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estructura? ¿A qué referida? Organizada, ¿en qué forma? Una parte social,
seguramente. Centrada en el mundo del trabajo. Sobre esto hay un con-
senso genérico rayano en la indiferencia, una ritualidad verbal que, por no
producir, no produce ya ni siquiera hechos simbólicos. No se afronta el
tema áspero de las consecuencias políticas que la revolución en el trabajo
ha implicado para la sociedad. El aplastamiento del bloque social de la
izquierda parte de esta pérdida de centralidad del sujeto obrero. Después
esta ha sido minada por la tecnología. La cuestión del impacto trágico
de la técnica en la dimensión del ser en el siglo XX no ha sido tenida en
cuenta más que por la conciencia filosófica de los grandes conservadores
y narrada únicamente por el gran arte de la burguesía tardía. Sobre esta
cuestión el movimiento obrero, desde lo alto de sus grandes experiencias,
ha balbuceado, se ha equivocado, se ha ilusionado y al final se ha rendido;
no ha captado el elemento demoníaco en la técnica, al igual que no lo ha
captado, como veremos, en el poder, estas dos potencias que han plegado
el siglo a su voluntad.
Hoy la noción de trabajo, para la izquierda, de recurso político que era,
ha pasado a ser una contradicción histórica. ¿Por qué? Porque el concepto
político de trabajo no es que se haya debilitado, es que casi ha colapsado.
Empíricamente es casi exacto decir «trabajos». La diferenciación de las acti-
vidades y de las modalidades de trabajo es un hecho. Como un hecho es
también la multiplicidad de relaciones de trabajo, o la diversidad en cuanto
a niveles salariales. Se dice flexibilidad con la sonrisa estampada en la cara.
Hasta que se encuentran rigideces crecientes en las cifras del paro. Por no
hablar de los pronósticos sobre el futuro final del trabajo. Pero la polí-
tica no describe los hechos; los unifica, o intenta unificarlos, conceptual y
prácticamente. Políticamente, para la izquierda el trabajo es una frontera
simbólica: una idea-valor de pertenencia, de reconocimiento, de conflicto,
de organización. Se puede empujar el margen de reproducción simple del
trabajo dependiente y hasta el de reproducción ampliada del trabajo autó-
nomo, pero solo en la medida en que este es también, definitivamente,
un trabajo indirectamente dependiente, cada vez más subordinado con
respecto a las reglas del mercado, al control de los flujos financieros, a las
reglas de compatibilidad supranacionales y a las orientaciones de las polí-
ticas gubernamentales. Y la política, la general, nace siempre del contraste
con la dependencia de otro interés. Del mero cultivo del propio interés
autónomo nacen actos políticos parciales, corporativos, de grupo, de esta-
mento. En efecto, la cantidad social de trabajo en su conjunto aumenta,
mientras decrece su calidad política específica. Este referente social trabajo
da fe actualmente de un debilitamiento interno del que el partido polí-
tico que formalmente lo asume debe ser bien consciente. Le falta fuerza.
Porque la fuerza viene de la concentración. No podemos dar una forma
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de los trabajadores, lo intentó pero sin éxito. Ahora están en crisis ambas
perspectivas: la de la relación orgánica sindicato-partido (vista en el labo-
rismo inglés y en la socialdemocracia alemana) y la de la autonomía de los
sindicatos con respecto a los partidos (la experiencia del caso italiano). Y
ello porque el cambio de fase ha sido mucho más profundo. No es verdad
tampoco que haya desaparecido el conflicto de categorías teórico-econó-
micas que identificaban a los dos campos; y mucho menos, que hayan
desaparecido los dos campos. Pero salario y beneficio ya no se enfren-
tan directamente el uno al otro, porque entre ellos se ha interpuesto un
terreno de mediaciones, no neutro, sino gestionado por la parte que se
halla en posesión efectiva de la palanca del poder. Para entender cuál es
la clave del problema es necesario, como de costumbre, dar la vuelta a
la opinión de la cháchara corriente. Porque lo cierto es que la izquierda
en el gobierno no tiene poder: poder, como en la concepción clásica
del movimiento obrero, no dominio sino fuerza, hegemonía realizada,
voluntad capaz de orientar los procesos, organizar los sujetos, desplazar
las relaciones, orientar las transformaciones.
Esas mediaciones vieron, a partir de la década de 1930, cómo la inicia-
tiva subjetiva caía en manos del Estado, y a partir de la década de 1960,
en manos de los gobiernos. Porque el paso a través de la fase final aguda
de la guerra civil mundial y los amenazantes peligros sistémicos derivados
de ella produjeron, en la caída ruinosa de la política, exactamente esto:
menos Estado y más gobierno. Conviene observar este fragmento de his-
toria del siglo XX a la luz de la involución de la clase política: donde cada
vez hay menos hombres de Estado y cada vez más hombres de gobierno.
