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, 1997
1) Ahorro e inversión: tasas de ahorro e inversión considerables que contribuyeron para una
tasa de crecimiento también importante, con la consiguiente expansión del empleo e
incorporación a la fuerza de trabajo de los contingentes inmigratorios.
2) Ventajas competitivas: expansión de la frontera productiva y penetración del cambio técnico
(mecanización, rotación de cultivos, uso de fertilizantes, etc.) También modernización en las
industrias transformadoras (frigoríficos) y los recursos humanos (educación y capacitación).
Pero no se transformó la estructura productiva del país porque los equipos eran importados, y
también las manufacturas. Por lo tanto, incapacidad de generar ventajas competitivas más
allá de la producción primaria.
3) Balance de pagos : excepto crisis o depresiones cíclicas, el balance se sostuvo de manera
positiva (se podían pagar los servicios de la deuda externa y las utilidades de inversiones
privadas directas)
4) Precios: prevaleció la estabilidad de precios y del tipo de cambio del peso.
PAZ Y ADMINISTRACIÓN
Desde 1880 hasta 1916, el país estuvo gobernado por un grupo de dirigentes políticos que
ocupaban lugares significativos en la vida social y económica. Sus adversarios los calificaron
negativamente llamándolos la oligarquía, porque ejercieron el gobierno de manera exclusiva y
evitaron que las riendas del poder se les fuera de las manos y pasara a la oposición. En general,
compartieron los preceptos liberales y no pusieron en duda que el orden político y el poder del
Estado eran requisitos ineludibles para el desarrollo de la Nación. Imbuidos de las corrientes
ideológicas en boga –como el positivismo y el evolucionismo social- tuvieron una poderosa
confianza en el progreso, que se afirmaba en el avance espectacular experimentado por la
economía argentina desde 1870, y permitía imaginar un futuro promisorio. Ese optimismo se
combinaba con algunos temores sobre los límites de la transformación: el amplio espacio
geográfico, el legado del pasado y la “raza” aparecían –a su juicio- como los principales
obstáculos para conseguirlo.
Sin embargo, la uniformidad social, económica y cultural de la que hablaban sus opositores no
era tan cierta. Algunos dirigentes provenían de las viejas familias patricias que habían
protagonizado episodios significativos del país. Otros, en muchas ocasiones, provenían de
nuevas familias enriquecidas a lo largo del siglo XIX. Algunos eran hijos de inmigrantes que
habían obtenido notoriedad social y en consecuencia fueron reconocidos por los grupos criollos
estableciéndose importantes lazos entre ellos. Una buena parte llegó a ocupar cargos
importantes después de haber cumplido con una carrera política que se iniciaba –en muchas
oportunidades- desde muy abajo. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la política
comenzó a ser una actividad más y ciertas profesiones liberales eran importantes para ocupar
cargos públicos en el Poder Ejecutivo, Legislativo o Judicial: abogado o médico, por ejemplo.
En estos años el Estado creció considerablemente como resultado de la gran expansión, por lo
que aumentó el plantel de empleados públicos. Algo similar ocurrió en algunas provincias, que
conocieron un crecimiento económico y poblacional importante: debieron sumar nuevos
funcionarios y empleados para cumplir con diferentes tareas.
En 1880, Julio A. Roca triunfó en las elecciones con el apoyo de la Liga de Gobernadores; esta
situación puso en evidencia una vez más que el acceso al poder dependía de una política de
alianzas entre las élites provinciales y el gobierno nacional. Además, ese año se creó el PAN, la
primera agrupación política de alcance nacional, que controló el gobierno hasta 1916. El partido
reunía las adhesiones de destacadas figuras políticas de las provincias y de dirigentes o líderes
de menor peso. Era una verdadera maquinaria que alcanzaba dinamismo en tiempo de
elecciones, cuando cada dirigente ponía disposición del candidato oficial sus propias bases
electorales en distritos rurales o barrios urbanos. Una serie de recursos, que incluían asados con
cuero, reuniones o bailes, servían para movilizar a los votantes los días previos a los comicios y
durante la jornada electoral.
