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R i c a r d o L la m a s
(comp.)
m
sigto
veintiuno
editores
M É X IC O
ESPAÑA
siglo veintiuno editores, sa
CERRO DEL AGUA, 248. 04310 MEXICO, D.F.
PRESENTACIÓN.................................................................................................................. IX
PRIMERA PARTE
CONSTATANDO UN ESTADO DE COSAS
TERCERA PARTE
REDEFINIENDO EL PACTO
Act Up-París: «Sida: 750 000 muertos. La Iglesia quiere más», 253.
Act Up-París: «El entierro político de Cleews Vellay», 253.
EPÍLO G O
BIBLIOGRAFÍA 283
PRESENTACIÓN
Este libro no suscribe esos postulados obscenos según los cuales, al
ternativam ente, el sida habrá contribuido a la excelencia artística de
creadores m ás bien m ediocres, carentes hasta la llegada del v ih de esa
dim ensión vertiginosa que la posible inm inencia de la m uerte inspira,
o bien habrá im pulsado la investigación sobre los retrovirus y la in
m unología, y habrá hecho avanzar la ciencia básica a velocidades im
pensables hasta hace poco m ás de una década, o bien, entre otros
m uchos argum entos, habrá logrado que los hom osexuales se cuestio
nen u n estilo de vida frívolo y u n abandono irresponsable a placeres
inm orales y accedan, por fin, a una posición socialm ente respetable y
a u n estatuto ju rídico condescendiente con su “diferencia”.
Efectivamente, el sida nos habrá ayudado a arrojar algo de luz so
bre los oscuros vínculos que existen entre la enferm edad y la m uerte,
po r u n lado, y la m iseria, el desarraigo y la opresión, p o r otro lado.
O las siniestras relaciones entre la investigación científica y la moral.
O entre la epidem iología y la política. En lo que a m í respecta, la
com prensión de dichas conexiones no responde a una inquietud inte
lectual, sino a u n im perativo ético. C ualquier reflexión sobre el sida y
cualquier actuación al respecto deben establecerse com o objetivos la
contención de la expansión del v i h , la mitigación de los efectos del vi
rus en las personas que lo portan y la consecución de una victoria fi
nal sobre la pandem ia, es decir, una curación y una vacuna universal
m ente accesibles. Y, al revés, tales objetivos deben im pulsarnos a la
reflexión y a la actuación en cu alq u ier ám bito de nu estra com p e
tencia.
En el m om ento en que escribo esta presentación, el Estado espa
ñol tien e la tasa de in cid en cia relativa de sida m ás alta de to d a
Europa (com unitaria o ex socialista, rica o pobre, occidental u orien
tal, católica o p ro testan te...). U na tasa de más de 750 casos por m i
llón de h ab itan tes, p o r encim a de países con u n a incidencia alta,
como Suiza (555), Francia (529) o Italia (400), y muy lejos de las ci
fras de los Países Bajos (203), Portugal (199), Bélgica (165), Reino
Unido (162), Alemania (141), Irlanda (113), Grecia (92), Noruega
(91), Hungría y Croacia (15)..., cifras de la Organización Mundial de
la Salud a 30 de junio de 1994. Estamos hablando de 29 520 casos
acumulados hasta el final de ese año. De ellos, 4 657 (el 15% aproxi
madamente) se declararon ese mismo año; más de 12 nuevos casos de
sida cada día» No olvidemos una particularidad exclusiva del sistema
de recuento de casos de sida, que consiste en agrupar en una sola ci
fra a las personas con sida (es decir, que viven con sida) y a las perso
nas muertas de sida. Entre unas y otras, estadísticamente (y, quizás
simbólicamente) no se establecen diferencias.
Si en Europa tan sólo en Francia se ha dado un número de casos
superior al registrado en España, a nivel mundial, los países con cifras
absolutas más altas y con una velocidad de progresión más alarmante
pertenecen al continente americano (Brasil y Estados Unidos) y al
continente africano (Uganda, Tanzania, Malawi, Kenia, Zambia y Zim-
baue). En conferencias internacionales se señala también que la “ex
plosión asiática” está aún por llegar. Estas comparaciones no preten
den señ alar u n a p a rtic u la rid a d española “te rc e rm u n d ista ” con
respecto al usual marco de referencia histórico, económico o cultural,
aunque determ inados factores de “diferencia” (quizás más absoluta
que comparativa) serán apuntados cuando ello sea relevante, sino
que, fundamentalmente, pretenden poner de manifiesto la mayor gra
vedad que, en contextos de pobreza, presenta la situación, así como la
ineludible responsabilidad de los países ricos en la contención de la
pandemia a nivel mundial.
Dos breves reflexiones acerca de los datos estadísticos que acabo
de presentar. Una. Estos datos provienen de organismos oficiales, a
menudo acusados por asociaciones de base de maquillar las cifras a la
baja, bien sea por razones de imagen a nivel internacional o por cues
tiones internas de trascendencia política o electoral. La fiabilidad de
los datos que presentan los países más pobres es particularm ente
cuestionable, tanto por la inexistencia de medios adecuados para el
establecimiento de un diagnóstico preciso, como por la falta de datos
y el retraso en la notificación de éstos; factores que se añaden a los ya
m encionados. En totlo caso, el núm ero de personas posiblem ente
portadoras del vil i responde en todos los países a puras especulacio
nes, y es aquí donde las estimaciones de unas y otras fuentes difieren
de manera más significativa.
Dos. Todas las personas muertas, todas las personas enfermas, to
das las personas portadoras deben estar presentes en cualquier refle
xión. Ahora bien, es necesario constatar la celeridad con que las esta
d ístic a s se q u e d a n o b so le ta s. Ello no su p o n e q u e las cifras
mencionadas deban ser relegadas al estatuto de datos en vías de cadu
cidad, y por lo tanto ignoradas y sustituidas por las últimas disponi
bles. Tenemos, claro está, que conocer y utilizar los datos más recien
tes, pero conviene, sobre todo, ponerlos en relación con los que
teníamos antes. Espero que al cotejar los datos que teníamos con los
que aquí recojo, o éstos con los que ya les suceden, se haga más evi
dente la urgencia del problema. Y ello pese a que los efectos del sida
en cuanto a dolor, impotencia o rabia son, desde el primer caso, in
conmensurables y, en todo caso, más que suficientes. De cualquier
modo, contra la precaria vigencia de las cifras, este libro pretende esta
blecer la pertinencia de los análisis compilados. Unas reflexiones que,
desgraciadamente, no veremos caer en la obsolescencia a corto plazo.
En todo caso, para ilustrar este último punto y para acabar ya con
las cifras, a 31 de marzo de 1995, el número total de casos en España
(y son datos siempre provisionales) asciende a 31 221, y la Lasa por
millón se siLúa en 805,8. Dicha Lasa sube a 1 604,8 / millón en Ma
drid, donde se concentra el 25,2% de Lodos los casos de sida. La úl
tima acLualización de las cifras correspondientes a 1994 eleva el nú
mero tolal de casos regisLrados ese año a 5 686, es decir, 15 nuevos
casos cada día. Aunque parezca paradójico, considero que el vértigo
que producen las cifras debe enLenderse como una conminación al
desarrollo de una reflexión suficienLemenle seria y pausada como para
llevarnos a un grado de compromiso Lan acLivo como razonado.
De lo que no cabe duda alguna es de que en nueslro enLorno
exisLe un problema de sida, y que es un problema importante, y que
va a serlo cada vez más. Algo que, en cierto modo, ya se ha compren
dido incluso en muchos lugares donde las perspecLivas son menos de-
salenLadoras. La escasez de iniciaLivas polílicas decididas de lucha
conira la pandemia, la práctica ausencia de reflexión y un cocktail de
indiferencia y vergüenza generalizadas, resultan en España particular-
menLe alucinantes. Aquí no ha habido ni Rock Hudson, ni «Magic»
Johnson, ni Freddie Mercury, ni Michel Foucault, Jean Paul Aron, Nu-
reyev, Perkins, Collard, Mapplethorpe, Ricky Wilson, Derek Jarman,
Brad Davies, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy... Salvo testimonios ex
cepcionales como los de Alberto Cardín, Pepe Espaliú y Manuel Piña,
y los incansables alegatos contra la m arginación y el estigma que
desde los Comités Ciudadanos Anti-siDA se lanzan periódicamente,
diríase que en España nadie ha tenido o tiene sida. Por lo demás, vo
ces distorsionadas y rostros ocultos en la penumbra. El poderoso im
perativo de anonimato y silencio no ha sido aún desafiado por perso
nas portadoras o enfermas de sida, ni cuestionado por los medios de
comunicación. Como decía en 1992 un grupo madrileño de libera
ción sexual y de lucha contra el sida, La Radical Gai, esta enfermedad
parece ser «el mal de los fantasmas».
Personajes influyentes y populares de la academia y la política, del
m undo financiero, judicial o de cualquiera de las artes, por no hablar
de vecinos, colegas o amistades próximas, aunque desconocidas por
la mayoría, mantienen un discreto silencio para evitar los escabrosos
sobrentendidos del sida y a menudo mueren rodeados del mismo se-
cretismo, «a consecuencia de una larga enfermedad», por citar tan
sólo uno de los muchos eufemismos al uso. Tras su muerte, el mismo
silencio es mantenido por allegados o familiares, como si hubiera que
m antener “limpia” la memoria de los muertos, a costa, si es preciso,
de confirmar la clandestinidad de las causas del fallecimiento. El otro
efecto de esta ignominia en que se emplaza el sida en España es la
proliferación del comentario malicioso, del rum or a gritos, de la iro
nía y las medias palabras o de la sospecha que despiertan unas ojeras,
una tos, unas fiebres o una falta de apetito que quieran ser interpreta
das como signos de un destino trágico. Sospecha de sida, pero, sobre
todo, sospecha de otros secretos “aún más inconfesables”.
Y, sin embargo, debería parecer evidente que pensar el sida y ex
poner públicamente dicha reflexión, abrirla para que pueda enrique
cerse de una pluralidad de opiniones, es un requisito imprescindible
para que así algunas claves de comprensión puedan estar disponibles;
para determinar nuestra capacidad de actuación y de modificación de
un estado de cosas intolerable; para poder cambiar en nuestras inter
pretaciones las causas sobrenaturales por responsabilidades concretas
(propias y ajenas); para poder tomar nuestra vida en nuestras manos,
al margen de nuestro estado de salud o condición serológica. El carác
ter evidente de la necesidad de esta reflexión se hace aún más patente
a la luz de la incierta progresión (en todo caso poco favorable al entu
siasmo) de los datos epidemiológicos y de las desalentadoras perspec
tivas de futuro que se nos abren por delante.
Las estimaciones oficiales en España (prudentes, es decir, conser
vadoras) sugieren tasas de seroprevalencia por encima de cien mil
personas portadoras del v ih , susceptibles en su mayoría de desarrollar
procesos de inmunodeficiencia. Hace ya tres años, a principios de
1991, el Comité C iudadano Anti-siDA de M adrid ya estim aba en
150 000 el número de personas seropositivas. Hasta agosto de 1994,
en los laboratorios de la Comunidad Autónoma de Madrid se habían
dado 47 084 resultados positivos a pruebas de detección de anticuer
pos. Si en nuestros territorios regionales, nacionales o estatales las es
timaciones son alarmantes, a nivel mundial, las cifras adquieren pro
porciones que pudieran calificarse (no sin ironía) de bíblicas. La
investigación científica, por su parte, oscila entre el anuncio de resul
tados prometedores, que generan esperanzas y ansiedades (y quizás
notoriedad y financiación), y los francos reconocimientos de sucesi
vos callejones sin salida.
Y en este contexto, cuando la prensa y las asociaciones ya anun
cian la posibilidad de colapso de los sistemas de cobertura sanitaria,
los estudios que se realizan (excepcionalmente aquí; sobre todo en
otros lugares) confirman que los gais más “concienciados” se acaban
cansando del imperativo del sexo seguro, que las personas con prácti
cas heterosexuales siguen despreocupadas, como si con ellas no fuera
la cosa, que faltan catálogos de sexo seguro para las lesbianas, que los
y las jóvenes, incluso conociendo los riesgos, no se protegen; y que a
falta de preservativos (por ser éstos caros o por ser difícilmente accesi
bles), se renuncia a la protección, pero no al sexo; que a quienes usan
drogas les importa más la dosis que la forma en que ésta se adminis
tra; que aún hay quien cree que el amor protege tanto como el látex,
que se acaba constatando que las infidelidades secretas en el seno del
irreprochable matrimonio acaban por llevar el virus de inmunodefi
ciencia al seno mismo de la familia más tradicional... Así, día a día, se
siguen produciendo transmisiones de v ih .
Esa falta de reflexión que hace aún más sombrío el panorama (que
impide a m ucha gente com prender por qué había de sucederles lo
que les sucede), no puede considerarse generalizada. Vislumbrar ex
plicaciones plausibles no permite, efectivamente, salvar la vida o ali
viar el dolor, pero creo que sí puede contribuir a dar ánimos y a
afrontar la realidad. Si bien en el espacio institucional en que se de
senvuelve nuestra vida no parece haber demasiada inquietud respecto
al sida (yo mismo presenté un proyecto de investigación que fue re
chazado por el Ministerio de Educación y Ciencia, con fecha 8/8/94,
por cuestiones de “prioridad científica”), en otros lugares, sí se han
hecho cosas. En muchos países ha habido inquietud, ganas de traba
jar, medios para hacerlo y apoyo institucional o comunitario en grado
suficiente para dar lugar a propuestas interesantes. Una parte de estos
trabajos es la reunida en la compilación que aquí presento.
Pienso que estas reflexiones desarrolladas en el extranjero resultan
en nuestro entorno absolutamente pertinentes, y es en función de esa
adecuación a la realidad en que vivimos que las presento ahora en un
solo volumen para exponerlas a la consideración de las lectoras y lec
tores. Ello tiene quizás más significación si tenemos en cuenta que
son reflexiones que provienen de espacios geográficos, ámbitos teóri
cos o momentos cronológicos diversos; de Francia, Gran Bretaña o
Estados Unidos; de crítica literaria, asociacionismo de base o filosofía;
de 1988, 1991 ó 1994...
La iniciativa de reunir en un volumen textos de muy diversos orí
genes requiere quizás una explicación. Es evidente que la pluralidad
de sujetos y de contextos pone de manifiesto estrategias particulares
que dan a cada artículo una especificidad. A partir de esta particulari
dad única de cada texto, podría aventurarse una radical extranjería
del resultado aquí expuesto, no sólo desde el punto de vista del ori
gen preciso de cada elemento, sino por el hecho mismo de que los
textos compilados no fueron concebidos para integrarse en una obra
única. Es más, las aproximaciones a la realidad del sida que aquí pre
sento no estaban, en un principio, destinadas a integrarse en una es
tructura precisa y en un orden no aleatorio que pretenden darles una
unidad.
De este modo, es preciso reconocer que mi propio proyecto viene
a sumarse a las intenciones de cada autor o autora de los artículos y
las propuestas visuales o iconográficas reunidas. Este libro (como
cualquier otra compilación) deja entrever las intenciones de quien re
coge propuestas diversas, las junta y las traslada a otro idioma, a otro
momento y a otra realidad cultural. Si bien es cierto que podemos
apreciar determ inados lazos entre los textos (en ocasiones se citan
unos a otros; o bien rebaten los mismos postulados, o reconocen pun
tos de referencia coincidenies...), ello no significa que no se hubiera
podido poner el acento en las diferencias que los separan. No es éste,
sin embargo, mi objetivo.
Trataré de incidir en los elementos coincidentes y trataré de mos
trar cómo realidades cotidianas equiparables en nuestro entorno más
inmediato pueden servirse de las reflexiones surgidas en otros ámbi
tos. Y ello se debe a una razón fundamental: efectivamente sí existe
una coherencia manifiesta de todos los textos en torno a unos pocos
principios básicos (el sida es un escándalo sobre el que es necesario
reflexionar; a través de la pandemia se canalizan y se manifiestan pro
cesos de muy diferente índole, y en particular, procesos de exclusión;
el sida no es — irónicamente— inmune a nuestra actuación; los prin
cipios de su evolución no responden sólo a imponderables epidemio
lógicos; las soluciones a la crisis sanitaria no podrán ser sólo científi
cas...). Pues bien, estos principios no son (en el momento presente y
en el contexto en que aparece esta obra) una evidencia. Y considero
que si (como con ingenuidad decía una campaña institucional) «va
mos a parar el sida», lo mejor será empezar a tener en cuenta este tipo
de argumentos.
De este modo, si cada uno de los textos, en las condiciones en
que fue publicado originalmente, está encuadrado en una historia
precisa (aunque no por ello pueda decirse que estén superados), en
nuestro entorno adquieren una actualidad y una relevancia muy parti
culares. Actualidad porque apenas acabamos de empezar a desarrollar
iniciativas intelectuales para abordar el sida. Actualidad porque los
instrumentos de análisis que nos permitan afrontar la pandemia son
imprescindibles, y esta necesidad está siendo señalada desde cada vez
más ámbitos. Relevancia porque el sida ya ha golpeado en demasiados
lugares como para considerar que los análisis sobre la pandemia sólo
tengan un lugar marginal. Relevancia porque los análisis sobre sida
apuntan también a cuestiones esenciales que atraviesan los modelos
de organización de la vida en sociedad, porque abordan cuestiones
clave del pensamiento actual (procesos de exclusión, movimientos so
ciales de protesta, desarrollo de identidades colectivas, sistemas de
protección social, responsabilidad y legitimidad política...).
Los estudios sobre cuestiones “íntimas” como la enfermedad o la
sexualidad tienen en nuestro entorno una tradición escasa. Sepulta
dos con frecuencia bajo un mismo tabú, el sexo y el sida son afronta
dos abiertamente en esta obra, no para confirmarlos como realidades
intercambiables o intrínsecamente relacionadas, sino, al revés, para
interrogar el régimen que (real o simbólicamente) los relaciona. Algu
nos de los artículos propuestos parten de un universo teórico o artís
tico quizá no cercano, pero sí al menos reconocible. Así, Judith Butler
y Jeffrey Weeks hacen referencia a Foucault, mientras que Philippe
Mangeot abtfrda la producción literaria am pliam ente traducida de
Hervé Guibert... Sin embargo, en otros casos, esto no es así. David
Bergman cuestiona la estrategia literaria y política de Larry Kramer,
fundador de las asociaciones de lucha contra el sida más relevantes de
los Estados Unidos, tanto la asistencial Gay Men’s Health Crisis como
la reivindicativa Act Up, y, sin embargo, prácticamente desconocido en
España. Otro tanto podríam os decir de las alusiones que hace Leo
Bersani a propósito del debate pro-anti pornografía en el seno del
pensamiento feminista norteamericano, o sobre los clubes sadomaso-
quistas popularizados en el ambiente gay de San Francisco o Nueva
York, o de las investigaciones llevadas a cabo en Noruega comentadas
por Michel Celse.
Pese a que, efectivamente, habrá referencias que resulten descono
cidas al lector o lectora, ello no significa que carezcan de interés o re
levancia en nuestro contexto inmediato. Al contrario, considero que
revisten un especial interés. Por un lado, porque son cuestiones que,
sin haber sido abordadas críticamente, están muy cerca (aquí hay
sexo aunque a nadie se le haya ocurrido hacer un estudio como el de
Noruega; aquí ha habido y hay unos pocos artistas que hablan de sida
en primera persona; aquí hay clubes sadomasoquistas y hay porno
grafía y asociaciones con un discurso político de lucha contra la pan
dem ia...). Por otro lado, una vez constatado esto, necesario es reco
nocer el interés de iniciativas que han tenido lugar y que continúan
surgiendo en otros lugares, por cuanto a partir de éstas podremos
abordar con más facilidad (o, quizás, menos pudor) nuestro propio
entorno.
A nadie habrá de sorprender que esta colección de textos resulte
“muy homosexual”. Entiéndase, en primer lugar, que cualquier apro
ximación al sida debe ser comunitaria. El v ih se transmite a través de
unas prácticas determinadas, y éstas ponen de manifiesto colectivida
des precisas, construidas, reconocidas y reivindicadas como tales, o
establecidas desde fuera, definidas y estigmatizadas. O ambas cosas a
la vez, pero en diversos grados y nunca de manera universal o uná
nime. Éste es el caso de la “comunidad gai” occidental, diezmada por
el sida desde 1981, suficientemente estructurada frente a la “crisis de
salud” como para dar respuesta a cuestiones de absoluta urgencia,
como la inexistencia de atención médica, de tratamientos disponibles,
de información o de material preventivo; que ha trascendido la op
ción o la práctica sexual como único elemento común, y que, al ha
cerlo, ha establecido redes de solidaridad, principios de autoafirma-
ción y estrategias de supervivencia. Una comunidad “ejemplar”, como
a menudo se reconocerá tomando las debidas distancias.
O, al menos, así ha sucedido en buena parte de nuestro entorno
occidental. Las frágiles comunidades gais de los países y regiones es
pañolas se han caracterizado durante muchos años más por la des
confianza (el sida es un invento de la homofobia) y por la negación de
lo evidente (el sida no atañe particularmente a los gais) que por un
compromiso resuelto de afrontar la crisis. En todo caso, es más de lo
que han podido hacer o de lo que se ha permitido a las precarias y
dispersas seudocomunidades de usuarios y usuarias de drogas, o a las
amenazadas e inestables comunidades de inmigrantes y minorías étni
cas o a las trabajadoras del sexo, vilipendiadas por las instancias bien-
pensantes en tanto que mujeres, “putas” y, con frecuencia, además,
“yonquis” y extranjeras. Y es más también de lo que ha hecho la masa
indeterminada, carente de estigmas, desprovista de elementos que la
estructuren simbólicamente, parapetada en una “norm alidad” teórica
mente universal, incapaz, por lo tanto, de desarrollar una reflexión
sobre el sida en términos comunitarios.
Así, considérese, en segundo lugar, que los principios reflexivos
de la comunidad gai pueden resultar, si no absolutamente aplicables,
sí al menos válidos en lo que se refiere a sus aspectos formales. Del
mismo modo que el orgullo y la visibilidad gai y lésbica son bases po
sibles de defensa de la comunidad de gais y lesbianas frente al v ih ,
también el Black Power puede proteger a la población negra, y otras
formulaciones específicas pueden proteger a las demás comunidades
étnicas minoritarias, y la reivindicación feminista puede proteger a las
mujeres, y así sucesivamente. Muchos discursos de oposición, de rei
vindicación, de autoestima, de dignidad, de convivencia, de solidari
dad, de supervivencia y de afirmación de la vida faltan aún por desa
rrollarse. Cada comunidad amenazada deberá luchar por establecer el
suyo, sobre todo si se constata que nadie moverá un dedo por hacerlo
en su lugar. Aunque más eficaz (y no mucho más difícil) sena el esta
blecimiento de plataformas comunitarias que lanzaran un mismo dis
curso de las minorías oprimidas y amenazadas. Esto constituye un
reto que el sida hace, hoy por hoy, particularmente trascendente.
Que no se entienda este libro como un instrumento para abrir he
ridas, para remover miedos o para reavivar penas. Ni como uno de
esos elementos positivos que, a pesar de “todo”, nos ha traído el sida.
Ni siquiera como un útil para conjurar fantasmas. Considérese, eso sí,
como una propuesta que ayude a percibir un ritmo rico y diverso
subyacente al estruendo monocorde que sólo en fechas muy señala
das se deja oír; considérese también, sobre todo, un arma para rom
per el silencio cotidiano, para quebrar el aislamiento, para encarar ta
búes, para descubrir alianzas solidarias, para excitar la imaginación,
para causar escalofríos o pesadillas a las conciencias intranquilas, para
provocar hilaridad ante la impúdica estulticia de muchos, para sorpren
der ante la incontenible ignorancia de otros, para soliviantar, por úl
timo, ira y rabia frente a los agentes de la exclusión, el odio y la muerte.
En cierto modo, todas y todos tenemos un papel (menos modesto
de lo que mucha gente piensa) en las historias de sida que aquí apare
cen reunidas. Esos papeles se reinterpretan día a día. No sólo descri
ben qué hemos estado haciendo desde 1981 en un contexto de pro
gresiva amenaza a la salud, sino que también permiten entrever qué
vamos a hacer (qué podemos hacer) a partir de ahora, a más de una
década desde su inicio. De manera consciente o quizás sin quererlo,
vamos a seguir desempeñando el mismo papel o, al contrario, vamos
a cambiar de personaje. El espectador estupefacto puede volverse
airado activista, la inconsciente puede convertirse en agente improvi
sado de educación sexual, social y sanitaria; el portador de lazo rojo
puede pasar a ser portador de v ih ; la prudente portadora, enferma si
lenciosa; el cómplice, acusado; la solidaria, traidora; el avergonzado,
orgulloso... Este vodevil, como ya se ha repetido hasta la náusea, “es
cosa de todos”. Esta expresión debe entenderse literalm ente, y no
como una mera fórmula estilística.
Es cierto que la solución definitiva (en términos médicos) a la cri
sis que el sida representa en la actualidad no puede llegar por otro ca
mino que el que marcan las líneas de investigación de los equipos
científicos y la garantía pública y universal de la mejor atención sani
taria posible. Es responsabilidad ética y política de los centros de in
vestigación y de las administraciones sanitarias llegar cuanto antes a
curar a las personas enfermas y vacunar a las no portadoras. Hasta
que ello sea posible (sin dejar de señalar principios económicos o mo
rales como determinantes de dicha investigación; exigiendo lo último
de lo último en tratamientos, información y acceso a protocolos de in
vestigación para quien lo solicite o requiera...), es responsabilidad
ética y política de gobiernos, asociaciones partidistas, sindicales, con
fesionales, movimientos sociales, etc., poner todos los medios necesa
rios para evitar la extensión del v ih al alcance de quienes lo necesiten.
Sin embargo, la dimensión médica no soluciona todos los proble
mas. Desde este punto de vista, la declaración que hacía el Comité
Ciudadano Anti-siDA en 1991 («Siempre hemos pensado y seguimos
pensando que el s id a debería ser tratado desde un punto de vista ex
clusivamente sanitario») resulta, hoy por hoy, insuficiente. A nosotras
y nosotros nos corresponde hacer justicia y devolver la dignidad a
quienes el v ih se ha llevado por delante. Y nos corresponde, sobre
todo, luchar por defender nuestras vidas. No podemos, pues, ignorar
la dimensión social y política de la pandemia, ni renunciar a afrontar
nuestra capacidad de reflexión y de actuación en los espacios en que
se desenvuelve nuestra cotidianidad.
Quede claro que este libro no propone más soluciones que aque
llas que, eventualmente, y con el esfuerzo de cada lectora o lector,
puedan derivarse de una nueva aproximación a los pequeños proble
mas y las pequeñas inquietudes a las que, día a día, hacemos frente.
R ic a r d o L l a m a s
PRIMERA PARTE
MANCHADAS
DE SANGRE
CONCENTRACION frente al Ministerio de Sanidad el jueves Io de diciembre a las 12.00h
LAS IN V ERSIO N ES SEXUALES
JUDITH BUTLER
I. LA V ID A , L A M U E R T E Y E L P O D E R
2 Véase Luce Irigaray, The Sex which is not One, traducción, Catherine P orter y
C arolyn Burke, Ithaca, C ornell University Press, 1985.
huían a ese aflojamiento: un relativo dominio sobre la vida apartaba algunas
inminencias de muerte (1978: 171-172).
(...] esto no significa que la vida haya sido exhaustivamente integrada a téc
nicas que la dom inen o adm inistren; escapa de ellas sin cesar. Fuera del
mundo occidental, el hambre existe, y en una escala más im portante que
nunca; y los riesgos biológicos corridos por la especie son quizá más gran
des, en todo caso más graves, que antes del nacimiento de la microbiología
(1978: 173).
¿r.n qué medida afecta la inversión de los térm inos del poder a lo
I. i i jm) de la modernidad, a la discusión que Foucault aporta sobre una
nueva inversión: la que se da entre el sexo y la sexualidad? En el len-
I’,naje común, hablamos en ocasiones, por ejemplo, de ser de un de-
m minado sexo, y de practicar una determinada sexualidad e, incluso,
presuponemos que nuestra sexualidad deriva de ese sexo, y que es
quizá expresión de ese sexo, o incluso que está parcial o plenamente
(,tusada por él. Entendemos que la sexualidad proviene del sexo, lo
«pie equivale a determinar el lugar biológico del “sexo” en y sobre el
i uerpo, como fuente originaria de la sexualidad, la cual, de alguna
manera, fluye desde ese espacio, permanece inhibida allí, o está en
«ierto modo orientada con respecto a ese lugar. En cualquier caso, se
.isume que el “sexo” antecede lógica y temporalmente a la sexualidad
v que si acaso no es una causa fundamental de ésta, sí opera como su
precondición necesaria.
