Sie sind auf Seite 1von 40

Entre la historia y las memorias: poderes y

usos sociales en juego1

JUAN SISINIO PÉREZ GARZÓN


UNIVERSIDAD DE CASTILLA-LA MANCHA

Diferencias y convergencias

Ante todo, hablemos de memorias en plural. Porque ninguna sociedad tiene una memoria
única ni unívoca, por más que alguna trate de ser dominante. Y hablemos también de
historia en singular. Porque se trata de un saber que trata de constituirse científicamente
como la disciplina crítica para el conocimiento de las experiencias humanas en el pasado.
No por casualidad, en castellano se diferencia claramente el sustantivo “historia”, en
singular, como relato de verdad, mientras que el mismo sustantivo en plural, “historias”,
cambia su significado para hacerse sinónimo de cuentos (“no me vengas con historias”, se
dice coloquialmente). La historia, como ciencia social del pasado, se considera
epistemológicamente un saber unitario, por eso se define en singular, lo que no es óbice
para que las distintas dimensiones de los procesos sociales necesiten una pluralidad de
soportes metodológicos adecuados a sus diferentes contenidos. De ahí el pluralismo interno

1Este texto está publicado en PÉREZ GARZÓN, J. S. y MANZANO, Eduardo: Memoria


histórica, Madrid, CSIC-La Catarata, 2010, pp. 23-70.

1
que se desarrolla dentro del saber histórico, debido a la complejidad propia del objeto de
estudio.
En todo caso, las memorias, como realidades sociales, y la historia como saber
que pretende la verdad comparten una misma materia: el pasado. Es algo obvio, los
referentes de cada memoria se amasan necesariamente con los hechos del pasado y la
historia, por su parte, se define como la ciencia social que versa sobre el pasado humano.
Además, en la vida cotidiana mezclamos y solapamos los contenidos y afanes de las
memorias con la realidad de la historia, y a la inversa. Incluso cada día las solapamos con
más frecuencia, porque la sociedad de la información combina de modo permanente y
contradictorio el objetivo de verdad de la historia, por un lado, y el objetivo de veracidad y
fidelidad de la memoria, por otro. Por eso conviene establecer con claridad las diferencias
entre las memorias y la historia, porque responden a usos sociales del pasado muy
diferentes en formas, contenidos y propósitos.
En primer lugar, el proceso de construcción de cada memoria siempre es una
elaboración política. Esto es, las memorias de los diferentes colectivos sociales se refieren
siempre al modo en que se justifica o explica ese colectivo que necesita la memoria para
argumentar su presente y para defender un determinado futuro. Por el contrario, la historia
es un saber que, si se pretende científico, tiene que desmontar y desvelar mitos y
mixtificaciones, por más que éstos afecten a los anclajes de una u otra memoria social.
Además, la historia, como ciencia social, ofrece el conocimiento crítico de las experiencias
y procesos sociales, y también la enseñanza de que toda realidad humana es cambiante. Por
su parte, las memorias, al reconstruir el pasado, no tienen por qué ajustarse a criterios de
verdad crítica, ya que se elaboran desde experiencias políticas del presente y no pretenden
de ningún modo el análisis de todos y cada uno de los aspectos de la realidad, sino la
fidelidad a una determinada parte del pasado. Conviene reiterarlo, las memorias son
elaboraciones políticas en el sentido etimológico de ser una necesidad propia de la polis,
porque lo que catalogamos como memoria colectiva se refiere siempre a cuestiones
identitarias sobre el modo en que se funda u organiza cada sociedad, o al modo en que se
justifica o explica cada cultura, o a los referentes en los que se apoya cada ideología o cada
grupo social para establecer los anclajes de un determinado presente.

2
Las memorias, por tanto, no son acumulativas, como es lo propio de todo saber,
sino que son siempre selectivas y, en cierta medida, también son excluyentes. En todos los
casos se encuentra un mecanismo similar, el de la selección: las memorias reproducen
siempre seleccionando hechos del pasado. Por eso se encapsulan sobre sí mismas y tienen
una dimensión excluyente nada desdeñable en la mayoría de los casos, pues se trata de un
conjunto de tradiciones, creencias, rituales y mitos que sustentan la identidad de los
miembros pertenecientes a un determinado grupo social. Es un capital social intangible que
sólo existe en el nivel simbólico y que determina la adscripción al mismo de unas
determinadas personas y no de otras. Por lo demás, es necesario insistir también que esa
memoria, al tratarse de una entidad simbólica representativa de un grupo, puede ser
adjetivada como memoria colectiva, pero sin olvidar que los actos de memoria siempre son
actividades individuales. Sólo pueden desarrollarse a nivel individual, pues una sociedad,
una nación o un grupo no pueden recordar ni hablar, como tampoco pueden comer ni bailar.
Eso sí, las personas individuales recuerdan en unas condiciones sociales que no han
elegido. Se trata de los marcos de la memoria que un autor ya clásico, M. Halbawsch,
precisó para establecer los contornos desde los que se despliega la correspondiente
memoria colectiva.
Más aún, las memorias en plural son parte de la historia en singular, esto es, son
los referentes de las identidades que se amalgaman en toda sociedad. Por eso, las memorias
colectivas se convierten en materia histórica y, por tanto, son objeto de estudio para la
historia. A la inversa, la historia, como saber o ciencia social que es, también ha cumplido y
cumple una función, la de construir y administrar memoria a cada sociedad, a cada grupo, a
cada cultura. Aunque sean dos modos de conocimiento con funciones distintas, tanto la
historia como la memoria convergen en los juegos de poder y en las subsiguientes
instituciones que organizan la reconstrucción del pasado. Se analizará más adelante, pero
conviene adelantar esta tesis, que en el entramado de poderes es donde se produce un
mayor solapamiento entre la historia y una determinada memoria. Es justo el momento en
el que la memoria se hace la dimensión de la historia, de la cual todos los demás aspectos
son función. Y esos aspectos de la memoria se anudan siempre en torno a la función de
suministrar y cohesionar la legitimidad de un grupo. De ahí esa otra característica, la de ser
comunicativa y cultural, pues cada grupo tiene memoria, lo mismo que tiene sus héroes o

3
hechos heroicos, y hasta puede adquirir valores tan dispares como ser una memoria
insumisa o recuperada u oculta…
En todo caso, las memorias de los colectivos sociales, al tratarse de un relato con
metas identitarias que expliquen y justifiquen las memorias personales, los destinos y los
sufrimientos individuales, introducen elementos de mitificación que no caben en el saber
histórico. Por eso hemos contrapuesto la historia a las memorias colectivas, porque damos
por sentado como principio metodológico que la historia no sólo no puede identificarse con
una determinada memoria, sino que debe ser lo opuesto a las memorias, aunque las estudie
e incluso trate de integrarlas para dar cuenta del pasado en toda su complejidad.
Concedamos, por tanto, como punto de partida, que la historia como saber social es una
empresa crítica, destructora de identidades y de tradiciones, que se constituye como análisis
y explicación de las experiencias humanas y de los procesos sociales, y no como su
justificación.
Sin embargo, aunque la historia se defina como empresa crítica, no puede situarse al
margen de las memorias que lo circundan. El historiador es un hombre entre otros hombres,
está inmerso en cuantas inquietudes definen su realidad social, que es, a su vez, el factor
que alimenta las preguntas para elaborar un conocimiento histórico con afanes de verdad.
El historiador, como individuo, no sólo está inmerso en la memoria de un colectivo, sino
también en las relaciones de poder que marcan su presente. Sin embargo, la historia como
ciencia social necesita la adquisición de una existencia no individual para lo que habría que
rescatar, como antídoto, la consigna que lanzara P. Bourdieu cuando planteó que “sólo la
historia puede desembarazarnos de la historia”. Surge así la necesidad de practicar un
análisis genealógico de las cuestiones que, desde el presente, delimitan las razones de cada
historiografía. La historia misma tiene una historia o historiografía que reclama ser pensada
sociológicamente y ser reflexionada autocríticamente para desvelar los sistemas de verdad
que nos afectan como ciudadanos y como historiadores, como investigadores y docentes y
también como críticos sociales.
En efecto, los condicionantes o marcos que se fraguan desde las relaciones
de poder afectan tanto a la construcción de memorias como al despliegue de la ciencia
histórica. A las memorias y a la historia les concierne el poder, esto es, la política, de
modo distinto, es cierto, pero como factor inexcusable en todo caso. Esto es

4
rotundamente visible en los mecanismos de reconstrucción que definen el proceso de
elaboración de las memorias. Quien tiene el poder del relato y del discurso, y en las
sociedades con escritura el poder del alfabeto, es quien monopoliza la voz que crea
memoria. Así ha ocurrido tanto en las culturas orales como en las escritas. Se trata de un
poder relacionado con el poder político, o incluso que es parte de éste, según los casos.
La razón de ser de la memoria no es otra que la de reforzar la idea de continuidad en el
correspondiente colectivo a través de las sucesivas generaciones de individuos. Por eso,
en la elaboración de toda memoria adquiere un protagonismo inevitable el poder, que no
necesariamente tenemos que identificar con el Estado. Son muy variadas las expresiones
del poder, sean las institucionales del Estado, de las Iglesias o de los grupos organizados,
sean los resortes comunicativos que incluso los grupos subordinados pueden desarrollar
para producir un hilo de continuidad con el pasado que trabe la identidad de cada persona
con su respectiva comunidad.
Por su parte, la historia se ha desarrollado desde el siglo XIX con el reto de
alcanzar un estatus científico similar a las ciencias de la naturaleza. Sin embargo, como
saber social, también se ve inmersa en la exigencia de atender la memoria y la identidad
de cada sociedad. El historiador no es como el geólogo, no estudia piedras con las que no
tiene ninguna vinculación social y, por tanto, ninguna relación ética. Un geólogo no tiene
que preocuparse por la moral de los minerales, pero no hay libro de historia que no tenga
algún tipo de valoración más o menos explícito sobre el papel que jugaron los actores del
pasado en su correspondiente contexto. Un geólogo puede estudiar la estructura
geológica de una montaña sin implicarse éticamente. El historiador, sin embargo, aunque
haga alarde de imparcialidad, construye un relato para concatenar y explicar hechos y
sujetos, de tal modo que la propia organización del análisis implica un juicio sobre esos
hechos y sujetos. Quien niegue que está realizando una valoración de un determinado
aspecto del pasado es que se niega a sí mismo como persona, pues al estudiar la conducta
humana, sea cuando Nabucodonosor en Babilonia o cuando la guerra civil española del
siglo XX, siempre emergen criterios éticos. La historia, como ciencia social, analiza
conductas humanas y, por tanto, el objeto de estudio nos concierne y nos engarza. Esa
diferencia es insalvable con las ciencias de la naturaleza, por un lado, pero también es la
característica que implica a la historia en las diferentes memorias.

5
A partir de todas estas similitudes y diferencias entre la historia y las
memorias, se aborda el desglose de un interrogante: por qué se solapan la historia y las
memorias; y se avanza una tesis, que son los poderes sociales los que producen la
convergencia entre las memorias y la historia. No cabe duda de que el deber de memoria
se incrustó en la misma organización de la historia como ciencia social. No es un hecho
nuevo, por más que nos parezca que vivimos inmersos en un momento que pareciera
estancado entre “abusos de la memoria”, debido a la sobreabundancia de pasados que no
quieren pasar, transformados incluso en religiones laicas para la memoria de una
identidad.

