La sentencia masculina¿Qué encierra la frase/sentencia “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”36 proferida por D. Piña cuando se disponía a terminar con la vida de Karina del Pozo? De las múltiples connotaciones que se pueden encontrar a esta funesta frase, quiero ensayar una línea de interpretación articulada a la configuración normativa de la masculinidad, para luego vincular a ésta con la naturalización de la violencia machista expresada en el manejo inapropiado de la violencia de género en los medios de comunicación, y finalizar luego con las implicaciones que reportan para la humanidad de los varones y de las masculinidades la no criticidad y pervivencia de la violencia sexual como uno de los principios rectores de la sexualidad masculina. Empecemos pues deconstruyendo la frase “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”.En primer lugar, la expresión “¿quieres ver?” nos remite al carácter visual y “agórico” de la virilidad. Por “agórico”, forzando el español, me refiero a la dimensión teatral de la virilidad, la misma que debe ser probada utilizando todos los recursos disponibles, puesto que ella misma encierra los límites y carencias del proyecto masculinista. Efectivamente, la masculinidad es un sistema de organización de la sexualidad y el género que, además de requerir del control y subordinación de lo femenino, necesita de la confirmación pública, de la validación entre pares, y si todo esto es visual mucho mejor. Desde los deportes de competencia, hasta la sujeción total de las mujeres, la virilidad requiere mostrarse, tanto como debe la masculinidad normativa hacer público el control de lo femenino. Y D. Piña, ocupando su lugar teatral en el ágora, despliega su potencia/carencia viril disponiendo de la vida “insignificante” de una mujer: el ritual de la virilidad se ha cumplido, el orden masculino alterado por una mujer que desafía las exigencias sexuales de la masculinidad ha vuelto a su lugar; y ha vuelto a su lugar frente a testigos masculinos que así se confirman como tales.En segundo lugar, la expresión “cómo se mata”, alineada con la prueba viril, revela la experticia requerida para ejercer la condición más lamentable de la masculinidad, cual es el uso y disposición de los cuerpos y vidas de las mujeres, de lo femenino y de los cuerpos feminizados. Ser masculino, en términos normativos, implica una serie de exigencias y protocolos de cumplimiento obligatorio. Y en el extremo de esa cadena de requerimientos, lo que se exige de la masculinidad normativa es eficacia en el control total de aquello que la puede poner en riesgo. Ser “mandarina”37 no solo supone dejar entrever una flexibilización o alteración de los roles de dominación entre hombres y mujeres; implica la incapacidad de mostración pública del ejercicio de la masculinidad, y esa incapacidad se condena con la sanción simbólica que puede ir desde una asociación con lo débil y lo frágil hasta con el mote de “maricón”, contra el cual todas las reglas del orden sexual se ponen en juego. Finalmente, la expresión “a una putita”, revela toda la descalificación a la mujer que es capaz de decidir y administrar su propia sexualidad. En el relato periodístico,38 Karina del Pozo habría tenido relaciones sexuales con el dueño del departamento la noche de la fiesta que precedió al femicidio. En cierta jerga masculina y serrana, la palabra “chullona” describe a la “mujer fácil” y “disponible”, que escoge a sus parejas sexuales. Esta expresión de sanción moral no está muy lejana a la de ninfómana, con la cual el saber mítico/patriarcal juzgaba la autonomía sexual, escondido detrás del cientificismo psicológico (Laqueur, 1994). Y es que Karina del Pozo desafía la regla masculina, por la cual la “chullona” está a disposición de todos los masculinos. El relato periodístico nos dice que Karina, dentro del auto, se resistió a los manoseos de sus futuros asesinos, y ese rechazo le valió los improperios y descalificaciones que, como toda violencia psicológica, escala hasta llegar al punto de la extinción de la vida.El placer en el control y en la disposición de la vidaPor todo lo dicho hasta ahora, el femicidio de Karina del Pozo, como el de todas las mujeres, y el de todos los cuerpos femeninos y feminizados, es un ágora en el que, a la voz de “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”, la masculinidad se erige como rectora de la vida, y en donde la existencia de los cuerpos de las mujeres, los cuerpos femeninos, e incluso los de las masculinidades disidentes como los trans e intersex, entran en una precariedad total. En ese sentido, “¿quieres ver cómo se mata a una putita?” revela dos de los rasgos más perturbadores y entrelazados de la masculinidad normativa. El primero tiene que ver con el surgimiento mismo de la masculinidad como proyecto angustioso, no acabado, que requiere de una serie de constantes artilugios para validarse. Horowitz (1989), siguiendo a la interpretación freudiana de la sexualidad, ha planteado que tanto la masculinidad como la feminidad contienen un principio