Sin embargo, Foucault invierte esta relación y afirma que la p ro
pia inversión está correlacionada con los cambios del poder m o-
tlcrno. Para el autor, «mediante diferentes estrategias, la idea “del
sexo” es erigida por el dispositivo de sexualidad» (1978: 187). Desde
este punto de vista, la sexualidad sería una red de placeres e intercam
bios corporales discursivamente construida y extremadamente regu
lada, producida mediante prohibiciones y sanciones que literalmente
ilan forma y dirigen el placer y las sensaciones. En semejante red o
régimen, la sexualidad no emerge de los cuerpos como si fueran éstos
su causa primera; la sexualidad toma los cuerpos como instrumentos
y como objetos, pasando a ser el escenario en el que dicho régimen se
consolida, allí donde despliega sus redes y donde extiende su poder.
I,a sexualidad como régimen regulador opera fundamentalmente in
vistiendo a los cuerpos con la categoría del sexo, es decir, convirtiendo
a los cuerpos en portadores de un principio de identidad. Declarar
que los cuerpos son de uno u otro sexo parece, a simple vista, una
afirmación puram ente descriptiva. Sin embargo, para Foucault esta
.i Urinación implica la legislación y la producción de los cuerpos. Es
una exigencia discursiva, por así decirlo, que los cuerpos sean produ
cidos como femeninos o masculinos, de acuerdo a unos principios de
coherencia e integridad de signo heterosexual y sin que ello deba ser
causa de conflicto. Al considerarse el sexo com o un principio de
identidad, se le está incluyendo en el ámbito de dos identidades mu-
lu ámente excluyentes y plenamente exhaustivas; un cuerpo es mascu
lino o femenino, nunca ambas cosas a la vez, y nunca ninguna de ellas.
’ «l'.n efecto», escribe Foucalt, «es por el sexo, punto imaginario fijado por el dis
positivo de sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para acceder a su propia inteli
gibilidad (puesto que es una parte real y amenazada de ese cuerpo y constituye simbó
licamente el todo), a su identidad (puesto que une a la fuerza de una pulsión la
singularidad de una historia)» (1978: 189).
•Iik' el único sexo calificado como tal es el masculino, que no es que
<".(é exactamente marcado como masculino, sino que se pavonea de
mt el sexo universal, extendiendo sigilosamente su dominio. Hacer
i Herencia a un sexo que no lo es, es hacer referencia a un sexo que no
puede designarse unívocamente como sexo, sino que está excluido de
l.i identidad desde el principio. Debemos preguntarnos qué sexo hace
mieligible la representación del ser humano, y dada esta reducción,
¿no es acaso cierto que se representa a lo femenino como lo ininteli
gible? Cuando hablamos de “u n o ”, en el ámbito del lenguaje, nos re
ferimos a un térm ino neutro, puram ente hum ano. Y mientras que
l'oucault e Irigaray coincidirían en que el sexo es una precondición
necesaria para la inteligibilidad humana, Foucault parece pensar que
«ualquier sexo sancionado valdría, e Irigaray puntualiza que el único
•.c'xo sancionado es el masculino; es decir, el masculino reelaborado,
convertido en “u n o ”, neutro y universal. Si asumimos como cierto
(pie el sujeto coherente es aquel cuyo sexo es masculino, ello implica
c|ue esta construcción sólo es posible mediante la abyección y elimi
nación del femenino. Para Irigaray, los sexos masculino y femenino
no se construyen de la misma manera ni como sexos, ni como princi
pios de identidad inteligible; de hecho, plantea que en la construcción
del sexo masculino éste ha sido erigido como el “único”, y representa
.il otro femenino como un reflejo de sí mismo; en este modelo, por lo
tanto, el masculino y el femenino quedan reducidos a uno solo, al
masculino, y el femenino queda excluido de esta economía masculina
onanista; ni tan siquiera es designable en sus propios términos, o más
bien, sólo es designable como una proyección masculina desfigurada,
lo que no deja de ser una exclusión aunque de diferente índole4.
Esta crítica hipotética, desde una perspectiva irigarayana, plar>téa
4 En este sentido, la categoría del sexo constituye y regula la existencia hum ana re
conocible e inteligible, a quién se incluye o no en la ciudadanía, como sujeto capaz de
tener derechos o discurso, qué personas estarán protegidas p or la ley frente a la vio
lencia o las ofensas. Para Foucalt, y para las personas que ahora leemos sus textos, la
cuestión política ya no reside en si los seres “inadecuadamente sexuados” debieran o
no ser tratados equitativamente o con justicia o tolerancia. La cuestión reside en si un
ser con dichas características, inadecuadamente sexuado, puede considerarse un ser,
un ser hum ano, un sujeto, alguien a quien la ley puede condonar o condenar. Foucault
lia delimitado un ámbito que está, de alguna manera, fuera del alcance de la ley, que
excluye a determinados seres inadecuadamente sexuados de la categoría de sujetos hu
manos. Los diarios de H erculine Barbin, el herm afrodita (presentados p o r Michel
l;oucault, Herculine Barbin, llamada Alexina B., Madrid, Revolución, 1985), demues
tran la violencia de la ley que legisla una identidad sobre un cuerpo que se resiste a
una problem ática en torno al constructivism o de Foucault. En los
términos del poder productivo, la regulación y el control atraviesan
la articulación discursiva de las identidades. Pero esas articulaciones
discursivas establecen determinadas exclusiones; la opresión no sólo
se ejerce mediante los mecanismos de regulación y producción, sino
mediante la exclusión de la posibilidad misma de articulación. M ien
tras Foucault afirma que la regulación y el control operan como prin
cipios forma£Ívos de la identidad, Irigaray defiende, en un estilo más
derrideano, que la opresión también se ejerce mediante otros meca
nismos. Las formaciones discursivas pueden excluir y eliminar, y en
este caso, lo que queda eliminado y excluido para que puedan produ
cirse identidades inteligibles, es precisamente lo femenino 5.
III. L A ID E N T ID A D C O N T E M P O R Á N E A E N L A E R A
D E L A E P ID E M IA
ella. Pero Herculine es, hasta cierto punto, una figura que representa la ambigüedad
sexual o la contradicción que emerge en los cuerpos y que impugna la categoría de su
jeto y su “sexo” unívoco o idéntico a sí mismo.
5 El comentario aporta algunas claves en torno a la form a que podría adoptar una
crítica deconstructiva del pensamiento de Foucault.
olo que el significada de esa integración será distinto del que tú me
,ii i ¡buyes». Si la identidad impone sobre el cuerpo una coherencia y
una conformidad ficticias o, mejor dicho, si la identidad es un princi
pio regulador que produce cuerpos conformes a sus postulados, en-
iunces ya no es más liberador acogerse a una identidad gai no proble-
matizada que acogerle a la categoría de la hom osexualidad como
diagnóstico, tal y comoxse entiende desde los regímenes juridico-mé-
tlicos. Foucault plantea un reto político al considerar la posibilidad
de ejercer una resistenciaxfrente a categoría del diagnóstico, sin redo
blar por ello el m ecanismo\nism o de ese sometimiento, en este caso,
dolorosa y paradójicamente/-bajo un signo de liberación. Foucault
asume la labor de rechazar la categoría totalizadora bajo cualquiera
de sus apariencias, razón por la qubxFoucault no se confiesa homose
xual, ni “sale del arm ario” * en la Historia de la sexualidad, ni con
cede a la homosexualidad el privilegio de'rser-el-emplazamiento en el
<|ue se ensalza el ejercicio de la regulación. Sin embargo, es posible
que Foucault siga de todos modos significativa y políticamente vin
culado a esta problemática de la homosexualidad.
¿Acaso la inversión estratégica que Foucault hace de la identidad
no consiste también en una redefinición de la categoría medicalizada
del invertido? El diagnóstico del “invertido” supone que alguien de
un determinado sexo ha adquirido, de alguna manera, una serie de
disposiciones y deseos sexuales,que no están encaminados en la di
lección apropiada; el deseo sexual se considera “invertido” cuando
no alcanza ni sus objetivos, ni su objeto, estableciendo una trayecto
ria errónea, y dirigiéndose precisamente hacia el lado opuesto, o tam
bién cuando se asume a sí mismo como objeto de su propio deseo,
para posteriorm ente proyectar y recuperar ese “y o ” en un objeto ho
mosexual. Evidentemente, Foucault abre paso a la burla cuando nos
describe esta construcción de la relación apropiada entre el “sexo” y
la “sexualidad”, para así apreciar su carácter contingente y cuestionar
los vínculos causales y expresivos que, se supone, conducen del sexo
a la sexualidad. Irónicamente, o quizás tácticamente, Foucault se em
plea en una serie de actividades de “inversión”, pero somete al tér
* Salir del armario es la traducción literal de la expresión inglesa «to come out o f
the closet» que equivale al proceso por el que gais y lesbianas dejan de aparentar una
falsa heterosexualidad para asumir públicamente sus opciones y gustos, proceso que
suele concretarse en fórmulas como «yo soy gai» o «nosotras somos lesbianas». (N. de
la T.)
mino a un proceso de reelaboración, en el que pasa de ser nombre a
ser verbo. Su práctica teórica está, en cierto sentido, marcada por una
serie de inversiones: el proceso de cambio hacia el poder m oderno
está marcado por una inversión; también lo está la relación entre el
sexo y la sexualidad. La categoría del “invertido” implica aún otra in
versión, en la que se desarrolla una estrategia de reconfiguración, que
permite una lectura de las otras inversiones del texto 6.
El investido tradicional es considerado como tal porque el obje
tivo de su deseo se sale fuera de las fronteras establecidas por la hete-
8 Jeff Nunokaw a, «In memoriam and the Extinction of the Homosexual», Englisb
l.iterary History, próxim a publicación.
9 Donal Henahan (H :l, 25). Posteriorm ente H enahan destaca que «A algunas per
sonas que conocían su carácter contradictorio, les sorprendió que el director de o r
questa que luchó por explayarse en cada una de sus actuaciones, fiel a la gran tradición
romántica, no obstante m antuvo su vida privada al margen del público. Su hom ose
xualidad, que nunca fue un secreto en los círculos musicales, fue más explícita tras la
muerte de su mujer, pero, quizá, dada su preocupación por su imagen cuidadosamente
cultivada, no estuviera m uy inclinado a desilusionar a su público, característico por su
rectitud, para el que era un joven músico americano modélico.» En este caso, desde la
tradición rom ántica de la extraversión emocional, lo correcto habría sido que hubiera
revelado su homosexualidad, lo que implica que, precisamente, ésta constituya el cora
zón mismo de su rom anticism o y, p or lo tanto, de su comprom iso a sufrir la maldi
ción del amor. La anterior utilización del térm ino rectitud connota honestidad. En
este caso se establece una asociación entre rectitud y honestidad, y por lo tanto, ser gai
implicaría ser deshonesto. Esto nos lleva a la cuestión de la extraversión, que sugiere
que el autor considera la insistencia de Bernstein en la privacidad como un acto de en
gaño y, al mismo tiempo, que la propia homosexualidad, es decir, el contenido de lo
que se oculta, es una especie de engaño necesario. Esto culmina el círculo moralista de
la historia que representa ahora al homosexual como alguien que, en virtud de su fal
sedad esencial, está afligido por su propio amor, hasta la muerte.
aflicción com pensadora». La m uerte es entendida aquí com o una
compensación necesaria del deseo homosexual, como el telos de la
homosexualidad masculina, su génesis y su fallecimiento, el principio
mismo de su inteligibilidad.
En 1976, Foucault pretendía desvincular la categoría de sexo de la
lucha contra la muerte; de esta manera, posiblemente pretendía con
vertir el sexo en una actividad perpetuadora, en una afirmación de la
vida. El “sexo”, aun constituyendo un efecto del poder, es precisa
mente aquello que se reproduce a sí mismo, que se aumenta y se in
tensifica, que difunde la vida mundana. Foucault pretendió desvincu
lar el sexo de la m uerte, anunciando el fin de una era en la que
reinaba esta última; pero, ¿qué tipo de esperanza radical consignaría
el poder constitutivo de la muerte a un irrevocable pasado histórico?
¿Q ué encontraba Foucault tan prom etedor en el sexo, y en la sexuali
dad, al concederles la capacidad de superar a la muerte, de tal forma
que el sexo fuera, precisamente, lo que marcara la superación de la
muerte, el fin de la lucha contra ella? Foucault no consideró la posi
bilidad de que el discurso regulador del sexo pudiera, por sí mismo,
ser generador de muerte, aquel que la pronuncia y que incluso la hace
proliferar. Y que, en la medida en que la categoría de “sexo” debe ga
rantizar la reproducción y la vida, las instancias del “sexo” que no
son directamente reproductivas pueden entonces adoptar la valencia
de la muerte.
N os alertó acertadamente, de que «no hay que creer que diciendo
que sí al sexo se diga que no al poder; se sigue, por el contrario, el
hilo del dispositivo general de sexualidad. [...] Conviene liberarse
prim ero de la instancia del sexo» (1978: 191). Esto es correcto, ya que
el sexo no produce sida. Existen regímenes discursivos e instituciona
les que regulan y castigan la sexualidad, trazando vías que, lejos de
salvarnos, de hecho nos pueden conducir con bastante rapidez hacia
nuestro fin.
N o debemos pensar que la afirmación del poder nos conduce a la
negación de la muerte, ya que la muerte no es el límite del poder, sino
su objetivo mismo.
Foucault acertó a ver con bastante claridad que la muerte podía
convertirse en el objetivo de la política, afirm ando que la guerra
misma se había sublimado en la política: «las relaciones de fuerza que
habían hallado su expresión durante mucho tiempo en la guerra, en
cualquier forma de guerra, se invirtieron gradualmente en el orden
del poder político». En la Historia de la sexualidad escribió: «Podría
decirse que el viejo derecho de hacer m orir o dejar vivir fue rempla
zado por el poder de hacer vivir o de rechazar la muerte» (1978: 167).
Cuando sostiene que «el sexo bien vale la muerte» (1978: 189) lo
que nos está queriendo decir es que se puede m orir por el manteni
miento del régimen de “sexo”, y que las guerras políticas se desenca
denan para que las poblaciones y su reproducción estén aseguradas.
«Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que
defender; se hacen en nom bre de la existencia de todos; se educa a
poblaciones enteras para que se maten m utuamente en nombre de la
necesidad que tienen de vivir. Las matanzas (escribe Foucault) han
llegado a ser vitales” (1978: 165). Entonces añade:
J f f adical vuoutt^
“Hay 4 lesbianas
m uriendo de sida
en un h o s p i t a l ”
- Esta frase es errónea porque:
* 1 - Las lesbianas no folian. Se dan besitos y tonterías.
Así que no pueden tener el sida.
B 2 - Las lesbianas no pueden entrar en los hospitales.
I 3 - No lo han dicho en la televisión. Puede que sea
i cierto, puede que no. En todo caso, carece de interés.
1 4 - Las lesbianas no existen.
mmon W atney
I. LA “V E R D A D ” S O B R E E L SID A
la precisión es esencial
no debemos equivocarnos
ni tan siquiera por uno
a pesar de todo
velamos por nuestros hermanos
2 Véase Simón W atney, «The subject of AIDS», Copyright, 1-1, otoño, 1987b.
3 A ndrew Veitch, «AIDS cases exceed 1 000», The Guardian, 8 de septiem bre,
1987; A nthony Smith, «AIDS D eath Toll H its 1 000», The Star, 8 de septiembre, 1987.
4 Andrew Veitch, «Up to 10 M illion’ Have Aids Virus», The Guardian, 24 de ju
nio, 1986.
de alguna utilidad, es para poner de manifiesto la escala a la que se
practica y la eficacia que alcanza la censura cultural vigente, tanto en
cada uno de los diferentes países y continentes, como comparativa
mente entre unos y otros. Una censura culpable de la escasa atención
«Ine en la actualidad se concede a la situación en que vive la mayor
parte de las personas portadoras del VIH y/o con sida. Por otra parte,
este hecho responde a una estrategia que afianza unas condiciones
determinadas a las que están sometidos los grupos sociales más vul
nerables al VIH; unas condiciones que ya existían con anterioridad a la
aparición de la epidemia. Así, la población latina de ambos continen
tes americanos, los y las consumidoras de droga por vía intravenosa,
las trabajadoras y trabajadores de la industria del sexo, los negros
africanos y los varones homosexuales quedan cuidadosamente confi
nados bajo la categoría penal de “grupos de alto riesgo”, hecho que
lia favorecido que sus experiencias y logros hayan sido tranquila
mente ignorados. De modo implacable, todo ello ha evitado que la
terrible e incesante catástrofe humana que estamos viviendo haya re
cibido el calificativo de tragedia o que haya sido considerada siquiera
un desastre natural.
La campaña de información sobre el sida emprendida por el G o
bierno británico y admirada en otros países, exhortaba acertadamente
al “público general” a evitar que su ignorancia les condujera a la
muerte 5. N o obstante, esta campaña no ha sido capaz de dirigir una
sola palabra a los homosexuales, que constituyen casi el 90% de las
personas con sida en Gran Bretaña. Los medios británicos y nortea
mericanos potencian una ignorancia masiva, institucionalizada, en to
dos los niveles de la comunicación “pública”. La forma en que estos
comentarios se dirigen a la audiencia pone de manifiesto cómo los es
tados y los medios de comunicación “piensan” las cuestiones relati
vas a la población. De hecho, la m onotonía y el sadismo implacables
que caracterizan los comentarios referidos al sida en Occidente, tan
sólo sirven para poner en evidencia una preocupación cultural por la
fragilidad de esa fantasía nacionalista implícita en la definición de un
“público general” indiferenciado, supuestamente unido por encima
de toda diferencia de clase, región de procedencia y género, pero que
excluye absolutamente a toda persona que esté al margen de la insti-
' Véase Dennis Altman, AIDS in the M ind o f America, N ueva York, Doubleday,
I ‘>86, p. 33.
' Véase Simón W atney, «AIDS USA», Square Peg núm. 17, otoño, 1987.
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III. EL C U E R P O H O M O S E X U A L
17 Parveen Adams, «Versions of the Body», m /f, nums. 11-12, 1986, p. 29.
18 Leo Bersani, Baudelaire and Freud, Berkeley, University of California Press,
1977, p. 129.
familiar, a identificar los síntomas físicos de la homosexualidad, espe
cialmente, el «típico recto, queratinizado, en forma de embudo, carac
terístico del homosexual habitual» 19. O tro de los síntomas constituti
vos del “homosexual habitual” es un reblandecimiento del cerebro.
Éste es el orden de “conocim iento” del “cuerpo hom osexual” que
precede a la mayoría de los reportajes clínicos sobre el sida y que pasa
a impregnar el registro doméstico a través de la mediación de los co
rresponsales médicos que “nos” informan desde la línea misma del
frente clínico y que nos remiten incesantemente al díptico del diag
nóstico del sida. El cuerpo, inmerso en estos tableaux mourants den
samente codificados, está sometido a niveles extremos de crueldad ca
sual y de violenta indiferencia, com o si de un cuerpo extraño se
tratara, un cuerpo que es abierto en canal ante la mirada, a la vez ate
rrorizada y fascinada, de los aturdidos patólogos sociales. Aún así y
con todo, cuando los signos de los “actos” homosexuales han sido por
completo confundidos con los signos de una muerte entendida como
m erecido escarmiento por una conducta depravada, todavía queda
abierta alguna posibilidad para que una identificación reflexiva de la
muerte como un mero acontecimiento humano, con el cuerpo humano
in extremis, logre interrum pir los últimos ritos de la censura psíquica.
Así, el “cuerpo hom osexual” que es el mismo cuerpo que el de
“la víctima” del sida, pese a ser emplazado en el umbral clair-obscur
de la propia muerte, o precisamente por ello, debe ser visible para
que pueda ser humillado públicamente, arrojado en herméticas bolsas
de plástico, fumigado; se le debe negar el sepulcro, por tem or a que
pueda inspirar tan siquiera un resquicio de reconocimiento, por te
m or a la más remota sensación de, pérdida. De este modo, el “cuerpo
homosexual” continúa manifestándose incluso después de su muerte;
no como un recuerdo de ésta, sino precisamente como su contrario,
evocando una vida que debe presentarse ante todos desprovista de
todo valor, desprovista de cualquier capacidad de inspirar lástima o
iludo y, una última afrenta, eclipsando su existencia y siendo redu
cido a una mera cifra estadística anónima. El “cuerpo hom osexual” se
"despacha”, como si de basura se tratara, como el mismo desecho que
lúe cu vida. N o obstante, como en tantos otros casos, las operaciones
psíquicas que nutren esta “verdad” última del sida se exceden, y este
Jacques Donzelot, The Policing o f Families: Welfare Versus the State, Londres,
I lutehinson and Co., 1979, p. XXVI.
Al atribuir al sida las características de una enfermedad venérea,
el espectáculo reduce “ lo social” a la escala de “la familia”, desde
cuya perspectiva m iniaturizada y empobrecida se desaprueban siste
máticamente todos los aspectos de una diversidad sexual establecida
de manera consensuada. Retomamos, por lo tanto, la cuestión de la
“sexualidad” en el m undo moderno, pero esta vez desde un punto
de vista com pletam ente distinto al m antenido p o r las anteriores
campañas del siglo XX, realizadas en nombre de las “minorías sexua
les” y basadas en los términos del derecho a la privacidad. De hecho,
precisamente, el concepto de privacidad ocupa un lugar central en el
familiarismo. Esta relevancia es ahora utilizada para desafiar la auto
ridad de la tradicional distinción liberal entre lo “público” y lo "pri
vado”, típica del enfoque consensuado de “lo social”, vigente d u
rante más de un siglo. Es fácil echar mano de ese consenso hoy en
día 21.
En cualquier caso, la categoría de “hom osexualidad” ha consti
tuido siempre un serio “problem a” en el contexto de las leyes y polí
ticas sociales elaboradas según una distinción, supuestamente física,
entre lo público y lo privado. Legitimada, hasta cierto punto, en la
esfera técnica de lo privado, adquiere tintes problemáticos en el ám
bito público. Los reportajes periodísticos sobre el sida son un buen
ejemplo de ello, en la medida en que se dirigen a una “familia” que
hace las veces de “la nación”. De ahí el hecho extraordinario de que,
incluso a pesar de esos 1 000 casos de sida, el Gobierno británico no
se haya dignado aún a emitir la debida información, el asesoramiento
y el apoyo necesarios a la comunidad más directamente afectada por
las consecuencias del VIH desde el inicio de los años ochenta: los gais.
Evidentemente, ello se debe a que aún no se nos reconoce como parte
de “lo social”, ámbito del que paradójicamente estamos excluidos en
virtud, precisamente, de nuestra posición social parcialmente legali
zada en el ámbito “privado”. N o nos olvidemos de que estamos ha
blando de, por lo menos, un 10% de la población total del Reino
Unido. El espectáculo del sida siempre es m odificado p o r tem or a
que resulte demasiado “espantoso” ante los ojos de la audiencia do
méstica, mientras que, simultáneamente, amplifica y magnifica la “sa
biduría” colectiva del familiarismo. Así, los reportajes sobre sida
aportan una perspectiva única sobre el actual gobierno de lo domés-
21 Véase Simón Watney, Policing Desire:Pomograpby, AIDS and the Media, Minne
polis, University of M innesota Press, 1987a, cap. 4.
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22 Kaye Wellings, «Sickness and Sin: The Case of Genital Herpes», ponencia pre
sentada en la British Sociological Association, G rupo de Sociología de la Medicina,
1983, p. 10.
del sida podría verse socavada por la retórica proteccionista del p ro
pio espectáculo. Ello permite, asimismo, una afirmación más amplia
del deseo y de la diversidad sexuales como partes integrantes de una
propuesta de sexo seguro que funciona como un espacio protector
para la nación, en el que la emancipación y la supervivencia son posi
bles; una propuesta planteada en términos activamente democráticos,
de modo que amplía las concepciones del yo, más allá de los confines
cada vez más limitados de la “ciudadanía”. A este respecto, el desafío
que supone una reeducación en torno al sida, es un buen ejemplo de
la idea planteada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, según la cual
lo que ha saltado por los aires en este período posmoderno
23 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegem onía y estrategia socialista. Hacia una
radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, pp. 204-205.
muerte causada p or sida de todos los gais americanos y de Europa
1 *i e¡dental; pongamos que un total de veinte millones de vidas, sin el
menor atisbo de preocupación, pesar o dolor. El psicoanálisis nos
puede alertar sobre los procesos psicológicos que, en determinadas
i iieiinstancias históricas particularmente complejas, pueden activarse
I- n,i respaldar una indiferencia que deshumaniza a categorías enteras
<li personas. Y, volviendo ahora a la posibilidad de establecer una p o
llina enraizada en la subjetividad de un espacio público/privado, ésta
.rilo puede servirnos para fortalecer las poderosas formas emergentes
.le un fundamentalismo secularizado que no cesará de enjuiciar sus
pi opios “recuerdos proyectivos”, puestos al descubierto por los fo-
■• de sus propios deseos desplazados. Mientras tanto, todos aque
llos que amenazan con exponer las implicaciones brutales, hipócritas
v degradantes de los “valores familiares” y las “pautas de la decen-
i i.i ”, seguirán siendo sin duda alguna denunciados estridentemente, y
un sin acierto, como los “enemigos de la familia”.
El sida está siendo utilizado cada vez más para consolidar una
ambición generalizada que apunta a la eliminación de la distinción
entre “lo público” y “lo privado”, y para establecer en su lugar una
i alegoría monolítica y legalmente vinculante —“la familia”—, enten
dida como el término básico que permitirá que el mundo y el yo se
vuelvan, a partir de ahora, inteligibles. El carácter aceptable de esta
estrategia se establece por medio de la incidencia directa sobre unas
t oncepciones profanas de la salud y la enfermedad, irregularm ente
establecidas a lo largo de los siglos, y que tan sólo tienen en común el
miedo y el rechazo típicamente humanos que la muerte inspira. Así,
la educación para la salud se erige como el ámbito principal en que se
desarrollará la lucha hegemónica durante las próximas décadas; una
lucha que rechaza y elude todos los rasgos que han caracterizado la
política de partidos y los criterios de lealtad y acatamiento preceden
tes. Estamos ante la emergencia de un nuevo modelo de poder esen
cialmente talismánico, que ofrece protección a las subjetividades ali
mentadas cuidadosamente por el folclore y la superstición, y que se
rearticulan ahora en un ostentoso discurso de autoridad médica.
Asistimos a la precipitación de una biopolítica moralizada, que cuen
ta potencialmente con un poder impresionante —una astuta com bi
nación de parasitismo y radioterapia, de eugenesia y narrativa dom i
nante de la “salud familiar”— con políticas sociales que aspiran, con
sobrio fanatismo, a la creación de una modernidad en la que nosotros
ya no existiremos. El espectáculo del sida nos promete, por tanto, un
mundo inmaculado en el que nosotros seremos recordados en libros
de texto y fuentes docum entales cuidadosam ente editadas, como
“testim onio”, como símbolos de las pestes y contagios dejados atrás,
como irrupciones intolerables en lo familiar, como sujetos “curados”
y desinfectados del deseo, a los que se les niega “terapéuticam ente” el
derecho mismo a la propia vida.
I I EBRAMOS LOS SACRIFICIOS
1,1 dimensión pública del sida está enmarcada en los estrictos límites
de un régimen de representación determinado. Un régimen que no es
nuevo y que, sin embargo, ha sido reactualizado y redefinido desde la
m upción de la epidemia en nuestra realidad cotidiana. En el marco
de este régimen, la connivencia con la muerte y la suscripción de un
destino establecido por terceras instancias son celebradas, promocio-
ilacias, premiadas. Las insurgencias contra los determinismos que di-
i ho régimen establece son, al revés, ignoradas, censuradas o desvir-
i nadas. Quienes se consideran “a salvo” admiran ostentosamente el
coraje ajeno frente a la muerte. Con convulsiones, golpes de pecho y
lazo rojo se reconoce la función social que cumplen los moribundos
,il encarnar el destino que se atribuye a toda su “categoría”. Esta admi-
iación, este reconocimiento, es la forma socialmente presentable que
adopta dicha promoción.
Una foto de Manuel Pina, diseñador de moda, ocupa la portada
de Diario 16 el 11 de junio de 1993. En su interior se habla de la en-
i revista con Lola Carretero como «uno de esos raros y estremecedores
lestimonios que sólo de vez en cuando los periódicos podemos trans
mitir»; y es que «no es fácil Lomar una decisión como la que ha to
mado Manuel Piña; la de aparecer ante la opinión pública confesán
dose portador de la terrible enfermedad que golpea sin piedad este
final del siglo xx. Su gesto es todo un rasgo de coraje personal, un
acto de valor solidario [...]». En portada, tras la foto y el titular
(«Tengo sida y vida»; una expresión tautológica — un muerto ya no
tiene sida— aunque quizás necesaria — hay que demostrar que una
persona con sida no está ya muerta), se anuncia que «uno de los más
destacados diseñadores del movimiento Moda de España, confiesa en
un valiente documento el haber contraído el sida». El espectáculo está
servido.