Necesidad, omisión, invención y exageración, atributos de las memorias

Todo grupo humano necesita memoria de sí mismo, pero ¿necesita igualmente esa historia
concebida como una ciencia social crítica? Sin duda, la necesidad de memoria se constata
en todas las sociedades, mientras que la historia basada en un afán científico es invento
occidental y hasta se podría considerar bastante reciente. Por eso se plantea en estas páginas
la tesis de que la memoria es un hecho social anterior y más universal que la historia y que,
por tanto, no sólo estamos condicionados por el pasado, sino por el modo en que pensamos
ese pasado, cómo lo vivimos y rehacemos para explicar el presente. Por más que se repita
hasta la saciedad que vivimos instalados en un continuo presente, sabemos que nos
condiciona el modo en que nos pensamos enraizados en un pasado, sea para rescatarlo, para
borrarlo o para superarlo. Se puede constatar en los más diversos órdenes de la vida
humana, desde la política y la economía hasta los asuntos más íntimos de cada individuo.
Es más, cuando se hacen planes para el futuro, siempre está el pasado como referencia
inevitable.
No hay organización política o ideológica, cultural y hasta deportiva que no
programe su futuro con razones ancladas en el modo en que recuerda su pasado, aunque sea
para no repetirlo. Recordemos cómo en el filme Blade Runner el drama de los replicantes,
esos seres artificiales de apariencia humana, consistía en la carencia de memoria y, por ello,
de identidad. Se aferraban a las fotografías, porque eran los objetos que les permitían

6
construirse una memoria. En efecto, la memoria perfila el ser en su identidad o modo de
existencia. En el Olimpo de divinidades griegas, Mnemósine era la musa que tenía el poder
divino de rememorar y, por tanto, atesoraba el recuerdo de todo aquello que el grupo debía
conservar para mantener su propia identidad. La memoria rebasaba de este modo lo
individual, para convertirse en cualidad inherente a la colectividad humana. Se puede
concluir en tal caso que, en la organización de una sociedad, la memoria cumple funciones
de cohesión colectiva y se convierte en argumento para las normas de la polis. De ahí el
carácter político que se debe atribuir siempre a toda memoria, porque la organización del
recuerdo en una sociedad se establece desde las exigencias de convivencia de cada polis.
En ese proceso de elaboración de una determinada memoria se comprueba un
denominador común, que se produce una omisión selectiva de los hechos del pasado. Se
rescatan y conmemoran unos sucesos concretos que se revisten de tonos de exaltación de lo
positivo, mientras que se ocultan, de forma más o menos consciente, los hechos
considerados negativos. También puede ocurrir que lo negativo se constituya en uno de los
momentos fundacionales de una memoria, como es el caso de los pueblos que precisamente
hacen de sus persecuciones o de sus derrotas los momentos que siempre hay que recordar
para mantener la cohesión del grupo e incluso buscar o exigir el resarcimiento por aquel
sufrimiento del pasado.
Se podrían traer a colación numerosos ejemplos, desde las fiestas patrióticas
instaladas en el recuerdo de un derrota (casos de Cataluña y Valencia, por ejemplo), hasta
el uso del genocidio como talismán identitario y como catarsis para un exigir un nuevo
futuro. El holocausto judío ha alcanzado tal calibre (desde su significación ética hasta las
reparaciones alcanzadas) que el concepto de genocidio se ha convertido en asunto de
justicia transaccional y ya no sólo se utiliza en el caso armenio o tutsi, sino que se ha
expandido para encuadrar matanzas de personas que van desde las provocadas por
hambruna en la Ucrania estalinista hasta las producidas por las bombas atómicas en
Hiroshima y Nagasaki, las matanzas por los jemeres rojos en Camboya o la sistemática
represión que desarrolla toda dictadura, tal y como se ha planteado recientemente para el
caso de la dictadura de Franco en España.
Por lo demás, en toda selección se produce una omisión de determinados hechos. Si
en unos casos lo negativo puede cumplir tareas de catarsis y de recuerdo justificativo de un

7
nuevo futuro, en otros casos simplemente la memoria anula lo negativo. Por ejemplo, en el
caso de la guerra civil española, la memoria dividida que existe al respecto supone una
dosis importante de olvido de cuanto de negativo hubo en cada bando. Esos hechos que
destrozan la imagen positiva que se quiere transmitir es lo que alimentan sus contrapartidas
o “memorias silentes”. Pero se puede ir más allá; ahí está la ley francesa de 2005 por la que
el poder político obliga a reconocer los “aspectos positivos” del colonialismo francés e
impulsa a que se divulguen y enseñen de ese modo. En ese orden de cosas, hay que
subrayar otra característica de la memoria humana, que es al mismo tiempo objetiva e
ideológica. Esto es, que la construcción de la memoria es una relación social en la que una
comunidad o un grupo distribuye y jerarquiza a las personas según criterios de valor
instituidos por su propia cultura y que, por otra parte, en cada época se recompone para
reajustarla a los cambios de valores y de relaciones sociales. Conviene insistir en esto
porque las imágenes compartidas socialmente y la nostalgia del pasado tienen como
función el aumento de la cohesión grupal, fomentan la identificación social y la defensa de
la propia identidad social, y justifican las actitudes y necesidades actuales. Todo ello se
elabora desde situaciones de jerarquía social y con valores de poder para reproducir las
relaciones sociales que en toda sociedad albergan enormes desigualdades que conviene
amortiguar o camuflar bajo identidades comunes que la superan o trascienden.
Por lo demás, en las estrategias de construcción de memoria colectiva no sólo
funciona la omisión, sino también directamente la invención o la exageración. Quizá no
haya invento tan fructífero como el de la tumba del apóstol Santiago o exageración tan
rentable políticamente como la del motín del 2 de mayo en el Madrid de 1808, elevado a la
categoría de levantamiento nacional contra Napoleón. Pero sobre todo funciona el
mecanismo de enlazar hechos o separarlos, según convenga, para construir una determinada
memoria. Si detrás de cada acontecimiento se descubren múltiples causas o procesos muy
complejos, la construcción de la memoria tiende a enlazar dos hechos como causa y efecto,
o bien a separarlos para no relacionarlos.
Un buen ejemplo al respecto: la sublevación de Franco, que se justificó desde muy
temprano como respuesta a la revolución que una parte de la izquierda obrera había
intentado en octubre de 1934. Los golpistas expandieron la idea de que la ley ya se había
roto en aquel octubre de 1934 y que el 18 de julio de 1936 sólo buscaba instaurar la ley y el

8
orden. Se cargó así sobre los hombros del adversario la responsabilidad del golpe de Estado
y también se añadiría luego la idea de ser los socialistas y republicanos los culpables de
haber provocado no sólo la guerra, sino además la necesaria dictadura para llegar luego,
pasados 40 años, a una democracia. Esa propaganda convertida en memoria del bando
vencedor sabemos de sobra que no ha cedido terreno, a pesar de las investigaciones de los
historiadores, lo que confirmaría que la memoria no sólo es anterior al trabajo del
historiador, sino que se muestra superior propagandísticamente, con mayor fuerza social
que las investigaciones y análisis realizados por la ciencia histórica. De hecho, desde hace
unos años, se asiste a un fenómeno inédito en la guerra de las memorias en España, a la
eclosión de una supuesta historiografía sobre la guerra civil en la que no hay historiadores,
sino publicistas con mentalidad policial que no hacen sino rescatar la propaganda que desde
los inicios de la dictadura elaboraron los vencedores2.
Este ejemplo, tan palpable en el caso español a propósito de la guerra civil y de la
dictadura de Franco, demuestra una vez más que la memoria humana no es inclusiva, no se
construye desde una pluralidad de perspectivas, sino que se elabora en sentido único e
interesado. Por eso, la selección se aplica sobre todo contra los argumentos y realidades de
los adversarios. Si además de adversarios resulta que fueron vencidos, entonces el poder de
los vencedores sí que impone o trata de imponer hasta el olvido. Es lo que pasó
oficialmente durante la dictadura de Franco, que lanzó una memoria institucional en la que
sembró de silencios todo lo que no le convenía del pasado, o lo distorsionó
conscientemente. Fue tanto memoria como doctrina tautológica que tachaba de complot
cuanto supusiera a una objeción a la versión oficial de la guerra. No podía reconocer
ninguna otra memoria. Pero esto no sólo ocurría en el bando vencedor, porque entre los
vencidos también se construyeron memorias que, por ser militantes, fueron igualmente
institucionales para sus respectivos adeptos, fuesen los anarquistas, los comunistas o los
distintos grupos republicanos. Aunque se trate de memorias clandestinas y perseguidas por

2
No es necesario explicar que se habla de la cuadrilla de publicistas encabezada por Pío Moa y César Vidal,
cuyas obras no cuentan con los avales científicos de la comunidad historiográfica, pero sí con enormes apoyos
mediáticos, de modo que el supuesto revisionismo histórico que apadrinan se desarrolla entre los sectores
sociales que antes, de modo vergonzante, no se atrevían a definirse como admiradores de la dictadura de
Franco. Resucitan viejas consignas falangistas y nacionalcatólicas para negar todo el programa reformista de
la Segunda República española y, de paso, negarle credenciales democráticas al actual sistema político. Es
una realidad ideológica que habría que contextualizar, por otra parte, en el despegue simultáneo de otras
extremas derechas en distintos países occidentales.

9
la dictadura, cada sector de los vencidos elaboró una memoria que institucionalizó para
justificar su papel durante la República y la guerra y que, además, sirvió para estrechar los
lazos del correspondiente grupo político mediante la conmemoración afectiva y el
autohomenaje.

Las marcas originarias de la historia

Conviene recordar los orígenes de la historia como ciencia para situar las significaciones
del saber histórico ante los debates de las memorias. La historia se constituyó como la
ciencia o la disciplina que desmontaba mitos y destruía falsificaciones desde que la
erudición humanista del Renacimiento y la subsiguiente historiografía inauguró un nuevo
concepto de historia basado en la fidelidad a los documentos, que culminó en el positivismo
del siglo XIX. Se hizo del documento el recurso y la fuente para conocer el pasado de modo
fiable, desterrando leyendas o falsificaciones. En definitiva, el proceso por el que la historia
se fraguó como ciencia social y como saber humanístico no va más allá del siglo XVIII,
cuando se estableció con calidad de conocimiento científico como parte del pensamiento de
la modernidad. De este proceso nos interesa ahora subrayar que justo con la modernidad
fue cuando el hombre construyó el relato de su propia genealogía como ser social y como
creador de civilización y cultura.
El engarce con los pensadores de la antigüedad grecolatina fue explícito y
rotundamente consciente por parte de los artífices de la modernidad, y, así, recogiendo las
etimologías del término “historia”, se desdobló en dos significados: bien el conjunto de
acontecimientos humanos ocurridos en el pasado, bien el relato, conocimiento y memoria
que se tiene de los mismos. Existe, por tanto, desde entonces, una doble acepción a la que
acecha el peligro de confundir el conocimiento y la memoria con la propia materia de ese
conocimiento y de esa memoria. El pasado, en cuanto pasado, por definición no es
repetible, pero se confunde para nosotros con lo que se nos ha transmitido del mismo y se
inserta en nuestra memoria como parte de nuestra identidad.
Semejante ambivalencia conceptual —ya existente en la misma raíz indoeuropea del
término historia— ha suscitado profundos debates, no sólo por la delimitación entre materia

10
y conocimiento, entre realidad y memoria, sino sobre todo por las implicaciones que
conllevan tan diferentes contenidos. Baste un ejemplo: cuando hablamos de historia de
España, entendemos por tal el conjunto de hechos pasados referidos al grupo humano
organizado que hoy se denomina España; pero también entendemos por tal el saber y el
recuerdo acumulados que de esos hechos tenemos, un saber plasmado ante todo en los
manuales de historia más familiares y una memoria que se confunde con nuestras vivencias
del presente. El pasado —no siendo repetible— se confunde en nuestra percepción con lo
que se nos ha transmitido y con lo que hemos asimilado como memoria que da soporte a
nuestro comportamiento cívico. El conocimiento y la memoria del pasado se interfieren,
por tanto, con la realidad irrepetible de ese mismo pasado.
Tal disparidad de significados ha enriquecido la reflexión de la especie humana
sobre su propio devenir, sobre las conexiones entre el pasado y el modo en que los recuerda
para justificar un futuro determinado, y también ha servido para impulsar debates
conceptuales y metodológicos que son los que han perfilado los contornos de la historia
como disciplina académica y como responsable institucional de la gestión de la memoria de
una sociedad. Aunque no es momento para desglosar tales debates, sí que es necesario
recordar que tanto el idealismo filosófico, como el materialismo histórico, el positivismo, la
erudición, el discurso liberal y romántico o las nuevas propuestas de la posmodernidad,
todos tienen aportaciones de consideración y todos constituyen los referentes y los soportes
para el debate que nos ocupa y preocupa sobre la historia como construcción de memoria.
En todas las escuelas historiográficas hay afanes científicos, y, por tanto, métodos para
controlar las interferencias de subjetividad que condicionan la jerarquización de hechos y
procesos del pasado, así como para organizar las correspondientes previsiones de futuro.
Conviene enfatizarlo. La historia, en el doble sentido que se ha planteado, no es sólo
una masa de hechos pasados, previos a nuestra existencia, y a la vez una disciplina
científica para el estudio de esos hechos, sino que también es un discurso, un modo de
hablar sobre un pasado al que se dota de significado al precisar los contornos de su
realidad. Esto implica que el significado que se pretende encontrar en las experiencias del
pasado se relaciona con los valores y discursos socialmente dominantes sobre el poder, el
género, la ley, la raza, la ética, la sexualidad, etc. No se puede infravalorar ese poder de la
palabra que dota de significado a la realidad del pasado cuando se describe y se representa

