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CAPÍTULO 1

El reavivamiento:
nuestra gran necesidad

¿Q ué es un reavivamiento espiritual genuino? Esta es una manera


de describirlo: reavivamiento es lo que sucede cuando estamos
sintonizados espiritualmente con Dios, cuando escuchamos sus
mandatos y nos comprometemos a obedecerlos. Reavivamiento es un nue-
vo despertar de las facultades espirituales del alma. Sucede cuando permi-
timos que el Espíritu Santo elimine todo el desorden y las distracciones pa-
ra que podamos realmente escuchar la voz de Dios.
Elena de White lo describe así:
Todos los que están en la escuela de Dios necesitan de una hora tran-
quila para la meditación a solas consigo mismo, con la naturaleza y con
Dios. En ellos tiene que manifestarse una vida que en nada armonice con el
mundo, sus costumbres o prácticas; necesitan tener una experiencia perso-
nal en la adquisición de un conocimiento de la voluntad de Dios. Cada uno
de nosotros debe oír la voz de Dios hablar a su corazón. Cuando toda otra
voz calla, y tranquilos esperamos en su presencia, el silencio del alma hace
más perceptible la voz de Dios. Él nos pide: ‘Estad quietos y conoced que
yo soy Dios’ (Salmo 46:10). Esta es la preparación eficaz para toda labor
para Dios. En medio de la presurosa muchedumbre y de la tensión de las
intensas actividades de la vida, el que así se refrigera será rodeado de una
atmósfera de luz y paz. Recibirá nuevo caudal de fuerza física y mental. Su
vida exhalará una fragancia y revelará un poder divino que alcanzará los
corazones de los hombres” (El ministerio de curación, p. 37).
Reavivamiento significa que escuchamos con humildad la voz del Sal-
vador para que podamos conocerlo en forma íntima y seguirlo por donde
nos conduzca.

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La mayor necesidad de Laodicea
Laodicea es la última de las siete iglesias del Apocalipsis. El nombre
significa “un pueblo juzgado”. Laodicea es un símbolo apropiado del pue-
blo de Dios de los últimos días. Estaba situada en un valle abierto en el
sudoeste de lo que ahora es Turquía, junto a una de las grandes rutas co-
merciales hacia el este. Esta ciudad era uno de los grandes centros comer-
ciales y estratégicos del Asia Menor. Era un opulento centro de bancos,
modas, educación y medicina. Sus habitantes eran independientes, llenos
de confianza propia, ricos y sumamente orgullosos de su independencia
financiera. Cuando en el año 61 d. C. un terremoto destruyó su ciudad,
rehusaron la ayuda financiera de Roma, prefiriendo reedificar la ciudad
solos.
La industria de las modas de la ciudad era conocida por toda la región
por las bellas vestiduras de lana negra que producían, que eran la envidia
de las mujeres en todo el Cercano Oriente. Su escuela de medicina desa-
rrolló un famoso colirio para la vista, que era un remedio popular para las
enfermedades los ojos.
El recurso natural vital que la ciudad no tenía era agua. El agua para los
laodicenses era llevada por medio de un acueducto romano desde los ma-
nantiales termales en Hierápolis, a unos 10 km de distancia. Cuando el
agua llegaba a Laodicea, estaba tibia.
Jesús usó Laodicea como un símbolo para su iglesia de los últimos días.
Su análisis debe darnos motivo de reflexión. Se describe a Laodicea -la
iglesia de Jesús en el tiempo del fin- como confiada de sí misma, com-
placiente, apática y espiritualmente indiferente. Es una iglesia que perdió
su pasión por los perdidos; una iglesia cuyos miembros necesitaban un
reavivamiento espiritual.
No obstante, el mensaje de Cristo a Laodicea está lleno de esperanza. Le
habla a su pueblo con tonos de tierno amor, ofreciendo satisfacer las nece-
sidades de sus corazones, y renovar sus anhelos espirituales más profun-
dos.

Esperanza para los laodicenses tibios


Los títulos que utilizó Jesús en su mensaje a la iglesia de Laodicea co-
munican claramente su disposición y capacidad para renovar la vida espi-
ritual de los creyentes tibios. Consideremos estos títulos.
“Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo
fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios” (Apocalipsis 3:14). En
este versículo Jesús reclama tres títulos. Primero, dice que él es el “Amén”.

