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La configuración

de la polis

3.1. Introducción. Rasgos generales de la polis arcaica

Hasta ah ora hem os estado viendo, en forma analítica, los distintos


elem en tos sociales que, com o d ecíam os an teriorm ente, en cie rto m odo
p ree xiste n p ero al tiem po contribuyen a d ar form a al fenóm eno q ue
conocem os com o polis. Es ya tiem po, pues, de en trar d e lleno en el
prob lem a crucial, cual e s e l de la configuración de esta estructura. Para
ir avanzando poco a poco en este espinoso tema, he p re fe rid o, igual-
m ente, una aproxim ación analítica, consisten te en ir poniend o d e mani-
fiesto algunos d e los asp ectos q u e caracterizan dicho p ro ceso , no sin
antes realizar algunas o b serv a cion es que juzgo d e interés, em pezando
con la propia definición que d a Duthoy (DUTHOY: 1986, 5) de la p o lis
en cuanto q ue fenóm eno socio-político ( véase 2.3):

«La p olis es una comunidad “micro-dimensional", jurídicamente sobe-


rana y autónoma, de carácter agrario, dotada de un lugar central que
le sirve de centro político, social, administrativo y religioso y que es
también, frecuentemente, su única aglomeración.»

A sum ida esta definición, ello nos evita el intentar tan siq uiera «tra-
ducir» (y «traicionar») el térm ino p o lis a nuestra lengua. V eam os, pues,
a continuación, algunos de los rasg os prev ios que deb em os te n er p re -
se ntes para en ten d er lo q ue la p o lis g rie g a im plica.

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En p rim e r lugar, hay q ue d e cir que la p o lis re presen ta, en un cierto
sentido, un eq uilibrio. Equilibrio, sin d ud a: inestable en m uchos casos
p e ro eq u ilib rio al fin, aun cuando sólo se a po rq u e en ocasion es e n c a r-
n e el único punto d e acu erd o en tre grupos enfrentados. Por ello m is-
mo, la p o lis ne ce sita, ante todo en los m om entos en que la misma está
surgiendo, una s e rie de «puntos d e an claje» qu e la estab ilicen.
En segun do lugar, la p o lis rep re sen ta una form a de vida, con todo lo
que ello im plica tanto d esd e el punto de vista m aterial (d e sd e e l propio
em plazam iento d e la misma, con todas sus n e cesid ad es logísticas, inclu-
yen do el fundam ental aspecto d el abastecim iento) cuanto d esd e el
id eológico, A esa form a de vida, p or end e, p a re ce h a b e rse llegad o
acaso más por reflexión que por azar. Sin q u e re r n e g a r su im portancia
a los pe río d os p re v ios al siglo VIIÍ en la historia d e G re cia, que en una
p ersp ectiv a tele oló g ica p a re cen estar p rep aran d o el camino hacia la
p o lis hay en su cre ació n una buena pa rte de intencionalidad. Por ello
mism o he hablad o de un equilibrio, puesto que, al admitir tal id ea de
intencionalidad hem os d e dar justa cuenta d e los in te rese s enfrentados
que son puestos e n ju e g o y q ue son com binados para d ar lugar a esta
nov edosa form a política.
En t e r ce r lugar, la p o lis introduce en la Historia una concepción
absolutam ente nueva: la posibilidad para una se r ie d e individuos de
d otarse d e sus prop ios instrum entos de go b iern o y de organización a
todos los niveles, pre scind iend o d e la refe re n cia al ámbito sobreh um a-
no, lo q ue con v ierte a la p o lis en la única exp erie n cia d e este tipo
con ocid a hasta e s e mom ento en todos los ám bitos q ue d irecta o rem ota-
m ente se asom an al M editerráneo; d e hecho, el p od e r se hallaba en los
ciudadanos, en todos, en muchos o en pocos, p e ro en cualq uier caso
siem p re en un conjunto m ás o m en os am plio d e ciudadanos. Sólo en
casos ex ce p cio n ale s (tiranías) era uno solo quien e je r cía el pode r. En
ello influye, naturalm ente, toda una se rie de p rec ed e n te s históricos,
que no es lugar éste para analizar, p ero, al tiem po, un conjunto d e
nuevos planteam ientos, en gran m edida origin ales, que, constru yendo
so b re e se trasfondo, dan su propia personalid ad a este «experim ento»
que, en sus fases in iciales, supone la p o lis grieg a.
D iré aquí, casi com o un inciso que, aun adm itiendo que quizá son
m ás im portantes los elem en tos d e continuidad que los rupturistas en el
períod o com prend id o en tre el final del mundo m icénico y la ép oca
arcaica (MORRIS, en City and Country in the A ncient W orld : 1991), no
p a re ce factib le asign ar la e xistencia de p o le is a m om entos an teriores al
siglo VIII y, por consiguien te, con m ucho m enos motivo a la Edad d el
B ronce, com o ha sido propuesto recien tem en te (por ejem p lo, VAN
EFFENTERRE: 1985, co rrectam en te contestado por MUSTI: 1989, 74-80).
Tras estas ob serv a cio n e s podem os tratar d e analizar los principales

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factores que identifican a la p o lis arcaica antes de en trar en algunos de
los aspe cto s q ue caracterizan su form ación.
La p o lis p u ed e s e r considerad a, ante todo, com o una estru ctura que
su rge al servicio d e unos in te re se s d eterm inados. Esos in terese s son,
en su m ayor parte, de tipo econ óm ico y los b en eficiarios d irecto s son
los aristo i , si bien y en el tran scurso d e pocas g en eracion es, otros
gru pos sociales pu ed en con seg u ir b en eficios p a rejo s y, en algunos
casos, sup eriore s. Podem os añadir que la p o lis im plica la e xistencia d e
un cen tro en el que re sid e n los órgan os d e g ob ie rn o y, ante todo, el
santuario d e la divinidad tutelar; igualm ente, q ue la m isma n e ce sita un
territorio (chora) d e l que e x tra e r los m edios d e vida, principalm ente
ag rícolas; ello se traduce en la es trech a vinculación que h abrá d e
existir entre e l territorio, m ediante cuya unificación política su rg e la
p o lis , y esta misma, cuya b a se d e su bsistencia se en cuentra en e l
propio territorio.
Adem ás, habría que ind icar que e s n ecesa rio un ordenam iento ju rí-
dico, unas ley es o norm as, no escritas en un p rim er m om ento y sólo
con ocid as y aplicadas p or los aristoi, producto más d e la costum bre
que de una reflexión abstracta, p e ro so b re las cuales se ord ena la
convivencia de qu ien es v iven en e sa polis. Efectivam ente, todos estos
elem entos son n e ce sario s p ara que podam os con sid e rar que existe un
estado, según el m odelo g rieg o .
A ppsar d e ello, no obstante, los propios g rie g os si b ie n con sid era-
ban todos esos elem en tos com o im portantes, no los veían com o funda-
m entales o im prescind ibles; algo qu e sí lo era, sin em barg o, eran los
ciudadanos:
«Pues una ciudad consiste en sus hombres y no en unas murallas ni
unas naves sm hombres.» (Tucídides, VII, 77, 7; traducción de F. R.
Adrados.)

Aunque pued a p a re ce r una cierta tautología, la p o lis su rge cuando


su rge la ide a d el p olites o ciudadano, es d ecir, cuando un conjunto d e
individuos s e con sid eran relacionad os en tre sí por un vínculo común,
ajen o a ellos, p e ro que al tiem po le s define com o m ie m bros d e un
m ismo círculo. E se vínculo no es ya estrictam en te fam iliar ni comunal
sino, precisam ente, «político» (y, en cierta m edida, relig ioso y cultual);
Lévy (LEVY: 1985),-en un estudio recien te so b re los térm inos astos y
polites, ha señalado e l matiz político que im plica el em pleo d e este
segund o térm ino según se va saliendo d e la socie d ad aristocrática.
Para plasm ar e se lazo q u e les ata, los p o li tai n ecesitan de una s e rie
d e puntos de referen cia, m ate riales e id eológicos, q ue san cionen e sa
relación p or encim a de cualesqu iera otras que puedan h a be r poseído
originariam ente. Es por ello m ism o por lo que he hablado anterior-

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m ente de un equ ilibrio; en efecto, la p o lis e s un equ ilibrio porqu e los
ciudadanos, los po litai d eb e n sa crificar algo d e su propia libertad en
b en e ficio d e un fin común; aceptand o una form a de gob iern o, unas
norm as, un m arco territorial, p osiblem en te renuncian a una se rie d e
asp ira cio ne s p erso nales; e s en e ste equ ilibrio en tre lo com unitario y lo
individual d on de halla su explicación la p olis.
Un p asa je d e Plutarco, refe rid o al sinecism o de A tenas por o bra d e
T e seo , e xp lica b ie n el p roceso, aun cuando hem os d e aislar, p or un
lado, el ca rá cter «personalista» d el p ro ce so, rep resen tad o por T eseo y
el c ará cte r «dem ocrático» del m ism o, d ebid o a la pro pagan da p oste-
rior:

«Después de la muerte de Egeo, se propuso [Teseo] una ingente y


admirable empresa: reunió a los habitantes del Atica en una sola
ciudad y proclamó un solo pueblo de un solo Estado, mientras que
antes estaban dispersos y era difícil reunir los para el bien común de
todos e, incluso, a veces tenían diferencias y guerras entre ellos.
Yendo, por tanto, en su busca, trataba de persuadirlos por pueblos y
familias; y los particulares y pobres acogieron al punto su llamamien-
to, mientras que a los poderosos, con su propuesta de Estado sin rey y
una democracia que dispondría de él solamente como caudillo en la
guerra y guardián de las leyes, en tanto que en las demás competen-
cias proporcionaría a todos una participación igualitaria, a unos estas
razones los convencieron y a otros, temerosos de su poder, que ya
era grande y de su decisión, les parecía preferible aceptarlas por la
persuasión mejor que por la fuerza.» (Plutarco, Vit. Thes., 24, 1-2;
traducción de A. Pérez Jiménez.)

Por lo q ue sabem os d el p ro ce so de form ación d e la p o lis en otros


sitios, com o pu ed e s e r Corinto, la pob lación que afluye a lo q ue en su
m om ento se r á el cen tro urbano, en torno al tem plo de Apolo, p ro ce d e
d el resto d el territorio, de la Corintia, lo qu e d e b e d e es tar im plicando
la actuación de un grupo, llam ém osle «g ob iern o», que fom enta y favo-
re c e esa concentración , en este caso los Baquíadas. Las fuentes señalan
para Corinto, ciertam en te, una unificación política bastante antigua y
hacia m ediados d el siglo VIII era capaz d e an exion arse definitivam ente
dos distritos de la v ecin a M égara: persuasión y fuerza igualm ente,
com o en el ejem p lo recién citado d el atenien se T e se o. No obstante, y a
p e sar d e e sa unidad política tem pranam ente alcanzada, Corinto com o
ciudad no ha surg id o realm ente hasta un m omento bastante p oste rior;
lo im portante en Corinto, com o se v eía antes, eran más sus ciudadanos
(politai) y su estru ctu ra política (politeia) que sus m uros (inexistentes) o
sus casas, aún no unidas pa ra form ar un único cen tro urbano; estos
ciudadanos, que podían e sta b le ce rse en cualquier lugar d e la Corintia

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y q ue podían em p re n d e r em p re sas com unes son los q u e definen a la
prim itiva polis corintia pre-cipsélída. Para resum irlo, d iré con Y. B arel
(BÄREL: 1989, 29) que

«la nueva dudad griega e§ un fenómeno social, politico y religioso


an tai de ser un fenómeno físico.»

N aturalm ente, y retom ando el hilo, e sa id e a mism a d el «ciudadano»


im plica la d el «no ciudadano», Es é ste otro dato que d e b e v alorarse. No
todos los habitantes d e un territorio determ inado van a s e r co n sid era-
dos sujetos de d e re ch o s y d e b e r e s ai mismo nivel q ue aquéllos que se
con v ierten en p o litai ; en las ciu dad es q ue em pezam os a co n o ce r m e jor
a p artir d el siglo VII podem os hallar gru pos en te ros de pob lación que,
recibie n d o distintos nom bres, no han sido in teg rad os dentro d el cu e r-
po ciudadano, Ya sean esclav os (una «serv idu m bre com unitaria» com o
la denom ina Garlan [GARLAN; 1984]), com o los hilotas espartanos, o
lib re s, com o los p e rie co s espartan os o los m etecos atenien ses, no g o -
zan d e d e rec h o s políticos, Y es evid en te que, en m uchos casos, estos
g rupos han quedado m arg inad os en e l mismo m omento en e l que la
p o lis está surgiendo.
Qué factores pued en h a b er determ in ado la exclu sión d e la ciudada-
nía de grup os d e población enteros, es algo aún no su ficientem ente
e sclarecid o y, sin em bargo , d e b e d e h ab e r sido un fenóm eno bastante
más com ún de lo que habitualm ente se c re e . Pued en h a be r influido
factores econ óm icos, sociales, religiosos incluso, p e ro todos ellos han
tenido una evid en te trad ucción política; ellos no van a contar p ara la
p o lis más que com o individuos sujetos a obligaciones, principalm en te
de tipo fiscal y, en ocasiones, m ilitares. P ero esto no hace sino rec a lca r
un hecho que no d eb e p e r d e r se de vista nunca: d esd e su inicio, la p o lis
es restrictiva; se configura com o un conjunto de pe rson as q ue p artici-
pan d e un «centro» com ún y en cuyas d ecision es todos participan
(naturalm ente, d e acue rd o con la «calid ad» de cada uno). P ero junto a
este dato negativo, este rasg o de la p o lis tam bién tiene un lado positivo:
la exclusión d e toda una s e rie de individuos va a alim entar la idea de la
igualdad o sem ejanza entre todos aquéllos q ue sí form an parte plena-
m ente d el estado; la lucha por log rar la sanción oficial d e e se h echo
por parte de aquellos ciudadanos que no participan d el poder, fav ore-
cid a p or otro conjúnto de factores (la recu rre n cia h esiód ica a la Dike, la
participación en el e jército hoplítico, el ejem plo del mundo colonial,
e tc.) caracte rizará a un am plio p eríod o d e la historia grie g a, a partir
so b re todo d el siglo VII a.C.
A costum brados com o estam os, d esd e tiem po inm em orial, a d ispo-
n er d e estad os que, al m enos d e sd e el Renacim iento (si no antes) nos

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han v enido dados y que s e han erig ido, a p e sa r de lo q ue se proclam a,
en un fin último, quizá resulte difícil en tend er la v erd ad era «rev olu-
ción» q u e el surgim iento d e la p o lis supuso en la Historia. No m e
a tre v eré a afirm ar qu e la p o lis surgió de la nada, puesto que no se ría
d el todo cierto, p e ro sí d iré que las form as d e g ob ie rno , p or llam arlas
d e alguna m anera, existen tes durante los Siglos O bscuros no im plica-
ban más que un laxo control de un cierto territorio, sin una definición
clara de objetiv os, sin una con cien cia clara d e solidarid ad territorial,
etc. El tránsito a la p o lis im plicó ed ificar, s o b re esta ba se ciertam en te
e n d e b le, el nuevo edificio, Para ello, obviam ente, fue n ece sario cons-
truir cim ientos, A los mism os d e d ica ré las próxim as páginas.

3.2. Tendencias centrífugas y tendencias centrípetas

Es ev id en te que la unificación política, p ero tam bién juríd ica, terri-


torial, econ óm ica, etc., de los individuos que vivían en un esp acio
determ inad o im plica un im portante movimiento centrípeto; el em pezar
a con sid era r com o «conciudadanos» a individuos con los cuales, p r e -
viam ente, no se había tenido apenas nada en común; en solid arizarse
con sus n ece sid a d es, siqu iera defensivas, e l ir recon o cien d o paulatina-
m ente que son m ás los factores q ue unen que los q ue separan es un
log ro in discutible. El mismo se p e r c ib e m ás claram ente si pensam os
qu e durante los Siglos O bscuros las relacion es en tre los habitantes d e
una misma región , de p rod ucirse, pueden estar teñidas d e un claro
com ponente bé lico . El ir renunciando a con sid erar enem ig o p otencial
al vecino próxim o y, por el contrario, lle g ar a re c on o ce rle com o partí-
cip e de unos m ismos in te re se s es un paso im portante en el p ro ces o de
constitución de la p o lis, La in tegración d e lo individual en el ám bito d e
lo comunal es tam bién una etapa trascend ental en este camino.
Sin em b arg o, no todo el p ro ce so e s lineal; en ocasion es la integra-
ción en esa unidad en form ación se p ro d uce en detrim ento de d eterm i-
nados in terese s particu lare s; en un prim er m om ento tien de a fa v o recer
m ás a unos qu e a otros al p rivar o re du cir el p od er d e aquéllos q ue en
sus estructuras fam iliares y aldeanas, m arcadam en te autárquicas, q ue
caracterizarían buena parte de la situación en los Siglos O bscuros, se
v en en la obligación d e re co n o ce r la autoridad de un grupo de b asileis
d e los que no todos los aristoi form arían parte. Fu era del ám bito de los
aristoi, otros grupos sociales, espe cialm e nte el cam pesinado pued en
sentir qu e la con centración de p od er en una s e rie de manos, limitadas
y restrin gid as, p u ed e em pe orar su situación, tanto d esd e e l punto de
vista económ ico cuanto, inm ediatam ente, d e sd e el jurídico.
Com o se v erá, la form ación d e la p o lis significa la ele cción de un

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lugar d esd e el q ue dirig ir el conjunto d e los territorios in tegrad os en la
misma y en el cual se ub icarán las rudim entarias instituciones políticas
y religiosas iniciales. S e rá este lu gar el que rec ib a la m ayor parte de
los recu rsos d e que dispone la com unidad, a fin de dotarle de toda una
se rie de equipam ientos que le perm itan cum plir su función; al tiem po,
centralizará la m ayor p arte d e los recu rsos g e n erad os con vistas a su
reparto y red istrib ución (V éase 3.2.1).
Por ello mismo, si b ien en la teoría se tratará d e evitar, en la práctica
se produ cirá un d eseq u ilib rio en tre el centro urbano (llam ém osle asty )
y el te rritorio (chora), así com o entre aquél y todas aq uellas antiguas
«aldeas», especialm en te las m ás im portantes, que hubieran podido a s-
p irar, en m uchos casos con los mismos o con más títulos, a con v ertirse
en los centros d e d ecisión política, com o m uestra, a las claras, la si-
guiente v ersión de Tucídides del sinecism o d e Atenas, algo distinta de
la d e Plutarco, que v eíam os pág inas atrás (y éase 3.1):

«... pues desde Cécrope y los demás reyes hasta Teseo, la población
del Atica estuvo siempre repartida en ciudades (p oleis) con sus Prita-
neos y magistrados... Mas cuando Teseo subió al trono, .... además de
organizar en otros conceptos el territorio, eliminó los Consejos y las
magistraturas de las demás ciudades y las unificó con la ciudad actual,
designando un solo Consejo y un solo Pritaneo; y obligó a todas las
poblaciones a que, aun continuando cada una habitando su propio
territorio como antes, tuvieran a la sola Atenas por capital.» (Tucídi-
des, II, 15; traducción de F, R. Adrados.)

Todos estos factores contribuirán, pues, a la cre ació n de tend encias


que podríam os calificar de cen trífugas y con las que tam bién hay que
con tar a la hora de e xp licar el p ro ce so de form ación de la polis.

3.2.1. Los ejes sobre los que se conforma la polis

En los siguientes subap artad os analizaré, por consiguiente, algunos


de los «anclajes», m ateriales y sim bólicos, so b re los qu e se configura la
p o lis ; el éxito de la polis, d igám oslo ya, rad ica en la sup eración cons-
tante de las ten den cias centrífugas, en be n eficio de las cen tríp etas. No
en todas sus épocas se lleva a cab o de la misma m anera y no siem pre el
éxito acom paña a todas y cada una d e las p o leis en la consecu ción de
un eq uilib rio en tre am bos polos. N aturalmente, no son éstos los únicos
principios so b re los q ue s e articula la p o lis g rieg a aunque por el
m om ento me re fe riré fundam entalm ente a ellos.

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— Lugares comunes y centrales
D iversos tratadistas han puesto d e manifiesto cóm o una de las c a ra c-
terísticas d e l sistem a de la p o lis g rieg a , frente a otros sistem as, e s p e -
cialm ente los orien tales, fue la publicidad de las d ecisiones. Esta publi-
cid ad v enía dada, tal y com o se apuntaba anteriorm ente, por la n e ce s a -
ria p re sen ta ció n de las p ropuestas ela bora d as po r el b asileu s y su
con se jo ante el demos, reunido en asam blea al efecto. Es cierto , com o
tam bién se v eía, q ue en estas p rim eras asam bleas la capacid ad d e
discusión d e los m iem bros no n obles d e la m isma estaba se riam ente
coartad a; sin em b arg o, es ya un dato im portante q ue los gob ern an tes
se vean en la obligación d e contar con e l apoyo form al de los g o b e rn a -
dos lo q ue h ace, p or ello mismo, q ue la p ublicid ad se a un factor valioso
(V éase 2.3.2).
Dentro d el restringid o con sejo nobiliario, por otro lado, e l d e b ate
d e los asuntos e s fundam ental; el basileus, com o habíam os visto, d e b e
re so lv er lo que corre spon d a d espu és d e h a b e r escuchad o y tomado en
con sid era ción las opin iones d e su consejo, d e aquéllos que, con el
nom bre g e n ér ic o d e ba sileis participan, en cuanto colectivo, d e la
mism a realeza o basileia q ue e l propio basileus. Son e l d eb a te y la
discusión los q ue están tam bién en el orig en de la polis', palab ras com o
sinecism o o koinonia destacan, claram ente, esta voluntad d e integra-
ción con seg uid a m ediante el de bate . Un d eb a te político im plica, en el
mundo g rie g o , situar los tem as «en el cen tro», e s d e cir, en aqu el lug ar
que equidista d e todos los que se sitúan en torno a la cuestión a tratar.
Los b asileis colocan sus asuntos «en el centro», los d eb aten y lleg an a
una resolución; acto seguido, v uelven a presen tarla, nuevam ente, ante
el dem os reunido, que se e n carg ará d e d ar su asentim iento. Poco
im porta q ue la Ilíada nos d e scrib a a los orad o re s inoportunos con los
som bríos tintes de T ersites y nos indique su castigo, tenido p or eje m -
plar p or el re sto de sus iguales; p oco a poco, las asam bleas se irían
abrie nd o al v e rd a d e ro d eb ate y discusión d e los p roblem as. Es enton-
ce s cuando se prod uciría la situación q ue d e s cr ib e V ernant (VER-
NANT: 1983, 198) (véase 2.3.2):

«El m eson, el centro, define por lo tanto, en oposición a lo que es


privado, particular, el dominio de lo común, de lo público, el xynon.
Por diferentes que sean —por la vivienda, la familia, la riqueza—, los
ciudadanos o más bien las casas que componen una ciudad constitu-
yen por su participación común en este centro único, una koinonia o
xynonie política.»

Es, pues, en torno a un centro, sim bólica y m aterialm ente en e l


m edio m ismo d e la ciudad, donde su rg e realm en te la polis. Este cen tro

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e s lo que los g rie g o s llaman agora que, antes d e pa sa r a denotar un
sim ple lugar de m ercad o, era el n om bre que re cib ía la asam blea y el
lugar dond e la m ism a se ce le b ra b a. Este es, pues, uno de los lug ares
cen trales q ue pe rm ite la constitución d e la polis.
En las ciud ades q ue su rgieron en la costa m inorasiática con motivo
d e las m igracion es qu e se su ced ie ron d espu és d el colapso d el mundo
m icénico, com o o cu rre con una d e la m ejor con ocidas d e ellas en esta
épo ca, la A ntigua Esm irna, junto con una aparatosa m uralla y un tem -
plo, e s posible que ya existie ra un lugar destinado a reu niones públicas
durante e l siglo VIII; p a r e c e existir, al m enos, en la nueva ciudad q ue
su rg e hacia el 700 a.C ,, En las ciudad es q ue en la segu nda mitad d el
siglo VIII están siend o fundadas p o r doq uier, im propiam ente llam adas
colonias, se res erv a un espacio con esta finalidad, com o pu ed e a p re -
ciarse en M égara H iblea (Figura 4). En las v iejas ciud ades d e l continen-
te, p oco a poco se van de sp ejan d o lugares, previam ente ocupados por
habitaciones o p or tum bas, indicios d e un hábitat d isp erso y no unitario,

Figura 4. El agora de Mégara Hiblea,

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a fin d e d ed icarlo s a uso público. Esto ocu rre, por ejem plo, en Corinto
y en Atenas.
Por si fuera poco, en la propia Odisea encontram os la p rim era
refe re n cia a un agora, en la (quizá no tan) im aginaria Esq ueria, la
ciudad de los feacios; transcribam os el p asa je porqu e, adem ás, nos
sirv e para introducir el otro elem ento im portante d entro de estos «lu-
g are s com unes y centrales»:

«Posidón tiene allá un bello templo y en torno se extiende la gran


agora con suelo de lajas hundidas en tierra,» (O d isea, VI, 266-267;
traducción de J. M. Pabón.)

Así pues, el agora, m arco de refe ren cia civil; allí tienen lugar las
d e lib e racio n e s y allí se prod uce la com unicación, m ás o m enos fluida,
en tre g ob ern a ntes y gob ern ad os, colocad os, todos ellos, en pie d e
igualdad con relación al «punto central», sim bólico y m aterial, que la
m isma rep resen ta. No es, sin em bargo, el único; e l texto h om érico que
acabo de acotar m encion a otro: el tem plo o el santuario d e la divinidad
tutelar a la que acostum bram os a llam ar «políada», esto es, guardiana
de la polis.
La reap arición d e edificios destinados exclusivam ente a fines r e li-
giosos, alg o a ce rc a de lo cual hay poco debate , tien e lugar a lo largo
del siglo VIII, puesto q ue no son muy num erosos los testim onios de la
existencia d e los m ismos antes d e ese m om ento. Al igual q ue el ag ora,
el templo tien e un cará cte r cen tral pues, de algún modo, am bos fen ó-
m enos se hallan relacionados; con ocem os las plantas d e estos p rim e ros
tem plos d el siglo VIII a través de la arqu eología, que ha m ostrado e l
neto pred om inio d e la estructura absidad a; algunos m odelos en te rra-
cota, p ro ce d en te s d e los tem plos d e Hera en P erachora y en A rgos,
respectiv am en te, nos dan una id ea del alzado d e estas prim itivas con s-
truccion es (Figura 5) que, a partir de los m om entos finales d el siglo
con ocerán una am plia m onum entalización y el em pleo g en eralizado d e
la planta que d e ve nd rá canónica, la rectangular.
T rascen d ien d o d el aspecto puram ente m aterial, la re cu rren cia a una
divinidad com o ente tutelar d el b ie n esta r de la com unidad supone, en
gran m edida, objetiv ar este concepto. Pero a p e sa r de lo que el texto
hom érico m encionado pueda su gerir, el em plazam iento habitual del
santuario políada es la acrópolis, e s d ecir, el lugar que, en la ép oca
m icénica había servid o d e se d e a los re y e s y que durante los Siglos
O bscu ros había p erm an ecid o prácticam ente deshabitado, aunque r e -
cord and o a q uienes vivían a sus pies q ue allí se había alzado en tiem -
pos el centro d el pod er. Es posib le, al hilo d e las interp retacione s d e C.
Bérard (BERARD: 1970), que esta m ism a legitim ación d e la divinidad

70
Figura 5. Modelos en terracota procedentes del santuario de Hera en Argos
(izquierda) y de Hera en Perachora (derecha).
d erive , hasta cierto punto, d el «esp acio» q ue ocupa en la p o lis que
su ele se r, precisam ente, el rese rv ad o , en épo ca m icén ica, al poder, al
palacio d el wa^ax.
El nuevo p od er que d esarrolla la p o lis radica en la com unidad, bien
en su conjunto, bien rep resen tad a por sus aristoi\ ellos son q uienes lo
colocan «en el cen tro» y, al h acerlo, conv ierten a todos en partícipes
(en m ayor o m en or grad o) d el mismo. Igualm ente, tal po d e r trasciend e
d e sus propias person as y es puesto bajo la protección de la divinidad,
g arante siem pre del m antenim iento d el equilibrio. No d eja de se r
significativo que el auge de los tem plos polladas vaya acom pañado
tanto de la construcción de los prop io s edificios de culto cuanto de la
d eposición en ellos de incontables ofrendas. P a re ce com o si el a tesora-
miento d e riquezas y arm as y la am ortización de las m ismas en las
tumbas d e sus propietarios estuv iese tocando a su fin y ello no es sino
la plasm ación m aterial de que estam os entrando en otra época, la d e
polis. Tam bién da la im presión de q ue de cualquier transacción, eco n ó-
m ica o no, la divinidad re c ib e su parte, su «diezmo» a cam bio d e
p ro teg er la misma.
A partir d el siglo VIII el p restig io y e l pod erío d e una ciudad va a
m e d irse p o r el tipo^de santuario ded icad o a su divinidad tutelar; en su
em bellecim iento y en el alm acenam iento en él de riq uezas va a inter-
v en ir toda la com unidad p or m edio de su acción coordinada. Los aún
im ponentes m uros y so rp ren d en te s tesoros q ue los arq ueólog os están
d esenterrand o en algunos d e ellos d esd e h ace m ás de un siglo son la
p ru e b a m ás ev idente d e la acum ulación de los esfuerzos de toda una
com unidad en el auge del tem plo d e su divinidad tutelar. El templo,
pusi, ©i ©1 otro pelo aobrs §1 qu© i© cimenta la id©a de la comunidad
política,

— Lug ares ®xtr§mo§: $entuarlo§ §xträurbsno&

H titi ahora n©§ h©m©§ referido a d©§ asp®otos qu© coniolidan la


polis·, im bo i son «lugar©« centrales» por cuanto a ellos eonfluyin las
p@r§©nas qu© m han integrado m la misma y loa interesas qu© cada
una d® ©llii repre§©nta, No hemos de olvidar, sin embargo, qu© la id ta
d© la polis implica, necesariamente, la ouütíón del territorio, la shorn

72
(Figura 6), donde permanece i i mayor part© d© iu i hitoitantss, d© la
qu© i t ©xtraen los recursos alimenticios y dondi pose©n sus propi©da=
d û loi ciudadanos qu© configuran el estado. Frente i lo qu© suctd© m
otroi momentos históricos, ii polis tí©ne vocación de integrar en un
mismo ámbito il qui vive ©n al centro urbano y al qu© vive ©η ©1
campo; no ii©mpr© loi resultados s©ràn satisfactorios y cada polis s©=
guirâ modelos que pu©d©n dif©renciaree d© loi del vecino, No obstan-
te, esta integración §erá una preocupación d©§d© los primer οι momen=
toi,
La polis dite® définir, ant© todo, sua propioi limites territoriales;
tien© qu© marear, físicamente ii es necesario, dónde acaba su radio d©
acción y dónd© ©mpieza ©1 del estado vecino; igualmente, tien© qu©
défínir, ya dentro del propio territorio, «©spacios», a saber, qué partes
i© dedicarán a tierra de cultivo, ouál©i sarán d© aprovechamiento para
©1 ganado, cuáles otras serán d© carácter boscoso, Ciertamente, sita
definición viene dada en gran m©dida por la propia naturaleza paro su
racionalización implica una labor d© reflexión, qu© afecta a un oonjunto
d© tierras, propiedad, ©n su eonjunto, de la comunidad política, Loa
oíkist&i qu© fundan colonias han visto considerablemente facilitada esta
labor por ©1 propio carácter dal emplazamiento d© sus fundaciones,
establecidas ©n tierras no habitadas por griegoi, aun cuando algunos
rasgos de la organización existente ant©s da la llagada helénica puedan
haber sido tenidos en cu©nta, En las ciudades del continent© ©1 proble-
ma a i algo más arduo por cuanto hay qu© luchar contra las tendencias
localistas da aquéllos qu® d©sd© hacia generaciones habian vivido y
disfrutado d® su terrino, sin ingerencias externas y at resisten a que
una nueva autoridad, residente en una ciudad más o menos distante,
interfiera en sus hábitos de si©mpr©,
No obstante, la «toma d© poseiión» del territorio es inexcusable,
tanto ©n una ciudad recién fundada en país bárbaro, cuanto en una polis
en proceso de formación en la vieja Grecia, Los procedimientos pue-
d©n variar en cierto modo pero el resultado debe ser ©1 mismo; la polis
tiene qu© controlar un territorio concreto, someterlo a un ordenamiento
determinado y buscar para sus distintas partes un uso apropiado ©n
beneficio de todos los ciudadanos, En definitiva, el territorio también
debe s©r puesto «©n,medio», también debe pasar del control privado al
control, siqui©ra teórico, de la comunidad,
Como ocurría en el propio centro urbano, s© necesitan unos «puntos
de referencia» que sirvan para garantizar la relación del territorio con
la ciudad, al tiempo que marquen la especificidad d© tales ámbitos
dentro de la polis, Serán los santuarios ©xtraurbanos los encargados de
cumplir esta función, Dedicados, en buena medida, a divinidades que
protegen los cultivos, o la caía, o los bosques, o la propia frontera

73
estatal, seg ún los entornos en los que se hallen em plazados, sirven,
adem ás d e a su función puram ente relig iosa (y quizá, dem asiadas v e -
ces, olvidada o re leg a d a a un segund o plano) de jalo n es d el control d e
la p o lis so b re su propio territorio.
Puesto que p a r e c e evid en te (y es m ucho m ás claro en el ám bito
colonial) que su surgim iento es una con secu en cia d irecta de la apari-
ción d e la p olis, hem os de v e r estos cen tros cultuales com o el m edio de
q ue se sirv e la misma para d ejar sentir su autoridad so b re todas y cad a
una d e las p arte s que la configuran territorialm ente. Así, F. de Polignac
(DE POLIGNAC: 1984) ha hablado d e la «ciudad bipolar» y, en líneas
g e n e ra le s, p ode m os ace ptar esta visión; la p olis, organizada en torno al
agora y al tem plo d e la divinidad pollada, da cuenta de las d iversid a-
des d el territorio m ed iante la ere cció n de edificios sacros a trav és d e l
mismo que, a la vez, m arcan su «toma d e posesión ». Son, en los puntos
más distantes de la chora, el re cord ato rio d e q u e la acción d e una po lis,
a trav és del acto de d ed icar un lugar sa grado a una divinidad, s e ha
garantizado la tutela del entorno en el que el m ismo surg e. Este, pues,
se rá otro de los polos s o b re los que se configure la p o lis y se rá tanto
más im portante cuanto que, com o los acontecim ientos se en carg ará n d e
m ostrar, esa sustancial unidad cen tro-p eriferia (o asty‐chora ) s ob re la
que se cim enta la p olis, si b ien funcionará d esd e el punto d e vista
institucional, en o casion es se resen tirá d e la prop ia h eterog en eid ad e
in teres es locales que tendrán com o cen tro los distritos rurales de la
polis.