11
con unos determinados conceptos o con otros. La elección de palabras, términos y
conceptos que hagan asequible el conocimiento del pasado ya es una elección con
significados sociales. No hay terminología neutra en el lenguaje del análisis histórico, y
aquí radica un aspecto clave para el encabalgamiento de la historia con la memoria, pues en
el discurso histórico, aunque tenga todos los anclajes científicos requeridos, se traban de
modo dialéctico los valores de la memoria con la escritura de la historia.
Para el propósito de estas páginas, baste recordar de modo somero el proceso por el
que el saber que denominamos “historia” se constituyó como ciencia social a partir de la
segunda mitad del siglo XVIII. Fue entonces cuando la historia conquistó un espacio propio
frente a los estudios bíblico-teológicos y las artes literarias o el pensamiento filosófico. La
reflexión filosófica de los ilustrados estuvo profundamente ligada a la historia y al devenir
de la sociedad, porque se consideró a sí misma como la culminación de un proceso
creciente de iluminación racional de la sociedad y porque planteó, por tanto, las nuevas
exigencias éticas que se derivaban de una sociedad que se proclamaba inmersa en la era de
las luces. Pero ante todo hay que subrayar el momento en el que la historia se constituyó
definitivamente en materia de enseñanza en el siglo XIX como parte de la articulación
cultural de los Estados-nación en Europa. Fue en esas décadas cuando se ajustó el pasado al
método de una pedagogía, se filtró la sobreabundancia de hechos para extraer un producto
delimitado y asimilable por los alumnos y por la ciudadanía; fue entonces cuando se
estructuró en cada país y en cada caso la masa enorme e indiferenciada de todas las huellas
que de sí mismas habían dejado las personas a lo largo de siglos en esos territorios para
construir las correspondientes memorias nacionales. La historia fue así el efecto de una
transmutación intelectual que impuso la transparencia de una lectura nacional sobre la
opacidad de los miles de hechos del pasado en un determinado territorio que ahora se
encapsulaba bajo las fronteras de un Estado representativo constituido por ciudadanos a los
que se les exigía adhesión y fidelidad a las instituciones que expresaban el alma de una
patria.
Este proceso fue parte de la organización social del liberalismo, cuyo sujeto y
soporte jurídico era la nación: ocurrió primero en los países donde los procesos de
modernización económica, esto es, el despliegue hacia el capitalismo, conllevó la
secularización del pensamiento y la reelaboración del pasado del hombre en sociedad. El

12
“comportamiento nacional” de los ciudadanos no podía surgir sólo del desarrollo del
mercado, sino que necesitaba el vínculo de fidelidad hacia el Estado respectivo. Las
conductas de las personas comenzaron a ser definidas y delimitadas como comportamientos
ciudadanos identificados con una nación, leales a unas señas de identidad culturales y
políticas por encima de las clases sociales, al establecer como valor supremo la idea, que
forma parte del núcleo semántico del término nación, de un vínculo nacional, profundo, que
invade la esfera íntima y desemboca en un ritual religioso (fiestas nacionales, procesiones
cívicas...). Semejante ideología nacional, que se expandió e inculcó en los entresijos de la
sociedad, contó con un destacado creador y artífice en la figura del intelectual historiador.

Fueron, pues, los escritores públicos que articularon el saber histórico los que
desplegaron una práctica cultural imbricada con las exigencias de las clases burguesas
portadoras de modernización, de liberalismo y de nacionalismo. Correspondió a estos
intelectuales la organización de la historia como la ciencia de la memoria nacional, y, a la
vez, como un saber tan humanístico y tan científico como patriótico. El historiador
profesional del siglo XIX, por tanto, siguiendo la tradición clásica, tuvo como objeto
preferente de sus obras el devenir político para explicar la construcción de los respectivos
Estados liberales, y, así, aunque no siempre tratasen la historia política de modo expreso,
fue ése el marco sobre el que se plantearon las investigaciones y explicaciones de una
disciplina hilvanada siempre sobre la cronología estatal, esto es, sobre la vida y alma
política de la correspondiente nación. De este modo, la historia se forjó científicamente
como una historia estatal-nacional que, como mucho, se ampliaba al marco global europeo
para analizar el pasado desde la perspectiva de los Estados organizados por el liberalismo y
el romanticismo.
En definitiva, una irresistible necesidad de conocer el pasado y, con él, de escribir el
presente, recorrió la mente de los historiadores del siglo XIX. Pero también del siglo XX.
Tenemos una herencia clara en la actual situación sobre el papel y los significados de la
historia. Sin detenernos en las sucesivas crisis metodológicas, en el surgimiento de varias
escuelas y en los continuos y enriquecedores debates que se han acumulado en el seno de la
ciencia histórica a lo largo de ese siglo XX, se puede concluir que en todos los casos la
historia, al indagar el pasado, intenta un cierto control sobre el futuro. Además, la tarea de

13
enseñar se ha hecho consustancial al oficio de historiador. Y la enseñanza siempre es una
actividad con pretensiones de moldear el futuro, no cabe duda. En estos puntos se produce
una convergencia indudable con las funciones de las memorias sociales. Ahora bien, puesto
que hablamos en este encuentro de memorias de los grupos y de memorias políticas,
conviene diferenciar que si la memoria, al imaginar una comunidad, excluye a los que no
integran ese grupo, la historia, por el contrario, lleva otra marca de origen, la de buscar más
allá de unas lindes heredadas. Si se constituyó como conciencia crítica, no puede
doblegarse ante las exclusiones que reclaman una determinada memoria, sino que aspira a
conocer de modo fehaciente la pluralidad de experiencias y realidades que se albergaron en
el pasado y que podrían dar soporte a un nuevo futuro de convivencia.

Cuando la historia se convierte en depositaria de memorias

Ahora bien, si la historia lleva el sello distintivo de organizarse como saber crítico, también
es cierto que, con frecuencia, se ha convertido en depositaria de memorias, cuando no
directamente en la disciplina que ha dado soporte a determinadas memorias. En efecto, las
distintas memorias sociales no se crean sólo con decisiones y actuaciones de un
determinado poder político. Hay más actores en acción, entre ellos los agentes culturales de
los que forman parte tanto la historia en cuanto disciplina institucional como los
historiadores implicados en tal fin. El campo de acción más notorio es el del sistema
educativo, desde el que se han propagado las memorias oficiales, con mayor o menor éxito.
Es cierto que no es un campo exclusivo, porque también hay que hablar de los autores de
novelas, de los creadores de arte, de las estrellas mediáticas o de los redactores de los
medios de comunicación. Es una dimensión que nos desbordaría en estas páginas. Baste en
este momento plantear cómo la historia se solapa con la memoria cuando los historiadores
ejercen de creadores y gestores de memoria social y política, convirtiendo así la historia en
depositaria de la memoria de la correspondiente sociedad, grupo o institución. No es ajeno,
por tanto, el oficio de historiador al establecimiento de los “lugares de memoria”, según la
feliz expresión acuñada por Pierre Nora. También la ciencia histórica participa en los
mecanismos propios de la memoria. Es muy ilustrativo a este respecto el acto por el que se

14
creó en España la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC), en un consejo
de ministros del 8 de marzo de 2002. En la web que se lanzó entonces, su primer
presidente, precisamente un catedrático de Historia, Luis Miguel Enciso Recio, explicaba el
objetivo del gobierno: resaltar el valor de las conmemoraciones culturales “para un país de
larga y brillante memoria histórica”; por eso, la nueva Sociedad Estatal nacía para dedicarse
al “recuerdo de algunos de los grandes hitos de nuestra existencia colectiva”. Más en
concreto, se proponía como objetivo “la preparación, organización y ejecución de las
actividades referidas a conmemoraciones culturales y científicas e históricas del Reino de
España y sus Comunidades y Ciudades Autónomas”. De este modo, al proyectar de modo
anacrónico hacia el pasado la situación de ciudades como las de Ceuta y Melilla, se
convertían éstas en incuestionablemente españolas, a la vez que la misma definición del
Estado en su forma de reino se daba como esencia del ser nacional.
De este modo, con iniciativas como las organizadas por la Sociedad Estatal de
Conmemoraciones Culturales y las impulsadas por otras muchas instituciones tanto
públicas como privadas, la memoria y la historia convergen en funciones de transmisión y
reproducción de hechos o acontecimientos que se estiman necesarios para una legítima
reconstrucción del pasado o para la elaboración de una memoria social adecuada. Entre
estas iniciativas destaca el papel desempeñado por la Asociación para la Recuperación de la
Memoria Histórica (ARMH), que nació en el año 2000, a raíz del descubrimiento de las
fosas anónimas en las que habían quedado los restos de los republicanos fusilados en la
guerra civil en El Bierzo, y que ha cumplido una loable tarea para rescatar la memoria
silenciada de una parte muy importante de la sociedad española y también para integrar esa
memoria en una historia más completa y justa. En tales ocasiones, la historia y la memoria
se solapan para reconstruir diferentes pasados. Son actividades sociales en las que siempre
intervienen los entramados de poder. Incluso se convierten en mensajes cotidianos de
identidad cuando se transforman en los citados “lugares de memoria”, como son las fiestas
cívicas, nacionales o locales (desde el 1 de mayo al 12 de octubre, en el caso español), los
monumentos o los nombres de calles.
Con frecuencia, es muy delgada la línea que separa la historia como saber social de
la memoria como tarea identitaria. Hay ejemplos abundantes en los que la historia y los
historiadores intervienen directamente para apoyar una u otra memoria política. Hay uno

15
muy reciente y conflictivo: el del Archivo de Salamanca y la devolución de documentos
incautados durante la guerra civil. Se comprobó de modo fehaciente el uso que hacemos los
historiadores de la política, por un lado, y, por otro, qué usos nos dan en la vida política.
Hay otro ejemplo que sigue vivo, el del papel de la historia en la enseñanza, aunque ahora
no tenga la acritud con que se planteó cuando el gobierno del Partido Popular impulsó la
reforma de los contenidos históricos que se debían impartir en la educación secundaria, un
debate en el que prácticamente todos tuvimos parte, opinión y propósitos de influencia en la
decisión política. Estos dos ejemplos nos sirven para interrogarnos si en ambos debates
influyeron los historiadores o, por el contrario, simplemente acompañamos en uno u otro
sentido a los políticos para argumentar decisiones que se tomaron al margen de la
comunidad historiográfica.
El poder político tiene la necesidad de conmemorar y la de crear una memoria
oficial, por lo que decide contenidos de enseñanza de la historia, cosa que no hace en otras
materias con similar preocupación y debate. Gobernar es, en gran medida, alimentarse de
memoria, pero es también construir una nueva memoria. Por buenas o malas razones, el
deber de memoria se transforma en sortilegio moral o en argumento partidista. Se convierte
en una construcción política, asumiendo un papel en la formación de identidades que se
nutre tanto de episodios del pasado como de promesas del porvenir. En tales casos, si los
historiadores ejercen de organizadores o administradores de memoria, su tarea profesional
es claramente política y como tal hay que asumirla. En definitiva, los historiadores también
estamos inmersos en esa pugna social que se desarrolla en torno a la construcción de
referentes de identidad o de memorias colectivas. En ese terreno no cabe ningún pretendido
empaque de neutralismo y neutralidad. No hay que olvidar que los historiadores
pertenecemos a una elite de poder cultural y, por tanto, formamos parte del campo del
poder de la sociedad en la que vivimos. No somos ni árbitros imparciales ni espectadores
divinos del transcurrir del pasado. Esto se percibe no sólo cuando asumimos la
responsabilidad de organizar conmemoraciones, centenarios o milenarios, sino también
cuando abordamos investigaciones monográficas y especializadas, porque tenemos el poder
de nombrar y clasificar, de cribar y establecer relaciones entre pasado y presente para
deslindar la lógica de la conflictividad social y cultural de la que formamos parte y en la
que estamos implicados.

