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llegaba como para el que se iba, el giro particular en su hablar y el estilo original
de su vestimenta eran señales inequívocas de reconocimiento ante individuos que
se desplazaban de una región a otra. No hacía falta saber su nombre propio ni
el porqué de su presencia. Bastaba el patronímico de su lugar de procedencia
para que los lugareños lo bautizaran con ese nombre colectivo y lo identificaran
como forastero. Los forasteros andinos eran pequeños artesanos, artistas (músicos,
cantantes, bailarines, malabaristas), vendedores ambulantes, peones y arrieros
que viajaban de pueblo en pueblo según la temporada del año, aunque en ciertas
ocasiones se trataba de bohemios, vagabundos, mendigos, bandoleros, evasores
1 Entre tantas posibles terminologías teóricas, tales como desplazamiento, nomadismo, peregrinaje, exilio,
diáspora y viaje, el término migrante es, a mi parecer, el que mejor se ajusta a esta situación específica. Sin
embargo, prefiero mantener como equivalente, a menos que se trate de un migrante de vuelta a su pueblo,
la palabra forastero por lo arraigada que se encuentra en la historia y dentro del vocabulario andino como
sinónimo de extraño, foráneo, inmigrante de cualquier sitio que se ha establecido dentro de una comunidad
(Wightman 1990). Se descarta desplazamiento porque aquí no se trata únicamente de movimientos entre
el centro y la periferia. Nomadismo tampoco responde al caso, ya que el sujeto nómada siempre se dirige
de la metrópoli hacia zonas remotas o exóticas, a manera de una experiencia de primitivismo postmoderno.
Peregrinaje es inadecuado por la ausencia de informantes e intérpretes; pero, también porque el peregrinaje
conlleva un elevado sentido sacralizador, aunque tenga propósitos no necesariamente religiosos, sino
seculares. Exilio tampoco es pertinente, debido a que los móviles no se limitan a asuntos de carácter político.
Diáspora queda excluido por no tratarse de comunidades trasplantadas que tienen un origen común. Viaje
no se adecúa porque generalmente implica la existencia de un sujeto, el viajero, que con cierta seguridad
y privilegio se mueve de un lugar a otro, siguiendo un itinerario, un destino, un presupuesto determinado
de gastos y, a veces, hasta un propósito de estudio o de exploración. En fin, con todos los riesgos que
significa su aplicación, la categoría migrante incluye algo de todas las categorías anteriores y designa «a los
desplazamientos poblacionales, ya sean individuales o colectivos, dependiendo de los objetivos del traslado
físico de las personas para vivir en otro sitio diferente a su lugar de origen, sin importancia de la distancia o
el tiempo de duración involucrados». (Herrera Carassou 2006: 25).
de tributos, profesionales y políticos que andaban perseguidos. Algunos lograban
quedarse en un pueblo, adquirían tierras, hasta se casaban y se hacían vecinos
notables, pero nunca perdían su condición de forasteros. Ellos, aunque más
específicamente los indios trotamundos que se volvían propietarios y residentes,
constituían, como en el caso de los forasteros que participaron en el levantamiento
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de Túpac Amaru II, la categoría de «forasteros con tierras» , según los censos de
población levantados a partir de 1786. En cambio, a los profesionales, negociantes,
militares y viajeros que venían de lugares desconocidos simplemente se les llamaba
con el nombre genérico de forasteros. La mayoría de estos permanecía un tiempo,
buscando acumular experiencia, ascender en sus puestos o hacer suficiente dinero,
para luego trasladarse a Lima y a otras ciudades importantes del país donde, a
la espera de nuevas oportunidades, pudieran seguir progresando económica y
profesionalmente.