Por entonces, para votar bastaba tener 17 o 18 años e inscribirse en los registros electorales. El
voto no era obligatorio ni secreto, por el contrario, era cantado y optativo. En general, los
comicios estaban plagados de vicios y de trampas, por lo que mucha gente no se presentaba a
votar. En algunas ocasiones se llegaba al uso de la violencia física; en otra, la compra de votos
era una práctica muy habitual. Por lo general, los que votaban estaban vinculados a algún
caudillo local, que a su vez estaba conectado con dirigentes provinciales y nacionales
destacados. Toda una red de políticos funcionaba como engranaje de una poderosa maquinaria
electoral en cuyo interior circulaban dinero, influencias, presiones, favores y cargos políticos.
De este modo, a partir de 1880 se agudizó la tendencia a la escasa participación electoral.
La mayoría de la población se mostraba indiferente a los comicios. Sin embargo, la prensa de la
época tuvo un protagonismo inusual en la política. Como formadora de una opinión pública que
crecía poderosamente a través de numerosas ediciones, la prensa vigilaba con atención los actos
del gobierno. En este sentido, tanto las publicaciones nacionales como los diarios editados por
las colectividades de inmigrantes imprimieron rasgos diversos a la vida política. La
participación de los extranjeros también fue importante en otros ámbitos políticos. Aunque la
mayoría se mostró indiferente a la hora de adoptar la ciudadanía argentina, que los habilitaba
para participar en las elecciones presidenciales o provinciales, la participación de los
inmigrantes en las elecciones municipales, en la ciudad y en el campo, demostró que su
inclusión en el ámbito político local era relativamente importante, a diferencia de una sostenida
opinión de la época.
Mientras las libertades civiles se ampliaban en la vida social y económica, el régimen político
ideado por Roca mostraba síntomas de agotamiento, y las críticas se agudizaron a fines de la
década de 1880. Hasta entonces, la oposición al régimen estuvo dirigida por grupos e individuos
que habían sido desplazados del gobierno. El clima político se sacudió en julio de 1890, cuando
estalló una revolución en Buenos Aires bajo el liderazgo de Leandro N. Alem, uno de los
fundadores de la Unión Cívica de la juventud, luego Unión Cívica. El año anterior había
propuesto “cooperar con el restablecimiento de las prácticas constitucionales en el país y
combatir el orden de cosas existente”. El “orden existente” era la presidencia de Miguel Juárez
Celman, que sucedió a Roca en 1886; encarnaba el gobierno autoritario, reconocido por sus
adversarios como unicato, porque el presidente era el jefe único del único partido que existía y
que controlaba el gobierno. La revolución puso en jaque al gobierno, y el Congreso obligó al
presidente a renunciar, en el marco de una crisis económica importante. En su reemplazo, el
vicepresidente Carlos Pellegrini ocupó la primera magistratura del país (1890/1892), lo que
muestra la relativa estabilidad institucional de aquellos años.
Sin embargo, el descontento no concluyó. Al año siguiente, una división de la Unión Cívica dio
origen a una agrupación política diferente: la Unión Cívica Radical (UCR). El nuevo partido se
formó con viejos integrantes del autonomismo porteño y de las provincias, y comenzó a
disputarle a los políticos del PAN la adhesión de la ciudadanía, convirtiéndose en poco tiempo
en el principal partido de la oposición. El programa del radicalismo, la Causa, planteó la plena
vigencia de la Constitución, la limpieza del sufragio en contra del fraude electoral y una crítica
moral al ejercicio de la función pública. Otra agrupación política, el Partido Socialista (PS) fue
creada en 1896 por Juan B. Justo y otros intelectuales, con el propósito de introducir reformas
sucesivas a través del parlamento; sus propuestas ganaron amplia adhesión en los sectores
urbanos de Buenos Aires.