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La gente usa esta palabra para expresar su acuerdo con lo que alguien ha
dicho y así “establecen” la declaración; testifican de su veracidad. El após-
tol Pablo usa la misma idea en su epístola a los Corintios. “Porque todas
las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros,
para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). Jesús confirma la veracidad, la
confiabilidad de las promesas de perdón, de poder divino, de salvación y
de la dotación del Espíritu Santo que ofrece el evangelio. Él es el Amén.
Segundo, Jesús es el “Testigo fiel y verdadero” de cómo es el Padre.
Afirma que su Padre es amor y gracia. Refleja el pensamiento y el carácter
del Padre a la humanidad caída. El mayor deseo del Padre y del Hijo es
que los laodicenses salgan de su apatía espiritual y lleguen a ser sus ami-
gos. Por esto Jesús les dijo a sus discípulos: “Ya no os llamaré siervos, por-
que el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos,
porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan
15:15). Esta es una buena noticia para Laodicea. Aunque los laodicenses
somos apáticos e indiferentes espiritualmente, Jesús no nos quiere
desechar. En cambio, quiere atraernos con su amor, ganarnos por medio
de su gracia, y llegar a ser nuestro amigo más íntimo. Como el “Testigo fiel
y verdadero”, revela el carácter amante de Dios.
Tercero, Jesús también es el “Principio de la creación de Dios”. En el
lenguaje griego que usó Juan, la palabra traducida como “principio” es
arjé. Se refiere ya sea a un punto en el tiempo cuando algo comenzó, o a la
persona que inició algo o alguna acción. En este contexto, “principio” se re-
fiere a Jesús como el que inició y realizó toda la creación. Él es el todopo-
deroso Creador (Juan 1:1-3; Efesios 3:8, 9). Esto es sumamente importante.
Jesús, el que trajo a la existencia a los mundos y a los seres vivientes con
solo hablar, ahora habla de esperanza a Laodicea. El todopoderoso Crea-
dor puede crear vida nueva. Puede crear anhelos espirituales nuevos en
nuestros corazones y transformar nuestras vidas. Pablo escribió de él: Si
alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí
todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

Una reprensión amante


Luego, Jesús les dice a los laodicenses: “Yo conozco tus obras, que ni
eres frío, ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio,
y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:14, 15).
El mensaje a la iglesia en Laodicea no es un mensaje fácil de entregar,
especialmente si lo llevas personalmente. Es mucho más fácil decir que
otros están en condición laodicense, que pensar que también nosotros es-
tamos igual. Al reflexionar sobre el pasaje siguiente, pídele al Espíritu San-

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to que te ayude a aplicártelo personalmente.
Elena de White comentó: “El mensaje a la iglesia de Laodicea se aplica
más decididamente a aquellos cuya experiencia religiosa es insípida, que
no dan un decidido testimonio a favor de la verdad” (Comentario bíblico ad-
ventista, tomo 7, p. 973). Una experiencia religiosa insípida no tiene vida.
Tiene la forma externa del cristianismo, pero le falta la sustancia, el poder
viviente. Los laodicenses no eran herejes ni fanáticos fogosos. Eran buena
gente moral pero indiferentes a las cosas espirituales. Pablo dijo que eran
personas que tenían “apariencia de piedad” pero negaban su poder (2 Ti-
moteo 3:5). Jesús habló de una condición similar entre el pueblo religioso
de su tiempo, dijo: “de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí”
(Mateo 15:8). Tienen una cáscara de religión, pero han perdido el meollo
de fe.
Pero nuestro Dios ama demasiado a su pueblo como para abandonarlo
fácilmente. Hará lo necesario para volver a encender la llama espiritual en
sus corazones. Su reprensión es fuerte solo porque su amor es aún más
fuerte. Castiga solo porque anhela sanarnos. “Porque el Señor al que ama,
disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6). El profeta
Oseas refleja este sentimiento en su llamado al arrepentimiento: “Venid y
volvamos a Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará”
(Oseas 6:1).
¿Has tenido momentos de pruebas que te acercaron a Dios? ¿Te ha hu-
millado Dios con una experiencia embarazosa que te ayudó a reconocer tu
necesidad de depender más de él? Dios a menudo permite que pasemos
por esas experiencias humillantes para ayudarnos a ver la diferencia entre
lo que somos y lo que él quiere que seamos. Sus reprensiones en forma de
pruebas y dificultades de la vida son revelaciones de nuestra necesidad de
él. Cuando las comodidades de una vida fácil ahogan la voz de nuestro
Salvador, impidiéndonos gozar de un compañerismo íntimo con él, el Es-
píritu Santo anhela perturbar nuestra comodidad para que sintamos nues-
tra necesidad de Dios y nos volvamos a él.