Forastero es la denominación que se ha usado para designar a un grupo
muy diverso de la población andina móvil y elusiva a cualquier tipo de control desde
la llegada de los españoles. Los estudios basados en documentos administrativos,
judiciales y eclesiásticos existentes en archivos municipales y parroquias han
identificado el itinerario, el número aproximado y la situación de los indígenas
que, oficialmente considerados como forasteros, se desplazaban entre Lima, Cusco
y Potosí, burlando el severo control de caciques, encomenderos, corregidores y
curas doctrineros. Se sabe que estos indígenas cumplieron un papel decisivo en
la modernización de la sociedad andina porque fueron, al mismo tiempo, causa
y efecto de cambios imprevisibles, como si con ellos se hubiera mantenido activa
la proscrita labor de los antiguos mitimaes incaicos. Entre otros hechos de gran
importancia, a ellos se debe la resistencia al sistema de reducciones y a la mita
obligatoria que implemento e impuso el virrey Toledo para los indios, pero también
el haber impulsado el proceso de aculturación mediante la castellanización, la
conversión al catolicismo, el asentamiento en las ciudades como artesanos y la
transformación de los ayllus tradicionales en comunidades. Así se formaron nuevos
ayl/us, comunidades y pueblos que dividían la población indígena en originarios y
forasteros en interacción continua (Wightman 1990). La población forastera no
indígena, en cambio, se ha mantenido al margen de la documentación oficial por
la libertad que tenían tanto blancos como mestizos para cambiar de domicilio y
trabajar, sin ninguna restricción, en oficios o profesiones a los que los indígenas
no tenían acceso. Este sector es, en cambio, el privilegiado desde las crónicas
hasta textos literarios posteriores y contemporáneos, como El lazarillo de ciegos
caminantes desde Buenos Aires hasta Lima (1773), Aves sin nido (1889) y Los ríos
profundos (1958).
«Forasteros [en el siglo XIX] es la denominación que se empleaba para designar a una heterogénea población
compuesta por indios libres, vagos y mendigos y otros, que carentes de un oficio definido, recorrían las
principales ciudades del virreinato. Se trata fundamentalmente de indios liberados de sus comunidades.
Aunque confundidos con ellos también se pueden contar a mestizos y criollos. Algunos indios forasteros
llegaron a adquirir -como "parcelarios"- tierras, siendo denominados a partir de 1 7 8 6 "forasteros con tierras"»
(Flores Galindo 1976: 276).
Los ríos profundos es por excelencia la novela del forastero andino. El punto
de vista, la representación del mundo, la estructura y el discurso del narrador-
personaje pertenecen a la memoria del forastero que ha logrado que el espacio
cerrado, limitado a ciertas clases sociales o grupos étnicos, como el de los vecinos
notables en las plazas, los indios en las haciendas y prisiones, las cholas y arrieros en
las chicherías y los jóvenes en los colegios, se convierta, superando su fragmentación
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y aislamiento de siglos, en verdadero centro transcultural de apertura al cambio. El
foco de la cultura andina se ha trasladado en esta novela al escenario mismo de las
negociaciones, donde los nativos de distintos sectores sociales y el forastero, desde
una posición intermedia o a veces foránea, luchan por encontrar una solución a
sus conflictos. El forastero asume en la contienda el compromiso de servir de
intérprete, traductor, de mediador voluntario en facilitar la superación de barreras
que dejen atrás la segregación y el odioso aislamiento institucional para lograr la
interacción social y cultural entre blancos, mestizos, negros e indios en los Andes.
Los viajes constituyen su mejor forma de conocimiento, aprendizaje directo de la
realidad actual, y la memoria de migrante le proporciona el mecanismo efectivo
de resistencia para mantener la identidad y el sello cultural de origen que lleva
consigo mientras transita por distintos mundos en su recorrido. Su lema es el
cambio, la transformación del mundo y de sí mismo en hombre que pertenece a
varios espacios y esferas múltiples sin necesariamente perder su esencia. Parte de
este modo de ser y entender la realidad se plasma en la adaptación de la novela
-un género narrativo occidental y moderno— a los requerimientos de expresión
literaria andina en sí, y no al revés, haciendo más bien de la novela un molde en
el que hay que calzar a como dé lugar una realidad que no encaja en el modelo.