16
Lo sabemos: el hecho de nombrar, por ejemplo, a España, Andalucía, Europa o
Cantabria como sujetos de un proceso histórico unívoco va más allá del anacronismo, se
trata de un ejercicio de autoridad social y política, porque estamos avalando unas entidades
políticas contemporáneas otorgándoles existencia inmemorial y haciéndolas, por tanto,
incuestionables. También es cierto que abunda el historiador que niega estar situado en
determinada contienda y la oculta bajo ropajes de neutralismo, cuando por mucho empeño
y rigor que ponga en describir hechos y más hechos, siempre tiene la responsabilidad de
decir y definir esos hechos, de modo que inevitablemente prescribe sobre el pasado y
proscribe ciertos aspectos de ese mismo pasado. Y eso es un poder. Cuando más claramente
se manifiesta el poder de memoria que tiene el historiador es cuando explica las épocas
pasadas con alardes de neutralidad bajo la cobertura de comprender ese pasado “según las
circunstancias de la época”. Esta fórmula sirve para dar por válido el sistema de valores
impuesto en aquella época y heredado como argumento de autoridad incuestionable. Ha
calado en la historiografía como un talismán que justifica y comprende siempre la
dominación de los vencedores.
Ahora bien, ¿cuáles son las “circunstancias y la mentalidad de la época”? ¿A qué
mentalidad y a qué circunstancias nos referimos? En el caso, por ejemplo, de la expulsión
de los judíos, ¿se habla de la mentalidad de los Reyes Católicos o de la de los judíos
expulsados? ¿Acaso se fueron sin sufrimiento y sin desgarro aquellos judíos que todavía
conservan su identidad de sefardíes? Más aún, ¿fueron la época y la sociedad las entidades
que tomaron la decisión de expulsarlos? Como si las épocas, las mentalidades y las
circunstancias tuviesen capacidad de tomar decisiones… Es la coartada para una
determinada memoria. Además, el lenguaje usado por los historiadores también se
convierte en camuflaje de realidades incómodas para la memoria oficial. Por ejemplo, en el
tomo XXVII de la Historia de España, fundada por R. Menéndez Pidal y dirigida por J. Mª
Jover Zamora, dedicado a La formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700),
su coordinador, el historiador Demetrio Ramos, no sólo piensa que esos siglos están
marcados por “un movimiento solidario en una confianza en el triunfo final de la Fe”3, sino
que en el capítulo 2 la historiadora Mª del Carmen Martínez disimula la matanza de nativos

3
Historia de España, fundada por R. Menéndez Pidal y dirigida por J. Mª Jover Zamora, tomo XXVII: La
formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700), Madrid, Espasa, 1999, p. 34, coordinada por
Demetrio Ramos, 34.

17
y oculta la implantación de la esclavitud, situando ambas realidades como aspectos de un
simple “cambio demográfico”. De este modo, el historiador se convierte en continuador de
las justificaciones que en su momento hicieron los poderes para tomar unas determinadas
decisiones, sean las de expulsar una minoría, aplastar una rebelión, explotar una población
hasta exterminarla o esclavizarla sin cortapisas. Tremendas realidades que se cobijan en los
libros de historia como resultados inevitables producidos “por la mentalidad y las
circunstancias de la época”.

La historia en el entramado de poderes

Para deslindar las relaciones entre la ciencia histórica y la memoria que se han impuesto en
cada sociedad como las dominantes, hay que reflexionar sobre los poderes existentes en esa
sociedad. Sólo por este camino se pueden deslindar no sólo los hechos o procesos que más
importancia tuvieron, sino sobre todo preguntarse quiénes fueron los que transmitieron la
idea de que ciertos hechos o procesos tuvieron un valor decisivo. Porque muy
probablemente como historiadores sigamos con excesiva frecuencia la inercia del poder de
quienes nos dejaron sus testimonios. Habría, por tanto, que recordar la tesis que, allá por
1848, dos jóvenes revolucionarios formularon con precisión en el Manifiesto comunista,
que “el orden de la historia emerge de la historia del orden”. Ahí radica el núcleo decisivo
de la gestión de la memoria histórica en una sociedad y el papel del historiador en la
misma.
Conviene recordarlo. En el discurso histórico existe, en la mayoría de los casos, una
teleología, un esquema productor de mitos que convierten la historia en un relato de éxito
moral, en una carrera en el tiempo en que cada corredor pasa la antorcha, sea de la libertad,
de la unidad, del Estado, etc., al siguiente equipo. En ese relato se muestra cómo los
ganadores son virtuosos, eficaces y buenos por el solo hecho de ganar. El historiador
heredó del cronista tal función, porque cuando se constituyó como nuevo profesional en el
siglo XIX, con las revoluciones liberales de las correspondientes burguesías nacionales,
mantuvo la capacidad de crear conocimientos para la memoria colectiva, en este caso para
la identidad de las naciones en construcción. Si durante el Antiguo Régimen fueron los

18
monarcas y los eclesiásticos los que tuvieron el monopolio de dictar la historia, con la
modernización que supuso el Estado liberal, el control se hizo de modo interpuesto,
mediante mecanismos de regulación en aras del bien común, del amor patrio o de la
identidad nacional de la ciudadanía.
Desde el siglo XIX no se dicta la historia, porque ya no se trata de un relato ad usum
delphinis, sino que los poderes políticos se erigen en portavoces de las necesidades de los
colectivos nacionales o de las identidades sociales. Por eso mismo el Estado liberal
subvierte el poder cultural del Antiguo Régimen, monopolizado por aristócratas y
eclesiásticos, e implanta algo totalmente revolucionario: el sistema educativo obligatorio
para todos los ciudadanos. Además, el Estado se reserva el monopolio de otorgar los títulos
profesionales a través de las universidades que, igualmente, se hacen públicas. En ese
nuevo contexto nace la historia como ciencia social y como saber patriótico. En páginas
anteriores ya se han enunciado esas funciones sociales de educación y creación de opinión
como tareas de legitimación del Estado. También de crítica y de contrapoder, porque no
todo fue sumisión. En todo caso, la historia cumplió tareas sociales y desplegó unos
intereses propios de elite intelectual, en gran medida vinculada al poder de las instituciones
académicas.
Si la historia se erigió desde entonces en la ciencia social con la capacidad de
jerarquizar el pasado, lógicamente no podía quedar al margen de los entramados de
poderes. No sólo del Estado, sino de cuantos grupos sociales necesitasen amoldar el pasado
para reclamar un futuro en sintonía con sus intereses. Puesto que los Estados liberales
implantaron la historia como asignatura obligatoria en el sistema educativo, quedó la
impronta de una historia concebida como el saber nacionalizador y patriótico por
antonomasia. Esto no ha cambiado. Esos parámetros se mantienen y hoy en día son los que
encauzan el oficio de historiador. Podemos comprobarlo fácilmente a nuestro alrededor.
Todas las instituciones, desde los nuevos gobiernos autonómicos a los viejos municipios,
las diócesis eclesiásticas o los clubes de fútbol, todos se preocupan de escribir sus
respectivas historias mediante la organización y ordenación de unos archivos en los que
quieren dejar constancia de su pasado. Eso sí, con claras pretensiones de futuro. Todas estas
instituciones se preocupan por cómo se escribe y cómo se transmite la historia. Todos se
lanzan sobre la historia como materia propia para explicar su respectivo presente.

19
Por lo demás, en España, tan complejo proceso de articulación del historiador como
un intelectual social creador de memoria nacional se desplegó en las largas décadas que
transcurrieron entre la implantación del Estado liberal en el primer tercio del siglo XIX,
hasta culminar con la organización del Centro de Estudios Históricos, en 1910. Habría que
remontarse a la organización en 1738 de la Real Academia de la Historia, con la monarquía
absolutista de los Borbones, para perfilar los mecanismos de control de la memoria desde el
poder. Eso mismo, pero con nuevos objetivos, se hizo desde la propia organización del
Estado liberal, cuando legisló sobre el sistema educativo. Baste recordar la ley que
sistematizó todas las medidas, la Ley Moyano de 1857, cuando se reguló definitivamente el
control de los libros de texto, el acceso al cuerpo funcionarial docente, y así hasta llegar a
los decretos que hoy regulan los contenidos de historia que se deben impartir en toda
España o en cada comunidad autónoma.
La ciencia histórica y, por tanto, los historiadores estamos inmersos en unas
relaciones de poder. Esto se manifiesta en las instituciones que integran y delimitan el
campo del mundo académico de los historiadores. Las instituciones de la universidad y la
Academia, por un lado, y la de los centros de enseñanza secundaria, por otro. En este punto,
sí que se pone en evidencia el ejercicio de la autoridad en nuestra profesión. Las relaciones
entre el campo académico y el campo de los poderes sociales se desarrollan por cauces de
doble signo: por vías institucionales de regulación desde el campo político y por vías
informales de afinidades ideológicas, culturales y personales, o de sumisión y seguimiento,
por parte de los medios académicos. Pero no es el momento para profundizar en estas
cuestiones, sino que éstas deben ser enunciadas para comprender que no sólo se produce
una relación entre historiadores y poder político, sino también entre los historiadores y los
distintos poderes que se despliegan en una sociedad. De hecho, nuestra profesión no
funciona desde una burbuja de cristal, sino que está imbricada con los condicionantes
propios de la sociedad en que vivimos, y, de modo especial, con los reclamos procedentes
de los distintos poderes. Ocurre porque la profesión de historiar es un poder cultural.
En este sentido, se podría aventurar la tesis de que actualmente el colectivo de
historiadores, al menos en España, está en suspenso ante las presiones políticas y sociales
que generan los debates entre las distintas memorias. O se estanca en posiciones de cierre
corporativo o se fragmenta entre unas u otras memorias. La supuesta independencia de la

20
historia como ciencia social está más cuestionada que nunca, si cabe, por las propias
divergencias existentes dentro de los historiadores. El caso de los nacionalismos constituye,
sin duda, un magnífico ejemplo al respecto. Sobre España, es evidente que ni es indivisible
ni tiene límites fijados por Dios. Han sido las guerras, los conflictos, los que han marcado
unas fronteras siempre cambiantes. Esto mismo vale para Cataluña o para los más recientes
inventos de Murcia, Madrid, Cantabria o Castilla-La Mancha. Sin embargo, ha sido
precisamente la historia concebida como ciencia social, con atributos explícitos de
imparcialidad, la que ha hecho de las actuales lindes políticas una realidad amasada
inexorablemente con criterios teleológicos, hasta dar como fruto el presente desde el que el
historiador lanza su investigación al respecto. De este modo, cuando no se tiene un idioma
o una religión a la que aferrarse, surgen idiosincrasias relacionadas con el territorio o con
las costumbres siempre catalogadas de “ancestrales”. Así se llega hasta el presente, sin
dejar resquicio a plantearse que las cosas podían haber sido diferentes. Se destierra de la
ciencia histórica, por tanto, el carácter absolutamente impredecible que tiene todo proceso
social.
Esto ocurre en el caso de los nacionalismos, pero también la comunidad de
historiadores desarrolla mecanismos de selección o de omisión selectiva para explicar el
pasado, tal y como hace la memoria. Un detenido análisis de los libros de texto de cualquier
nivel educativo demostraría con abundantes ejemplos esa selección implicada con los
poderes sociales. Por lo demás, no hay que remontarse a los cronistas medievales, o al
Cánovas del Castillo que, a la vez que dirigía la política y el gobierno, también mandaba en
la Academia de la Historia, o a la historiografía franquista cuando las vinculaciones de la
historia y de los historiadores con el poder político se plasmaron en dictados de
obligatoriedad. Hay casos bien recientes y muy reveladores, como el empeño de la actual
Academia de la Historia en demostrar las esencias imperecederas de una España a la que se
dota con la exclusividad del atributo de nación no sólo para apoyar el nacionalismo
español, sino sobre todo para negar que otros colectivos puedan usar la historia para fines
opuestos. Además, en la historiografía actual se constatan unos valores de jerarquía y orden
social estrechamente vinculados a los poderes tradicionalmente dominantes.
Pudo comprobarse en una encuesta realizada hace unos años, casi como un
entretenimiento periodístico, que versaba sobre el posible “gobierno ideal” que necesitaba