Percepción y realidad
Hay una brecha entre la experiencia espiritual que Laodicea cree que
tiene y su experiencia real. ¿Notaste las palabras exactas que pronunció
nuestro Señor contra Laodicea en Apocalipsis 3:17? “Porque tú dices: Yo
soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sa-
bes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. El
problema de Laodicea no es meramente que no sabe. Es que no sabe que
no sabe. La evaluación que hace Laodicea de su propia condición difiere

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dramáticamente de la evaluación de Dios. Una de las estrategias más efec-
tivas de Satanás en su ataque contra nosotros es enceguecernos acerca de
nuestra condición espiritual.
Pero hay esperanza para Laodicea, y hay esperanza para todos los que
están afligidos con apatía espiritual e indiferencia. Nuestro Señor tiene el
remedio divino para la complacencia de Laodicea. Nos ofrece oro para
nuestra pobreza, ropas blancas para cubrir nuestra desnudez, y colirio pa-
ra nuestra ceguera. Nos da el consejo: “[...] de mí compres oro refinado en
fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se
descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para
que veas” (Apocalipsis 3:18). Nos invita a una experiencia genuina con él,
una experiencia de confianza cada vez más profunda. Una fe superficial no
sirve. Una religión fingida y una espiritualidad artificial no son suficientes
para los desafíos de nuestros tiempos. La fe no se desarrolla en una crisis;
se revela en las crisis. Tenemos que desarrollarla antes que la crisis se nos
venga encima.
En Apocalipsis 3:18, Cristo nos dice que compremos de él vestiduras
blancas para vestirnos, y no se descubra la vergüenza de nuestra desnu-
dez. Las “vestiduras blancas” representan las “acciones justas de los san-
tos” (Apocalipsis 19:8). Elena de White nota: “Las vestiduras blancas son la
justicia de Cristo que debe ser labrada en el carácter. La pureza de corazón
y de motivos caracterizará a todo aquel que esté lavando sus ropas y las
esté emblanqueciendo en la sangre del Cordero” (Review and Herald, 24 de
julio de 1888; Comentario bíblico adventista, tomo 7, p. 976).
Somos perdonados en Cristo. En Cristo somos limpiados. En Cristo,
somos criaturas nuevas. Cuando lo aceptamos, estamos en el centro de su
gracia, y entonces, por fe, su justicia llega a ser la nuestra. En consecuencia,
cuando el Padre nos mira, ve la justicia perfecta de su Hijo. Como lo dice
muy bien el viejo himno: “Roca de la eternidad, / fuiste abierta para mí; /
sé mi escondedero fiel... /solo en ti, teniendo fe, /salvación podré gozar”.
La justicia de Cristo, que él ofrece gratuitamente a su iglesia de los últimos
días, nos libra de la culpa y del poder del pecado.
Por último, Jesús ofrece ungir a su pueblo con colirio para que puedan
ver. En los tiempos del Antiguo Testamento, el santuario, sus muebles y
los sacerdotes eran separados, dedicados a servir a Dios, en una ceremonia
en la cual eran ungidos. Jesús fue separado en su bautismo, cuando el Es-
píritu Santo lo ungió. Laodicea necesita el discernimiento divino para que
pueda ver que ha sido separada o totalmente consagrada a su Maestro, con
el propósito de traer gloria a su nombre. Cuando el Espíritu Santo unge
nuestros ojos, podemos ver los defectos en nuestros caracteres que nunca
antes habíamos visto. Podemos vernos bajo una nueva luz. Con Job excla-