Por eso, en Los ríos profundos, el universo racional se entremezcla con el mágico
superando la noción y división dicotómica entre ambas civilizaciones. El sustrato
del bilingüismo quechua-español y el esfuerzo de traducción en el texto no solo
problematizan el sentido, sino que pluralizan la enunciación del discurso. También
el canto y la danza desplazan, en algunos momentos, la narración. Y, por último,
autor, narrador y personaje se mezclan y confunden inexorablemente con los dioses
andinos en un peregrinaje sin fronteras ni rutas previstas.
1. LA C O N D I C I Ó N DE F O R A S T E R O
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El forastero andino representado en Los ríos profundos responde a varios tipos:
el foráneo, el profesional en los pueblos, el forastero de segunda generación y
el trotamundos ya sea blanco o indio. El forastero en su acepción de foráneo o
extraño es el viajero ocasional que se encuentra de paso en otro pueblo, de visita en
las ciudades para atender asuntos personales, negocios y trámites administrativos,
así como el litigante de tierras en busca de abogados y de justicia en las cortes para
3 Un lugar de tránsito, pero nunca de residencia, como los hoteles, hospitales, estaciones de transportes y
aeropuertos en la narrativa moderna y posmoderna (Clifford 1997: 17).
4 Manejamos la edición de la Editorial Horizonte (1983). Todas las referencias remiten a dicha edición.
pequeños casos o para juicios dilatados que, a veces, duraban varias generaciones
en pleito. El chalhuanquino don Joaquín, en Abancay, personifica a esta clase de
forasteros litigantes. Llega a la ciudad en caballo, viste «con aspecto de hacendado
de pueblo», contrata los servicios de un profesional en leyes con quien, además,
se toma unas cervezas para celebrar el encuentro y, después de haber conseguido
un abogado que «sabe más que un tinterillo», planea estrategias de cómo derrotar
a su enemigo, «un hacendado grande»: «Le quitaré el cuero. ¡Ahora sí! Como el
cernícalo cuando pedacea al gavilán en el aire» (37).
Es sabido que en los pueblos los profesionales pertenecen al grupo de
forasteros. Pueden ser blancos o mestizos, pero ninguno de ellos es indio. Vienen
de muchos lugares y están a cargo de la prestación de servicios básicos en las áreas
de comunicación, educación, salud, administración de control policial, judicial y
político. En la novela se capta esta realidad con detalle. El comentario que Ernesto
hace sobre el pueblo de Huancapi refleja el contraste racial que hay entre los indios
nativos y los forasteros no indios, aunque todos habiten en casas edificadas con
el mismo estilo arquitectónico: «Todas las casas tienen techo de paja y solamente
los forasteros: el juez, el telegrafista, subprefecto, los maestros de las escuelas, el
cura, no son indios» (31). Además, es importante resaltar que los nativos nunca
consideran a los sacerdotes como forasteros. Solo Ernesto lo hace, y a lo largo de
la novela a nadie más se le ocurre pensar que los curas son igualmente forasteros.
Por el contrario, son bienvenidos, llamados y aclamados como los representantes
de Dios en la tierra. El padre Linares tiene fama de «santo predicador» y el
hermano Miguel, a pesar de no ser más que un «negro maldecido» para Lleras, «el
estudiante más tardo del colegio», cuenta con el respaldo de la gente, en especial
de «las beatas y las señoras» que rezan por él, porque «[ajunque sea negro tiene
hábito» y ofenderlo es ofender a Dios.