Esto ha agigantado la cantidad de mediaciones, aunque haya reducido
al mínimo la calidad. Mediaciones entre números, que no entre fuer-
zas. Compromisos no de poder, sino entre debilidades. La actividad de
gobierno está en manos de gestores de varios niveles. Porque el gobierno
ha pasado a ser un no-lugar, efímero tránsito para las ideas de sociedad que
no se detienen ahí, como no se detiene el flâneur en los passages metropo-
litanos. ¿Y esto por qué es así? Porque si bien todavía hay partidos en el
gobierno, ya no quedan gobiernos de partido. El party government ha sido
un momento álgido en la historia de la política moderna. Se pueden con-
sultar al respecto los estudios de Mauro Calise. El gobierno de partido se
ha entrecruzado, en algunos momentos y en algunos espacios, con la única
historia política seria de los últimos siglos: la historia del Estado moderno.
Que no es, como banalmente se piensa, el Estado-nación. Ahí estamos ya
en la estela de una historia menor. Hay un principio fundamental a partir
del cual comienza todo lo demás. Entre monarquías absolutas y regímenes
revolucionarios, entre dictaduras bonapartistas y restauraciones aristocrá-
ticas, hasta llegar a las primeras formas institucionales burguesas liberales,
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la práctica del poder exclusivo nunca fue puesta en crisis por la idea de los
derechos universales. Como mucho, tuvo que hacer las cuentas con dife-
rentes formas imperativas de poder. La investigación se ha de fijar como
objetivo el dar con formas de organización de la política que hagan posible,
practicable, el paso de la violencia del poder a la fuerza de la autoridad. La
izquierda también debe encontrar y recuperar, además de la subjetividad
y la fuerza, la autoridad de la política. En definitiva, eso es lo que viene
a ser una fuerza de gobierno: la capacidad natural de consenso, que debe
ganarse sobre el terreno a través de una concepción elevada de la acción; y
hacer brotar, a partir de aquí, la eficacia compartida de la decisión. No la
personalidad carismática, sino clases dirigentes carismáticas. El leaderismo
viene impuesto hoy más por esta bárbara civilización de la imagen que por
pulsiones plebiscitarias de masas. Estas últimas son mucho más débiles
ahora de cuanto lo eran en las décadas de 1920 y 1930, pero la primacía de
los medios de comunicación sobre la vida llena el río de agua sucia. Haría
falta, suavemente, excluir la política de los temas que tratan los expertos
de la comunicación. Un gobierno con autoridad sobre los asuntos huma-
nos no debería ya tener necesidad de apelar al pueblo televisivo. Podría
simplemente hablar a través de la libre mediación de las diversas culturas
alternativas. Es entre estas, de hecho, que habría que llamar a elegir.
Organización y acción colectiva que hay que ligar a la constitución,
como la forma a la idea, el instrumento al objetivo. Cuando se dice proceso
constituyente del nuevo partido de la izquierda queremos decir esto: que
todos los elementos se pongan en su lugar, en aras de un trabajo de refor-
mulación conjunta de medios y fines, para propiciar una selección en el
establecimiento del propio movimiento y en la posición del adversario. La
práctica de una política organizada esta toda ella por redefinir. El sentido
de la organización de un «hacer común» no está simplemente por descu-
brir, porque no se puede decir que exista ya un potencial disponible al que
dar forma, como era antes el caso en el paso de la fábrica a la sociedad y a
la política. No se trata de reformar el partido, por la sencilla razón de que
partido había, pero ya no lo hay. Es en todo caso algo que habría que cons-
truir como si fuera la primera vez, con sus formas –estructuras, militancia,
dirigencia– y a través de una capacidad inteligente de mantener unidas
la continuidad y la discontinuidad, que es lo que debe hacer todo movi-
miento histórico. La acción organizada de fuerzas presentes, vivas, en el eje
estructural de la sociedad –producción, trabajo, intercambios, mercado,
saberes– es el legado que la historia del movimiento confía a la política de
la izquierda. La novedad es que estas fuerzas, para poder ser representadas,
primero deben ser constituidas. No, por cierto, creadas de modo idealista.
Existe un material social para el que el partido representa la condición
subjetiva de una consistencia política. Este es el significado de la frase:
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«El ánimo grande» y «la intención alta»: estas eran las cualidades que
Maquiavelo atribuía al duque de Valentino. Quizá ya no sea actual, aquella
imagen gramsciana del partido-intelectual colectivo: por culpa de la irre-
cuperable función política de la cultura y, aún más, por la imposibilidad
de declinarla ya socialmente. El trabajo intelectual queda como testimonio
interior del tiempo, como un enunciado de verdad sobre su propio bando
y sobre el mundo, como un cultiver son jardin lo mejor que uno pueda
en una sociedad hostil. La otra acepción de Gramsci, sin embargo, la del
partido-Príncipe, me parece que vuelve a ser de gran actualidad: a pesar de
que todo el mundo parezca estar tan dispuesto a leer signos que indican lo
contrario; y quizá también por eso. La lección del realismo político le dice
a la izquierda que ya solo le queda remar a contracorriente de la época. La
larga progressive era hace tiempo que pasó. Todo, pensamientos y acciones,
el sentir de masas y el inconsciente del individuo, todo está marcado con
los caracteres de una contrarrevolución difusa. Si se lee el destino del par-
tido político se encuentra la palabra fin. El fin de la idea de partido corre el
riesgo de arrastrar consigo el fin de la idea de izquierda. Es contra su propio
destino que la izquierda debe luchar.