Piña afirma: «Tengo sida y me dolía m entir a mis amigos. Los más
cercanos ya lo sabían pero tenía que quitarme el peso que me suponía
esconderlo a los menos íntimos, a la sociedad. Es mi forma de rebel
día contra el rechazo que provoca y el morbo que despierta esta en-
lennedad. Contra eso quiero luchar porque me preocupan enorme
mente otras p erso n as m enos privilegiadas que yo y que están
padeciendo en condiciones terribles la enfermedad». Los motivos son,
■■in duda alguna, legítimos. Pero estas razones para la concesión de la
entrevista, tan poderosas como evidentes, quedan en un segundo
plano frente a la iconografía fotográfica, la escenografía y el contexto i
definidos por la estrategia periodística («Su estudio está iluminado
sólo por luz natural que entra tímidamente por la puerta. Los focos
dañan su ojo derecho, afectado desde que le atacara un feroz herpes
Zoster, y en sus manos da vueltas a unos tejidos de punto de seda pli
sados»),
Piña no ha levantado su carrera profesional sobre el sida, y si bien
no puede ser en ningún caso considerado cómplice de un espectáculo
de sacrificio (antes al contrario), sí es tratado implícitamente como
lal. El novelista francés Hervé Guibert sí ha hecho del síndrome el
leitmotiv de una obra cuyo éxito radica, precisamente, en la suscrip- 1
eión de un determinado régimen de representación. Aun así, uno y
oiro habrán roto un poco el silencio y la ignominia que pesan sobre j
esta “enfermedad maldita”. Habrán dejado, al menos, un testimonio
que, pese a su forma o su trasfondo criticables (y éstos no pueden ser
les autom áticam ente im putados sin más consideraciones), sigue 1
siendo más válido y sugerente que las buenas palabras de tantas per- I
sonas que viven del sida sin luchar contra él.
No sacralicemos, pues, al enfermo, ya que si lo hacemos, si por el
I lecho de no esconderse le reconocemos libre de toda responsabili- I
dad, si lo emplazamos en un espacio intocable, estaremos confir
mando “su” sida como suficiente y merecido castigo; estaremos tra- I
laudóle como ya muerto, negándole la posibilidad de respuesta, de I
reacción. Dejar m orir al iconoclasta en medio de sus aspavientos, j
aplaudir sus estertores y acudir masivamente al entierro. Ésa es la ¡
loima de sacralizar un destino y una complicidad con un régimen ta- I
natocrático.
Quedan por establecer, claro está, los mecanismos que nos permi- I
tan testimoniar, conquistar una visibilidad, sacar a la luz un mensaje, I
establecer lazos y redes y conseguir que todo el proceso sea auto- 1
iniino. Quizá para ello sea necesario, en primer lugar, desenmascarar
1 1iraimen de representación vigente. Establecer lazos y redes, en pri-
iiht término, entre las personas con v ih . Trascender el lazo rojo (de la
ulidaridad con “los afectados”, es decir, con una instancia ajena), aso
nado, por lo demás, a los golpes de pecho que anualmente, en torno
il primero de diciembre, certifican una mala conciencia masiva. Esa
i la denuncia del cartel de Radical Moráis «Ciclo de la solidaridad».
II establecimiento de “comunidades afectadas” puede ser también el
ir.ultado de la articulación de explicaciones plausibles que expliquen
las muertes de personas cercanas, y que vayan más allá de la atribu-
i ion de una responsabilidad exclusiva al v ih . E s o es lo que el otro car-
ii I («Causa de muerte») parece sugerir. El artículo de Philippe Man-
j'.eot analiza la participación de Hervé Guibert en un determ inado
universo simbólico del sacrificio, en cuyo marco el sida aparece do
lado de sentido.
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C A U SA DE M U E R T E :
*
Publicado originalmente bajo el título «Le sida et ses fictions», en la revista Cahiers
de Résistances, num. 2 (junio de 1991), pp. 33-37. Traducción de Ricardo Llamas.
1 Jean Baudrillard «La guerre du golfe n ’aura pas lieu», Libération, 4 de enero,
1991.
Según parece, el deseo está obsesionado p o r la m uerte, y la
muerte está siempre en el horizonte del amor. Eros y Thanatos; la
vieja canción. Al parecer, el deseo enfrenta al cuerpo del otro con sus
propios límites. Eso debe ser el verdadero amor para Baudrillard.
Es ésta una vieja historia, hasta tal punto manida que ya nadie es
taba del todo seguro de su vigencia. El sida ha venido a reavivarla y a
confirmarla. El sida habrá aportado al menos ese mínimo de certi
dumbre que todavía nos faltaba.
N o hay más que leer los periódicos. Los amores de hoy son ano-
réxicos; han perdido el gusto del abandono, el vértigo del abismo y el
sentido de sacrificio. H a llegado la era de la desconfianza y del simu
lacro. N o cabe duda: los periódicos saben qué es el amor.
Antes del sida, la idea del am or hasta la muerte era sólo una metá
fora. Una ficción circunscrita a las novelas, a las crónicas de sucesos y
a los manuales de psicoanálisis. Se amaban, su amor los mató. El la
quería, él la mató. El no la quería, ella lo m ató...
Sin embargo, el sida no es una metáfora. Efectivamente, no saber
que el sexo puede ser peligroso, no protegerse, puede en la actualidad
conducir a una muerte de verdad. Los admiradores de Eros y Thana
tos, no obstante, continúan haciendo como si nada hubiera cam
biado, como si no existiera un hiato entre la muerte como metáfora y
la muerte sin más.
Debe haber, pues, una teoría del deseo hasta tal punto cierta que
cualquier cambio radical, cualquier cambio de naturaleza, no sólo la
deja inalterable sino que, además, la alimenta. Una teoría tan univer
sal que lo real, cualquiera que sea su configuración, solamente consi
gue hacerla prosperar.
Una teoría de este tipo es una teoría metafísica, no empírica. Los
cambios reales que el sida está produciendo en el mundo no han lo
grado estremecerla, ni cuestionarla, ni someterla a la prueba de la fal-
sación. Una teoría así puede dar cuenta de todo; está por completo
del lado del mito y de las religiones. N o ha reflexionado nunca sobre
su historicidad, no ha considerado jamás que su objeto pueda ser un
código cultural, una representación. Y no una esencia del amor.
A la vuelta de la Gran Guerra, había soldados que decían: «Basta
de cuadros con puestas de sol». Determinados objetos, en el contexto
de una realidad determinada, habían prescrito, eran obscenos. Aún
hoy se continúa cantando el lazo indisoluble de Eros y Thanatos. Es
más, el sida ha hecho resurgir la idea de la muerte como razón del
deseo.
Quienes postulan tales teorías no han visto todo el desastre y la
locura. N o han visto las vidas liquidadas, los cuerpos mutilados, a ese
.miigo que pierde la razón, a ese otro que se caga y que se muere ane
gado en su propia mierda. N o han visto a esos padres que prefieren
decir que a su hijo se lo llevó una leucemia fulm inante, antes que
af rontar la vergüenza del sida y de todos sus sobrentendidos. N o han
visto a las chicas que no se atreven a sacar un preservativo por tem or
■i ser consideradas unas putas. N i a los homosexuales que mueren en
i’l silencio de su enfermedad de maricones.
O, más bien, sí que lo han visto todo, y sí que lo conocen todo,
pero sólo le prestan atención a sus propios discursos, y creen recono
cer sus propios argumentos en los demás al proyectarlos sobre ellos.
Se han familiarizado con el sida; lo han acogido en el seno de su pen
samiento, un pensamiento que lo estaba esperando, y en el que ahora
ocupa un lugar demasiado bello. En lugar de confrontar su reflexión
,i la realidad del sida, han rechazado esta realidad para convertirla en
una ficción. H an escamoteado la realidad del sida en beneficio de lo
t|ue ésta permite decir, en beneficio de un discurso que coincide con
lo que desde siempre habían estado diciendo. El sida, con su lastre de
realidad, ha sobrecargado sus viejas metáforas. H a venido a represen
tar un papel determinado en un guión prescrito. Poco im portan en
tonces las estadísticas, las muertes de ayer y las muertes que están por
venir. A condición de que estas muertes tengan un sentido. Y el sen
tido de estas muertes y de esta enfermedad ya estaba disponible antes
de que acaecieran, listo para ser pensado.
H ervé G uibert tiene sida. Escribe sobre su enfermedad, y hay
que estarle por ello agradecido: es prácticamente el único que lo hace.
No obstante, a G uibert le gustan demasiado las fórmulas bellas como
para decir que esta muerte es absurda, y que no se puede extraer de
ella ningún sentido. Antes al contrario, el sida para él está saturado de
sentido. Es un reflejo de su vida, de su obra, de su deseo. Es el estadio
último de su proyecto.
Desde hace quince años, G uibert no ha dejado en ningún m o
mento de alimentar el gran mito del deseo y de la muerte. La muerte,
la violencia y el sufrim iento como únicas verdades del sexo y del
amor.
En 1977 publica La m ort propagande 2. Prim er libro, prim era
loc|ue nos une al otro: «desde el día en que me puse de nuevo a vivir,
«roo haber comprendido el sentido de la bondad y su necesidad en la
vula» (El protocolo compasivo). «Amaba a esos niños, quizás de un
modo siniestro, porque el VIH me había permitido ocupar un lugar en
mi sangre, com partir con ellos este destino común de la sangre» (Al
itmigo...).
Hervé G uibert escribe con la muerte. La adopta de corazón con
todo su rosario de conceptos fósiles. El sida en G uibert es un inter-
i ambiador: la muerte por la vida / la vida por la muerte. N o es más
• Iue un operador que permite atravesar las apariencias para encontrar
la esencia de las cosas. La enfermedad en G uibert es religión.
El reportaje especial de Libération dedicado a Guibert se titulaba
I ,a vida sida». La entrevista concedida a 7 a Paris se abría con el ti-
mlar «Sin el sida ya estaría muerto». Y G uibert acababa A l amigo que
no me salvó la vida con la siguiente frase: «Al fin he vuelto a encon-
irar mis piernas y mis brazos de niño».
Ninguna obra consagrada al sida se habrá vendido jamás tan bien
i orno los libros de Guibert. La acogida que han logrado ha sido entu
siasta. Todo el m undo se apresuró a alabar su extremada dignidad.
Yes que G uibert resulta desalentador a fuerza de dar pruebas de dig
nidad. Por lo demás, en su último libro se burla de esos payasos que
ritan su miedo y su rabia. Aunque éstos le responden con la misma
moneda: saben que el sida no es el lugar de advenimiento de ningún
sentido, y están dispuestos a escupir sobre todo el terciopelo viscon-
liano que sea preciso para ser escuchados.
Guibert es un m ártir con consentimiento. Es la prueba de los ta-
natócratas. C o n fo rta y da crédito a dos m itos: el del am or y la
muerte, el de la muerte y la verdad. La lógica es perfecta. Es religiosa.
Kstá el pecado (el cuerpo), la prueba (el sida), la confesión (el libro) y
la revelación (la muerte/vida). G uibert es un falso mesías.
El éxito de Guibert inquieta a quienes no están convencidos de la
validez de su proyecto. Es necesario intentar situar el éxito de ese
proyecto en un m om ento de vacío, en ese compás de espera que su
obra señala.
Alrededor de un 50% de los enfermos de sida en Francia son ho
mosexuales. H asta hace bien poco se hablaba de grupo de riesgo. A n
teriormente también se había hablado de castigo divino. Las ficciones
de los tanatólogos no dicen otra cosa. Conservan todos los elementos
del discurso integrista salvo la referencia a la trascendencia. Hacen de
éste un discurso laico, pero en el fondo es lo mismo. Sólo hacía falta
que un homosexual se identificara con su discurso para poder vali
darlo p o r completo. Y entonces los espectadores lloran; están con
vencidos. M ucho más convencidos que cuando antes se planteaban
tom ar o no partido por los homosexuales de form a incuestionable
cuando eran injuriados. Todo parece indicar que no saldrán a la calle
hoy o mañana cuando los derechos de los homosexuales estén ame
nazados y haya que defenderlos. Algunas familias sólo se reúnen en
los entierros.
U n buen marica es un marica muerto.
Antes del sida, una hom ofobia travestida de inteligencia y en
vuelta en tolerancia divulgaba dos fábulas sobre la homosexualidad,
fábulas que eran retomadas a su vez por un buen número de hom ose
xuales que las acreditaban encantados.
La hom o sex ualidad sería una experiencia privilegiada de la
muerte. Com o es bien sabido, los maricas no tienen hijos, no asegu
ran su inm ortalidad en la descendencia. Su amor sólo consigue subli
marse en la transgresión. Y la transgresión suprema es la muerte.
La homosexualidad estaría privada de la experiencia ética de la al
teridad. Ya sabemos que la alteridad está en el O tro Sexo, con ma
yúsculas. U n chico con otro chico; es juntar lo mismo con lo igual.
Entonces, es pertinente sacar a relucir el narcisismo. Y recordar que
la muerte es la experiencia más radical de la alteridad.
El sida como el mejor programa posible para la homosexualidad.
Evidentemente, quien esto escribe es un paranoico. N o obstante,
se pueden observar algunos indicios: la hom ofobia está en un buen
momento, y parece de nuevo dispuesta a actuar abiertamente. El sida
tan sólo le habrá abierto el camino.
¿Ejemplos? En el contexto de la revisión del Código Penal, el Se
nado acaba de adoptar dos enmiendas. La prim era pretende crim i
nalizar a las personas seropositivas, sustituyendo la responsabilidad
individual por la designación y la represión de culpables, mayorita-
riamente homosexuales. La segunda restablece el delito de homose-
Mialidad instaurado en 1942 por Pétain y derogado en 1982 por M it
in rand:
I ,n alguna parte de El Gran Gatsby (que fue mi Tom Sawyer cuando tenía
doce años), el joven narrador comenta que todo el mundo sospecha que po
see al menos una de las virtudes cardinales, y a continuación dice que él cree
que la suya, bendita sea su alma, es la honestidad. La mía, me parece a mí, es
saber distinguir entre un relato místico y una historia de amor. Digo que es
una historia de amor compuesta, o múltiple, pura y complicada 6.
M u Ber sani
1 Simón W atney, Policing Desire: Pornography, AIDS, and the Media, Minneápolis,
módica a una escala sin precedentes, sino que supone, además, una
i tisis de representación, una crisis de la totalidad del marco de cono-
<imiento sobre el cuerpo humano y de sus capacidades de placer se-
nial» (1987: 9). Policing Desire es, p o r un lado, un catálogo de
i jemplos, por lo general aterradores, de esta crisis (tomados funda
mentalmente a partir de lás políticas gubernamentales en torno al
• ida, así como de la cobertura informativa realizada por la prensa y la
televisión en Inglaterra y Estados Unidos) y, por otro lado, es, sobre
iodo, un intento de explicar los mecanismos por los que un espectá-
«ulo de sufrimiento y de muerte ha desencadenado, y parece incluso
legitimar, determinados impulsos de asesinato.
Partimos, ante todo, de la evidencia de este desplazamiento estu
diado por Watney; un desplazamiento ahora familiar, más o menos
transparente, y en constante progresión. Al más alto nivel oficial se
lian producido criminales dilaciones en la financiación de la investi
gación y el tratamiento del sida, la obsesión por la realización de aná
lisis de detección de anticuerpos va muy por delante de la inquietud
l>or la curación de las personas enfermas, los miembros de la (tardía
mente constituida) Comisión sobre sida establecida por Reagan son
particularmente incompetentes 2, y existe, además, una tendencia ge
neral a considerar el sida como una epidemia en ciernes más que
eomo una catástrofe del presente. Es más, según un médico de la ciu
dad de Nueva York citado por W atney, «las políticas hospitalarias
University of Minnesota Press, 1987<z. Este ensayo fue concebido, en principio, como
un comentario de dicho libro.
2 C om parando la autoridad y la eficacia de la Com isión sobre sida puesta en m ar
cha por Reagan con la Com isión presidencial sobre el accidente de la lanzadera espa
cial, Philip M. Boffey escribe: «El personal y los recursos con que contaba la C om i
sión de sida eran m ucho m en o res que los a trib u id o s a la C o m is ió n so b re el
Challenger. La Com isión del Challenger estaba dotada de un personal com puesto por
49 personas, entre las cuales había 15 investigadores y varios otros profesionales, que
trabajaban con un presupuesto de aproximadamente tres millones de dólares, sin con
tar los salarios. Es más, la C om isión del Challenger podía ordenar virtualmente a la
N A S A la realización de exámenes y análisis a su antojo, multiplicando de este m odo
considerablemente los recursos a su disposición. En contraste, la actual Com isión so
bre sida sólo tiene seis empleados, aunque puede ocupar entre 10 y 15 personas en to
tal según el Dr. M ayberry, el anterior Presidente. Está previsto que su presupuesto al
cance 950 000$, excluyendo los salarios. A unque se ha prom etido que la Com isión
sobre sida contará con la cooperación de todas las Agencias Federales, ésta carece de
competencias para asignarles trabajos». (The N ew York Times, 16 de octubre de 1987,
p. 10).
tienen más consideración con los miedos de otros pacientes que preo
cupación por la salud de las personas enfermas de sida» (1987: 38). Al
gunos médicos se han negado a intervenir quirúrgicamente a perso
ñas cuyo estatuto de infección por VIH era conocido; algunos colegios
han prohibido la asistencia a clase de niños o niñas con sida, y más
recientemente ciudadanos de una ciudad de Florida que lleva el idí
lico nombre de Arcadia, prendieron fuego a la casa de una familia con
tres niños hemofílicos, aparentemente infectados por el virus. La tele
visión y la prensa continúan confundiendo sida con VIH; continúan
hablando del sida como si de una enfermedad venérea se tratase, y su
giriendo, consecuentemente, que es un efecto de la promiscuidad. La
eficacia de los medios de comunicación como fuerza educativa en la
lucha contra el sida, puede medirse a la luz de una encuesta citada por
Watney, según la cual el 56,8% de los lectores y lectoras de N ew s of
the World se manifestaron «favorables a la idea de que “los portado
res del sida” fueran “esterilizados y tratados de modo que disminu
yera su apetito sexual”, con una mínima mayoría de un 51% de per
sonas favorables a la total recriminalización de la homosexualidad»
(1987: 141). A título anecdótico, ya he citado como epígrafe a este en
sayo la descripción del sexo gai ofrecida —presumiblemente desde un
nivel de competencia profesional elevado— a los telespectadores del
program a H orizon, de la BBC, por parte de O pendra N arayan del
John Hopkins Medical School (con antecedentes en medicina veteri
naria). U na imagen del sexo gai de forma menos colorista, aunque
igualmente brillante, fue expresada por Richard Wallach, de la Corte
Suprema del Estado de Nueva York en M anhattan, cuando, al p ro
nunciar la orden de cierre temporal de la sauna N ew St. Marks Baths,
observaba que: «Lo que una casa de baños como ésta instituye es un
com portam iento orgiástico con una m ultitud de com pañeros, uno
detrás de otro, de modo que en cinco minutos pueden tenerse cinco
contactos» 3. Por último, la historia que más interés m orboso des
pertó en mí, apareció en el periódico londinense The Sun bajo el titu
lar: «¡Pegaría un tiro a mi hijo si tuviera el sida, afirma el párroco!»,
acompañado por una fotografía en la que un hombre apunta a quema
rropa con su rifle a un muchacho. El hijo, aparentemente más conci-
liado con tales tendencias violentas que el propio reverendo, añadía
ID SHOOT MY SON IF HE
HAD AIDS. SAYS VICAR!
El titular del diario The Sun dice así: «Pegaría un tiro a mi hijo si tuviera el sida»
con candidez: «A veces pienso que le gustaría pegarme un tiro, tenga
o no tenga el sida» (citado en 1987: 94-95).
T odo esto es, como digo, habitual, y si hago referencia, más o
menos al azar, a estos pocos y disparatados sucesos, es para recordar
el lugar desde el que parte nuestra investigación analítica, y para su
gerir también que, habida cuenta la naturaleza de este punto de par
tida, el análisis, aun siendo necesario, puede que sea también un lujo
indefendible. Com parto con W atney su interés por la interpretación,
pero también es im portante decir que, frente a todo esto, la única res
puesta moralmente necesaria es la rabia. «El sida», escribe Watney,
«está siendo efectivamente utilizado en Occidente como un pretexto
para “justificar” llamamientos a una creciente legislación y regulación
de las personas consideradas socialmente inaceptables» (1987: 3). Y las
personas inaceptables en la crisis del sida son, obviamente, hom ose
xuales masculinos y personas usuarias de droga por vía endovenosa
(muchas de las cuales son, como sabemos, negros e hispanos pobres).
¿Sería injusto sugerir que los lectores de News o f the World o el ar
mado párroco británico son ejemplos representativos de la respuesta
del “público general” frente al sida? ¿Nos será posible encontrar por
ahí heterosexuales decentes; heterosexuales en quienes no se despierta
un deseo com pulsivo de no com partir el mismo planeta? Por su
puesto que sí, pero —y esto es particularmente cierto en el caso de
Gran Bretaña y de Estados Unidos—, el poder está en las manos de
quienes dem uestran constantemente que son capaces de simpatizar
más con el “fu ror” moral asesino del buen pastor que con la agonía
terminal de un enfermo con sarcoma de kaposi. Después de todo, fue
el Departam ento de Justicia estadounidense el que autorizó a los em
pleadores a despedir a sus empleados con sida, si tenían siquiera la
sospecha, al margen de cualquier evidencia médica, de que el virus
podía extenderse a otros trabajadores. Fue el secretario de Estado de
Salud y Servicios Hum anos norteamericano quien conminó reciente
mente al Congreso a renunciar a defender una normativa que hubiera
prohibido la discriminación de personas infectadas con VIH, y quien
negó la necesidad de una ley federal que protegiera la confidenciali
dad de los resultados de los análisis de detección de anticuerpos.
Manifestar públicamente tales opiniones y argumentos no es lo
mismo, claro está, que apuntar con un rifle a la cabeza de un hijo,
pero dado que, como repetidamente se ha dicho, la ausencia de ga
rantías de confidencialidad desanima a mucha gente que podría ha
cerse los análisis, y dado que, en consecuencia, así se hace más difícil
• I control de la extensión del virus, la única conclusión que podemos
• si raer es que el secretario Otis R. Bowen considera más importante
i. ucr los nombres de quienes resultan ser seropositivos/as que ralen-
ii/ar la expansión del sida en el seno de la sacrosanta “población ge
neral”. Para expresarlo de manera esquemática: para la administra-
• ion de Reagan, tan orientada hacia la familia, tener la información
necesaria para encerrar a los homosexuales en campos de cuarentena
puede ser una prioridad de m ayor grado que salvar del sida a los
miembros heterosexuales de las familias americanas. Dicha prioridad
sugiere que existe una pasión por la violencia mucho más seria y am
biciosa de la que se esconde detrás de los más bien banales, o más o
menos normales, impulsos infanticidas del reverendo R obert Simp-
\on. La cuasirrecomendación de que la gente con sida sea expulsada de
sus puestos de trabajo, efectuada por el Departam ento de Justicia, su
biere, como poco, que Edwin Meese, sin llegar al extremo de apuntar
con una pistola a la cabeza de un enfermo de sida, puede que no con
sidere el asesinato de un gai con sida (¿o sin sida?) como intolerable o
insoportable. Y esto es, precisamente, lo que podría decirse de millo
nes de buenos alemanes que jamás participaron en el asesinato de ju
díos (y homosexuales), pero que no lograron considerar la idea del
holocausto como insoportable. Ese era el grado más que suficiente de
su colaboración. El mensaje que enviaron al Führer, antes incluso del
comienzo del holocausto, pero cuando la idea estaba ya en el aire, fue
puesta a prueba durante los años treinta, a través de manifestaciones
de antisemitismo quizás menos violentas, pero igualmente virulentas.
Del mismo modo, nuestros líderes, al relegar la protección de las per
sonas infectadas por VIH a las autoridades locales, les están diciendo a
esas autoridades que todo vale, que el Gobierno Federal no considera
intolerable la idea de los campos de concentración, o incluso, quién
sabe, otras peores.
Podemos, ciertamente, contar con la prensa más liberal para que
redacte editoriales en contra de las opiniones de Meese o de las
exhortaciones de Bowen. También podemos, no obstante, contar con
que esa misma prensa informará en portada sobre un trabajador sani
tario, presumiblemente heterosexual, que habría dado positivo en un
análisis de anticuerpos, mientras que no proporcionará —al menos
hasta hace m uy poco— ninguna información en absoluto sobre las
protestas en contra del paso de elefante que siguen los procesos de
puesta a prueba y aprobación de nuevos medicamentos para su utili
zación contra el virus. Si intentamos mantenernos al corriente de la
investigación sobre el sida a través de la televisión y la prensa, segui
remos en un estado de desconocimiento considerable. A través de la
tele y de los diarios aprenderemos, sin embargo, un m ontón de cosas
sobre las ansiedades de los y las heterosexuales. En lugar de propor
cionarnos — en programas como, pongamos por caso, 60 minutes—
buenos reportajes sobre una investigación ineficientemente comparti-
m entada entre varios centros y agencias públicos y privados, des
coordinados y con frecuencia en competencia, o sobre los intereses do
las compañías farmacéuticas, que se esfuerzan por hacer asequibles (o
por hacer inaccesibles) nuevos tratamientos antivirales, y que alejan o
retrasan el desarrollo de una vacuna 4, la televisión nos bombardea
hasta la náusea con procesiones de niñas pijas que le hacen saber al
m undo entero que ya no follarán con sus novios yuppies, a menos
que éstos estén de acuerdo en usar un preservativo. De este modo, se
exige a cientos de gais y usuarios o usuarias de drogas, con motivos
para pensar que puedan estar infectados por VIH, o que saben que lo
5 C itado a partir de un discurso previo a la celebración del día del orgullo gai en
Boston, publicado (entre otros sitios) en el periódico lésbico-gai de San Francisco Co
rning Up!, vol. 8,11 (agosto, 1987), p. 8.
de estructuración y formulación: no se trata tan sólo de la transmi
sión de un sentido preexistente, sino del trabajo más activo de lograr
que las cosas tengan un sentido» (citado en 1987: 124). La televisión
no construye la familia, pero, en cierto modo, consigue que la familia
signifique algo. Es decir, lleva a cabo una distinción extraordinaria
mente clara entre la familia como unidad biológica y la familia como
identidad cultural, y lo hace enseñándonos los atributos y las actitu
des a través^de las cuales las personas que ya se consideraban parte de
una familia, en realidad tan solo están empezando, de hecho, a cualifi
car como pertenecientes a una familia. El gran poder de los medios de
comunicación estriba, como escribe Watney, en «su capacidad para
fabricar la subjetividad» (1987: 125), y, consecuentemente, en su capa
cidad para determinar los contornos de una identidad. La “población
general” es, desde el mismo momento en que se formula, una cons
trucción ideológica y una prescripción moral. Es más, la definición
de la familia como una identidad es, en sí misma, un proceso exclu
yeme, y este producto cultural no tiene en absoluto por qué coincidir
exactamente con su referente natural. De este modo, es mucho más
fácil que tu perro forme parte de la identidad familiar producida por
la televisión norteamericana que tu propio hermano o hermana ho
mosexual.
6 Los hermanos y hermanas negras, en cuyo nom bre se m anifestaron los y las es
tudiantes de la U niversidad de Berkeley en Sproul Plaza, son siempre de Johanes-
burgo, aunque haya carteles en las cabinas de teléfono y paredes de O akland, que p o
sib lem e n te e sto s m ism os e stu d ia n te s jam ás h a y an v isto , que a n u n cien a h o ra
—¿tendrem os el optim ism o necesario para decir “om inosam ente”?— que «Oakland
es Sudáfrica».
igualmente evidente que debe haber gente negra, mientras que está
claro que no existe ningún proyecto de establecimiento de una C o
misión Federal que proteja y promueva estilos de vida gai. Ya no hay
ninguna racionalidad que explique la opresión de la gente negra en
América, mientras que el sida ha logrado que la opresión de los gais
parezca un imperativo moral.