— El héroe y la configuración de la polis

El culto a los h é roe s g rieg o s ha sido ob jeto de atención d esd e h ace


con sid erab le tiem po y a partir de d e scrip cio n e s transm itidas po r las
fuentes escritas ya había qued ado claro q ue en buena parte los m ism os
solían te n er lugar en torno a lo q ue eran o p arecía n s e r las tum bas d e
sus titulares. La arqu eolog ía ha contribuid o d ecidid am en te a un m e jor
conocim iento del a sp ecto d e estos cen tros de dev oción; así, un caso
am pliam ente difundido fue el d el culto surgido en torno a una tum ba
doble, sin duda de p erson aje s em inentes, puesto que contenía tam bién
resto s de cuatro caballos sacrificados, d e hacia m ediados del sig lo X,
hallada en Lefkandi, E ubea, so b re la que se construyó inm ediatam ente
despu és un gran túmulo y a cuyo alred e d or se extend ió una n ecrópolis;
tam bién había llam ado ya la atención el h echo de q ue d e sd e m ed iad os
d el sig lo VIII em p ezasen a a p a re ce r en algunos lu g ares se ñ ales inequí-
vocas del surgim iento d e un cuito en torno a antiguas tum bas, habitual-
m ente d e ép o ca m icénica, (re-)d escu b ierta s a la sazón (refe ren cia s en
BURKERT: 1985). Esto im plicaría una recu p eración d el pasado, bajo la

74
form a d e un culto h eroico, en cierto m odo indiscrim inada, si b ien no
ca b e duda d e qu e e l anónim o difunto sería identificado con alguno de
los p e rson a je s h eroicos de la tradición local, Sin em barg o, fueron las
excav acion es en la puerta O este de la antigua ciudad d e E retria, en la
isla de Eubea, allá por los años 60, las que reaviv aron, so b re una
p ersp ectiv a algo distinta, el tem a de los cultos h eroicos, ante todo
d esd e el punto d e vista de su in cid encia en el p ro ce so de configuración
d e la polis.
B revem ente, diré que, en el lugar en que a inicios d el siglo VII se
alzará la puerta O este de las m urallas d e Eretria, surge, en el períod o
com prendid o entre 720 y 680 a.C. una pequ eñ a n ecróp olis, ind udable-
m ente d e carácte r «princip esco». En ella se hallaron siete tumbas de
incineración y nueve inhum aciones, d e en tre las q ue sob re salía la nú-
m ero 6. La misma presen taba, dentro de un b loq ue de toba con v en ie n-
tem ente ahuecado, un cald ero d e b ron ce en el q ue se hallaban los
restos carbon izad os d e l difunto, así com o una se rie d e peq ueñ os o b je -
tos, todo ello envuelto en una tela. Dicho cald ero se hallaba cub ierto
por otro, invertido. A lre d ed or, seis g rand es pied ras; en tre ellas y los
cald eros, se hallaban las arm as d el allí enterrado, convenien tem ente
doblad as con el fin d e inutilizarlas: cuatro espadas, así com o cinco
puntas de lanza d e h ierro y una en b ron ce, cuya tipología la rem onta al
H eládico Tardío, es d ecir, al final de la é po ca m icén ica. Entre los
ob jetos depositados con los restos in cinerados, hay un es ca rab o id e de
origen sirio-fenicio. El resto d e las tum bas de incin eración retom a,
aunque con m enos profusión de o bjetos, e ste mismo esquem a; en algu -
na de ellas s e observ an , adem ás, restos de anim ales sacrificad os (ca b a -
llos so b re todo). La cerám ica está prácticam ente ausente.
El ritual em pleado no pu ed e d e jar d e rec ord a r el que utilizan en las
cerem onias fún ebres los h éro e s h om é ricos y pued e s e r un claro e je m -
plo d e aquello a lo que m e re fería en un apartado anterior, en el que
a bo rd ab a la cuestión d e la incid encia de la propia tradición hom érica
so b re los com portam ientos d e los individuos que son los destinatarios
de dicha tradición. P a rec e probad o q ue en E re tria (com o, por lo g e n e -
ral, en todo el ámbito eu boico) la incin eración se re se rv a a los indivi-
duos adultos, quedando las inhum aciones destinadas a los niños y a los
jó v e n e s ( véase 2,3,1).
Todo e l conjunto se rod e ó de un p e ríb o lo s delim itado por m ojones
d e m adera. Hasta!’ aquí tendríam os sim plem ente una n ecrópolis más o
m enos im portante y rica, p ero sin apenas ninguna característica ex tra -
ordinaria más, puesto q u e tum bas d e un tipo exactam en te igual, aunque
más ricas, a p are ce n en la colonia eu boica de Cumas, com o la núm ero
104 de l Fondo A rtiaco, d atable h acia e l 720 a.C.. Sin em bargo, las
tum bas ere trias son ob je to de un tratam iento po sterior q ue no s e d etec-

75
ta en Cum as; en efecto, hacia el 680 a.C., en el m ismo momento en q ue
la con strucción de la m uralla m arca la fijación definitiva de los lím ites
d e la ciudad, p o r encim a de esas tum bas se constru ye un g ran triángulo
eq uilátero, d e 9,20 m. de lado, realizado a b a se de losas d e piedra. E ste
em pe d rad o m arca, definitivam ente, el final de los enterram ientos en la
zona; adem ás, la re c ié n construida m uralla en glob a esta área, q ue
qued a justam ente junto a la puerta. Es claro q ue lo qu e se p re te n d e e s
d esta ca r y m onum entalizar este antiguo lu gar d e enterram iento. Ya
d esd e e s e m om ento el lu gar ha recib id o constantes ofrendas y sacrifi-
cios. Es ev id en te, p or lo tanto, q ue allí ha surgido, inm ediatam ente
d esp ué s d el ce s e d e los enterram ientos, un culto h eroico (Figura 7).

.j I - i — I i - I-— 1

Figura 7. La necrópolis de la puerta Oeste, en Eretria,

76
El testim onio e re trio ha servid o, pues, para rep lan te ar toda la cu e s-
tión d e la relación d e los cultos heroicos con el surgim iento d e la p olis.
En opinión de C. B é ra rd (BERARD: 1970), la tumba núm ero 6 se r ía la de
un príncipe ere trio, tal vez un b as ileu s ; su d esa parición im plicaría un
tránsito hacia una nueva form a d e g ob ie rno, segu ram en te d e tipo aris-
tocrático, según el p ro ce so ya definido en un apartado anterior. Para
e s e autor el sím bolo d e e s e tránsito lo hallaríam os en la punta d e lanza
m icén ica d e d icha tumba 6, que é l interpreta (aunque no e s admitido
unánim em ente) com o e l cetro de e s e prín cipe, con vertid o así en «por-
tador de cetro» (skeptouch os) com o gusta de llam ar H om ero a sus
basileis. Su m uerte m arcaría el final d e una ép o ca y, p o r ello mismo,
e s e cetro, sím bolo d e un po d e r ya periclitad o, se ría en te rrad o con su
último rep resen ta n te. En la Ilíada hallamos, curiosam ente, el p ro ce so
de transm isión d el ce tro d e A gam enón, al que vem os p asar por v arias
m anos durante algunas ge n e rac ion e s (Ilíada , II, 100-108). P recisam en te,
y pa ra se rv ir com o n exo de unión en tre e s e períod o, ya pasado, pero
no olvidado y el p re sen te, el ba sileu s es con vertid o en heros\ la perm a-
nencia de su culto legitim a a la nuev a p o lis eretria en e l m om ento d e su
m ism o nacim iento (v éase 2.3.1).
El p roceso, aunque sin la conv ersión en h éro e de ninguno de ellos,
lo tenem os atestiguado en A tenas, d ond e, p osib lem en te, a partir d e la
mitad d el siglo VIII, la antigua familia real de los Medóntidas va p e r-
di'endó atrib ucion es en be n eficio d el conjunto de los Eupátridas m ien-
tras su rgen paulatinam ente m agistraturas d ecen a les, p oco a poco su s-
traídas d el control Medóntida hasta finalizar el p ro ce so en la aparición
d e m agistraturas anuales en m anos, d es d e luego, de la nobleza aten ien -
se, Significativam ente, este último paso tiene lugar en tre el 683 y e l 682
a.C ., más o m enos en la misma ép oca en q ue E re tria «heroiza» al último
d e sus «rey es», Es un signo d e los tiem pos; la v ieja basileia hom érica
se está transform ando en un go bie rn o d e los aristo i ; ellos hered an sus
funciones y sus priv ileg ios; en e l m ejor de los casos, e rig en heroa en
las tum bas de aq uellos r ey e s y los m ism os, si no siem pre sí en m uchas
son ocasiones, son la «partida de nacim iento» de la p olis.
La v inculación d e h é ro e s con p ro ce so s de form ación de p o leis ha
sido, pues, un tem a bastante tratado y de sarrollad o en los años rec ie n -
tes; ello ha perm itido v olv er a con sid erar e l pap el d e los heroa en las
ciud ades griegas^que, en una buen a parte de casos su elen hallarse,
pre cisam en te, en torno al agora. Significativam ente, sabem os, q ue en el
p ro ce s o d e configuración d e las p o le is coloniales, a los oikistai se les
su ele re se rv ar com o lugar para su entierro, precisam en te, el agora\
d el mismo m odo, se constata el c arácte r de heroa que sus tum bas
ad quirirán inm ediatam ente. En todo caso, la ubicación d e tales heroa
en torno a lu g ares p úblicos (el agora, la puerta d e las m urallas ...) es un

77
indicio m ás d el carácte r «central» que asum en; su p re se n cia p a re ce
sancionar el car ácte r «político»de los lu g ares en los que a parece n: el
lugar d e reunión, e l confín del asty, etc..
Al mism o tiem po y com o m uestran a la p e rfe cció n las nuevas funda-
cion es coloniales, todas las dem ás tum bas van a q ue d ar fuera del re cin -
to urbano; d el m ism o m odo, en las m e jo r conocid as de en tre las ciuda-
d es de la G recia pro pia (por ejem plo, A tenas), a lo largo de los últimos
años d el siglo VIII e iniciales del siglo VII, van siendo abandonados los
lu ga res de enterram iento que existían d en tro de lo que se está configu-
rando com o el centro urbano y las tum bas van siendo situadas m ás allá
de la zona habitada. La zona d onde su rgirá en e l siglo VII el ágora d e
A tenas va a d e jar d e s er utilizada con fines funerarios hacia el 700 a.C.;
posib lem en te hay que v er aquí el signo ev id ente d e la adquisición d e
ca rá cte r «político»por parte de esta área: al d e ja r de s e r una zona
res erv a d a al uso privado (y un cem en terio d el siglo VIII, por lo g e n e-
ral, lo e ra al hallarse vinculado a alguna familia) q u ed a ba abierto e l
cam ino p ara su conv ersión en un centro cív ico y público.
Los cultos h eroicos, p or consiguiente, han sido otro d e los polos en
torno a los que los individuos que dan lugar a la p o lis se sitúan; el
h é roe es, po r un lado, el garante sim bólico d e la continuidad entre las
v iejas realezas de los Siglos O bscuros y la nueva realid ad política; por
otro lado, yo v eo en este culto una clara re fere n cia al antiguo id eal d el
n oble «hom érico», que garantizaba, m e rce d a su arete, la defensa de la
comunidad. D esd e su m orada su b terráne a y gozando d e las ofrendas
que se le en tregan , sigue garantizando esa m ism a protección que en
vida había p ropo rcion ad o g ra cia s a su fuerza y a sus arm as. Igual-
m ente, las p h ylai o tribus, de orig en pre-p olítico y llam adas a partir
nom b res d e h é roe s, aportarán a la p o lis tam bién este com ponente
re lig ioso d e gran im portancia en su configuración.

3.2.2. Solidaridad aristocrática frente a integración política

Los a r is toi son, en b uen a m ed ida, los p rincipale s resp o n sab les d e la
cre ació n d el sistem a d e la polis; son ellos qu ien es, en p rim er lugar, han
puesto «en-el centro» su autoridad y, al tiem po, han sido los p rim eros
be n eficiario s de es e hecho. A ellos les ha correspon d id o e l no d es d e-
ñable p ap el d e v e rse ob ligad os a renunciar a un p od er con pocos
lím ites en e l ám bito d e su familia, d e su o ikos y de su aldea, para
so m eterse a las d ecisio n es em anadas d e un basileu s que no sie m pre
(com o m uestra el caso d e H esíodo) d efiend e ad ecuadam en te los in te re -
se s m ás legítim os. Son, en definitiva, ellos q uienes, en los m om entos
iniciales, han tenido m ás que p e r d e r y q ue ganar con la form ación d e la

78
polis. Sin em barg o, y por el mismo h echo de que en sus oríg en es la
ciudad g rie g a ha sido aristocrática, la misma ha tenido que enfren tarse,
en d iv ersas ép ocas, con el eventual factor d isg reg ad or que la p ropia
«soberan ía» de los aristoi ha podido rep rese ntar, A algunos d e estos
aspectos me re fe riré en los siguientes apartados.

— La institución del hospedaje corno manifestación del espíritu de clase.


El symposion

Ha quedado ya claro q ue los aristoi s e distinguen d el resto d e los


individuos que constituyen la p olis, ante todo, por su nivel de vida y
por las re lacion es que m antienen e ntre sí, asp ectos íntim am ente re la -
cionados, com o v erem os a continuación. Los Poem as Hom éricos están
plagados d e casos en los cuales cualquier individuo d e n oble cuna
p u ede asp irar a se r re cib id o p or sus iguales, en cualqu ier lugar en el
qu e se halle, alojado, m antenido y d espedid o cu bierto de reg alos. A
esta relación pod em os llam arla «hosp edaje», «hospitalidad» o xenia.
Naturalm ente, la relación es recíp ro ca y el que un día fue hu ésp ed al
otro pued e se r anfitrión, b ie n de su antiguo huésped, b ien d e algún
otro arístos. Ni qu é d e cir tien e que quien d e b e estar prep arad o ante
cualquier visita in esp erad a n ecesariam en te d e b e p o s e e r los re cursos
suficientes com o para hon rar conv enientem ente a su h uésped. De la
misma m anera, quien m ás re cu rsos posea, más y m ejor podrá a ga sa jar
a sus invitados que, con siguientem ente, podrán s e r más num erosos.
Puesto que la relación , com o hem os visto, im plica una eventual re cip ro -
cidad (transm isible, incluso, a los hijos), resulta que la xenia es un
pod e ro so instrum ento d e solidarid ad aristocrática q ue ad q uiere una
p ro ye cción hacia el futuro en el m om ento en el que la m ism a se m ate-
rializa en un pacto m atrim onial; en este caso, la m ujer actúa, adem ás de
garante del mismo, com o el v e rd ad ero «regalo» o doron que se entre*
ga. Por seg u ir en el ám bito épico, p a re ce fuera d e duda q ue los aqueos
que están ante Troya han llegad o allí p or la convocatoria de A gam e-
nón; todos sus je fe s, en m ayor o m enor m edida, se sentirían en la
obligación m oral d e acud ir a la llam ada d e aquél que:

«se hacía ngtar entre todos los héroes, porque era el mejor y conducía
las huestes más numerosas con mucho.» (Ilíada, II, 580-581; traducción
de C. Rodríguez Alonso.)

D el mismo m odo, los acom pañantes de los nobles, sus hetairoi o


«com pañeros», participan d e la gloria de aq uél a quien acom pañan y se
b ene fician de sus reg alos; claram en te, en este tipo d e re lacion es hay
im plicaciones tanto sociales com o econ óm icas y m ilitares.

79
Por si sus implicaciones económicas no han quedado suficiente-
mente claras, diré que al comercio -prexis al que aludía anteriormente
presupone un status aristocrático entre sus practicantes (o, al menos,
entre alguno de ellos) siendo el intercambio que se produce concebi-
do, en cierto modo, como el resultado de tal relación de xenia\ las
cerámicai del Geométrico Medio ático, a las que aludía en un apartado
anterior, halladas en muy diversos puntos parecen haber sido emplea-
das, igualmente, con esta función de regalo aristocrático, previo o
simultáneo al establecimiento de un vínculo de carácter económico,
amparado en la relación de xeniê que une a amboi copartícipes de la
relación (F te © 2,2,1 y 2,3,2),
Cuando esta solidaridad se manifiesta entre todos aquellos aristoi
que van a quedar integrados en la polis , no hay excesivos problemas,
por más que puedan existir tensiones lógicas entre ellos que el paso
del tiempo, por lo demás, irá agudizando, Sin embargo, el propio
carácter de la relación puede hacer peligrar el equilibrio íntracomuni“
tario cuando la xenia implica a miembros de comunidades diferente®,
Es éste uno de los peligros que amenazan a la poli$ y a los que aludía
anteriormente al referirme a las tendencias centrífugas; puede darse il
caso (y, de hecho, se da) de que determinados aristoi se sientan más
vinculados a los árístoi de otra ciudad que al demos de la suya propia;
en ese caso, falla uno de los pilares básicos sobre los que se cimenta la
polis, es decir, la idea de que todos los que configuran el cuerpo
político son iguales (isoi) y semejantes (homoioi) m cuanto a su partid“
pación del poder político conjunto, que emana, precisamente, de todos
ellos, En otras palabras, la polis se basa en una solidaridad intracomu-
nitaria que vincula a todos aquellos que, como politai, forman el estado;
la solidaridad aristocrática implica, por el contrario, la preeminencia
de los vínculos personales (tipo xénia), incluyendo los extracomunita-
rios, entre los individuos cuyo nivel social y económico es igual, inde-
pendientemente de la polis a que, por otro lado, se hallen vinculados,
Uno de los ejemplos más palpables de este tipo de relación nos lo
proporciona el diálogo entre Glauco y Diomedes, cuando éste manifies-
ta a su oponente en el campo de batalla lo siguiente;

«Con toda c a rt e a eres mi huésped de padre, un antiguo huésped ,,.


Por ©11©, ahora yo §eré tu caro huésped en el centro de Argos y tú lo
serás para mí en Lieia, cuando llegue si territorio de éstos. Eviterno®,
pues, mutuamente las langas, incluí© en el enfrentamiento en masa,
que muchos troyanos e ilustre® aliados tengo yo para matar Mas
intercambiemos las armas para que también sepan aquí que estamos
orgullosos de ser huéspedes de padres,» (Uíüdal VI, 211=231; tradue=
eión de C, Rodríguez Alonso,)

80
Eats pasaje muestra, pues, tanto la hereditariedad del vínculo de
xenia, auanto la renuncia al combate que ambos acuerdan, tun cuando
D íom idii no renuncia a seguir matando troyanos, No ©a necesario
destacar lo peligrosas que pueden ser las consecuencias de unas actitu-
des da Site tipo para una estructura como la poiis: el aristos, en virtud
de una relación personal se comidera exonerado d© la obligación de
combatir contra alguno o algunos de aquéllos que su propia ciudad
conildera como enemigos. En la Mégara anterior al sinecismo, según
nos informa Plutarco (QG,, 17), incluso la captura de un individuo por
parte de su enemigo durante el combate daba origen i un tipo específi-
co de relación de hospedaje, la d o ríx e m s , de carácter, igualmente,
permanente, En su momento, aludiremos a algunos casos más en los
que se materializan, ya en plena época histórica, algunos de esos com=
portamientos ( vèë$e 0.5; 9,1,2).
Si la xeniá vincula al aristos con cualquiera de sus iguales, indepen-
dientemente de su lugar de residencia, el symposion, por el contrario,
reafirmaría la solidaridad aristocrática intracomunitaria, Recientemente
O, Murray (MURRAY; 1Θ83; MURRAY, en HÄGG, 1Θ83) ha dedicado
varios estudios significativos al tema del simposio y, bí bien otorga al
mismo un peso político algo desmesurado, no podemos olvidar que la
reunión de nobles, con el fin de festejar, aparece por doquier a lo largo
de todaia historia de Grecia; en algunas ciudades, incluso, esa costum-
bre de la comida ©n común (syssitia) afectará a buena parte del cuerpo
civico, a quienes se extenderán ciertos privilegios aristocráticos, como
ocurrirá en Esparta, I n gran medida, el simposio es una manifestación
más de la xenia y de su inevitable secuela, la redistribución en este
caso de productos alimenticios, si bien su principal ámbito es, precisa=
mente, el de ia polis; su finalidad es claramente competitiva («fiestas de
mérito», como lo considera Murray) y lo que se consume es, sobre
todo, el excedente de la producción agrícola, Ello no excluye, natural·
mente, la celebración de symposia en homenaje a xenoi venidos de.
fuera, si bien los más habituales son los que reúnen a un conjunto más o
menos habitual de comensales.
Su asiduidad permite, por un lado, establecer el carácter d© red-
procidad, por otro i reafirmar la vinculación y la solidaridad de los
simposiastas y, por,.fín, atraer a toda una serie de simposiastas, menos '
beneficiados económicamente, al círculo de h etairoi de aquéllos que
exhiban mayor prodigalidad y regularidad, En el siglo VIII parece
predominar su carácter de reunión de nobles guerreros, el cual se irá
perdiendo con el paso del tiempo, cuando nuevos grupos accedan a la
milicia y, o bien quedará como simple fiesta aristocrática, vinculada a
veces con «grupos de presión» o «clubes» políticos, o bien, y en algu-

81
nos casos, com o veíam os, se exten d erá a un conjunto amplio de ciuda-
danos, con serv and o su origin ario ca rá cte r d e reunión de g u e rre ro s;

— La función política del aristócrata en el marco de la com unidad, /


m anifestación de la integración política

En líneas g e n era le s, pod em os d e cir que la tensión exp re sad a en el


apartado anterior y referid a a los aristoi, en tre las solid arid ad es intra y
extracom unitan as e s resuelta, p or lo g e ne ral, en ben eficio de las p ri-
m eras, aunque no se excluya jam ás la decisión, person al o colectiva, de
los a r isto i, por las segun das, en d eterm inados m om entos y circunstan-
cias. La pru eb a d el com prom iso aristo crático con la p o lis viene dada,
aparte d el h echo, ya m encionado, de q ue a ellos corresp on d e, ante
todo, la iniciativa de su constitución, por las funciones q ue en ella
asum en y que, com o h em os ido viendo, ab arcan absolutam ente todos
los asp ecto s del gob iern o, la adm inistración y el ejé rcito , po r no h ablar
d e los aspe ctos rituales y religiosos. Con el paso d el tiem po, d ep en -
diendo de las p o le is , irán perd ien do algunas d e sus prerrog ativ as, b ie n
po rq u e pasarán al conjunto d el d e m o s , b ien po rq u e s e restring irá el
ac ce so a los ca rg o s d irigen tes a unos po cos (o lig o i, de donde «olig ar-
quía»). Pero, incluso, en ciudades que alcanzarán sistem as dem ocráti-
cos, com o A tenas, a risto i seguirán siend o sus m agistrados principale s y
el antiguo co n sejo nobiliario, el A reópago, reten d rá com petencias so-
b re delitos d e hom icidio.
Todo ello no está sino e xp resa n d o el hech o d e q ue el ca rá cte r
aristocrático con el que nace la p o li s se g uirá form ando parte de la
mism a a lo largo de toda su historia, bien en sentido positivo (m anteni-
miento d e id eales, etc.), b ien en negativo (oposición a tal carácter).
Será, p recisam en te, esta asunción y esta resistencia a los ar is to i o a lo
qu e rep resen tan , lo q ue caracterizará la vida política de las ciudad es
g rieg as a lo larg o de todo el arcaísm o, siend o las soluciones adoptadas
sum am ente d iferen tes en cada caso, a las que ten d rem os ocasión d e
refe rirn o s en próxim os capítulos. Aquí lo único que m e interesa desta-
car y ello m e da pie para pasar al siguiente apartado, e s que, como
m ostraba tam bién en cierto m odo el ya analizado p roce so de «heroiza-
ción» d e p erso n ajes destacados, o la delim itación d e esp acio s com u-
nes, tam bién los a risto i ce d e n algunas de sus cara cterísticas más gen ui-
nas durante el p ro ce so de constitución de la p o lis , dentro de e se p ro c e -
so m ás am plio de «ob jetivación» de las re lacion es y, en definitiva, d e
cre ació n del m arco político. Me r e fe rir é a continuación, con cretam ente,
a a g o n e s y athía (K éase 5.7; 5.8).

82
— Agones y athla
Con m otivo d e los fu nerales de Patroclo, una vez sofocada la pira
funeraria y recog id os los h uesos de su am igo, A quiles pone a d isposi-
ción d e los aq ueos toda una s e rie d e prem ios para los que resulten
v e n ce d o res en una ca r re ra d e cuád rigas (Ilíada, XXIII, 262 ss.), a la que
seguirán com peticion es d e pugilato, lucha, tiro con lanza y ca rre ra s
(Ilíada, XXIII, 620 ss.). A esas p ru e ba s se le añade un duelo, p resum ible-
m ente a m uerte, en tre dos g u erre ro s arm ados con el eq uipo habitual
de com bate, el lanzam iento d e p es os y el tiro con a rco (Ilíada t XXIII, 799
ss.). En la cerám ica ge om é trica g rie g a (especialm en te ática) no suelen
se r frecu en tes los motivos referid o s a la realización d e ju eg os fun era-
rios, aun cuando algunos p u ede n se r su sceptibles d e tal in terpretación
(ca rr er a s d e carros, danzas d e h om b res arm ados y d e m u jeres con
ram as, etc.).
En la Odisea, y ya anticipando el futuro d e este tipo d e certam en,
encon tram os un claro ejem p lo d e com peticiones «atléticas» sin ninguna
connotación funeraria, sino m ás b ie n básicam en te lúdica. En él p a re c e
claro el d es e o d e los feacios de m ostrar a su h uésped Ulises sus habili-
d ad es en tales lid es:

«Escuchad, regidores y jefes del pueblo feacío, satisfecho nos tiene ya


el gusto la buena comida y la lira también, compañera del rico ban-
quete; vamos fuera, por tanto, probemos en todos los juegos nuestras
fuerzas y así pueda el huésped contar a los suyos, cuando vuelva a su
hogar, la ventaja que a todos sacamos en luchar con el cuerpo y los
puños y en salto y carrera.» (O disea, VIII, 97-104; traducción de J.M.
Pabón.)

En los versos sig uientes asistim os a la m ención d e toda una se rie de


activ id ad es atléticas, que el prop io U lises e je rc e , igualm ente sin cará c-
ter funerario (lanzamiento d e pesos, tiro con arco, lanzamiento de ja b a -
lina) ( O disea, VIII, 186 ss.); com o ya veíam os anteriorm ente, estas activi-
dad es son siem p re aristocráticas y U lises se ofende cuando su n egativ a
inicial a p articipar en e s e certam en se interpreta com o d ebid a a su
ca rácter no aristocrático ( O disea, VIII, 159-164).
Tanto las com p eticiones que figuran en la Ilíada, com o las q ue se
citan en la Odisea ■'reciben e l nom bre d e aethla\ hay, sin em b arg o,
d esd e mi punto de vista, ya una m od ificación im portante en tre las
com p eticiones re cié n m encionadas y que se re fieren al cará cte r d e las
mismas: claram en te sacral y funerario en el ejem plo tomado d e la
Ilíada , profano y lúdico en el de la O disea. No q u iero d e cir, sin em ba r-
go, que hayan d esap a re cid o los athla funerarios; sim plem ente, que los
aristoi van «secularizando» esas cere m onias con la finalidad de m ostrar

83
su propia fuerza y destreza. En Hesiodo, sin em ba rgo, hallam os re fe -
ren cias a athla vinculad os claram ente con un contexto funerario: las
cere m on ias en honor d el basileus A nfidam ante d e C alcis:

«Entonces hice yo la travesía hacia Galcis para asistir a los juegos


(aethla) del belicoso Anfidamante; sus magnánimos hijos establecieron
los numerosos premios anunciados. Y entonces te aseguro que obtuve
la victoria con un himno y me llevé un trípode de asas; lo dediqué a
las Musas del Helicón, donde me iniciaron en el melodioso canto.»
(Los Trabajos y los días, 654-659; traducción de A. Pérez Jiménez y A.
Martínez Diez.)

En el «C ertam en» (agon) d e H om ero y H esíodo, d e com posición


bastante m ás tard ía (siglo V a,C., con in terp olaciones hasta el siglo II
d.C .) se nos da algún detalle m ás a c e rc a de estos «jueg os funerarios»:

«Por la misma época Ganíctor celebró el funeral de su padre el rey


Anfidamante de Eubea y convocó a los juegos (agona) a todos los
varones que sobresalían tanto en fuerza y rapidez como en sabiduría,
recompensando con importantes premios.» (C ertam en, 62-66; traduc-
ción de A. Pérez Jiménez y A. Martínez Diez.)

De tal m an era vem os, a fines del siglo VIII, usos diferen tes d e estas
certám en es aristocráticos, así com o m od alid ades diversas, que no sólo
incluyen las com p eticion es puram ente atléticas, sino tam bién la recita -
ción de poem as y com posiciones, p osib lem en te en honor d el difunto.
En todos los casos (em pezando por los h om éricos), e stab a e n ju e g o un
prem io ( doron) que a cred itab a al v e n ced or com o tal.
En la socied a d d el siglo VIII el aristos, al tiem po qu e se resp on sab i-
liza en b uena m ed id a d e la d efensa d e la com unidad, tiene n ecesid ad
d e exh ibir sus h abilid ad es físicas en com peticiones realizad as e x p ro fe‐
so. El p ro ce so d e integración d e la nobleza en la falan ge hoplítica, al
que he h ech o una b re v e refer en cia con anterioridad , va a ir haciend o
m en os p a lp ab le la función defensiva d el n oble, al lu ch arse en form a-
ción cerrad a. E ste p ro ce so va a determ inar, indudablem ente, el auge
de la actividad atlética, b ien con ca rácter «privad o», com o m uestra el
p asa je de la Odisea, VIII, 97-104, acotado an teriorm ente, bie n con una
proy e cción pública, com o m ostraba el ejem p lo de Hesíodo. No es, en
todo caso, extraño, hallar en C alcis las claras rem iniscen cias h om éricas
qu e p ose en los athla en honor d e A nfidam ante si consid eram os q ue, a
poco s kilóm etros d e allí y más o m enos en los m ismos m om entos, en la
pu erta O este d e E retria y tal y com o nos m uestra la arqu eología, se
estaba en terrand o a un p e rso n a je , lam entablem ente anónim o, d e una
form a seg ura m ente m uy sim ilar a com o lo estaba siendo e l prop io

84
^ Anfidamante. No m e atrev ería a afirm ar que E u bea rep re sen ta una
e xcep ción en el panoram a h elénico, p ero, en todo caso, los certám e nes
atléticos van a ir d ejan do d e ten e r connotación funeraria para ir q u e -
dando rele g ad os al ámbito d e lo privado, por una parte, y para a cab ar
sufriendo una transform ación d e im portancia trascendental: su inclusión
en festivales en honor d e div inidades (ré a s e 2.3.2),
Según la tradición, los ju e g o s que se ce le b ra b a n en Olim pia, en
honor de Zeus, fueron e sta blecid os en e l 776 a.C.; del mismo m odo,
otros ju e g o s m ás o m en os sim ilares fueron cre ad o s a lo larg o d el siglo
VI a ,C.: los Píticos (586/5), Istm icos (581/80) y Ñ em eos (573/2). En todos
los casos, la vinculación con un dios es clara y su ca rá cte r panh elénico
tam bién queda fuera d e duda, aun cuando en el eje m p lo m ás antiguo,
el de Olimpia, p a r e c e ob se rv a rse cóm o d e se r un santuario local ya
d esd e aproxim adam ente el año 1000 a.C ., a lo larg o del siglo VIII va
recib ien d o visitantes d e reg io n e s m ás o m enos alejad as d e la Elide
com o M esenia y A caya, no iniciánd ose una apertura a ám bitos m ás
rem otos hasta el siglo VII.
El program a de estos ju e g o s no d ifería d em asiado de las habilida-
des atléticas q ue los textos de H om ero y Hesíodo nos han ido m ostran-
do y, sin em b arg o, hay una d ife re ncia fundamental, q u e ya podía ob -
se r v a rs e en los athla de A nfidam ante: van unidos en todos esos casos a
una esfera claram ente política. En efecto, los ju eg o s que ce le b ra n los
h é ro e s ;de la Ilíada satisfacen los d e se os y aspiracion es d e un grupo
restrin gid o que, con su acto, honra la m em oria d el difunto; e l hecho, sin
e m barg o, no trascien d e m ás allá y la esfera política p a re ce ausente. Los
ju e g o s a los que asiste H esíodo tienen ya una p ro y ecció n política: se
trata de honrar, p or la m ayor parte d e participantes, a un gob ern ante
en e l m om ento d e su en tierro; e s la p o lis ca lcíd ica quien se b en eficia
de e se certam en. Un paso ulterior significa la institución d e ju e g o s
«panh elénicos», cen trad os no ya e n ciudades, sino en torno a santuarios
frecuentad os po r g rie g o s de div ersas p roced en cias. Ahora ya no se
trata d e honrar a ningún ciudadano ilustre d esap arecid o, sino que el
com bate de los aristoi s e objetiva: su esfuerzo es d ed icad o a la divini-
dad. Pero, d e otro lado, la victoria de un contendien te e s asumida, no
sólo po r e l grupo social al que p e rte n ec e , sino p or la p o lis d e la que en
e s e m om ento e s represe ntan te.
Ha habido, ciertám en te, un p ro ce so d e «transferencia»: el arístos
que a lo larg o d e los Siglos O bscuros ha garantizado la defensa d e la
com unidad, queda subsum ido en la nueva form ación hoplítica. Pero, al
tiem po, el horizonte restringid o d e la ald ea d e aqu el p eríod o se ha
am pliado notablem ente, hasta e l punto d e ab arcar, pro gresivam en te, a
toda la H élade. A hora e l aristos , in tegrad o y vinculado a la p o lis va a
d efen d erla, siqu iera sim bólicam ente, en una com petición atlética, en la

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que va a seg uir contando su habilidad y su d estreza. Esa v ictoria d e la
p o lis, sin em ba rg o, se halla vigilada por la divinidad en cuyo honor se
ce le b ra n los ju eg os ; e l triunfo, p or consiguien te, e s controlado y ra cio -
nalizado. El n ob le e x p re s a su arete m ediante la victoria, nuevam ente
individual; p er o es la ciudad en su conjunto la que s e b en eficia de ella.
El pre stig io de la p o lis va p a re jo al p restigio d e sus v e n ce d o re s en los
ju e g os d e m ayor ren om b re; los «Olim piónicos» o v en ced o re s en los
Jue g os Olím picos, por ejem plo, serv irán de orgullo para sus ciud ades
re spe ctiv a s a las cu ales, a su vez, d ed icarán su triunfo. Ni que d e cir
tien e que e s e triunfo se traducirá en un increm ento d el p restigio e x te -
rior de la p o lis y, al tiem po, en la g loria d el v e n ce d or y e l aum ento de
la influencia política d el grupo aristocrático.
El aristos se halla, por fin, plenam ente integrad o en la polis', al fin
triunfan las tend encias centrípetas frente a las centrífugas, sin p erju icio
de q ue p erviv a una cierta «solid aridad aristocrática» d urante el arcaís-
mo y aún d esp ués. P or otro lado, los v e n ce d o res en com peticiones
acred itadas re cibirán , adem ás del apoyo de su ciudad, im portantes
con trapartidas m ateriales y su opinión y con se jo se rán apre ciad os. El
n oble, nuevam ente, m ediante el e je rcicio de esta actividad agonal,
justifica tam bién el ascen d iente social que la cla se a la que p erte n e ce
p o see. El paso d el tiem po hará d el «atleta» m ás un individuo p ro fesio-
nal, no n ecesariam en te aristocrático. En los p rim e ros siglos, sin em b ar-
go y, so b re todo, en el VIII y en e l Vil, am bas facetas se hallan íntima-
m ente unidas.