El verdadero arquetipo de forastero andino lo constituyen tres personajes:
Gabriel, Ernesto y Jesús Warank'a Gabriel. Los dos primeros -padre e hijo- son
racialmente blancos y el último, indio. Gabriel proviene originalmente de la ciudad
del Cusco, «donde nació, estudió e hizo su carrera» de abogado. Entiende, pero
no habla quechua. En cambio, su hijo Ernesto, estudiante interno en un colegio
de Abancay, es bilingüe en quechua y español. Jesús solo habla quechua, viste
«como los indios de Andahuaylas» y desempeña el oficio de cantor religioso que
acompaña al «kimichu de la Virgen de Cocharcas», músico peregrino que está
encargado de pedir limosnas visitando pueblos y ciudades, donde «toca chirimía»,
y «su ingreso a las aldeas se convierte pronto en una fiesta» (159). Al margen de
cualquier rasgo que pueda separarlos o acercarlos, lo que estos personajes tienen
en común es su condición de «forasteros recién llegados», mientras se quedan por
un tiempo en algún lugar, y de viajeros que, de paso por tambos, chicherías, aldeas
y ciudades, conocen cientos de pueblos andinos y el repertorio de sus canciones.
Gabriel «abogado de provincias, inestable y errante», representa de manera precisa
al forastero no indígena, cuya imagen escurridiza y contradictoria escapa a cualquier
intento de estratificación social: «Su aspecto era complejo. Parecía vecino de una
aldea; sin embargo, sus ojos azules, su barba rubia, su castellano gentil y sus
modales, desorientaban» (35). Además, lo mismo que al resto de forasteros, «le
gustaba oír huaynos; no sabía cantar; bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo,
a qué comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto» (27-28). Jesús anda de
cantor peregrino «por el mundo entero». Reconoce de inmediato «los nombres
de veinte pueblos distintos», ubicándolos en su memoria con la facilidad de un
hombre que sabe y conoce de primera mano el lugar de origen, los datos del
compositor y los detalles que motivaron la composición de numerosas canciones
quechuas difundidas durante las visitas de parroquianos a las chicherías.También
Ernesto, hijo de un cusqueño trotamundos, canta en sus viajes «huaynos que
jamás se había oído en el pueblo [ . . . ] huaynos de Querobamba, de Lambrama,
de Sañayca, de Toraya, de Andahuaylas» (29-30), frecuenta las chicherías para
escuchar música y enterarse de las novedades, asume la identidad de forastero
de segunda generación y, en el microcosmos social que es el colegio, no solo
representa a este sector de la población andina en crecimiento, sino que él mismo
se ha ganado la fama de «forastero melancólico», «tocado», «vagabundillo» y
«cantador de jarahuis».
Según la percepción de Ernesto y el resto de viajeros errantes, el mundo
andino está poblado por ciudades hostiles y pueblos cautivos, «cuyos vecinos
principales odian a los forasteros». En Pampas, los forasteros se sienten «cercados
por el odio» de vecinos importantes. Aunque estén de regreso a su ciudad nativa,
como en el caso del padre de Ernesto, al Cusco llegan de noche, con el temor de
ser reconocidos y «de tener apariencia de fugitivos», para irse al día siguiente muy
temprano, porque sufren, a menudo, el maltrato de un paisano o de algún familiar
cercano al «recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar» (13).
Abancay, ni «ciudad ni aldea», es «un pueblo triste» y, como Ernesto en el colegio,
«cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda» (34) que no le permite crecer
en ninguna dirección. Dotado de un río que corre «juntito al pueblo», Chalhuanca
sería el único lugar con gente que, de acuerdo a lo que dice don Joaquín, acepta y
quiere al foráneo. Pero, el abogado Gabriel tampoco pudo establecerse aquí, sino
continuar viaje a Coracora. En realidad, para el forastero, en la novela, no existe
la opción de fijar residencia permanente ni en su ciudad natal ni fuera de ella. Si
los pueblos extraños le desesperan en momentos tensos, el retorno a su lugar de
origen le es definitivamente insoportable. Como recién llegado, mientras consigue
nuevas amistades, siente la ausencia de los suyos y, «después del cansancio» que da
el tratar de acostumbrarse a las particularidades de cada poblado o de influir para
modificarlas, la esperanza y la alegría resurgen de nuevo al momento de «empezar
otro viaje». Así, la única residencia perdurable del forastero es la memoria; su vida
no tiene presente ni futuro, si no está anclada en el recuerdo, recuerdo que no debe
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confundirse con el pasado ni con el tradicionalismo arcaico. El forastero es el más
innovador y menos conservador de los andinos. Se define por oposición al nativo,
5 Vargas Llosa llama a este mecanismo «refugio interior» en el pasado o la «utopía arcaica personal» (Vargas
Llosa 1996: 1 8 0 - 1 8 2 ) .
al grupo social que en general se aferra por mantener el sistema tradicional andino.