En pocas palabras, siempre quedarán unos pocos negros a salvo
del pavoroso festino de la m ayor parte de la gente negra en América,
mientras que no hay absolutam ente ninguna necesidad política de
salvar o proteger a los o las homosexuales. Q ue el país haya descu
bierto que Rock H udson era gai, no ha supuesto ningún cambio: na
die necesita el v o to de los actores (o, en ú ltim a instancia, n a
die necesita a los actores) del mismo modo que los senadores del Sur
necesitan los votos negros para mantenerse en el poder. En esas ciu
dades, los gais blancos han podido, al menos durante unos pocos
años, considerarse decididamente más blancos que negros, a la hora
de participar en la distribución de los privilegios en América. En esas
ciudades se opera, sin apenas oposición, una marginación cada vez
más efectiva de la gente negra. En esas mismas ciudades, los gais, que
como los heteros, han observado despreocupados esta segregación
demográfica y económica, deben aceptar ahora una evidencia: a dife
rencia de toda la gente negra no privilegiada que hay a su alrededor
(una gente a la que, como la demás gente blanca, habían logrado no
ver), ellos, los gais, no tienen absolutam ente ningún poder. A m e
nudo del lado del poder, pero desprovistos de éste; a menudo en una
posición económica emergente, pero políticamente destituidos; a me
nudo con medios para expresarse, pero sin nada que aducir salvo ar
gumentos morales (que ni siquiera son reconocidos como tales) para
mantenerse en los protegidos límites de los enclaves blancos, fuera de
los campos de cuarentena.
En su conjunto, los gais no son menos ambiciosos socialmente
que los y las heterosexuales y, aunque nos cueste admitirlo, no son
tampoco menos reaccionarios o racistas que éstos. Desear una rela
ción sexual con otro hombre no es exactamente una credencial para el
radicalismo político; algo reconocido y negado simultáneamente por
el movimiento de liberación gai y lésbico de finales de los años se
senta y primeros setenta. Reconocido en la medida en que el movi
miento de liberación gai, como sostiene Jeffrey Weeks, propuso «una
distinción radical [...] entre la homosexualidad, que era cuestión de
preferencias sexuales, y “lo gai”, que era cuestión de un estilo de vida
subversivamente político» 1. Y negado, en tanto en cuanto esta misma
distinción era propuesta por homosexuales que, al menos implícita
mente, proporcionaban argumentos en favor de la consideración de
la homosexualidad com o un locus o un punto de partida privilegiado
a la hora de establecer una identidad político-sexual no “determ i
nada” ni susceptible de ser establecida a p artir de una específica
orientación sex u al8. N o es ningún secreto que muchos homosexuales
se resistieron a participar, o simplemente fueron indiferentes a este
“estilo de vida subversivamente político”, para pasar a estar, como si
dijéramos, deshom osexualizados, y entrar así a form ar parte de lo
que W atney describe com o «una identidad social definida no por no
ciones de “esencia” sexual, sino por una relación de oposición con
respecto a las instituciones y los discursos de la medicina, la legisla
ción, la educación, las políticas de vivienda y protección social, etc.»
(1987: 18). Más precisamente (y más de acuerdo con la asunción de la
idea según la cual el sexo radical significa o conduce a una práctica
política radical), muchos gais podían, a finales de los años sesenta y
principios de los setenta, empezar a sentirse cómodos en el seno de su
concepción “poco usual” o radical sobre el sexo que está bien, sin por
ello modificar un ápice su orgullosa conciencia de clase media o, in
cluso, su racismo. Los hombres, cuyo com portam iento en las noches
de locales míticos como el Couldron de San Francisco o el Mineshaft
de N ueva Y ork podían obtener una clasificación de cinco estrellas
por parte de los (mayoritariamente heterosexuales) teóricos de la po-
lisexualidad, podían tranquilam ente ser caseros gais durante el día,
expulsando, p o r ejemplo en San Francisco, a las familias negras que
no podían pagar los alquileres necesarios para renovar y revalorizar
el barrio.
N o quiero decir que tuvieran que vivir como problemáticas tales
1 Jeffrey W eeks, Sexuality and its Discontents: Meanings, M yths and Modern Se-
xualities, Londres, B oston y Henley, Routledge and Kegan Paul, 1985, p. 198.
8 W eeks hace un buen resum en de esa “simpática estratagema de la historia” por
medio de la que «la intención del prim er m ovim iento de liberación gai [...] p or despe
jar las expectativas de que la homosexualidad era peculiar condición o una experiencia
minoritaria» fue transform ada p o r m iem bros m enos radicales del m ovimiento en una
lucha por las legítimas exigencias de una m inoría recientemente reconocida, «de lo que
ahora era casi una identidad “étnica”». D e este m odo, «el derrum bam iento de los ro
les, identidades y expectativas fijas» fue reem plazado por «la aceptación de la hom ose
xualidad com o una experiencia de una minoría», una aceptación que «enfatiza delibe
radamente la guetificación de la experiencia homosexual, y, p or ello, no logra poner
en evidencia la inevitabilidad de la heterosexualidad» (ibid., pp. 198-199).
combinaciones en sus vidas (aunque tampoco quiero decir, evidente
mente, que debieran sentirse cómodos en su papel de caseros avaros),
pero sí mantengo que ha habido mucha confusión a la hora de esta
blecer las implicaciones reales o potenciales de la homosexualidad.
Los activistas gais han tendido a deducir estas implicaciones a partir
del estatus de los homosexuales como minoría oprimida, en lugar de
hacerlo a partir de lo que considero que son (excepto, quizás, en so
ciedades más «violentamente represivas que las nuestras), las continui
dades más crucialmente operativas entre las simpatías políticas, de un
lado, y las fantasías relacionadas con el placer sexual, de otro lado. En
ocasiones, gracias a un sistema de deslizamientos progresivos, la retó
rica del activismo gai ha llegado a sugerir, incluso, que el deseo por el
cuerpo de otros hom bres es un subproducto o una opción conse
cuente que parte del radicalismo político, en lugar de un punto de
partida dado que permite establecer un completo abanico de posibles
simpatías políticas. Si bien es indiscutiblemente cierto que la sexuali
dad es politizada constantemente, no por ello deja de ser altamente
problemática la manera en que el hecho de tener relaciones sexuales,
en sí mismo, politiza. Una política de derechas puede, por ejemplo,
emerger a partir del sentimentalismo de las fuerzas armadas o de los
trabajadores de cuello azul, un sentim entalismo que puede, p o r sí
mismo, prolongarse o sublimarse en una preferencia sexual marcada
por los marineros o por los instaladores de líneas telefónicas.
Resumiendo, para expresar las cosas de manera polémica, y qui
zás incluso brutal, hemos estado contando un m ontón de mentiras;
mentiras cuyo valor estratégico com prendo perfectamente, pero que
se han quedado obsoletas a raíz de la crisis del sida. N o creo que sea
práctico sugerir, como hace Dennis Altman, que las saunas gais ha
yan creado «una especie de democracia whitmanesca, un deseo de co
nocer y de confiar en otros hombres en un contexto de hermandad
alejado de las ataduras masculinas del rango, la jerarquía y la com pe
tencia que caracterizan buena parte del m undo exterior» 9. C ual
quiera que haya pasado una noche en una sauna gai sabe que es (o
que era) uno de los espacios más despiadadamente sometidos a crite
rios de rango, jerarquía y competencia que pueda imaginarse. Tu as
pecto, tus músculos, la distribución del vello, el tamaño de la polla, la
* Folsom Street atraviesa el barrio de la ciudad de San Francisco denom inado The
poder puede muy bien no verse amenazada en absoluto por esa vi
sión escasamente traumática, ya que nada les obliga a establecer reía
d o n alguna entre el estilo macho-gai y la imagen que tienen de su
propia masculinidad (de hecho, la exageración misma de ese estilo
permite hacer plausibles tales negaciones). Puede ser cierto, no obs
tante, que, en la medida en que el hom bre heterosexual admira o se
identifica de manera más o menos secreta con la masculinidad estereo
tipada de los motoristas, su adopción por parte de los maricas dé lu-
l’.ir, como sugieren Weeks y Dyer, a una dolorosa (aunque efímera)
i risis de representación. El estilo macho-gai inventa la expresión oxi-
morónica “reina de cuero” (leather queen) pero le niega su condición
oximorónica; para el macho heterosexual, la reina de cuero sólo es in
teligible, incluso tolerable, como un oxím oron —lo que, evidente
mente, vale tanto como decir que debe permanecer ininteligible. El
i nero y los músculos son profanados por un cuerpo sexualmente fe-
mi nizado, aunque —y aquí es donde la opinión de Weeks, según la
i nal el estilo macho-gai «corroe las raíces de la identidad masculina
heterosexual» (ib id.), me resulta problemática—, el rechazo macho de
l.i masculinidad representada por la reina de cuero puede acompa-
narse por la satisfacción secreta de saber que esa reina de cuero, en
(oda su despreciable blasfemia, pretende, en cierto modo, pagar un
tributo pleno de adoración al estilo y al com portam iento que pro-
l.ma. El verdadero potencial subversivo de la confusión que puede
(■enerar el encuentro de la sexualidad femenina (sobre la que ense
guida volveré) con los significantes del machismo es disipado, una
vez que el heterosexual reconoce en el estilo macho-gai una tierna as
piración al machismo; una ternura que, de manera harto conveniente
para el heterosexual, hace de la armadura intimidatoria y de las mane-
i as guerreras de la reina de cuero una perversión más que una subver-
sion de la masculinidad real.
I )e hecho, para volver al significado que adquiere el estilo macho
para los gais, sería correcto decir, en mi opinión, que dicho estilo da
pie a dos reacciones, ambas indicativas de un profundo respeto por el
machismo. U na es el clásico desprecio: el tío im presionante que
it i umpé en el bar forrado de cuero, y que cuando abre la boca resulta
■■«•i una locaza; que te lleva a su casa, donde lo prim ero que te llama la
11 John N ordheim er, «To N eighbours of Shunned Family AIDS Fear Outweighs
Sympathy», The N ew York Times, 31 de agosto, 1987, p. A l.
12 El estudio excelente sobre las representaciones de la prostitución durante el si
g lo XIX en Francia elaborado por Charles Bernheimer será publicado en 1988 por la
Harvard University Press.
de las mujeres para el desarrollo ininterrum pido del sexo. Paralela
mente, las similitudes entre las representaciones de las prostitutas y
de los hom osexuales deberían ayudarnos a especificar las formas
exactas de com portamiento sexual que constituyen el objetivo de la
representación del sida como un acto criminal, fatal e irresistible
mente repetido. Este acto es, por supuesto, la penetración anal (ha
biendo sido el potencial de orgasmo múltiple transferido del pene
trado al penetrador, quien, en cualquier caso, puede siempre cambiar
de rol y ser penetrado diez o quince veces de esos treinta encuentros
de una noche), y debemos, por supuesto, tom ar en consideración la
confusión que existe (y que está m uy extendida entre hombres hetero
y homosexuales) entre las fantasías sobre el sexo anal y vaginal. Las
realidades de la sífilis en el siglo XIX y del sida en la actualidad “legiti
m an” una fantasía de la sexualidad femenina como intrínsecamente
enferma; la promiscuidad en esta fantasía, lejos de limitarse a incre
mentar el riesgo de infección, es el signo mismo de la infección. Las
mujeres y los gais abren sus piernas con un insaciable apetito de des
trucción 13. Es ésta una imagen dotada de un extraordinario poder; y
si los y las buenas ciudadanas de Arcadia podían expulsar de su en
torno a una familia media y respetuosa de la legalidad, ello se debe,
en mi opinión, a que al mirar a los tres niños hemofílicos pueden ha
ber visto — es decir, pueden haberse representado inconsciente
mente— la imagen infinitamente más seductora e intolerable de un
hombre adulto, con las piernas en alto, incapaz de renunciar al éxtasis
suicida de ser una mujer.
Pero, ¿por qué “suicida” ? Estudios recientes han puesto de mani
fiesto que en sociedades en las que incluso, como escribe John Bos-
well, «los patrones e ideales de belleza se configuran de conformidad
con m odelos m asculinos» (él cita la A ntigua G recia y el m undo
árabe), y, de manera aún más sorprendente, en culturas en las que las
relaciones sexuales entre hombres no son contempladas como no na
turales o pecaminosas, una línea de demarcación se dibuja en torno al
sexo anal “pasivo”. En el Islam medieval, a pesar del énfasis puesto
en el erotismo homosexual, el papel del “penetrado” es considerado
como extraño o incluso patológico, y si para los antiguos romanos
1' El hecho de que el recto y la vagina, desde el punto de vista de la transmisión se-
mi.i I tlcl VIH, sean lugares privilegiados de infección es, p or supuesto, un factor im por-
i .inte de este proceso de legitimación, pero a duras penas logra la fuerza fantasmática
de las representaciones que estoy discutiendo.
■la distinción entre los actos admisibles para ciudadanos varones y
los demás parece concretarse en la emisión de semen (contrapuesta a
su recepción) más bien que en la más moderna y conocida distinción
.ictivo / pasivo», ser penetrado analmente no dejaba de ser conside
rado un papel no decoroso para los ciudadanos 14. Y, en el segundo
volumen de la Historia de la sexualidad, Michel Foucault documenta
abundantemente tanto la aceptación (incluso la glorificación) de que
era objeto la homosexualidad en la Antigua Grecia, como las profun
das sospechas que despertaba. Una polaridad ética general del pensa
miento griego en torno al autocontrol y una inevitable indulgencia
hacia los apetitos tienen, como uno de sus resultados, una estructura
ción del com portam iento sexual en términos de actividad y pasivi
dad, con un rechazo correlativo del llamado papel pasivo en el sexo.
Lo que resulta difícil de aceptar para los atenienses, escribe Foucault,
es la autoridad de un líder que, cuando era adolescente, era un “ob
jeto de placer” para otros hombres; existe una incompatibilidad legal
y moral entre la pasividad sexual y la autoridad cívica. El único com
portamiento sexual “honorable” «consiste en ser activo, en dominar,
en penetrar, y en ejercer así la propia autoridad» 15.
Dicho de otro modo, el tabú moral acerca del sexo anal “pasivo”
en la antigua Atenas es formulado principalmente como una especie
de higiene del poder social. Ser penetrado es abdicar del poder. C on
sidero interesante que un argumento casi idéntico —desde una pers
pectiva moral completamente distinta, claro está— es desarrollado en
la actualidad por algunas feministas. En una entrevista publicada hace
algunos años en Salgamundi, Foucault decía que «Los hombres creen
que las mujeres sólo pueden experimentar placer reconociendo a los
hombres como dueños» 16 —una frase que podríamos fácilmente atri
buir a Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin, improbables cole
gas de Foucault. En la misma entrevista que estoy citando, éste hace
una apología más o menos abierta de las prácticas sadomasoquistas,
18 Andrea Dworkin, Intercourse, Nueva York, The Free Press, 1987, pp. 124,
137, 79.
tro de la sexualidad (un discurso, obviamente, no ajeno a una ideolo
gía prescriptiva sobre el sexo), los márgenes pueden ser el único espa-
i io en donde ese centro es perceptible.
Es más, si bien sus estrategias y recomendaciones prácticas son
ínticas, el trabajo de MacKinnon y D w orkin podría inscribirse en el
marco de una empresa más amplia, que yo llamaría la reinvención re
dentora del sexo. Dicho proyecto atraviesa los frentes habituales en el
t .unpo de batalla de la política sexual, e incluye, no sólo la negación
espantada de la sexualidad infantil, que está siendo “dignificada” ac
tualmente por una ansiedad casi psicótica a propósito del abuso de
menores, sino también las actividades de lesbianas defensoras del sa-
ilomasoquismo tan prom inentes como Gayle Rubin y Pat Califia,
ninguna de las cuales, por decirlo con suavidad, comparte las inquie-
tlides políticas de MacKinnon y Dworkin. El inmenso cuerpo de dis
cursos contem poráneos que proponen un imaginario radicalmente
i evisado de las capacidades del cuerpo para el placer —un proyecto
discursivo al que pertenecen Foucault, Weeks y W atney— , tiene
( orno su misma condición de posibilidad una cierta renuncia al sexo
t.tl y como lo conocemos, y un acuerdo, a menudo no explícito, sobre
la sexualidad como algo menos molesto en su esencia, menos abra
sivo socialmente, menos violento y más respetuoso de la persona, de
l<> que hasta ahora ha sido la norma en una cultura de dominación
masculina falocéntrica. Las mistificaciones sobre el machismo que
podemos observar en los discursos de los activistas gais pertenecen a
esta empresa; más tarde volveré sobre otros aspectos de la participa-
i ion de los gais en este proyecto de redención del sexo. Por el m o
mento, quiero proponer la idea de que, en prim er lugar, M acKinnon
VDworkin han tenido al menos el coraje de ser explícitas a propósito
de la profunda repugnancia moral por el sexo que inspira todo este
proyecto, ya sea su programa específico sobre la legislación antipor-
nografía, el retorno a las idílicas movilidades de la polisexualidad in-
lantil, los azotes sadomasoquistas del cuerpo con el objetivo de mul
tiplicar o red istrib u ir los pu n to s de placer o, com o verem os, el
proyecto comparativamente anodino de pluralismo sexual promocio-
nado por Weeks y Watney. La m ayor parte de estos programas tie
nen la virtud ligeramente cuestionable de ser indiscutiblemente más
.anos o cuerdos que el tributo lírico de D w orkin al pastoralismo mi
litante, representado por la virginidad de Juana de Arco, si bien los
impulsos pastorales están detrás de todos ellos. Lo que me molesta
i leí análisis de M acKinnon y D w orkin no es su visión de la sexuali
dad, sino más bien las intenciones pastorales y redentoras que la apo
yan. Es decir —y ésta es la segunda idea principal que quiero p ropo
ner—, nos han dado las razones por las que la pornografía debe m ul
tiplicarse y no ser abandonada, y, más aún, las razones por las que
defender, por las que mimar incluso, ese mismo sexo que consideran
tan odioso. Su denuncia del sexo —su negativa a hacerlo más bonito,
más romántico, su negativa a sostener que follar tiene algo que ver
con la comunidad o con el amor— ha tenido el efecto tremendamente
deseable de publicitar, de exponernos lúcidamente, el inestimable va
lor del sexo como —al menos en algunos de sus aspectos inerradica-
bles— anticomunal, antiigualitario, antimaternal, antiamoroso.
Comencemos con algunas consideraciones anatómicas. Los cuer
pos humanos están construidos de modo que es, o al menos ha sido,
casi imposible no asociar dominación y subordinación con la expe
riencia de nuestros más intensos placeres. Esta es, en prim er lugar,
una simple cuestión de posición. Si la (hasta hace poco) necesaria pe
netración para la reproducción de la especie ha sido lograda, en gene
ral, p or la colocación del hombre sobre la mujer, no deja de ser cierto
que el hecho de estar encima no puede ser nunca, exclusivamente,
una cuestión de postura física —ni para la persona que está encima ni
para la que queda debajo. (Y para la mujer, el hecho de estar ocasio
nalmente encima se reduce a un modo de permitirle que juegue al po
der durante un rato, aunque —como las imágenes del cine porno
ilustran de manera harto efectiva— incluso estando debajo, el hom
bre puede todavía concentrar su agresividad, falsamente abandonada,
en el movimiento de embestida de su p en e .)19 Y es que, como esto
parece sugerir, está la cuestión del pene. Desgraciadamente, desenten
derse del problema postulando que la envidia de pene es más una fan
tasía masculina que una verdad psicológica de las mujeres, no contri
buye en nada a cambiar las asunciones que se esconden detrás de esa
fantasía. Ya que la idea de la envidia de pene describe cómo se sienten
los hombres por tenerlo, y, mientras haya relaciones entre hombres y
mujeres, este hecho no dejará de ser im portante para las mujeres. En
pocas palabras, las estructuras sociales de las que, según se ha postu
20 Véase Leo Bersani, The Freudian Body: Psychoanalysis and Art, Nueva York,
Colum bia University Press, 1986, capítulo II, especialmente pp. 38-39.
diana, podemos decir que Bataille reformula esta autodestrucción en
términos sexuales como una especie de depreciación o degradación
ile sí no anecdótica, como un masoquismo para el que la melancolía
característica del masoquismo moral del superego posedípico es com
pletamente ajena, y en la que, por decirlo así, el yo es desechado exu
berantemente 21.
La relevancia de estas especulaciones para la presente discusión
deberían estar claras: el yo en el que lo sexual se destruye p ro p o r
ciona la base sobre la que la sexualidad se asocia con el poder. Es po
sible considerar lo sexual como aquello que, precisamente, se mueve
entre un hiperbólico sentido de sí y la pérdida absoluta de toda con
ciencia de sí. Pero el sexo, como hipérbole de sí, es quizás una repre
sión del sexo como abolición de sí. U na réplica inexacta de la des
tru cció n del yo com o crecim ien to del yo, com o tu m escencia
psíquica. Si, como parecen sugerir estas palabras, los hombres son es
pecialmente aptos para “escoger” esta versión del placer sexual, dado
que su equipamiento sexual parece invitar, por analogía, o al menos
facilitar, la falación del ego, no obstante, ningún sexo tiene los dere
chos exclusivos de la práctica del sexo como hipérbole de sí. Ya que
es, quizás de manera primaria, la degeneración de lo sexual en una re
lación lo que condena a la sexualidad a convertirse en una lucha por el
poder. Tan p ronto com o se establecen las personas como tales, la
guerra comienza. Es el yo el que se crece de excitación ante la idea de
estar encima, es el yo el que hace del inevitable juego de embestidas y
abandonos un argumento para el establecimiento de la autoridad na
tural de un sexo sobre otro.
estudio sobre las preferencias sexuales de gais y lesbianas no son tam poco de mucha
ayuda— acerca de las fantasías de y sobre las y los homosexuales.
•I. irl.iciones no previstas hasta ahora» (1985: 34 y 35). Pero, ¿qué es
.7 «".tilo de vida gai? ¿Existe alguno? ¿Era el estilo de vida de Fou-
• .mil el mismo que el de Rock H udson? Más importante aún, ¿cómo
puede resultar más amenazador un tipo de relación no representablc
•pie la representación de un acto sexual particular — especialmente
<ii.indo el acto sexual está asociado con las mujeres, pero es desarro
llado por hombres y cuando, como he sugerido, dicho acto tiene el
ieirorífico atractivo de la pérdida del ego, de la humillación de sí?
I Iemos estado estudiando algunos ejemplos de lo que podríamos
llamar una serie épica y desenfrenada de desplazamientos en los dis
cursos sobre la sexualidad y sobre el sida. El gobierno se preocupa
más por hacer análisis de anticuerpos que por la investigación y pol
los tratamientos; está más interesado en quienes pueden estar even
tualmente amenazados por el sida que en quienes ya han sido golpea
dos por la epidemia. En algunos hospitales, la preocupación por la se
guridad de los pacientes que no han estado expuestos al VIH va muy
por delante de la atención y el cuidado dispensado a quienes padecen
una enfermedad relacionada con el sida. La atención se desvía de las
formas de sexo que la gente practica hacia un discurso moralista so
bre la promiscuidad. Los impulsos por matar a los gais se expresan a
través de la ira en contra de gais asesinos que extienden deliberada
mente un virus mortal entre “la población general”. La tentación del
incesto se ha convertido en una obsesión nacional a propósito del
abuso de menores por parte de cuidadores y profesores. Entre los in
telectuales, el pene ha sido satanizado y sublimado en el falo como
significante originario; el cuerpo, por su parte, debe ser leído como
un lenguaje. (Dichas técnicas de distanciamiento, para las que los in
telectuales tienen una facilidad natural, no sólo se aplican, p o r su
puesto, a cuestiones sexuales: la desgracia nacional que supone la dis
crim inación económ ica de la población negra es enterrada bajo
virtuosos llamamientos a sanciones contra Pretoria.) La excitación
salvaje del fascistizante S&M se convierte en una parodia del fas
cismo; la idolatría de los gais por la polla es “ensalzada” hasta la dig
nidad política de una “guerra de guerrillas sem iótica”. El falocen
trism o del cruising gai se convierte en diversidad y pluralism o; la
representación se desplaza de la práctica concreta de la fellatio y la
sodomía a los encantos melancólicos de los recuerdos eróticos y las
tensiones cerebrales del cortejo. Incluso ha habido desplazamientos
de los propios desplazamientos. Si bien es incuestionablemente co
rrecto hablar —como lo han hecho Foucault, Weeks y MacKinnon
i iitre otros/as— de la fuerza ideológicamente organizadora de la se
xualidad, otra cosa bien distinta es sugerir —como estos escritores/as
lucen— que las desigualdades sexuales son predominantemente, qui
zas exclusivam ente, desigualdades sociales desplazadas. W eeks
( I‘>85: 44), por ejemplo, habla de las tensiones eróticas como un des
plazamiento de las posiciones de poder y subordinación impuestas
políticamente, como si lo sexual — donde está implicado el cuerpo
luí mano, como fuente de la experiencia original que cada individuo
i u ne del poder (y de su ausencia)— , pudiera concebirse de algún
modo al margen de cualquier relación de poder, como si, de golpe y
desde fuera, sufriera algún tipo de contaminación de poder.
El desplazamiento es endémico a la sexualidad. En mi libro Bau-
Jrlaire and Freud especialmente, he escrito sobre la movilidad del
deseo, sugiriendo que el deseo sexual se inicia y, de hecho, puede ser
ieconocido en una agitada actividad fantasmática en la que los origi
nales objetos de deseo (no obstante, desde un principio, ilocalizables)
•.e pierden en las imágenes que generan. El deseo, por su propia natu-
i.ileza, nos aparta de sus objetos. Si me refiero críticamente a lo que
i onsidero una cierta negativa a hablar francamente del sexo gai, no es
m porque crea que éste sea reductible a una forma de actividad se
xual, ni porque crea que lo sexual en sí sea una función estable, fácil
mente observable o definible. Más bien he tratado de dar cuenta de
las representaciones criminales de los homosexuales desencadenadas
v “legitimadas” por el sida, y, al hacerlo, me han sorprendido lo que
podríamos denominar los desplazamientos generados por una aver-
ion característica tanto de dichas representaciones, como de las res
puestas gais a ellas. Watney es perfectamente consciente de los despla
zamientos operativos en «casos de violencia verbal o física extrema
Iiacia lesbianas o gais y, por extensión, en toda la cuestión del sida»;
habla, por ejemplo, de «misoginia desplazada», de «un odio hacia lo
ipie es proyectado como “pasivo” y, por tanto, femenino, sancionado
por los impulsos heterosexuales del sujeto» (1987: 50). Pero, como ya
lie dicho, existe un cierto acuerdo, implícito tanto en la violencia con-
iia los gais (y contra las mujeres, lesbianas o no) como en las iniciati
v a s de los gais (y de las mujeres) que reconsideran qué significa ser
I-,ai (o ser mujer); un acuerdo sobre lo que debería ser el sexo. El p ro
vecto pastoral podría considerarse como una inspiración de las de
mostraciones de poder incluso más opresivas. Si, por ejemplo, asumi
mos que la opresión de las mujeres disfraza la tem erosa respuesta
masculina a una imagen seductora de ausencia de poder sexual, en
tonces el machismo más brutal es, en realidad, parte de un proyecto
de domesticación, incluso de higienización. La ambición por practi
car el sexo sólo como poder constituye un proyecto de salvación, un
proyecto diseñado para preservarnos de una obscenidad ontológica
de pesadilla, de la perspectiva de una ruptura de lo humano en inten
sidades sexuales, de una especie de comunicación no personal con ór
denes de existencia “inferiores”. El pánico sobre el abuso de menores
es el caso más transparente de esta compulsión por reescribir el sexo.
La sexualidad adulta está escindida en dos: redimida por su m etam or
fosis retroactiva en la pureza de una infancia asexual, y, sin embargo,
al abrigo de sus formas más siniestras al ser proyectada en la imagen
del criminal seductor de niños y niñas. La “pureza” es aquí crucial:
tras las brutalidades contra los gais, contra las mujeres, y, en la nega
ción de su misma naturaleza y autonomía, contra los niños y las ni
ñas, se esconde el proyecto pastoral, idealizante, redentor del que he
estado hablando. Más exactamente, la brutalidad es idéntica a la idea
lización.
La participación de los y las desposeídas en este proyecto es par
ticularmente descorazonadora. Los gais y las mujeres deben, por su
puesto, com batir la violencia de que son objeto, y ciertam ente no
siento ninguna complicidad con las fantasías misóginas u homofóbi-
cas. Sin embargo, sí estoy proponiendo una oposición a esa forma de
complicidad que consiste en aceptar, buscando incluso nuevas justifi
caciones, las mentiras de nuestra cultura sobre la sexualidad. Las mu
jeres hacen llamamientos a un cierre de piernas permanente en nom
bre de quim éricos ideales no violentos de ternura y m aternidad,
como si existiera un acuerdo secreto sobre los valores fundamentales
de esas imágenes misóginas de la sexualidad femenina; los gais redes
cubren repentinamente las saunas olvidadas como auténticos labora
torios de liberalismo ético, como espacios en los que los ideales de
comunidad y diversidad, malamente llevados a la práctica por nuestra
cultura, fueran allí verdaderamente ejercidos. Pero, ¿que sucedería si
dijéramos, p o r ejemplo, no ya que sea un error considerar el llamado
sexo pasivo como “degradante”, sino más bien que el valor de la se
xualidad es precisamente degradar la seriedad de los esfuerzos aplica
dos a redimirla? «El sida», escribe Watney, «ofrece una nueva señal a
la m aquinaria de la represión sim bólica, haciendo del recto una
i umba» (1987: 126). Pero si el recto es la tum ba en la que es enterrado
ese ideal masculino de subjetividad orgullosa (un ideal compartido
-d e distinta forma— por hombres y mujeres), entonces debería sei
celebrado, precisamente, por ese potencial de muerte. Trágicamente,
el sida ha transform ado ese potencial en una certidumbre literal de
muerte biológica, y ha reforzado, de este modo, la asociación hetero
sexual del sexo anal con una autoaniquilación, identificada en primer
termino con el misterio fantasmático de una insaciable e imparable
sexualidad femenina. Puede que, al final, sea en el recto donde el gai
ilcstruye su propia identificación, de otro modo incontrolable, con
esc juicio criminal formulado en su contra.