3.3. Factores económicos coadyuvantes

En e l orig en de la p o lis no podem os p e r d e r d e vista dos asp ectos,


s o b re los que trataré a continuación: uno d el que ya he esbozad o algo,
el d e sp eg u e económ ico; otro, al que m e re fe riré m ás adelante, la
in ciden cia de la colonización, especialm en te en su v ertiente económ ica.

3.3.1. Ef despegue económico y el incremento demográfico

Com o ya v eíam os anteriorm ente, a lo larg o d el siglo VIII se atesti-


guaba una s e rie de indicios q ue eran señ al clara de l resurgim iento
econ óm ico d e l mundo g rie g o y que se cen traban , ante todo, en la
re cu p eració n de la intercom un icación e ntre las distintas reg ion es g r ie -
gas, así com o en e l inicio de las n av e gacion es hacia Lev ante y hacia
O cciden te. N aturalm ente eso dem uestra q u e las socied ad e s helénicas,
q ue están exp erim entand o el p ro ces o de constitución de la p o lis , g en e -

86
ran unos ex ced e n te s (unos outputs, si qu erem os ex p re sa rlo en térm i-
nos económ icos) que son dirigid os, por un lado hacia la producción d e
objetos m anufacturados y, p or otro, hacia la adquisición de m aterias
prim as, su sceptibles d e transform ación y d e productos exóticos ya
elaborados. Ni q ué d ec ir tiene que la con centración de recu rso s en los
cen tros urbanos y el d ren aje, en ben eficio de los m ismos, d e la p rod uc-
ción ag rícola del territorio, fav oreció esta con centración de riqueza y
contribuyó al d e sp e g u e econ óm ico (yéase 2.2).
El d esp eg u e económ ico p ue de atestiguarse, en otro sentido, por el
im portante increm ento qu e sufre la población, si bie n es te fenóm eno no
pu ed e estu diarse en todos los lug are s conocid os por falta d e datos. El
eje m p lo m ejor conocid o es, con mucho, A tenas, cuya evolución resulta
altam ente significativa. En efecto, los estudios llev ados a cabo por
Snodg rass (SNODGRASS: 1977; 1980) so b re las tumbas áticas del p e río-
do com prend id o entre e l año 1000 y el 700 a.C. m uestran un núm ero
más o m enos sim ilar d e tum bas por gen e ración hasta el inicio d el
G eom étrico Medio II, que se sitúan en torno a las 26 ó 28. Esta ten dencia
se m odifica, precisam ente, a partir de este p eríod o d el G eom étrico
M edio (ca. 800-760) en que el núm ero de en terram ientos po r g e n e r a -
ción ascien d e a unos 35. Es, sin em barg o, a partir d el G eom étrico
R ecien te (ca. 760-700 a.C .) cuando se produ ce un aum ento so rp ren d en -
te, alcanzando el núm ero de tum bas p or g en e ra ció n la cifra d e 204,
siend o m ás num erosas durante el G eom étrico R ecien te II q ue durante
el I. Los datos d e Sn odg rass p a re ce n estar bastante b ien com probados
y por las p re ca u cion e s q u e toma son dignos d e crédito. Es, por consi-
guiente, n e ce sario dar cuenta de este inn egable increm ento d e p ob la-
ción; en A rgos, aunque p eo r conocida, p a re ce h a be r tenido lugar un
p ro ce so sim ilar y hay cad a vez m ás indicios de que lo mismo ha ocurri-
do en m uchos otros lugares.
Seguram ente, una causa im portante p a re ce h ab e r sido la llegada de
individuos p roce d e n te s del territorio qu e se instalan en lo q ue se está
configurando com o el ce ntro urbano de la poh s atenien se; sin em ba r-
go, y com o el propio Sn od grass apunta, e s e in crem ento tan im portante
d e la población pu ed e h a b e rse d ebido, igualm ente, a la introducción
de nuevas técn ica s ag rícolas, en un territorio cuyos n iv eles de d esp o -
blación eran sum am ente elev ad os con anterioridad. E se increm ento de
población en un solo centro habitado im plica, adem ás d e una div ersifi-
cación de funciones y una división del trabajo, la prod ucción d e e x c e -
d en tes con que alim entar a e so s individuos q ue viven en la ciudad. En
efecto, com o sab em os p or otras p o le is y por otros m om entos, parte d e
los que viven en la ciudad se dedican, personalm ente, ai cultivo d el
cam po p ero, igualm ente, a ella acuden los d esh ered ad os o los grand es
prop ietarios que em piezan a con v ertirse en absentistas.

87
En un resiente libro, Morrii (MORRIS: 1987} h i propu©ito inter-
pretar loa datoi d t Snodgrass en i l sentido d i que no h t existido
seguramente tinto un incremento demográfico real, cuanto, io bre todo,
la concesión del «d©recho de enterramiento formal» a los miembros no
aristocráticos de la comunidad lo que ha produaído ese «espejismo»
del incremento de población, Sea como fuere, de ser cierta la inter=
pretación de Morris, lo que se pierde en el aspecto del despegue
económieo se gana in i l de la integración política d© loi distintos
grupos que configuran la polis y mí ha acabado por virio Snodgrass
(SNODGRASS, in City and Country in thi Ancient World, 1991), De cual=
quier modo, incluso, el reconocimiento de ©stoa «derechos funerarios»
a los grupos no aristocráticos puede venir dado, adimáa d© por su
creciente intervención en el ejército, por i u peso en la actividad ©eonó=
mica durant© la segunda mitad del siglo VIII, Del mismo modo, es
necesario rioonocer la existencia d i un incremento de población (o de
una «disponibilidad», lo que no es exactamente lo mismo) qué permita
explicar el auge de la colonización a partir, precisamente, de la mitad
del siglo VIH a.C,

3.3.2. La Incidencia de la colonización

Sin perjuicio d© lo que se diga en el apartado correspondiente, si se


puede afirmar que el fenómeno conocido con el término de «coloniza-
ción» pose© una incidencia fundamental ©n el proceso d© constitución
de la polis ¡ al dar salida a un excedente d i población que ha ido
acumulándose en las ciudades griegas, alivia la tensión social existente,
Pero, al mismo tiempo, la extensión del radio d i acción del mundo
griego, determinada por el auge del proceso colonizador, va a favor®-
cer el surgimiento de un nuevo ámbito, de tipo mediterráneo, en el que
se va a desenvolver a partir de ahora la cultura helénica, En el aspecto
puramente económico, el incremento de las actividades comerciales va
a ser el factor más destacado; unas actividades que abarcarán varias
facetas: relaciones entre las huevas fundaciones y las poblaciones indi=
genas circundantes, relaciones entre las colonias y sus metrópolis, en
lia cuales aquéllas aportarán toda una serie de productos que escasean
o son desconocidos en éstas, al tiempo que, como contrapartida, halla-
rán fácil salida loa excedentes agrarios y artesanales que tales metró=
polis producen, Igualmente, y más allá del restringido ámbito de las
relaciones metrópolis-colonia, cada ciudad (colonial o no) buscará sus
propios mercados, tanío desde el punto de vista de las importaciones
cuanto desde el de las exportaciones, lo cual favorecerá el tránsito de
o b jito i y d© ideta a lo largo y ancho d© todo ©1 mundo'griego, d i toda
li Hélade,
E ifi auge ©eonômia© que se detecta como eon§©outncia de la colo-
nización, ai contribuir a la suptración definitiva del aislamiento exiaten=
te durants loi Siglos Obscures, no podrá dejar d© afectar al proceso de
concentración de recursos y personas qu© iupon© la polw; del mismo
modo, y como he apuntado, también circulan lai ideas y los experiment
toi políticos qu© surgen en algún lugar del cada vez más amplio mundo
griego, tienden a repercutir rápidamente en otros, determinándose,
igualmente, unos netos avances, además d© @n el campo económico,
también ©n el politico, social, ideológico, etc,

3,4, La ideología de le polis naciente

Como es sabido, entrar en cuestiones ideológicas es siempre arries-


gado y es, por ©lio, muy difícil abordar este punto de la ideología d© la
polm naciente, Como h© ido mostrando ©n los apartados anteriores,
parea© claro qu® la polis (al menea su estructura política, que no es
poco) surge del dsseo, voluntad, necesidad, etc, d© un grupo de aristó-
cratas qu© «ponen en ©1 centro» sus respectivas parcela® de poder,
limitado a unas pocas ti©rras e individuos; esta «suma» d© parcelas da
lugar &una unificación de territorio y población, expresada ©n la crea-
ción de un centro urbano, bien a partir d© la nada, bien, generalmente,
sobre algún lugar preeminente por una serie de razones (restos micé-
nicos, existencia de algún santuario, lugar residencia del más poderoso
o prestigioso de entre los aristoi, etc,), Dentro de ese centro urbano, el
templo políada y el agora serán centros importantes, que expresan una
relación de igualdad entre quienes han participado de ese proceso,
Esa unificación política, deseada por los nobles, traerá como conse-
cuencia inevitable la integración política de todos los grupos no aristo-
cráticos que, previamente dispersos y sometidos a la autoridad perso-
nal del arístos correspondiente, van a comprobar ahora que su unión es
su fuerza. La intervención, cada vez más intensa, en la forma de comba-
te hoplítica, de estos elementos no aristocráticos, del demos, favorece-
rá la aparición de nuevos ideales que, sí bien contrapuestos a los de los
aristoi, contribuirán también a la definición de la polis , Aunque será
necesario un período de luchas políticas, avivadas por las desigualda-
des económicas y, por ende, sociales y jurídicas, que marcarán la
historia de la polis en los siglos sucesivos, la dialéctica entre los dos
ideales ya definidos se convertirá en el trasfondo del enfrentamiento
primero latente y luego declarado. Naturalmente, cada una de las p o -
leis solucionará este conflicto de forma distinta y es ello lo que explica-

89
rá la d iv ersid ad de form as políticas que ten em os atestiguadas o, al
m enos, las p ecu lia rid ad es d e cada ciudad g rie g a.

3.4.1. La ideología aristocrática

De la ideolog ía aristocrática apenas tenem os m ucho m ás que añadir


a lo ya visto anteriorm ente. Los aristoi, que en el inicio d el p ro ce so que
estam os d escrib ien d o, tenían en sus m anos el con trol político d el esta-
do, de cuya cre ació n son respon sab les, junto con el control económ ico
y m ilitar, van a ir sufriendo un p roce so de transform ación a lo larg o del
siglo VIII. Si bie n conservarán el p od e r político y, p or se r propietarios
de tierras, el económ ico, no van a se g uir poseyen d o el m onopolio de la
actividad militar, pues irán perd ien d o su priv ilegiad a posición en e l
com bate «hom érico» al in tegrarse en la form ación hoplítica. Sin em b ar-
go, sus aspira cio nes en el te rre n o político, qu e irán p erd ien d o sólo tras
g rav es conflictos internos en la m ayor pa rte de los casos, van a se r
sustentadas p or el d e sa rrollo d e unas form as de vida pe cu liares, apo-
yadas po r una id eología d e tipo exclusivista, que tratarán de paliar las
con secu en cia s de este p roceso. El d esarrollo d el atletismo, la p ráctica
d el sim posio, la ocasion alm ente rig urosísim a endogam ia, la organiza-
ción de «clu bes» se rán m edios m e rced a los cuales la aristocracia
tratará de su p erar el p ro ceso . No nos engañem os, sin em ba rg o, a ce rca
del v erd a d e ro pap el d e los aristoi, puesto que no pod em os olvidar que
los círculos d irig en tes de las p o leis g rie g a s fueron siem p re de origen
aristocrático, incluso en el caso de las ciud ad es dem ocráticas y que
ellos sig uieron p oseyen d o la m ayor parte d e las tierras. A demás, las
solidarid ad es aristocráticas seguirán plen am ente vigentes y ocasiones
com o los agones pan helén icos o com o pactos y alianzas, a v e ce s se lla-
dos m ediante m atrim onios, una form a más d e afirm ar la xen ia , contri-
buirán a m antenerlas. Sus propias d isensiones internas rep ercutirán, y
mucho, en la m archa d e la p olis (véase 2.3.1 y 3.2.2),
Durante el sig lo VIII los aristoi exh ib irán sus rasg os d iferen ciad ores,
adem ás de en su forma d e vida, distinta de la que llevan a cabo otros
elem en tos sociales y en los aspectos ya m encionados, en sus rituales
funerarios. Tum bas com o las ya com entadas d e Eretria, las tum bas
aten ien ses cuyos sema ta o estelas funerarias son las b ellas ánforas y
crátera s d el M aestro d el Dipilón, las tum bas d e la n ecróp o lis del Fondo
A rtiaco, en Cumas d e Opicia o las muy parecid as d e Leontinos y Siracu-
sa, son ejem p los patentes d el nivel econ óm ico alcanzado y de la mani-
festación sim bólica, en el m om ento del en terram iento, d e esa e qu ip ara-
ción con los h é roe s hom éricos que re al o sim bólicam ente se p reten d e.
Y es, ciertam en te, la recu rre n cia a e sos id eale s hom éricos uno d e los

90
rasgos id eológ icos más claros d el m undo aristocrático d el siglo VIII,
qu e perd urará adem ás largo tiempo; por ello mismo, no se rá casual
que según vaya avanzando, con e l paso del tiem po, la institucionaliza-
ción de la polis, la mism a tienda a restrin gir, m ediante le y e s suntuarias,
esos dispendios privados en e l ám bito funerario, signos d e formas d e
vida p re-p olíticas q ue no en cajarán en los id eales qu e la p o lis está
contribuyendo a d esarrollar,

3.4.2. La ideología hoplítica

A estos id eales aristocráticos que invadirán prácticam ente todos los


aspectos de la vida g rie g a, podríam os d e cir q ue se oponen los que
hem os llamado id eales hoplíticos. Con esta p recisión (lo hoplítico),
q u iero dar a e ntend er que, en mi opinión, en el siglo VIII no su rge una
v erd a d era id eolog ía qu e tenga com o protagonista al demos·, eso se rá
un d esarrollo ulterior q ue algunas ciud ades alcanzarán, p ero se g ura -
m ente no todas. Por ideología hoplítica entiendo la rep re se n ta ció n que
aquéllos q ue integran la falange hoplítica s e hacen d e su situación en el
seno de la p o lis y cóm o intentan q ue la misma d é cabid a a sus aspira-
ciones políticas. Se ha hablado en muchas ocasion es d e un presunto
«estado hoplítico» y, en mi opinión, se ha abusado m ucho d el térm ino.
Com o v eíam os anteriorm ente, ya en los Poem as H om éricos s e atestigua
el em pleo d e la táctica hoplítica (o, al menos, proto-hoplítica), si bien se
dan p oco s d etalles al resp ecto. No com eto, pues, anacronism o alguno al
plantear una supuesta ideolog ía hoplítica ya para los últimos m om entos
del siglo VIII; por otro lado, cre o que es más p reciso este enunciado
que uno referid o al cam pesinad o en g e n era l (v é ase 2.3,2),
M orris (MORRIS: 1987), en su re cien te libro, llega a afirm ar q ue los
com bates e n form ación ce rra d a fueron la form a d e lucha norm al y
que la im presión habitual de que lo que se practicaban eran duelos
d eriva de los prop ios recu rsos exp re siv os del poeta que, por así d ec ir-
lo, «d escom pone» el com bate g e n e ral en una se rie de duelos re p re se n -
tativos. Sin em barg o, esta opinión p a re ce con tra d ecir el énfasis que la
literatura lírica p oste rior pone en el com bate d e tipo hoplítico, donde
son las form aciones las que se enfrentan, sin que el poeta lírico, que se
e x p re s a habitualm eñíe en un le ng u aje muy p are cid o , haya sentido esa
n e ce sid ad que M orris atribuye al poeta hom érico. Por otro lado, le y en -
do a autores g rieg o s pos te rio re s, algunos d e ellos con una buena
p re p ara ción filológica, o bserv am os cóm o ellos destacan tam bién la
im portancia d el duelo o com bate individual (.monomachia ) (p. e j ., Estra-
bón, X, 1, 13).
Por otro lado, los estudios realizad os so b re el arm am ento g rieg o,

91
así com o sus rep re se n tacion e s gráficas en pinturas so b re cerám ica,
p are ce n m ostrar cóm o lo que lleg ará a se r el equipo habitual del
com batien te hoplítico a sab er, casco, g re b a s, pica, coraza y, so b re
todo, el escud o u hoplon con el innovador sistem a d e abrazad era (por‐
pax) y a g arrad o r (antilabe), ha ido su rgiendo, paulatinam ente a lo largo
del siglo VIII para no hallar su pleno d esarrollo sino en el siglo VII. Los
Poem as H om éricos muestran, ciertam ente, ya com b ates d e tipo hoplíti-
co, p ero sin q ue aún se hayan extinguido los e co s d el com bate indivi-
dual en tre g u e rrero s aristocráticos, El ejem plo d e la gu e rra Lelantina,
al que aludiré m ás adelante, p a re ce m ostrar, precisam en te, cóm o dos
co n cep cion es d iferen tes de la g u erra se hallan enfrentadas en el mismo
m om ento. Esta situación de tránsito es la que, en cierta m edida, re fle ja-
rían los Poem as H om éricos.
De lo a nterior p a r e c e d esp re n d e rse, p or consiguiente, que el surgi-
m iento d e la táctica hoplítica es con secue ncia d e un pro ce so q ue ha
em pezado a g e stars e en el siglo VIII, m ed iante el cual se va a am pliar la
b ase m ilitar de la p olis. Las ya m encionadas innovaciones en el campo
d e l arm am ento p ued en p re c e d e r ocasionalm ente a la función a la que
van a se rv ir p er o p a re c e m ás razonable p en sar q ue es el surgim iento
d e nuevas n ece sid a d es b élicas lo que va a llevar a esos cam bios,
Incidentalm ente, d iré q ue en mi opinión la situación a la que tienen que
en frentarse aq uellos individuos que form an pa rte de las exp ed icion es
coloniales g rie g a s ha podido influir d ecisiv am ente en la expan sión d e
esta nueva táctica. En efecto, las g u erras que habían tenido lu gar antes
de e se m ovim iento colonizador tenían com o protagonistas a una s e rie
de n obles d e ald eas o d e territorios distintos, q ue com batían según una
se rie de norm as de obligado cumplimiento, La situación en am bientes
colon iales d e b e d e h ab er sido netam ente distinta, por cuanto las pob la -
ciones no g rie g a s tenían sus propios hábitos de com bate y, s o b re todo,
p orq ue a d iferencia d e lo que suponía una g u erra en el ámbito g rie g o
(limitada, habitualm ente, a disputas por zonas de cultivo o pasto) en e l
ám bito colonial una d errota podía im plicar la p érd id a definitiva d e la
oportunidad para e s ta b le ce rs e, En estas cond iciones, se im ponía un
esfuerzo conjunto de todos los m iem bros d e la exp ed ición, sin distin-
ción de status, en el esfu erzo común. D el m ism o m odo, si los n ob les d e
la G recia propia com batían a caballo (lo cual tam poco e s totalm ente
seg uro), las exp e d icion es coloniales, que sepam os, no iban provistas
de tal animal, lo que ob lig ab a a un tipo de com bate en e l q ue la
infantería tend ría el m ayor peso.
Dado este p rim e r paso, el sistem a s e e xte n d ería poco a poco p or
todo el mundo g rie g o, por obvias razones, a las que alud iré a propósito
de la g u erra Lelantina. Paulatinamente, e l sistem a d e la falange, iría
surg iend o com o el pro cedim ien to más eficaz para ap rov ech ar e l es-

92
fuerzo físico del soldado d e infantería pesada. Esta in terpre tación «fun-
cional» no d e b e ocultar, em pe ro, un hecho fácilm ente ap re ciab le , cual
es la disponibilidad de individuos su scep tibles d e coste arse su arm a-
m ento y de interv en ir en el com bate; p ero esto tam poco exp lica por
qué se prod uce la aparición d e un ejé rcito hoplítico. En mi opinión es la
n ecesid ad de d isponer d e una fuerza m ayor frente al eventual contrin-
cante la que llev a a e ch ar m ano d e esos individuos ca p ace s d e arm arse
p or su cuenta y q ue habían perm an ecido infrautilizados. Que e se fenó-
m eno se haya producid o antes en ám bitos coloniales o m etropolitanos,
no sab ría d ecirlo; que, no obstante, e l eje m p lo colonial haya acele ra d o
un p ro ce so tal vez ya en m arch a en la G recia propia c re o que tam poco
p u ede d eja r de te n erse en cuenta.
Sea com o fuere, la v e rd a d e ra expansión del sistem a no tendrá lugar
hasta el siglo VII a.C.; sin em barg o, en e l siglo VIII, so b re todo en sus
m om entos finales, ya em pezam os a atisbar algún rasg o de la nueva
id eología que el nuevo sistem a lleva implícita. Ello lo encontram os,
claram ente, en el discurso d e T ersite s (¡liada, II, 225-242) y en las
refe ren cia s a la dike de H esíodo. C iertam ente, yo no m e atrev e ría a
afirm ar sin m ás qu e e l p ap el d e T ersites en la 1liada se a el del hoplita
p ero sí es, en todo caso, un «h om bre d el pueblo», por usar la e x p re -
sión hom érica, com o s e o b se rv a por el hecho de q ue es golpead o por
U lises, d el mismo modo que g olpea a esos «hom bres del pueblo»
durante.la desban dad a d el ejé rcito aq ueo (Iliada, II, 198-206). Y puesto
que T ersites p a re ce ten e r participación en los asuntos m ilitares, hem os
de con clu ir que, tal vez, tenem os en su b re v e parlam ento la prim era
reclam ación exp lícita d e aq uéllos que, sin se r aristoi, luchan a su lado.
D estaco, solam ente, la siguiente frase:

«... volvamos decididamente a casa con las naves y dejémosle a él que


digiera sus derechos en la tierra de Troya, para que vea si vale algo o
no la ayuda que nosotros îe prestamos.» (Iliada, II, 236-238; traducción
de C. Rodríguez Alonso.)

Por lo que re sp ecta a las re fe ren cias d e Hesíodo a la d ike y sus


q uejas d el m al g obie rn o y la am enaza q ue p en d e so b re q uienes actúan
de tal m odo, rem ito a lo que en su mom ento he dicho (v éase 2.2.3).
D e esta m anera, si b ien no se pued e h ablar en propied ad aún para
el siglo VIII de «id eolog ía hoplítica», sí podem os ob se rv ar cóm o e xiste
ya un descontento latente e ntre aq uellas person as, in tegrad as en la
p o lis aristocrática, a qu ien es se le s e x ig e cada vez un esfuerzo m ayor y
q ue no en cuentran adecuadas contrapartidas ni en lo social, ni en lo
económ ico, ni en lo político. Están ya sentadas las b a ses d e lo que
ca racterizará en buena m ed id a al siglo VII g rieg o: la stasis, la d iscord ia

93
civil, q ue llev ará al establecim iento d e nuevas relacion es sociales po r
el trám ite de l conflicto, m uchas v e ce s cruento, en tre opciones enfrenta-
das. A ntes d e a b ord ar esas cuestiones, sin em ba rgo, ten d ré que h ablar
d e la colonización g rieg a , pero prev iam ente me re fe riré , a modo de
excu rso, a la cuestión d e la gu e rra Lelantina lo que m e perm itirá se gu ir
abundando en la «cuestión hoplítica».

— La guerra Lelantina

En páginas an te riores he esbozado el p ro ce so de expansión d el


sistem a d e com bate hoplítico y en las m ismas propon ía com o m otor
im portante, p e ro seg uram ente no único, el p ro ce s o de colonización. El
caso d e la g u erra Lelantina perm ite com p ro bar d e q ué m anera ha
podido irse exten d ien d o es te sistem a d e sd e los lug ares originarios
(donde quiera que hayan estado éstos) a las restantes p oleis. D e este
conflicto, que enfrentó a Calcis y E retria por la posesión d e la llanura
del Lelanto, q ue se hallaba entre los territorios d e am bas, no nos
in teresa aquí la política de alianzas que, en pa la bras de Tucídídes (I,
15), afectó a buena parte del mundo g rieg o, sino más bien el pacto que
se concluyó e n tre am bos contendientes s o b r e e l m odo d e llev ar a cabo
el com bate. Las princip ales inform acion es d e que disponem os, que
pa re ce n rem ontar a la misma fuente, son las siguientes:

«Tanto es así que convinieron en usar, en las peleas de unos contra


otros, ni armas secretas ni arrojadizas a distancia; consideraban que
únicamente la lucha cuerpo a cuerpo, en formación cerrada, podía
dirimir verdaderamente las diferencias.» (Polibio, XIII, 3,4; traducción
de M. Balasch.)
«En efecto, estas ciudades casi siempre mantuvieron entre sí puntos
de vista semejantes, y no cesaron por completo ni tan siquiera cuando
se enfrentaron a causa de (la llanura del) Lelanto, lo que hubiera
producido que cada uno hubiese actuado en la guerra a su antojo, sino
que, por el contrario, se preocuparon de fijar entre ellos las reglas
del combate. Es prueba de ello cierta estela que está en el (santuario)
Amarintio, en la que se indica que no se podían emplear armas arroja-
d las.» (Estrabón, X, 1, 12; traducción del autor.)

El pacto su rg e d e la existencia d e dos co n cep cion es tácticas d iferen-


tes: p or un lado, la tradicional y aristocrática, em pleada por C alcis y,
por otro lado, una form a aproxim ad a a la hoplítica, usada por Eretria.
La incom patibilidad entre am bos sistem as llev a al establecim iento d e
norm as que perm itan e l com bate; eventualm ente, C alcis a cab a por
ad optar, com o m uestran los térm inos del tratado, el sistem a hoplítico.
Se prohibiría, en opinión de Fernánd ez Nieto (FERNANDEZ NIETO:

94
1975), el uso de arm as arrojadizas (dardos, lanzas) y de instrum entos
para lanzar otras (arcos, hondas); estaba perm itido el uso de caballería
com o fuerza d e ataque y para traslado de tropas y equipo en carros, así
com o el em pleo d e espad a y pica en lucha cuerp o a cu erp o. La ép oca
d el conflicto ha suscitado, igualm ente, num erosas con troversias; es po-
sible, com o se ha su gerid o (Plutarco, Sept. Sap. C o n v ., 10), que el
basileu s Anfidamante d e C alcis m uriese durante el conflicto; igual-
m ente, el «p ríncip e» e nterrad o en la necrópolis d e la puerta Oeste d e
E retria pued e h a b e r sido participan te y quizá víctim a d el enfrentam ien-
to. Todo ello y otros argum entos, situarían la G u erra Lelantina entre el
final d e l siglo VIII y el p rim er cuarto d el siglo VIL
No es extraño v e r a una ciudad eu boica, Eretria, en tre las p recu rs o-
ras d e este nuevo sistem a d e lucha: no olvidem os que los eu boicos
habían estado im plicados, de m odo muy im portante, durante al m enos
los cincuenta años p rev ios al conflicto, en el p ro ce so colonizador, Ello
co rro b o ra ría la im presión m anifestada anteriorm ente según la cual las
p ecu lia re s cond icion es d el mundo colonial pueden h ab er favorecid o la
adopción, incluso en la G recia propia, del nuevo sistem a. Pero, al
mism o tiem po, el e jem p lo d e la g u erra Lelantina m uestra cóm o el
sistem a hoplítico va siend o aceptado, en la m ayor parte de los casos,
com o n ecesid ad in elu dible en el mismo mom ento en que otras p o leis
ya lo han adoptado. Sería un claro ejem p lo de «difusión» d e una nueva
táctica b élica; el que Eretria disponga de un ejé rcito (pre-)hoplítico y
su v ecina Calcis, tanto o más involucrada en el p ro ce so colonizador, no
lo tenga, se ría la pru e b a d e ello. La a ristocracia calcídica se resistiría a
introd ucir en el cu erp o com batiente a aquellos ciudadanos capacitados
para el m ismo, m ientras que en Eretria, aunque ciertam en te no sa b e -
m os muy b ien por qué , sus aristoi h abrían em pezado a com b atir junto
con «hom bres del dem os », Para m antener su capacidad ofensiva, Cal-
cis se ve ob ligada a incorp orar la nueva táctica o, al m enos, algunos d e
sus elem entos más característicos. El tránsito al e jé rcito hoplítico es,
d e sd e es e m om ento, inevitable. Es, pues, la fuerza de las circunstancias
la qu e en m uchos casos d eterm in a el paso al sistem a hoplítico, sin que
de ahí se d e riv e n las pertinentes contrapartidas. Como adelantábam os
an teriorm ente, la reacción d el gru po de los hoplitas no se hará e sp e ra r.
N osotros, p o r nuestra p arte, sí ag uardarem os antes d e acom eter dicho
tema, puesto q ue ahora es llegad o el m om ento de a bo rd ar la cuestión
de la colonización g rieg a ( véase 5.3),

95
La colonización
griega

Quizá con v eng a re calca r, antes d e entrar propiam ente en m ateria,


alg o que no por re petid o d e ja de se r im portante. Ello e s que tanto el
con cep to d e «colonización» com o e l d e «colonia» tien en en nuestra
len gu a unas con notacion es d eterm inad as que no son las que ca racte ri-
zan e l fenóm eno que, con eso s térm inos, pre tend em os analizar, r efe ri-
do al mundo g rie g o . Lo que nosotros llamamos, im propiam ente, «colo-
nia», en g rie g o se d ecía apoikia, térm ino que im plica una id ea d e
em igración, más literalm ente, d e e s ta b le ce r un h og ar (oikos) en otro
lugar, distante d el originario. P or consiguiente, si bien en las páginas
siguientes utilizaré, indistintamente, am bos térm inos, q u e d e aclarad o
d esd e ahora mismo q ue cuando em ple e la p alabra «colonia», d e b e
en te n d erse que m e estoy refirien d o a una «colonia g rieg a », es d ecir, a
una apoikia.
A clarado este aspecto term inológico, d iré q ue a lo largo de este
capítulo p reten d o esbozar, ante todo, los m ecanism os y proce dim ie ntos
d e qu e se sirve n los g rie g os p ara e s ta b le c e r nuevas p o leis en d iv ersas
reg ion es m ed iterrán eas, al tiem po q ue trataré, igualm ente, d e inse rtar,
dentro d el contexto d e la form ación d e la p o lis g rie ga , este p ro ceso,
b ien entendido que e l panoram a q ue aquí p rese n taré d e forma más o
m enos m onográfica, circu nstancialm ente ten drá q ue realizar ocasiona-
le s saltos cron ológ ico s que, en algunos casos, nos llev arán incluso hasta
e l siglo VI a.C.; ni qué d e cir tien e qu e en los capítulos que d ed iqu e a
estud iar los restantes sig los q ue configuran el arcaísm o trataré d e inte-
grar, igualm ente, los ám bitos coloniales ya existentes o en trance d e
constitución.