Los radicales se opusieron al gobierno con el objetivo de conseguir garantías constitucionales a
la hora de votar. Para ello, adoptaron la estrategia de la abstención electoral, con la cual
buscaban reducir aún más la escasa participación de los ciudadanos en los comicios, para
deslegitimarlos; y propiciaron la revolución armada como forma de acceso al poder. En 1892 y
1893 encararon revueltas en Buenos Aires y en algunos distritos de Santa Fe, donde ocuparon el
gobierno por poco tiempo. Algo similar ocurrió en 1905, cuando los radicales se rebelaron en
Buenos Aires y en Mendoza. En todos estos casos, la respuesta oficial fue aleccionadora y
declaró el Estado de sitio en todo el territorio. Sin embargo, algunos de los principales
conductores del régimen conservador comenzaron a advertir la necesidad de encarar urgentes
reformas que ampliaran la legitimidad del sistema político.
El itinerario de la política entre 1880 y 1910 reveló los límites de la república conservadora en
cuanto a la posibilidad de que evolucionara de manera gradual y espontánea hacia formas de
participación más amplias y legítimas. Algunos dirigentes políticos se hicieron eco del
problema, y desde las filas del oficialismo comenzaron a pensar en reformas políticas que
ampliaran las bases sociales y dieran legitimidad a un régimen cuestionado tanto por la
oposición radical y socialista como por los sindicatos y las asociaciones de obreros.
Unos de los problemas más importantes residían en la escasa participación política de los que
tenían derechos electorales, quienes a su vez eran minoría con respecto a la enorme cantidad de
extranjeros que poblaban las ciudades y zonas rurales. El censo nacional de 1914 dio como
resultado que la población del país reunía unos 8 millones de habitantes, y los extranjeros
representaban la tercera parte. El problema se agudizaba porque la mayoría de ellos no tenía la
carta de ciudadanía.
Además, el panorama política difería de los años de hegemonía de Roca. Desde 1890, con los
nuevos partidos, la competencia electoral adquirió otro carácter, complicando la acción de los
gobiernos para la sucesión en los cargos electivos. Por ejemplo, en Capital Federal, provincia de
Buenos Aires y las colonias agrícolas de Santa Fe, los radicales y socialistas obtuvieron algunos
éxitos, situación que puso en evidencia que la presión sobre los votantes empezaba a ser
insuficiente para asegurar el triunfo en los comicios, y que era necesaria la adhesión de los
habilitados para votar.
Hacia 1910 existía un importante consenso sobre la necesidad de ponerle fin al sistema electoral
vigente. Muchos dirigentes conservadores hacían oír su voz en el Congreso, al prensa lo exigía
periódicamente, los radicales no desistían de sus reclamos y una buena parte de la ciudadanía
estaba de acuerdo con una reforma. En esos años, muchos hijos de inmigrantes nacidos en el
país habían ampliado el número de potenciales votantes, y éste fue un hecho que los políticos no
dejaron de advertir. Por esta razón, el presidente Roque Sáenz Peña –el heredero político de
Carlos Pellegrini- y su ministro del Interior enviaron al Congreso una serie de proyectos que
fueron aprobados entre 1911 y 1912. De este modo, una nueva Ley Electoral comenzó a regir la
vida política del país. La llamada Ley Sáenz Peña estableció el sufragio universal masculino
para los mayores de 18 años. Además, dispuso que el voto fuera secreto y obligatorio. Las
garantías electorales estaban contempladas en la confección y el control de los padrones, que se
regirían por el padrón militar. Asimismo, la ley establecía el sistema de representación por
mayoría y minoría. Así, el grupo dirigente, que había controlado la política nacional y los
destinos de varias provincias, ponía fin a un viejo conflicto, y muchos creyeron que solucionada
la cuestión electoral, el poder político continuaría en las mismas manos, pero con más apoyo.
Sin embargo, en las elecciones provinciales de 1914, los radicales se impusieron en las urnas. A
pesar de esta derrota del oficialismo, prevaleció la idea de que sólo era un traspié pasajero. En
1916, el triunfo del radicalismo demostró que no era así.