Ese juicio, como he sugerido, se apoya en el sacrosanto valor de
sí, un valor que da cuenta de la extraordinaria disposición de los seres
humanos por matar cuando se trata de proteger la seriedad de sus
manifestaciones. El yo es una conveniencia práctica; prom ovida al es-
i.uus de ideal ético, es una sanción de la violencia25. Si la sexualidad
es socialmente disfuncional por juntar a las personas sólo para lan
zarlas a un gozo autodestructivo y solipsístico que las aleja unas de
ulras, también podría ser considerada como práctica de no violencia
fundamentalmente higiénica. La “obsesión” de los gais por el sexo,
lejos de ser negada, debería ser motivo de celebración, no por sus vir-
iudes comunitarias, no por su potencial subversivo como parodias
del machismo, no porque ofrezca un modelo de pluralismo genuino a
una sociedad que celebra tanto como castiga ese mismo pluralismo,
sino más bien porque nunca deja de representar el macho fálico inter
nalizado como un objeto de sacrificio infinitamente amado. La ho
mosexualidad masculina anuncia el riesgo de la autodispersión propia
Je lo sexual, el riesgo de perder de vista el yo, y al hacerlo, propone y
lepresenta peligrosamente el gozo como modo de ascesis.
25 Esta frase podría ser reformulada, y elaborada en térm inos freudianos, como la
ililerencia entre la función del ego de “analizar la realidad” y la violencia moral del su-
l'cryó (contra el yo).
i ( >M0 MOTIVAROS SIN REGAÑAROS
I >AVID BERG M AN
I )t-l mismo modo que «el amor que no osaba decir su nombre» se ha
.«mvertido en el am or que no puede dejar de hablar de sí mismo,
i.mibién la enfermedad que nadie se atrevía a mencionar se ha conver-
iido en tema de conversación para todo el mundo. La bibliografía so
bre el sida crece en progresión geométrica, e incluso el estudiante más
meticuloso sería incapaz de mantenerse al día a la vista de todo lo que
'.c publica. Prácticamente todas las disciplinas de conocimiento recla
man un espacio que les permita tratar el sida como un tema de su in-
«timbencia, dando lugar a lo que Paula A. Treichler ha denominado
•una epidemia de significación» *. Los ámbitos de la física, la biolo
gía, la psiquiatría, la salud pública, la ética, la sociología, la economía,
el análisis de mercado, la ciencia política, la antropología, la teología
y todo tipo de manifestaciones artísticas han querido dejar su huella
en este tema. Frente al silencio que equivalía a la muerte, ahora se im
pone una torre de Babel que es, en sí misma, una plaga.
Es por ello que me embarco en esta iniciativa con una cierta in-
i|uietud, y que quiero, antes de nada, abordar esta tendencia com pul
siva a añadir contribuciones al creciente discurso sobre sida. Act Up,
el grupo de acción política sobre temas relacionados con el sida, ha
adoptado un eslogan muy del estilo de Beckett: «Silencio=Muerte»,
sugiriendo que lo que se dice es mucho menos im portante que el he-
cho de hablar. Podemos analizar la pertinencia de esta proposición a
la luz del ataque de que fue objeto en la Bolsa Bill LaMothe, director
general de la compañía Kellogs, por parte de activistas gais (entre los
Publicado originalmente bajo el título «Larry Kram er and the Rhetoric of AIDS», en la
compilación de artículos del mismo autor titulada G aiety Transfigured: G ay Self-R e-
¡nesentation in A m erican L iterature, M adison, The U niversity of W isconsin Press,
1991. Traducción de Ricardo Llamas.
1 Paula A. Treichler (1991), «AIDS, H om ophobia, and Biomedical Discourse: An
Kpidemic of Signification”, en Douglas Crim p (comp.) (1991), AIDS. C u ltu ral A n aly-
ais, C u ltu ral A ctivism , Cambridge (Massachusetts): MIT Press, p. 42.
que se encontraba un hom bre de setenta años, descendiente directo
del fundador de la compañía) alegando que la publicidad del N u t &
H oney Crunch era homofóbica. LaMothe admitía que «cuando el vo-
lumen alcanza un determinado nivel, estamos quizás ante un ruido
que hay que tener en cuenta» 2. LaMothe no analiza las críticas de los
gais en función de su pertinencia, sino en función de su potencia so
nora; el contenido está subordinado al volumen; sólo se escucha el
ruido o el silencio.
Sin embargo, puede que los beneficios que se deriven del hecho
de hablar del sida sean más patentes para quienes hablan que para
quienes escuchan. Para quien ha perdido a alguien, las palabras libe
ran y alivian el dolor. Para quienes sienten la obligación moral de ha
cer algo, escribir puede ser una forma de cumplir con esa obligación.
Por propia experiencia, sé que existe una sensación irracional de que
se ahuyenta la enfermedad al hablar del sida. Mucha de la vehemencia
propia de la retórica del sida puede atribuirse a la creencia en los po
deres mágicos o profilácticos del lenguaje.
Por supuesto, no todo el m undo considera que esta interminable
discusión en torno al sida sirva para algo, o que sea siquiera deseable.
Susan Sontag, por ejemplo, añora el día en que el sida sea una enfer
medad tan “ordinaria” como ha llegado a serlo la lepra en nuestros
días; un tema que es raramente discutido y carente de estigma. «Pero
no se ahuyenta a las metáforas con sólo abstenerse de usarlas», reco
noce. «Hay que ponerlas en evidencia, criticarlas, castigarlas, desgas
tarlas» 3. Para Sontag, el camino del silencio está pavimentado de aná
lisis exhaustivos. Lee Edelman considera que, ya que los escritores
gais siempre encontrarán que su discurso es «objeto de apropiación
por parte de la lógica contradictoria de la ideología homofóbica», y
ya que «no existe un discurso asequible sobre el sida que no esté, a su
vez, enfermo» 4, quizás sea apropiado tom ar en consideración el con
sejo que le daba Freud a H . D. sobre cómo responder a la amenaza
nazi y permanecer al mismo tiempo en silencio. La mayor parte de
los escritores, no obstante, han considerado que la emergencia epidé
mica no requería ni la objetividad austera de Sontag ni el "terrorism o
5 Francés Fitzgerald, «The Castro», en Cities on the H ill, Nueva York, Simón and
Schuster, 1987, p. 109.
* «Crisis de salud de los gais», en adelante GMHC [N. del T.].
** «Coalición sobre el sida para desencadenar el poder» [N. del T.].
6 L arry K ram er, R eports fro m the H olocaust: The M akin g o f an AIDS A c tivist,
Nueva York, St. M artin’s Press, 1989, pp. 145-146. U n artículo de Larry Kramer, titu
lado «N uestra prim era visita al ayuntam iento», así como otros textos publicados en el
boletín de GM H C (2 de enero de 1983), fueron traducidos y publicados e n la compila
ción de A lberto Cardín y Arm and de Fluviá titulada SIDA ¿M aldición bíblica o enfer
m ed a d letal?, Barcelona, Laertes, 1985. [N. del T.]
armas inadecuadas para la tarea que debían cumplir? ¿Es Kramer l.t
reina de todas las reinas del mensaje, o tan sólo su horrenda ma
drastra?
Para dar respuesta a estas preguntas, será necesario revisar toda su
carrera como activista de la lucha contra el sida; una carrera que li.i
pasado sucesivamente por tres o cuatro etapas. En un principio, logró
que la comunidad gai le prestara atención al problema del sida, y so
dedicó a buscar ayuda financiera para la investigación y para la pres
tación de servicios a personas enfermas. En estos primeros tiempos,
también empezó a atacar a quienes acabarían integrando una amplia
lista de “enemigos”, entre los que estaban el alcalde de Nueva York,
Edward Koch; el diario The N ew York Times, el C entro de Control
de Enferm edades (C enter fo r Disease Control, CD C ) y el Instituto
Nacional de Salud (.National Institute o f Health, n i h ). «Estaba dis
puesto a atacar a cualquier enemigo a la vista», admite (1989: 32). Tras
su ruptura con GM HC, Kramer entra en una segunda etapa de su ca
rrera activista, en la que, junto con el alcalde y el Times, la misma
GM HC pasa a ser objeto de sus embestidas. En una tercera etapa, Kra
mer centra sus ataques en W ashington y en la burocracia federal, en
especial el N IH , su director de programas, el doctor A nthony Fauci, al
que llama «enemigo público número uno» (1989: 188) y la Adminis
tración Federal de M edicam entos (Federal D rug A dm inistration,
FDA). Por último, sus Reports from the Holocaust acaban con un en
sayo reciente, cuyo tono es menos estridente que cualquiera de sus
escritos anteriores, y en el que se formula la lógica implícita en sus
manifestaciones políticas. N o obstante, salvo la posible excepción de
este último ensayo, los escritos de Kramer cambian poco y desplie-
gan una sorprendente uniform idad estilística; por ejemplo, sus ata
ques a finales de los ochenta a Fauci, Reagan y Koch, calificándolos
de «megalómanos jugando a ser Dios», son una recapitulación de un
tema por prim era vez enunciado en su guión para la película Mujeres
enamoradas (Wornen in Love), de 1969.
Antes de pasar a analizar con más detalle los rasgos definitorios
de las polémicas que Kramer establece, debería señalar que la cohe
rencia estilística es una constante de la retórica en torno al sida; una
representación predecible de tópicos tradicionales que ha sorpren
dido a los analistas. «Es casi imposible observar la epidemia de sida
sin ex p erim en tar una sensación de déja vu » , com enta A lian M.
Brandt. Por su parte, Richard Gilman también observa que las re
presentaciones del sida «repiten claramente la historia iconográfica de-
la sífilis». Para Charles A. Rosenberg, la descripción del sida «re-
i iimla la manera en que las sociedades siempre han analizado la en
fermedad». M artha Gever lamenta que el público quede «tranquili
n o p o r la co n te n c ió n del c o n o c im ien to [...] en el m arco de
' .ii ucturas familiares», y que por ello no busque formas más adecua-
tl.is para com prender el sid a 7. Prácticamente todos los escritores y
• senioras que tratan el tema del sida son deudores de unas formas de
ver la enfermedad que cuentan con una larga historia. Si bien la obra
iIr Kramer es, por un lado, sintomática de este problem a cultural,
i imbién es, por otro lado, heroica en su lucha por liberarse de estos
lopicos.
La amistad que unía a Kramer con algunos de los primeros casos
identificados, no permite por sí sola explicar la celeridad con que res
pondió a las primeras informaciones sobre el sida. La primera notifi-
■.ición oficial de la enfermedad apareció en el boletín semanal del
<entro de C ontrol de Enfermedades el 5 de junio de 1981 (Morbidity
,ind Mortality Weekly Report, 30:21, 250-252). El 3 de julio, el mismo
dí.i en que el MMWR daba a conocer casos de sarcoma de Kaposi y de
neumonía por pneumocystis carinii en Nueva York y California, The
New York Times titulaba «Extraño cáncer afecta a 41 homosexua-
l<-%». Kramer sacaba su prim er artículo en el número del 24 de agosto
ti 6 de septiembre de la revista Native. De este modo, tres meses des
pués de una prim era referencia oscura en un diario, leída por un pu-
n.ido de especialistas, Kramer ya estaba lanzando «Un llamamiento
personal» a los gais de Nueva York, alertándoles de que «todo lo que
liemos estado haciendo estos últim os años puede haber sido sufi-
• lente para que se desarrolle un cáncer a partir de algo minúsculo,
•|uc se introdujo allí quién sabe cuando y por hacer quién sabe qué
• osas» (1989: 8). Kramer podía abordar el tema del sida con tanta ra
pidez porque la enfermedad le servía de correlato objetivo para de-
' Respectivamente: Alian M. Brandt, «AIDS: From Social H istory to Social Polity»,
i n la compilación de artículos realizada p o r Elizabeth Fee y Daniel M. Fox, bajo el tí-
i iilo AIDS: The B urdens o f H istory, Berkeley, U niversity of C alifornia Press, 1988,
|i 152; Richard Gilman, Decadence: The Strange L ife o f an Epiteth, N ueva York, Fa-
iiiir, Straus and Giroux, 1971, p. 107; Charles A. Rosenberg, «Disease and Social O r-
ilrr in America: Perceptions and Expectation», The M ilh an k Q u a rterly, núm . 64,
IVH6, p. 51; M artha Gever, «Pictures of Sickness: Stuart Mershall’s B right Eyes», en
I (ungías C rim p (com p.), AIDS. C u ltu ra l A n alysis, C u ltu ra l A c tiv is m , C am bridge
(M.issachusetts), MIT Press, 1991, p. 110.
fender muchas de las ideas y actitudes que ya tenía de antemano; el
sida era el detonante de un abanico de respuestas preexistente.
Ese “llamamiento personal” provocó potentes respuestas directas
por parte de los lectores gais. Bob Chesley, en una carta a N ative, fue
el primero en señalar que la respuesta de Kramer ante la crisis coinci
día con sus anteriores críticas a la com unidad gai. «El significado
oculto tras sus emotivas manifestaciones es el triunfo de la culpabili
dad: los gais merecen m orir de promiscuidad [...]. Leed con atención
cualquier cosa que Kramer haya escrito, y creo que encontraréis en-
i re líneas un mensaje: el precio a pagar por los pecados de los gais es
la muerte» (citado en 1989: 16). El ataque de Chesley no hizo sino
azuzar a Kramer, que respondería con dificultad en un subsiguiente
artículo del N ative. Sin em bargo, las hiperbólicas acusaciones de
( '.hesley sobre la «homofobia gai y el antierotismo» de Kramer, con
tienen más elementos de verdad de lo que éste está dispuesto a admi
tir, incluso si en tales acusaciones no se aprecia el acierto de algunos
análisis de Kramer ni la emergencia que ya entonces suponía el sida,
En su introducción a The N orm al Heart, Andrew Holleran tam
bién encuentra las raíces de la respuesta de Kramer ante el sida en su
novela de 1978 Faggots (m aricones)8. Faggots es una sátira del am
biente homosexual de Nueva York al estilo de Waugh, en la que se
mezclan fantasmagorías de violación, incesto, drogadicción, coprofi
lia, pedofilia y tortura. Resulta difícil imaginar cómo esperaba Kra-
iner que sus lectores interpretaran la comicidad de su corrosiva no
vela. Al igual que en la obra de Thackery Vanity Fair, en Faggots no
hay héroe; su protagonista, Fred Lemish (alter ego de Kramer) es un
escrito r de éxito, que in ten ta e n c o n trar el am or ju n to a D inky
Adams, un don nadie, atractivo, m anipulador, lleno de encanto y
profundamente autodestructivo. A lo largo de las páginas del libro,
peregrinamos junto con Fred, D inky y otras docenas de personajes
drogados y difícilmente diferenciables, en una odisea que dura cuatro
días, por los servicios de estaciones de autobús, inauguraciones de
discotecas, clubes sadomasoquistas, saunas, apartamentos lujosos en
Manhattan y, p o r último, la apertura de tem porada de Fire Island,
que un h o m b re de negocios judío ya m aduro confunde con un
Sí... Significa que ninguna relación en todo el mundo seria capaz de sobrevi
vir a toda la mierda que echamos encima. Significa que no estamos anali
zando las razones por las que hacemos todo lo que hacemos. Significa que
nos queda mucho trabajo po r hacer. M ucho que observar. Significa que si
esas parejas felices existen, mejor será que salgan fuera rápido y se muestren a
la luz, de modo que tengamos unos pocos ejemplos para idólatras descreídos
como tú. Antes de que te jodas hasta la muerte [1978: 265].
9 George W hitm ore, Someone Was There: Profiles in the AIDS Epidemic, N ueva
York, N ew American Library, 1988.
blicación de Faggots, aparecía también la novela de Edm und White
Nocturnes fo r the King o f Naples, y la novela de Andrew Holleran
Dancer from the Dance, unas obras que comparten el mismo escena
rio decadente de Nueva York y la misma actitud crítica, pero que le
vantaron mucha menos hostilidad. Lo que diferencia a W hite y H o
lleran de Kramer, y lo que les puso a salvo de iracundas reacciones, es
<|ue m anifiestan una simpatía lírica p o r sus testarudos personajes,
mientras que Kramer, como mucho, deja entrever una identificación
malhumorada. A diferencia de Evelyn Waugh, su auténtico punto de
referencia artística, Kramer nunca alcanza ese requisito de estableci
miento de una distancia satírica o desapego clínico. Su implicación
personal interfiere tanto en sus simpatías como en su objetividad.
Mientras White y Holleran son dulcemente elegiacos, Kramer cen
sura con amargura el com portamiento de sus personajes.
La costumbre de Kramer de dar respuesta a acontecimientos polí
ticos como si fueran afrentas personales, de transform ar burocracias
impersonales en m onstruos identificables, de subsumir todos los con
flictos en una versión del romance familiar freudiano, es la fuente
tanto de la fuerza que adquiere su polémica forma de hacer política,
como de los problemas que de ella se derivan. Sus andanadas alcan
zan buena parte de su escalofriante insistencia por ese carácter ín
timo. Kramer recuerda muy menudo a sus lectores que GM HC nació
en el salón de su casa; tan a menudo, que acaba pareciendo evidente
que, en cuanto la organización abandonó el salón de su casa, Kramer
se sintió traicionado. Tanto en The N orm al Heart como en Reports
from the Holocaust, Kramer refleja sus conflictos con su hermano,
como si la epidemia de sida fuera un episodio más de sus disputas fa
miliares. De hecho, ninguno de estos libros acaba hablando de la co
munidad gai, sino con sus abrazos a su hermano y cuñada. La ten
dencia de Kram er a em plazar a la com unidad gai en el seno de la
familia heterosexual es, creo, la razón por la que su trabajo se dirige a
sus lectores gais de manera tan potente e incómoda: sugiere una re
conciliación tan sinceramente deseada como frustrantem ente apla
zada. Com o dice Seymour Kleinberg, «la sociedad no actúa como si
fuera una familia subrogada en la que todas las personas pudiéramos
desarrollar nuestras lealtades y valores morales. De hecho, con m u
cha frecuencia, la sociedad actúa como lo hacen las familias de los
gais; con desprecio e indiferencia» 10.
I >ini,ild VanDeVeer titulada AIDS: Ethics and Public Policy, B elm ont (C alifornia),
\\ id m o rth , 1988, p. 59.
t.hiicro a GMHC tanto o más que cualquier otra cosa. Después de todo, na-
i ¡ó en el salón de mi casa, le di el nom bre que tiene (para bien o para mal),
i onseguí asesoría jurídica de la firma de abogados de mi hermano, y le di dos
.mos enteros de mi vida. Estoy m uy orgulloso de que, en parte gracias a mi,
l,i organización esté ahí, y soy consciente de los muchos logros conseguidos a
lo largo de estos años. Pero también me siento dolorido y enfadado y frus-
ii.ido, como un padre ante un hijo testarudo y descentrado, al que ve crecer
le forma diferente a como había imaginado [1989: 119].
GMHC está atada a otras fuerzas además del Consejo de Dirección. En al
gún momento, la organización ha sido completamente tomada por Pro
fesionales Custodios (trabajadores sociales, psicólogos, psiquiatras, tera
peutas, profesores), y todos ellos han canalizado sus intereses hacia la
gente enferma, hacia quienes están muriendo, hacia el establecimiento de
un funeral permanente. Ayudáis a la gente a ir a la tumba, a afrontar la
muerte. GM HC fue fundada para servir a la vida [1989: 112].
Su madre quería que volviera a Phoenix antes de morir, esto fue la semana
pasada, cuando el desenlace ya era evidente, así que consigo un permiso de
I inma, lo empaqueto y me lo llevo al avión en una ambulancia [...]. Después
del despegue, A lbert pierde la cabeza, deja de reconocerme, ya no sabe dónde
cftá, ni que vuelve a casa, y entonces, allí mismo, en el avión, se vuelve [...]
incontinente. Empieza a hacérselo en los pantalones, y por todo el asiento,
mierda, pis, de todo. Bajé mi maleta y saqué toda la ropa que pude encontrar,
V empiezo a limpiarlo como puedo... y me quedo allí sentado, agarrándole la
mano, diciéndole «Albert, por favor, basta, aguántate, tío, te lo ruego, hazlo
por nosotros, por Bruce y Albert» [1985: 105-106].
la compilación de León McKusic, W hat to do about AIDS: Physicians and M ental 1 /<•
alth Professionals Discuss the Issues, Berkeley, U niversity of C alifornia Press, 1986,
p. 63.
16 Jan Zita Grover, «AIDS: Keywords», en la compilación de Douglas Crim p, A I D S ,
Cultural Analysis, C ultural Activism , C am bridge (Massachusetts): MIT Press, 1991,
p. 22; Ross, 1988; Treichler, 1987: 66.
17 The N e w York Times, 19 de mayo de 1989, D 16. Cinco años después, (a 30 (Ir
junio de 1994) los casos de sida en el m undo, según la OMS, son 985 119. N o obstanu ,
defectos de diagnóstico, falta de datos y retrasos en la notificación, hacen aumentiii
esta cifra hasta aproximadamente 4 millones de casos de sida [N. del T.].
unto en el tem or eventual a que el resultado le excluya del grupo de
los “vivos”, sino en su deseo de mantener abierta la perspectiva de ser
uno de los muertos. Su famoso principio, «Todos y cada uno de los
minutos de mi vida debo actuar como si ya tuviera sida y como si es
tuviera luchando por mi vida» combina estas categorías incluso al in
sistir en ellas (1989: 91).
La forma preferida utilizada por Kramer para dirigirse al público
la carta abierta— es también un medio contradictorio, al exponer
• tinstantemente al escrutinio de todo el mundo sus impresiones más
piivadas. La carta abierta plantea como problem ática una cuestión
•| uc, por lo general, resulta relativamente sencilla: quién va a leerla.
I as personas a las que explícitamente se dirigen sus cartas abiertas no
Iorinan parte de sus lectores y lectoras habituales. Escritas a sus “ene
migos” para decirles lo malvados que son, estas cartas nunca renun-
i i,m a convertirlos en aliados. De modo suficientemente perverso, en
•til única carta abierta dirigida a un supuesto amigo, Max Frankel (que
h.ibía reemplazado al vituperado Abe Rosenthal como editor-jefe de
íbe N ew York Times, y que había tendido una ram ita de olivo a
Kramer), acaba por condenarlo sumariamente. Es como si Kramer,
•|Ue tanto ha trabajado por establecer polaridades, no se diera por sa-
lisíecho hasta llevar dichas polaridades al colapso; una vez colapsa-
i l .i s , pretendería restablecerlas con más energía aún.
Las dificultades que tiene Kramer con las categorías convencio-
n.iles son particularmente aparentes en lo que se refiere a sus actitu
des respecto al matrimonio y la familia entre gais. Kramer pretende
<Iiit* el Estado permita los matrimonios entre gais, y finaliza su novela
íhc Normal Heart con el m atrimonio simbólico entre N ed Weeks y
I i lix, como si la ceremonia fuera necesaria para legitimar la relación
11985: 122). A firm a que «los gais fueron conducidos al sida a la
tuerza» porque no pueden casarse (1989: 180). Kramer explica que
Si nosotros [los gais] hubiéramos tenido esos derechos que nos ha
l l é i s negado, si se nos hubiera permitido vivir respetablemente en una
■mnunidad como iguales, nunca hubiera habido sida. Si se nos h u
biera permitido casarnos, no hubiéramos sentido la necesidad de ser
l'iomiscuos» (1989: 178-179). Para Kramer, los gais adquieren “res-
I" labilidad” en la imitación de esos mismos desacreditados heterose-
u.Jes que niegan a los gais sus derechos. Kramer parece incluso ali-
mentar la ilusión de que el m atrim onio protegería del sida de un
modo u otro: «Solía animar a mis amigos a que establecieran relacio
na, duraderas [...]. Mientras rellenaba las tarjetas [con los nombres
de los amigos muertos de sida], me disgustó com probar que algunas
de las parejas a las que yo había animado podían quizás haberse in-
lectado m utuam ente» (1989: 221). Kram er nunca considera que la
promiscuidad puede ser el resultado tanto de una búsqueda de un
•-eudoesposo como de una voluntad de evitar un compromiso de pa
reja, y sólo reconoce en última instancia que los peores enemigos de
los gais son, precisamente, quienes, como Adolf Eichmann, actúan en
defensa de la familia.
I ,a familia. La familia. Con qué insistencia se repiten estas palabras una y otra
vez en América, desde la retórica electoral a la publicidad en televisión. Este
país se enorgullece al proclam ar los valores familiares, como si no hubiera
más que éstos, como si la familia fuera el fruto del hogar, como si fuera una
unidad, como si fuera amor, com o si fuera necesaria para producir bebés
(como si éstos fueran un producto), o para justificar o perm itir un acto se
xual [...]. Bueno, también yo soy parte de una familia. O al menos eso creía
|...|. Q ué práctico para todos ellos haberse desecho de nosotros de manera
tan expeditiva, justo en el momento en que más los necesitamos. Pero están
cerrando filas, algo está sucediendo a los gais, de pronto ya no estamos afilia
dos a la familia. ¿De dónde se creen que venimos nosotros? ¿de un huerto de
calabazas? [1989: 271].
18 Simón W atney, «El espectáculo del sida», publicado en este mismo volumen.
viviendo y trabajando en guetos gais, financiando exclusivamente co
mercios gais, restaurantes gais, abogados gais, agentes de bolsa gais,
acudiendo a conciertos gais, acontecimientos deportivos gais e Igle
sias gais (1987: 116). El sida rompió la maldición de la autosuficiencia
gai. De pronto, los gais necesitaron servicios del Estado y apoyo fa
miliar. N o obstante, desde su experiencia de vida independiente, los
gais exigieron ayuda en tanto que ciudadanos de pleno derecho y en
tanto que hijos plenamente aceptados. Estos cambios han supuesto, a
su vez, una renovación del pensamiento político y de la retórica de
los gais.
Sin embargo, ¿qué tipo de retórica podrá sustituir el tradicional
lenguaje de oposición? Si la estricta división entre “ellos” y “noso
tros” ya no sirve o ya no refleja fielmente la realidad, pero la integra
ción de posturas contrarias en el seno de una sociedad unificada aún
está lejos de conseguirse, entonces se hace virtualmente imposible ha
blar, especialmente de la manera apasionada en que lo hace Kramer.
Si sus manifestaciones de 1987 le parecen incluso a él mismo las más
encolerizadas e hiperbólicas, puede que ello se deba a la creciente
frustración derivada de la imposibilidad de encontrar un lenguaje de
emergencia que no sea al mismo tiempo un lenguaje de oposición. Si
parece particularm ente apasionado en sus llam am ientos a hacerse
fuertes, llegar a proponer la organización de grupos terroristas sio
nistas (1989: 191) puede deberse a que el poder gai se ha vuelto más
difuso a medida que la epidemia progresa. A este respecto, el p ro
blema que plantean los escritos de Kramer llega a ser un síntoma de
las dificultades del movimiento gai, que ha sido testigo simultánea
mente de sus más sonados éxitos en lo que se refiere a su legitimación
ante el público americano, y de sus más grandes fracasos en la protec
ción de su propia población.
Seymour Kleinberg, uno de los comentaristas sobre cuestiones
relativas a la hom osexualidad más convincente y más sensible, ha
analizado la problemática social y retórica a que se enfrentan los gais:
Los gais no sólo deben abstenerse de aquello que les dio una identidad sufi
cientemente fuerte como para permitirles dejar una huella en la conciencia de
la sociedad; un com portam iento que logró que la sociedad reemplazara su
tradicional desprecio por sentimientos más respetables de miedo y odio, sino
que además deben dejar de considerarse a sí mismos como hijos no queridos.
Y deben hacer ambas cosas antes de tener ninguna evidencia de que la socie
dad les acepta o de que su com portam iento tiene sentido para sí mismos más
allá de lo que hasta ahora ha sido la norma [1988: 59].
En resumen, Kleinberg sugiere que el movimiento gai necesita es
tablecer un debate visionario, que permita tom ar en consideración los
cambios que se reclaman en el seno de la estructura social como si ta
les cambios ya hubieran tenido lugar. Los gais deben hablar y actuar
como si la sociedad fuera una familia que los ama, sin dejar por ello
de reconocer que dicha posibilidad es puramente especulativa. El ca
rácter tortuoso de la prosa de Kleinberg, con sus elegantes aunque
confusas elipsis, pone de manifiesto las dificultades de esta propuesta
retórica y psicológica.