4.1. La colonización, en función de, y al servicio


de la constitución de la polis griega

El título d e es te apartado re sp ond e a una prem isa fundam ental que a


v e ce s queda, lam entablem ente, oculta d eb id o a las n e cesid a d es form a-
le s del tratamiento de los hech os históricos, a sa b e r, la p re se ntación
analítica, qu e ob lig a a desm enuzar y a tratar por sep arad o d iferen tes
asp ectos re ferid o s a un mismo m om ento y a un mismo y amplio p r o c e -
so, Por eso m ism o se olvida frecu entem en te q ue el p ro ce so d e confor-
m ación de la p o lis g rie g a y el inicio d e la colonización (que llevará a la
inm ediata form ación, igualm ente, de p o le is ) no son sólo p ro ce so s sin-
crón icos sino, adem ás, íntim amente relacionad os. Así pues, sí en los
capítulos p rev ios se han analizado los aspe ctos g en e ra le s d el mundo
g rieg o en el siglo VIII, se d e b erá ahora, al estudiar la colonización,
in te grar los datos q u e se obtengan en e s e es qu em a g en eral, a fin d e
com pre nd er lo q ue a p artir d e ah ora se d iga pero, igualm ente, para
q ue lo ya expu esto ad qu iera pleno significado.
Es un h ech o am pliam ente recon ocid o que la em igración, m ás o
m en os m asiva, d e individuos p ro ced e n tes d el ám bito g rie g o hacia
d iferentes lug are s m ed iterrán eos es una con secu en cia clarísim a de lo
q ue está ocu rrien d o en G recia en e se m om ento; la reunión d e los
aristoi en torno a centros urban os y santuarios determ ina un notable
in crem ento d e su p o d er conjunto. Ello se trad u ce en una p re sión m ayor
so b re aq uellas p erson as que, en m uchos casos in dep endien tem en te d e
sus oríg en e s, p ose en p arcela s de tierra cada vez m ás p eq ueñ as qu e
ap en as pu ed en cultivar con sus p rop ios m ed ios. Ya se ha visto an terior-
m ente cóm o la tierra qu e p os ee e l h erm ano d e Hesiodo, P erse s, le
obliga a éste, por más que su situación se a relativam ente acom odada, a
d esa rrollar todo tipo d e activ id ades, no con la finalidad d e en riq u ec e r-
se sino, por e l contrario, d e lib ra rse d e las deudas. A quellos cuya
situación no e ra, ni con m ucho, tan relativam ente b uena com o la de
P erses, d e b iero n d e sufrir grand em en te una vez que las relacion es
d ire ctas e n tre p eq u eñ os y gran d es prop ietarios, dentro d el ám bito d e
la aldea, van sien do reem plazadas, en m ayor o m enor m edida, por la
autoridad de un estad o, que se e je r c e so b re el conjunto de un territorio
«com ún» ( véase 2.3.2).
Los p ro ce so s de usurpación u ocupación d e las tierras p erte n e cie n -
tes a los p eq u eñ os propietarios no están excesiv am e nte claro s, puesto
q ue aún no está resu elta satisfactoriam ente la cuestión de la inalienabili-

98
dad de la tierra; p ero, s ea com o fue re, los aristoi van ha cién d ose con el
control d e tales p a rc elas red uciend o, ev entualm ente, a una e s p e c ie de
servid um bre a sus antiguos cultivadores. No a todos, sin em b arg o,
com o v erem os. A esta situación hay q ue añadir el increm ento notable
d e la población en G re cia, a lo q u e s e ha aludido anteriorm ente y ya
p e rce p tib le d esd e m ed iados del siglo VIII; ello fav o re cería b ie n la
p ro g re siv a fragm entación d el lote d e tierra, k le ro s , conv irtiénd ose és te
en una peq u eña extensión d e te rre n o incapaz de subv enir a las n e c e si-
d ades mínimas d e subsisten cia d el cam pesino y su fam ilia y agrav and o
la situación de endeudam iento d el mismo, o bien , por el contrario, la
cesión h ere dita ria de dicho kle ro s en b en eficio sólo d e alguno d e los
d escend ien tes, o, en todo caso, la existen cia d e h ere n cias d esig ua les
(com o ilustra el caso d e H esíodo) que ponen al b o rd e de la m iseria al
m enos favorecido en tal rep arto. La única salida q ue tienen, en un
p rim er m om ento, estos sujetos e s traslad arse a la ciudad, al centro
urbano, con el fin d e intentar b u sca r nuevas form as de vida que, po r
otro lado, tam poco faltan (véase 3.3.1 y 5.4,1).
En las ciudad es, los re c ié n lleg ad os pued en d ed icars e a todas aq u e-
llas actividad es q ue g e n eran las m ism as (carpinteros, albañiles, sim-
p les ten deros, etc.), o b ie n a b rir o e m p learse en alguno d e los cada vez
m ás florecien tes talle res artesanales, o b ien d ed ica rse a la nav egación
o al com ercio por cuenta d e otros; igualm ente, y dada la estre ch a
relación en tre es a ciudad y el territorio circundante, los trab ajos d el
cam po, especialm en te los estacion ales, pueden d ar ocupación, siqu iera
tem poral, a pa rte de esos individuos. Por fin, otra de las soluciones,
pronto em plead a, a ju zgar por lo que d iré a continuación, e s la em ig ra-
ción a otros lu gares, con la finalidad d e es ta b le ce rse , p od e r d ispon er
de tierras y rep rod ucir, en otro lugar, no las form as d e vida q ue habían
llevado hasta entonces sino, precisam en te , las d e aq uellos aristoi cuyo
auge político y econ óm ico ha term inado desplazándolos. Que la solu-
ción de la em ig ración (si b ie n no siem pre con fines ag rícolas) es pronto
utilizada viene m ostrado p or varios factores:
En prim er lugar, la p re se n cia d e establecim ien tos g rie g os (so b re
todo euboicos, p e r o sin d esca rta r otras posibilidad es) en la costa sirio-
fenicia, e ntre los que se encuentran Al Mina, Ras el Bassit, T ell Sukas,
Tabbat al-Hamman, Ras Ibn Hani, en todos los cuales han ap are cid o
ce rám ica s g rie g a s d el siglo VIII (y an teriores) en cierta cantidad. Aun
cuando no se traté de ciudad es pro piam ente dichas, p a r e c e evid ente
que allí resid en durante larg as tem porad as personas, p ro ced en tes d e
G recia q ue re presen tan los in teres es de sus territorios respectiv os o, al
m enos, de los m ás p od e rosos d e sus habitantes (v éase 2.2,2).
En segund o lugar, la tem prana p re sen cia estab le en Pitecusa (Is-
quia), tam bién predom in antem ente euboica, que se inicia, p osib le -

99
m ente, h acia el 775 a.C,, acaso p rec ed id a (y es sólo una su g eren cia)
po r p eq u eñ os estab lecim ientos (que, d e h a b e r existido, sería n m ás
m odestos q ue los e stab le cid os contem porán eam en te en la costa sirio-
fenicia) en cen tros ind íg en as d e Italia y Sicilia.
En t e r c e r lug ar y, p or fin, el inicio d e la v e rd a d e ra colonización, con
la creació n d e estab lecim ientos q u e controlan su territorio co rresp on -
diente y que preten d en , ello s sí, rep rod u cir las form as d e vida practi-
cad as en las p o le is d e G recia. En m uchos aspe cto s y casos, m ás que
una «rep rod u cción» d e esas condicion es, se p rod u ce un v e rd ad ero
«invento» y experim en tación, com o se v erá. El punto d e partid a v en -
dría dado p or la fundación de Cumas, tal vez h acia el 750 a.C ,, inm edia-
tam ente segu id a p or una avalancha d e nuevas ciud ades, d e las qu e
h a bla ré m ás adelante ( véase 4.2.4 y 4.3).
Queda, pu es, claro, que el recu rso a la em igración es, incluso,
p rev io en m uchos casos a la conclusión d el p ro ce so d e constitución d e
la p o lis; tam bién es patente que en los años en los q ue se están produ-
ciendo tran sform aciones im portantes en el mundo g rie g o (m odificacio-
n e s en el tipo d e com bate, regularización d e las asam bleas popu lares,
inicio d e las d em andas d el demos, etc.), está ya en m arch a e l p ro ce so
colon izador. Por eso, e l mismo d e b e s e r consid erado, com o apuntaba
antes, en relación con la form ación d e la p o lis y ello en v arios sentidos:

— Las colonias, m edio d e dar salida a ten siones dentro del p ro ce so


de form ación de la po lis, de definición de espacios, d e sustitución
de las reale zas por las aristocracias, de crea ció n d el cu erp o
ciudadano. Perm itiendo, fav oreciend o, incitando, la m archa de
determ inad os individuos, los que q uedan p ued en llevar a térm i-
no e so s p ro ceso s. La polis, definida p or re lacion es d e p erten e n-
cia-exclusión , s e constituiría, p recisam en te, s o b re una p r e -s e le c-
ción d e su cu erpo cívico.
— P or otro lado, las colonias ejem plo a imitar por las ciu dad es
origin arias. En efecto, y com o se v erá m ás adelante, los colon os
tienen que h a c e r frente, ellos solos, a una s e rie d e situaciones
que aún no se han planteado en la m etrópolis: la propia defini-
ción d el m arco urbano y d e su territorio, no cond icion ados (ap e-
nas) p or una se cu la r tradición d e continuidad, com o ocu rría en
G re cia; la n ecesid ad d e ag ru p ar a la exig ua p ob lación originaria,
fav oreciend o el p ro ce so d e concen tración en cen tros urban os,
frente a la situación m etropolitana, d e pob lación d isp ersa en al-
deas; la n ece sid ad d e dotarse, in p rim is, de un m arco ju ríd ico y
le g al para garantizar el b uen g ob ierno , so b re la b a se d e una
com unidad, al m enos d esd e e l punto de vista teórico, igual o
equivalen te ya d e sd e un prim er mom ento, fren te al lento p ro ceso

100
que se d esa rrolla en la G re cia propia; la ya m en cionada cuestión
d e la form a d e com batir, que en am biente colonial d eb e adaptar-
se a las particu lares circunstancias del entorno, frecuentem ente
hostil, o tend ente a la hostilidad, prim ando e l núm ero y la solidez
so b re la d estreza individual; en m uchas ocasiones la m ism a d efi-
nición d el ciudadano y d el no ciudadano en am bientes, com o los
coloniales, donde é ste último tien de a se r, adem ás, no g rie g o , lo
que no su e le s u c ed e r en la G re cia propia, etc.. Son cuestiones
todas ellas en las q ue e l mundo colonial d e los p rim eros m om en-
tos p a re ce más innovador (por necesid ad , sin duda) q ue el m e-
tropolitano. Esto lle g a a su m ejo r ex pre sió n cuando c on sid era-
mos que su rg en p o leis en am bien te colonial que p ro ce d e n de
re g ion es g rie g a s en las que tal sistem a aún no se ha d esarrollado
(y, eventualm ente, tardará m ucho en h acerlo): Síbaris, Crotona y
Metapontio, d el am bien te aqueo; L ocris E pizefiria d e la Lócrid e,
entre otras.
Podem os, pues, ratificarnos en nuestro epíg rafe: la colonización se
halla en función de la constitución de la p o lis g rie g a y al se rv icio d e la
misma. La colonización, sim ultánea a dicho p ro ce so, sirv e en buena
m edid a de estím ulo al mismo, le im prim e un dinam ismo d escono cid o
hasta en ton ces; no es casual que, en m enos de cincuenta años, se
prod uzcan en G re cia transform aciones d e tal ca lib re y m agnitud (y la
cre acfón de una form a estatal y d e la política lo son) com o nunca antes
se habían visto en ella (e incluyo, ciertam ente, al períod o m icénico);
esos cincuenta años son los com p rend idos en tre el 750 y 700 a.C. y en
los m ism os tiene lu gar la fundación de, al m enos, veinte nuevas ciuda-
des. A m bos fenóm enos, pues, no sólo van ligados sino q ue cada uno de
ellos es, al tiem po, causa y co nsecuen cia del otro.
D espu és d e esta introducción, pasem os a v e r la m ecánica de la
colonización g rie g a.

4.2. Los mecanismos de Ja colonización griega

Cuando a fines d el siglo IV A lejand ro d ecid a fundar por todo O rien-


te sus «A lejandría^) y cuando sus su ce so res, en sus resp ectiv os ám bi-
tos de pod er, continúen con esta práctica, ya había detrás de ellos un
im portante co rp u s de ex p erie n cia s, no escritas, p e ro sí im plícitas en las
m entes d e todos, a c e r ca d e qué pasos había q ue d ar p ara lle ga r al fin
d esead o, es d ecir, e l establecim iento d e una nueva ciudad g rie g a en
un ám bito g eo g rá fico ajen o al mundo helén ico. Bien es cierto que las
num erosas fundaciones helen ísticas m odificaron en cierto modo la ca-

101
suística tradicional, en riq u ecié n d ola con nuevas figuras y resolv iend o
nuevos prob le m as q ue habían sido ajenos a la colonización arcaica,
p e ro ello no obsta pa ra que los rasg os g e n e ra le s de e s e m ecanism o
estuvieran ya plenam ente esta b le cid os d esd e hacía largo tiem po. A ello
contribuyó, sin duda, el p ro ce so colonizador q ue nos toca aquí d e scr i-
b ir y q ue, d e s e r un m ovim iento aparentem ente espontáneo, acabó
adq uirien do un c ará cte r institucional y, p or ello, som etido a una se rie
d e norm as y san ciones, tanto políticas com o re lig iosas que, en mi opi-
nión, re c o g ier o n todas aquellas enseñanzas que la prim era tanda de
colonias aportó. Igual que en el te rren o d el establecim iento de la políti-
ca, en el cam po de la colonización los g rie g o s tam bién estaban e xp e ri-
m entando; d el fruto de sus ex p e rie n cia s surgirán los p re ce p to s que
lleg ará n a s e r de obligad o cum plimiento si se d e sea el éxito d e la
em p resa, m áxim e cuando la misma, com o acab o de apuntar, adq uirirá
pronto una v e rtien te religiosa, adem ás de la m eram ente política.
Aquí analizaré algunos de estos proced im ientos y m ecanism os que,
prim ero d e m odo casi instintivo y, más adelante, d e form a institucionali-
zada, p re te n d en co locar a un grupo d e individuos en una nueva u bica-
ción g eo g ráfica y co nv e rtirles en una estructura d e ca rá cte r político.

4.2.1. Configuración de ia expedición colonial

No toda e m igra ción im plica una colonización; los com erciantes y


nav egan tes qu e se e stab lece n en la costa sirio-fenicia, d e form a m ás o
m enos p erm an en te, no form an una p o lis ; posib lem ente, la q ue pasa por
p rim era fundación colonial en O ccid ente, Pitecusa, tam poco sea, re a l-
m ente, una p o lis o, quizá, no en los prim ero s tiem pos. El p ad re d e
H esíodo que, d e sd e la Cim e d e Eolia em ig ra a B eocia no está colonizan-
do. E l aristos corintio Dem arato, que en e l sig lo VII se e sta b le ce en
Tarquinia tam poco e s un ap o ikos ; los m iles d e g rie g o s que en los siglos
VII y VI se enrolan com o m erce n ario s al se rv icio de los re y e s asiáticos
o eg ip cios tam poco son, p e r se, a p oiko i . Para qu e un acto d e em ig ra-
ción trasciend a e l ám bito puram ente individual y podam os con sid erar-
lo em presa colonial es n e ce sario que haya una finalidad política, es
d e cir, constituir una p olis. Ello im plica una organ ización muy su perior a
la q ue p u ed e re q u e rir una sim ple aventura com ercia l o una em ig ración
particu lar y con creta, por más q u e am bos fenóm enos puedan estar
extend id os y afecten a num erosas personas.
Por lo qu e hoy en día sabem os, los rasg os b á sico s de lo q ue van a
se r las exp e d icio n es colon iales s e hallan ya fijados antes incluso de q ue
las m ism as se ech en al m ar; la configuración de la futura apoikia, pues,
se prod uce en la prop ia ciudad d e origen, a la qu e llam arem os m etró-

102
polis. Esta configuración im plica, por un lado, el nom bram iento d el que
e je rc e r á el mando, e l oikistes, al que d ed icaré el apartado siguiente;
po r otro lado, la s elecc ió n d e aquéllos que van a form ar parte de la
expe dición ; igualm ente, la obtención de los m ed ios d e navegación y,
p or fin, la sanción p olítico-relig io sa p or parte d e la m etrópolis.
Naturalm ente, d e p e n d e rá de los motivos últimos que impulsan a la
m archa, el modo en q ue se d esarro llará cada uno de estos pasos. Los
datos de que d isponem os a c e r ca de las causas q ue d eterm inan las
fundaciones colon iales no son s iem p re explícitos; la inv estigación a c -
tual pued e tratar de recon stru ir en ocasion es los m otivos de tal o cual
fundación en un d eterm inado em plazam iento y, ocasionalm ente, pod e-
m os estar razonablem en te se gu ro s de que sus resultad os son corre ctos.
Sin em bargo, ya los autores antiguos señalaron varias d e las causas qu e
llevaban a grupos, a m enudo p ro ce d e n te s de más d e una m etrópolis, a
e s ta b le ce rse en otro lugar; ciñéndonos a los datos qu e tales autores nos
p roporcionan , pod em os distinguir en tre las causas que determ inan la
partida de colonos las siguientes: situación d e ham bre pro vocad a por
alguna se qu ía (R egio, C iren e); conflictos políticos internos ( staseis ) co -
mo en Tarento, tal vez en la H eraclea fundada por D orieo, en Regio,
según la v ersión d e Antíoco de Siracusa y en Hímera, al m enos p or
parte de l grupo d e los Milétidas; finalidad com ercial, com o en Masalia
(por la p equ en ez y p o bre za d el territorio foceo) y seguram ente en
Zancle^ (piratas cum anos); evasión d e un sistem a desp ótico, g e n e ra l-
m ente asiático (Siris, Lipara, Elea); o b ed e cien d o a un oráculo, com o en
Alalia; motivos de índole estra tég ica, com o en Metapontio y en Posido-
nia, etc.. En cualqu ier caso, lo q ue todos estos motivos tienen e n común
es que s e busca una nueva form a d e vida fuera d e una ciudad q u e se ha
conv ertid o, por d iv ersas razones, en inhabitable para un gru po d e te r-
minado d e ciudadanos. Que m uchos de estos motivos están ocultando la
care n cia de tie rras o su escasez (stenochoria) p a re ce , asim ism o, ev i-
dente. Lo q ue varían son las form as q ue asum e la m archa y, p o sib le -
m ente, tam bién e l modo en el q ue la mism a se prod uce.
Por lo que las inform aciones conservad as nos m uestran, el v erd a d e -
ro conflicto dentro d e la q ue se con v ertirá en m etrópolis su rg e m ien-
tras que existe la tensión, cualq uiera que haya sido la causa. Una vez
que se ha asumido com o solución única la em igración , con vistas a la
crea ció n de una colonia, las facilid ad es p or p arte de aqu élla no pued en
h ab e r sido m ayo fes: la m etrópolis pond ría los barcos, en treg aría e l
fuego sagrado, con sagrad o a Hestia y custodiado en e l pritaneo, com -
pletaría, incluso, el contingente que había de se r enviado, etc.. P a rec e
com o si, en el mism o m om ento e n e l q ue se d ecid e colonizar (ap o iki‐
zein ), la p o lis de la que aún no habían partido ni tan siq u iera los
colonos, em pezase a asum ir el pap el tradicional asignado a la m etrópo-

103
lis. Y e so no es, ni m ucho m enos, extrañ o, puesto que e sa em presa iba
a reso lv e r, aun cuando a v ec es sólo m om entáneam ente, uno de los
p ro blem a s q ue m ás afectaban al g ob ie rn o de los aristoi, cual e ra e l d e
las dem and as d e rep a rtos d e tierra (ges anadasmos ) que, cada v ez
más, se estaban p rod uciend o.
El p rop io au ge d e l m ovim iento colonizador, en el que, com o v e r e -
mos, s e p ro ce d ía a e s e reparto g e n era l de tierra s so b re territorios
v írg en es, al m en os d es d e e l punto d e vista g rie g o, no d eja rá de con tri-
buir a una gen eralización de esas exige n cia s, lo cual, si bien p o r un
lado fav o rece rá el p r o ce so colonizador, p or otro, a grav ará y enconará
las tensiones so ciale s existen tes en las p o le is y q u e habían determ in a-
do, en último térm ino, toda la actividad colonizadora. De cualqu ier
modo, para la m etrópolis e r a fundam ental lib ra rse cuanto antes d e esa
pob lación «sobrante» y, por ello, no son extrañ as todas esas facilid ad es
logísticas que nu estras fuentes atestiguan y a las que nos h em os refe ri-
do. Son éstas las q u e hacen dudar d el ca rácte r «espon táneo» que,
ap arentem ente, m uestran algunas e xp e d icio n es tem pranas. P arece ,
por el contrario, q ue es a espontaneidad p ued e influir en la d ecisión de
realizar alguna acción política, gen eralm en te en detrim ento d el g o b ie r-
no aristocrático; con jurad a la misma, e s la ciudad la q ue asum e la tarea
d e garantizar una salida más o m enos hon rosa a los q u e han participado
en esa acción, habitualm ente m ediante la colonización. El siguiente
p asaje, referid o a la fundación de Tarento, m uestra e ste hecho.

«Así pues éstos [los Partenios], percibiendo que había habido traicio-
nes, suspendieron su plan y, [los espartanos] les persuadieron, mer-
ced a la mediación de sus padres, de que partiesen a colonizar (eis
apoikian ): si ocupaban un lugar que les satisficiese, se quedarían en él
y, si no, tras regresar, se repartirían la quinta parte de Mesenia.»
(Estrabón, VI, 3, 3; traducción del autor.)

Con más motivo, la ciudad se en ca rg a d e todos los preparativ os


cuando es alguna situación de h am b re o carestía, m ás q ue estricta-
m ente política, la q ue fuerza a la em igración . Esto se ob se rv a en e ste
p asa je de H eródoto relativo a la fundación d e C iren e p or T era;

«Por su parte los ter eos que habían dejado a Corobio en la isla, al
arribar a Tera, notificaron que habían colonizado una isla en la costa
libia. Entonces los de Tera decidieron enviar, de cada dos hermanos,
al que la suerte designase y que hubiese expedicionarios de todos los
distritos, que eran siete; su jefe, a la par que rey, sería Bato. Así pues,
enviaron a Platea dos penteconteros.» (Heródoto, IV, 153; traducción
de C. Schrader.)

104
P a rec e, p or otro lado, com o si las relacion es en tre la exp ed ició n y la
ciudad d e la q ue p ro ce d e, se m od ificasen d e sd e el m ism o m om ento en
el q ue los navegan tes han abandonado el puerto; e l m ism o relato d e la
fundación d e T e ra q ue transm ite H eródoto es b uen a p ru eb a d e ello:

«Los colonos, pues, zarparon con rumbo a Libia, pero, como no sabían
qué más tenían que hacer, se volvieron de regreso a Tera. Sin embar-
go, cuando trataban de desembarcar, los tereos la emprendieron a
pedradas con ellos y no les dejaron atracar en la isla; al contrario, los
conminaron a que volvieran a hacerse a la mar.» (Heródoto, IV, 156;
traducción de C. Schrader.)

Plutarco ( Q .G ., 11), p o r su parte, n arra algo muy p arecid o a p ro p ó-


sito de los ere trios expulsados p o r C orinto de C orcira y que son re c ib i-
dos a pe d rad as al intentar r e g re sa r a su ciudad, v ién d ose ob lig ados a
m archar a Tracia, fundando M etone. E ste com portam iento indica q ue la
m etrópolis ha roto todos los lazos con los q ue hasta e s e mom ento han
sido sus ciudadanos; en todo caso, y por lo que se re fier e a T e ra y
C iren e, al m enos, hay algún matiz, com o m uestra e l docum ento del
siglo IV con ocido com o «Juram ento de los Colonos», q ue señala que se
perm itía e l r e g re so d e los colonos a T e ra si e n e l plazo d e cinco años
no habían conseg uid o con solid ar el establecim iento; algo pa re cid o s e
ob se rv a en el ya citado texto d e Estrabón re fe rid o a la fundación d e
Tarento, q ue garantizaba a los Parten ios la quinta pa rte d el territo rio
m esenio si no hallaban tierra s en abundancia. P ero, d e cualq uier m odo
y, aunque puedan h ab e r existido cláusulas de p rote cció n (un indicio
m ás del ca rác te r oficial q u e asum e la e m p resa colonial), éstas p re ten -
d en re so lv e r ev entuales p rob lem a s p e ro dejand o b ien claro q ue se ría
p re fe rib le para todos que los m ism os no se prod ujeran , com o m uestra
el recibim ien to a pe d rad a s q ue dispensan los tere o s a los colonos que
acaban de en viar a A frica.
En cierto modo, pues, p erd id os en el horizonte los colonos, la m e-
trópolis se dese ntend ía d e ellos; había resuelto, siq uiera tem p oral-
m ente, sus propios problem as. E ra com p etencia d e sus colonos b u scar
un nuevo lu gar donde e s ta b le c e rs e y p ro cu rarse sus m edios d e vida.
La función de la m etrópolis ac ab ab a cuando la exp e d ición se ale jab a
d el puerto. Eso ηο q u ie re d ecir, sin em b arg o, que las relacion es se
interrum pan. Com o v erem os, existirán y serán b astante fuertes en mu-
chos casos; sin em barg o, las mism as se estab le ce rá n ya en tre p oleis, es
d ecir, una v ez q ue, concluid o e l p r o ce so d e fundación, la colonia su rgi-
rá com o una nueva p olis. Se rá e ntonces cuando, po r iniciativa de las
colonias, se instituirán rela cio n es con sus m etrópolis, aun cuando éstas
no siem p re hayan perdid o todo contacto con los contingentes humanos

105
que de ellas p roce d e n . Más ad elante v olv e ré s o b r e este asunto. A hora
d e be m os p asar a ocuparnos d el oikistes o «fundador» d e la colonia
(Véase 4.2.4).

— La figura del oikistes

«Habitaban primero estos hombres (los Feacios) la vasta Hiperea,


inmediata al país de los fieros Cíclopes que, siendo superiores en
fuerza, causábanles grandes estragos. Emigrantes de allí, los condujo
el divino Nausítoo a las tierras de Esqueria, alejadas del mundo afano-
so; él murallas trazó a la ciudad, construyó las viviendas, a los dioses
alzó santuarios, repartió los campos de labor; pero ya de la parca
vencido moraba en el Hades y regíalos Alcínoo, varón de inspirados
consejos.» (O d isea, VI, 7-12; traducción de J.M. Pabón.)

Posiblem ente no qu epa m ejor d escripció n d e la actividad d el o ikis‐


tes q ue la que la Odisea realiza a p rop ósito d el fundador d e E sq u eria,
Nausítoo. A eso s e red ucía, ante todo, su actividad; dirig ía la e xp e d i-
ción, se preo cu pa ba d e cond ucirla a su em plazam iento definitivo y, una
vez lleg ad os al m ism o, era el e n ca rg ad o d e delim itar los d iferen tes
«esp acios» qu e iban a configurar la nueva po lis, d e rep artir las tierra s y
garantizar una asignación equitativa a cada uno de los m iem bros de la
exp ed ición y, eventualm ente, d e dictar las prim era s norm as d e cará c-
te r legislativ o por las que iba a g o b e rn a rse la com unidad o, com o p oco,
d e clara r la adopción de las existentes en alguna otra ciudad, habitual-
m ente en la m etrópolis, Tam bién tenía que ocu parse d e recib ir, d e
m anos d e las autorid ades de la m etrópolis, e l fuego sag rad o que ardía
en el pritaneo y, p or fin, la sanción relig iosa q u e la práctica hizo que
re c a y e s e en e l santuario d e Apolo en Delfos.
Lo norm al era q ue el oikistes fuese n om brado p or la m etrópolis, si
b ien en el caso de q u e h ub iese con tin gentes de d iv ersas pro ce d en cia s,
podía h a be r m ás d e uno; esto ocu rre, p or ejem plo, en H ím era, cuyos
oikistai son E uclid es, Simo y Sacón, o en Gela, cuyos oikistai son Anti-
fem o d e Rodas y Entimo d e Creta, Cuando s e trata de fundaciones
colon iale s prom ov id as, a su vez, por colonias, su ele s e r fre cu en te que,
junto con el oikistes n om brado p or la q ue s e con vierte en m etrópolis,
se solicite otro oikistes a la m etrópolis originaria. Esto ocurre, por
ejem p lo, en Selinunte, colonia de M égara Hiblea, cuyo fundador es
Pamilo, llegad o d e M ég ara N isea. Hay algún caso tam bién, d ond e p a re -
ce ev id ente q u e no es la m etrópolis quien nom bra a su fundador, sino
los propios colonos; esto p a r e c e ocu rrir, por ejem p lo, en el caso d e
Tarento, cuyo fundador, Falanto, había sid o el je fe d e la facción que

106
preten d ía ad ueñarse d el p od er en Esparta; tam bién en el caso d e
Catana se nos d ice qu e los catan enses nom b raron oikistes a E vareo, aun
cuando la expe dición colonial p a re ce h ab e r sido dirig id a p or Tucles,
respon sab le de la fundación d e N axos y Leontinos. Hay, p or fin, datos
que su g iere n q ue en algunas ex pe d icio n es han sido los propios oikistai
los que han d ecidido em p re nd er, p or p ropia iniciativa (matizada a
v e c e s p or las ó rd en es d e un oráculo) tal expe dición. Entre ellos esta-
rían D orieo y Bato, e l fundador de C iren e. Todos los e jem p los conoci-
dos m uestran pa lp ablem en te o perm iten sug erir, q ue los oikistai son
siem p re individuos d e orige n aristocrático, en m uchos casos en re la -
ción d irecta con los círcu los d irigen te s m etropolitanos.
La im portancia que asum e el fundador es sum am ente grand e; la
pru eb a más eviden te d e ello es q ue sus nom b res se nos han con serv a-
do en cierta cantidad, aun cuando d esconozcam os m uchos otros d eta-
lles de la historia prim itiva d e las ciudades que fundan. Esto tam poco es
extraño si pensam os q ue tanto g r ie g o s com o rom anos tendían siem pre
a e n carn ar en individuos concreto s todo aspecto que im plicara alguna
transform ación im portante d e la situación y, ciertam en te, en e l caso de
ciudades, siem pre era n ec esa rio para ellos co n oce r con certe za quién
y en q ué mom ento la h abía fundado, aun cuando ello, en ocasiones,
im plicase atribuir a d ioses o h é ro e s tal hecho. Cuando su rg en las colo-
nias g rie g as nada es más norm al q ue se con serv e el n om bre de quien
ha contribuido a su aparición, m áxim e si tenem os p re sen te que su
recu e rd o (y su culto) p erv iv irá con el paso d el tiem po. Y e s este,
precisam ente, un aspecto im portante d el papel d el fundador, la con se r-
v ación d e su m em oria, e n form a de un culto heroico, cele bra d o en
torno a su tumba.
La e xistencia d e estos cultos al fundador está atestiguada tanto p or
inform aciones de los autores antiguos (com o en Zancle), cuanto p or la
epigrafía (com o en G ela) y la arq u eología (com o en C irene) (Figura 8).
Estos cultos, ciertam ente, nos traen a la m ente los cultos de tipo h eroico
qu e se cele b ra n en las ciud ad es de la G recia propia y, so b re todo,
aquél qu e se organizó en torno a la puerta O este d e E re tria (Figura 7).
Tanto en uno com o en otro caso, el h é ro e está sirvien do com o punto de
con v erg en cia d e una s e rie de in tere ses en torno a una figura unitaria;
en las fundaciones coloniales, por end e, se da la circu nstancia de q ue
tal h éro e no e s otro que e l q ue ha dado orig en a las mismas. H eroizan-
do al oikistes, pues, la nueva p o lis tiene un nuevo culto heroico, cuya
im portancia en el p ro ce s o d e form ación d el estado ya hem os visto;
adem ás, e l mismo e s propio y genuino d e esa ciudad puesto q ue, salvo
alguna exce p ció n (N axos y Leontinos, p or ejem p lo) no e s habitual en
é p o ca a rcaica q ue e l m ism o oikistes interv en ga en más de una funda-
ción ( véase 3.2.1).

107
Figura 8. Area de la «Tumba de
Baío», en Cirene. A) O ikos de Ofeles
(s. VII a.C.)· B) Primer túmulo, «tum-
ba de Bato» (s. VI a.C,). C) Amplia-
ción del oikos. D) T em enos, E) Se-
gundo túmulo (450-400 a.C.) con ce-
O 5Μ
J--------------------------------------------1---------»-------------------------- 1— 1------------------ 1 notafio.