21
España. Fueron 20 los historiadores seleccionados para hacer tal selección en el Magazine
semanal de El Mundo4. Que Azaña recibiera sólo dos votos como presidente del gobierno,
superado por Cánovas, por ejemplo, o por Maura; que en los inicios del siglo XXI se
pensase en el Gran Capitán como el posible mejor ministro de Asuntos Exteriores; que para
la cartera de Interior recibieran votos Cisneros, Narváez y Primo de Rivera, sin olvidar la
excentricidad de situar a Isabel la Católica en la cartera de Asuntos Sociales, o nada menos
que al dictador Franco como ministro de Trabajo, no habrían dejado de ser respuestas más o
menos apresuradas a un juego periodístico, si no fuesen la expresión natural del modo con
el que se han asimilado unos valores políticos heredados del pasado. Tan extrañas mixturas
resultan de muy difícil justificación en el pensamiento de historiadores que se suponen
plenamente imbuidos de los valores de una sociedad cuya organización democrática se ha
alcanzado en España con tantas dificultades.
Sin duda, aquella encuesta, aunque fuese un juego, dejó al descubierto los criterios
de valor con los que pareciera querer construirse una memoria política en la que se incluía
una fuerte dosis de nostalgia de ciertos pasados. Además, esos historiadores, al buscar la
cohesión de los españoles en torno a unos mismos personajes, trataban de inculcar y
divulgar los valores encarnados por unas figuras que en la mayoría de los casos no tenían
ningún encaje posible con los valores de una sociedad democrática. El único hilo conductor
era el de haber nacido todos en ese territorio de la España convertida en esencia histórica
por sí misma.
Sin embargo, lo que predomina en nuestra profesión no es esa vinculación tan
explícita y directa con el poder o con los valores que lo sustentan. La historia de la historia
descubre la lógica de unas investigaciones y de unas preocupaciones e interpretaciones que
forman parte de la configuración de un campo de poder más complejo, dentro del cual le
corresponde al historiador dictaminar sobre el pasado, pero, eso sí, parapetado en una
atalaya de objetividad y con proclamas de imparcialidad. De ahí la existencia de un
pluralismo metodológico e interpretativo que no significa escribir al dictado de un poder
concreto, sino la inserción misma del conocimiento histórico en entramados sociales
distintos. De este modo, si, por un lado, expresa las respuestas que exigen las demandas
sociales, bien como historiador individual, bien como gremio profesional, por otro lado, tal

4
Magazine, suplemento semanal de El Mundo, nº 180, domingo 9 de marzo de 2003.

22
condición se constituye en reclamo para la innovación metodológica, porque el pluralismo
reclama la continua renovación de métodos para desplegar más verdad. Se produce una
aparente paradoja: mientras que el historiador selecciona e interpreta el pasado con afán de
verdad y desde las premisas de futuro que existen en su sociedad, en ese camino le surge el
reto de renovar su propio saber y perfeccionar los utillajes metodológicos para alcanzar
mayor objetividad. Nuestra profesión, por tanto, se define en un sentido autorreferencial, de
modo que la historia ha de ser continuamente reescrita en un doble proceso. Por un lado,
para dar respuesta a los retos de legitimación de los distintos presentes posibles y, por otro,
para satisfacer los requerimientos metodológicos que comprometen al historiador como
científico social.

Las lindes públicas del historiador: el caso español

En efecto, el Estado, conviene reiterarlo, ha hecho de la historia una disciplina obligatoria y


una asignatura patriótica, esto es, un saber impartido por funcionarios en los distintos
niveles de la enseñanza. Así, la historia, en España, como en el resto de Occidente, es un
saber sólidamente engarzado con los avatares del Estado. Desde el siglo XIX, el Estado se
concibe no como la simple prolongación del poder de una dinastía, sino como el conjunto
de instituciones representativas de la ciudadanía, y eso lo legitima para instituirse en
protagonista de la organización del saber histórico. La cronología estatal es la que hilvana y
cohesiona los siglos y las épocas, porque el Estado se arroga la representación de la vida y
alma política de toda la nación. Ahora bien, aunque la importancia del Estado es
incuestionable, el sistema político, sin embargo, no coincide con el Estado. Éste es un
sistema de decisiones organizadas, diferenciado dentro del sistema político. Pero más allá
del Estado, existen otras organizaciones políticas que no producen directamente decisiones
colectivamente vinculantes. En la articulación y reproducción de esas organizaciones
también se utiliza la historia como saber de legitimación, de tal modo que se puede
deslindar una historiografía conservadora, otra de compromisos democráticos y
republicanos, otra carlista tradicionalista y además se amasan historiografías nacionales o
regionales en Cataluña, sobre todo en Cataluña, Galicia, Andalucía, País Vasco, en

23
competencia política, cultural e interpretativa con la historiografía nacional española. Los
distintos sectores ideológicos en pugna siempre recurrieron al pasado para justificar las
respectivas posiciones del presente.
Ha sido muy característico del caso español la participación del historiador
profesional en la elaboración de las correspondientes memorias de las nuevas entidades
políticas creadas por la Constitución de 1978: las Comunidades Autónomas. Así, en los
inicios de los años ochenta del siglo XX, en pleno proceso de organización del Estado
autonómico, surgieron distintas iniciativas editoriales, con diferente calidad, que lanzaron
un nuevo producto, el de las necesarias historias autonómicas o enciclopedias regionales o
nacionales, en cuya nómina de directores y colaboradores autores se encuentra una
significativa mayoría de nuestra profesión. No es el momento para valorar el peso real de
estas historias y hasta qué punto han impulsado la cohesión política en las distintas
comunidades, porque hay distintos ritmos y diferencias entre unas y otras comunidades,
variaciones que contrastan con las similitudes simbólicas y narrativas de las historias de
divulgación.
Semejante panorama inserta la historia en el campo de lucha de las fuerzas políticas
que hacen del pasado el soporte y el factor de articulación del proyecto de futuro. También
lo hemos visto antes con un ejemplo, el de los documentos albergados en el Archivo de la
Guerra Civil, situado en Salamanca. La intervención de los historiadores como expertos no
ha servido para encontrar soluciones de consenso, porque cada institución se cuidó de
seleccionar a los historiadores más cercanos a las respectivas tesis. En todo caso, la propia
profesión de historiador está ahormada desde el Estado, en sus distintos niveles, porque es
el Estado el que organiza las instituciones académicas, el que define el proceso de
reclutamiento de los profesores e historiadores y el que, además, financia los proyectos de
investigación y las publicaciones de los departamentos, e incluso subvenciona más o menos
directamente a las editoriales privadas cuando publican monografías especializadas. En el
caso de España, conocemos la escasa financiación que procede de la iniciativa privada para
la investigación en general, algo que para las ciencias históricas se convierte en nulo, de
modo que prácticamente toda la investigación se encuentra bajo la tutela de alguna de las
instituciones públicas. A la postre, son las instituciones del Estado las que tienen la

24
capacidad de hacer cumplir sus juegos de verdad, y las universidades, a pesar de su
distancia crítica, forman parte de la batería de instituciones integradas en este proceso.
Dentro de esa lógica, obviamente también se generan jerarquías internas en nuestra
profesión. La más notoria, la existente entre el poder académico de las universidades, por
un lado, y el ámbito de las enseñanzas secundarias y primarias, por otro. Constituye
probablemente el campo donde las políticas de la profesión desarrollan el ejercicio del
poder de un modo más evidente, con unas características que no es el momento para
desglosarlas, pero cuyas evidencias son insostenibles desde el punto de vista científico y
profesional. El ejercicio de la autoridad en nuestra profesión no se enraíza tanto en la
calidad científica y en la excelencia de las aportaciones, sino sobre todo en la posición
jerárquico-institucional que se ocupa. Hay que subrayarlo. Esa jerarquía está tan asumida
que, si hablamos de historiadores, no pensamos en nuestros colegas de enseñanzas
primaria, secundaria y bachillerato, cuando ellos son los que tienen la responsabilidad
inmediata de la transmisión de la historia ante millones de escolares cada año. Es más, la
incomunicación de la universidad, de nuestros departamentos de historia en concreto, con
los profesores de los demás niveles educativos, se ha incrementado en las últimas décadas.
Ni siquiera la coordinación de las enseñanzas del bachillerato para las pruebas de acceso a
la universidad ha canalizado intercambios fructíferos en lo referido a contenidos y formas
didácticas.
Más drástica es la ausencia de comunicación entre la universidad y los maestros de
enseñanza primaria. Por eso, no es difícil corroborar la existencia de dos tipos de historias
escritas y enseñadas: la académica universitaria, por un lado, y la simplificada escolar, por
otro, con contenidos contradictorios en muchos casos. Valga como caso arquetípico lo que
se enseña sobre los Reyes Católicos; una cosa es lo que se explica en la universidad sobre
el significado del matrimonio entre Isabel y Fernando, y otra bien distinta lo que se enseña
en los demás niveles educativos. Si se hiciera una encuesta en los centros ubicados, por
ejemplo, en Castilla-La Mancha y en Valencia, se confirmarían las perspectivas diferentes
aprendidas sobre la idea de España. El resultado es una historia fragmentada en diversos
niveles para distintos públicos. Por sus contenidos e interpretaciones, son diferentes
aquellos discursos elaborados para la divulgación de aquellos otros pensados para la
especialización. Se escribe de modo distinto el texto de una conmemoración oficial del que

25
se lleva a un congreso académico. En definitiva, son diferentes los imaginarios sociales y,
por tanto, las memorias enseñadas, o la articulación de memorias alternativas, como ocurre
en España con las memorias investigadas, enseñadas y divulgadas en Cataluña, Galicia y el
País Vasco, por ejemplo, que se erigen en alternativas a las impulsadas desde el Estado
como memoria para la nación española.
Ese mecanismo de funcionamiento responde a las políticas propias de nuestra
profesión, que se presentan como apolíticas para erigirse en únicos intérpretes autorizados
sobre el pasado. Oficialmente, no se aceptan injerencias, aunque cotidianamente se asumen
como propios los valores del Estado en el que se integran las relaciones del poder que
ostentan las jerarquías universitarias. Semejantes juegos de poder dentro del campo de la
historiografía, en sus relaciones internas y también con los poderes públicos, son los que
transforman los juicios sobre las capacidades de un historiador. Las valoraciones sobre la
obra de los historiadores siempre están contaminadas por el conocimiento de la posición
que ocupa en las jerarquías establecidas. En la política académica que rige nuestra
profesión, las prácticas de quienes la integramos están orientadas sobre todo hacia la
adquisición de reconocimientos, prestigio y autoridad académica, para establecer el control
social de una verdad con una palabra autorizada.

