado —en especial de forma pictórica— desde el siglo
XV a las vanguardias del XIX. La idea que nos viene primero a la cabeza es la de
semejanza, la de mimesis: la de que el retrato constituye una especie de espejo
congelado, un reflejo permanente y generalmente mejorado del sujeto retratado. Por eso,
Peter Burke proponía esta definición: "aquella representación de una persona que sus
amigos y allegados pueden reconocer como imagen suya, lo cual incluye desde la
caricatura en un extremo hasta la idealización en el otro" (VV. AA. 2004 92).
Pero, en verdad, puede 'representarse' un sujeto sin que el parecido físico exacto sea
determinante; el que sea presentado con su nombre, o con toda una serie de atributos o
símbolos correspondientes a su cargo o su posición social, ya le hace 'reconocible'. En
general, es por esa razón por la que hablamos también de 'retratos' antiguos, anteriores al
Renacimiento (y también de 'retratos' vanguardistas y contemporáneos): porque es
suficiente con que el retrato evoque a la persona, aunque no se le asemeje demasiado.
Además, la esencia del retrato no suele estar únicamente en su fidelidad a los rasgos
físicos del modelo. De alguna manera, se espera de él que plasme el interior del modelo,
la viveza de su espíritu, su verdad. Todo retrato aspira así, de algún modo, a ser retrato
del alma o de la interioridad. Qué se entienda por interior o alma, he ahí la cuestión, pues
no es lo mismo que se trate como algo singularizado (como "rostro") o como algo
26
tipificado (como "máscara"), como fuente de subjetividad o como eje de la posición social.
Por eso, la historia del retrato no puede menos que reflejar la evolución del lugar del
hombre en la sociedad, la evolución de las ideas relacionadas a su valor y a su dignidad.
Y es fascinante observar cómo se plasma esa evolución en los modos en que va
representando su propia imagen, su propio rostro.
Será por consiguiente el caldo de cultivo del humanismo del Renacimiento, el paso de una
visión teocéntrica de la vida a otra antropocéntrica, el que haga que la figuración realista
de las personas comience a considerarse importante y deseable. Habrá que esperar al
retrato flamenco del siglo XV (empezando por van Eyck y van der Weyden) y al retrato
italiano y alemán del XVI (Durero, Holbein, da Vinci, Rafael, Tiziano) para que esa
decisiva transformación y consolidación del género comience a dar sus frutos. Hasta ese
momento lo normal es representar tipos esquemáticos, formas santificadas de papas y
reyes, sin las marcas físicas reales de individuación. Desde el Renacimiento, el retrato
seguirá siendo en gran medida retrato del poder, de los privilegiados; seguirá tratando de
impresionar y reclamar el reconocimiento de un estatus elevado del retratado en la
sociedad. Pero, poco a poco, comenzará a extenderse el número de personas que
reclaman para sí ese preponderante papel social. Así, junto a los príncipes y a los
miembros del alto clero y de la nobleza, a partir del siglo XVI se hacen retratar también los
burgueses: comerciantes, banqueros, artesanos, humanistas y artistas, contribuyendo así
a realzar su reputación.
Hasta el siglo XVI, "la fisonomía no era todavía vitrina del carácter, no aparece aún el
interior del ser humano individual, sino la imagen externa de su identidad social" (Mena
Marqués, citado en VV. AA. 2004 350). Hasta entonces lo habitual era 'retratar' las
máscaras sociales (los prosopa de los actores protagonistas de la vida civil y religiosa);
ahora, poco a poco, irá apareciendo el individuo, se irá pasando "de la pintura del nombre
a la pintura del yo" (Martínez-Artero 82). En efecto, es casi un lugar común —desde que
ya lo hiciera Jacob Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia (1860)— relacionar
la eclosión del retrato en esa época con el nacimiento del individualismo en Occidente. La
existencia de "galerías de hombres ilustres" para exaltar los hechos de individuos
sobresalientes apunta a enlaces entre el auge del retrato y lo que Burckhardt llamó "el
sentido moderno de la fama". Es asimismo llamativo que coincidiera el auge del
autorretrato y el de la autobiografía, o incluso que empezara a desarrollarse el retrato
literario, es decir, la descripción narrativa de los rostros de los personajes, cosa inusual
hasta la época. Sin duda, la idea de individuo irrepetible encaja bien con las exigencias
crecientes de verosimilitud, de búsqueda de parecido. La obra Vida de los pintores (1586)
de Vasari es sintomático a ese respecto, pues muestra la preocupación por los retratos y
las biografías de los artistas, dos signos evidentes del nacimiento del individualismo, de la
valoración de la propia autonomía y de la libertad individual.