Por fin, record a nd o a los oikistai, así com o su p roced en cia, segu ía
vivo en la colonia el rec u e rd o d e su origen, q ue se m aterializará, com o
v erem o s, d e d iv ersas form as; rind iénd ole culto tras su m uerte, seg uiría
integrado de form a perm an en te en la vida d e la ciudad qu e é l contribu-
yó a crea r. A dem ás, al tiem po que las ciud ades de la G re cia propia,
junto a sus dioses, tenían tam bién cultos h eroicos, relacion ados a v e ce s
con p er son aje s d e un pasad o rem oto y cen trad os ocasionalm ente en
re stos m a teriales d e aquellas épo cas, las nuevas fundaciones, q ue tam-
bién p oseían los re cin tos habituales d ed icad o s a los dioses, podían
d isp oner, d esd e muy tem prano, de estos cultos h e ro icos q ue jug ab an
un p a pe l tan im portante en la religiosid ad h elén ica. E ra una form a más
d e rep rod ucir con d icion es existentes en G re cia en m edio d e un am-
b ie n te inicialm ente extrañ o. Para pasar a otro aspecto, p or fin, re p e tire -
m os q ue una d e las tareas que tiene que llev ar a cab o el oikistes es,
ante todo, la s e le cc ió n d el em plazam iento en el que la nueva ciudad
surg irá (v é ase 4,2.4).

108
4.2.2. La selección del emplazamiento. La cuestión
de la «precolonización»

La cuestión d el p orq u é los d iferente s con tin gentes coloniales g r ie -


g o s elige n un lugar determ inado y no otro, para e sta b le ce rs e , es algo
aún no definitivam ente resuelto. A lgunos casos son m ás ev iden tes q ue
otros; en ocasion es los propios autores antiguos nos dan la clave; otras
v e c e s son, pre cisam e nte, es as inform aciones las qu e desp istan al in v es-
tigador actual; p o r fin, en algunas circunstancias hay qu e recu rrir a otro
tipo de co nsid eracion es q ue si b ie n sirv en p ara el historiad or m oderno
tal vez no respon d en estrictam en te a los h echos. D e cu alq uier m odo,
p a re c e q ue la responsabilid ad última d e la e le cción d el em plazam iento
corre spo n d e al oikistes, b ie n po r su con ocim iento d irecto y p ersonal
d el terreno, b ie n p orq u e así se lo ha ordenado una instancia superior,
ge ne ralm en te el oráculo d élfico, s o b re el que v o lv e ré m ás adelante.
Nos qu edarem os ahora con el conocim iento p ersonal, perfectam en te
ob s erv a b le en el siguien te p a sa je d e Estrabón , re fe rid o a las em presas
de Tu cles (T e ocles, en el texto estraboniano) que cond ucen a la funda-
ción de N axos y (en la recon stru cción d e Eforo), a la d e M ég ara Hiblea:

«Y aunque Teocles el ateniense, arrojado por los vientos a Sicilia,


hubiese observado la escasez de hombres y la bondad de la tierra, no
A consiguió persuadir a los atenienses de que regresaran con él, por lo
que tomando consigo a muchos calcidicos de Eubea, junto con algunos
joníos e incluso dorios, de los cuales la mayoría eran megareos, se
hizo á la mar.» (Estrabón, VI, 2, 2; traducción del autor.)

Es este un claro ejem p lo que m uestra, en este caso, cóm o un oikistes


co n oce p erfectam en te el entorno al q ue va a d irig ir su em presa, p o r-
q ue prev iam ente ha visitado el lugar, si bien en esta ocasión la visita se
es co n d e tras e l so spech oso topos d e q ue ha sido llevado por los v ien -
tos. E ste ejem p lo nos perm ite, por otro lado, introducir una cuestión
q ue ha recib id o bastante atención y abundante literatura y que, en mi
opinión, con vien e ac la rar en sus justos térm inos, el asunto de la « p re co -
lonización» (en último lu gar GRAHAM, en G re e k Colonists and Native
Populations: 1990).
Con la p alab ra "«precolonización» podem os referirn os a dos realid a-
d es muy distintas: p or un lado, los v iajes que, durante la ed ad d el
B ronce, nave gan tes e g e os (cre te n ses, g rie g o s «m icénicos», etc.) reali-
zaron a d iv ersos lug ares d el M ed iterráneo y, especialm ente, a Italia y
Sicilia. No e s éste, obviam ente, el sentido que aquí dam os al térm ino y,
por lo tanto, no insistiré en este tema. Por otro lado, pod em os hablar, si
no en sentido estricto d e «precolonización » sí, al m enos, de frecuen ta-

109
ciones, v iajes, exp loracio ne s, p rev ios al estab lecim iento d e colonias y,
por ello m ismo, «p recoloniales». Es a este asp ecto al que quiero aludir
a continuación. En e ste con cepto de relacio n es «p reco lon iales» incluyo
todos aq uellos v iajes q ue realizaron los g r ie g o s a d iv ersos lug ares
m ed iterráne os, espe cialm en te a las re g io n es sirio-palestinas (Al Mina,
Sukas, ëtc.), a los q ue ya nos hem os referid o, sin intención de fundar
colonias sino, todo lo más, de e sta b le ce r en el m ejor de los casos
p eq u eñ os asentam ientos d epen d iente s de un p od e r político superior;
este tipo de contactos tam bién está atestiguado en los ám bitos occid en -
tales (Villasm undo en Sicilia, V eyes, en Etruria, Capua y Pontecagnano
en Campania, etc.). En todos los casos, este tipo de acción resp on d e al
d e se o de los g rie g o s d e a brir nuevas rutas com erciale s en esos años
de la p rim era mitad d el siglo VIII en los q ue estam os asistiendo, com o
hem os visto, a un franco d e sp eg u e económ ico, lo q ue e x ig e una m ayor
cantidad d e m aterias prim as, especialm en te m etales ( véase 2.2).
A hora b ien , si la finalidad d e esas n av e gacion es no e s e sta b le c e r
fundaciones coloniales, ¿qué relación g uardan con tales e stablecim ien -
tos?; ¿acaso e n los lu g ares en los que tales contactos están atestiguados
se fundan p osteriorm en te colonias? La resp uesta p u ed e se r la siguien-
te: lo v erd ad era m en te im portante no es si en el mism o lu g a r o en la
misma reg ió n en qu e han ap arecid o cerám icas g rie g a s anterio re s a
cualqu ier fundación su rgirá en el futuro alguna ciudad g rie g a; lo q ue sí
es fundam ental es afirm ar q ue han sido todos e sos via je s exploratorios
los que han perm itido un in m ejorable conocim iento de todos aquellos
lu g ares suscep tible s d e serv ir d e fon deadero, con un clim a saludable,
con una población ind íg en a poco num erosa o p oco be licosa, con una
potencialidad ag ríco la con sid e rab le, etc. E so ha sido lo realm en te sig -
nificativo. La v ieja disputa d e si el com ercio ha p re ce d id o a la b and era,
o v icev ersa, c re o q u e está fuera d e lugar.
Las colonias arcaicas surgen con la finalidad b ásica d e rep ro d ucir
unas d eterm inad as condicion es de vida y las m ism as se basan en el
cultivo d e la tie rra ante todo; el p ro ce so d e d esarro llo com ercial, p e r -
fectam ente atestigu ado y al que nos hem os re ferid o ya, p u ed e h a be r
incidido p oco o m ucho en el desen cad enam ien to d el p roce so coloniza-
dor (yo p articu larm en te c re o que poco, en este períod o de los siglos
VIII-VII) p ero lo qu e sí ha hech o ha sido p rop orcio nar a aq uéllos que,
p or las razones m encionad as en su m om ento (seq uías, conflictos políti-
cos, etc.) se ven en la ob ligación d e em igrar, el co rp u s d e con ocim ien-
to básico so b re qu é lu g are s de la costa m ed iterrán ea eran a p rio r i m'ás
a con se jab le s para p od er e sta b le ce r una ciudad, de acuerdo con los
p arám etros bá sicos d e lo q ue un g rie g o d e e s e p eríod o en tiend e p or
tal. Y es en este contexto donde p erson ajes com o T e ocle s (o com o
C orobio, q ue ayuda a los te re os a e le g ir un em plazam iento en A frica),

110
con e xp e rie n cia d irecta, d eriv ad a d e su actividad com e rcial, resultan
im prescin dib les: son ellos los únicos que, en principio, pose en los
suficientes conocim ientos com o p ara e s tab lece r una colonia con las
garantías n ecesaria s. Esta ha sido la única «ayuda» q ue el com ercio
«precolonial» ha p restad o a la colonización. No podem os, pues, decir,
q u e la colonización e s co n se cu e n cia d el com ercio; sí podem os afirm ar,
sin em barg o, qu e cuando en la ciudad es g rie g a s se vio com o solución a
determ inados p rob lem as la em ig ración de p arte de sus habitantes,
éstos apro vecharon los conocim ientos d e aquéllos q ue llevaban ya
la rg os años com e rcian d o p or cie rta s re g ion es o, sim plem ente, usando
sus facilidades portuarias en sus v ia jes a destinos m ás lejan os (véase
4.2.1).
Es, pues, harto p ro b a b le que en los p rim eros m om entos d e la colo-
nización los propios oikistai dispusieran de la ex p erien cia n ece saria
p ara e le g ir el em plazam iento; m ás adelante, esa inform ación se rá reu -
nida y acum ulada p or e l santuario de Apolo en Delfos y e nton ces el
futuro oikistes d e b e rá ir a tal santuario a fin d e suplir su falta de
e xp e rien cia person al con los co nsejos y d ire ctrice s q ue la Pitia le dé;
ya v olv e ré más adelante s o br e e s te tema,

— Apoíkiai y emporia

Claude M ossé (MOSSE; 1970), en su clásico estudio so b re la colon i-


zación en la A ntigüedad, distinguía dos tipos p rincipales de colonias en
la ép oca arcaica, las ag rícolas o d e poblam iento y las com erciales. E ste
esqu em a ha sido retom ado de form a abusiva en m uchas ocasiones y ha
prod ucid o s eria s distorsiones en la com prensión d el fenóm eno colonial
g rieg o; partía la autora d e la b as e d e que adem ás de la búsq ued a d e
nuevas tierras, los g rie g o s han tenido ne cesid a d de ad quirir m aterias
prim as, esp ecialm ente m etales; para obte nerlos surg iría toda una s e rie
d e fundaciones cuya finalidad sería el com ercio y q ue darían lugar a
rutas com erciales. Igualm ente o bse rv ab a qu e las zonas de expansión
d e este tipo d e colonización (Galia e Iberia, M ed iterráneo Oriental,
Ponto Euxino) no coincidían con las propias de la colonización ag raria.
C iertam ente, el problem a que plantean estas opiniones es difícil de
res olv e r porqu e, por un lado, no pod em os n eg a r q ue los in terese s
com ercia les van at te n e r cad a vez m ás im portancia en el mundo g rieg o,
se gú n va avanzando el arcaísm o p ero, por otro, nos resulta difícil
p en sar en una especialización rad ical d e las fundaciones colon iales en
una actividad que, com o e l com ercio, posiblem e nte no em p le ase a un
p o rce n taje excesiv am ente elev ad o d e la población total de cualquier
ciudad «norm al» grieg a .
Com o hem os visto anteriorm ente, la reanud ación d e los contactos

111
p or vía m arítim a en tre G re cia y O riente (y O ccid en te) tenía una finali-
dad co m ercial muy clara; sin em b arg o, no se lleg an a c re a r colonias,
esto es, p oleis. El establecim iento calcid ico en Pitecusa, a lo largo de la
se gun d a m itad del siglo VIII tien e un ca rá cter con trov ertid o y aún sigue
sin estar d el todo claro si nos hallam os ante una p o lis en sentido estricto
o no. Po r otro lado, d e l cará cter de p o le is d e cen tros com o Regio,
Zancle o Síb aris no ca b e dudar ni po r un m om ento y, sin em b arg o, la
orientación co m ercial d e cada una d e ellas es, si no sup erior a la d e
cualqu ier otra ciudad g rie g a , al m enos sí más ev id en te. Por otro lado,
fundaciones presuntam ente com erciales com o Masalia, o com o alguna
d e sus «subcolonias», com o A gate u Olbia, si son analizadas con cierto
d etalle rev elan que en ellas ha existido un in te ré s ev idente po r e l
con trol d e un territorio ag rícola, tanto en Masalia, com o en los otras dos
ciud ad es citadas, en las que se han detectad o resto s d e la parce lación
d e su chora q ue, si bie n d atables en los sig los V y IV a.C ., posiblem ente
retom an esqu em as an teriores. Y qué d e cir d e las ciud ad es d el Mar
N egro que, com o O lbia Póntica, P anticapeó o Istria tien en ya clara-
m ente definidas sus ch orai d esd e , al m enos, e l siglo VI, siendo con sid e-
ra b le su e xtensión en algunos casos (O lbia, p or ejem plo).
Así pu es y, para con cluir e ste apartado, no p ued e n e g a rs e qu e e l
com ercio tuvo gran im portancia en buen a pa rte de las ciudades g r ie -
gas; eso no im plica, sin e m b argo, que en un grupo de ellas el mism o
fuese la actividad fundamental. Por el contrario, eso tam poco q uiere
d e cir que no p u diesen existir (seg uir existiend o) em poria, sim ples
factorías o puntos de in tercam bio, sin p re ten sion es políticas e instala-
dos en territo rios e xtran jero s. Casos com o el de G rav isca o Naucratis,
adem ás d e los ya m encion ad os cen tros en la costa sirio-palestina se rían
eje m p lo d e ello. Por todo lo cual y, a p es ar d e la im portancia funda-
m ental q ue los m ism os tendrán en m uchos aspe ctos y no sólo en e l
econ óm ico, no van a se r una característica d e la colonización g rieg a:
habían existido antes d e q ue su rg ie ra n las p o le is coloniales y, del
m ismo m odo, sig uieron existien do d espués, aun cuando la am pliación
de los horizontes g eo g ráfic os d el mundo h elénico favorezca la p rolife-
ración de estos cen tros en las nuevas re g ion es que irán «d escu brién d o-
se».

— El problem ático papel de Delfos en los prim eros siglos

Otro punto qu e q u ería abordar, siqu iera b rev em en te , den tro d el


apartado g e n é rico de la se lecció n de l em plazam iento e s la cuestión d el
santuario délfico. La consulta al oráculo de A polo en D elfos antes de
e m p ren d er una fundación se con v ierte en un requisito hasta tal punto
im prescin d ible que aquellos casos e n los q ue no m edia dicha consulta,

112
adem ás de se r d estacados p o r nuestros inform adores, p ue den co nsid e -
ra rse fracasad os d e antem ano. Esto e s lo que d ice Heródoto a propósito
d e l prim er intento (fallido) d e colonización em prendido p or e l es parta-
no D orieo:

«Dorieo se molestó muchísimo y, como consideraba una afrenta ser


súbdito de Cleómenes, solicitó a los espartiatas un grupo de personas
y se las llevó a fundar una colonia, sin haber consultado al oráculo de
Delfos a qué lugar debía ir a fundarla y sin haber observado ni una
sola de las normas habituales«. (Heródoto, V, 42, 2; traducción de C.
Schrader.)

El tem a d e la participación d élfica en los aspectos referid os a la


com posición d e la exp ed ición , e le cció n d el oikistes, se le cció n d e la
reg ión ge og ráfica y lugar con creto de fundación, etc., ha sido un tem a
am pliam ente re cu rre n te en la investig ación relativa a la colonización
g rie ga , siendo, por con siguiente, abundantes y en ocasion es d iv erg e n -
tes las conclusiones alcanzadas. Sin em barg o, cre o q ue pod em os afir-
m ar con cierta confianza que, p o r un lado, ninguna exp ed ición colonial
se lanzaba a lo d esco no cid o sin contar con un cie rto respald o religioso
y con una cierta pe rspe ctiv a de éxito, plasm ada en un oráculo y, p or
otro, que el estratég ico em plazam iento del santuario d élfico (en rela -
ción cOn Corinto) fue con virtiendo ai m ismo en el punto m ás idóneo en
qu e m anifestar esta dev oción a los d ioses y, concretam en te, a A polo.
Así, si b ien en los prim eros m om entos el santuario de Delfos (d esd e
fines de l siglo IX) acaso no gozase de un pap el significativo en el
m ecanism o colonial, la frecuen tación d e q ue fue ob je to a lo largo d e la
segund a mitad del siglo VIII acab aría por conv ertirlo en un centro
id óneo, m áxim e si con sideram os q ue las consultas y la contrapartida
obvia, e l agradecim iento tras un eventualm ente buen d e sen lace d e la
em p resa, crearían un co rp u s d e inform aciones que, sabiam ente utiliza-
das, pod ían s e r d e aprovecham iento ge n eral. Esto no q u iere d ecir, en
mi opinión, q u e el santuario esté «d irigiendo» la colonización g rieg a ,
m áxim e cuando está com probad o q ue buena p arte d e las presu ntas
resp ue stas oraculares con serv ad as son espurias, p ero igualm ente no
p ued e m antenerse que e l santuario d élfico p erm an eciese ajen o a as-
pectos tan interesantes com o e l lugar m ás idóneo en e l q ue es ta b le ce r
una nueva polis.
En consecuen cia, el santuario d élfico fue ganando p re stig io según
iba avanzando el p roces o colonizador y a m edid a que la inform ación
reca b ad a a lo larg o de los años hacía cad a vez m ás prov ech osas sus
noticias en form a de oráculos p ara aqu ellos individuos em peñad os en
con ducir hacia su nueva patria a un grupo m ás o m enos num eroso de

113
individuos. Eso es lo q ue hizo que, a partir d el siglo VII al m enos, fuera
realm en te im p rescin d ible consultar con el oráculo p ero, al tiem po, es
ello lo q ue nos con v e n ce q ue al m enos algunas de las fundaciones más
antiguas no d ispusieron de este oráculo délfico, v ién dose obligadas
m uchas d e ellas a falsificarlo a p o sterio ri (en último lu gar LONDEY, en
GREEK COLONISTS AND NATIVE POPULATIONS: 1990), en un momento
en el que la consulta délfica s e convirtió en una m ás de las num erosas
etapas del p ro ce so tend en te a fundar una colonia.

4.2.3. Los indígenas

Otra d e las cuestiones que d eb e n se r tenidas en cuenta en la consi-


d eración d el p ro ce s o colonial g rie g o e s la refe rid a a las relacion es con
los indígenas. Ha venid o siendo habitual e sta b lec e r una d iferen cia b á si-
ca en el tipo d e relacion e s m antenidas en tre los g rie g o s y las socied a-
d es ya e stab lecid as en aq uellos lu gares q ue serán e leg id o s para fundar
la nueva ciudad, seg ún fuese agrícola o com ercial la orientación p rio ri-
taria de la fundación g rieg a . Si b ie n los m atices q u e pued en h a c ers e en
cada uno d e los casos conocid os son inn um erables, cr e o que un resul-
tado d e la recie n te inv estigación ha sido el p on e r de m anifiesto que
cualq uier establecim ien to g rieg o n ecesita la «colaboración» del e le -
m ento ind ígena; lo que h abrá que definir, sin em b arg o, se rá n los térm i-
nos d e dicha colaboración .
Las ap oikiai g rie g a s se esta b le ce n , habitualm ente, en re g io n es en
las que el poblam iento p reh e lén ico es y a im portante, tanto d e sd e el
punto de vista num érico cuanto d esd e el organizativo, si. b ien e s un
hech o q ue cuando es te último ha alcanzado, en el m om ento d e la
llegad a g rieg a , un n ivel determ inado de com plejidad («p re» o «proto-
política») no se p ro ce d e a una auténtica fundación colonial, sino que se
bu sca otro tipo d e relación, si es q ue así lo dem andan los in tere ses
económ icos. Pero, p re scin d ien d o d e estos casos, e l re sp on sab le último
de la fundación, esto e s el oikistes, su ele te n er p re s en te a los indígenas
a la hora d e e le g ir el em plazam iento. N aturalm ente, se b uscarán aq ue-
llos lu ga res en los q u e la pob lación pre existen te m uestre e sp ecial
receptiv id ad y una actitud fav orable h acia los g rie g os. Hemos tam bién
de huir del tópico qu e p re sen ta a los g rie g o s com o conq uistadores
brutales de los territorios so b re los que se asientan; esta id ea se d e b e,
ante todo al hecho d e que no siem pre las inform aciones d e q ue d ispo-
nem os son contem poráneas a los hechos n arrad os, sino q ue son p ro-
ducto de un m om ento en el q ue la H élade ha tenido q ue en fren tarse al
p e lig ro p ers a y, tras salir v ictoriosa d el m ismo, ha re cre a d o toda su

114
historia p rev ia en una clav e e n ‘buena m edida antibárbara que distor-
siona la realid ad de lo ocu rrid o en aras de una rep resen tación idealiza-
da d e lo g rie g o frente a lo no g rieg o o «b árbaro ».
Lo cierto es que tenem os abundantes testim onios escritos que m ues-
tran a los g r ie g o s estab le cie n d o pactos de muy d iv ersa índole (inclu-
yen do los m atrim oniales) con los indígenas y, asim ism o, la inv estiga-
ción arq u eológ ica ha puesto d e m anifiesto huellas ev id entes d e convi-
ven cia o, al m enos, coexistencia, en tre com unidades d e d iv ersa e x tra c-
ción étnico-cultural. El h ech o de que ocasionalm ente haya prue bas d el
incumplim iento d el acuerdo p or alguna d e las p artes tam poco e s ób ice
para no c r e e r en la fuerza d e l m ismo, com o tam poco lo e s la existen cia
cierta de enfrentam ientos arm ados entre g rie g os e ind ígenas que en la
m ayor parte d e los casos dan lugar a otro tipo d e vínculo, por más que
diferente, en tre am bos grupos.
La relación, en m uchas ocasion es estre ch a, esta ble cid a en tre los
ocupantes pre he lén icos d e un territorio y los g rieg o s re cié n llegad os
es, pues, un dato fundamental pa ra enten der q ué rep re sen ta la colon i-
zación grie ga , in dep en dien tem en te d el tipo concreto de es tablecim ie n-
to de que se trate. La enum eración de qué es lo que aportan los
indígen as a la p o lis q ue está su rgiend o con v en ce d e l valor que hay que
atribuir a los mism os en el p ro ceso , bien entendido que no todo lo que
aquí m encionem os tiene p or qué d arse, sim ultánea o sucesivam ente, en
todas las colonias g rieg as.
Teniendo esto p resen te, podem os d e cir que la in cid encia indígena
se m aterializa en un conocim ien to de prim era mano d el territorio que
ocupará la ciudad g rieg a , de sus recu rsos y potencialidad es, de sus
vías d e com unicación y d e sus fronteras, naturales o circunstanciales;
igualm ente, los in dígen as serán, d esd e e l inicio, e l com plem ento dem o-
gráfico q ue paliará la escasez n um érica d e los fundadores g rieg o s,
básicam en te varones, tanto en forma d e m u jeres que perpetuarán la
p o lis cuanto en forma de ayudantes (a v e ce s, sin duda, esclav os; otras,
en cam bio, libres; otras, po r fin, «sem ilibres», com o los M aryandinoi d e
H eraclea Póntica y tal vez los K y llirio i d e Siracusa) que contribuirán a
p on er en m archa el proy ecto político q ue se halla im plícito en toda
apoikia grie g a. A quellos ind ígen as q ue no se in teg ren d irectam ente en
la colonia constituirán uno d e los m ercad os naturales de las ciudad es
g rie g a s y e n ocasiones los p ro v e e d o re s d estacados de las mism as en
gran núm ero d e productos. Y así podríam os seg u ir la enu m eración de
toda una s e rie de elem en tos que, p ro ce d e n tes de l entorno indígena,
incid en so b re las p o leis coloniales. Sin em ba rg o, b a ste con ten er p r e -
sente que toda fundación colonial g rieg a im plica, necesariam en te, un
elem ento indígena, en parte in tegrad o en ella, e n pa rte conservan do su
in d ep en de ncia política, q ue com plem en te, en todos los aspe ctos, a la

115
nueva ciudad g rie g a que, en caso contrario, h ab ría perd ido una de sus
princip ale s razon es d e ser.
La propia rev alorización d el p ap el ind íg en a implica, igualm ente,
enfocar el p ro ce so colonizador con otra óptica; la colonización g rieg a ,
en este asp ecto concreto, se trad uce en un diálogo (cultural, social,
econ óm ico, id e ológ ico) en tre m undos d iversos; e l resultado de e ste
diálogo (que a v e c e s es tam bién discusión y enfrentam iento) es e l
establecim ien to de un p ro ce so d e circulación d e m ateriales culturales
en d ob le d ire cció n o, p or d ecirlo con otras palabras, de una acultura-
ción q ue si b ien se d e jará sentir d e form a m ás palp able en el entorno
in dígen a, no d e jará de incidir tam bién en el propio mundo g rie go
colonial.
Si b ien las vicisitudes d e cada una de las reg ion e s en las q ue se
asientan las colonias g rie g a s no son com parables, com o tam poco lo es
e l p ropio n iv el d e d esa rrollo socio-cultural de las in num erables p obla-
cio nes ind ígenas circun m ed iterrán eas, en algunos casos el resultado
alcanzado tras sig los d e (inter)cam bio cultural pu ed e se r llam ado «he-
lenización», esto es, e l abandono p rog re siv o d e características destaca-
das del prop io ac erv o cultural para se r sustituidas p or las corre spo n -
dientes d e la cultura g rie g a que, no lo olvid em os, en am biente colonial
pu ed e h a b e r se ido, a su vez, aproxim ando a los rasg os ob serv ad os
en tre los in dígen as v ecinos. Es en e s e m om ento cuando p u ed e ap licar-
se con p ro pied a d el m encionad o térm ino de «helenización»; antes,
te nd rem os unos u otros rasgos q ue d enoten que este p ro ces o está en
m arch a (aunque no siem pre concluya en e l m odo indicado), si b ie n
cada uno d e ellos no constituirá, en sí mism o, helenización. Esta se
alcanza cuando s e a cc e d e a unas form as d e organización política, a una
id eología, a un m odo d e vida, a una lengua, etc., q u e son grie ga s. Hasta
en ton ces podrem os hablar, en propied ad, solam ente d e un «p ro ceso
d e helenización» el cual, obviam ente, no siem pre y no en todos los
lu g ares d e sem b oca rá en una helenización com pleta. A p e sa r de ello, la
fisonom ía d e un b uen núm ero d e culturas m ed iterrán eas se v e rá altera-
da p or la acción cultural h elénica, la cual contribuirá, en definitiva a
conform ar las ca ra cte rísticas distintivas de m uchas d e ellas.
Los indígen as, p or consiguiente, son tam bién un elem ento no d esd e-
ñab le a la h ora d e a b ord a r la historia de la colonización grieg a.

4.2.4. La creación de una nueva po lis

El p roce so d escrito en las págin as an teriores tiende, com o tam bién


h e tenido ocasión d e d ecir, a la constitución, en un te rritorio distinto y
no g rie g o , d e una nueva p o lis . La h eren cia cultural que los colon os

116
llev an d esd e sus m etrópolis influirá pod erosam ente en e l mom ento d e
dar form a a e sa estru ctura pe ro , d el mism o m odo y tam bién he s u g eri-
do algo al res p e cto previam e nte, e l ámbito colonial e s una e s p e cie de
lab oratorio en el q ue e xp e rim en tar soluciones d iv ersas. En efecto, en
los m om entos m ás rem otos d e la colonización aún no se habían resuelto
en la G re cia propia todos los problem as que planteab a la con viven cia
de grupos de d iv ersos o ríg e n es y con div ersos in tere se s p ero, m ien-
tras q ue en ella se dispuso d e tiem po suficiente pa ra ir dando con las
fórm ulas adecuadas, el m undo colonial tuvo que h a c e r fren te y res olv e r
con rapidez esa s m ismas cuestiones. Tam bién su g ería antes que la
ex p erien cia colonial, al m enos en algunos terren os, pudo incid ir en
cóm o se ab ord aron en G re cia m etropolitana algunas cuestiones sim ila-
res. Con todo ello lo que apunto es la posibilidad d e que, al m enos p or
lo q ue se refie re a los prim ero s m om entos d el p ro ceso colonial, d ig a-
m os el siglo VIII a.C ,, e l p ro ce s o de form ación de la p o lis tiene lugar,
sim ultáneam ente, en e l ám bito m etropolitano y el colonial, sin que
nunca se aban done la intercom un icación en tre todos los am bientes q ue
prog resiv am en te van constituyendo el mundo helénico. Y lo q ue, ante
todo, con v en ce de esta afirm ación es el cará cte r d e auténticas p o le is
que d esd e el p rim er m om ento asum en las fundaciones coloniales, h e-
cho que, si b ien estará pre se n te en casi todo e l arcaísm o, estará más
acentuad o en los m om entos m ás antiguos (v éase 3.4.2 y 4,1),
La colonización g rie g a determ ina el establecim ien to de p o leis que
gozan de todas las cara cterísticas q ue para la m isma hem os definido,
d e en tre las cuales la que ahora m ás nos interesa es la re fe rid a a su
propia soberanía, su autonomía, esto es, su capacid ad de d otarse a sí
m isma de sus norm as b á sica s de com portam iento, nom oi o ley es, Sin
em b arg o, es algo tam bién fácilm ente o b serv a b le cóm o tiende a h a be r
una esp ecia l afinidad entre una colonia y la ciudad d e la q ue p ro ced e,
esto es, su m etrópolis; afinidad q ue no im plica, n ecesariam en te , ni
sumisión, ni d e pe nd en cia ni, por supuesto, im itación d e la m etrópolis.
La nueva p o lis e n q ue d ev ien e la apoikia p ued e retom ar rasg os de la
m etrópolis, p ero sin con v ertirse n ecesariam en te en un calco se rvil de
la m ism a, so b re todo p o rq u e e s frecuen te q ue en la colonización inter-
ven gan individuos de d iv ersas p ro ce d en cias que, aunque m inoritarios,
sean re sp on sab les de la introducción d e nuevos elem en tos dentro d e la
ciudad q ue están contribuyendo a cre a r, sin olvidar qu e las nuevas
circunstancias pu eden fa v o re cer soluciones nuevas,

— M etrópolis y apoikia

Las relacion es m etrópolis ‐apoikia m e rece n , pues, un tratam iento


e sp e cial puesto q ue están sujetas a una c ie rta am bigüedad , ya que las

117
m ismas derivan, p o r un lado, d el reconocim ien to formal, por am bas
partes, d e la in d ep en d en cia política d e la otra p ero, po r otro lado, se
originan g racias al sentim iento de un vínculo inm aterial que une a
am bas po leis; esta m isma am bigüedad se rá causa, en ocasiones, de
enfrentam ientos mutuos, al no h a be r qued ado suficientem ente delim ita-
do y plasm ado de form a incon trovertible q ué pu ed e e sp e ra r una m e-
trópolis d e su colonia y qué d eb e ésta a aquélla. Un eje m p lo típico de
in te res es enfrentad os a este res pe cto lo hallam os en e l tratam iento que
da T ucídides en los p roleg óm e nos d e la G u e rra de l Peloponeso, donde
se m uestran claram ente dos posturas enfrentadas. Así, los em b a jad o res
d e C o rcira ante los atenienses, hablan del sigu ien te modo de su m etró-
polis Corinto:

«... que se enteren de que toda colonia, cuando es bien tratada, honra
a su metrópolis y cuando es ultrajada cambia de conducta; pues ios
colon os son en viad os no para ser esclavos de los que se quedan, sino
sus iguales». (Tucídides, I, 34; traducción de F. R. Adrados.)

La visión d e la m etrópolis, Corinto, es diferen te :

«... siendo nuestros colonos han estado siempre alejados de nosotros y


ahora nos hacen la guerra diciendo que no les enviamos para sufrir
malos tratos. Nosotros por nuestra parte afirmamos que no les estable-
cimos en colonia para que nos ultrajaran, sino para tener la hegemo-
nía sobre ellos y ser tratados con el respeto conveniente. Pues las
demás colonias nos honran y son nuestros colonos los que más nos
quieren ...» (Tucídides, I, 38; traducción de F. R. Adrados.)