de represión básica por el cual el cuerpo y su polisexualidad se encuentran sublimados/reprimidos en la heterosexuación y en las políticas binarias del deseo. Sobre esta represión básica el mismo autor, en diálogo con Marcuse (1969), señala que opera la represión excedente, que es la que obligatorio. Y en el extremo de esa cadena de requerimientos, lo que se exige de la masculinidad normativa es eficacia en el control total de aquello que la puede poner en riesgo. Ser “mandarina”37 no solo supone dejar entrever una flexibilización o alteración de los roles de dominación entre hombres y mujeres; implica la incapacidad de mostración pública del ejercicio de la masculinidad, y esa incapacidad se condena con la sanción simbólica que puede ir desde una asociación con lo débil y lo frágil hasta con el mote de “maricón”, contra el cual todas las reglas del orden sexual se ponen en juego. Finalmente, la expresión “a una putita”, revela toda la descalificación a la mujer que es capaz de decidir y administrar su propia sexualidad. En el relato periodístico,38 Karina del Pozo habría tenido relaciones sexuales con el dueño del departamento la noche de la fiesta que precedió al femicidio. En cierta jerga masculina y serrana, la palabra “chullona” describe a la “mujer fácil” y “disponible”, que escoge a sus parejas sexuales. Esta expresión de sanción moral no está muy lejana a la de ninfómana, con la cual el saber mítico/patriarcal juzgaba la autonomía sexual, escondido detrás del cientificismo psicológico (Laqueur, 1994). Y es que Karina del Pozo desafía la regla masculina, por la cual la “chullona” está a disposición de todos los masculinos. El relato periodístico nos dice que Karina, dentro del auto, se resistió a los manoseos de sus futuros asesinos, y ese rechazo le valió los improperios y descalificaciones que, como toda violencia psicológica, escala hasta llegar al punto de la extinción de la vida.El placer en el control y en la disposición de la vidaPor todo lo dicho hasta ahora, el femicidio de Karina del Pozo, como el de todas las mujeres, y el de todos los cuerpos femeninos y feminizados, es un ágora en el que, a la voz de “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”, la masculinidad se erige como rectora de la vida, y en donde la existencia de los cuerpos de las mujeres, los cuerpos femeninos, e incluso los de las masculinidades disidentes como los trans e intersex, entran en una precariedad total. En ese sentido, “¿quieres ver cómo se mata a una putita?” revela dos de los rasgos más perturbadores y entrelazados de la masculinidad normativa. El primero tiene que ver con el surgimiento mismo de la masculinidad como proyecto angustioso, no acabado, que requiere de una serie de constantes artilugios para validarse. Horowitz (1989), siguiendo a la interpretación freudiana de la sexualidad, ha planteado que tanto la masculinidad como la feminidad contienen un principio de represión básica por el cual el cuerpo y su polisexualidad se encuentran sublimados/reprimidos en la heterosexuación y en las políticas binarias del deseo. Sobre esta represión básica el mismo autor, en diálogo con Marcuse (1969), señala que opera la represión excedente, que es la que obligatorio. Y en el extremo de esa cadena de requerimientos, lo que se exige de la masculinidad normativa es eficacia en el control total de aquello que la puede poner en riesgo. Ser “mandarina”37 no solo supone dejar entrever una flexibilización o alteración de los roles de dominación entre hombres y mujeres; implica la incapacidad de mostración pública del ejercicio de la masculinidad, y esa incapacidad se condena con la sanción simbólica que puede ir desde una asociación con lo débil y lo frágil hasta con el mote de “maricón”, contra el cual todas las reglas del orden sexual se ponen en juego. Finalmente, la expresión “a una putita”, revela toda la descalificación a la mujer que es capaz de decidir y administrar su propia sexualidad. En el relato periodístico,38 Karina del Pozo habría tenido relaciones sexuales con el dueño del departamento la noche de la fiesta que precedió al femicidio. En cierta jerga masculina y serrana, la palabra “chullona” describe a la “mujer fácil” y “disponible”, que escoge a sus parejas sexuales. Esta expresión de sanción moral no está muy lejana a la de ninfómana, con la cual el saber mítico/patriarcal juzgaba la autonomía sexual, escondido detrás del cientificismo psicológico (Laqueur, 1994). Y es que Karina del Pozo desafía la regla masculina, por la cual la “chullona” está a disposición de todos los masculinos. El relato periodístico nos dice que Karina, dentro del auto, se resistió a los manoseos de sus futuros asesinos, y ese rechazo le valió los improperios y descalificaciones que, como toda violencia psicológica, escala hasta llegar al punto de la extinción de la vida.El placer en el control y en la disposición de la vidaPor todo lo dicho hasta ahora, el femicidio de Karina del Pozo, como el de todas las mujeres, y el de todos los cuerpos femeninos y feminizados, es un ágora en