Sin embargo, la comprensión de aquello que experimenta es posible solo mediante
la comparación y la aplicación del paradigma cultural que trae desde su lugar de
origen. Ernesto ve el mundo tomando siempre como referencia Lucanas, su «aldea
nativa». Ríos, montañas, campanas, indios y la gente con la que se encuentra en
su peregrinaje adquieren significado cuando los relaciona con el pequeño río, el
poderoso Apu K'arwarasu y la modesta campana de su tierra, con «don Maywa,
don Demetrio Pumaylly, don Pedro Kokchi», pero también con las jóvenes indias
«Justina o Jacinta, Malicacha o Felisa».
2. EL P E R E G R I N A J E DEL F O R A S T E R O
6 Antonio Urrello distingue tres etapas en la formación del niño-héroe como arquetipo en las obras de
Arguedas: la separación, la iniciación y el retorno. La primera tendría que ver, en el caso de Ernesto, con «su
condición de huérfano, su soledad, su desgarrado tono de exilado»; en la segunda «el personaje se empapa de
las esencias del mundo andino a la vez que desarrolla sus características arquetípicas»; y la última «comprende
el regreso desde el centro del mundo, lleno de los grandes poderes que le permitirán la última fase del ciclo
de aventuras» (Urrello 1974: 1 0 1 , 1 4 3 ) . Según este esquema la peregrinación termina en el Cusco.
El impacto del Cusco como santuario de los incas hace que por lo
menos uno de los tantos viajes del forastero Ernesto adquiera el significado de
peregrinación. El Cusco durante el Imperio de los incas era el centro del universo
de los cuatro suyos, el corazón administrativo, político y religioso. En este espacio
sagrado de observaciones solares y ceremonias como el Inti Raymi, cuyo rito
marcaba el solsticio de verano, se congregaban curacas locales que, sometidos
al poder del Inca, veían con resignación o quizás resentimiento a sus ídolos
secuestrados y a sus hijos reclutados para el entrenamiento oficial en las escuelas.
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La belleza y riqueza de la ciudad eran envidiables. Los españoles la vieron al
principio con repugnancia y admiración a la vez. La admiraban por sus fortalezas,
la arquitectura, y la cantidad de oro que poseía, pero les repugnaban las momias,
todos los ídolos, supersticiones y creencias de sus pobladores. Pronto se dieron
cuenta, también, de su estratégica ubicación, razón por la cual, olvidándose de
la idolatría que creían ver, la volvieron a fundar como ciudad colonial, en 1534,
sobre la base de las murallas de piedra, para ocuparla de inmediato y explotar sus
fértiles tierras, la mano de obra indígena y los recursos mineros que se extendían
desde Huancavelica hasta Potosí. El Cusco colonial experimentó un crecimiento
económico rápido. Se convirtió en una ciudad de inmigrantes. Atraía sobre todo
a los indígenas que iban a ganarse la vida, evadir la mita o simplemente a resolver
problemas personales (Wightman 1990: 103-104). Los indios de la época en que
Ernesto llega seguían venerándola. En sus muros se repetía el eco «del propio
pecho del viajero» que, de paso, en la «pampa de Anta, a cinco leguas», se detenía
y se persignaba al oír el repique de la María Angola, la campana encantada del
Cusco, hecha de oro «como para que la voz de las campanas se eleve hasta el cielo;
y vuelva con el canto de los ángeles a la tierra» (20). Ernesto también visita la
catedral del Cusco y dialoga con las piedras de los muros incaicos a las que llama
«yawar rumi», porque hierven «por todas sus líneas» como «los ríos en el verano»
y porque cada «piedra habla». Sin embargo, la ciudad en la que, por referencias del
padre, había imaginado ser feliz, le atemoriza y oprime el corazón: «El rostro del
Cristo, la voz de la gran campana, el espanto que siempre había en la expresión
del pongo, ¡y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu»
(25).