H em os d e pe n sar que la fundación d e Corcira, en tom o a la que


su rg e esta disputa aquí recog id a, tiene lugar hacia el 733 a.C, y q ue los
episod ios qu e está narrando T ucíd ides rem ontan al 433 a,C., es d ecir,
trescien to s años d esp ué s y que, a p es ar d el tiem po tran scurrido, am bas
p arte s tienen aún m uy claro qué tipo d e relación d eb e n m antener en tre
sí. Naturalm ente, p ud iera p a r e c e r algo anacrón ico e xplica r situaciones
re fe rid as al siglo VIII recu rrien d o a inform aciones que relatan su cesos
d el sig lo V p ero, precisam e nte, el q ue puedan d arse (y se den) situa-
cion es com o las n arrad as po r Tu cídides entre una colonia y su m etró-
polis, d esp u és d e tan largo p eríod o de tiem po, m uestra la im portancia
d el p rob lem a enunciado.
Podem os d ec ir que la colonia su rg e con la clara inten ción d e con-
v e rtirs e en una com unidad política ind ependiente, m áxim e si con side -
ram os que, en b uen a p arte d e las ocasiones, son prob lem as surgidos
en el sen o de la ciudad originaria los qu e han desplazad o al contingen -
te de p ob lación q u e va a protagonizar la em ig ración y p oste rior esta-

118
blecim iento en otro lugar. Otra cosa muy distinta e s la postura m anteni-
da por la m etrópolis, q ue al tiem po que se d esem baraza d e unos
individuos que pued en resu ltar potencialm en te p eligrosos, no p uede
d e ja r de con sid e rar com o algo propio la nueva p o lis que sus antiguos
ciudadanos han constituido. D e esta dob le visión d el m ismo problem a
d eriv a todo el conjunto d e dificultades qu e caracterizan la relación
m etrópolis-colonia. N aturalm ente, d ep e nd erá de los in te rese s co n c re -
tos en cada m omento d e la m etrópolis su m ayor o m en or presión so b re
sus colonias y, p or el contrario, se rá la fuerza de cad a una de éstas la
q ue, en su caso, facilitará u obstaculizará que aquéllas cum plan sus
objetivos.
P ero tam poco hem os d e p en sar que esta tensión, sin duda existente,
s e trad uce en un estado d e hostilidad p erm anen te; por el contrario, en
m uchos casos los in te re se s re sp ectiv o s d e am bas p a rtes se concillan
acudiendo al ám bito ju ríd ico, lo q ue perm ite el establecim ien to de toda
una se rie de tratados que garantizan be ne ficio s mutuos. Tam bién en
ellos ju e g a un cie rto pa pe l la ya m encionada am bigüed ad, puesto que,
al tiem po que se concluyen so b re la b ase d e la in d epen d encia política
d e los contratantes, su by ace a todos ellos e se trasfondo religioso y
sacra l al que h em os aludido y que con sag ra la preem in encia, al m enos
en estos nivele s, d e la m etrópolis. Pero, p or ello mismo, no d e ja de se r
re v e lad or para co m p re nd e r e l v erd ad ero ca rá cte r d e la relación que
las cotonías, q ue en m uchos casos s e h acen m ás po d e ro sa s qu e sus
m etrópolis, a cced a n de buen g rad o a estas o blig acion es m orales hacia
sus fundadoras. Todo tipo d e p actos y tratados, frecu en tes en tre las
ciu dades g rieg a s, a p are ce n en tre colonias y m etrópolis: amistad (phi‐
lia), alianza m ilitar ( sym machia ), posibilidad d e realizar m atrim onios
legítim os entre ciudadanos d e am bos estados ( epig am ia ), tratados d e
«d oble nacionalidad» (sym p oliteia ), acue rd os b élicos, etc., constituyen
el instrumento que cim enta, m ás allá d el tiem po y de la distancia, la
unidad (dentro d e la diversidad ) d el mundo helén ico. Y en esta unidad,
ni que d e cir tiene, han d esem peñ ad o un pa pe l trascen d ental las re la -
cion es en tre com unidades a qu ienes, más allá d e los in tere ses inm edia-
tos, le s ha unido e l sentim iento de la com ún p erten en cia a un grupo más
restring id o dentro de esa H élade q ue se p ro ye cta con fuerza p or todo
e l M ed iterráneo.

4.3. Los ámbitos de la colonización griega

Es ahora e l m om ento de intentar e la b ora r una g eo g ra fía region al d e


la colonización g rie g a lo q ue es, sin duda, una m an era d e en ten d er la
H élade en toda su extensión (Figura 3). No en traré, por lo gen e ral, en

119
el detalle de las fundaciones y d e los fundadores, puesto q ue nos
llev aría ex ce siv am en te le jo s en n uestro p ropósito y para ello rem ito al
cuad ro cron o lóg ico correspon dien te, p e ro sí intentaré caracterizar las
p rin cipa les re g io n e s en las q ue tenem os atestiguada la p re se n cia esta-
b le d e p o le is g rie g a s su rgid as com o con secu en cia d e e ste m ovim iento
colonizador al q u e v en go refiriénd om e en las págin as pasadas. No
aludiré a las colonias qu e son fundadas d entro d el pro pio ám bito E g e o
ni a tam poco m en cion aré apen as em presas co m e rciales que no conduz-
can a una v e rd ad e ra im plantación colonial.

4.3.1. Magna Grecia y Sicilia

D e todos los am bientes en los q ue se hizo pre se n te la colonización


g rieg a , la Península Itálica y la isla d e Sicilia (Figura 9) fueron los más
d estacad os y los que m ás pe so tuv ieron, e n conjunto, en la p osterior
historia d el mundo g rieg o hasta tal punto q u e algunas d e las ciudades
q u e su rg ie ron en am bos territorios riv alizaron am pliam ente con e l
prop io m undo g rie g o m etropolitano, tanto en riqu eza y desarrollo polí-
tico, cuanto en log ros intelectuales y culturales.
La p re s e n c ia d e fundaciones g rie g a s en el am biente itálicó es d e las
m ás antiguas, den tro d el panoram a g e n e ral d e la colonización g rieg a ;
no en vano Pitecusa, la prim era fundación d e ca rá c te r colonial d e que
tenem os noticia su rg e en este am bien te en un m om ento anterior a la
mitad d e l siglo VIII a.C , y, posib lem ente, e n torno al 770 a.C. y la
fundación d e Cumas, ya una auténtica apoikia, ten dría lug ar a m ed iados
d el m ism o siglo; d e l mismo m odo, en Sicilia s e encuentra otra d e las
ciud ades coloniales g rie g a s m ás antiguas, N axos, fundada hacia e l 734
a.C. p or individuos p roced en te s, com o en Pitecusa y Cum as, en su
m ayor p arte, d e la isla de Eubea, Si bie n en m om entos p os te rio res las
historias d e la Magna G re cia y d e Sicilia p resen tará n sus propias pe cu -
liarid ad es, a las q ue no se rá n aje nos los am bien tes no h elén ico s en los
q ue sus ciud ad es se integran, el p ro ce so d e colonización afecta en
buena m edida a am bas re g ion e s y son fre cu e n te s las re fe ren cias en
nuestras fuentes a em presas q ue tienen com o destino último ya uno ya
otro territorio.
La antigüédad d el p ro ce so allí d esarrollad o exp lica, en bu en a m edi-
da, la abündancia d e refere n cia s m íticas q ue, en d iv ersas tradiciones,
adornan los relatos con servad os a ce rc a d e las fundaciones g rie g a s y
que en algunas ocasion es p reten d en rem ontar al p eríod o d e la g u e rra
d e Troya o al inm ediatam ente su cesiv o; a ello se re fe ría n los datos que
anteriorm ente ap ortaba a propósito de la cuestión d e la «precoloniza-
ción». Sin em b arg o, p a r e c e claro q ue la p re sen cia , atestiguada sin

120
M. ADRIATICO

Locri Epúapftyríí

n c.· V á ^ P a n ta lic » s * M««era Hyblaea


.Ompfiacef%. —,,‐ X S
Gela ^B)ta!em( Acrae *% JSyracuse
. \ · **F in o c c h ito .
C amarm d'* Casmenas ",
Heloru s

Figura 9. Magna Grecia y Sicilia.

lu gar a dudas d e nave gan tes m icénico s durante la Edad d el B ronce en


algunas reg io n e s itálicas y sicilianas, adem ás d e las huellas m ateriales
q ue ha dejado, d eb ió d e fa v o rece r un im portante g rad o d e d esarrollo
e n tre las pob lacio n es in d ígen as qu e pudo prop iciar, en m uchos casos,
un m ás fácil asentam iento y pe ne tración d e los g rie g o s históricos en
estas tierras; s e exclu y e sin e m b arg o, una relación ininterrum pida e n -
tre am bas re g io n e s durante los Siglos O b scuros ( véase 4.2.2).
Los g rie g os qu e colonizan Italia y Sicilia p ro ce d e n d e d iv ersos ám-
bitos, destacand o, so b re todo, los e ub oicos (Pitecusa, Cumas, Naxos,
Catana, Leontinos, Zancle, Regio), los corintios (Siracusa), los m e ga re o s
(M ég ara H iblea), los locrios (Locris Epizefiria), ios espartanos (T aren-
to), los aq iieos (Síbaris, Crotona, Metapontio), los rodios y los cre ten ses
(Gela), los colofonios (Siris), etc,, en su m ayor parte fundadas durante
el siglo VIII o p rim eros m om entos d el VII. A lo la rg o del siglo VII irán
surgiend o nuevas ciudades, b ien fundadas d e sd e m etrópolis e ge as,
b ien en form a d e subcolon ias de las m encionad as ciud ad es italiotas o
siciliotas, p ro ce so que finalizará en e l siglo VI, m om ento en e l que
surgirán algunas ciudades, g en eralm en te d e p ro ce d e n cia gre co-o rien -
tal (Alalia en C ó rceg a , Lípara en las islas Eolias, E lea, D icearq uea en la
Península Itálica, etc.). Tam bién habría q ue incluir en este contexto a
ciud ad es que, com o C orcira, en el Ilírico y otras fundaciones m en ores,
ase gu raron el tránsito en tre la G re cia propia y el M editerráneo central,
Sicilia y Magna G recia (n om bre con e l q ue convencionalm ente se
co n oce al mundo g rieg o d e la península itálica, aun cuando su orige n
siga siend o problem ático) re cib e n , pues, d esd e un mom ento antiguo
una auténtica avalancha de ciudad es g rie g a s d e muy distintos oríg en es;
estas ciudades, d urante los siglos VIII y VII, s o b re todo, fueron ocupan-
do aqu ellos tram os d e costa que iban quedand o lib re s, de m odo tal que
irán constituyendo un frente costero netam ente helén ico, donde .apenas
queda sitio p ara establecim ientos no g rieg os. D e la m isma m anera, esta
densidad en e l poblam iento g rie g o va a fa v o rece r e l tem prano d esa-
rrollo d é una política d e pen etración (ora com ercial, ora m ilitar y
política) en sus re sp ectiv os traspaíses, que irá helenizando p rog re siv a-
m en te inüportantes zonas internas y, en algunos casos, com o en la isla
de Sicilia o algunas re g ion es de Italia, com o la actual C alabria, se
conseguirán c r e a r ám bitos en los que las p o le is g rie g a s se v erán ro-
d eadas, en todas sus fronteras, p or otras ciu dad es grie ga s.
La im plantación d e ciud ad es en Sicilia y M agna G re cia ob e d e ce ,
ind udablem ente, a in te rese s ag rícolas. Se ocupan aquellos valles fluvia-
le s más fav ora bles al d esarrollo d e la agricultura, o las llanuras m ás
extensas; no s e p ie rd e de vista tam poco la v iabilid ad que facilita los
con tactos con los in dígenas del interior, q ue se constituyen en los
p rincip ale s p ro v e e d o res d e m aterias prim as para los g rieg o s y en los
com p rad o res b ásico s de los prod uctos que se m anufacturan en las
ciu dad es coloniales o q ue, a su trav és, llegan d esd e la G re cia propia.
P ero, igual q ue ocurría en ésta, las colonias elig en los m e jo re s sitios
costeros, que garan ticen una fácil y rápid a salid a al m ar, cuando no se
esta b le ce n en su m ism a orilla, o que posean facilidad es d estacad as a la
h ora d e garantizar su com unicabilidad.
Y es que, no lo olvidem os, en m uchos casos es absurdo plan tearse
cuál haya podido s e r la ocupación principal d e una colonia g rie g a, sí la
explotación d el territorio o el com ercio. Salvo algunos casos e xc e p c io -
nales, en los q ue las p rop ias condiciones n aturales p a re c e n p re v e n ir la.
práctica d e una agricultura re ntable (R egio, Zancle, tal vez N axos),

122
ninguna nueva fundación pod ía prescind ir ni d e un territorio am plio y
eventualm ente am pliable ni d e una salida al m ar ad ecuad a; en este
sentido, la propia ex p e rien cia de sus resp ectiv as m etrópolis, no siem -
p re tan fav orablem en te situadas, tuvo que influir. Ello m uestra, al tiem -
po, que, com o corresp o n d e a un momento, el d e las p rim e ras fundacio-
nes, contem poráneo de la obra de Hesíodo, las actividades ag rícolas se
ven com plem entadas p o r m edio d e la n avegación q u e da salida a los
ev entuales exce d e n tes.
Otro hecho q ue so rp re n d e de las prim eras fundaciones siciliotas e
italiotas es su g ran vitalidad durante los prim eros años de su existencia,
puesto que es en los m ism os cuando, en líneas g en era le s, se halla ya
d elineada la que s e rá su política de control d el territorio, por más qu e
en m uchos casos la m isma se ponga en p ráctica sólo con el paso d el
tiem po. La sujeción d e un territorio inicial y su defensa, p a re c e h a be r
sid o en todos los casos una tarea prioritaria, hallando form as d e re la -
ción con los indígen as q ue abarcan todo tipo de aspectos; en este ·"
mom ento el establecim ien to d e unos e je s prioritarios d e expansión
(insisto, tanto co m ercial com o m ilitar y/o política, su cesivam ente) se rv i-
rá en un futuro para p ro seg u ir en e sa línea. Y este es el otro aspecto
sobresalie nte, e l de la rápida (e n térm inos relativos) expansión d e estas
p rim eras fundaciones coloniales, puesto que, al ca bo de dos o tres
g en e racion es, o b ien s e am plia de form a notable el propio territorio,
con un n uev o em puje frente al in terior indígena, o bien s e p ro ce d e a la
fundación de nuevas su bcolonias q ue ab sorb an el crecim iento d e p o-
blación q ue ha tenido lugar,
Podríam os pen sar, p or consiguiente, que los am bientes siciliota e
italiota, en los q u e surg en p o leis g rie g a s en el mism o m omento en q ue
en la G recia m etropolitana se están d efiniendo los rasg os cara cterísti-
cos d e esta institución, van a se g u ir un d esa rrollo parale lo con resp ecto
a ésta. No obstante, los p ro blem as so cio-econ óm icos que en G re cia se
plantean y que fa vo recen un flujo perm anente d e em igrantes, cuyo
punto d e destino e s e l m undo colonial en buen a m ed ida, van a s e r
resueltos en é ste m ediante la am pliación de l territorio y la subcoloniza-
ción, en un g rad o m ayor q ue el que pu eden perm itirse las ciudades d e
G recia; es ello lo que va a conv ertir en v erd a d eros p aíse s h elénicos a
los m undos siciliota e italiota.
Precisam ente por e s e m otivo d ebe m os guardarnos de com parar,
aplicando criterio s subjetivos, a Sicilia y la Magna G recia con G recia.
En am bos (o en los tres) casos, tenem os p artes d e un mundo g rieg o; sin
em b arg o, en cad a uno d e ellos e l ritmo histórico ha sido distinto y si
b ie n la intercom unicación ha sido ev idente, los factores q ue han in ter-
venido en e l p ro ce so han d eterm inado p ecu liarid ad es que dentro d e
una visión «clasicocén trica» absolutam ente rech azab le pudieran malin-

123
terp re tars e. Sicilia y la M agna G recia, d e b e n se r estudiadas com o
p arte s qu e son d e l mundo g rie g o , p e r o sin q u e se a n e cesa ria su com -
paración con otros ám bitos plen am ente cara cte riz ad os d e la H élade,
com o p u ed e s e r la G recia continental o la G re cia d el Este. Como en
otras ocasion es, la e xp resió n de esta id ea la encontram os referida a una
ép oca p oste rior, e l siglo V, si b ie n p od em os p en sar q ue la m isma ha
ido surg ie nd o com o co nsecu en cia d e una e x p e rie n cia y d e unas viv en-
cias com unes y está contenida en e l d iscurso d e H erm ócrates de Siracu-
sa en e l C on g reso d e G ela del 424 a ,C., dond e la id ea d e un destino
com ún y propio de Sicilia, d entro del ám bito d e la H élade, e s am plia-
m ente d esarro llad a, com o s e v e en las sigu ien tes palabras:

«... pues no es ninguna vergüenza que los hombres de igual raza se


hagan concesiones, sea el dorio ante el dorio o el calcidico ante los de
su raza, siendo todos vecinos y habitantes de un solo país, es más, de
una sola isla y conocidos bajo un solo nombre, el de siciliotas. Hare-
mos sin duda la guerra cuando se tercie y nos volveremos a reconci-
liar entablando negociaciones unos con otros; pero contra los extraños
que nos ataquen, si somos prudentes, nos defenderemos siempre en
bloque si, como es cierto, al sufrir pérdidas cada uno de nosotros
aisladamente quedamos todos en peligro; y jamás en adelante hare-
mos venir de fuera aliados o mediadores. Si nos comportamos así, no
privaremos ahora a Sicilia de dos bendiciones: librarse de los atenien-
ses y de la guerra civil; y en el tiempo venidero la habitaremos
nosotros solos, libre ya y menos expuesta a las asechanzas de los
extraños.» (Tucídides, IV, 64; traducción de F. R. Adrados.)

4.3.2. E! Ponto Euxino y sus accesos

En e ste apartado tratarem os d e las fundaciones g rie g a s en las re g io -


n e s de M acedonia y T racia, así com o en e l sistem a d e e stre ch os qu e
con du cen al Mar N egro (H elesponto, Propóntide y Bosforo) y, po r fin,
las situadas en este último, e l Ponto Euxino d e los antiguos (Figura 10).
Dentro d e esta am plísim a re gión d e b e d istinguirse, netam ente, este
último, d e los otros territorios. En efecto, m ientras que en las costas
m aced onias y tracias y en los a cce so s al Ponto nos encon tram os aún en
un am biente claram e nte he lé nico q ue, en m uchos casos, no e s m ás qu e
una m era prolon ga ción d e la G re cia propia y d e la G re cia d el Este, e l
Mar N egro va a p rese n tar ya unos rasg os claram en te diferentes.
Igual q ue en la M agna G re cia y Sicilia, los e u bo icos van a se r unos
d e los p rim eros in teresa d os en colonizar es as re g io n es d el E g eo se p -
tentrional, tanto los d e C alcis cuanto, según p a re ce , los de E retria. A la

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Figura 10. El Ροηΐο Euxino


p roliferación de ciu dades de esta p ro ce d e n cia se d e b e rá e l n om bre
q ue parte de esa reg ión asum irá, e l d e C alcíd ica. T am bién algunas
ciud ad es jon ia s em pezaron pronto a in te res arse p or el m ar N egro y sus
a cceso s, com o Mileto, que y a en e l siglo VIII p a re c e h a b e r estab lecid o
una se rie de fundaciones en la Propóntide (Cícico), habién d ose trans-
mitido noticias de colonias m ilesias d el siglo VIII en la costa m eridional
del Ponto (Sinope), si b ien la cuestión de las fundaciones coloniales
g rieg a s en e s e m ar antes d el siglo VII sig ue siendo ob je to de debate,
no pudiendo d esca rta rs e, em p ero, una frecu entación de tipo p reco lo -
nial.
Ya en e l siglo VII s e p rod uce la p res en cia cad a vez m ás intensa de
g rieg os en toda esa reg ión , con la (re)fundación de Tasos p or p arte de
Paros a m ed iad os d el siglo, en la que in terviene el poeta A rqúíloco, la
fundación de Potidea p or Corinto, o la fundación de Selim bria, C a lced o-
nia y Bizancio p o r M égara, Será, sin e m bargo, Mileto quien ciertam ente
m onopolice las fundaciones coloniales en e l Ponto, dejand o sentir tam-
bié n su p re se n cia en sus acceso s. Entre las colonias m ilesias d el sig lo
VII pued en citarse A bidos, Apolonia Póntica, B erezan-B orístenes, Sino-
pe, Panticapeo o Istria, esta última en la d ese m boca du ra d el Danubio
(Istro), o Tanais, el último y más septentrion al reducto de la H élade.
Para los m om entos m ás antiguos, no ca b e duda alguna d e q ue los
motivos prin cip ales que em pujaban a los em igran tes eran sim ilares a
los qu e estaban llevando a sus conciudadanos a Italia y Sicilia es d ecir,
la búsqued a d e n uevas tierras que p on er en cultivo, sin olvidar la
riqueza p e sq u era que la reg ión ofrecía ni, p o r supuesto, la p osib ilid ad
de o b te n er m inerales. No fue hasta m ás adelante cuando algunas d e las
ciud ad es su pieron ap rov echar, adem ás, su v en tajosa situación e straté-
g ica en puntos d e paso obligad o, para consegu ir una s e rie d e in gre sos
suplem entarios; e s e fue el caso, entre otras, d e C alced onia y Bizancio,
qu e controlaban e l Bósforo, p ero en cuya fundación in terv inieron cu e s-
tiones distintas al m ero dom inio d el mismo.
Las colonias g rieg a s d el Mar N egro son, en g en eral, poco conoci-
das, si b ie n en los últimos años los estados rib ere ñ o s han em p rend ido
serios estudios tend entes a suplir esta laguna; así, em pieza a s e r cono-
cid o el p ro ce s o de form ación de la p o lis y d e su corresp on d ien te
territorio ag rícola en m uchas ciud ades, fenóm eno qu e alcanza su m o-
m ento de auge a lo larg o d el siglo VI com o, p or otro lado, ocu rre en
Sicilia y en la Magna G recia; tam bién se ha avanzado m ucho en el
estudio d e la integración dentro d e las ciud ad es d el elem ento ind ígena
(tracios, escitas), la cual s e halla p erfe ctam en te atestiguada com o lo
están tam bién sus intensas relacion es com e rciale s con la G re cia propia,
a la q ue e l Ponto sirv e de auténtico gran ero. Igualm ente, es ob jeto d e
atención e l im pacto que la p rese n cia g rie g a tiene so b re los p ro ce sos

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históricos (urbanización, jerarq u ización, id eología, etc.) d e las p ob la-
ciones ind ígenas q ue rode an las ch orai d e las ciud ad es helén icas.
Sin duda alguna, el Ponto s e constituye com o una unidad dentro del
mundo g rie g o y las p ru eb as d el com ercio entre las distintas orillas d e
este m ar no son escasas; sin em bargo , tanto o más intenso q u e éste es el
existente entre el m ismo y los gran d es cen tros d e G re cia. Heródoto
inform a que la nav eg ación en tre el H elesponto y el Fasis du raba nuev e
días y ocho noches y e l re corrid o en d irección norte-sur ocup aba tres
días y dos noches.
Por otro lado, sin em bargo, esta unidad no d e ja de s e r « epid érm i-
ca», puesto que las ciu dades g rie g a s d el Ponto, a p es ar d e la m ayor o
m enor extensión d e sus ch o rai y de la existencia d e ev entuales contac-
tos co m erciales con las tierra s d el interior, se hallan v olcadas más hacia
e l m ar que hacia sus resp ectiv os traspaíses. Más q ue en otros lu gares
da la im presión de que lo g rie g o e s un fenóm eno q ue apenas afecta a
las inm ensas reg io n es que se extiend en a espald as d e las ciu dades
costeras. En estas cond iciones no podía h aber, com o sí hubo en Magna
G re cia o en Sicilia, una v erd a d e ra política de control de los territorios
indígenas d el interior. En estos dos ám bitos e s e interior podía s e r
fácilm ente explorad o y conocido p orq ue las distancias así lo perm itían;
e l Mar N egro e ra un m ar in terior al que se asom aban num erosísim as
ciud ades g rieg as, tras las cuales se exten dían tierras inexplorad as e
in explorables, esp ecialm ente p or su parte septentrional, com o m uestra
la sum am ente im precisa y v aga d escripción q ue h a ce H eródoto (IV, 46-
58) y su propia afirm ación de que:

«... nadie sabe a ciencia cierta lo que hay al norte del territorio sobre
el que ha empezado a tratar esta parte de mi relato; por lo menos, no
he podido obtener informaciones de ninguna persona que asegurara
estar enterada por haberlo visto con sus propios ojos; pues ni siquiera
Aristeas,., pretendió, en la epopeya que compuso, haber llegado per-
sonalmente más al norte de los isedones, sino que, de las tierras más
lejanas, hablaba de oídas, alegando que eran los isedones quienes
daban las noticias que él transmite,» (Heródoto, IV, 16; traducción de
C. Schrader.)

Así, los g rieg o s que viven en las costas pónticas tienen sólo un
conocim iento muy vago y le g en d a rio d e la realidad ind ígena que le s
en vuelv e; ello e s la prueb a, p re cisa m en te, de esa orien tación hacia el
e x te rio r a la que aludía anteriorm ente; p e ro al tiem po, el Ponto es poco
m encionado en nuestras fuentes seg uram ente p orqu e es, d e sd e un
punto d e vista g en eral, con sid erado un territorio sum am ente rem oto y
en alguna m edida m arginal, si b ien ello no pre juzga la im portancia
econ óm ica que el m ismo tendrá para m uchas ciud ad es g rieg as, inclu-

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yendo, adem ás de la exportación d e g ran d es cantidad es d e trigo,
m etales, cue ro, m adera, etc., posiblem en te, tam bién la d e esclav os.

4.3.3. El Norte de Africa

Otra d e las reg ion e s donde s e e sta b le cie ron los g rie g o s fue el norte
d e A frica, especialm en te en la reg ión d e C irenaica, q ue fue la única
que re cib ió una colonia g rie g a «normal», C irene, si b ie n tam poco po-
dem os p e rd e r d e vista el asentam iento d e Náucratis, cuyo status real
sig ue sien d o ob je to d e disputa (Figura 3), C ire n e fue una fundación d e
la ciudad de T era, es tab lecid a en torno al 632 a.C,, en una reg ión ya
visitada ocasionalm ente p or los tereo s y po r otros g rieg os y que contó
d esd e pronto con la colaboración y participación d e los ind ígenas
libios. La h istoria d e C iren e es relativam ente b ien con ocida y sab em os
q u e el fundador, Bato, obtuvo e l título d e re y y dio lug ar a una dinastía
h ered itaria ; igualm ente, las inform aciones d isponibles ejem plifican,
m ás claram en te qu e en ningún otro caso, los m otivos que em pujan a la
colonización, la se lecció n d el contingente, la d esig na ción d el fundador,
etc. Bien situada en un fértil territorio, C ire n e b asa ba su econ om ía en e l
cultivo d e c e r e a le s y, so b re todo, en la e labo ración y exp ortación d e
productos d e tipo m edicinal y culinario con feccionad os a b a se d e l
silño, planta hoy día d escon ocid a y cuyo p ro ce so se hallaba d ire cta-
m ente supervisad o p or e l re y (Figura 11); tam bién tuvo im portancia
C ire n e p or se r el punto d e lleg ad a d e rutas ca rav an eras p ro ced en te s
de la reg ió n d e l alto Nilo, D esd e C ire n e se fundó toda una s e rie d e
subcolonias (Barca, E v e sp érid es, T auch eira) que garantizaron e l con-
trol por parte de los g rieg o s de e sa región.
El otro lu gar digno d e m ención en e ste apartado es, obv iam ente,
N áucratis. Según el relato d e H eródoto (II, 178-179) fue e l faraón Am asis
(570-526 a.C .) quien con ced ió a los com e rciantes g rie g o s un em plaza-
m iento en e l brazo occid ental d el d elta d el Nilo, perm itién doles e rig ir
santuarios, en los que se hallaban rep resen tad as d oce ciud ad es (Quíos,
Teos, F o cea y Clazóm enas, Rodas, Cnido, H alicarnaso y Fasélid e, Miti-
lene, Egina, Sam os y Mileto). P are ce , sin em b arg o, qu e este faraón
únicam ente reorgan izaría un establecim iento anterior, puesto q ue es
m uy p osib le q ue ya en é p o ca de P sam ético I (664-610 a.C .) se hub iera
recon ocid o c ará cte r perm anente a e s e asentam iento.
En cu alq uier caso, N áucratis su rg e com o con secu en cia d el in te ré s
e g ip cio p or con cen trar, en su propio b en eficio , a los com erciantes
g rie g o s q ue, a lo la rg o d el siglo VII y siguiendo en buena m edid a a los
m erce n arios d e e se orig en, habían estab lecid o rela cion e s co m ercia le s
con el país d el Nilo. Aun cuando no se sa b e a cie n cia cierta si N áucratis

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Figura 11. El rey Arcesilao II de Cirene, supervisando el pesaje del silfio.
Copa lacónica de la primera miíad del siglo VI a.C.

dispuso d e instituciones de autogobierno, es difícil pe nsar que su status


fuera el d e p o lis , aunque sólo se a por hallarse en un territorio ced id o
p or e l v erd ad e ro titular d el m ism o, el faraón eg ipcio, Ello no exclu ye
algún tipo d e sistem a adm inistrativo, apto para organizar las activida-
d es d esem peñ ad as allí p o r los resid e n tes y los transeúntes helé nicos.
Así pues, en sentido estricto, N áucratis no es una v e rd a d era apoikia
g rie g a aun cuando, sin em barg o, su existencia y la d el com ercio con
E gipto d ebió d e se r un m otor fundam ental para la econ om ía del m undo
g rie g o y d e sus b e ne ficios p articipaban tanto aquellas ciudad es que se
hallaban rep resen ta d as allí cuanto, al m enos en varios casos conocidos,
sus colonias y aliados.

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Los productos que eran intercam biad os en N áucratis eran, por p arte
g rie g a , m adera, h ierro, vino, algunos ob je to s de lujo y, ante todo, la
plata y, p or parte eg ip cia, so b re todo trigo, p e ro tam bién otros artícu-
los d e gran dem anda, com o el papiro, el lino, la sal o el alum bre, por
no h ablar d el marfil, e l oro o el alabastro. En suma, un com ercio d e
prod uctos de lujo, a cam bio de otros d e p rim era n ece sid ad ; todo ello
ob lig ab a a m ovilizar, en un contexto pan -m ed iterráneo, recu rsos d e
muy d iv ersas pro ce d en cias y de gran v alor espe cífica m en te destinados
al difícil, selectiv o y restrictiv o m ercado e gip cio. El auge d e e ste co -
m ercio y, por consiguien te d e Náucratis, ten dría lu gar durante e l siglo
VI y a esa fecha corre sp o n d e buena parte de los hallazgos efectuados
durante las e xcav acion es de principio s d e este siglo, incluyendo los
restos d e ed ificios (tem plos y talleres, s o b re todo) y de cerám icas.

4.3.4. El Extremo Occidente

Por E xtrem o O cciden te en ten d erem os aquí la amplia reg ión q ue


com pren d e la Península Ib érica y la Galia M eridional (Figura 3). La
p re se n cia colonial g rieg a en este entorno es relativ am ente tardía, p u es-
to q ue las p rim eras fundaciones no tienen lugar hasta el tránsito d el
siglo VII al VI a.C ., no alcanzando cierta con sistencia hasta, al m enos, la
mitad d el siglo VI. Ya a fines d el siglo VII los m ares occid entales son
frecuentad os por com ercian tes y av entureros g rieg os que, siguiendo
en buen a m edida los pasos de los fenicios, d esd e h acía tiem po estab le-
cid os en la Península Ibérica, lleg an hasta Tarteso en b u sca de b en e fi-
cios. T arte so se sitúa, d e form a prácticam en te unánime, en la costa
atlántica peninsular, p osiblem ente e n tornó' a la reg ión d e Huelva, El
prototipo d e estos com ercian tes d el último tercio d el siglo VII v iene
rep resen tad o p or la figura de Coleo de Sam os, al que alude en una
noticia H eródoto (IV, 152). Estas aventuras sam ias van a v e rs e pronto
interrum pidas por una notable m odificación d e las circunstancias en la
ciudad, que va a d ar lugar a una nueva orientación d e sus actividades.
La con secu en cia m ás d estacab le d e ello s e rá que la ciudad d e F o ce a
em p re nd erá por su cuenta la explotación d e los re cu rso s qu e habían
dado a con oce r los n aveg antes d e la vecin a ciudad jón ica. No hem os de
olvidar, naturalm ente, que p or e sos m om entos tanto F ocea com o Samos
estaban in teresad as en e l m ercad o eg ip cio, puesto que am bas se halla-
ban re p re sen ta d as en N áucratis.
El inicio d e las actividad es fo ce as en O ccid en te se halla p e rfe cta-
m ente reg istrad o, igualm ente, por Heródoto (I, 163) y en las m ismas e l
in terés por Tarteso es eviden te; esas noticias se han visto confirm adas
en los últimos años m e rce d a las e xcav a cio n es que están llev án dose a

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cabo en Huelva. Como con secu en cia de la frecuentación cada vez m a-
yor que los foceos realizan d e los m ares occid entales, en torno al 600
a.C. se p ro d uce la fundación d e M asalia y de Em porion que, a lo largo
d el siglo VI, irán cre cie n d o en im portancia, si b ien se rá la prim era de
ellas la que acab e , en un m om ento posterior, p or con trolar las activida-
d es foceas en O ccid en te y d ar lugar, ya en los siglos V y IV, a toda una
s e rie d e subcolon ias y factorías q u e jalonarán la costa sudgálica y, en
m enor m edida, la ib é rica.
La colonización g rie g a en el E xtrem o O ccid en te presen ta, pues,
cie rto s rasg os d iferen te s con relación a otras reg ion es. En prim er lu-
gar, e s o b ra casi exclusiva d e una sola ciudad, Focea. En segundo
lugar, el tipo d e asentam iento prefe rid o, salvo en Masalia en un m o-
m ento más avanzado y, en cierto m odo, en Em porion, e s el em porion o
factoría sin apenas in d ep end en cia política y en ocasion es profunda-
m ente vinculada al mundo ind ígena, del que d e p en d e rá fre cu e nte-
m ente p ara su aprovisionam iento de m aterias prim as y su subsistencia.
En te r c e r lugar, la irrad iación política so b re e s e entorno nativo va a se r
escasa, aun cuando no la cultural. Por fin, el inicio d e los asentam ientos
coloniales es netam ente p osterio r al atestiguado en otros am bientes
m editerráneos.

4,4. Consecuencias de la colonización griega

Una v ez visto, siquiera rápidam ente, un panoram a g en eral de los


rasgos ca racterísticos d e los distintos am bien tes coloniales grie g os, e s
llegad o e l m om ento d e es boza r las con secuen cias q ue e ste p roceso,
in iciado en el siglo VIII y concluido ya prácticam ente a fines d el siglo
VI, tuvo para el m undo g rie g o contem poráneo. Las m ismas, con se r de
una im portancia trascend ental, se rá n observ ad as d e sd e dos puntos de
vista prin cipales: p or un lado, su rep ercusión en la Historia g en e ral d el
M ed iterráneo; p or otro, su incide ncia en el propio d esarrollo, interno
diríam os, de la Historia g rieg a.