el que, a la voz de “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”, la masculinidad se erige como rectora de la vida, y en donde la existencia de los cuerpos de las mujeres, los cuerpos femeninos, e incluso los de las masculinidades disidentes como los trans e intersex, entran en una precariedad total. En ese sentido, “¿quieres ver cómo se mata a una putita?” revela dos de los rasgos más perturbadores y entrelazados de la masculinidad normativa. El primero tiene que ver con el surgimiento mismo de la masculinidad como proyecto angustioso, no acabado, que requiere de una serie de constantes artilugios para validarse. Horowitz (1989), siguiendo a la interpretación freudiana de la sexualidad, ha planteado que tanto la masculinidad como la feminidad contienen un principio de represión básica por el cual el cuerpo y su polisexualidad se encuentran sublimados/reprimidos en la heterosexuación y en las políticas binarias del deseo. Sobre esta represión básica el mismo autor, en diálogo con Marcuse (1969), señala que opera la represión excedente, que es la que propiamente permite emerger a la masculinidad como negación de lo nutricio/materno y como opuesto a lo femenino y al deseo homosexual. Pero los “sentimientos que se reprimen perduran” (Horowitz y Kaufman, 1989: 75), y el sujeto masculino, que tanto reprime a la feminidad por saberla tan próxima a su cuerpo, no puede soportar convivir con un riesgo tan cercano de destitución de su esencia masculina (Zizek, 2001), esencia que finalmente es una condición privilegiada de poder. Pero este riesgo es constitutivo a la masculinidad normativa puesto que ésta no puede existir como tal por fuera de la relación especular y asimétrica de poder frente a lo femenino. Las resoluciones a este riesgo y el carácter perentorio de las mismas también son constitutivos de la masculinidad. Y la principal resolución opera en la prueba viril y en la consecuente violencia machista. De hecho, según Michael Kaufman (1989: 20-21), la violencia de género se explica en la “represión excedente” y en los subsiguientes dispositivos biopolíticos que promueven y ratifican la agresión excedente. La agresión excedente se encontraría transmutada en deseo y erotización y se encapsularían en la prueba viril como expresión de cómo la violencia machista totaliza la experiencia humana, es decir, en el ser y el conocer. Precisamente esto último es el segundo rasgo constitutivo de la masculinidad normativa que destaco: históricamente, al menos en lo que a Occidente se refiere, la sexualidad masculina ha estado asociada a “poseer y destruir” (Michel, 2000). Y esta asociación es la expresión de la tensión más importante en la masculinidad: la relación entre placer y poder. Gozar, disfrutar, disponer del cuerpo de otra persona, es lo que más ata a la masculinidad con relaciones de poder que se naturalizan placenteramente en los cuerpos, tanto de hombres como de mujeres. La sola escalofriante frase del femicida de Karina del Pozo “¿Quieres ver cómo se mata a una putita?” revela el carácter extremo de la relación entre placer y poder. Y es que la prerrogativa patriarcal por la cual el masculino dispone de la vida de las mujeres, de lo femenino y de los infantes, implica que la sexualidad masculina, concentrada en lo visual, en lo genital, y en lo fetichista, siempre ha estado asociada a la posesión y a la destrucción. El carácter erótico de la dominación, muy recreado en la pornografía, alcanza su punto más alto en el asesinato. Poseer y destruir, como una fatalidad y premisa de la subordinación, organiza la erótica heterosexuada y legitima en el placer el carácter de dominación de la masculinidad.El femicidio como un ágoraAhora bien, retomando la figura del ágora, el femicidio de Karina del Pozo recrea, de manera trágicamente teatral, la condición hegemónica masculina asociada a la prueba viril como garantía absoluta de la masculinidad.En dicha ágora los protagonistas no son hombres extraordinarios, con alguna condición sicológica que los hace proclives al asesinato. Este punto es importante destacarlo, puesto que uno de los atenuantes muy recurridos para eludir la responsabilidad en el delito suele ser una perturbación sicológica, resultado de una depresión o una condición familiar lamentable.39 Pues no; los femicidas fueron tres hombres jóvenes comunes y corrientes, que repotenciaban su masculinidad –el proyecto masculino siempre está en déficit– en la ocupación total del cuerpo de Karina del Pozo. Y lo hicieron frente a sí mismos, como pares, para corroborar el terror placentero de portar y ejercer la versión más absoluta y disoluta de la masculinidad normativa. Y entre los actuantes, destaco el rol del cómplice, del observador, del fetichista, que contempla erótica y homoróticamente –al fin y al cabo, el cultivo de la masculinidad tiene una fuerte carga homo– el despliegue viril. Este expectante, que como tal pretendió ser exculpado, ocupa el lugar de complicidad en el que este tipo de masculinidad se mueve y se legitima. Dicha complicidad se compacta, con la