Con las vanguardias comienza el declive de lo que hasta entonces se había entendido
como retrato. A partir de 1900, la mimesis, el parecido del retrato artístico con el retratado
deja de ser un criterio definidor, por lo que en esos casos sólo podemos seguir hablando
de retratos en un sentido aproximativo, por evocación. Se habla, por tanto, de la
decadencia del género retrato. Ahora bien, debemos tener claro que estamos hablando
desde un punto de vista artístico, pues desde un punto de vista sociológico no se puede
hablar de fracaso, sino de triunfo absoluto del retrato tras la invención de la fotografía y de
las posteriores técnicas de reproducción visual. De hecho, no se puede negar que,
cuantitativamente hablando, sea ésta, la contemporánea, la verdadera época dorada del
retrato. Tanto que, como sugiere Calvo Serraller (cf. VV. AA. 2007 9), podemos hablar del
"«triunfo-derrota » del retrato contemporáneo": el retrato como mero documento triunfa
28
arrolladoramente; el retrato como arte sufre una derrota o, al menos, una transformación
abrumadora.
Precisamente, poseer una imagen propia, un retrato singularizante, deja de ser un signo
distintivo, un privilegio de unos pocos. La oportunidad de tener un rostro que proporciona
a cualquiera el retrato fotográfico irrita a más de uno, empezando por Baudelaire, quien —
en 1859— escribe: "[l]a sociedad inmunda se abalanza como un solo Narciso para
contemplar su trivial imagen sobre el metal" (citado por Le Breton 42ss). Pocos años
antes, en 1850, Melville ya había expresado su profundo disgusto: "el retrato, en lugar de
inmortalizar al genio como hacía antes, no hará dentro de poco más que mostrar un tonto
al gusto de la moda. Y cuando todo el mundo disponga de su retrato, la verdadera
distinción consistirá sin duda en no tener ninguno" (ibíd.).
abstractas, más allá de la imitación formal de la naturaleza. Ello, como no podía ser de
otra manera, afectó sobremanera al más figurativo de los géneros: al retrato.
No se trata de retrato cuando un artista utiliza simplemente los rasgos de un rostro para
introducirlos en una composición que a sus ojos posee otra finalidad, sino únicamente
cuando, en su espíritu, la finalidad real de la obra realizada es la de interesarnos por la
figura del modelo por sí mismo. Ahora bien, en ningún momento un Matisse o un Picasso
se esfuerzan por vincularnos a la personalidad de su modelo. No hacen más que
insertarlo en la compleja red de sus actividades imaginarias. (Francastel 228)
Los fauves y los cubistas utilizan al hombre como lo hacen con una botella o una guitarra,
como simple accidente de lo sensible, sin otorgar ninguna acción al carácter individual de
este objeto, ni a la posibilidad de que encarne algo diferente a ellos mismos. (Francastel
230).