4.4.1. La colonización, creación de una nueva estructura


política fuera del ámbito Egeo

En efecto, una con secu en cia fundamental d e la colonización fue la


exportación , a re g io n e s que hasta entonces habían perm an ecido ajen as
al ám bito E g e o (si se exceptúan los contactos, en m uchos casos ya
olvidados, durante la E dad d el B ronce) d e un sistem a político que en
los m om entos iniciales d e l p roceso , s e estab a desarrolland o en e l m is-

131
mo. E ste e ra el m odelo d e la p o lis g rie g a que, com o hem os m ostrado
en apartad os anteriores, p re sen tab a una se rie de innov aciones con
res p ecto a los esquem as que en esos m ism os m om entos se estab an
d esarrolland o en e l O riente M ed iterrán eo y que estaban, igualm ente,
siend o difundidos m e rced a la acción d el otro g ran pu eblo colonizador,
el fenicio. No se trata d e v alorar la sup eriorid ad o inferioridad d e un
m odelo s o b re otro sino, sim plem ente, de constatar cóm o toda una s e rie
d e re g io n es m ed iterrán eas gozaron pronto de p arad igm as organizati-
vos s o b re los qu e plasm ar sus prop ias e xp e rie n cias , A quí nos in te resa
so b re todo e l h elén ico p or más que d ebam os re co n o ce r que en ocasio-
n es las se m ejan zas en tre am bos son m ayores q ue las d iferencias,
Las ciud ades g rieg as, ind epend ientem ente d e sus d iferen cias, po-
seían una s e r ie de rasg o s g e n e ra le s qu e pod em os co n sid erar com unes;
así, eran s o b r e todo cen tros a grícolas y com e rcia le s. En ellas se tendía
a prod ucir los alim entos n e ce sarios para la propia sup erv iv en cia y, en
caso negativo, las m aterias prim as o prod uctos m anufacturados que,
conv enientem ente intercam biad os, aportaran los m ismos. En cualquier
caso, la p o lis tien d e a integ rarse en e l entorno en el que se instala, tanto
en el territorio corre sp on d ien te o chora cuanto en zonas m ás alejad as.
Por ello, una de las con secu en cias claras de la colonización es la rela-
ción con todos y cada uno d e los am bien tes ind ígenas junto a los qu e se
instalan estas fundaciones, dánd ose origen, en cad a caso, a una se rie de
« p ro ce sos d e helenización» que, si b ien en p ocos casos concluirán en
una v erd a d e ra helenización, aportarán elem entos n ov edosos a las p o-
b lacion es no g rieg a s. Estos elem entos se rán tanto m ateriales (objetos
g rieg o s, com o pued en se r las cerá m icas o los productos d e lujo) cuanto
inm ateriales (form as d e organización política, form as económ icas, etc.),
sin olvidar los culturales (escritura, arte y artesanía, etc.), que contri-
buirán a m odificar, en m ayor o m enor grad o, la situación pre existen te.
Al tiem po que esta transm isión s e prod u ce, las socie d ad e s afectad as
irán orientando su p ropia cultura para h ac er frente e integ rar (o re ch a -
zar) estos ap ortes; a la colonización se d e b e , en último térm ino, el
surgim iento de algunas de las culturas q u e durante buena parte d el
p rim er m ilenio a.C, alcanzarán cierto protagonism o. Así, no e s dudoso
q ue el m undo etru sco tien e una deuda im portante con Grecia-, com o lo
tiene tam bién el ib é rico, p or no m en cionar a las pob lacion es q u e h abi-
tan en la Galia y E uropa Central y qu e a pa rtir d el sig lo V darán lu gar
al con glom erad o céltico, todo ello p or no h ablar de la influencia so b re
te rritorios que, aunque p erm a n ece rá n m ás al m arg en d el curso princi-
pal de la H istoria, tam bién habrán recibid o su pa rte d e la h ere n cia
h elén ica, com o pued en se r tracios y escitas, Es patente tam bién e l p eso
de lo g rie g o so b re e l mundo rom ano d e sd e ép oca a rca ica y, p or
supuesto, so b re las po blacion es p reh e lén icas d e Italia y Sicilia y so b re

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determ inados am bientes fenicio-púnicos. En cad a uno d e estos grupos
humanos v ariarán los elem entos he lé n icos aceptad os y los rechazados,
así com o la intensidad con que ello tiene lugar p ero en todos ellos se
p ue d e ra strear cóm o la acción d e las p o íe is que en sus proxim idad es
se instalan tuvo en todos los casos con secu en cias im portantes.
Una cosa, sin em barg o, d eb e q ued ar clara: estam os hablando de
«p ro ce sos de h elenización» qu e yo quiero distinguir d e una «heleniza-
cíón» propia la cual, si se q u ie re , e s m ás utópica (o m etodológica) que
real, Estos p ro ces os lo q ue im plican no es la copia se rv il de un m odelo
aportado p or G re cia sino, p or el contrario, la posibilid ad d e e lab orar
una cultura original partiend o d el propio sustrato, p e ro em pleand o, en
aquellos casos en que se a n e ce sa rio , tanto un len gu aje formal, cuanto
unos m odos de exp re sión , unas form as organizativas e, incluso, una
id eolog ía tom adas d e los g rie g o s, aun cuando ello im plique, d en tro del
p ro ce so, una rein tepretación , en clav e no g rieg a, d e m odelos he lé ni-
cos. La H élade, pues, desarrolló , en su am biente originario un esqu em a
político, con una o v arias id eologías a su serv icio, con un lengu aje
artístico pecu liar, con una estructura económ ica a bierta hacia el e x te -
rior; la m ultiplicación d e e s e esquem a, conseg uid a m e rce d a la colon i-
zación, llev ó el m ism o a todos los rincon es del M editerráneo donde
pudo s e r ob serva d o y eventualm ente utilizado en conjunto o sólo en
una parte de sus com ponentes p or aquéllos que, sin h abé rselo p ro -
puesto, se habían convertido en v ecin os de los grieg o s. De ello se
d esp re n d e que, en este terre n o, las con secu en cias de la colonización
no pued en sino h ab e r sido d e una im portancia extraord inaria que
acaso jam ás seam os ca p a ce s d e v alorar en sus justos térm inos.

4.4.2. La colonización, factor básico en la formación


de la p o lis

Retom ando algo que d ecíam os en un apartado anterior, d iré que la


expan sión colonial de G re cia, iniciada en el mismo mom ento en el que
se estab a produciendo la definición d e la polis, va íntim am ente ligada,
po r consiguiente, a su p ro ce so formativo. Surgida com o m edio d e
lib e ra r las ten siones existen tes e n los estados nacientes va, p ara d ójica-
mente, a introducir unos elem en tos que van a m arcar el d esarrollo de
los mismos. A sí/ la im plicación com ercial que algunos d e los centros
g rieg os habían m antenido d esd e e l final de los Siglos O bscu ros y q ue
había dado lugar a toda una se rie d e n ave gacion es, especia lm en te a
O riente, va a v erse reforzada d esd e el m omento e n que las nuevas
p o le is se con vierten en nuevos m ercad os, al tiem po que c re an otros
p ropios en tre los indígenas junto a los que se instalan, Indudablem ente

133
eso dará lugar a la aparición de individuos que hagan d el com ercio su
principal actividad, p ro ce so que ya hallam os atestiguado en los poem as
de H esíodo. D e la m isma m anera, estas nuev as activid ades fav orecen
un d e stacab le auge económ ico que no afecta por igual a todos los
habitantes de la p o lis , sino sólo a los grupos p reviam ente m ás p rivile-
giados (los aristoi), que ten derán a h a ce rs e con e l control de m ás y
m e jo re s tierras, en un p ro ce so q ue se hallaba en la raíz d e las p rim eras
fundaciones coloniales, A todo ello hem os d e añadir las transform acio-
nes, ya m encionadas, en los m odos d e com bate, que van dando lugar,
paulatinam ente, a la táctica hoplítica, con la consiguiente dem anda por
pa rte d e q u ienes s e in tegran en la falange de contrapartidas políticas a
su particip ación m ilitar (v éase 3.3.2 y 5.3).
No q u iere d ec ir todo ello que la colonización sea la causa d irecta de
estos d esarrollos, p ero sí qu e la m isma determ inó una transform ación
cuantitativa im portante del m arco en el que los conflictos, ya latentes
con anterioridad , se d esarrollaron , am plificando los m ismos. La inte-
gración d e las p o le is en una estructura económ ica con un radio d e
acción cad a vez más am plio, el in crem ento d e la prod uctividad y e l
aumento dem ográfico, en relación todo ello con el fenóm eno colonial,
tendrá un efecto im portante sob re las ciud ad es g rieg a s, al e x a ce rb a r
las d iferen cias de trato político de los ciudadanos, en función exclu siva-
m ente d el nacim iento. El en riq uecim iento de se ctore s significativos de
la población, com o consecuen cia d e la p rosperid ad económ ica, no se
traduce, com o h em os visto, en una contrapartida política equivalente y
aquí se h allará una nueva causa de inestabilidad . Es tam bién la coloni-
zación resp on sa ble de ello, en sentido lato. Las solucion es q u e se
adoptarán variarán seg ún los casos, p ero fenóm enos com o el d e las
tiranías, o los leg islad ores, q ue caracterizarán buen a parte del arca ís-
mo g rie go , serán tam bién, en parte, con secue n cia del p roce so colonial.
En definitiva, la v erd ad e ra im portancia d e la colonización en e l
d esarrollo histórico g rieg o re sid e , ante todo, en el h echo de q ue la
misma dio orig en y lib e ró toda una s erie de recu rsos y p oten cialid ades
qu e la conform ación d e la p o lis había contribuido a c re a r y que, m e r-
ce d a la rep rod u cción hasta la sacied ad d e tal esquem a, propició el
de sencade nam iento de conflictos internos, p e ro tam bién puso las b ases
so b re las q ue se iba a p ro c e d e r a su sup eración (o, al m enos, a intentar-
lo) (7 éa se 3.4).

134
O VI
en Grecia

5.1. Introducción

T ras h ab e r tratado d e form a m onográfica la colonización g rie ga ,


retom am os a un esqu em a cron ológico que nos perm ita ir com p ren -
diendo el p ro ce so de d esarrollo d el mundo helénico que, com o se irá
viend o, se cen trará ante todo en la dotación paulatina d e contenido de
aqu ellos elem entos q ue, d esd e su inicio, habían caracterizad o la p o lis
g rie g a y, muy especialm en te, cóm o a lo largo d e l siglo VII, se traducirá
en e l enfrentam iento social, en la discord ia interna, en la b úsqu ed a d e
un nuevo eq uilibrio, con ce ptos todos qu e los g rie g os eng lo bab an con
el nom bre, siem pre te rrib le y om inoso, d e stasis.

5.1.1. La ampliación del ámbito griego:


Las nuevas fundaciones del siglo VII a.C.

Hay q ue aludir aquí, siqu iera brev em en te , a que, si el siglo VIII


había visto el inicio de la e m p re sa colonizad ora g rie g a, el siglo VII v erá
la prosecu ción d e la misma, con e l afianzam iento d e este sistem a com o
m edio alternativo pa ra solucionar los p rob lem a s de tipo económ ico y
so cial con que se enfrentaban tanto las ciud ades que habían iniciado el
p ro ce so colonizador cuanto, ya en algunos casos, las p ropias p o le is
coloniales,

135
— Fundaciones secundarias
En efecto, ya durante el siglo VII a p a re ce n nuevas fundaciones, cuyo
o rige n hay q ue b u sca r en las p rim eras colonias estab lecid as en e l siglo
VIII; casos significativos son el d e Siracusa, qu e fundará los cen tros de
A cras, C asm en as y Cam arina (esta última y a en e l 598 a.C .), o Zancle,
q ue fundará H ím era o M ég ara H iblea que e sta b lec e rá Selinunte, todas
ellas en Sicilia, o, en la Magna G re cia , el caso de Síbaris, que fundó
Posidonia, o el d e L ocris E pízefiria q ue fundó M edma e Hiponio. La
finalidad d e estas fund aciones no d ifiere mucho de los m otivos que
habían llevad o, dos o tre s ge n e ra cio n es antes, a la fundación d e ellas
m ismas; naturalm ente, y junto a la resolu ción d e pro blem as internos
so b re v en id o s en las colonias d e p rim era ge n era ción , tam bién hay que
te n e r en con sid eració n que e l d esarrollo de las actividad es co m ercia -
le s em pieza a p re ocu p ar seriam en te a las ciu dad es y, p or ello, tam bién
se ten d erá a colocar los nuevos establecim ientos en los sitios m ás
fav o rables de ca ra a e ste tipo d e em p resa, no siendo infrecuente que
las nuevas m etrópolis traten de e s ta b le c e r un control más o m enos
intenso so b re sus (sub)colonias, no sie m p re coronado p or el éxito.
P ráctica habitual, q ue se generaliza con m otivo d e estas subcolonias es
la participación d e la m etrópolis originaria, habitualm ente m ed iante e l
p roce dim iento de env iar un oikistes que, junto con el nom brad o p or la
v e rd a d e ra fundadora, se responsabiliza de las tare as d eriv ad as de la
fundación, con tribuyend o a integrar a todas ellas en un amplio conjunto
unido p or vínculos d e amistad y afinidad.

— Apertura de nuevos ámbitos: Tracia y el Ponto Euxino;


el Adriático. La fundación de Cirene y Náucratis
Junto a la prosecu ción d e la lab or colonizad ora en re g io n es ya
tocad as d esd e el siglo VIII, en el siglo VII se p ro d uce tam bién la
apertu ra d e nuev os ám bitos en tre los que ca b e d estacar la reg ión de
los acc eso s al Ponto y el propio Mar N egro, a la que ya hem os aludido.
En efecto, la p re se n cia clara d e fund aciones en este m ar em pieza a
atestiguarse d e sd e aproxim adam en te la mitad d el siglo, aun cuando no
se rá hasta el p e ríod o de tránsito e ntre el siglo VII al VI cuando tom e
fuerza e l p ro ce so colonizador en estas re g ion es. En él, las ciudad es
jonias y, so b re todo, Mileto, tendrán un g ran papel, en unos m om entos
en que el surgim iento d el p o d erío lidio en Asia M enor im pedirá cual-
q uier intento p or con trolar los valles fluviales q ue su rg en a espald as de
las ciud ades g rie g a s costeras y, p or consiguiente, d e b erá n bu scarse
nuevas tie rras en reg io n e s aún poco o nada frecuentadas p or los g rie -
gos ( véase 4.3.2).
Igualm ente, se p ro d uce, a p artir so b re todo de Corinto y de su

136
colonia C orcira, la colon ización d el A driático, con fundaciones com o
Epidam no, A m pracia, A nactorio, Léucad e o A polonia en Iliria, por no
m encionar el estab lecim ien to d e C orcira N eg ra p or parte de Cnido.
Por fin, y dentro d el ám bito norteafricano, e s tam bién en e l siglo VII
cuando s e prod u ce e l establecim iento te reo d e C iren e y el inicio del
asentam iento g rie g o (tal vez sam io y m ilesio en un p rim er mom ento) en
lo q ue a cab ará conv irtiénd ose en Náucratis.
Así pues, el siglo VII e s tam bién un m om ento im portante dentro del
p ro ce so colonizador, caracterizad o b ie n p or e l reforzam iento d e la
p re sen cia helénica en las re gion es previam ente ocupadas cuanto p or la
ap ertura de otras nuevas, en m uchas ocasion es origin ad as, adem ás d e
p or los e xce d en tes d e población en las m etrópolis, por e l d e se o d e
es ta b le c e r v erd ad e ra s re d e s com erciale s que garanticen el bie n esta r
de aquéllas.

5.2. El siglo de la poesía lírica griega

Junto con la am pliación territo rial d el mundo g rie g o, el siglo VII se


va a caracteriza r po r la aparición de un nuevo g é n e ro literario, la
poe sía lírica g rie g a q ue ya en e ste m om ento alcanzará un am plio d e sa-
rrollo, el -cual se p rolon ga rá tam bién durante el siglo VI. Las com posi-
ciones poéticas que em piezan a su rg ir por todo e l mundo g rieg o p re -
sentan, ante todo, y e s su novedad principal, e cos d e la situación con -
tem poránea fren te a lo que e ra habitual en los Poem as H om éricos y en
el ciclo ép ico. En e s e sentido de inm ediatez, e l p re ce d e n te más notable
lo constituyen Los Trabajos y los Días d e H esíodo. El poeta lírico e x p re -
sa sus im presion es a ce rc a d e toda una se rie de cuestiones, a las q ue
alud iré más adelante, hablando habitualm ente en p rim era p erson a y
d ejand o traslucir, por vez p rim era, un auténtico sentim iento person al
a c e rca d el m undo circund ante. Si bien , d eb id o a eso mismo, la utiliza-
ción de la p oesía lírica com o fuente histórica está sujeta a la o b se rv a -
ción d e m últiples p recau cio ne s, a causa d e la subjetividad que, casi por
definición, la caracteriza, las viv encias que la m ism a refle jan son un
elem en to fundamental a la h ora d e com p ren d er la m entalidad h elé nica
durante estos m om entos cru cia les en los que se con clu ye, d e modo casi
definitivo, el p ro ce so de conform ación d e la p o lis g rie g a (v éase 5.2.1).

5.2.1. Valores expresados en la lírica; ia elaboración


de una ideología política

Como d ecía anteriorm ente, los asuntos tratados en las po esías líricas
son tan variados casi com o los autores q ue las com ponen. El Prof.

137
Rodríguez A drad os (RODRIGUEZ ADRADOS: 1981), g ran co noced or
d el mundo d e la lírica a rcaica ha estab lecid o, en un libro fundamental
p or m uchos aspectos, una se rie de apartados que pu eden resum irse
en: «D ioses y hom bres»; «Ciudad, ley e individuo»; «Muerte, v ejez y
juventud»; «A mor»; «Encom io y escarnio, opinión y crítica». Así pues,
las relacion es en tre divinidades e individuos, la vinculación en tre éstos
y e l estado, los sentim ientos puram ente person ale s, en tre otros, hallan
cabid a en la poe sía lírica. Por razones obvias, aquí nos interesará, ante
todo, la refe re n cia política p re sen te en la lírica, aun cuando no pod a-
m os d e ja r d e re c o n o ce r que, en el universo lírico , hay una gran
in terrelación en tre los d iferente s aspectos abordad os.
La p re ocu pación política ocupa un lugar d estacad o en la lírica y un
tem a re cu rre n te v iene rep resen tad o por la cuestión de los d e b e re s d e
los ciudadanos h acia su polis', las d e scrip cion e s de com b ates y la e x -
hortación a los com batientes a m antenerse en su puesto hasta la m uerte
e s la plasm ación m ás ev iden te d e es te sentim iento, com o lo encontra-
m os en los poem as d e Calino de E feso (frag. 1 D) o T irteo d e Esparta
(frag. 1 D). De paso d irem os que los id ea les defend idos, si bien con
reson ancias aristocráticas, son al tiem po e l paradig m a de la ideolog ía
hoplítica, algunos d e cuyos rasg os he avanzado ya y so b re la que
v olv eré m ás adelante. No obstante, una refle xión política profunda no la
encon trare m os en la lírica hasta el siglo VI, en los poem as de Solón o,
en el tránsito d el siglo VII al VI en la poesía de A lceo. Tanto Calino
com o Tirteo, cuyo p erío d o de florecim iento se sitúa a m ediad os d el
sig lo VII, com ponen buena p arte de lo que se con o ce de sus ob ras
resp ectiv as b ajo la am enaza extern a, en el p rim ero de los casos re p re -
sentad a por las invasion es cim erias y en e l segundo de ellos por la
Segund a G uerra d e M esenia. Eso explica, p arcialm en te, el énfasis en
los aspe ctos b é lico s qu e hallamos en los dos (re a s e 3.4.2; 5.3,2).
De la ob ra de Calino es, ciertam ente, poco lo q ue se con oce, lo que
im pide sa b e r si ab ord ó otros temas. La de Tirteo tam poco s e ha co n se r-
vado en cantidad, si b ien disponem os de algunos datos más, D e e llos e l
m ás im portante e s el fragm ento 3 D, q ue r e c o g e lo qu e posib le m en te
sea una paráfrasis d e la R etra d e Licurgo y de i q ue reprodu cim os un
pequ eñ o p asaje p or su evid en te in terés:

«Que manden en consejo los reyes que aprecian los dioses, ellos
tienen a su cargo esta amable ciudad de Esparta y los ancianos ilustres
y luego los hombres del pueblo, que se pondrán de acuerdo para
honestos decretos. Que expongan de palabra lo bueno y practiquen lo
justo en todo y que nada torcido maquinen en esta ciudad.» (Tirteo,
frag. 3 D; traducción de C. García Gual.)

138
Si se rec u erd a el énfasis qu e H esíodo hacía so b re las d ecision es
injustas d e los «re ye s d ev orad o res de regalos», no d e ja rá d e so rp ren -
dern os este p asaje. Como ya v erem os, la Retra de L icu rgo presunta-
m en te le es en trega d a al le gislad or por el oráculo délfico y quien está
hablando, en e ste p asa je de T irteo, e s el propio Apolo. Si en H esíodo se
so licitaba de D ike q ue v elara po r el buen ord en social, aquí e s el
propio Apolo quien lo garantiza. Las sem ejanzas con el len gu aje hesió-
d ico no hacen sino reforzar esta im presión. Aun cuando se le atribuya a
Apolo la autoría de estas palabras, hay aquí ya un prim er atisbo no sólo
d e reflexión política, sino d e los m edios para lograrlo. P a re ce ría com o
si las dem andas de H esíodo hu b iesen hallado la respuesta apropiad a, al
m enos en la ciudad de E sparta. Al tiem po, da la im presión d e que es e
bu en ord en social, e sa Eunom ía a la que alude e l fragm ento, v iene
garantizada, precisam en te, p or la sumisión d el ciudadano a la jerarq u ía
qu e los propios dioses han e stab lecid o: re ye s, ancianos, ciudadanos, al
m enos en el caso d e Esparta. La adhesión a los re y e s y a sus d e c i-
siones, la lealtad hacia la ciudad, exp resa d a gráficam ente por el propio
Tirteo en su fragm ento 1 D, e s a la vez causa y con secu en cia d e es e
buen ord en (Véase 5.1.2):

«... avancemos trabando muralla de cóncavos escudos, marchando en


hileras Panfilíos, Híleos y Dimanes y blandiendo en las manos, homici-
A das, las lanzas. De tal modo, confiándonos a los eternos dioses, sin
tardanza acatemos las órdenes de los capitanes y todos al punto vaya-
mos a la ruda refriega, alzándonos firmes enfrente de esos lanceros.»
(Tirteo, frag. 1 D; traducción de C. García Gual.)

No ca b e duda, por consiguiente, que en la Esparta d e la prim era


m itad d el siglo VII y sin duda no e s un fenóm eno aislado, se ha e la b o ra -
do ya un m arco d e re fe ren cia q ue perm ite la in tegración d el individuo
dentro d el organism o de la p o lis y que la mism a se ha con ceb id o com o
un conjunto d e contrapartid as mutuas, Es la p o lis la q ue p ro te g e al
individuo y a su familia:

«Que lo más amargo de todo es andar de mendigo, abandonando la


propia ciudad y sus fértiles campos y marchar al exilio con padre y
madre ya° ancianos, seguido de los hijos y de la legítima esposa ...
entonces con coraje luchemos por la patria y los hijos y muramos sin
escatimarles ahora nuestras vidas.» (Tirteo, frag, 6+7 D; traducción de
C. García Gual.)
«Honroso es, en efecto, y glorioso que un hombre batalle por su
tierra, sus hijos y por su legítima esposa contra los adversarios«.
(Calino, frag. 1 D; traducción de C. García Gual.)

139
Sin e m b argo, e sa protección es con se cue n cia d el sentim iento que
d e b e unir al ciudadano con su ciudad natal, qu e le e x ig e , en caso de
n ece sid ad , el su prem o esfuerzo d e su sacrificio p erso nal en aras d e la
colectivid ad . C iertam en te, no podríam os en co n trar una p ru eb a m ás
ev id ente d el p ro ce so que está d e sarrollán d ose. Surgida la p o lis a lo
larg o d el siglo VIII, a la m era integración de individuos y territorios
d iv ersos p or razones v arias, le su ced e la elab ora ción d e toda una s e rie
d e tem as que no sólo justifiquen sino q ue, adem ás, re fu e rce n esa solu-
ción: los lírico s son testigos (y a v e ce s tam bién artífices) d e la construc-
ción de la id e olog ía d e la p o lis. Lo m ás curioso de todo ello es que son
los id e ale s aristocráticos los que, p oco a poco van im pregnando toda la
sociedad , siendo asum idos, si b ien m atizados en algunos aspectos, por
el conjunto de la ciudad; al tiem po, la aristocracia propiam ente dicha
va a v er am enazada su posición, en cuanto clase, dentro de la p o lis que
se está dotando de b as e ju ríd ica. T am bién la lírica es testigo d e e se
pro ce so.

5.2.2. El ideal aristocrático, entre la exaltación poética


y las amenazas externas e internas

Ya en uno d e los p a sa je s p rev iam ente citados d e Tirteo (frag, 3 D) se


e x p re sa b a un nuevo ord en social en el q ue, junto a los re y e s y los
ancianos (el esq uem a que hallábam os en los Poem as H om éricos) se
h ace refe ren cia a los h om bres del dem os com o p artícip es d ecid id os en
la toma d e d ecision es. Bien p oco im porta, en este sentido, q ue en
Esparta, com o sab em os, la trad ucción d e esta p re rrog ativ a no com por-
taba votaciones individualizadas sino e l arcaico proced im ie nto d e la
aclam ación; en cualq uier caso, el m ism o hech o d e su m ención constitu-
ye una im portante transform ación, si lo com param os con la situación
que se d esp ren de· d e los Poem as H om éricos o d el propio H esíodo.
Da la im presión, p or otro lado, d e q ue la p o lis d el siglo VII ha
asumido, en su conjunto, áquellos id eales que habían caracterizad o a
los aristoi d e los Poem as H om éricos; leyen do los p a sajes d e T irteo o de
Calino no p odem os d eja r d e ten e r p re se n tes estos e co s h om éricos y,
sin em b argo, ah ora van d irigid os no a un restringid o grupo d e indivi-
duos que, m ontados e n sus cabalg aduras, acuden al com b ate singular,
sino a una m asa com pacta d e ciudadanos, la falange hoplítica, q ue al
tiem po qu e ha h ered ad o la función defensiva d el aristos de los Siglos
O bscu ros se ha rev estid o de unos atributos, al m enos en el pláno
id eológ ico, sim ilares. Y no d eja d e s e r in teresante, a este res p ecto , la·
observ ación qu e ha realizad o M orris (MORRIS: 1987), en el libro q ue ya

140
he m encionado anteriorm ente, en el sentido de que en determ inadas
p artes del m undo g rieg o se ob se rv a, entre los años finales d el siglo VIII
y los iniciales d el VII, una m odificación sustancial d e las form as de
enterram iento, que le llevan a su g erir la extensión d e un « d erech o a un
enterram iento formal» a gru pos previam ente exclu id os d e l mismo, h e-
cho que pued e relacion arse, probab lem e nte, con la am pliación de la
ba se social d e las ciud ades g rie g as. Sin em bargo, si nos preguntam os
por el tipo d e su integración política, hem os de res p on d e r n e ce sa ria -
m ente q ue la m ism a sig ue siend o limitada y el ya m encionad o p a sa je de
T irteo nos lo presen ta, al colocar a los h om b res del dem os en el último
lugar en la línea d el e je r cic io d el po d e r (y éase 5.2.1).
D eberíam os, pues, p en sar que a una exten sión d e determ in ados
aspe cto s de la ideolog ía aristocrática a g rupos e m erg en te s, q u e partici-
pan d e la d efen sa d e la p o lis y d e las re p resen tacion es aristocráticas en
torno a este hecho, no le ha correspon d ido un recon ocim iento rea l
inm ediato, esto es, político, d e esa nueva situación. P or supuesto que
é ste se rá un nuevo factor d e inestabilidad, cuyo d ese n lace se v erá en
apartados ulteriores. Lo qu e aquí m e interesa m ostrar, po r no alejarm e
aún d e los líricos, e s cóm o estos id eales, lejos de s e r unánim em ente
adm itidos, son cuestionados y, lo que e s peor, se ironiza con ellos de
form a explícita. Quien d e esta m anera o bra no es otro qu e A rquíloco
de Paros (Véase 5.7; 5.8).
Contem poráneo de T irteo y Calino y natural d e la isla de Paros, e r a
hijo d el n oble T e lesicle s y d e la esclav a Enipó; aun cuando las opinio-
nes son disp ares, se tiend e a con sid era r a este T e le sicle s com o el
oikistes d e T asos y se p ien sa que A rquíloco participaría en un refuerzo
parió enviado a su colonia d e Tasos. Sea com o fuere, ello no nos afecta
aquí más q ue de modo secun dario. Lo v erd ad eram en te in teresante e s
q ue A rquíloco, ante una situación b astante paran gon able a las d escritas
para Efeso (Calino) y Esparta (Tirteo), enfrentado a un enem igo b á rb a -
ro (los tracios) que ponen en p e lig ro la su perv iven cia d e Tasos, va a
re accion a r d e m odo distinto. No e s q ue A rquíloco rec h a ce la g uerra,
antes bien al contrario, bu ena p arte d e sus poem as giran en torno a la
misma, sino q ue la re p resen tación que d e ella m isma se h ace arro ja una
cierta som bra de duda a ce rc a d e la sen satez d e los id eales que los
otros dos poetas d efienden. Así, la ruptura d el tabú de la pérdid a d el
escudo, que im plica, necesariam en te, una huida y q ue constituye uno
d e los p a sajes más conocid os d el poeta de Paros:

«Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha, que tras un
matorral abandoné, a pesar mío. Puse a salvo mi vida, ¿Qué me impor-
ta tal escudo? ¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.»
(Arquíloco, frag. 6 D; traducción de C. García Gual.)

141
Esta exp resión , in co n ceb ib le en otro poeta es, sin em b argo, pronun-
ciad a p or A rquíloco. Se ha hablado en m uchas ocasion es d el individua-
lism o q u e este poeta re p re sen ta y p ue de que se a cierto. P ero d e lo. que
no ca b e duda es de su propia visión de los hechos, profundam ente
crítica. C rítica con la rep re se n tación habitual de la p o lis y, so b re todo,
del papel d el individuo dentro de ella:

«Siete muertos han caído, que habíamos alcanzado a la carrera, ¡y


somos mil sus matadores!» (Arquíloco, frag. 61 D; traducción de F. R.
Adrados.)

Esta «hazaña», g ro te sca po r d esp rop orcionad a tam bién cuadra bien
en este contexto d el q ue A rquíloco se e r ig e en rep resen tan te así com o
la d escrip ció n del g e n e ral ideal:

«No me gusta un general de elevada estatura ni con las piernas bien


abiertas ni uno orgulloso de sus rizos ni afeitado a la perfección: que
el mío sea pequeño, firme sobre sus píes y todo corazón.» (Arquíloco,
frag. 60 D; traducción de F. R. Adrados.)

Lo q ue aquí tenem os es, en cierta m edida, la d escrip ción del «anti-


h éro e»; frente a los p erson ajes hom éricos, caracterizad os po r su b e lle-
za física, sólo p aran gon able a su «b elleza m oral» o a rete, connotaciones
que p o se e tam bién el aristos arcaico, A rquíloco bu sca la efectividad en
la acción, p re scind ien d o de esos id eales ela borad os por la aristocracia
dirigen te, No c a b e duda d e que nos hallam os frente a una crítica form al
a la so cied ad aristocrática.
Si habíam os con sid erado a H esíodo «portavoz» d el descontento so-
cial d e los años finales d el siglo VIII, podríam os pen sar en A rquíloco
com o su rep resen tan te a m ediados d e l siglo VII; lejos de la idílica y en
cierto m odo utópica visión d e la Eunomía d e Tirteo, A rquíloco ataca
tam bién otras p rácticas corrien te s en su ép oca , com o el afán d esm ed i-
do de riquezas, que será, a inicios del siglo VI uno de los tem as
prefe rid o s d e la po esía d e Solón:

«No me importan los montones de oro de Giges. Jamás me dominó la


ambición y no anhelo el poder de los dioses. No codicio una gran
tiranía. Lejos está tal cosa, desde luego, de mis ojos,» (Arquíloco, frag.
22 D; traducción de C. García Gual.)

A parte d e a p a re ce r e n e ste poem a la prim e ra m ención con ocid a de


la palabra «tiranía», quizá pod em os v e r aquí una crítica a situaciones
con tem p orán eas que é l está p resenciand o: afán d e riquezas, p od e r
absoluto, e q u ip arab le al de los d ioses, am bición desm edida, etc. Com o

142
acabo de apuntar, por Solón sabem os q ue en todo ello rad ica una de las
causas d el conflicto político, luego no es im p robable q ue conn otacion es
sim ilares alcan ce ya con A rquiloco.
La idealización d e la p o lis tam poco es practicad a p or nuestro poeta;
re firién d ose a la que p a r e c e con v e rtirse en su seg unda patria, Tasos, y
a sus habitantes, afirma:

«Esta (Tasos) como un espinazo de asno se encrespa, coronada de un


bosque salvaje... Que no es un lugar hermoso ni atractivo ni amable
cual el que surcan las aguas del Siris.» (Arquiloco, frag. 18 D).
«Así en Tasos confluyó la basura de toda Grecia«. (Arquiloco, frag.
54 D; traducciones de C. García Gual.)