Los etnocentrismos de la historia y de las memorias

Para entender hoy, en España, las relaciones entre la historia, las memorias y los distintos
poderes sociales, es necesario detenerse en un aspecto que marca nuestro presente. Se trata
de analizar la memoria dominante entre la ciudadanía española y de precisar las
responsabilidades que tenemos los historiadores en la elaboración de esa memoria. Sin
duda, nuestra historia, nuestro saber del pasado, se ha construido al unísono con el resto de
los países occidentales, y las características que marcan la escritura de la historia en
Occidente afectan tanto a su dimensión científica como a su influencia en la creación de
una memoria ciudadana. Esas características se pueden esquematizar en cuatro posiciones
etnocéntricas. La primera, de rango cultural, el eurocentrismo. La segunda, de carácter
político, la que hace girar la historia en torno al Estado-nación. La tercera responde a los

26
valores propios de la clase media, que sitúan al orden, la jerarquía y el pragmatismo como
parámetros de interpretación del pasado. Y, por fin, la cuarta, el androcentrismo, que no es
la menos importante, sino la de más reciente desciframiento historiográfico. Todos estos
etnocentrismos son parte de ese proceso que llamamos “la modernidad”.
Por lo que se refiere al eurocentrismo, el espacio cultural de Europa u Occidente se
concibe como un continuum cristiano y técnico, que ha sido el escenario de lo moderno.
Este discurso sigue dominando en la historia, incluso en el mundo real de las relaciones
cotidianas de poder, y más acentuado si cabe en el caso español. Volvemos, por tanto, una
vez más a la capacidad de nombrar, y en eso el historiador ha hecho de Occidente el único
referente del mismísimo conocimiento histórico, porque siempre es la historia europea el
modelo de análisis y de interpretación, y porque además es como si el conocimiento
histórico se produjera al margen de lo que ha ocurrido o siga ocurriendo en otras culturas o
sociedades. Nuestros modelos y arquetipos historiográficos se extraen del devenir de las
sociedades occidentales, nunca de las sociedades chinas, hindúes o musulmanas, ni tan
siquiera para comprenderlas en su contexto de subordinación desde el siglo XIX, cuando
tuvieron que sufrir la invasión económica y militar de los europeos.
Sin embargo, “los otros” —las otras culturas, los otros pueblos— no pueden
devolver el mismo gesto, ni siquiera se pueden permitir demostrar una ignorancia similar o
simétrica, porque parecerían anticuados o ajenos a los cambios. Hay, por tanto, una
desigualdad de ignorancia, como ha subrayado el historiador indio Dipesh Chakrabarty,
para quien el dominio de Europa como sujeto de todas las historias forma parte de una
condición teórica más profunda en la que, desde hace varias generaciones, los filósofos y
pensadores que han conformado la naturaleza de la historia han producido teorías que
abarcaban a la humanidad entera, con afirmaciones, en la mayoría de los casos, planteadas
desde la absoluta ignorancia de la mayor parte del género humano. En este sentido, la
historia de Europa tenemos que des-construirla con urgencia, y dentro de ella, lógicamente,
la historia de España. Ante todo, evitando caer en un nuevo nacionalismo, el de ese
imposible manual europeo que nos acecha como parte de la construcción de Europa, como
si nuestra realidad de Unión Europea fuese el resultado de un proceso larvado desde la
Antigüedad, incluso desde la Prehistoria, como si la cultura, la ciencia, la religión y el
pensamiento de un puñado de griegos —habitantes en su mayoría, por cierto, de ciudades

27
que hoy son turcas o italianas— corriese ocultamente, o íntimamente, bajo los actuales
habitantes de Baviera, Cantabria, Londres, Estocolmo, Cádiz, Varsovia o Lugo, o como si
no existiera relación, quizá más relación y muy reciente, con el largo y extenso imperio
otomano, por recordar el caso más conflictivo por donde está pendiente la ampliación de la
Unión Europea.
No se trata de discutir las respectivas paternidades de cada uno de los elementos de
la cultura que hoy calificamos como occidental, sino de plantearnos como historiadores la
persistente tendencia a convertir la historia en una creación mitológica en busca de esencias
enraizadas en territorios, para demostrar cómo desde la noche de los tiempos, desde los
hombres de Altamira y Willendorf, tales esencias europeas, supranacionales, se han
desplegado en titánicos esfuerzos por eclosionar desde la noche de los tiempos, argumentos
que hoy sirven para justificar nuevas estructuras comerciales y políticas que nunca,
literalmente nunca, tuvieron precedentes. Al contrario, Europa, ese conjunto de reinos y
estados que desde el siglo XVI se conocen como depositarios de la cultura occidental, sí
que tuvo un papel importante en las cadenas de causación y consecuencia que englobaron
continentes enteros, por el comercio, por la esclavitud y por el dominio que expandieron de
tal forma que en este proceso, cuya dirección está hoy en manos de Estados Unidos, no hay
sociedad o cultura que no haya sido afectada. Es cierto que tal proceso de relación ha
provocado desde el siglo XVI cambios profundos, tanto en los pueblos portadores de la
historia dominante, como obviamente en los dominados o esclavizados. Por eso no se
puede corroborar la tesis de Lévi-Strauss, porque ni hay pueblos sin historia ni pueblos con
historias congeladas. Todo lo contrario, no es posible comprender las conexiones entre
pueblos y culturas si no se tiene como fundamento las condiciones económicas y políticas
que generaron esas relaciones y que las mantuvieron. Tal planteamiento, por supuesto, nos
exigiría revisar los contenidos temáticos y las explicaciones de los procesos que
catalogamos como europeos.
El eurocentrismo, por su parte, conduce al otro etnocentrismo, al del Estado-nación,
porque pensar desde Occidente significa pensar en las instituciones en cuya cúspide se
encuentra el Estado moderno, tanto en el sistema legal cívico que lo organiza, como en las
estructuras económicas capitalistas que lo sustentan, con la subsiguiente tecnología y los
correspondientes parámetros educativos y científicos. Pensar, por tanto, la historia desde el

28
concepto de Estado-nación remite siempre a Europa, cuna de los Estados y de los
nacionalismos, y eso deriva en “hacer europeos” al resto de los pueblos, a los tutsi y a los
hutus, a los tayikos y a los uzbekos y pastunes, porque, de lo contrario, los calificamos de
tribus. El historiador despliega un sistema de conocimiento en cuyas prácticas e
interpretaciones siempre se encuentra como explicación el Estado-nación para hilvanar los
siglos, los sucesos y los resultados.
Es más, la propia profesión de historiador está ahormada desde el Estado-nación,
como antes se ha expuesto, porque es el Estado el que organiza las instituciones
académicas, el que define el proceso de reclutamiento de los profesores e historiadores y el
que financia los proyectos de investigación y las publicaciones de los departamentos. Así,
el Estado-nación se ha universalizado y hoy es el modo en que únicamente se acepta ser
parte del orden internacional del planeta: no vale ni ser pueblo ni ser comunidad ideológica
o religiosa, sino sólo ser Estado-nación para tener legitimidad, voz y poder. Ahí está,
incluso, el ejemplo de la Iglesia católica, que también se subordina a esa forma y acepta ser
el Estado del Vaticano para tener el correspondiente protagonismo internacional. A la
postre, son los Estados-nación los que tienen la capacidad de hacer cumplir sus juegos de la
verdad, y las universidades, a pesar de su distancia crítica, forman parte de la batería de
instituciones cómplices de este proceso. De este modo, siempre aparece Europa como
referente inexcusable, porque es el hogar de los Estados-nación, porque es la cultura
creadora del concepto de modernidad, de ciencia y de ciudadanía que justamente nacieron
con vocación universalista desde el siglo XVIII.
El tercer etnocentrismo también se relaciona con los dos anteriores y hace referencia
a un sociocentrismo de clase media, cuando el relato histórico se hace girar en torno a
ciertos valores, principios y modos de pensar y vivir que se fraguaron entre las clases
burguesas del siglo XIX europeo. Así, el orden, la estabilidad, la autoridad, la jerarquía, la
superioridad de los más fuertes o vencedores se valoran como parámetros con los que medir
las etapas, las sociedades, los gobiernos, las instituciones, etc. Semejante sociocentrismo no
se queda en simples valoraciones de comportamientos. Es más profundo. Excluye a las
clases populares del discurso histórico, por más intentos que se hayan producido de
reescribir la historia desde abajo. Al fin de cuentas, en los libros domina la historia de las
clases dirigentes y dominantes, y sólo de modo explosivo o esporádico aparecen las masas

29
de campesinos, obreros, clases subalternas o, como veremos a continuación, las mujeres. El
silencio es la nota imperante. De nuevo es oportuno recurrir a un ejemplo reciente en
nuestra historia. De la transición a la democracia española, por ejemplo, se ha divulgado y
expandido la idea de un pacto entre elites, con individuos políticos como exclusivos
protagonistas de la llegada de la democracia, de tal modo que pareciera que millones de
españoles tenemos que agradecerle vivir en democracia a las gestiones de Juan Carlos I, de
Adolfo Suárez o de un puñado de personas que tomaron el destino del pueblo en sus manos.
En contrapartida, hay suficientes obras que rescatan el protagonismo de masas anónimas en
las que, por supuesto, no faltó la dirección política, pero que sin sus movilizaciones no se
hubiera conquistado la democracia. Sin embargo, domina la memoria de que toda la
transición se fraguó en los cenáculos de un muy restringido grupo de personas y se olvida o
margina la realidad de un proceso tan complejo y zigzagueante, cuyo rumbo se definió día a
día.
No cabe duda de que es más difícil transmitir la complejidad de una explicación
histórica si se quiere llegar al desglose de las motivaciones tan dispares de los millones de
voluntades que actuaron en cada momento histórico. Es más fácil simplificar los procesos
complejos en las decisiones de unos pocos individuos. Es más comprensible, pero también,
en sentido contrario, ideológicamente hay una elección de valores: las masas anónimas son
para muchos historiadores sólo protagonistas de caos. La historia, según este planteamiento,
ni la hacen esos millones de personas que cargan con la realidad de cada pasado, ni son
objeto digno de estudio, porque son individuos señeros los que marcan el tiempo y el ritmo
de los procesos. Semejante sociocentrismo incluye, por otra parte, perspectivas racistas y
sexistas, cuyo desciframiento sería bastante fácil abordar en cualquier manual de historia al
uso, desde el lenguaje que encierra el orgullo de lo propio y el silencio o ignorancia de lo
ajeno, impidiendo mestizajes, hasta el diferente trato que se concede a las cuchilladas que
se dan los integrantes de las elites y los componentes del pueblo.
Esto alcanza cotas insuperables en el androcentrismo, cuando el género se erige en
dominio social. En la historiografía ha sido norma la exclusión de las mujeres, hasta que el
feminismo de los años sesenta del siglo XX ha logrado rescatar el protagonismo de las
mujeres y además ha introducido el concepto de género como soporte de análisis, tanto
como el de clase social o raza. A pesar de los esfuerzos desplegados desde ciertos sectores

30
historiográficos, las mujeres siguen ocupando un lugar de subordinación en la
interpretación del pasado y en la subsiguiente proyección que del mismo se deriva hacia el
presente. Es una cuestión historiográfica y metodológica que, en este momento, sólo
enunciamos, pero que requiere urgentes modos de repensar el pasado y sus relaciones con
el presente.