¿Cómo se integra el rol social de las lesbianas y los gais en una
cultura que todavía no los acepta? En su estudio del movimiento gai
en el barrio de Castro de San Francisco, Francés Fitzgerald analiza
los cambios en la manera de comunicarse entre sí de varios grupos, y
de éstos con la población heterosexual. El “terrorism o verbal” que
acompañó la polémica sobre si cerrar o no cerrar las saunas, ya ha de
saparecido. En su lugar, se ha establecido una discusión racional so
bre las cuestiones de actualidad, «sin descubrir “enemigos” ni consti
tuir facciones». U no de los líderes del movimiento entrevistado llegó
a decir que «la política gai, como tal, ha muerto» (1987: 113).
Kramer, sin embargo, considera que la política gai acaba de nacer,
y toma el modelo de relación entre judíos y gentiles como posible
modelo de relación entre homo y heterosexuales. Las analogías entre
los judíos y los homosexuales no son nuevas. Proust desarrolla el pa
ralelismo extensamente al comienzo de su libro Sodoma y Gomorra.
Incluso un pensam iento teórico tan sofisticado com o es el de Eve
Kosovsky Sedgwick considera interesante explorar dicha analogía
(1990: 45-49). Com o aparece enunciado desde el mismo título de la
compilación de sus textos, Kramer compara la epidemia de sida con
el holocausto. A partir del análisis del holocausto realizado por H an-
nah Arendt, Kramer da a entender que lesbianas y gais sólo pueden
evitar el genocidio si reivindican sus derechos políticos. Capitulando
ante autoridades hostiles al confiar en su benevolencia intrínseca, los
judíos firmaron su propia sentencia; al creer en la capacidad de res
puesta de las autoridades federales, los gais perm itieron que los servi
cios de atención y de investigación sobre sida fueran ignorados, infra-
financiados, y sometidos a dilaciones sin ningún escrúpulo. Kramer
cita a Arendt: «Cada paria que renunció a ser un rebelde era parcial
mente responsable de su situación» (1989: 254). N o obstante, Kramer
no postula el separatismo, sino el ajuste y la aceptación por parte de
los heterosexuales hacia los homosexuales. De igual modo que la po-
«La Colcha» desplegada por el «Proyecto de los Nombres» en la ciudad de Washington en 1992. Más de 20 000 paneles en me
moria de personas muertas de sida. Foto de Marx Theissen.
blación judía ha salvaguardado su diferencia étnica, cultural y reli
giosa, del mismo modo que han logrado ocupar un lugar en la polí
tica americana, también preservarán los y las homosexuales su identi
dad cultural y social; y al igual que la población judía ha tenido que
permanecer atenta ante rebrotes de antisemitismo, también lesbianas
y gais deben estar en perm anente vigilancia frente a la homofobia.
Com o dice un activista citado por Fitzgerald, «la solución [para la
comunidad de lesbianas y gais] es el desarrollo de filantropías, según
el modelo adoptado por las asociaciones judías» (1987: 113).
U na actuación política no secesionista ya está em ergiendo. Su
más clamoroso éxito es The ÑAM ES Project (El Proyecto de los N o m
bres), una actividad continuada sobre la que Kramer y otros teóricos
gais radicales han mantenido un sorprendente silencio. El Proyecto
de los N om bres anima a la gente a elaborar una composición a partir
de piezas de tela, en memoria de las personas muertas de sida, juntán
dolas todas y exhibiéndolas bajo el nom bre de The Q uilt (La C ol
cha), un inmenso patchwork de dolor y esperanza. Iniciada por Cleve
Jones, que según Randy Shilts gozaba de una legendaria reputación
como conocedor del mundillo de los medios de comunicación y acti
vista de calle 19, y que fue además asistente personal del portavoz de
la Asamblea del Estado de California, Leo M cC arthy, La Colcha,
pese a su reputación popular y apariencia folclórica, constituye un
elemento de simbolismo político considerablemente sofisticado, ba
sado en una ingeniería que no desconoce ni la cruda realidad de la
presencia en los medios de comunicación, ni los entresijos del m undi
llo político 20. Su prim era exhibición en W ashington en octubre de
1987 compuso una imagen que fue captada por todas las cadenas de
televisión y reproducida en la portada de los principales periódicos.
A diferencia de otros monumentos, La Colcha no es un pilar de már
mol inamovible, sino algo mucho más humano, vasto y flexible. La
elaboración de edredones y colchas, que durante mucho tiempo ha
sido un símbolo del hogar americano, ha adquirido también un signi
ficado político. Com o dice Elaine Hedges, «a través de sus edredo
nes, las mujeres no sólo contem plaron importantes cambios históri
cos, sino que actuaron como agentes activos en ellos» 21. La magnitud
gcs y Julie Silver, titulada Hearts and Hands: The Influence o f Wornen A n d Quilts on
American Society, San Francisco (California), Q uilt Digest Press, 1987, p. 11.
Washington, 1992. Foto Jeff Tinsley.
11 CUERPO NO TIENE LA CULPA DE NA» (Martirio)
R ic a r d o L l a m a s
1 Aristóteles lo expresa así: «El ser vivo está constituido, enprimer lugar, por alma
y cuerpo, de los cuales la una manda por naturaleza y el otro es mandado [...] en los
malvados o de comportamiento vicioso, puede parecer muchas veces que el cuerpo
domina al alma [...] resulta evidente que es conforme a la naturaleza y provecho para
el cuerpo someterse al alma, y para la parte afectiva, ser gobernada por la inteligencia
y la parte dotada de razón [...] los animales domesticables son mejores que los salva
jes, y para todos ellos es mejor estar sometidos al hombre [...]. También en la relación
del macho con la hembra, por naturaleza, el uno es superior; la otra inferior; por con
siguiente, el uno domina; la otra es dominada. Del mismo modo es necesario que su
ceda entre todos los humanos. Todos aquellos que se diferencian entre sí, tanto como
el alma del cuerpo y como el hombre del animal, se encuentran en la misma relación.
dos precedentes. Desde las más antiguas civilizaciones (y ya lo ex
presa Aristóteles de manera rotunda), esa reducción al cuerpo se ha
operado en las poblaciones esclavizadas. Los esclavos eran, sobre
todo, cuerpo trabajador, fuerza física, organismo destinado a la p ro
ducción, mercancía orgánica. Eran objeto de compra y venta sin que
importara otra cosa que su dentadura, su musculatura, su edad, su ca
pacidad productiva y reproductiva. Cumplían su función ejerciendo
su corporalidad, y si frustraban las expectativas de sus amos eran cas
tigados en sus cuerpos. La esclavitud era considerada el estado natu
ral de determinados pueblos. Tanto más fácil es la reducción cuando
pueden establecerse distinciones “esenciales”, como el color de la
piel, por ejemplo. Una particularidad fisiológica dotada de un signifi
cado especial, un “estigma” fácilmente reconocible y susceptible de
resaltar lo propio frente a lo que se constituye como una alteridad ex
traña, contribuye, sin duda, a este proceso de reducción colectiva a la
dimensión co rp o ral2.
O tro ejemplo típico de reducción al cuerpo, también señalado
por Aristóteles y patente aún en la mayor parte de las sociedades de
nuestro entorno, lo constituyen las mujeres. El destino social que se
establece en nuestras sociedades para todas las mujeres; el requisito
de realización e integración exigible, es la maternidad. Esta funciona
a menudo como criterio de explicación y justificación de la reducción
de las mujeres (realidad anatóm ico-biológica) al cuerpo de m ujer
(realidad social). La m aternidad (la m ujer realizada) se constituye
como embarazo culminado, como producción o fabricación de nue
vos cuerpos a partir de una base fértil y fecunda, como gestión de la
supervivencia de los nuevos organismos a través de la lactancia, de su
cuidado en caso de enfermedad, de su limpieza...
La mujer fabrica (a partir de la “semilla” del hombre) y atiende
(bajo la protección y supervisión de éste) el cuerpo de sus hijos e hi
jas. Pero, además, actúa también sobre su propio cuerpo. Si su reali
zación social se establece a partir de la maternidad, cuando ésta aún
no se ha completado, o cuando ha quedado superada, es la adecua
Aquellos cuyo trabajo consiste en el uso de su cuerpo, y esto es lo mejor de ellos, és
tos son, por naturaleza, esclavos [...]». Aristóteles, La política, Madrid, Editora N a
cional, 1977, pp. 54-55.
2 H erederos de estas reducciones de carácter étnico son los prejuicios racistas to
davía vigentes, que hacen de las razas no blancas ejemplos de corporalidad extrema
(exuberancia, virilidad, sensualidad). Estamos casi ante la oposición entre naturaleza y
cultura, entre anatomía y civilización, entre cuerpo y espíritu.
ción al régimen del género lo que impone su corporalidad. La mujer
“femenina” se acicala, se decora, se cubre y se descubre, se contonea,
se insinúa, no para sí, sino para el otro. El régimen de la “estética fe
m enina” (como cualquier análisis sociológico de la moda pone de
manifiesto) no es, en general, una construcción autónom a de las m u
jeres. Por último, la mujer permite incluso el ejercicio vicario de la
corporalidad de su marido, al satisfacer sus “instintos”. Es éste quien
le permite gozar: cualquier ejercicio de corporalidad está condicio
nado a la presencia masculina. Las mujeres (como los esclavos) sólo
adquieren relevancia en la manifestación de su realidad corporal.
El matrim onio como adquisición del cuerpo femenino (colchón
sobre el que reposa el guerrero o campo que sembrar); la prostitu
ción, en la que lo único que puede negociar la mujer es su cuerpo,
mientras que el hombre (cliente o proxeneta) tiene el dinero, o, en úl
tima instancia, la fuerza, el poder y la legitimidad; la publicidad, en la
que la m ujer se m uestra como com plem ento equivalente del p ro
ducto; y la pornografía, única representación posible de la realidad
lésbica, en la que, paradójicamente, el hom bre acaba también por es
tar presente como consum idor de cuerpos que disfrutan sin su pre
sencia inmediata, son otros tantos ejemplos de la reducción de las
mujeres a su realidad corporal. Tales procesos evidencian la reduc
ción de las mujeres en general a un estatuto subsidiario y explotado.
Sin embargo, como veremos, el estigma, la diferencia evidente
constituida como criterio que da lugar a diversas implicaciones, no es
un factor imprescindible a la hora de determ inar categorías que se ca
ractericen por una particular corporalidad. En ausencia de estigma, la
anulación progresiva de toda dimensión no corpórea basta para justi
ficar ese estatuto de inferioridad. Aunque, en rigor, ni siquiera es ne
cesario que tal reducción al ejercicio de la dimensión física sea literal
o efectivo. El hecho de que tal reducción se opere en el imaginario
colectivo y en el seno de las instancias discursivas que establecen los
límites entre lo propio y lo ajeno basta para que la categorización
carnal de una colectividad resulte funcional.
IV. L A C O N S T R U C C IÓ N D E U N “C U E R P O H O M O S E X U A L ”
6 Esta confusión de ámbitos, le perm ite a “la hom osexualidad” seguir teniendo vi
gencia con el paso del tiempo: las instituciones de control evolucionan o se comple
m entan o, excepcionalmente, son sustituidas p or otras nuevas, pero “la hom osexuali
dad” sigue funcionando com o instancia susceptible de dominación. P or ejemplo, la
legislación franquista, inspirada en postulados eugenistas, se presenta más como “asis-
tencial” que como represiva: para quienes “realicen actos de hom osexualidad”, la Ley-
de Peligrosidad y Rehabilitación Social prevé el internam iento en centros de reeduca
ción. Si bien es cierto que uno de estos centros se abrió en Huelva, la m ayor parte de
los encarcelados cumplieron las penas en los mismos presidios que el resto de los de
lincuentes (Arm and De Fluviá, Aspectos jurídico-le gales de la homosexualidad, Barce
lona, Instituto Lambda, 1979).
7 M arcel H énaff, Sade. La invención del cuerpo libertino, Barcelona, D estino,
1980, p. 29.
umbién dejar de serlo (Casanova y D o n ju á n acaban “entrando en
razón”). El pervertido no tiene esa posibilidad.
Los nuevos personajes se caracterizan por una serie de rasgos que
son considerados esenciales. N o responden (según los nuevos análi
sis) a una coyuntura determinada ni a un acto volitivo: les son con
substanciales. Tales rasgos son perceptibles a simple vista o, cuando
menos, detectables por algún procedimiento. Sin embargo, cuando se
define al “hom osexual” no existen criterios generalmente admitidos
•| ne lo identifiquen; aparentemente, nada diferenciaba al nuevo sujeto
perverso de sus conciudadanos. Nadie hasta el siglo XIX había postú
lalo la existencia de un “cuerpo homosexual”, de una especificidad
lisiológica 8.
De este modo, las señas del estigma debieron ser inventadas. Una
nueva categoría social impulsa nuevas disciplinas: una “fenomenolo
gía homosexual” que construye los signos que identifican determina
dos cuerpos; una “epistemología de la homosexualidad”, o disciplina
desde la que se establecen los criterios definitorios de la nueva cate
goría. N unca se hablaría, claro está, de invención de signos, sino de
descubrimiento de elementos que podían haber pasado desapercibi
dos, pero que desde siempre ya habían estado ahí. El “cuerpo hom o
sexual” es, desde que nace, un objeto de ciencia por excelencia.
La constitución de una fisiología identificable por simple obser
vación da cuenta de la concepción de la práctica sexual como deter
minante de los criterios de pertenencia a una categoría. El corolario
lógico de esta prem isa es la idea del cuerpo (y en p articu lar del
"sexo”) como elemento de revelación de lo más íntimo de la persona;
i orno el locus de su verdad 9.
La técnica de descubrimiento de la esencia fisiológica por exce
lencia es la autopsia del cuerpo asesinado, ejecutado o “suicidado”, a
la que se une el examen o reconocimiento forense del cuerpo vivo,
pero encerrado en prisiones o manicomios. Así, al acto de inconti
nencia o pecado le sucede una “esencia m orbosa”. El reclutamiento
en instituciones hospitalarias o carcelarias de sujetos a partir de los
que basar investigaciones que después se presentan como general
mente válidas ha sido una constante en la aproximación “científica” a
14 Todas estas hipótesis resultan altam ente problem áticas. De hecho, todas han
sido contestadas p o r el estudio de Bell, W einberg y Ham m ersm ith que señala sus ses
gos ideológicos. C ualquier aproxim ación etiológica a la “cuestión hom osexual” se
topa con un problem a de fondo irresoluble: el “objeto” de investigación se da p o r su
puesto, pero no es nunca rigurosamente definido. Se pretende así establecer “la causa
de la hom osexualidad” sin considerar que “ la hom osexualidad” es una entelequia
construida en el contexto de un determinado régimen de afectos y placeres. Alan P.
Bell, M artin S. W einberg y Sue Kiefer Ham m ersm ith, Sexual Preference, Blooming-
ton, Indiana University Press, 1981.
15 P o r ejem plo, el Inventario M ultifásico de Personalidad de M inesota (M M Pl)
consta de 550 afirmaciones a las que se debe responder “verdadero” o “falso”. Un
subconjunto del total constituye una escala diseñada para descubrir “la hom osexuali
d a d ”. Así, “el hom osexual” deberá responder “v e rd ad e ro ” a afirm aciones como:
«Creo que me gustaría trabajar de bibliotecario»; «Solía gustarme dejar caer el p a
ñuelo»; «Me gusta la poesía»; «Me gustaría ser florista»; «Me gusta cocinar»; «Si fuera
artista dibujaría flores»; «Si fuera reportero me encantaría hacer crónicas de teatro»...
P or el contrario, “el hom osexual” respondería “falso” a proposiciones como «Me gus
tan las revistas de mecánica»; «N o me dan miedo las serpientes»; «Me gusta la cien
cia»; «Tengo gran confianza en mí mismo»; «N o es fácil herir mis sentim ientos»...
(Michael Ruse, La homosexualidad, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 241 ss.) Al margen de
la muy discutida capacidad predictiva del MMPI (al parecer escasa), no cabe duda que
su “escala hom osexual” aporta una gama amplia de estereotipos, amén de ser de du
dosa legalidad. Véase tam bién Bernard F. Riess, «Psychological Tests in H om osexua
lity», en Judd M arm or (comp.), H om osexual Behavior, N ueva Y ork, Basic Books,
1980.
poder, aunque no necesariamente desde posiciones de saber, no pier
den vigencia: el interrogatorio, la tortura, el espionaje o la confesión
hacen partícipes del proceso de descubrimiento y escarnio a policías,
jueces, curas, jefes... Al ser la localización un imperativo, cualquier
método es válido.
Así, de otro lado, el reconocimiento se democratiza. Si “la ver
dad” está del lado de la especialización técnica, del lado de la ciencia,
de los expertos, del poder o la fuerza, no por ello se impide (antes al
contrario) que cualquiera juegue al descubrimiento. De este modo,
toda la sociedad se da a la búsqueda y localización (a menudo pura
mente especulativa) del “hom osexual”. El proceso parece sencillo
cuando se subvierten abiertam ente los roles de género: travestís y
plumas desatadas serán las grandes victorias de las más sagaces mira
das; ellas no pretenden ocultarse, en ocasiones, al revés, se exhiben
desafiantes, con orgullo. En casos menos evidentes, el sistema no es
infalible, y se alzan voces en contra de la especulación infundada. La
mera apariencia será a menudo factor suficiente para dar lugar a la es-
ligmatización, aunque se tiende a exigir un cierto rigor 16. En cual
quier caso, son las posibilidades de puesta en práctica del régimen de
control lo que importa; la precisión del veredicto es secundaria.
La gran mayoría, no obstante, menos “evidentes”, nada “desa
liantes”, escudándose en los límites de los criterios de reconoci
miento (incluso los más sofisticados), y amparándose en postulados
de no asunción de etiquetas y de permanencia en una supuesta liber
tad derivada de la indefinición, queda condenada a un disimulo alie
nante, a una ocultación vergonzante, y a la confirmación por defecto
de un imperativo de heterosexualidad. Una espada de Damocles pesa
en todo momento sobre sus cabezas: en cualquier m om ento pueden
19 Los estudios sobre com portam iento sexual confirm an el carácter mítico de la
multiplicidad de relaciones. Si ello puede, efectivamente, afirmarse para algunos indi
viduos, la mayoría, no obstante, tiene relaciones sexuales relativamente poco frecuen-
ics. El clásico estudio de Kinsey, Pom eroy y M artin da una media de 1,3 orgasmos
l>or semana para los gais y de 3,0 para hom bres “heterosexuales”. C f Alfred Charles
Kinsey, W ardell B. P om eroy y C lyde E. M artin, Sexual B eh avior in the H u m an
Male, Filadelfia (Pensilvania), W.B. Saunders Co, 1948.
existencia de los dos sexos”; se “niegan a diferenciarlos”; “no saben
integrar en su vida psíquica la diferencia sexual” 20. En la misma línea,
Baudrillard afirma que «La verdadera sexualidad es “exótica” [...] re
side en la incomparabilidad radical de los dos sexos —si no jamás ha
bría seducción, sino sólo alienación del uno por el otro» 21.
U n placer, por último, destructivo. Com o ya se ha dicho, “la mu
je r” constituye el p rototipo de alteridad con la que el sujeto (“el
hom bre”) interactúa. Ahora bien, “el hom osexual”, pese a ser tam
bién realidad reducida a cuerpo, es un ejemplo de falsa alteridad; es
una “falsificación” de “ la m ujer” y, peor aún, una “traició n ” del
“hom bre”. “El hom bre” no establece una interacción con “ello” del
mismo modo que lo hace con la mujer. “El homosexual” no apela a la
seducción, sino a la violencia, única reacción posible ante ese su
puesto de “alienación del uno por el o tro ” que establece Baudrillard.
“El homosexual” es incapaz de acceder al “otro sexo”, y en su bús
queda de alteridad, tras mil frustraciones, se entrega a la muerte. La
interminable búsqueda de la alteridad no tiene otro fin que el fin de la
vida. La represión, la humillación, la violencia, la muerte se constitu
yen como parte del “program a” de realización de “la homosexuali
dad”. El papel a desempeñar que el régimen concede está dictado por
un destino fatal. Ya estamos muy cerca de las mitologías en torno al
sida.
Si, como hemos visto, “el hom osexual” es sólo sexo (cuerpo perdido
en el ejercicio de su dimensión física), en el polo opuesto se sitúa “el
hom bre”; el sujeto por excelencia, cuya esencia se dirime en la vida
social, la disciplina, la responsabilidad, la moral, la economía, la filo
sofía, la política. U n sujeto que no tiene que aclarar su heterosexuali-
dad porque le es consustancial, que ejerce socialmente (y físicamente,
pero en secreto, y a través de los objetos que domina) un papel pre
determinado. El sujeto verdadero personifica el lado positivo y valo-
'° Paula A. Treichler, «AIDS, Hom ophobia, and Biomedical Discourse: An Epide
mia of Signification», en Douglas Crim p (comp.), AIDS. C u ltu ral Analysis, C u ltu ral
Activism , Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1991.
El prim er caso “español”, un “joven hom osexual” fallecido a finales de 1981 en
Barcelona, fue docum entado en The Lancet un año más tarde. El patrón epidem ioló
gico del sida en el Estado español difiere del estadounidense y de los de buena parte
de los países europeos. La transmisión p or vía parenteral es aquí la causa de la m ayor
parte de los casos de sida. Sin embargo, la “hom osexualización” del sida en el imagi
nario popular es evidente a la luz de un detalle: no existen apenas chistes que relacio
nen sida y heroína. La iniquia del prejuicio hom ofóbico ha dado lugar, p or el contra-
iio, a auténticas “perlas”. Por ejemplo, un libro de bajo precio y alta tirada, titulado
< histes de m ariquitas (Barcelona, Edicomunicación, 1989) es presentado p o r el com
pilador, Javier Tapia Rodríguez, con estas palabras: «Valga tam bién el presente trabajo
para dejar bien claro que el que suscribe no tiene ningún tipo de animadversión con el
}>ran colectivo homosexual, ya sea femenino o masculino. Cada quien su sida, perdón,
Tanto la epidemiología como la prensa contribuyeron a dar la
imagen de una enfermedad que progresaba según criterios de orden
sociológico o, incluso, moral (estilos de vida, categorías denostadas,
¡•lácticas contra natura...). La epidemia estaba circunscrita a una ca-
ii^oría localizable. Significativamente, los casos de sida por transmi-
ión materno-fetal dieron lugar al establecimiento de una categoría
medita: las “víctimas inocentes” (Por ejemplo, en Inform e Semanal
tli- TVE 1 32). El resto, en el mejor de los casos, eran víctimas a secas.
IJn demandante al Insalud por supuesta transmisión del VIH a raíz de
una transfusión aclaraba que no le movía el dinero de una posible in
demnización; lo principal era «salvar su honor» 33.
La homosexualización del sida contribuyó a la proliferación de
hipótesis etiológicas influidas p o r el prejuicio o la ignorancia, así
iOmo al retraso de las iniciativas. Sólo cuando se descubrió el origen
vírico de la inmunodeficiencia, y cuando se supo además que era un
ictrovirus, la ciencia se sintió retada, el interés aumentó y se abrieron
lineas de financiación. Para entonces, ya era una evidencia que eran
prácticas y no “esencias” lo que facilitaba la extensión de la enferme
dad. A partir de 1986, la inquietud por lo que se dará en llamar el
"sida heterosexual” se hace omnipresente no en los discursos sociales
•.obre el sida, pero sí en muchos ámbitos de investigación 34. En mayo
i|uería escribir “cada quien su vida”» (1989: 5). Y un chiste entre muchos: «-O ye Pepe
l’epona, ¿tú sabes lo que quiere decir SIDA? -Pues sí lo sé, Juanito la Loca, SIDA quiere
ilecir: Sácamela Inm ediatamente De Atrás» (1989: 49). La zafiedad de este hum or y el
lincho de que arranque carcajadas son quizás las manifestaciones más evidentes y paté-
i teas del establecimiento de una imagen estereotipada que poco tiene que ver con la rea
lidad.
32 José Frías M ontoya «El sida y la responsabilidad social de las bibliotecas»,
I ducación y B iblioteca , núm. 5/38, junio de 1993, p. 49.
33 Este caso de honor mancillado y todo el debate en torno a las indem nizaciones a
Lis personas con sida transfundidas y hemofílicas centró durante m ucho tiem po buena
parte del debate. En concreto, El País informa de la denuncia el 30-1-92 (titular: «El
enfermo de sida que demandó al Insalud lo hizo para “salvar el h onor”»); de la resolu-
i ion del proceso el 11-2-92 («He vencido a un gigante y he salvado mi honor») y, de
nuevo, el 1-12-92 («Ha sido duro el proceso, pero finalmente he podido salvar mi ho
nor [...]. H a sido difícil dem ostrar que yo me contagié p or una transfusión de san
are»). En el mismo diario («Cartas al director», 15-4-92), H éctor A nabitarte (FASE)
aclaraba: «Las campañas masivas de información a la población sobre el sida com enza
ron en 1986. Todas las personas que se infectaron antes de esa fecha tam bién merecen
compensación. Los prim eros casos de sida se detectaron en 1981, y dos años después
se sabía con certeza que dicha enfermedad la producía un virus y cómo se transmitía».
34 La I Reunión Nacional sobre el Sida celebrada en Sevilla (19-21 de m arzo de
1992) incluía tres mesas redondas y tres simposios. E ntre las ponencias y comunica-
de ese mismo año se acuerda la denominación «V IH »: virus de innui
nodeficiencia humana (antes LAV para el francés Montaigner o HTLV 111
para el estadounidense Gallo). La querella sobre la paternidad del vi
rus se cierra con un apretón de manos entre Chirac y Reagan en abi il
de 1987. Paradójicamente, los retrasos en prevención e información
durante los primeros años de sida hacen de este síndrome una pande
mia; ya no es cuestión de extensión localizada 35.
A la combinación de sorpresa y desinterés que suscitaba el sida cu
los medios de comunicación y en las instituciones oficiales, sólo Ir
respondieron, en un principio, asociaciones gais. En particular, el
4 de enero de 1982 nace en Nueva Y ork Gay M en’s H ealth Crisis
(g m h c), la primera y más grande asociación de atención a las perso
ñas enfermas y de prevención. C on más reticencias y con una prti
dencia que todavía colea, también en Europa surgieron m ultitud de
grupos, a partir de las comunidades gais, aunque con frecuencia lleva
ran a cabo su labor desde supuestos de “neutralidad”. Esa parecía set
la condición que permitiría luchar contra la pandemia y contra la aso
ciación sida=homosexualidad.
La pandemia de sida, efectivamente, no ha hecho sino confirma i
la corporalidad como única dimensión reconocida del “hom osexual”.
Es éste un efecto paradójico, toda vez que el VIH no respeta catego
Madrid, IDEPSA, 1988, pp. 14, 15, 17. Esta publicación viene avalada p or la O rganiza
ción Médica Colegial de España.
38 Interviú, 375, 20-26 de julio de 1983. Esta misma revista, en su núm ero 543, 8-
14 de octubre de 1986, anuncia en portada: «SIDA: Las imágenes del horror». En las
tres fotografías reproducidas a gran tamaño (que provienen, como todas, de Estados
Unidos) aparecen hom bres jóvenes con múltiples lesiones de sarcoma de Kaposi. En
las imágenes de m enor tam año aparecen enfermos «menos vistosos». E n todos los ca
sos (salvo en uno) se trata de enfermos acostados, semidesnudos o en pijama, de los
que nada se dice, salvo la enfermedad. La excepción, dos hom bres vestidos en la co
cina de su casa, aparentem ente ajenos a los estigmas del sida. El pie de foto dice:
«Scott y Jerry, pareja de homosexuales afectados p or el sida».
39 Sólo considerando los supuestos de la identificación posible pueden entenderse
postulados com o los que establecen los m inisterios de Sanidad y Educación (1988:
22). Las conductas de riesgo incluyen: «Las relaciones sexuales con penetración anal,
sin utilizar preservativos» y «Las relaciones sexuales con personas enfermas de SIDA o
portadoras, sin utilizar preservativos». El hecho de que esta últim a posibilidad no esté
considerada como parte de la anterior otorga una especificidad a la categoría «persona
enferma de sida o portadora». Del mismo modo, la no inclusión en dicho catálogo de
la “penetración vaginal” confirma el “plus de hom osexualidad” del sida.