Pero no es sólo en los retratos, sino en las representaciones de las cabezas y los rostros
en general donde ocurre esa desfiguración, hasta tal punto de que hay quien, como
Jacques Aumont, llega a hablar de una "derrota del rostro" que se apreciaría de forma
evidente en la pintura vanguardista, y que es después extendida a todas partes en la
sociedad de la imagen: desde el cine a la prensa, desde la publicidad a la televisión. Esa
"derrota" se expresaría en factores como los siguientes:
Vuelta del tipo, de lo genérico: el individuo sólo interesa en cuanto pertenece a una clase
o a un grupo; la representación del rostro excluye la expresión, o sólo la incluye si
fortalece el tipo, lo transindividual. Extensión de la rostreidad: […] alcanza a todo,
potencialmente —animales, máscaras, paisajes, partes del rostro—. Disgregación del
rostro, rechazo de su unidad: partes del rostro recortadas, pegadas, devueltas a la
superficie de la imagen. Magnificación infinita, monstruosidad del tamaño, o a veces, por
el contrario, liliputización. Toda suerte de daños, tachaduras, desgarraduras [...]. (Aumont
20)
dentro..., Francis Bacon); rostros tachados (raspados, como con heridas..., Atlan,
Dubuffet, Lam); rostros desenfocados (frecuentes en los 70 en pinturas hechas a partir de
fotografías…, Gerhard Richter); rostros ampliados (Warhol y el pop art, Chuck Close...),
etc.
Podríamos aumentar la lista fácilmente, pues son numerosísimos los casos en los que la
subjetividad del individuo retratado queda diluida, convertido en uno más de una masa
anónima. Como son numerosos los retratos en los que el rostro se asemeja a una
máscara.
Pensemos en el famoso retrato de Gertrude Stein, pintado por Picasso en 1906: su rostro
es como una talla de madera, sin ningún accidente, liso e impersonal; más claro aún en el
'retrato' de Ivonne Landsberg, de Matisse, sorprendentemente semejante a una máscara
africana. Algo parecido ocurre en los retratos pintados por Modigliani o Giacometti, por
ejemplo. Esos "retratos" no se distinguen apenas de las otras pinturas de rostros
anónimos y despersonalizados que cuajan los cuadros de los artistas de vanguardia.
Malevitch, por ejemplo, se acerca al arte de los iconos: sus cuadros planos, geométricos,
austeros, presentan personajes frontales, una especie de maniquíes o robots, inmóviles,
intemporales, con los rostros vacíos y los rasgos borrados. A veces reemplaza los rasgos
de sus rostros por la hoz y el martillo, otras veces por la cruz cristiana. Como los
maniquíes de Chirico, esas cabezas en forma de huevo, que no pueden mirar, ni
diferenciarse por unos rasgos únicos, no tienen ningún signo individualizador, sólo son
peones de la masa, máquinas inexpresivas.
Otros muchos retratos artísticos del siglo XX, impulsados por el expresionismo alemán
(pensemos en los retratos de Kirchner, Beckman u Otto Dix), pierden la calma de las
facciones en reposo, como hasta entonces había sido habitual, y añaden el grito, la
desfiguración consciente, la violencia. A ello se suma que a menudo no se haga un único
retrato (retrato-resumen o retrato-biografía) del modelo, sino una serie de ellos, siguiendo
con frecuencia un proceso de metamorfosis. El género clásico del retrato se basaba en la
idea de que la identidad de un individuo estaba fundamentalmente definida y era más o
menos invariable, de modo que el retratista no tenía más que plasmarlo en el lienzo,
copiando sus rasgos individuales, la expresión de su carácter. El artista del siglo XX, en
cambio, a menudo ha retratado repetidamente a la misma persona, cada vez con una
identidad diferente, refractario a la idea de que sólo una de ellas sea la 'verdadera'. En
este sentido, hay quien concibe el género del retrato moderno como "un muestrario de
máscaras —como, tal vez, todos los retratos en cierta medida— pero de forma diferente
en cuanto que lo es de forma abierta y consciente" (M. Warner, citado por VV.AA. 2007
20).