Sobre los cometidos sociales de la historia

Es imprescindible plantear en estas páginas, al menos como esbozo, las más viejas
cuestiones que conciernen a la historia como saber social, que, sin duda, se ensamblan con
los debates en los que están sumergidas las vivencias de memorias en nuestro presente.
Ante todo, hay que discernir la función social de la historia. Parece que hay bastante
consenso en entender que la historia no es un saber de anticuarios, que no se puede
constreñir a conocer el pasado por el pasado, como si fuera un juego de erudición. Ahora
bien, acordado este punto, si la historia es una ciencia que analiza e interpreta el pasado,
que lo explica con la coherencia de unas fuentes contrastadas, ¿puede, en tal caso, cumplir
tareas formativas para la ciudadanía? Y si esto se acepta, ¿en qué dirección se encauzaría
esa tarea educadora?
Hay posturas encontradas. Por un lado quienes piensan que la historia, al tener las
claves del conocimiento del pasado y de las experiencias acaecidas en los distintos procesos
históricos, permite cambiar el presente con vistas al futuro. Este modo de entender la
función de la historia se puede quedar en sencillas conclusiones éticas sobre los procesos
sociales o puede producir visiones teleológicas que conduzcan necesariamente hacia un
determinado futuro previsto de modo más o menos mecanicista. Es un modo de entender
que existe una lógica explicativa del presente a partir de las experiencias del pasado y que
esa función de la historia permite avanzar hacia el futuro, pues aporta contenidos de
conciencia. Frente a esta perspectiva, hay otras que niegan esa tarea social a la historia. Las
más viejas apelan a la neutralidad y objetividad, como hizo el positivismo desde el siglo
XIX. Más recientemente, el posmodernismo ha tratado de desvanecer los cometidos
sociales de la historia no para propugnar una mayor objetividad, sino, por el contrario, para

31
situar el discurso histórico en el terreno de los relatos o artefactos cuasi literarios y, por
tanto, anclar el conocimiento histórico en el plano de la subjetividad.
En todo caso, aunque se revistan de objetivismo neutral los positivistas o, por su
parte, los posmodernos fragmenten el conocimiento en representaciones intelectuales sin
una globalidad explicativa, el hecho es que la historia como saber social, que lo es, ejerce la
autoridad de enunciar el ser y la lógica de cada sociedad al desentrañar su pasado. Por
tanto, no hay posiciones historiográficas que no traten de desplegar algún tipo de función
social, por más que lo nieguen. Incluso el positivismo, al aferrarse a los hechos, propugna
el protagonismo del individuo y niega una lógica estructural. Por su parte, el
posmodernismo, cuando rechaza los metarrelatos, introduce nuevos sujetos en los procesos
históricos y subraya el peso del lenguaje en la conformación de la realidad.
De este modo, se mantenga una postura u otra, nuestro oficio tiene desde el siglo
XIX la autoridad de enunciar el ser social en el pasado y eso significa que no somos
neutrales, pero tampoco cómplices, sino administradores de un poder cierto, un poder
político en nuestra sociedad, el de definir el mundo social presente a través de la memoria
de las experiencias del pasado. Por eso, cuando nos cobijamos bajo la fórmula
pretendidamente neutral de enunciar “las cosas tal y como fueron”, actuamos como si
tuviéramos el poder de establecer la verdad. Esto constituye, no cabe duda, la prueba más
fehaciente del carácter político de esa autoridad que nosotros mismos nos conferimos. Sin
embargo, no es fácil aplicarnos a nosotros mismos, en un ejercicio de autorreflexión crítica,
el desbrozo de las variables sobre las que jugamos en nuestra investigación o en nuestra
docencia. Tenemos la tendencia a desvelar la ideología o el entramado sociopolítico del
adversario, pero no la que nos condiciona a nosotros mismos. Por eso, la primera verdad en
la que deberíamos situar nuestro empeño sería en descubrir y descubrirnos las posiciones
desde las que enunciamos nuestras construcciones y explicaciones del pasado, así como las
consecuencias que implícitamente se hilvanan en esos análisis, pues siempre laten
contenidos éticos.
Pero a esta característica social de la historia se ha sumado recientemente otra más
novedosa: la pérdida del monopolio para explicar el pasado. Esa autoridad, que hasta ahora
ostentaba la historia, se ha ampliado a nuevas profesiones, que además tienen más
repercusión mediática en la actual sociedad-red. La historia ha bajado en el escalafón del

32
predicamento social o, al menos, tiene que competir con potentes rivales en las ciencias
sociales como son la sociología, la antropología, la politología y, sobre todo, la economía.
Esto sucede en el contexto de una globalización social desde la que se plantea el urgente
reto de construir una ciudadanía basada tanto en los derechos humanos como en la
pluralidad cultural. ¿Puede en tal caso la historia, esa historia construida de forma tan
nacional hasta ahora, desarrollar alguna función social en esta nueva etapa de la
humanidad?
Aquel peso que los historiadores tuvieron en un sistema educativo que era
prácticamente el único vehículo de información y formación para las clases altas y medias
que accedían a los institutos y a la universidad hoy ha desaparecido. Las mentalidades de
los grupos sociales dominantes y de la ciudadanía en su conjunto ya no se configuran
exclusivamente a través de los recursos que ofrece el sistema educativo. Sin adentrarnos
ahora en el análisis sociológico de cómo se forman los valores ciudadanos de un país, lo
que sí cabe subrayar es la evidencia de que hoy ni el historiador tiene el monopolio de la
información del pasado, ni la historia ocupa la primacía entre las ciencias sociales. El
resultado es una memoria fragmentada en diversos niveles para distintos públicos. Son
diferentes por sus contenidos e interpretaciones, según sean unos discursos elaborados para
la divulgación o para la especialización, o para las conmemoraciones oficiales, o para los
congresos académicos, como también son diferentes los imaginarios sociales, la memoria
enseñada o la articulación de memorias alternativas.
Por otra parte, en la era de la globalización y de la sociedad-red, por más que los
Estados-nación se mantengan aferrados a sus respectivas memorias e identidades históricas,
parece evidente que la historia puede abrir nuevos caminos para construir una nueva
memoria en sintonía con las exigencias de una ciudadanía planetaria. ¿Suena a utópico?
Probablemente, pero el hecho es que en nuestros medios académicos e intelectuales
estamos inundados de obras sobre la globalización y el multiculturalismo, sobre los
derechos humanos y las identidades, sobre la convivencia y la tolerancia, sobre la sociedad
del conocimiento y la ética de la diversidad, pero los historiadores seguimos anclados en la
repetición y profundización de nuestras respectivas memorias nacionales. El planeta y la
humanidad quedan, en todo caso, relegados al contexto y trasfondo de la correspondiente
historia nacional. Estamos anclados en un saber muy local, sometido a las lindes de los

33
Estados. Sin embargo, las nuevas realidades que emergen y perfilan el futuro de las
personas de este siglo XXI nos reclaman con urgencia una nueva redacción de la historia,
incluyendo la variedad y pluralidad de memorias existentes en el planeta, por un lado, y,
por otro, la pluralidad de las memorias subordinadas y silenciadas que se albergan en cada
sociedad. La historia hay que enseñarla y toda enseñanza implica transmisión de
experiencias y aprendizaje a partir de las mismas.

Cuestiones para un debate tan profesional como ciudadano

En conclusión, se defiende desde estas páginas que la historia puede cumplir una nueva
función social, la de desmontar mitos y mixtificaciones del pasado, por un lado, y, por otro,
la de transmitir experiencias para poder dar soporte a una nueva ciudadanía. ¿Podríamos
definir esa nueva ciudadanía? Quizá no sea la tarea de un historiador, desde luego no es la
competencia profesional de los historiadores, pero conviene esbozarla para definir el
cometido social del oficio. Se trataría de una ciudadanía cosmopolita, parece obvio, donde
los derechos humanos sean respetados por cualquier identidad y los valores de libertad y
tolerancia se desplieguen como soporte para una mayor justicia. Se trata, sin duda, de una
aspiración tanto ética como política, pero no puede estar cerrada teleológicamente, porque
el camino no está trazado previamente ni su consecución está garantizada.
La tarea, en consecuencia, es enorme. Por un lado, elaborar una memoria abierta a la
diversidad cultural para dar cobertura a una ciudadanía cuya identidad no sea excluyente.
Por otra parte, rescatar para esa memoria ciudadana las experiencias de historias reprimidas
y los conocimientos subordinados que se silenciaron o marginaron en las historias
dominantes hasta ahora. Porque si la historia permite lanzar un discurso de memoria en
relación dialéctica con el pensamiento político, en tal caso rehabilitar las memorias
subordinadas (de las mujeres, de los trabajadores, de los marginados, de los pueblos sin
voz, de las culturas no equiparables por minoritarias, etc.) desemboca en interpretaciones
pluriculturales que exigen nuevos códigos educativos.
Al historiador se le asignaría, por tanto, un cometido social nuevo, el de remodelar
las memorias existentes, tanto las memorias subordinadas, como también, y ante todo, las

34
memorias dominantes. Esto exigiría replantearse los contenidos de las correspondientes
memorias oficiales, de dónde vienen, quién las certifica y cuál es la implicación de su
impacto público. No se puede abordar la historia con sus problemas planetarios sin integrar
en esa perspectiva la historia de sectores oprimidos como la población africana, las mujeres
o cuantos grupos y culturas han tenido la experiencia de adquirir el conocimiento de las
fuerzas que mueven la historia, precisamente desde las percepciones de subordinación, que
son justo las que permiten comprender mejor la cultura de sus opresores. La historia nos
enseña, sin duda, que todas las formas de opresión son construidas por las personas en un
determinado momento y son tan cambiantes como las relaciones de fuerzas de cada
sociedad. No hay forma de opresión eterna ni propia de ninguna cultura, aunque se revista
de idiosincrasia culturalista. Si todas han sido construidas en el tiempo, el historiador puede
y debe desmontarlas; debe dejar al descubierto cómo surgen, se afianzan y logran
mantenerse, además de rescatar también las voces que se le oponen con distintos resultados.
Es una tarea de crítico social y esto permite que la historia libere a las personas del presente
de herencias supuestamente inamovibles.
En este sentido, si la historia puede liberarnos del pasado, si puede contextualizar y
relativizar las memorias sociales y colectivas amasadas por distintos grupos, en ese caso
tenemos que aceptar la existencia de una diversidad de memorias y distintas percepciones
de aquello que se conoce como la realidad histórica. En contrapartida, hay que iniciar la
construcción de memorias plurales y renunciar al intento de reducirlas forzosamente a una
sola memoria única que borre todas las demás. Esto vale tanto para las naciones como para
las confesiones religiosas, pero sobre todo para el avance de los valores democráticos en
todos los países. Conscientemente, en este punto, se está traspasando las lindes del oficio
del historiador para lanzar propuestas como ciudadano que reclama tareas sociales al
conocimiento del pasado. Muy probablemente estas cuestiones excedan del tema de este
debate, pero, no sobra reiterarlo, el conocimiento histórico es un saber de experiencias que
aporta valores críticos para una convivencia democrática y puede vertebrar una memoria
que permita integrar en lugar de excluir.
Esto ya sería, de por sí, una función clara de la historia, porque daría argumentos
para actuar sobre el presente en función de expectativas, exigencias, recuerdos. Nunca con
teleologías determinadas de forma mecánica, sino, por el contrario, extrayendo de la lógica

35
del pasado que precisamente siempre hubo caminos abiertos, que todos fueron igualmente
contingentes, aunque sólo triunfase uno. Si consideramos que la historia es un saber que
conoce y reconoce desde la racionalidad, entonces tendríamos que enfrentarnos al reto de
articular el relato de unos ciudadanos enraizados en una comunidad de memoria común a
toda la humanidad. Con soportes identitarios y culturales diversos, por supuesto, todos
relativos y relativizados porque todos son fruto de procesos históricos cambiantes, pero
todos ellos con posibilidades de integración en un una especie de círculos concéntricos de
la globalidad planetaria.
Es un cometido social desarrollado, por supuesto, desde la estricta y experta
observancia de las reglas de su oficio, pero a sabiendas de que su trabajo se inscribe en un
lugar social, y que, en función de ese lugar en la sociedad, se elaboran las cuestiones que
guían su quehacer profesional. Ahora bien, ese lugar es distinto o se barrunta distinto a
partir de este siglo XXI, pues se supone que el historiador de este nuevo siglo no puede
seguir amarrado a las viejas preguntas de las divisorias nacionales de los siglos XIX y XX.
Sin duda, al historiador le corresponde, como experto, escucharlo todo. Esto lo sitúa ante el
reto de construir el relato necesario para una ciudadanía distinta a la de los siglos XIX y
XX. Se supone que, si la globalización nos encamina hacia una ciudadanía planetaria, en tal
caso habría que plantear si el historiador puede contribuir también a la construcción de esa
nueva ciudadanía. En tal caso, parece de lo más justo exigirle a una ciencia social como la
historia un constante sentido crítico. Sentido crítico para destruir mitos y prejuicios, de
modo que se pueda edificar un conocimiento del pasado que contribuya a un pensamiento
libre, sin ataduras a esencias culturalistas ni encapsulamientos nacionalistas. También para
lograr internacionalizar las experiencias del pasado.
Aun a riesgo de ser reiterativo, es legítimo proclamar el carácter imprescindible del
saber histórico como práctica social y ética, no para maldecir el pasado ni para predecir el
futuro, sino como exigencia de identificación humana y como tarea crítica contra los
predicadores de esencias eternas. La razón histórica, en efecto, puede cumplir menesteres
sociales decisivos si facilita la comprensión de los factores que han desarrollado cada
fenómeno social y si evita saltos en el vacío porque se constituye en parapeto crítico frente
a la credulidad o contra las fetichizaciones del pasado. Hacer realidad dicha posibilidad
exige un compromiso cívico por parte del historiador con tareas críticas que trasciendan el

