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CARTA DE ENRIQUE IV CONTRA EL PAPA

GREGORIO VII
Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que
ya no es Papa, sino falso monje.

Este saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has


honrado ningún orden en la Iglesia, sino que has llevado la injuria en vez del
honor; la maldición, en vez de la bendición. Pues para no decir sino pocas e
importantes cosas de las muchas que has hecho, no sólo no has vacilado en
avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como son los arzobispos, los obispos,
los presbíteros, ungidos del Señor, sino que los has pisoteado como siervos que
no saben lo que su señor haga de ellos. Al pisotearlos te has proporcionado el
aplauso del vulgo. Has creído que ninguno de esos sabe nada y que sólo tú lo
sabes todo, pero has procurado usar esa ciencia no para edificación, sino para
destrucción; de suerte que lo que dice aquel beato Gregorio, cuyo nombre has
usurpado, creemos que lo profetizó sobre ti: “La afluencia de súbditos exalta el
ánimo de los prepuestos, que estiman saber más que todos, cuando ven que
pueden más que todos” Y nosotros hemos aguantado todo esto intentando
mantener el honor de la sede apostólica. Pero tú entendiste que nuestra humildad
era temor y no vacilaste en alzarte contra la misma potestad regia concedida por
Dios a nosotros y te has atrevido a amenazarnos con quitárnosla; como si
nosotros hubiésemos recibido de ti el reino, como si el reino y el imperio
estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios. El cual Señor nuestro Jesucristo
nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a ti al sacerdocio. Tú, en efecto,
has ascendido por los grados siguientes: por la astucia, aun cuando es contraria a
la profesión monacal, has obtenido dinero; por dinero has obtenido merced; por
merced, hierro; por hierro, la sede de la paz, y desde la sede de la paz has
perturbado la paz armando a los súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a
despreciar a los obispos nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado
por Dios; tú has arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en
manos de los laicos para que depongan o condenen a aquellos que ellos mismos
habían recibido de la mano de Dios por imposición de manos episcopales para
enseñarles. A mí mismo, que aunque indigno he sido ungido entre los cristianos
para reinar, me has acometido; a mí, que según la tradición de los Santos Padres
sólo puedo ser juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen que por
el de apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el
Apóstata la prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó
a Dios sólo esta misión. El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a
Dios y honrad al rey” Pero tú, que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he
sido constituido por Dios. Por eso el beato Pablo, en donde no exceptúa al ángel
del cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado a ti, que en la tierra predicas
otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os predicase otra cosa
de la que os ha sido predicada, sea anatema” Pero tú, condenado por este anatema
y por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro también, desciende y
abandona la sede apostólica que te has apropiado; sólo debe ascender a la sede de
San Pedro quien no oculte violencia de guerra tras la religión y sólo enseñe la
sana doctrina del beato Pedro. Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos
nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás condenado por
los siglos de los siglos.

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