También los 'retratos' de Warhol son más parecidos a una máscara o a una superficie sin
sustancia, sin fondo psicológico alguno. Como han señalado numerosos críticos, más que
hacer retratos, Warhol fabricó iconos transformando la identidad de sus personajes —y de
sí mismo— en una imagen congelada y despersonalizada a través de la manipulación de
la fotografía. Con ese brillante uso de la superficialidad, es considerado como el perfecto
ilustrador de la sociedad del espectáculo, el iniciador de la estética posmoderna que hoy
inunda por doquier la publicidad en todas sus formas.
El "mito de la unidad del sujeto": precisamente eso es lo que parece haber saltado en
pedazos en la época contemporánea. Pedro Azara interpreta ese descalabro del retrato
tradicional (que plasmaba tan serena y reconociblemente ese sujeto íntegro) como una
consecuencia de la muerte (desaparición u ocultación) de Dios, tantas veces pregonada
desde el siglo XIX. Si estábamos hechos a su imagen y semejanza, y ahora ya no existe,
es que no tenemos ya un modelo, una imagen a la que parecernos y según el cual
componer nuestra integridad. La desaparición de Dios conlleva asimismo la pérdida de la
fe en la unidad del ser. De modo que ya sólo quedarían las apariencias: "el artista
contemporáneo se contenta con máscaras porque el modelo ya no existe (fuera del juego
de máscaras)" (Azara 134). Este hecho no dejaría por ello de ser revelador de la
condición del hombre actual:
La imagen, que en la antigüedad tuvo como fin rescatar el alma de la muerte y del olvido,
devolviéndoles un cuerpo imperecedero, ha acabado por ser la exposición de la condición
fugaz y terminal del hombre contemporáneo. (Azara 134)
El principal efecto de todo ello sería, por lo tanto, la preeminencia del tipo, del rostro
genérico sustraído de su individualidad. Un proceso que arranca en los primeros tiempos
de la reproducción técnica del rostro, con el inicio de la fotografía como un medio
documental que deja en el anonimato a los múltiples rostros que plasma o, más aún,
contribuye a realizar catálogos, tipologías, secundando el afán administrativo y policiaco:
"[e]l rostro ha de ser idéntico, no al sujeto, sino a su definición. Ya no es la ventana del
alma, sino un cartel, un eslogan, una etiqueta" (Aumont 190).
Lo hemos visto en los breves recorridos por la historia etimológica y por la historia del
retrato. Durante mucho tiempo la conformación gregaria de los conjuntos sociales no
suscitaba en sus contemporáneos la preocupación por su rostro; la singularidad no estaba
valorizada, el sentimiento de autonomía o de libertad personal no estaba asociado a la
definición social del individuo. Es en la modernidad cuando se produce una conciencia
más aguda de la individualidad del hombre, un 'sentimiento de sí' que acompaña a —y es
potenciado por— la difusión del espejo y del retrato en el que se busca el parecido
singular del modelo. Al rostro se le empieza a dar valor como elemento de individuación y
de exponente de la dignidad humana, en paralelo al auge del individualismo en las clases
sociales privilegiadas.
No hay duda de que —sigue Le Breton— "cuanto más importancia dé una sociedad a la
individualidad, más agrandará el valor del rostro [puesto que, en definitiva] la dignidad del
individuo entraña la del rostro". En todo este proceso parece claro, por consiguiente, que
la singularidad del rostro llama a la singularidad del hombre en cuanto persona.
Los primeros grandes pensadores de esa moderna metrópoli tecnológica —como Simmel,
Spengler, Kracauer, Jünger o Benjamin—, ya advirtieron, sin embargo, sobre la disolución
33
En ese sentido, todos esos pensadores ya anunciaron, de alguna forma, la "derrota del
rostro" que leíamos en Jacques Aumont. Esa sociedad de masas tecnificada y,
posteriormente, esa sociedad de la imagen y del consumo, habría privilegiado la mirada
técnica-objetiva-conceptual que transforma la cualidad en cantidad, el rostro en número,
en estereotipo; en definitiva, en máscara. Las teorías del rol para explicar nuestras
interacciones sociales parten también de ese principio: anuncian que en esas
interacciones tratamos con máscaras —clases de máscaras, estereotipos, como aquellas
personae romanas— más que con rostros singulares, únicos. La máscara determina con
quién trato y cuáles deberán ser mis respuestas; es decir, el aprendizaje social consistiría
en gran parte en asimilar los significados de cada tipo de máscara y en desplegar las
respuestas asociadas.