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maremos: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza”
(Job 42:6). Con Isaías clamamos: “¡Ay de mí! que soy muerto” (Isaías 6:5).
Y con Daniel, oramos: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos
hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus
mandamientos y de tus ordenanzas” (Daniel 9:5).
Esta nueva visión de nosotros mismos también abre nuestros ojos a una
visión nueva de Cristo. A menos que nos veamos tales como somos, nunca
lo veremos a él como él es. Cuando vemos nuestra pecaminosidad, anhe-
lamos su santidad. Cuando comprendemos nuestra falta de justicia, procu-
ramos su justicia. Esta visión nueva de nosotros no nos deprime; nos moti-
va a buscar a Cristo con todo nuestro corazón, porque sabemos que solo él
puede satisfacer nuestras necesidades más profundas. Cuando las escamas
caigan de nuestros ojos, lo veremos parado delante de nosotros, anhelando
tener una relación más profunda con nosotros de lo que creíamos posible.
“Jesús está yendo de puerta en puerta deteniéndose frente al templo de
cada alma y proclamando: Yo estoy a la puerta y llamo’. Como un merca-
der celestial expone sus tesoros y clama: ‘Te aconsejo que de mí compres
oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestir-
te, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez’. El oro que ofrece es
sin impurezas, más precioso que el de Ofir, pues es la fe y el amor. Se invi-
ta al alma que se ponga las vestiduras blancas que son el manto de justicia
de Cristo, y el aceite para ungir que es la gracia de Cristo, que dará visión
espiritual al alma que está cegada y en tinieblas para que pueda distinguir
entre la obra del Espíritu de Dios y del espíritu del enemigo. ‘Abre tus
puertas’, dice el gran Mercader, el poseedor de riquezas espirituales, ‘y haz
tus negocios conmigo. Soy yo, tu Redentor, quien te aconseja que compres
de mí’” (Review and Herald, 7 de agosto de 1894; Comentario bíblico adventis-
ta, tomo 7, p. 977).

Un amor inexorable
El mensaje a la iglesia de Laodicea termina con una ferviente y sincera
apelación. Jesús nos dice a cada uno de nosotros: “He aquí, yo estoy a la
puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré
con él, y él conmigo. Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”
(Apocalipsis 3:20, 21).
En el Cercano Oriente, la cena era (y todavía es) sumamente impor-
tante. Cuando terminó el trabajo del día y los hombres regresaban de los
campos, la familia entera se reunía alrededor de la mesa. En la mayoría de
los casos, la familia extendida vivía junta, de modo que el número de las

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personas en la cena era bastante grande. Los abuelos, hermanos y herma-
nas, tíos y tías, sobrinos y primos se reunían. En esta gran reunión después
de un arduo día de trabajo, se contaban historias, se compartían experien-
cias, y se daban consejos. Era un tiempo de compañerismo. Era un tiempo
de calidez e intimidad familiar.
Jesús anhela tener esta clase de compañerismo con nosotros. Hay un
lugar en su corazón que ninguno, fuera de nosotros, puede llenar (ver
Salmo 33:15; 139:17,18; Isaías 43:1-3). Jesús anhela ser tu amigo. Quiere que
compartas los secretos de tu corazón con él. Puedes sentirte seguro en su
presencia. El que sabe todo acerca de ti, te ama más que ningún otro.
Más que todo, Jesús quiere pasar la eternidad con nosotros. El libro del
Apocalipsis menciona el trono de Dios treinta y siete veces. Eso es más de
lo que lo menciona cualquier otro libro de la Biblia. El trono de Dios se
menciona en catorce de los veintidós capítulos del Apocalipsis. Leemos
acerca de que “había alrededor del trono un arco iris”, “del trono salían re-
lámpagos”, “delante del trono ardían siete lámparas de fuego”, había “án-
geles alrededor del trono”, “Dios que está sentado en el trono”, y “el Cor-
dero que está en medio del trono” (Apocalipsis 4:3, 5; 5:11; 7:10, 17). Junto
al trono nos reuniremos con los habitantes del Cielo y con gozo proclama-
remos: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las ri-
quezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoca-
lipsis 5:12). Dios promete que podemos participar en el regocijo del Cielo
cuando el largo drama del pecado llegue a su fin.
Cristo hace su apelación más fuerte a Laodicea, su iglesia del tiempo del
fin. Por causa de su amor, él ha provisto la eternidad para nosotros. Tene-
mos sangre real que corre por nuestras venas. Somos hijos e hijas del Rey
del universo. Podemos reinar con él, sentarnos con él en su trono por
siempre jamás.
El amor hace que Dios anhele pasar toda la eternidad con nosotros, y
esto es la mayor motivación para que despertemos de nuestro sueño espi-
ritual. Si esto no es suficiente para sacarnos de nuestra apatía espiritual,
¿qué podrá lograrlo? Si esto no es suficiente para llevarnos a ponernos de
rodillas buscando el reavivamiento, ninguna otra cosa podrá lograrlo.

Material facilitado por RECURSOS ESCUELA SABATICA ©


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