violencia del asesinato, en varios niveles: en el primero, el expectante azuza el ambiente de dominación, incluso con su posible mutismo previo al asesinato, pero el ambiente se carga de aprobación compartida. Esto, porque la virilidad nunca se resuelve en la soledad, aun en los casos muy individuales o de contemplación pública de los signos de la virilidad –como en el culto a la musculatura hiperbólica– la mirada atenta de la cultura y la de los grupos sociales inmediatos conducen la organización de la masculinidad hacia la consecución de la virilidad. En un segundo nivel, y reiterando en lo enunciado líneas arriba, la complicidad en el altísimo acto erótico que sella el poseer al destruir, es una complicidad contemplativa y homoerótica. Las alegorías a la mostración fálica implican desde la ansiedad por la observación del pene, hasta la constatación de la capacidad del control del cuerpo femenino. Y este es un escenario teatral en el que las miradas entre los protagonistas se entrecruzan en la búsqueda de la prueba viril. El tercer nivel de la complicidad tiene que ver con el silencio. El tejido social masculino está urdido de una suerte de alianzas secretas, asociaciones inauditas y secretos inexpugnables. Tanto si hablamos de la casual asociación entre hombres jóvenes que comparten un evento social, hasta las cualificadas e históricas asociaciones masculinas como los ejércitos, las logias, los clubes o los seminarios. Efectivamente, este tipo de asociatividad, activada histórica e institucionalmente para proteger y detentar cierto tipo de propiedad, conocimiento y poder, no es lejana de la que se produce cuando dos o más hombres se encuentran para mostrar y demostrar su virilidad. Es decir, en ambos tipos de tejido social, el control y distancia a lo femenino organizan y legitiman todos los silencios que pudiesen encubrir la ocupación y dominación de lo femenino. Este silencio es tan fuerte en la construcción discursiva, que carga de doble sociedades revelan cuán reprimidas están en ese plano, y cuán subordinado sigue estando el rol de lo femenino. En este contexto, el silencio del expectante es un silencio cómplice, no solamente aterrado puesto que él acompaña todo el proceso de vejación de Karina; por lo tanto, no hay atenuante en un posible shock producido por el asesinato; y no hay atenuante debido a que este tipo de masculinidad hegemónica se solaza en la fijación compartida por la destrucción. El ágora pública: los medios de comunicaciónEl caso de Karina del Pozo fue un ágora en el que el personaje principal que debatía su perpetuidad absoluta era la virilidad. Y fue un ágora pública en el momento en que, por efectos de la perseverancia de la familia, el caso rebasó los límites de la discreción de la investigación policial, la misma que reaccionó favorablemente ante la presión de los familiares, y ante la acción de los colectivos de mujeres y activistas feministas, para quienes el caso de Karina –como el de tantas mujeres víctimas– es una desgraciada oportunidad para denunciar al régimen patriarcal y machista, bajo cuyo gobierno se despoja de vida a los cuerpos de las mujeres, y a los cuerpos femeninos y feminizados. Además fue un ágora pública que permitió registrar las estrategias discursivas que los medios de comunicación adoptan para abordar este tema, tal como lo ha registrado con pertinencia el observatorio “Los derechos de las mujeres en la mira”, de la Corporación Humanas Ecuador.Pero no sólo en los medios tradicionales de comunicación encontramos estos registros. Semanas previas al femicidio de Karina del Pozo, el Gobierno difundió un spot televisivo que, reapropiándose de la frase fuerza de la campaña contra el machismo del 2010, “Reacciona Ecuador, el machismo es violencia”,40 la reutilizaba para combatir la drogadicción y el alcoholismo. En este spot, los rasgos de una mujer joven que bebía alcohol en exceso, que vestía una minifalda y una blusa escotada, eran presentados como expresiones de una conducta personal desenfrenada propicia para el abuso, que en este caso iba a provenir de un par de hombres jóvenes que, con una expresión de lasciva en sus rostros, la invitan a que ingrese en su auto. Algunos meses después, en septiembre del 2013, el exitoso programa ecuatoriano “Enchufe TV”, difundido por el canal de video YouTube, promocionó el sketch Viendo como chica en fiesta de salchichas.41 En esta pieza audiovisual, de 5’44’’ de duración, una mujer joven llega a una fiesta en la que sólo se encuentran hombres jóvenes; al llegar, las consideraciones y adulaciones de los varones para con la mujer gradualmente devienen en un ambiente asfixiante que a ella le llevan a refugiarse en el baño del departamento. Allí descubre a su amiga, que la había invitado a esa fiesta, sumida en el terror y el miedo que le producía ese grupo de hombres cuyas intenciones de encantarle y agradarle pasaron a asustarle. Ambas, en acto de valentía, logran huir del departamento, y en carrera al ascensor muestran sus rostros aterrados, mientras ellos las persiguen al tiempo que se van