"recto vulnerable”, la “frágil uretra” y la “robusta vagina”. La mujer
(que según dicho artículo está acostumbrada a las embestidas sexuales
V a los partos) sería menos “contam inable” (presuponiendo, claro, a
riesgo de equivocarse, que su sexualidad incluye sólo la penetración
vaginal). El mismo argumento aparece en el material didáctico oficial
(ministerios de Sanidad y Educación, 1988: 20); coito anal: «alto
i iesgo de contagio» vs. coito vaginal: «sólo se transmite el virus si se
producen heridas». La conclusión del artículo de Discover: «AID S is
l.ikely to Remain Largely a Gay Disease» (posiblemente el sida se
guirá siendo en gran medida una enfermedad gai), se demostraría ra
dicalmente falsa.
Falsa, pero no carente de posibilidades de cara al establecimiento
de fábulas. El hombre “verdadero” (como sujeto dotado de una reali
dad corporal que se expresa a través de terceras instancias) puede ser
iransmisor; la mujer “buena” puede resistir. Esa es, ni más ni menos,
la tesis en que se basa la película de Cyril Collard Las noches salvajes
(Les nuits fauves), y que dio lugar a una verdadera conm oción en
I'rancia. En ella, la chica enamorada de un play-boy al que sabe bise
xual y (¿ergo?) seropositivo, tiene dos veces relaciones sexuales con él
sin utilizar condones. El amor, dice ella, la protege; el guión acredita
este mito. Sólo la “mala m ujer” (la prostituta) puede convertirse en
laboratorio de desarrollo de infecciones y actuar como “vector de
transmisión”.
Muchas historias sobre la etiología del mal salen a la luz. En ellas
se mezclan monos africanos, laboratorios de la CIA, castigos divinos,
conspiraciones de todo tipo... (Treichler, 1987). Pero si el origen es
dudoso, la extensión da lugar a un mito que pronto es acogido en el
imaginario colectivo como plausible. U n asistente de vuelo gai resi
dente en M ontreal y con una hiperactiva vida laboral y sexual dise
minó por toda Norteam érica y Europa el virus fatal. Es el “paciente
cero”. Él es el culpable40. De la responsabilidad de un individuo de
vida disoluta se pasa a la responsabilización de toda la categoría. El
presidente de la Academia N acional de Farmacia francesa, A lbert
Germán, escribía en 1991: «[este virus] ha tenido la genialidad de ata
40 El mito del paciente cero ha dado lugar a una película, Zero Patience, escrita,
producida y dirigida p o r el canadiense John G reyson en 1993. En este musical en tono
de comedia se critican (cuando ya se ha acabado la paciencia; cuando ésta ha llegado a
cero) las estrategias de localización de “cabezas de turco” como el azafato de Air C a
ñada. Véase John Greyson, Urinal and other Stories, T oronto (Canadá), A rt M etro-
pole / The Pow er Plant, 1993.
car a aquellos que han transformado la fisiología de la reproducción
en placeres adulterados [...], y que han transm itido el virus a los
otros. Son responsables de la muerte de hemofílicos y transfundidos
[...] y de millones de muertes por venir» (citado por Mangeot, 1991:
55).
“Los bisexuales” serían considerados el eslabón perdido que in
trodujo el virus en el m undo heterosexual: «si ha habido penetración
anal en sus relaciones homosexuales podrían haber contraído la infec
ción y luego transmitirla en su relación heterosexual [si se producen
heridas]» (ministerios de Sanidad y Educación, 1988: 20). Las prosti
tutas contribuirían a dicha extensión y las mujeres (prostitutas, dro-
gadictas o traicionadas por un marido bisexual) llevarían la muerte a
sus hijos. Las categorías-cuerpo se contaminan entre sí, o bien reci
ben el virus de forma misteriosa (como la inmaculada concepción).
Sólo los cuerpos contaminan; los sujetos pasan desapercibidos, las
instituciones carecen de cualquier responsabilidad.
Pocas voces señalarían la ausencia, los retrasos, las limitaciones,
los sesgos de las políticas de prevención, las carencias de los sistemas
sanitarios, o la desprotección jurídica, social y política de las personas
afectadas. El sida no reflejaba desigualdades sociales o regímenes de
opresión, sino esencias. “El hom osexual”, esclavo del pecado, per
dido por el vicio, tarado en su código de barras genético, horm onal
mente desequilibrado, expresa su condición contrayendo un virus
que lo tortura hasta la muerte. Y a nadie se le ocurre otra explicación.
Sólo la degradación física y la muerte del cuerpo merecen cierta
atención en tanto que confirman el destino fatal establecido. Si la m u
jer se realiza en la m aternidad (alteridad seducida y fecundada), el
marica se realiza en la enfermedad y la muerte (alteridad imposible,
cortocircuito de la vida). La pequeña muerte política, cultural, laboral
o social, confirmadas por un resultado positivo en las pruebas de de
tección de anticuerpos o en las pruebas de detección de “la hom ose
xualidad”, son irrelevantes. Señalan discursos y prácticas de orden y
control pero carecen del atractivo de las referencias a causalidades in
controlables. Ponen de m anifiesto responsabilidades y actitudes;
muestran los andamios internos del régimen de la sexualidad. Esta
blecen la efectiva capacidad humana para construir la realidad. A un
que el pudor y la modestia impidan a los sujetos de ordenación reco
ger los dudosos honores de su labor.
El carácter patológico de las relaciones homosexuales, derivado
de una supuesta imposibilidad de interacción con la alteridad, explica,
según Baudrillard, la extensión localizada del sida. Efectivamente,
para él, los “fenómenos víricos” en general, se derivan del carácter in
cestuoso de, entre otros, los homosexuales: «El hecho de que el SIDA
haya afectado en prim er lugar a los ambientes homosexuales o de
drogadicción depende de la incestuosidad de los grupos que funcio
nan en circuito cerrado [...]. El espectro de lo Mismo sigue golpean
do». Así, según este análisis, las relaciones hom osexuales, ren u n
ciando a ese «otro negociable» u «otro de la diferencia», persiguen un
«otro radical»: «la ausencia de alterid ad segrega o tra alteridad
¡naprehensible, la alteridad absoluta, que es el virus» (Baudrillard,
1991: 72, 138).
Así, el sida no hace sino confirmar la asociación “Hom osexuali
dad "-M uerte. La interacción con la alteridad radical vírica que ex
plica Baudrillard equivale a la interacción con la instancia que mate
rializa el escarnio y realiza el deseo de muerte. En última instancia, el
suicidio por la propia mano o, con más frecuencia, con la ayuda de
terceras instancias, se establece como destino del marica.
Quienes han abandonado su corporalidad y ejercen como sujeto
universal, tardarán todavía en despertar de su sueño de dominación.
El sida, en franca progresión durante toda la década de los ochenta,
ha contado (y cuenta aún) con insospechados aliados. El teórico de la
“robusta vagina”, Michael Fum ento, autor de un libro titulado El
mito del sida heterosexual41, o las mil manifestaciones de profunda
hostilidad hacia el preservativo son ejemplos escandalosos de ese
sueño. Me detendré en tres casos muy próximos de aversión al látex.
Uno. Elias Yanes, presidente de la Conferencia Episcopal espa
ñola desde febrero de 1993: «Hay que ser veraces: existe literatura
científica según la cual el riesgo del sida no queda excluido por el uso
del preservativo. Debe decirse con claridad. Las campañas a favor del
preservativo llevan un mensaje subliminal de estim ular el ejercicio
desordenado de la sexualidad con falsas seguridades» 42. Enlaza así la
doctrina católica (“C ontra el sida: pureza”) con postulados de su
puesta eficacia preventiva. La prom oción de las cremas lubricantes a
base de agua como producto complementario del condón permitiría,
no obstante, aumentar una eficacia de por sí incuestionable. Aunque
no es seguro de que sea ésa la intención de su discurso. En sus pala
bras se confunden argumentos de dos órdenes distintos.
41 Michael Fum ento, La m ythe du sida hétérosexuel, París, Albin Michel, 1990.
42 Elias Yanes, entrevistado por El País Semanal, 16 de mayo, 1993.
Dos. Agustín García Calvo, catedrático de latín. En dos artículos
aparecidos oportunam ente dos días después del instituido “día m un
dial de lucha contra el sida” 43, este intelectual iconoclasta desarro
llaba una verdadera diatriba contra el preservativo. En esos textos, re
cogía una frase que no sabía si atrib u ir a G regorio M arañón o a
inadame Staél. La frase en cuestión pertenece, en realidad, a Madame
de Sévigné (1626-1696), una aristócrata de la corte parisina, que en
una carta a su hija hablaba de los condones de entonces como «un
remede contre le plaisir et une toile d ’araignée contre le danger» (es
decir, un remedio contra el placer y una tela de araña contra el peli
gro). Porque cualquier referencia vale para atacar la tímida política
preventiva, incluso las del siglo XVII.
Y es que, además,
VIII. LA S U B JE T IV ID A D D E S D E E L C U E R P O P A R A A C A B A R
C O N EL SID A
REDEFINIENDO EL PACTO
RESTABLECEMOS EL PLURALISMO, RECONOCEMOS
IA DIFERENCIA
C a r l o s B o y e r o , « V e n d r á a p o r t i, a p o r m í , a p o r t o d o s » ,
El País, 2/ 12/ 9 4 .
“El sida es algo que ya puede suceder a todos”. En primer lugar, nótese el
“ya”. ¿Significa esto que hubo un “antes” en que el sida ni podía afectarte a
“ti”? ¿Es que “ahora” que el sida te afecta a “ti”, como heterosexual no toxicó-
mano, es cuando hay que empezar a preocuparse? La segunda aquiescencia
implícita con la discriminación de homosexuales se produce con la palabra
“todos”. Antes, el sida no afectaba a “todos”, es decir, no podía afectaros a vo
sotros espectadores-heterosexuales, sino a una minoría [ibid. :156],
(j M -IC v o lu n te e rs n eed ed n o w
CAYMCN'S HEALTH CRISIS CALL: ( 2 1 2 ) 3 3 7 - 3 5 9 3 I
VALORES E N U N A ERA DE IN C ER TID U M BR E
JEFFREY WEEKS
1 Véase, por ejemplo, Susan Sontag, El SIDA y sus m etáforas , Barcelona, M uchnik,
1989.
2 Véase Jeffrey W eeks, «P ostm odern AIDS?», en Tessa Boffin y Sunil G upta,
(comps.), Estatic Antibodies: Resisting the AIDS M ythology, Londres, Rivers O ram
Press, 1990, pp. 133-141.
i/.arosa. La crisis del sida está marcada por el sello de la “contin
gencia”.
El azar, lo accidental, la contingencia: son algo más que simples
características de una serie concreta de enfermedades. Marcan nues-
iro presente desde el momento mismo en que nos suceden cosas sin
fundamento o justificación aparentes. La esperanza propia de la m o
dernidad en el futuro control de la naturaleza, en el futuro dominio
del ser humano sobre todo aquello que investigue, puede verse frus-
irada por el impacto de la bala perdida de un asesino, o por el simple
aleteo de una mariposa en las junglas de Asia, o por un organismo
microscópico desconocido hasta los años ochenta.
Pero, por muy azaroso o inesperado que este hecho pueda pare
cer, no por ello las diferentes reacciones que provoca presentan igua
les características. El sida puede constituir un fenómeno moderno, la
enfermedad del fin del milenio, pero también constituye ya un nota
ble fenóm eno histórico, enm arcado en una m ultitud de historias
cuyo peso soportan las personas que conviven con el VIH y con el
sida; un peso que no deberían verse obligadas a soportar. Son las his
torias de anteriores enfermedades y de las reacciones manifestadas
ante ellas. Son las historias de la sexualidad, y especialmente de las se
xualidades no ortodoxas y de las formas en que han sido reguladas.
Son historias del establecimiento de categorías basadas en las diferen
cias raciales y en las condiciones de desarrollo o subdesarrollo. H is
torias de pánico moral, de intervenciones punitivas, de diversas for
mas de opresión, y también de resistencia ante ellas. Las historias nos
desbordan, como también nos desbordan (aunque a menudo las ig
noremos) las lecciones que podrían enseñarnos. Todas estas historias
tienen algo en común: son historias de diferencia y de diversidad. Lo
mismo atañe al sida. A pesar de los factores virales e inmunológicos
comunes, el VIH y el sida son experimentados de diferente manera
por los diferentes grupos de personas. El sufrimiento y la pérdida ex
perimentados por el colectivo gai masculino en las comunidades ur
banas de las grandes ciudades occidentales, no son ni mayores ni
menores que el sufrimiento y el sentimiento de pérdida que experi
mentan los pobres en las comunidades negras e hispanas de Nueva
York, o en las ciudades y los pueblos del Este africano; y, sin em
bargo, sí son diferentes.
El síndrome de inmunodeficiencia adquirida amenaza con causar
una catástrofe sin precedentes, y, no obstante, es experimentado di
recta o empáticamente, como una serie de enfermedades concretas,
histórica y culturalmente organizadas. El sida tiene un doble impacto
global y local, hecho que revela un dato de vital importancia aceri a
del presente histórico. En prim er lugar, nos recuerda nuestras propia**
interdependencias. Las migraciones entre países y continentes, del
campo a la ciudad, de las formas de vida “tradicionales” a las formas
de vida más “m odernas”, la huida de las persecuciones, de la pobre/..i,
de la represión sexual, han posibilitado la extensión del VIH. La mo
derna sociedad de la información, los programas globales, las cónsul
tas y conferencias internacionales, también facilitan una respuesta a
escala mundial frente a este desastre. Sin embargo, la propia dimen
sión y la rapidez de la internacionalización de la experiencia nos obli
gan a buscar identidades localizadas y especializadas, para así hacn
posible el resurgimiento o la creación de tradiciones particularistas,
para inventar nuevas moralidades. Parte del impacto ejercido por el
sida, en palabras de Paula A. Treichler, ha sido el “im pacto de la
identidad” 3. Parece que, según tomamos conciencia de la aldea global,
necesitamos afirmar y reafirmar continuamente nuestras lealtades lo
cales, nuestras diferentes identidades.
El VIH y el sida han supuesto también un desafío; han brindado
oportunidades para la creación de nuevas identidades y comunidades,
forjadas en el horno del sufrimiento, de la pérdida y de la superviven-
cia: estos procesos muestran hasta qué punto es de hecho posible es
tablecer lazos humanos a través de los abismos de una cultura despia
dada. U n ejemplo entre mil, es el testimonio del historiador Joseph
Interrante, especialista en la historia de la homosexualidad en el ejér
cito, y que perdió a su compañero a causa de la epidemia:
5 Véase Jeffrey Weeks, Sexuality and its Discontents: Meanings, M yths and M ó
dem Sexualities, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1985, donde se discuten con ma
yor amplitud estos temas y Against Nature: Essays on History, Sexuality and Identity,
Londres, Rivers O ram Press, 1991. El intento p or recuperar el radicalismo de Freud,
sobre todo destacando su escisión de la identidad, es quizá uno de los temas más con
trovertidos. Véase sobre esta cuestión Jacqueline Rose, Sexuality in the Field o f Vision,
Londres, Verso, 1986. Para una nueva historia social, sobre todo desde la perspectiva
feminista, véase, C arroll Smith-Rosenberg, Disorderly Conduct: Visions o f Gender in
Com o resultado de todo ello, con frecuencia nos sentimos incli
nados a reconocer que la sexualidad sólo puede entenderse en su con
texto histórico y cultural específico. Por lo tanto, la historia de la se
xualidad no debe ser to talizad o ra, sino que debe basarse en las
historias locales, en los significados contextúales y en los análisis es
pecíficos. Debemos prescindir de las afirmaciones universalistas que
presuponen la existencia de una experiencia com ún a lo largo del
tiempo y de la historia, ya que, por utilizar la distinción establecida
por Eve Sedgwick, necesitamos afirmaciones particularistas basadas
en el esfuerzo por comprender lo específico de cualquier fenómeno
sexual: las historias que lo configuran, las estructuras de poder que lo
moldean y las luchas que pretenden definirlo 6.
Mi propio trabajo ha estado centrado en tres cuestiones interco-
nectadas. La prim era es, precisam ente, el cuestionam iento de las
identidades sexuales, como las identidades lésbica y gai, aunque evi
dentemente no sólo de éstas. Ya que, si bien las identidades gai y lés
bica se presuponen fijas e inmutables, cualquier lectura histórica seria
demostraría, no obstante, que son culturalm ente específicas, tanto
como pueden serlo las formas heterosexuales. En segundo lugar, he
pretendido examinar la regulación social de la sexualidad: los meca
nismos de control, las pautas de dominación, de subordinación y de
resistencia que moldean lo sexual. Por último, he ahondado en los
discursos del sexo que organizan los significados, y m uy especial
mente en el discurso de la sexología, que ha desempeñado un papel
crucial al establecer una supuesta “verdad” sobre el sexo. Considero
que sólo es posible interpretar adecuadamente la sexualidad a través
de la revelación de los significados culturales que la construyen. Con
ello no se reduce a la biología a un papel irrelevante, ni se convierte a
los individuos en hojas de papel en blanco sobre las que la sociedad
imprime los significados que considera pertinentes. Afirmar que las
Victorian America, O xford y N ueva York, O xford U niversity Press, 1985; y John
D'Em ilio, Sexual Politics, Sexual Communities: The M aking o f a Hom osexual M ino-
rity in the United States, 1940-1970, Chicago y Londres, University of Chicago Press,
1983.
6 Eve Sedgwick ha sugerido con acierto que en lugar de prolongar el debate esen-
cialismo versus construccionism o, que ha conducido a un debate interno agotador y
repetitivo (y probablem ente incomprensible) entre los estudiosos de la sexualidad, de
beríamos pensar en términos de posiciones universalistas y posiciones particularistas:
Eve Kosovsky Sedgwick, The Epistemology o f the Closet, Berkeley, U niversity of C a
lifornia Press, 1990.
identidades lésbica y gai tienen una historia, que no siempre han exis
tido y que no tienen por qué existir eternamente, no quiere decir que
no sean importantes. Tampoco debería entenderse que esta afirma
ción implique necesariamente que los sentimientos homosexuales no
estén profundam ente enraizados. La cuestión real no es si el homosc
xual nace o se hace, sino cuáles son los significados que esta cultura
específica concede a la conducta homosexual, sean cuales sean sus
causas, y en qué medida influyen esos significados en las formas en
que los individuos organizan sus vidas sexuales. Esta cuestión histó
rica y política nos obliga a analizar las relaciones de poder que deter
minan la hegemonía de esos significados, y a investigar la forma en
que pueden transformarse.
El análisis de la genealogía de nuestras disposiciones e identidades
sexuales, la búsqueda de los elementos que ordenan nuestros actuales
descontentos y nuestras aspiraciones políticas, y la investigación de
los campos de batalla sexuales que provocan que la actual situación
esté tan moral y políticamente connotada, me han llevado a la con
clusión de que las actuales identidades sexuales de oposición, como
las identidades gai y lésbica que desafían a la discrim inación y la
opresión, son históricamente contingentes, pero políticamente esen
ciales. Puede que sean invenciones sociales, pero, sin embargo, tam
bién parecen ser “ficciones necesarias”, que aportan las bases que po
sibilitan una afirmación de la identidad de sujeto y de pertenencia a
una comunidad.
Y, no obstante, muchas personas temen que al dotar a las identi
dades de un carácter histórico contingente, éstas puedan perder toda
su solidez y su sentido. Este hecho pone de manifiesto un verdadero
problema. El construccionismo social no aporta un program a polí
tico evidente. Puede ser utilizado para abordar el ám bito sexual,
tanto desde posturas conservadoras como desde las más progresistas.
El intento por prohibir el “fom ento” de la sexualidad en Gran Bre
taña en 1987-1988, proceso que culminó con la aprobación de la fa
mosa Cláusula 28 del Acta del Gobierno Local, era justificado a par
tir de la defensa explícita de la idea según la cual la homosexualidad
puede ser aprendida y fomentada 7. Por supuesto, el corolario lógico
17 Neil Bartlett, W bo Was T hat M an? A Present f o r Mr. O scar W ilde, Londres,
Scrpent’s Tail, 1988.
18 Debemos establecer una distinción crucial entre los conceptos del posmoder-
iiismo y la posmodernidad. El primer término, desde mi punto de vista, debería estar
limitado a los debates sobre estética —en la arquitectura, la literatura, el cine, las artes
visuales— y, por consiguiente, a la teoría social y cultural en general. Existen otros
láminos asociados a éste como pastiche, eclecticismo, frivolidad, placer, nostalgia, di
versidad, juego, amoralidad, nihilismo, deconstrucción y demás. Éstos deben distin
guirse claramente de la posmodernidad, que es un término claramente relacional, que
hace referencia a algo; una era, una época, que se desvanece.
pretende cambiar 19. O quizá, como sugiere otro sociólogo, Zigmunt
Bauman, estemos contemplando la retirada final hacia el horizonte
del lustroso barco de la modernidad, una vez lograda su misión, aun
que dejándonos a la deriva, abandonados a nuestra su erte20. Como
quiera que caractericemos la era histórica, no cabe duda de que es
efectivamente posible presentir el advenimiento de cambios radicales
y advertir también, por qué no, la incertidumbre.
U no de los rasgos más discutidos de la posmodernidad, a saber, el
desafío a los “grandes relatos” que caracterizaban el apogeo de la m o
dernidad, revela una de las fuentes de dicha incertidumbre 21. Tanto el
“Proyecto Ilustrado” de triunfo de la razón, el progreso y la hum ani
dad como la idea de que la ciencia y la historia nos estaban condu
ciendo inexorablem ente hacia un fu tu ro más glorioso, han sido
exhaustivamente desafiados. La razón ha sido considerada una racio
nalización del poder, el progreso ha sido una herram ienta de los
blancos y del expansionismo occidental, y el concepto de humanidad
ha servido de camuflaje a una cultura dominada por los varones. Ine
vitablemente, todo esto afecta a los discursos del progresismo sexual.
Algunas feministas han visto en la ciencia del sexo una harapienta en
voltura que no ha servido más que para reafirmar el poder masculino,
imponiendo a las mujeres una “liberación sexual” orientada por no
ciones claramente masculinas. Foucault ha minado nuestras ilusiones
sobre la noción misma de “liberación” sexual; muchas otras personas
han denunciado el liberalismo sexual como el nuevo atavío de un
mismo proceso de incesante regulación y control sexual22.
A lo largo de este proceso, se han demolido los cimientos de las
esperanzas por hacer algo de luz en el sombrío panoram a del sexo
que erigieron los pioneros de la reforma sexual a finales del siglo XIX.
Uno de estos pioneros, el sexólogo Magnus Hirschfeld, declaró en
su discurso presidencial durante el Congreso de la Liga Mundial para
26 Paul Gilroy, There A in 't N o Black in the Union Jack, Londres, Hutchinson,
1987, p. 245.
27 Véase Kobena Mercer, «Welcome to the Jungle: Identity and Diversity in Post-
modern Politics», y otros ensayos en la compilación realizada por Jonathan Ruther-
ford bajo el título Id en tity: C om m u n ity, Culture, Difference, Londres, Lawrence and
Wishart, 1990.
28 Michel J. Sandel, Liberalism a n d the L im its o f Justice, Cambridge, Cambridge
University Press, 1982, p. 146.
tity and Diaspora», el posicionam iento y reposicionam iento de las
identidades culturales caribeñas en términos de tres presencias histó
ricas: la Présence Africaine, emplazamiento de los que sufren la repre
sión, aparentem ente condenados al silencio como portadores de la
carga de la esclavitud y de la colonización, pero presentes en toda la
vida caribeña; la Présence Européenne, emplazamiento del poder, de
la exclusión, de la imposición y la expropiación, pero convertida tam
bién en elemento constitutivo de las identidades caribeñas; y final
mente, la Présence Américaine, el suelo, el lugar y el territorio de la
identidad, el emplazamiento de la diáspora, lo que ha convertido a los
afrocaribeños en personas portadoras de la diferencia. La identidad
afrocaribeña no puede estar definida por la esencia o la pureza sino,
en palabras de Hall, «por el reconocimiento de una heterogeneidad y
una diversidad necesarias; por un concepto de “identidad” que por su
carácter híbrido convive con, y a través de, pero no a pesar de, la dife
rencia» 29.
Sin embargo, este carácter híbrido no es simplemente la caracte
rística de una diáspora en particular; podría afirmarse que es un rasgo
característico de todas las identidades del m undo contemporáneo, a
pesar de las diferencias y desigualdades históricamente organizadas
que existen entre las personas. La identidad no es un producto aca
bado, sino un proceso continuado, que nunca llega a lograrse o com
pletarse del todo, en el que se conforman y se reconforman en una
argumentación viable, los fragmentos y las diversas experiencias de la
vida personal y social, organizados como están bajo “jerarquías vio
lentas” del poder y de la diferencia. Los enfoques esencialistas conci
ben la identidad como algo cerrado, pero esta idea de la identidad no
puede adaptarse nunca a la experiencia de las personas afines a varias
comunidades. He aquí la paradoja: si bien las identidades se inventan
en el transcurso de complejas historias, acaban resultando aparente
mente esenciales en la negociación de los riesgos y dificultades azaro
sas que plantea la vida cotidiana. Aportan un sentimiento de perte
nencia que hace posible el funcionam iento de la vida social, pero
están constantemente sujetas a revisiones y cambios. Parecen conver
tirnos en seres humanos completos, pero, dada la variedad de nues
tras lealtades, se orientan hacia diversas comunidades.
El carácter fluido de las identidades y la diversidad que reflejan,
29 Stuart Hall, «Cultural Identity and Diaspora», Iden tity, núm. 235.
aportan el terreno necesario para el ejercicio de la política moderna
en general y de la política sexual en particular. La consideración de la
identidad y de la comunidad como múltiples y abiertas, favorece la
apertura de un espacio apto para el cambio político. Benedict Ander-
son ha planteado que las comunidades deben distinguirse no por su
falsedad o por su autenticidad, sino por cómo son imaginadas 30. El
mayor reto que plantea el reconocimiento de la diferencia es, precisa
mente, cómo lograr un debate que aborde la cuestión de los valores
de otra manera; un debate, en el contexto del presente ensayo, sobre
los valores sexuales.
31 Michel Foucault, «Power, Moral. Valúes and the Intellectual», entrevista con
Michel Foucault realizada por Michael Bess, 3 de noviembre, 1980, H istory o f the Pre
sent , núm. 4, primavera, 1988, p. 13.
roboración, e incluso en la invención, de las tradiciones en cuyo
marco los valores pueden aportar un sentido y un contexto.
Pensamos, como dice Ernesto Laclau, desde una tradición 32. Las
tradiciones constituyen el contexto necesario de cualquier verdad. En
la medida en que los razonamientos tienen cierta continuidad en el
tiempo, acaban estableciendo sus propios principios a partir de los
i|ue distinguen lo apropiado de lo inapropiado, lo correcto de lo
erróneo. Identificarnos con una u otra tradición depende, tanto de
una multitud de sucesos contingentes, como el momento o el lugar
ile nacimiento, como de opciones conscientes. N o tenemos funda
mentos absolutos que nos perm itan afirmar que una tradición sea
mejor que otra. Personalmente, prefiero identificarme con aquellas
tradiciones que defienden la tolerancia frente a la intolerancia, la po
sibilidad de elegir frente al autoritarismo, la autonomía individual y
no la uniformidad del grupo, y el pluralismo frente al absolutismo,
liste es el terreno de lo que yo llamo un pluralismo radical. Es una
tradición com o cualquier otra. Sus raíces y sus puntos de partida
apuntan a los principios de la revolución democrática, a las luchas
populares emprendidas en defensa de los derechos y de la autonomía
y, en definitiva, al humanismo. Es una tradición que aún continúa
evolucionando, que no se erige como portadora de “la verdad”. De
hecho, si se convirtiera en una interp retació n predom inante del
m undo, se establecerían adecuadam ente las bases para el floreci
miento de múltiples verdades.
Por supuesto, en muchos aspectos, el pluralismo radical recurre a
valores centrales de la tradición liberal, como son el compromiso con
la tolerancia y la autonom ía individual por encima de todo. N o se
trata, pues, de enfrentarse al liberalismo per se ni, en modo alguno, a
los logros de la democracia liberal. Es más, el problema reside, preci
samente, en las limitaciones de esos logros. El objetivo de un plura
lismo radical es considerar las posibilidades que ofrece el liberalismo,
identificando y combatiendo las fuerzas que limitan su plena poten
cialidad: sobre todo, las desigualdades y las estructuras institucionali
zadas de dom inación y subordinación. P or lo tanto, sim ultánea
mente, apela a otras tradiciones además de la liberal: la tradición del
análisis feminista, la lucha antirracista, el socialismo democrático y
Las diferentes formas de vida pueden ser buenas, y pueden ser igualmente
buenas para todas las personas. Sin embargo, un estilo de vida que es bueno
para una persona quizá no lo sea para otra. La pluralidad real de formas de
vida es la condición que permite que la vida de todas y cada una de las perso
nas sea óptim a34.