36
ámbito gremial de lo académico. En este sentido, y hablando en concreto desde la sociedad
española, es muy urgente la tarea de desactivar los debates de calado patriótico, en
cualesquiera de sus dimensiones. Esto es, la tarea de contextualizar los correspondientes
mitos fundacionales de cualquier identidad que nos aceche. Desarrollar la historia como un
saber científico exige no sólo detectar los errores, mitos y prejuicios de otros, sino también
constatar los propios. Es cierto que en nuestra profesión no somos inmunes al pecado
académico de la vanidad y por eso no nos aplicamos los hallazgos científicos que les
aplicamos a los otros, sean los de otro pueblo, otra nación u otra cultura, e incluso otra
época. La idea de verse uno mismo como objeto de investigación científica suele resultar
alarmante y poco grata. Por eso no es fácil ni la crítica ni el debate.
En tal sentido, la historia de España, como praxis de investigación y de docencia,
tiene que plantearse a estas alturas del siglo XXI salir ya, con urgencia, de los ámbitos y
lindes nacionales y nacionalistas. Es la vía para reconstruirse como saber crítico de
ciudadanos con una memoria libremente construida sobre la pluralidad de identidades tanto
de nuestro pasado estatal como de nuestro presente planetario. Y, llegados a este punto, hay
que afrontar una segunda responsabilidad que considero justo plantear como colofón de
estas páginas. Se trataría de alterar —como exige Eric Wolf— nuestra comprensión
histórica si consideramos al mundo como un todo en vez de como una suma de sociedades
y de culturas autocontenidas; si pensamos que todos los colectivos humanos se han
desarrollado inextricablemente relacionados con otros colectivos, por muy lejanos que
parezcan.
Tal planteamiento exigiría revisar los contenidos temáticos y las explicaciones de
los procesos que catalogamos como españoles y como europeos. En consecuencia, no
cabría pensar las sociedades como sistemas aislados y autosuficientes, como si la sociedad
española se explicase por sí misma desde la Prehistoria, ni tan siquiera bajo el tópico de ser
un crisol de distintas influencias y culturas. Ni cabe imaginar la cultura europea como un
todo integrado, autónomo, duradero, en el que cada parte contribuye a su mantenimiento
como totalidad. Al contrario, las historias de la sociedad española y de la cultura occidental
hay que integrarlas como conjuntos sociales y culturales con sendas distintas y divergentes,
según los actores humanos y las condiciones de clase y grupo bajo las que actúan y piensan.

37
La historia, al igual que el resto de las ciencias sociales, puede optar por justificar el
presente considerándolo como el único resultado posible, como si ya fuese el fin de la
historia. O, por el contrario, puede optar por contribuir a explicar la génesis y la evolución
de los problemas actuales, para abrir cauces a posibles futuros no escritos por las actuales
fuerzas dominantes. Esta segunda opción no significa que obligatoriamente todo historiador
tenga que analizar los grandes temas del planeta, sino que, desde su respectiva
especialización, se inserten las inquietudes del pasado entre los posibles caminos que hoy
permitan abrir vías para una sociedad más justa.
En conclusión, no se trataría de hacer de la historia una materia independiente del
presente y de un proyecto de futuro, sino que la historia es un cúmulo de experiencias y un
conjunto de procesos sociales que nos permiten pensar sobre nuestra realidad, incluso
pensar en lo que aún no ha ocurrido, de modo que todo se hace materia histórica, pues
estamos embarcados en un continuo fluir en el que hay tantas continuidades como
discontinuidades. La historia, en fin, nos permite transmitir experiencias del pasado para
abrir caminos de futuro, porque, en definitiva, la historia es también materia para ser
enseñada. Por eso planteo que se debe enarbolar como exigencia social tanto la educación
histórica como la reeducación de la memoria, con una tarea social explícita, la de contribuir
a formar una ciudadanía cosmopolita, pues, tal y como escribe J. Habermas, “sólo una
ciudadanía democrática que no se cierre en términos particularistas puede, por lo demás,
preparar el camino para un estatus de ciudadano del mundo o una cosmociudadanía”5.

Bibliografía

AGUILAR FERNÁNDEZ, P. (2008): Políticas de la memoria y memorias de la política,


Madrid, Alianza.
ALTED, A. (1995): Entre la memoria y la historia, Madrid, UNED.
ANTOGNAZZI, I. y LOBATO, L. A. (comps.) (2006): Historia y memoria colectiva: dos polos
de una unidad, Rosario, Universidad Nacional de Rosario.
ARENDT, H. (1996): Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península.
ARÓSTEGUI, J. (2004): “Memoria, memoria histórica e historiografía. Precisión conceptual
y uso por el historiador”, Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, nº 3.

5
Jürgen Habermas (1998): Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 643.

38
BARAHONA, A.; AGUILAR, P. y GONZÁLEZ, C. (2002): Las políticas hacia el pasado:
juicios, depuraciones, perdón y olvido en las nuevas democracias, Madrid, Istmo.
BARRET-DUCROCQ, F. (dir.) (2002): Academia Universal de las Culturas. ¿Por qué
recordar? Foro Internacional Memoria e Historia, UNESCO, 25 de marzo de 1998-La
Sorbonne, 26 de marzo de 1998, Buenos Aires, Granica.
BAUMAN, G. (2001): El enigma multicultural. Un replanteamiento de las identidades
nacionales, étnicas y religiosas, Barcelona, Paidós.
BERMANN, M. (1998): Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la
modernidad, Madrid, Siglo XXI.
BOURDIEU, P. (2002): Lección sobre la lección, Barcelona, Anagrama.
BURKE, P. (2000): “La historia como memoria colectiva”, Formas de historia cultural,
Madrid, Alianza.
CARRETERO, M. (2007): Documentos de Identidad. La Construcción de la Memoria
Histórica en un Mundo Global, Buenos Aires, Paidós.
CHAKRABARTY, D. (2001): “La postcolonialidad y el artificio de la historia: ¿quién habla en
nombre del pasado “indio”?, Historia Social, nº 39.
CHARTIER, R. (1995): El mundo como representación. Historia cultural entre práctica y
representación, Barcelona, Gedisa.
COLMEIRO, J. F. (2005): Memoria histórica e identidad cultural. De la posguerra a la
postmodernidad, Barcelona, Anthropos.
CUESTA BUSTILLO, J. (2008): La odisea de la memoria. Historia de la Memoria en España.
Siglo XX, Madrid, Alianza Editorial.
ELSTER, J. (2006): Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica,
Buenos Aires, Katz.
ERICE, F. (2010): Teoría y práctica de la memoria histórica, Oviedo, Eikasa.
ESPINOSA MAESTRE, F. (2006): Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil,
Barcelona, Crítica.
FERRO, M. (2000): La colonización. Una historia global, México, Siglo XXI.
FONTANA, J. (2001): La historia de los hombres, Barcelona, Crítica.
FUETER, E. (1953): Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires, Nova, 2 vols.
GALLERANO, N. (1999): La verità della storia. Scritti sull’uso pubblico del passato, Roma,
Manifesto Libri.
GÁLVEZ, S. (coord.) (2006/2007): Generaciones y memoria de la represión franquista: un
balance de los movimientos por la memoria, dossier monográfico de la Revista de Historia
Contemporánea. Hispania Nova, nº 6/7, en: http://hispanianova.rediris.es
GIL GIL, A. (2009): La justicia de transición en España. De la amnistía a la memoria
histórica, Barcelona, Atelier.
GODOY, C. (comp.) (2002): Historiografía y memoria colectiva. Tiempos y territorios,
Madrid, Miño y Dávila Editores.
GOLDFARB, J. C. (2000): Los intelectuales en la sociedad democrática, Madrid, Cambridge
University Press.
GOOCH, G. P. (1977): Historia e historiadores en el siglo XIX, México, Fondo de Cultura
Económica.
GUHA, R. (2003): La historia en el término de la historia universal, Barcelona, Crítica.
HABERMAS, J. (1998): Facticidad y validez, Madrid, Trotta.
— (2000): La constelación posnacional. Ensayos políticos, Barcelona, Paidós.
HALBWACHS, M. (2004): Los marcos sociales de la memoria, Barcelona, Anthropos.

39
— (2004): La memoria colectiva, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
HOBSBAWM, E. (1998): Sobre la historia, Barcelona, Crítica.
HUYSSEN, A. (2002): En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de
globalización, México, Fondo de Cultura Económica.
JANUÉ I MIRET, M. (coord.) (2009): Pensar històricament. Ètica, ensenyament i usos de la
història, València, PUV.
JELIN, E. (2002): Los trabajos de la memoria, Madrid, Siglo XXI.
JULIÁ, S. (dir.) (2006): Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus.
JULIÁ, S.; PRADERA, J. y PRIETO, J. (coords.) (1996): Memoria de la Transición, Madrid,
Taurus.
KINCHELOE, J. L. y STEINBERG, S. R. (2000): Repensar el multiculturalismo, Barcelona,
Octaedro.
KOCKA, J. (2002): Historia social y conciencia histórica, Madrid, Marcial Pons.
LE GOFF, J. (1991): El orden de la memoria, Barcelona, Paidós.
MARTÍN PALLÍN, J. A., y ESCUDERO ALDAY, R. (coords.) (2008): Derecho y memoria
histórica, Madrid, Trotta.
MATE, R. (2008): La herencia del olvido, Madrid, Errata Naturae.
MAY, R. (1992): La necesidad del mito. La influencia de los modelos culturales en el
mundo contemporáneo, Barcelona, Paidós.
NICOLÁS MARÍN, E. y GONZÁLEZ MARTÍNEZ, C. (eds) (2009): Mundos de ayer.
Investigaciones históricas contemporáneas del IX Congreso de la AHC, Murcia, Editorial
Universidad de Murcia.
NORA, P. (dir.) (1984-1992): Les lieux de mémoire, París, Gallimard, 3 vols.
PAÉZ, D. et al. (eds.) (1998): Memorias colectivas de procesos culturales y políticos,
Bilbao, Universidad del País Vasco.
PÉREZ GARZÓN, J. S. et al. (2000): La gestión de la memoria. La historia de España al
servicio del poder, Barcelona, Crítica.
RICOEUR, P. (2003): La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta.
ROBIN, R. (2003): La mémoire saturé, París, Éditios Stock.
SAMUEL, R. (1996): Theatres of Memory: Past and Present in Contemporary Culture,
Londres, Verso.
TODOROV, T. (2000): Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós.
— (2002): Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, Barcelona,
Península.
TRAVERSO, E. (2007): El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política,
Madrid, Marcial Pons.
VALCÁRCEL, A. (2002): Ética para un mundo global. Una apuesta por el humanismo frente
al fanatismo, Madrid, Temas de Hoy.
WHITE, H. (1992): El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación
histórica, Barcelona, Paidós.
WOLF, E. R. (2005): Europa y la gente sin historia, Buenos Aires, FCE.

40

Das könnte Ihnen auch gefallen