desvistiendo. Al llegar al ascensor, una de las mujeres constata que se olvidó su cartera: el desenlace es una disyuntiva para el espectador entre suponer que las mujeres dejarán olvidada su cartera y se librarán del acoso o, si víctimas de su vanidad y descuido, regresarán a por la cartera, símbolo de su feminidad y, en este caso, de torpeza. Este sketch recibió críticas muy puntuales en la página de YouTube, pero fueron más las expresiones verbales violentas que descalificaban la alerta hecha sobre la victimización a las mujeres y su cosificación. Todo esto a pocos meses de haber sucedido el femicidio de Karina del Pozo. Este sketch hasta la fecha ha recibido 4’563.817 visitas y no parecería que vaya a ser retirado, mientras el spot de la campaña de Estado finalmente fue sacado del aire, aunque en carta enviada por el entonces Secretario Nacional de Comunicación, Fernando Alvarado Espinel, se mostraba una sensibilidad ante la demanda de activistas por los derechos de las mujeres, “llamándolas la atención” por no protestar ante otros productos comunicacionales –como las telenovelas– que también incurren en estereotipos sobre las mujeres. Más allá de la polémica que puede haber despertado la reacción del funcionario de Estado, hay que destacar la fuerza de la opinión pública, básicamente mujeres y activistas feministas que a través de las redes sociales se activaron para exigir, en el contexto del femicidio de Karina del Pozo, respeto a la dignidad de las mujeres, y atención de los poderes públicos y de la sociedad en general, hacia los casos de violencia de género y de asesinato de mujeres por el hecho de ser mujeres. En este contexto la sociedad civil logra que el Estado incorpore en el Código Integral Penal –en ese momento en debate– la figura del femicidio en estos términos: “La persona que, como resultado de relaciones de poder manifestadas en cualquier tipo de violencia, dé muerte a una mujer por el hecho de serlo o por su condición de género, será sancionada con pena privativa de libertad de 22 a 26 años”.43Masculinidad, medios de comunicación y naturalización de la violenciaHacia inicios del año 2000, Pierre Bourdieu (2000) destacaba un hecho cultural atávico para la masculinidad: ésta, al igual que la dominación que le es consustancial, se encuentra tan naturalizada que en las relaciones más cotidianas nos resulta inaudito –o casi imposible– considerar que sea un dispositivo cultural/ideológico/político que hunde sus raíces en la heterosexuación de los cuerpos y, más allá, en la distribución asimétrica de las relaciones de poder.Y es que esta naturalización se recrea constantemente, y las instituciones que crean las sociedades se ocupan con denuedo de cuidar que los cuerpos transiten y existan sólo dentro de los márgenes de esas políticas heterosexuadas. En términos contemporáneos, una de las instituciones que se ha ocupado de fijar el sentido heteronormado en los procesos de información y comunicación masivos, la conforman precisamente los medios de comunicación. Estos, en su 42 Ver http://fernandoalvaradoespinel.com/reacciona-ecuador. 43 Ver Código Orgánico Integral Penal (COIP), Art. 141. 65 gran mayoría y de manera canónica, recrean en prensa, radio, televisión y medios digitales estereotipos de un tipo de masculinidad hegemónica a partir de la cual se organiza el entramado social, cultural e ideológico. Telenovelas, filmes de acción, publicidades o revistas semanales, por ejemplo, insisten en la difusión de un tipo de masculinidad que, aunque matizada en sus roles tradicionales de procreadora, proveedora y protectora (Gilmore, 1997), se recrea en la mostración viril como eje de organización simbólica. La publicidad sobre todo ha sido extremadamente hábil para metamorfosear la centralidad fálica en los objetos más disímiles como cosméticos, desodorantes, brochas de pintura o tuberías, por ejemplo (González Requena, 1999). Y aunque la centralidad fálica esté difuminada, con frecuencia la narración mediática tiende a reforzar el vínculo entre imagen masculina, control y poder. Hasta antihéroes como Homero Simpson, que con frecuencia aparece como un hombre emasculado por motivos físicos, intelectuales o psicológicos, organizan y completan el espacio visual y narrativo a partir de su sola presencia y enfatizando con frecuencia la negación de toda posibilidad de “contaminación” con lo femenino. Esa negación de lo femenino es consustancial al principio activo/pasivo, por el cual lo masculino/activo tiene todas las prerrogativas, mientras que lo femenino/pasivo es una fatalidad destinada al servicio. En esas condiciones estructurales de la masculinidad, ser masculino es de suyo una prerrogativa que habilita al sujeto que la porta a decidir sobre el destino y la vida de lo femenino y de los infantes.Ya John Berger (2000) indagó cómo las representaciones de la masculinidad y la feminidad en la tradición artística occidental se extendían a los medios de comunicación contemporáneos, al posicionar a la feminidad como el cuerpo y lugar obligado a la belleza, al servicio y