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El príncipe sapo

Érase una vez una hija de un rey que estaba jugando con una bola de oro, y al
tirarla se le cayó a un pozo. Entonces empezó a llorar, y se le apareció un sapo,
que le dijo:
–¿Por qué lloras, niña?
Y ella contestó.
–Porque se me ha caído una bola de oro al pozo.
Si me la sacas, te llevaré conmigo y comerás todos los días en mi plato.
Se la sacó el sapo del pozo, y una vez que la tuvo fuera, ella la cogió y se echó a
correr. Por más que el sapo la llamaba, ella no le hacía caso. Llegó la niña a
palacio, y la estaban esperando ya para comer.
Se pusieron a comer, cuando pasó una muchacha y dijo que en la puerta había
un sapo que decía que tenía que pasar a comer con la niña. Entonces el rey dijo
que pasara. Y, al contar el sapo lo que había sucedido, le dijo el rey a la niña que
lo que había ofrecido debía cumplirlo, y le mandó que comiera con ella. Pero a
ella le daba mucho asco, y apenas comió aquel día.
Luego, después de comer, se fue a echar, y el sapo dijo que él también tenía
sueño. Entonces dijo el rey que se lo llevara con ella. Pero, como le daba asco, lo
dejó en la alfombra y ella se subió corriendo a la cama. Y el sapo no dejaba de
decirle:
–Tengo sueño; tengo sueño. Súbeme contigo.
Entonces ella, ya harta de oírle, se bajó de la cama, lo cogió y le dio contra una
pared. En ese momento se volvió en un caballero muy elegante y muy esbelto,
que le dijo:
–Yo era un príncipe encantado, que me había encantado una hechicera, y dijo
que me desencantaría una princesa dándome un golpe.
Entonces ella se fue corriendo a decírselo a su padre. Y como el príncipe era
muy guapo, pues enseguida dispusieron que se casara con la princesa.
Y ya se casaron, y vivieron felices, y comieron muchas perdices, y yo quedé con
tres palmos de narices.

EL ESPEJO CHINO
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su
mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos
compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso,
en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo,
pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para
mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se
miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó
la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
Crimen ejemplar
Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina
de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres
absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable.
Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y
cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para
todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la
buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que
uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto
punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que
hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los
vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las
ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La
cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco
chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo.
Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a
una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y
media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies,
me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si
hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido
nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde,
hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las
nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto.
Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y
satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.

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