Estas palabras implican que los objetivos vitales y las pautas cul
turales de las personas, al ser radicalmente diversos, deberían perm a
necer al margen de regulaciones formales, en la medida en que pue
j3 Agnes Heller y Ferenc Feher, The Postm odern Political C ondition, Cambridge,
Polity Press, 1988.
3+ Agnes Heller, B eyon d Justice, Oxford, Basil Blackwell, 1987, p. 323.
dan basarse en condiciones de libertad e igualdad de oportunidades
jura todas las personas.
Es obvio que esta exigencia de universalidad plantea ciertos pro-
Mcmas. Aparentemente, entra en conflicto con una realidad de dife-
i entes sistemas de valores a m enudo enfrentados. Sin embargo, yo
Jcfendería que la exigencia de universalidad no reside tanto en la
electiva aceptación de estos “valores comunes mínim os”, sino en su
i .irácter potencialm ente aceptable. Dicha exigencia aporta una base
mínima necesaria para la construcción de un sistema de valores uni
versalistas que toleran la diferencia. Es evidente que la precisión de
estos valores abstractos debe ser exhaustiva; éste es precisamente el
proyecto de lo que podría denominarse, acertadamente, un hum a
nismo radical.
Me gustaría ahondar en tres ideas clave, que, desde mi punto de
vista, aportan pautas para el desarrollo de los valores en torno a la se
xualidad, en un contexto más amplio: la idea de una moral pluralista,
situacional y relativa; un compromiso con la continuada democrati
zación de la vida cotidiana; y la disposición de determinados dere
chos de la vida cotidiana, garantía necesaria para la protección de los
individuos. Quisiera analizarlas una por una.
La idea central del pluralismo radical implica el respeto por las
diferentes formas de vida; las diferentes formas en que podemos ejer
cer nuestra condición de seres humanos y lograr determinados fines
por nosotros mismos. Com o los valores son relativos y están vincula
dos al contexto, ningún acto puede ser ni bueno ni malo en sí mismo.
Sólo podemos establecer juicios intentando com prender los significa
dos internos de cualquier acción, las relaciones de poder en juego, las
sutiles coerciones de la vida cotidiana que limitan nuestra autonomía,
y las estructuras formales de dominación y subordinación. Sin em
bargo, la aplicación de esta idea no es tan simple como su formula
ción. El pluralismo radical requiere una serie de valores que puedan
otorgar sentido al pluralismo y a las propias opciones.
Este planteamiento deriva en el segundo tema clave: la aplicación
del principio democrático en la esfera personal. N uestros conceptos
han estado correctamente configurados por nuestro compromiso con
el ejercicio de una democracia formal; desde el gobierno de la nación
hasta las nociones algo más vagas sobre la participación en otras esfe
ras de la vida. Los valores democráticos de la vida cotidiana juzgarán
nuestros actos dependiendo de la forma en que las personas se traten
unas a otras, de la ausencia de coerción, del grado de placer que
pueda obtenerse y de las necesidades que se puedan satisfacer. A su
vez, esto implica una noción de reciprocidad, que no se establece ne
cesariamente a partir de un cálculo de costes y beneficios, sino que se
mantiene a lo largo del tiempo y de las acciones como un cimiento
moral de la propia implicación. Las obligaciones que conlleva habi
tualmente la vida familiar constituyen un buen ejemplo de ello. Tanv
bien es una característica clave de muchos otros emplazamientos al
ternativos de la vida cotidiana. La sensación de implicación moral
con otras pefsonas y de pertenencia a un grupo, vigente a lo largo del
tiempo, sin que por ello se aspire a recibir recompensas directas o in
mediatas, más allá del apoyo m utuo, es la principal característica de
lo que Ann Ferguson denomina las "familias elegidas”, ya estén inte
gradas por lesbianas, gais u otras personas que optan por vivir al mar
gen de las disposiciones domésticas convencionales 35. Además, éste
es también un rasgo característico de todas las estructuras de apoyo
construidas para hacer frente a la crisis del sida. La idea de reciproci
dad implica una comunidad de necesidades, de implicación entre las
personas, una sensibilidad y una solidaridad basadas en el cuidado y
en la responsabilidad hacia los demás. La ética situacional es necesa
riamente una ética de la responsabilidad, ya que precisamente gira en
torno al ejercicio de ésta a la hora de elegir entre las distintas opcio
nes: elegir la forma de vida, con quién se desea com partir ésta y bajo
qué circunstancias. Esta ética se relaciona con el respeto y la prom o
ción de la dignidad humana.
Estos valores aportan el contexto apto para cuestionar la existen
cia o no de unos derechos específicos de la vida cotidiana. U no de
ellos, presente a lo largo de esta discusión, es el derecho a la diferen
cia. El reconocimiento de la diversidad y la aceptación de las diferen
cias individuales facilitan y derivan de la solidaridad basada en el res
peto mutuo. De hecho, se ha afirmado con acierto que el derecho a la
igualdad, bajo cuya bandera se han librado todas las revoluciones
modernas, está siendo reemplazado por un llamamiento al derecho .1
la diferencia 36.
U na segunda reivindicación que se cierne sobre esta discusión
acerca de la vida personal, es el derecho al espacio. Utilizo esta idea
(1) el rechazo a aceptar como evidentes en sí mismas las cosas que se nos p ro
ponen; (2) la necesidad de analizar y saber, ya que es imposible comprender
nada sin la debida reflexión y el debido entendimiento, de ahí el principio de
curiosidad; y (3) el principio de innovación: buscar en nuestras reflexiones
38 John Stuart Mili, «On Liberty», Three Essays: O n L ib erty, R epresen tative G o
Introducción Richard W ollheim, Oxford y
v e rn m e n t, The S u bjection o f W om en,
Nueva York, Oxford University Press, 1975.
39 Véase Carole Pateman, The Sexual C ontract, Cambridge, Polity Press, 1988, so
bre la exclusión de las mujeres de la tradición humanista liberal.
aquellas cosas que nunca han sido pensadas ni imaginadas. Por lo tanto: re
chazo, curiosidad, innovación40.
40 Michel Foucault, (entrevistado por Michael Bess) «Power, Moral Valúes, and
the Intellectual» en H isto ry o f the Present, núm. 4, 1988.
CONSTRUIMOS LA COMUNIDAD
La com unidad gai (y, en general, cualquier otra que esté desprotegida
y que sea particularmente vulnerable al sida) no puede construirse de
espaldas a la pandemia. La Iglesia católica (por boca de Juan Pablo II
o de Elias Yanes, entre otros), condena “la hom osexualidad”, pero
acoge en su seno a los moribundos. Contentos (o vivitos y coleando)
no; m oribundos sí. La ley no reconoce, defiende o promociona dere
chos y libertades de gais y lesbianas, y amenaza, además, (en el ar
tículo 155 del Anteproyecto del nuevo Código Penal, llamado “de la
democracia”) con criminalizar la transmisión del vih ; una respuesta
penal que pretende suplir las carencias de las respuestas de orden so-
ciosanitario, que justifica la despreocupación de quienes se creían
protegidos por una esencia “no desviada” y que ahora se cobijarán
bajo la protección de la ley penal (dejando de lado el látex). Una ini
ciativa que criminaliza a aquellos “grupos de riesgo” aún vivos en el
imaginario colectivo. Una medida de imposible aplicación (¿Cómo
puede demostrarse la transmisión?) que, lejos de atajar la pandemia,
puede favorecer su extensión. La amenaza no puede ocupar el lugar
de la responsabilidad de todo el mundo.
Sólo desde discursos y prácticas colectivas pueden articularse res
puestas. Éstas, a su vez, necesitan fundamentarse en bases comunita
rias. En una situación de aislam iento y atom ización es im posible
afrontar las embestidas que, desde instancias de poder “moral” o insi-
tucional, golpean a los sectores más desfavorecidos.
He visto morir de sida a muchos amigos míos. [...] Uno de estos amigos fue
el poeta Jaime Gil de Biedma. Mis relaciones con él fueron siempre abiertas y
en un momento dado bastante íntimas, no obstante jamás me habló de su
enfermedad, a pesar de que yo sabía que era portador del virus que final
mente acabaría con él. Jaime se puso voluntariamente del lado del silencio,
no porque fuera una persona hipócrita, sino porque siempre había practi
cado una especie de discreción elegante respecto a su homosexualidad. [...]
Pero, ¿no tenemos los escritores la responsabilidad de desenmascarar a la so
ciedad, de hablar desde nuestra propia experiencia, para que esos m ucha
chos y muchachas que tienen el sida sepan que no están solos, que no es una
vergüenza ser portador del virus, y para que el poder sepa que hay que hacer
mucho más por combatir esta enfermedad? [Dionisio Cañas, «Contra el si
lencio del artista», El Mundo-La Esfera, 15/5/93].
M ic h e l C else
Publicado originalmente bajo el título «Sida: lutter contre l’hom ophobie» en la revista
Cahiers de Résistances, núm. 6 (julio-septiembre, 1992), pp. 14-20. Traducción ile Ri
cardo Llamas.
lo que está en juego es su sexualidad y todo lo que ella implica; sin
preocuparse por las condiciones que determinan la posibilidad de ac
ceder a tales cambios. Este artículo pretende presentar algunas con
clusiones derivadas de la experiencia de los gais frente al sida, en Jo
que se refiere a las carencias o, más aún, al peligro que implica una
política de prevención de inspiración higienista. Pretende, además,
llevar a cabo una reflexión particular (aún a riesgo de alejarse del
tema del sida) sobre algunos aspectos de la “condición hom osexual”
en nuestro ¿htorno, y sobre la interacción que en nuestras socieda
des se produce entre el sida y una represión “dulce” de la homose
xualidad.
Para ello, haré referencia a un estudio noruego recientemente pu
blicado en Alemania y que se propone establecer los cambios en los
com portamientos y prácticas sexuales en el ambiente “hom o” de N o
ruega ‘. El interés particular que presenta este estudio en compara
ción con o tra m ultitud de investigaciones de carácter estadístico
(como las detalladas —e inestimables— encuestas de M. Pollak a par
tir de cuestionarios escritos y distribuidos a escala nacional y euro
pea), estriba en que se considera como objeto de análisis las experien
cias individuales de los maricas, en toda su diversidad, frente a la
amenaza del sida. Cóm o viven esta amenaza de manera concreta, es
decir, cuándo, por qué y sobre todo cómo han logrado modificar su
vida sexual, o al contrario, por qué no han podido o querido cambiar
sus hábitos. La investigación no se apoya en un cuestionario modelo
que perm itiera escoger entre respuestas preestablecidas, sino que
parte de entrevistas personales 2. N o aspira pues a ser representativa
en términos estadísticos del ambiente “hom o”, dado que la muestra
es necesariamente m uy reducida. Su objetivo es otro: se trata de iden
tificar tendencias, de recoger información cualitativa sobre la forma
en que los diferentes comportamientos frente al sida están arraigados
en las biografías de los encuestados, sobre cómo la capacidad de cam
biar los hábitos sexuales y poner en práctica el sexo seguro depende
de la forma en que tales prácticas están arraigadas en la sexualidad de
1 Annick Prieur, «M ann-mánnliche Liebe in den Zeiten von Aids», publicado por
la Deutsche A ID S -H ilfe , Berlín, 1991. El estudio se lle v ó a cabo entre e l invierno de
1987 y el verano de 1988.
2 Entrevistas semidirigidas de una duración que oscila entre m enos de una hora y
más de seis, entre dos y tres horas como media, con 64 gais de entre 17 y 64 años di-
edad.
los individuos, y de la forma en que dicha sexualidad se inserta en la
vida social.
i.i .L a información
Si comparamos el grupo III (“alto riesgo”) con los grupos II y I, no
parece que cjuienes desarrollan prácticas que com portan un peligro
considerable de transmisión del VIH estén fundamentalmente más de
sinformados que quienes corren poco o ningún riesgo. Los maricas
que toman más precauciones tienen, si acaso, conocimientos más de
tallados (aunque en ocasiones éstos sean poco rigurosos a la vista del
exceso de precauciones que el miedo dicta a algunos). La información
esencial sobre las vías de transmisión es conocida por todos (contacto
del esperma o la sangre con una mucosa o una herida y, sobre todo,
riesgo de transmisión muy elevado en las relaciones de penetración
anal sin preservativo). Todos saben que el preservativo es un medio
de protección eficaz en este último caso. De este modo, las prácticas
de alto riesgo no se explican ni a partir de la ignorancia sobre los m o
dos de transmisión, ni por desconocimiento de los medios técnicos
básicos para protegerse.
Los gais del grupo III han tenido en general un m ayor número de
compañeros sexuales: 6 de 17 se sitúan en un “nivel alto” con más de
1 000 compañeros a lo largo de su vida sexual, mientras que tan sólo
4 del total de 47 en los otros dos grupos están en esta situación. Para
el total de personas entrevistadas, el número de compañeros se esta
blece en una escala de entre cinco y varios miles de compañeros se
xuales, con una mediana de 50. Es decir, la mitad de los encuestados
ha tenido menos de 50 compañeros a lo largo de su vida sexual, y la
otra mitad ha tenido más 4. Los gais del grupo III frecuentan con ma
yor asiduidad lugares de encuentro como parques o servicios públi
cos. Este dato no señala una prevalencia particular de prácticas de
riesgo entre quienes frecuentan estos espacios de encuentro: los mari
cas que se protegen no han abandonado necesariamente los urinarios;
aunque cuando acuden a ellos adoptan medidas de prevención. Es
pues, tan sólo, un simple correlato de la búsqueda de un elevado nú
mero de compañeros.
De otro lado, los gais del grupo III mantienen menos relaciones
continuadas y estables con un mismo compañero, y cuando estable
cen relaciones de pareja, éstas tienden a ser menos duraderas y están
menos formalizadas. De las 64 personas encuestadas, 39 no tenían
una relación continuada con un mismo com pañero en el m om ento
del estudio. Y, de estas 39 personas, tan sólo 8 afirman no desear o no
5 Los autores señalan aquí la correspondencia de este dato con los estudios de Mi-
chael Pollak.
miento, a pesar del peligro, bien sea porque no se consigue aunque se
quiera.
En resumen, del conjunto de las entrevistas se desprende que la
confianza en sí mismo, la aceptación y la afirmación de la propia ho
mosexualidad, una vida social en la que la homosexualidad tiene su
justo lugar, el apoyo, en fin, de relaciones amorosas o afectivas fuer
tes, son factores importantes que fundamentan la capacidad de una
persona para modificar su comportamiento hacia formas de sexo sin
riesgo.
Estas observaciones aparecen avaladas por una constatación, que
debería estar en el origen de cualquier iniciativa preventiva que no
quiera quedar limitada a una prédica moralizante tan arrogante como
poco operativa. La reorientación de las prácticas sexuales que el sida
ha convertido en peligrosas hacia formas de placer sin riesgo no es, en
absoluto, algo fácil; por enorme que sea (para la razón en prim er tér
mino) el riesgo que se corre. Este cambio de hábitos no es igual de fá
cil para todo el mundo; existen dificultades concretas que no pueden
solventarse arrojando el fácil anatema de la irresponsabilidad o de la
inconsciencia, actitud que es m antenida por muchas personas (in
cluso por maricas), a partir de una posición (informada y responsa
ble) desde la que sí se puede ejercer el control necesario de las propias
prácticas 6.
Por lo tanto, no se trata de condenar prácticas, lo que lleva nece
sariamente acto seguido a condenar sexualidades. Se trata más bien de
partir de la realidad de las prácticas y de las sexualidades, conside
rando que la reorientación hacia el sexo seguro implica o más bien se
presenta en prim er térm ino como una renuncia 7 a prácticas más o
menos constitutivas de la propia sexualidad. Esta constatación, que
parece caer por su propio peso, debe, no obstante, ser reafirmada en
su evidencia: pasar al sexo seguro — o incluso en el caso de una pareja
de personas seronegativas, pasar a una relación de pareja fiel—, es
poco problemático si partimos de la sexualidad de algunos maricas,
pero implica, al contrario, renuncias dramáticas para otros; un cues-
tionamiento radical de toda su sexualidad, por no decir de toda su
6 Los maricas del grupo I son los que con m ayor frecuencia han pasado por varios
meses de titubeos antes de “poner en práctica” su nueva vida sexual segura. La m ayor
parte de los maricas del grupo II están todavía en esta fase de esfuerzos e intentos.
7 Los maricas que se protegen no niegan que el sexo seguro representa una pér
dida en comparación con la situación anterior al sida.
vida, en función del papel más o menos crítico que juegue el sexo, y
de la mayor o m enor cantidad de “apoyos” de diversa naturaleza con
los que pueda contar a la hora de “reorganizar” esa economía psico
lógica y social que se basa en la sexualidad como único medio de acó
tar el desastre.
“ Muchos de ellos tienen al mismo tiempo miedo al sida, lo cual confirm a que te
ner miedo no sirve como estrategia de cara a la adopción de las medidas preventivas.
ser vivida entonces como un problema secundario que se plantea con
posterioridad a otras dificultades más generales que ya debe afrontar
la sexualidad, o bien como un problema suplementario, una fatalidad
más a la que se debe hacer frente como al resto. C uanto peor es vi
vida la sexualidad, más se atrinchera uno en el sexo anónim o, y
cuanto más se obsesiona perniciosamente en el sexo, más se reduce el
abanico de formas en que puede manifestarse el deseo a una pobre
necesidad de resultar deseable para cualquier compañero potencial.
Al grado creciente de repliegue sobre sí mismo y de soledad le co
rresponde una necesidad creciente de ser “confirm ado” por el otro,
de mendigar el amor —destino de quienes se prohíben amar—, y la
necesidad de convertirse cada vez más en un objeto sexual.
Ahora bien, protegerse supone, en concreto, estar en condiciones
de imponerse ciertas modalidades a la hora de un encuentro —es de
cir, entre otras, asumir el riesgo de que un compañero le diga a uno
que no—, supone concederse la posibilidad de introducir un cierto
grado de intercambio —supone, quizás, hablar—, lo cual contradice
el supuesto del anonimato absoluto, por último, en fin, supone no
permanecer en una situación de pasividad fatalista, supone no aban
donarse en contra de la propia voluntad a los condicionantes de la
vida sexual, sino percibirse y actuar en condiciones de igualdad con el
compañero. Condiciones éstas que, con toda certeza, no reúnen quie
nes han de sufrir su sexualidad y quienes se desprecian por ello, una
m ultitud de maricas que, a pesar suyo, permanecen distanciados de la
comunidad de los gais que se reivindican como tales.
Es evidente que una “socialización marica” es un principio fun
damental de la salida del armario. Así, en el estado actual de nuestras
sociedades, el papel que desempeña la comunidad “hom o” tal y como
existe, a través no sólo de sus organizaciones, sino también y sobre
todo, a partir de su “identidad”, sus bares, sus discotecas, sus medios
de inform ación, etc., es irrem plazable. Se diga lo que se diga, el
“gueto” es al menos el lugar en el que los juicios normativos de la so
ciedad hetero son invertidos; un espacio de “normalidad hom o”. N o
obstante, muchos maricas siguen fuera de la comunidad, y el sida, si
se perm ite que actúe como vector de una represión creciente, va a
agravar las dificultades que tienen los gais para salir del armario. La
epidemia de sida será la que salga más beneficiada. La com unidad
homo no tiene otra elección para su supervivencia que hacerse mili
tante, ya sea en la lucha contra el sida, ya sea por hacer avanzar las
reivindicaciones gais. Ambas luchas son, hoy por hoy, una sola.
ACTUAMOS DE MANERA COLECTIVA
M O n r DVSIDA
A MOANS
A c t U p -P a r Ís
Este texto corresponde a la introducción del libro Act U p-París (1994), Le Sida, París,
Dagorno. Traducción de Ricardo Llamas.
la resolución a oponer una respuesta clara y positiva a una epidemia
que estaba matando de manera preferente a miles de maricas.
En el principio de Act U p está, pues, la rabia de un puñado de
homosexuales. Algunos de ellos eran seropositivos, otros no lo eran.
Todos sentían, en cualquier caso, y de forma muy clara, la indiferen
cia, el silencio, el desprecio que afrontaban entonces y que afrontan
todavía hoy los y las enfermas de sida.
Indiferencia de la sociedad, de los medios de comunicación, de la
opinión pública, porque entonces todavía se podía hacer creer que el
sida sólo golpeaba en los márgenes: allí donde estaban los maricas, los
drogadictos, toda esa gente de la que se podría decir, a posteriori, que
la enfermedad que padecían no era sino el signo de una vida corrom
pida. Pero también indiferencia de los poderes públicos, porque la
política en materia de sida consistía, todo lo más, en pequeños brico-
lajes y algunos ajustes a corto plazo; porque todavía se podía prescin
dir médicamente de la gente con sida (más, sin comparación posible,
de lo que se podía prescindir de las personas con cáncer o enfermeda
des cardiovasculares), y, sobre todo, se podía prescindir de los enfer
mos de sida políticamente: no existe un voto homosexual o toxicó-
mano. En el peor de los casos, el sida era considerado un chollo por
los sectores más reaccionarios, que veían en él un método limpio y
eficaz de deshacerse de buena parte de las poblaciones marginales. En
general, constituía un problema secundario: interesarse por el sida si
gue siendo interesarse por los maricas, un tema que no parece dema
siado serio para un político responsable. En el mejor de los casos, el
sida era ese nuevo “gran problem a social”, que debía inspirar unas
pocas lamentaciones contritas: los grandes problemas sociales, como
todo el m undo sabe, “no son culpa de nadie”.
En el ínterin, la comunidad homosexual estaba siendo diezmada.
N os veíamos conducidos a tumbas de vergüenza, tumbas sin sepul
tura; veíamos hundirse a nuestro alrededor redes enteras de vida y de
amistades.
Es cierto que algunos grupos se habían organizado para detener
el desarrollo de la epidemia antes de que fuera demasiado tarde. Ante
la emergencia, se habían hecho cargo de todo el trabajo de inform a
ción y de prevención, a riesgo de descargar a los poderes públicos de
sus responsabilidades. Y así, todo era perfecto: se constataba el carác
ter ejemplar de la comunidad homosexual, y se pasaba a otro tema.
Por ello, el prim er grito de reunión de Act U p podría haber sido:
«nuestros amigos se mueren como imbéciles y a todo el m undo le
importa un bledo». Y la réplica inmediata que se sigue de él: puestos
a m orir como imbéciles, tanto da hacerlo a gritos, para rechazar la
vergüenza, que es lo único que se nos otorga; tanto da mostrarnos,
para que nadie tenga ya derecho a decir que no veía o que no sabía.
En la esperanza de gritar con fuerza suficiente y de ser suficiente
mente visibles para que no siguieran todos la misma suerte.
A ct U p-P arís no nació sola: teníam os un m odelo. En N ueva
York, desde 1987, el prim er grupo de Act Up había contribuido a ha
cer visibles tanto a los enfermos de sida como la problemática que la
epidemia plantea, utilizando para ello las mismas armas de las que
nos hemos servido: el triángulo rosa, los carteles provocativos, los es-
lóganes lapidarios (Silencio = Muerte, Acción = Vida). En el princi
pio de Act U p-N ueva York había una rabia similar y la misma intui
ción de que esa rabia no podía quedar silenciada, que sería más
fecunda si se agrupaba para constituir un frente unido contra la epi
demia de sida: Rabia = Acción. Sin embargo, Act Up-París no es y no
fue concebida como una filial de Act U p-N ueva York. La asociación
americana es para nosotros una referencia, un grupo con el que a ve
ces coordinamos nuestras acciones, como hacemos con todos los de
más grupos de Act Up en Francia y en el mundo.
Act U p-París empezó, pues, siendo un grupo categórico e “his
térico”. Porque frente al sida no se puede permanecer mucho tiempo
en una posición afectiva. A p artir de la propia enferm edad, de la
enferm edad de los amigos y las amigas, de la m uerte de un amante,
u n o /a se enfrenta inm ediatam ente a una maraña de cuestiones p o
líticas.
En los países industrializados el sida no golpea a cualquier hom
bre o a cualquier mujer, sino a colectivos socialmente definidos: los
homosexuales, la gente que consume drogas, las minorías étnicas, los
presos, últimamente las mujeres, olvidadas por la investigación mé
dica; la lista no es exhaustiva. En este sentido, el sida no es sólo un
drama humano o colectivo; es aún hoy un drama que apunta sobre
categorías sociales precisas, definidas por sus prácticas y por sus dis
tancias respecto al modelo dominante: prácticas que se refieren a gru
pos humanos socialmente determinados y políticamente significati
vos. Desde este punto de vista, y a pesar de lo que se diga, el sida no
tiene nada que ver con la mitología de las grandes epidemias prece
dentes: “todos iguales ante la m uerte” (lo que tampoco deja de ser,
por otra parte, más que una mitología: la peste, la lepra y el cólera te
nían también su dimensión política, aunque quizás en otro plano). El
sida se transmite a través de conductas y no por simple contacto. Por
ello, el sida ataca al fundamento mismo de nuestros modos de vida, y
no simplemente a nuestro emplazamiento geográfico. Basta con que
estas formas de vida no sean conformes a las socialmente admitidas o
a las morales mayoritarias para que quienes las adoptan estén más ex
puestos al virus del sida. Estarán excluidos de la prevención, de la in
vestigación y de la atención sanitaria en función, precisamente, de las
mismas discriminaciones de que son objeto de manera cotidiana. En
este sentido, luchar contra el sida es, necesariamente, cuestionar el
modelo en que se basan nuestras sociedades, y constituir un frente de
minorías contra la ceguera y el cinismo de los bienpensantes.
Esta primera determinación general de la lucha contra la epidemia
se acompaña de una serie de cuestionamientos:
De igual modo que el sida se instala allí donde existen carencias so
ciales y tiene en su punto de mira de forma mayoritaria a quienes no
tienen derecho a la palabra, la enfermedad sitúa al paciente en una re
lación de dependencia absoluta con respecto al médico: queda despo
seído de su cualidad de adulto y sólo tiene derecho a callar en espera
del veredicto. El sida, no obstante, ha desacreditado gravemente una
parte de la institución médica, muy particularmente a raíz de las con
taminaciones de hemofílicos y por transfusiones o por los reflejos
corporatistas de algunos médicos que no dudan en enfrentarse con
juntamente a unos enfermos a los que no saben curar. Luchar contra
el sida es invitar a las personas enfermas a retom ar la iniciativa y a
instaurar un diálogo en términos de igualdad con el médico, para te
ner la oportunidad de poder escoger el tratamiento y el propio des
tino.
A ct U p -P arís
i
Todas las personas deben tener la libertad de decidir si quieren o no
hacerse un análisis de anticuerpos de sida, cualesquiera que sean las
circunstancias. El resultado del análisis debe permanecer en la confi
dencialidad; sólo la persona a la que se hace la prueba tiene derecho a
decidir si el resultado debe ser revelado y a quién.
Toda discriminación hacia las personas seropositivas o enfermas
de sida, cualquiera que sea su naturaleza, debe quedar absolutamente
proscrita.
El Estado tiene el deber de recordar constantemente estos princi
pios y de hacer que sean escrupulosamente respetados.
2
Aum ento de los presupuestos destinados a la investigación, a las es
tructuras de atención sanitaria y a las asociaciones de lucha contra el
sida. Flexibilización, aceleración, racionalización y transparencia de
las condiciones de asignación de recursos por parte de las organiza
ciones que los distribuyen; concertación y coordinación de la acción
de dichos organismos.
«15 mesures d'urgence contre le sida», en Act Up-París, Le sida, París, Da-
gorno, 1994. Traducción de Ricardo Llamas.
en la definición y la puesta en práctica de los protocolos de ensayo de
nuevos tratamientos. Los ensayos terapéuticos deben incluir a todas
las minorías, por lo general excluidas o subrepresentadas. La publica
ción de los resultados de los ensayos debe realizarse sin demora y en
coordinación con las asociaciones de lucha contra el sida. Las perso
nas que hayan participado deben ser las primeras en recibir inform a
ción sobre los resultados.
El acceso^precoz a los medicamentos debe realizarse en confor
midad con las necesidades y las demandas de los pacientes. La Agen
cia de los medicamentos debe dotarse de los medios necesarios para
obligar a los laboratorios farmacéuticos a facilitar a los enfermos en
situación de “compás de espera terapéutico” medicamentos cuya efi
cacia esté en proceso de evaluación, pero que presentan unos niveles
de tolerancia y toxicidad que permiten su administración.
Todas las peticiones de permisos de comercialización de produc
tos relativos al tratamiento de la infección por VIH deben ser exami
nados sistemáticamente según un procedimiento de urgencia, proce
dimiento que debe corresponderse efectivamente con una celeridad
en la práctica.
La puesta en marcha de la Agencia Europea de los Medicamentos
debe responder a las necesidades de las personas afectadas por el VIH.
Tanto en lo que se refiere a la urgencia como al acceso a tratamientos,
dicha agencia debe perm itir una ampliación de los logros conseguidos
en los países que la integren, y no debe conducir en ningún caso a
una degradación de las condiciones de acceso a los medicamentos.
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