a ser ocupada, mientras que para la masculinidad, belleza y servicio son opciones en tanto que la ocupación es un destino ineludible. Para Berger, el principio fálico de la representación visual en los medios de comunicación reside en que lo masculino ocupa todo el espacio de la representación, mientras que lo femenino requiere ser completado, ocupado, sitiado por la mirada masculinizante.En ese sentido, Carlos Lomas y Miguel Arconada (2003) realizan una investigación detallada y potente de cómo se construyen y reproducen los modelos masculinos hegemónicos en los medios de comunicación. Parten del principio de que el lenguaje juega un papel importante en la regulación de las conductas humanas, y que los textos culturales y las políticas de representación en los medios utilizan el lenguaje para ratificar los lugares de supremacía de lo masculino y de subordinación de lo femenino. De esta manera, los autores señalan que en la publicidad lo que menos importa es el objeto publicitario cuanto las circunstancias, evocaciones y pulsiones que se vinculan al objeto. Así, el valor de uso práctico no es tan importante como el valor de cambio simbólico. En esa lógica, la jerarquía y asimetría de los géneros se naturaliza, del mismo modo como se encuentra naturalizada y narrativizada la dominación masculina en los supuestos ideológicos del progreso de la civilización, como dominación sobre la naturaleza –que histórica y culturalmente se ha construido como lo 66 femenino y lo pasivo–; por tanto, como preeminencia –y destino– de lo activo sobre lo pasivo, de lo masculino sobre lo femenino (Bourdieu, 2010).Y es que los medios de comunicación, al insistir en el sexismo, naturalizan el fetichismo y la cosificación de todos los cuerpos, pero sobre todo los de las mujeres: la parte representa el todo que debe ser troceado y devorado. De hecho, la primacía de lo genital en esas representaciones de la sexualidad devalúa la totalidad del cuerpo. Esto deviene en que lo femenino se consolida como una dupla innegociable entre lo reproductor y lo placentero –madre/puta–. Esta fijación se abstrae y se mistifica (Lomas y Arconada, 2003).Es así cómo de esta dupla se generan dos mecanismos presentes en la gestación de la pornografía, que es un dispositivo de control contenido en la enunciación de la palabra “puta”, por parte del femicida. De hecho, cuando el femicida anuncia “¿quieren ver cómo se mata a una putita?”, su gesto viril se encuentra dentro de los límites del discurso pornográfico. En dicho discurso, dos mecanismos recrean la lógica masculina normativa de apropiación de los cuerpos de las mujeres. El primer mecanismo tiene que ver con la fijación; ésta atiende a la preocupación y concentración en ciertas partes del cuerpo. Preocupación y concentración que tienen que ver con la fascinación hacia el cuerpo femenino en tanto anhelo y melancolía ocultos del objeto de amor, de placer y nutricio; y con la ansiedad de castración que exige la reafirmación de la dupla activo/pasivo (Mulvey, 2001). El segundo mecanismo tiene que ver con el fetiche, en tanto forma privilegiada de la fijación, que afecta más a los hombres; evoca el terror a la castración; fantasea, en suposición, con la represión de la pasividad y la consolidación de la actividad y de lo activo (Mulvey, 2001). Estos dos mecanismos devienen en la cosificación del cuerpo de las mujeres que, en los medios de comunicación, se expresa como el amor de los hombres a la mujer cosificada; la fascinación por lo reprimido –la pasividad–; la intrusión de la estimulación erótica en la cotidianidad, y la degradación de la mujer y la reducción de su totalidad a las partes erótico/genitales (Mulvey, 2001).En ese sentido, “¿quieren ver cómo se mata a una putita?” reclama el lugar predominante y violento de lo visual en el discurso fetichista y pornográfico de la masculinidad. Dicha frase es una expresión extrema del vínculo entre la cosificación de la mujer y el discurso pornográfico: fijación del objeto de deseo sexual como objeto de temor y de deseo; ansiedad por la castración y fascinación ansiosa por la sexualidad coital; fascinación por el tabú –por lo reprimido– y por la represión excedente; resolución ilusoria de la inseguridad masculina, y latencia de la agresividad excedente –muerte y desmembramiento– en tanto, calma la ansiedad y aumenta la autoestima (Horowitz y Kaufman, 1989). Por lo tanto, en esta línea son pertinentes las afirmaciones de Horowitz y Kaufman, cuando señalan que la sociedad es fetichista, de represión excedente, de comercialización, patriarcal, capitalista y de excedente represivo: “Ésta es la fuente primordial de degradación sexual de la mujer y de la represión excedente de toda la humanidad” (Horowitz y Kaufman, 1989: 98). Y es aún más pertinente esta afirmación cuando recordamos que, vía los medios de comunicación, no sólo aprendemos a ser masculinos, sino que nos formamos como parte de la 67 misma masculinidad, que luego nos ata y nos obliga.Lo que apunta Bourdieu, en la misma frecuencia que los teóricos de las masculinidades