El sentido de peregrinaje no solo depende del prestigio sagrado que
tiene el santuario al que se acude -Cusco, La Meca, Jerusalén o Santiago de
Compostela-, sino del esfuerzo que el individuo realiza para vencer los obstáculos
hasta llegar, generalmente andando, a un determinado lugar dotado de un alto
grado de significado mítico y en cuyo espacio le es posible encontrar, debido a
la fe en su propia creencia, una forma de establecer contacto con lo sobrenatural.
En la parte más alta, peligrosa y difícil de los caminos andinos de herradura
7 «El Cusco se convirtió en un lugar de leyenda increíble, solo similar al de aquellas ciudades orientales
que describen los cuentos de "Las mil y una noches" [...] Por las calles del Cusco transitaban elegantes
cortesanos, con atuendos polícromos de fina lana y algodón seleccionado, a veces con mantos cubiertos con
plumas escogidas de pájaros extraños de la selva; algunos de ellos en literas, cargados por subditos y seguidos
por sus mujeres y quizá su guardia personal y sus sirvientes» (Lumbreras 1972: 129).
se encuentran, cuidadosamente colocadas, apachetas llenas de ofrendas, grutas
milagrosas y cruces de piedra o madera. A todas ellas hay que encomendarse desde
la sima de las montañas, antes de empezar a subir la cuesta para que, con sus
poderes limpien las asperezas del camino, alivien el cuerpo de cualquier malestar
de altura y disipen las nubes que amenazan con derramar tormentas. Cuando, por
suerte, se ha llegado sin novedad a la cumbre de los temibles cerros, a la residencia
sacralizada de estos seres, queda agradecerles, dejar ofrendas en gratitud por la
ayuda espiritual que ha posibilitado el ascenso y permitido llegar hasta su morada.
Por tanto, todo viaje, a pie o a caballo, para el hombre andino no deja de ser un
peregrinaje, un ritual de comunión con sus dioses. Aparte de los numerosos viajes
realizados y de la experiencia cusqueña con las piedras incaicas que hablan, hierven
y parecen moverse, Ernesto retoma el peregrinaje de varias horas de camino a
orillas del río Pachachaca, se comunica con sus aguas que le liberan y ahuyentan
los temores para sobrevivir la tensión provocada por las relaciones violentas en el
internado del colegio. Inclusive le pide a uno de sus compañeros íntimos que le
acompañe: «Vamos al río, Markask'a [ . . . ] . El Pachachaca sabe con qué alma se
le acercan las criaturas; para qué se le acercan» (133). En momentos difíciles, se
siente muy cercano a él, le habla de doña Felipa, de sus amigos, y hasta cree que
el río, el «Apu Pachachaca», le «conoce», protege y ayuda: «Y tú, ¡río Pachachaca!,
dame fuerzas para subir la cuesta como una golondrina» (136).
3. LA I N I C I A C I Ó N U R B A N A
DEL F O R A S T E R O DE ALDEA
1983 Los ríos profundos. En Obras completas. Tomo III. Lima: Editorial Horizonte.
CLIFFORD, James
1997 Routes: TravelandTranslation in theLate Twentieth Century. Cambridge/London:
Harvard University Press.
FLORES GALINDO, Alberto
1976 «Túpac Amaru y la sublevación de 1780». En Alberto Flores Galindo (editor).
Sociedad colonial y sublevaciones populares: Túpac Amaru 1780. Lima: Retablo de
Papel Ediciones.
URRELLO, Antonio
1974 José María Arguedas: el nuevo rostro del indio. Lima: Juan Mejía Baca.