El Unicato
La lucha por la sucesión presidencial en 1886 tenía como protagonistas a tres postulantes que
ocupaban posiciones centrales en la administración pública: Bernardo de Irigoyen como
Ministro del Interior, Dardo Rocha como gobernador de la provincia de Buenos Aires y Miguel
Juárez Celman como ex gobernador de Córdoba e influyente senador nacional. El candidato que
obtuvo el respaldo del presidente Roca, del partido oficial (el P.A.N.) y de la Liga de
Gobernadores fue este último. La fórmula triunfante fue, pues, Juárez Celman – Pellegrini.
Paulatinamente, Roca y Pellegrini quedaron cada vez más marginados de la escena política,
mientras la posición del presidente se consolidaba, y su autoridad aparecería como indisputada a
lo largo de la república. Esta fuerte concentración del poder político fue bautizada por sus
contemporáneos con el nombre de “Unicato”. Sin embargo, la coyuntura económica
excepcionalmente favorable que atravesaba el país provocó cambios en la estructura social,
trastocando completamente la escala de valores de la sociedad nativa, ahora localizados
fuertemente en la conquista del éxito económico. La lucha cívica, de todas maneras restringida a
grupos minoritarios de la población y ya desprestigiada, había pasado a ocupar un lugar muy
secundario en las preocupaciones diarias de los habitantes del Plata. Como el mismo Juárez
Celman señaló, lo político estaba subordinado a la actividad económica, y se negaban los
canales de participación política a sectores más amplios de la población. Eduardo Wilde
(Ministro del Interior) solía calificar al sufragio universal como el “triunfo de la ignorancia
universal”). En las filas del partido juarista se alineaban los más destacados miembros de la
llamada “generación del ‘80”. Hacia fines de 1889 el régimen parecía invencible; pero la
indiferencia y pasividad de gran parte de la población dependía de la continuidad del proceso de
expansión económica.
La Crisis de 1890
Acerca de las causas que provocaron la crisis de 1890, se coincide en general en que la
corrupción administrativa y un desmedido emisionismo habrían sido los propulsores de la
debacle. Hacia 1887 el gobierno se embarcó en una decidida política de atracción de fondos
externos, a la par que autorizaba nuevas emisiones por parte de los bancos Nacional y de la
Provincia. Esto se refuerza con la creación de los Bancos Garantidos, que extendieron el
derecho de emisión a 20 nuevas instituciones, muchas de ellas situadas en el interior del país. A
pesar de la política bancaria del gobierno el oro se mantuvo estable durante aquellos años; esta
estabilidad se debió fundamentalmente al ingreso masivo de divisas procedentes de los
préstamos externos. Pero en 1888 se comienza ya a vislumbrar un descenso en la entrada de
fondos externos, y en 1889 y 1890 la caída se hace dramática. Para equilibrar la balanza de
pagos, la política gubernamental tendió a lograr la expansión de las exportaciones; no obstante,
el ritmo era desigual, ya que los proyectos para lograrla eran, por su naturaleza técnica, de lenta
maduración. Mientras que el efecto de los préstamos sobre las importaciones se dejó sentir casi
de inmediato, se necesitaban cuatro o cinco años para que ocurriera lo mismo con las
exportaciones. Además, se produjo la caída de los precios internacionales de nuestros productos
exportables, y en 1889, por factores climáticos adversos, la cosecha de trigo fracasó. Enfrentado
a esta situación que provocaba quiebras comerciales a diario, el gobierno optó por repudiar la
deuda externa. La tensión creciente provocada por la crisis económica no se reflejó solamente
en la Bolsa de Comercio y demás centros financieros, sino también en el descontento de
sectores de la clase media y obrera. La oposición al gobierno comenzó a ganar confianza. Se
constituyó la Unión Cívica, cuyas dos tendencias más significativas estaban representadas por
Bartolomé Mitre y Leandro Alem. El presidente vacilaba, y en julio de 1890 estalló la
Revolución, que fue sofocada militarmente. Sin embargo, “la revolución está vencida pero el
gobierno ha muerto”. Juárez renunció, y asumió Pellegrini, quien contaba con el apoyo de Roca.
Pellegrini será llamado “piloto de tormentas”, porque debió ordenar la situación del país, hasta
1892.