desde los años 90 (Carabí y Armengol, 2008), es que no historizar la masculinidad implica, por un lado, seguir desproveyendo al conocimiento científico y al análisis social y cultural de elementos de criticidad relevantes; y por otro, dicha negación naturaliza las relaciones de poder entre géneros perpetuando la subordinación de las mujeres y de lo femenino (Bourdieu, 2010). Por el contrario, historizar la masculinidad supone reconocer que la misma presión normativa fragmenta a la masculinidad hegemónica generando distintas masculinidades, o que por razones antropológicas o como consecuencia del impacto de las luchas de las mujeres existen formas variadas de ser masculino (Gutmann, 1998); pero que aun en las masculinidades más emasculadas, los privilegios subsisten, y la mirada histórica y crítica debería permitir reconocer que tales privilegios no están por fuera de relaciones de poder entre los géneros que se han construido histórica y culturalmente.Enfrentar estas condiciones atávicas de la masculinidad exige el desarrollo de códigos de ética, y de pactos éticos en el manejo de la información por parte de informadores, periodistas, comunicadores y medios de comunicación. Sobre la falta de esos códigos y pactos éticos, el observatorio “Los derechos de las mujeres en la mira” da buena cuenta. Su trabajo en periódicos de alcance nacional revela que la falta de información documentada, el recurso a adjetivaciones fáciles y clichés, o aun el manejo sensacionalista sobre la violencia de género, son condiciones estructurales también de una sociedad que ha naturalizado la violencia machista como forma ideológica de relación entre los géneros. Los datos que arroja el observatorio bien podrían servir para emprender estudios de la representación de la masculinidad en los medios. Y quizá la hipótesis casi tautológica que utilizaríamos sería la de entender que el problema más importante con la violencia de género es su legitimación, y que los medios de comunicación no sólo juegan un papel importante en la difusión y ratificación de estereotipos sexistas y machistas, sino que, concomitante a lo anterior, los legitiman naturalizando así una cultura machista, basada en la subordinación de la mujer, los cuerpos femeninos y los cuerpos feminizados.De crimen pasional a violencia de género: la impunidad masculina en los medios de comunicaciónA propósito del femicidio de Karina del Pozo, los medios volvieron a recurrir, directa o indirectamente, a la figura del “crimen pasional”. Esta construcción discursiva subyacía en los relatos de los medios de comunicación para describir un escenario de ensañamiento, en el que confluyen la convivencia íntima, la sexualidad y la desproporción de las reacciones personales y subjetivas. Las figuras “conviviente”, “joven modelo”, “celoso/a”, o “estados alterados”, han sido muy utilizadas por los medios de comunicación para recrear ambientes en los cuales suceden los “abismos más oscuros del alma”.44 Incluso en los actuales 44 Ver http://www.hoy.com.ec/noticias-ecuador/caso-karina-del-pozo-todas-las- versiones-hablan-de-horror-577262.html. 68 relatos periodísticos, el calificativo de “presunto” –una vez juzgado y sentenciado un culpable– revela un encubrimiento sostenido no sólo del mismo hecho violento, sino de las condiciones de subordinación de la víctima y de las prerrogativas más perniciosas del agresor. Justamente, es sobre esto último que se construye el relato periodístico más canónico. La expresión “crimen pasional” esconde la legitimidad violenta en la que se mueve este tipo de masculinidad. Es más, “crimen pasional” parecería legitimar la reacción del varón ante el deshonor, el abandono o la traición proferida por la protagonista femenina, o por el cuerpo feminizado. En ese sentido, “crimen pasional” es una expresión de la impunidad consustancial a la masculinidad. La impunidad es un largo y ancho velo que no tanto opera como veladura entre el sujeto masculino y su entorno, sino como un filtro que permite medir cuándo se es responsable sin afectar el núcleo activo/pasivo de la masculinidad. Impunidad por la cual la masculinidad se autoriza a despreocuparse tanto por la responsabilidad con la vida más cotidiana como con los efectos del ejercicio violento de la misma masculinidad. Los atenuantes que los abogados de los femicidas proponen en el caso de Karina del Pozo, no están tan alejados de esa política del irrespeto y descuido de la vida cotidiana, o del consentimiento de las pequeñas y grandes irresponsabilidades e inhabilitaciones de los sujetos masculinos, por el sólo hecho de serlo.Es en ese contexto de impunidad que se explica la expresión “crimen pasional”: “no es mi culpa”, “no quise hacerlo, estaba fuera de mí”, “ella me condujo a hacerlo”, son recursos discursivos/ideológicos/políticos que, con todas las distancias y variaciones, se aproximan a la irresponsabilidad con el cuidado y legitiman a un masculino que, para las tareas más pequeñas y domésticas, es un inepto, pero que para los actos del despliegue viril está altamente