Ahora bien, la afirmación de que nuestra interacción social es una relación de máscaras
ya tuvo a su más radical profeta en Nietzsche4. Para él, la lógica de la máscara lleva al
aniquilamiento del rostro: no hay ya una interioridad que esconder. Habla de la
multiplicidad de máscaras que llevamos, de modo que el sujeto no sería sino sus
máscaras, sin que detrás, debajo, dentro de cada una de ellas hubiera un yo, un carácter,
un individuo, sino sólo otra y otra máscara, hasta el infinito. Sería, por tanto, el reino de la
pura apariencia privada de esencia.
Pero, si fuera así, la idea misma de máscara perdería su sentido, pues en ella permanece
implícita la idea de disimular, ocultar o cubrir artificialmente algo: un rostro natural,
auténtico, sustancial frente a la variabilidad de la máscara. Es decir, las dicotomías
interior/exterior, esencia/apariencia dejarían de tener sentido como tal. Y, realmente, ello
supondría una revuelta metafísica que, por mucho que pueda pensarse en el campo
filosófico, excede nuestra vida común.
34
Frente a los voceros de la "derrota del rostro", que afirman cosas tales como que "la larga
época histórica de los caracteres plenos y de los rostros reales ya ha pasado, absorbida
por la época sin-historia de las máscaras vacías y los rostros virtuales" (Gurisatti 444), me
inclino a pensar que la sociedad contemporánea, urbana, mediática y masificada, ofrece
tanto la oportunidad de dignificar como de tipificar el rostro. Es decir, la sociedad
contemporánea de la imagen reproduce hasta la saciedad los dos rostros de los que
hablábamos antes: en gran medida, desde luego, la máscara social, la tipología, la
asignación de los individuos a unos grupos, según unos estereotipos; pero también el
rostro individual, aquel que era el protagonista del retrato clásico, aquel al que le bailan en
el rostro todas las profundidades del alma, la valiosa singularidad de sus emociones y sus
pensamientos. La preponderancia mediática del primer rostro tal vez no sea suficiente
para hablar de su "derrota", como hace Aumont, ni para sostener que toda interacción es
una relación entre máscaras; no, al menos, mientras sigan dando batalla las causas
humanistas que dignificaron al otro rostro, mientras sigamos recordando o potenciando el
sentido y el valor de ese rostro.
35
OBSESIÓN
La palabra obsesión proviene del término latino obsessĭo (“asedio”). Se trata de una
perturbación anímica producida por una idea fija, que con tenaz persistencia asalta la
mente. Este pensamiento, sentimiento o tendencia aparece en desacuerdo con el
pensamiento consciente de la persona, pero persiste más allá de los esfuerzos por
librarse de él.
La obsesión tiene un carácter compulsivo y termina por adquirir una condición penosa y
angustiante para quien la sufre. Cuando las obsesiones y las compulsiones se han hecho
crónicas, se habla de una neurosis que perturba la vida normal del sujeto y que se
transforma en un trastorno obsesivo-compulsivo.
Obsesión, en psicología, es el sentimiento de tener una idea fija en algo. Descubre esto y
mucho más en este artículo dedicado a la obsesión en psicología…
Todos los seres humanos tenemos pequeñas manías, pero eso no significa que sean
obsesiones, la palabra manía puede ser nimia a una obsesión que es un término más
importante y más a nivel psicológico y en la vida rutinaria de las personas.