cualificado. Así se naturaliza la dominación masculina. De ahí que el paso de la figura de “crimen pasional” a la de violencia de género y/o femicidio, permita desarrollar elementos críticos que asignen a los hombres y a sus masculinidades las responsabilidades debidas en la subordinación de lo femenino, y permitan ubicar límites a la masculinidad. De lo contrario, los hombres y sus masculinidades hacen uso de uno de sus prerrogativas más punzantemente generalizadas: no darse cuenta, no tomar conciencia, no reconocer responsabilidades con lo cotidiano. Y es que el uso de la frase “crimen pasional” justamente invisibiliza el grado de responsabilidad de la masculinidad, mientras que las expresiones “violencia de género” o “femicidio” podrían convocar a una mirada más atenta sobre la participación protagónica de la masculinidad en la cultura de la violación.45Posibilidades de crítica a la masculinidad normativaKarina del Pozo muere por negarse a brindar placer, es decir, por negarse a ser una mujer “disponible”. Ella es ejecutada por hombres que asumen que la vida de esos cuerpos y que el destino de esas vidas reposan en la voluntad masculina. La ejecución de ese destino perenniza la prueba viril. Para Kaufman (1989), este tipo de violencia se despliega inevitablemente en una tríada: contra las mujeres, contra otros hombres y contra uno mismo. En el primer momento, la violencia contra las mujeres expresa la fragilidad, la impotencia, y la inseguridad masculinas frente a la mujer. Para la masculinidad normativa, la mujer es la zona obscura, lo indecible, lo imposible de asir, el ser misterioso que tanto seduce como amenaza. La violencia contra otros hombres puede expresarse, por ejemplo, en la mostración viril que desplegaron los femicidas. La competencia, la agresión, la violencia, circulan entre los femicidas como un pacto homosocial (Kosofsky, 1998) que excluye a lo femenino y que lo condena a la sujeción total. En ese sentido, la violencia contra las mujeres demanda la complicidad y la correspondencia hacia la prueba viril. Complicidad y correspondencia que exigen que los hombres se deshumanicen al compensar el horror de la violencia en el placer del poder.La violencia contra sí mismos, como en el caso de los femicidas, expresa que estos hombres despliegan un ego masculino como único marco de referencia vital; que han eliminado el diálogo, la paciencia y el respeto como canales de entendimiento de su violencia; que han entronizado al pene como eje de poder físico y simbólico; y que han aprendido a controlar o reprimir todo lo asociado a lo pasivo y a lo femenino (Kaufman, 1989; Kimmel, 1997, 2001). Sólo la conciencia de lo empobrecedor de esta forma de ser masculino puede generar dinámicas críticas hacia las mismas masculinidades. De hecho, no todas las masculinidades son iguales (Gutmann, 1998); desgraciadamente, la masculinidad normativa en sí misma es un principio de organización de la sexualidad y el género, que operativiza la heterosexualidad en términos de una mayor o total subordinación de los cuerpos femeninos y feminizados. Esto es así aún en el caso de la multiplicidad de masculinidades. Las así llamadas nuevas masculinidades, o masculinidades disidentes, son proyectos políticos y de vida que para cualificar su novedad deben considerar su compromiso con el desmontaje o cuestionamiento del principio activo/pasivo y, por tanto, de la subordinación de lo femenino y de la eternización de los privilegios de lo masculino. En ese sentido, este nuevo tipo de masculinidades sólo será posible en la medida que se comprometa con el desmontaje de la “cultura de la violación”, y de todas y cada una de las formas de violencia de género. De lo contrario, asistimos a un reposicionamiento de la masculinidad hegemónica, a una sutura en falso de aquellos quiebres de la masculinidad, ocasionados justamente por el avance de las luchas de las mujeres y por la conciencia de las limitaciones permanentes de la masculinidad para lograr una vida realmente digna para todos los seres humanos. 70 ConclusiónEl manejo informativo avanza muy lentamente hacia un cambio en el tratamiento de los asuntos que comprometen la vida y las decisiones de las mujeres, y de los cuerpos femeninos y feminizados. El observatorio “Los derechos de las mujeres en la mira” da cuenta de la lentitud y casi parálisis en ese avance.De todas formas, la muerte de Karina del Pozo, a partir del concierto informativo, provocó el duelo y la solidaridad y, en ese sentido, los medios tuvieron que ajustarse al reclamo público. Pero, como señala Judith Butler (2006), hay otras circunstancias y condiciones, tan estructurales como la pobreza o la discriminación por motivos étnico/raciales o de género, que hacen que otros femicidios y muertes no merezcan el duelo, no importen, y sólo sirvan, cuando ese fuere el caso, para engrosar las cifras del registro oficial y periodístico.
Feminicidio: El Valor Del Cuerpo de Las Mujeres en El Contexto Latinoamericano Actual / Feminicidio: The Value of Women's Bodies in The Current Latin American Context