El d e sp re cio p or los propios conciudadanos e s algo q ue tam bién


hará fortuna en la lírica g rie g a , com o m uestran bastantes p a saje s d e
Teognis, en el siglo VI, si b ie n e l acen to en este último poeta p a re c e se r
de signo contrario.

5.2.3. La lírica, testigo de un proceso de cambio

De lo hasta aquí visto s e d e sp ren d e q ue ya en la mitad d el siglo VII


dos con cep cion es distintas de la p o lis están p resen tes: por un lado, la
«trad icion al», rep resen tad a po r Calino y Tirteo, en la cual predom inan
los valores aristocráticos, por m ás que se haya am pliado la ba se social
(p ero no política) so b re la que se aplican. Es ella la que ela bo ra el tem a
d e lo que en su m om ento se con v ertirá en la «bella m uerte», la m uerte
en d efen sa d e la p o lis y la que apela a la vergü enza de la huida y
re cu e rd a el espantoso destino d el g u e rre ro v encido. Los e cos h om éri-
cos (y, por ello mismo, aristocráticos) son evidentes.
Por otro lado, la rep resen tad a p or A rquiloco q ue cuestiona buena
pa rte d e este esquem a: la g u erra es en sí d ep lorab le y no siem pre tan
h e ro ica com o pu diera a p a re ce r a los ojos de la otra ten dencia; la idea
d e la p o lis está consolid ada, p e ro a su som bra se sigue produciend o el
e nriquecim iento y la m ala actuación d e sus go bern an tes; a v e ces es,
incluso, dudoso, si m e re c e la pen a luchar p or los conciudadanos; po r
fin, se lleg a a dudar de la efectividad de e sas ideas con las q ue los
d irigen tes están im pregnando a la ciudad. C iertam ente, en A rquiloco
no hay una clara respu esta política sino, m ás bien , la constatación de un
m alestar. El, lo afirm a exp re sam en te, no aspira a la tiranía, p e ro ello no
le im pide pulsar el d escontento existente, d el cual él mismo es partíci-
pe. Es, en cualquier caso, e l refle jo de unos d escontentos a los qu e
poco a poco h ab rá que ir dando salida lo qu e se logrará, com o se v erá
en capítulos ulteriores, de d iv ersos m odos ( véase 5.7; 5.8).

143
Por último, q u iero sólo tra er a la con sid era ción d el le cto r el hecho
de que A rquíloco e s fruto d e la unión e n tre un n ob le y una esclav a, e s
d ecir, un tipo de individuo (llam ém osle, siqu ie ra aproxim ativam ente
«hijo ilegítim o d e un aristócrata») que encontram os en ocasiones en el
siglo VII y cuyo prototipo m ás conocid o es Cípselo d e Corinto, que
tam bién rep resen ta un estado de opinión p arecid o al que propugna el
poeta. La d ife ren cia con A rquíloco estará e n que éste, qu e sepam os, no
intentará ninguna m edida efectiv a p ara m od ificar la situación y que, sin
em b a rg o, C ípselo (entre otros) hará algo m ás que es crib ir, pasando a
la acción política y conv irtién dose en tirano. Quizá e l p ara le lo se a
fortuito p ero, m ás allá d el mismo, figuras com o A rq uíloco y Cípselo
(rig urosam e nte contem poráneos) nos m uestran que junto con los d e-
nunciantes de la situación tam bién había otros d ispuestos a b u scar un
rem edio.

5.3. Las innovaciones en ei campo de la guerra:


El armamento hoplítico

Antes d e en trar en las cuestion es econ óm icas con sid ero oportuno
tra e r a colación la cuestión de la reform a hoplítica y d e la id eolog ía
que, presuntam ente, se vincula a ella. Ya e n un apartado anterior h abía-
m os hablado de los hoplitas en un contexto del siglo VIII. P a re ce, com o
d e cía en ton ces, que los distintos elem entos que configurarán el arm a-
m ento hoplítico clásico han ido su rgie ndo en é p oca s d iferen te s a lo
la rg o d el sig lo VIII y p rim era m itad del siglo VII; veíam os, igualm ente,
cóm o ya en la Ilíada se aludía a com bates en form ación y, por consi-
guiente, cóm o e r a ya lícito plan tear para aqu ellos m om entos la cuestión
d e una cierta «id eolog ía hoplítica». Los testim onios arqu e oló gicos han
perm itido co rro b o ra r la im presión d e qu e los elem en tos d e la panoplia
hoplítica han ido ap are cie n d o p oco a poco, hasta dar o rig en a la ima-
ge n tradicional d e e s te g u erre ro y d e su form a d e com bate típica, la
form ación cerrad a . Igualm ente, otros testim onios nos han ido m ostran-
do lo paulatino del p ro ce so d e ad opción d el arm am ento y d e la táctica
hoplítica y cóm o en el mismo interv iene, d e forma clara, la n e ce sid ad
de no q ued ar retrasad o s en un cam po com o e n el d e la g uerra, sujeto
siem p re a rápidas y profundas m od ificaciones (ré a s e 3.4.2).
Tene m os la fortuna d e d isponer de dos testim onios, prácticam ente
contem porán eos, que nos m uestran cóm o a m ediad os d el siglo VII ya
se ha lleg ad o a lo que, d e sd e entonces, s e conv ertirá en e l m edio
habitual d e com b ate po r pa rte d e los g rie g os, la falan ge hoplítica; por
un lado, e l conocid o «V aso Chigi», una olpe d el Protocorintio Medio,
datada en tre 650-640 a.C . (Figura 12); por otro, un p asaje d el ya citado

144
Figura 12. El «Vaso Chigi», olpe del Protocorintio Medio.

T irteo (cuyo florecim iento se sitúa hacia el 640 a.C .) y que a continua-
ción tran scrib o:

«Así que todo el mundo se afiance en sus pies y se hinque en el suelo,


mordiendo con los dientes el labio, cubriéndose los muslos, las pier-
nas, el pecho y los hombros con el vientre anchuroso del escudo
redondo. Y en la derecha mano agíte su lanza tremenda y mueva su
fiero penacho en lo alto del casco. Adiéstrese en combates cumplien-
do feroces hazañas y no se quede, pues tiene su escudo, remoto a las
flechas. Id todos al cuerpo a cuerpo, con la lanza larga o la espada
herid y acabad con el fiero enemigo, Poniendo pie junto a pie, apre-
tando escudo contra escudo, penacho junto a penacho y casco contra
casco, acercad pecho a pecho y luchad contra el contrario, manejando
el puño de.la espada o la larga lanza, Y vosotros, tropas ligeras, uno
acá y otro'allá, agazapados detrás de un escudo, tirad gruesas piedras
y asaeteadlos con vuestras pulidas jabalinas, permaneciendo cerca de
los que portan armadura completa.» (Tirteo, frag. 8 D; traducción de
C. García Gual.)

T eniendo pr es en te s estas dos im ágen es, p roseg u irem o s el análisis


h istórico de la llamada «reform a hop lítica»,

145
5.3.1. La reforma hoplítica en e! desarrollo histórico griego

Antes d e seg u ir adelante, he d e d ecir que yo cre o , realm ente,, en


una «reform a hoplítica», al m enos en e l sentido de que, en contra d e lo
ex p re sa d o en algún trab ajo m oderno, e l m odo de com bate «hom érico»,
aristocrático por antonom asia, es e l duelo, que con e l paso d el tiem po
(y ya tam bién en é p o ca «hom érica») va com bin án dose con el com bate
en form ación, com o se vio en su mom ento. Se trata, p or lo tanto, d e una
reform a en el m odo d e com batir, si bien, le jos de ten e r lugar en un
m omento y en un lugar puntuales, a b arca un larg o p erío d o d e ce rc a de
un siglo, hasta lle g ar a su im agen clásica, a m ediad os del siglo VII
(Véase 3.4.2).
En otro orde n d e cosas, ciertam ente, la existe ncia de una form ación
hoplítica, es d ecir , la falange, im plica que una p arte im portante de la
com unidad d isponga d e los m edios económ icos suficie ntes p ara co s-
tearse el com plejo equipam iento d e l hoplita, Si b ien los que dispongan
d e estos m ed ios no van a s e r m ayoritáríos en la p olis, sí p a re ce cierto
que su núm ero no coincid e, sino que reb a sa al d e los aristoi origina-
rios. Al tiem po, e ind epen dientem ente d e la form a rea l q ue asum iera el
com bate hoplítico, p a re c e cierto qu e la form ación ce rr ad a im plica u
origin a un sentim iento d e solidarid ad y, en un plano su perior, refuerza
la idea d e la iso nom ia , al tiem po q ue amplía su contenido al h a be r
admitido a sujetos no aristocráticos, v e rd a d e ros depositarios d e es e
concepto en un p rim er m om ento. Lam entablem ente, ha sido fácil dar el
sigu iente paso y hablar d e un «estado hoplítico», a ce rc a d e lo cual
trataré en el sig uien te apartado.
Lo único que q u iero apuntar en e l p re se n te e s que si alguna im por-
tancia histórica (más allá de la m eram ente m ilitar) tuvo la reform a
hoplítica la m ism a rad icó, ante todo, en la posibilid ad qu e ahora se le
a bría a una se r ie d e individuos d e d e fen d er personalm ente la p o lis lo
cual, sin duda, aum entó su sensación d e p erte n en cia a ella. Una prim e-
ra y tenue contrapartid a fue la «extensión» d e las conn otaciones aristo-
cráticas d e la lucha a e s e conjunto m ás amplio d e ciudadanos; en eso
estoy de acu erd o con Hammond (HAMMOND: 1982, 340), aunque no
com parto su idea de qu e una aristocracia de nacim iento da paso a una
nueva aristocracia d e la riqueza y la gu erra. Calino y T irteo son porta-
v o ces de esa orien tación. P ero tam poco hem os d e olvid ar a A rquiloco,
que rep re se n taría a aq uéllos que no s e d ejan eng añ ar p or e sa «aristo-
cratización» (en un plano m eram ente form al) de los nos aristócratas.
Ciertam ente, y com o tam bién ha pu esto de m anifiesto re cien tem ep te
Starr (STARR: 1986, 81) no existió nunca una «cla se hoplítica» com o
agru pación con scien te y unificada económ icam ente. Eso no q u ie re d e-
cir, no obstante, q ue el sentim iento d e ascen so social que m uchos de

146
estos ciudadanos-soldados experim en taban, acom pañado ya de un
aug e económ ico, ya d el reconocim ien to form al d el m ismo, se v iese
contrarrestad o po r la constatación de su tenue o nula participación
política. Sin n e ce sid ad d e con v ertirse en un grupo organizado (lo que
tam poco d e b e exclu irse) lo cierto e s que en m uchos d e ellos d eb ió de
ir surgiendo un profundo m alestar que los acontecim ientos contem po-
ráneos y ulteriores d em uestran y qu e d e sem bo cará en la stasis, para
cuya resolución se pondrán en m archa distintas m ed id as a las que
aludiré en su m om ento (^ éase 5.7; 5.8).

5.3.2. La ideología del ciudadano-soldado.


Estado de la cuestión

Hay que deslind ar, en p rim er lugar, el asunto d e la «ideología


hoplítica» de la problem ática del «estado d e los hoplitas», puesto q ue
son cosas distintas. El surgim iento d e un tipo d e rep resen tación ideal
que en glo b ara a aquellos individuos que, sin se r arístoi , tien en p artici-
pación en los asuntos b é lico s lo hem os detectad o ya en los Poem as
H om éricos y, en sus d iv ersas form as, en tre los p oetas líricos d e l siglo
VII. Puesto que la visión d e A rq uíloco es netam ente n egativa y, por lo
tanto, no p a r e c e h ab e r contribuido a conform ar una auténtica id eolog ía,
sino más b ie n todo lo contrario, d e b erem o s re te n e r lo dicho a p ropósi-
to de Calino y Tirteo (y muy especialm en te d e e ste último) com o parte
ese ncia l de la misma. Según esta rep resen tación el soldado, qu e es a la
vez ciudadano, lucha en d efensa d e su ciudad y de ello se derivan
b en eficios generalizad os, e xp re sa d o s m ediante la re cu rren cia, adem ás
d e a la patria (la tie rra d e los pad res) a toda una se rie d e im ág enes (la
e sposa legítim a, los hijos, los pa d res ancianos) cuyas conn otaciones nos
rem ontan, sin duda, a los ep isodios ép icos en torno a la Iliu p ers is (la
toma de Troya), am pliam ente explotad os tam bién p or la traged ia ática
d el siglo V. La acción v alerosa, enn ob lecid a p or la arete, prerrog ativ a
aristocrática aquí «ced id a» al com batiente, la m uerte, q ue se conv ierte,
en este contexto, en algo b e llo (kaios, otro rasgo aristocrático), com ple-
tan este id eal ( véase 5.2.1).
El énfasis, sin em bargo, ahora, y es un signo de los tiem pos, no se
sitúa ya en e l cohíbate individual (monomachia ) sino en la lucha en
líneas cerra d as (taxis) dentro d e una form ación (phalanx ); pero, p or
ello mismo, todas esas p re rrogativ as aristocráticas no le son otorgadas
al individuo com o tal, sino al conjunto d el que form a parte. El aristos lo
se rá antes y d espu és d el com bate; el h om b re d el dem os se rá aristos
m ientras com bata en esa form ación y, eventualm ente, si m uere en ella.
A cab ad o e l com bate y vuelto a su vida cotidiana, no hallará recom p en-

147
sa p rop orcio nal a su esfuerzo. Sin em bargo, la arete d el aristos, como
tantas otras cosas, tam bién se objetiva; del m ism o m odo q ue e l agon es
ahora atlético y en torno a un santuario, e s a este último al que se le
ha ce la ofrenda d e agradecim iento. No es casual, com o ha puesto de
m anifiesto Finley (FINLEY: 1979, 265), qu e en la m isma ép o ca en la que
ha ce su ap arición el hoplita desap arezcan abruptam ente en toda G re cia
las tum bas de g u erre ro s, hecho q ue él in terp reta com o «la extensión
de. ia función militar d el aristócrata "h e r o ic o " a un secto r más am plio
d e la p oblación». Eso e s un aspe cto m ás d el p ro ces o d e configuración
d e lo político; la acum ulación de los propios agalmata en la tumba
d e sa p a re ce com o señal de las transform aciones d el m om ento; ahora el
santuario re cib irá aquellos artículos que, en los m om entos pre vios, se
am ortizaban en la tumba. En ésta, las d iferen cias en tre el aristos y el
hom bre d el dem os tend erán a s e r cad a vez m en ores, p ru eb a tal v ez de
la paulatina extensión de estos id e ales fav orecid os po r la g eneraliza -
ción d e la form a d e com b ate hoplítica, reforzados a v e ce s p or ley es,
com o se sa be , que im pedirán todo tipo d e ostentación en las cere m o-
nias funerarias (en último lugar GARLAND; 1989),
Teniendo esto p re se n te , retom arem os ahora la cuestión d e l «estado
hoplítico». Este asunto, ciertam ente, sue le s e r uno de los m ás espin osos
en cualquier análisis d e la socied ad g rie g a arcaica; en efecto, y sim pli-
ficando, las posturas existente s son, fundam entalm ente, dos: p or un
lado, aqu éllos q ue d efiend en q ue el conjunto d e los ciudadanos que
forman parte d e la falan ge se constituyen en una e s p e c ie d e «grupo de
presión » que e x ig e las contrapartidas políticas a su p osición cada vez
más im portante d esd e el punto de vista militar; por otro lado, aquellos
otros q ue piensan q ue no ha existido nunca una v erd ad era unidad de
in teres es y d e acción entre todos esos individuos. A todo ello se le
suma, ad em ás, la relación (de anteriorid ad o de posteriorid ad) d e la
falange hoplítica con el asce nso d e los tiranos y la vinculación d e los
m ism os a los id e ales presuntam ente em anados de e s e conjunto d e
ciudad anos in tegrad o s en la falange,
Para tratar de res olv e r e l dilem a, em pezaré dicien do q ue creo , con
C artle d g e (CARTLEDGE: 1977), que sólo en E sparta la «clase hoplítica»
lle g ará a eq u iv aler a «cuerpo ciudadano» y ello m e rced a la p ecu liar
ev olución qu e en la misma se atestigua y a la que alu diré en su m om en-
to. Pero, por otro lado, m e adhiero, asim ismo, a la id ea d e Salmon
(SALMON: 1977), p a ra quien los hoplitas, com o tales, eran in cap aces d e
form ular una lista coh e re n te de sus agrav ios aunque sí se hallaban lo
suficientem ente desconten tos com o para q ue alguna facción aristocráti-
ca capitalizase e l mismo en su propio b en e ficio (r é a s e 5,7.2; 7.1).
En efecto, podem os con sid era r com o algo utópica la idea d e un
«estado hoplítico», con e xcep c ión tal vez d e Esparta; lo qu e sí habrá,

148
com o habíam os visto, se rá n situacion es d e descontento, las cuales s e -
rán conv en ientem ente aprov ech ad as dentro d e una dinám ica d e lucha
p or el po d e r que p a re ce afectar a distintos grupos aristocráticos, con
sus corresp on d ie ntes cabe zas dirigen tes. Esta situación qu e d ebió d e
se r bastante g e n era l a lo larg o d e l siglo VII nos es b ien conocida
g racia s al testimonio person al d e Solón, en los años d el tránsito en tre el
siglo VII y el VI, que m enciona rep etid as v e ce s a unos h egem ones o
prostatai tou dem ou , je fe s d el p ueblo, culp ables de dirigirlo e rró n e a -
m ente. No ca b e duda d el ca rá c te r aristocrático d e éstos y d e que su
acción se orien ta d irectam ente contra el pod er e stablecid o, controlado
p or las instituciones aristocrá ticas (v é ase 3.4.2).
Así pues, y retom ando e l hilo d e lo que d ecíam os anteriorm ente, los
aristoi habían ido ampliando la b a se m ilitar d e la p o lis , enrolando (de
g rad o o p or la fuerza) a aquéllos d e en tre los cam pesin os cuyo nivel de
b ie n e sta r fuese capaz de pe rm itirles costearse el equipo hoplítico, pe ro
sin oto rg arles una voz política eq u ip arab le al esfuerzo exigid o. Esta
situación, q ue ya en con tram os esbozad a en los Poem as H om éricos y,
m ás claram ente, exp resa d a en H esíodo, no va a producir, durante un
tiem po, ninguna respuesta d irecta. La sensación d e m alestar, sin em -
b arg o, d e b e d e h a b er ido cre cie nd o, m áxim e cuando p oetas como
Calino o Tirteo ensalzaban e l esfuerzo he roico d el soldado-ciud adano,
hacia e l q ue se vertían todos aquellos elogios que h abían sido patrim o-
nio exclusiv o d e la aristocracia, siem pre y cuando se le tom ase com o
una colectivid ad. Se rá en tonces cuando surjan, de entre las propias
filas aristocráticas, individuos que, desconten tos po r los m otivos que
sea, con la situación existente, tratarán de capitalizar eso s no siem pre
claros sentim ientos, cen trad os en una m ejora de las con d icion es políti-
cas, p er o en los que tam bién in terv ienen dem andas de un m e jo r trato
econ óm ico (el problem a d e la tierra y las deudas), qu ejas contra la
indefensión ju ríd ica, etc.
P ero estas dem andas no corre sp on d en a la «clase hoplítica» sino a
los ciudadanos q u e forman la falange hoplítica, lo cual es algo d iferen -
te, puesto q ue no serán los re p resen tan tes de estos hoplitas los q ue
traten d e h a ce rse con e l pod e r, sino q ue, p or el contrario, se rán otros
los que, so b re esa situación de d escontento, p ero no n ecesariam en te en
re p resen tación d e la misma, traten y en m uchos casos consigan, a c c e -
d e r al p od er. Posiblem ente s e a afirm ar d em asiado q u e hayam os d e v e r
en A rquiloco a uno de estos « je fe s d e l pu eb lo», s o b re todo p orqu e no
con ocem os en lé l una aplicación política d e su descontento; sin e m b ar-
go, sí m uestra algunos d e los ra sg os q ue d eb ían d e caracterizarlos,
tales com o su orig en aristocrático, su crítica al sistem a social vigente,
su visión no aristocrática de la g uerra, etc,; ello unido a la ya m enciona-
da «coinciden cia» con la figura d e otro indudable «jefe d e l pueblo», en

149
esta ocasión coronad o por el éxito, C ípselo d e Corinto, perm ite, en mi
opinión, v er en la p oesía d e A rquíloco parte al m enos d e la visión de
aquéllos que, siend o aristoi se veían perjud icad os por el sistem a de
g o b ie rn o aristocrático.

5.4. Planteamiento de los conflictos políticos,


sociales y económicos en las poleís del siglo Vil

Entram os con ello en la cuestión d e los conflictos q ue atenazan a las


p o le is en el sig lo VII y que no son, en último térm ino, más qu e una
con secu en cia d e las diferen tes con trad icciones q ue se habían dado cita
en el m om ento de la constitución d el sistem a de la p olis. Como qu iera
q ue d e los p ro ble m as so ciales y políticos ya h e apuntado algo en los
apartad os an te riores y que v olv eré s o b re e l tem a más ad elante, aquí
m e d e ten d ré en la consid eración d el otro g rav e tem a p re sen te en el
siglo VII g rie go , la cuestión de la tierra, a la que va ligad a la crisis del
sistem a aristocrático.

5.4.1. El pro b le m a d e la tierra . La crisis del sistema


aristocrático

Por lo ya visto hasta ahora, p a re ce un hecho evid en te que la cu es-


tión de la tie rra está p re se n te en el mundo g r ie g o desd e, al m enos, e l
último te rcio d el siglo VIII a.C., com o m uestra el auge d el fenóm eno
colonial prop iciad o p or la mala distribución d e la misma; por end e,
H esíodo nos había prop orcionad o indicios in teresan tes con relación a
lo mismo. La situación que todo ello denuncia e s la d e la form ación d e
g ran d es pro p ied ad es (entiénd ase el «grand es» en sentido relativo,
puesto que, salvo algunas e x ce p cion e s G re cia no es una tie rra de
extensas llanuras), q ue, naturalm ente, se van form ando en detrim ento
d e los p eq u eñ o s propietarios.
Si b ie n la colonización h abía aliviado durante algún tiem po la situa-
ción, aunque con el traum ático m edio d e en v iar a ultram ar a una parte,
de la ciudadanía, tanto el auge d em ográfico cuanto la continuación del
p roce so, que no se h abía interrum pido, term inaría p o r prov ocar, en un
plazo no muy largo, una situación sim ilar a la que la colonización había
tratado d e paliar. La d iferencia b ásica rad ica ahora en el hecho d e qu e
la nueva form a de com b ate que ha ido consolid án dose en tre tanto, la
falange hoplítica, aca ba rá im poniendo unas soluciones distintas.

150
Una vez admitida la n ecesid ad d e d isponer d el sistem a hoplítico (lo
q ue en m uchas ocasiones, com o vim os, ob e d ecía a la p re sión ex terio r)
e ra im prescin d ib le m an tener a un cam pesinado estab le, d el que se
reclutaría la falange; p o r otro lado, y por p arte d e aquéllos que ya
habían perd ido todas sus p ro p ied ad es y habían q ued ado red u cidos a la
catego ría d e trab ajad o res urbanos o jo rn aleros, surgía la dem anda d e
p ro c ed e r a un nuevo rep arto de tierras (gres anadasmos ) qu e les dev ol-
v ie ra su p o d e r adquisitivo y le s perm itiera in g re sar en el grupo de los
hoplitas, Ni q ué d e cir tien e que e n esta pretensión el ejem p lo d e las
colonias no podía d e ja r d e influir, puesto que en las m ismas una d e las
p rim eras m ed idas e ra rep a rtir e l territorio a razón d e un lote por cada
individuo; d el mismo modo, un nuevo reparto de tierra s podía fav ore-
c e r tam bién al peq ueñ o propietario (yéa se 3.4.2).
Lam entablem ente, la re con stru cción d e la situación de la tierra en e l
siglo VII está, en gran m edida, som etida a conjetura, puesto q ue nos
faltan docum entos d irectos; el único caso conocid o es, p arad ó jica-
m ente, Atenas, m erce d a la con serv ación d e la «Constitución d e los
A tenienses» atribuida a A ristóteles. Y digo parad ójicam en te porqu e
hay se rios m otivos para p en sar q ue la situación de A tenas durante el
siglo VII no e s tam poco típica d e lo q ue ocu rre e n otros lu gares puesto
qu e en ella p a re ce h ab e r perv ivid o a lo largo de todo e s e p eríod o un
sistem a netam ente aristocrático, sin q ue se haya producido una v erd a-
d era estru cturación política antes d el inicio d el siglo VI a.C.; no obstan -
te, alud irem os al mismo, e intentarem os v e r qué pu ed e aplicarse al
contexto g e n e ra l del mundo g rieg o en es a época. Em pezarem os v ien-
do e l texto atribuido a A ristóteles;

«Más tarde sobrevino discordia (stasis) entre los nobles y la multitud


durante mucho tiempo. Pues su constitución era en todo oligárquica y
además eran esclavos de los ricos los pobres, ellos mismos y sus hijos
y mujeres. Y eran llamados clientes (pelatai) y hectémoros, pues por
esta renta de la sexta parte cultivaban las tierras de los ricos. Toda la
tierra estaba repartida entre pocos. Y si no pagaban su renta, eran
embargables ellos y sus hijos. Y los préstamos todos los tomaban
respondiendo con sus personas hasta el tiempo de Solón, pues éste se
convirtió el primero en jefe del pueblo. Era ciertamente el más duro y
más amargo para el pueblo, entre los muchos males del régimen, la
esclavitud.»,(Aristóteles, Ath. Pol., 2; traducción de A. Tovar.)

La situación q u e refle ja A ristóteles y a la qu e pond rá rem edio Solón,


m uestra, pues, la tierra en p ocas m anos y a buen a pa rte de la población
d ep end ien d o, econ óm ica y socialm en te, d e los aristoi propietarios d e
las tierras. ¿Es esta situación e q u ip arab le a la existe nte en otras ciuda-
d es g rie g a s? La respuesta d e b e, n ecesariam ente , se r matizada. Es cie r-

151
to, por un lado, que la b a se econ óm ica del m undo g rie g o fue, a lo larg o
de toda su historia, la agricultura; p or consiguiente, las ciudades g rie -
gas d el sig lo VII seguían siend o centros b ásicam en te v olcad os hacia el
cam po y, com o m uestran los n om bres que en algunos lug ares llevan los
grupos aristocráticos (d el tipo d e g eom oroi), p a re c e que ellos sigu en
siend o qu ie ne s controlan m ás y m e jo re s p a rce la s de tierra. D el mismo
m odo, aun cuando tal vez e l p ro ce so no se d e sa rro lle en ellas con tanta
rigid ez com o en el caso ateniense, lo cierto e s que los p eq ueñ os p ro-
pie tarios tendrían se rias dificultades para su strae rse al endeudam iento
ante los g ran de s, q ue actuarían d e prestam istas. Igualm ente, los m edia-
nos p ropieta rios pod rían ir viendo red u cirse pelig ro sa m en te las distan-
cias q ue les se p ara ba n d e los no p ropietarios, A todo ello se une y
contribuy e, la ten den cia al rep arto sucesivo d e la prop ied ad que, com o
habíam os visto, se atestiguaba tanto en los Poem as H om éricos com o en
H esíodo. Si el caso d e A tenas e s ap licab le a otras ciu dades e l p ro ce so
d e endeudam iento p od ría aca bar conv irtiend o en esclavo s a parte d el
cam pesinado insolvente, habid a cuenta q ue los préstam os se realizaban
teniend o com o garantía tanto las prop ied ad e s com o las person as (v éase
2.3,1).
En otro ord en d e cosas, esta situación podría ir en detrim ento de la
p ropia com posición de la falange hoplítica y propiciar un p elig ro so
d ebilitam iento d e la p o lis , lo qu e no podría d e ja r d e s e r p e rcibid o p or
las m entes m ás p re cla ra s d el m om ento, lo q ue a su vez pod ría llev a rles
a bu sca r soluciones y, eventualm ente, a intentar pon erlas en práctica.
Sin em b arg o, adem ás d e las activ idades ag rarias m uchas d e las
ciud ades, im plicadas en e l p ro ce so colonizador d esd e el siglo VIII, o
re cién iniciadas en el m ismo en el siglo VII, d esarrollarán toda una
se r ie d e activ id ad es paralelas en función d el com ercio y la artesanía
q ue perm itirá paliar, en alguna m edida, los d ev astadores efectos de la
política aristocrática de concen tración d e tie rras. P ero esto tam bién
pu ed e re p ercu tir so b re la situación d el cam po, puesto que, al m enos en
algunos casos, p are ce n existir ten dencias a una esp ecialización en el
cultivo de un determ in ad o producto, en d etrim ento d e otros, lo cual no
p ued e d ejar d e p e rju d icar a aquéllos q u e no tien en los re cu rso s sufi-
cie n tes para p ag ar los p re cio s q ue la im portación d el producto d eficita-
rio im pone. La salida d el producto exce d en tario se garantiza m ediante
el com e rcio con e l e xte rio r y tam bién la im portación del alimento
escaso . Así pues, e l com ercio tam bién contribuye al agudizam iento de
la crisis agraria, ya que el mismo actúa en b en e ficio del gran propieta-
rio q ue v en d e sus e xc ed e n te s en el exte rio r p or un p re cio m ejor y
p u ed e com prar, tam bién a un p re cio m ás a cep tab le, b ie n e s de p rim era
n ecesid ad p rod ucid os e n e l extra n je ro, lo que a cab ará p o r hundir a los
cam p esinos d e la p ro pia ciudad, q ue no podrán com petir con e so s

152
precios; esto, p or con siguiente, enlaza con el p ro ce so d e scrito en pá-
rrafos anteriores.
Pud iera p a re ce r que esta situación de crisis agraria, e n la q ue quien
resulta fav orecida es, ante todo, la aristocracia, im plicaría un p erío do
d e au ge d e ésta. Sin e m bargo , ello no es así. La pro pia existe ncia de la
tiranía, cuyo d esarrollo m ás gen uino tiene lu gar durante el siglo VII,
nos con v en ce d e lo contrario. D el mismo m odo, por consiguiente, hay
que p en sar q ue los m om entos p re vios al establecim ien to d e l tirano nos
m uestran la crisis d el sistem a aristocrático m anifestada en el enfren ta-
miento en tre faccione s aristocráticas (stasis). Tam poco son muy num e-
rosos los datos d e que disponem os, p er o sí pod em os ra stre ar en las
fuentes algunos indicios d e esta situación; quizá el m ás significativo se
re fiera a la situación en Corinto, e n la qu e, segú n relata H eródoto

«... el régimen político que tenían los corintios era, concretamente,


una oligarquía, cuyos integrantes, llamados Baquíadas, gobernaban la
ciudad y concertaban los matrimonios de sus hijas y los suyos propios,
en el ámbito de su familia.» (Heródoto, V, 52.)

La situación d e Corinto p a re c e in dicar que no toda la aristocracia,


sino sólo un clan (por num eroso que fuera), el d é los Baquíadas, e je rc ía
allí e l pod er, eligiend o d e entre ellos a un m agistrado (prytanis ) con un
mandato anual, p ero controlando, seguram ente m ediante un C onsejo,
la m arch a de los asuntos. P osiblem ente ello es una p rue b a de lo q ue
decíam os: la ten dencia a la con cen tración del p od e r en pocas m anos
hace que se excluya d el m ism o a todos aquellos q ue que dan fuera d el
grupo d irigen te. Esto y la m encionada p rese n cié de «jefe s del pueblo»
que se h acen p ortav oces d e las aspiraciones d el dem os , en parte, sin
duda, por un sentim iento de descontento, p e ro tam bién p o r no p od e r
participar plenam ente de es e pod e r, son ing red ien tes suficientes para
p od er d ete ctar una crisis d el sistem a aristocrático q ue contribuirá,
pues, tanto al establecim ien to de las tiranías, com o a otras m edid as más
coyunturales com o pu ed en se r las leg isla cio n es escritas, aspectos a los
que aludiré m ás adelante ( véase ,5.3.2).

5.5. El desarrolló económico del alto arcaísmo griego

En páginas an te riores he hech o alguna refe ren cia al com ercio y al


p ap el que, eventualm ente, ju eg a en el d esencad enam ien to de la crisis
ag ra ria que afecta al m undo g rie g o. En el p rese n te apartado analizaré
e l p ap e l fundam entalm ente econ óm ico del mismo.

153
5.5.1. El comercio y su papel económico en las po le is arcaicas.
La artesanía

Ya en H esiodo habíam os en contrado datos clave a c e rc a d e la prácti-


ca del co m ercio en G re cia y tam bién habíam os observ ad o cóm o dos
con cep cio n es distintas d el mismo se hallaban enfrentadas: e l com ercio
com o p arte fundamental d e l ciclo agrario y el com ercio de tipo profe-
sional en b u sca de ben eficio s y desvinculado d e la agricultura. El siglo
VII v erá un aug e im portante d e este segundo tipo, en relación in nega-
b le con la apertu ra d e nuevos m ercad os q ue propició la colonización, si
b ie n los dos m odelos citados coexistirán hasta, al m enos, el inicio d el
siglo V, m om ento en el que el com ercio profesional s e rá el único
p rese n te . Los productos que eran ob jeto d e in tercam bio d e b en d e
h ab e r sido muy num erosos, si bien lo único que abunda en el reg istro
a rq u eo lóg ico es ia cerám ica y, en algunos casos m ás afortunados, arti-
culos d e m etal o d e algún otro m aterial no p e r e c e d e r o , Sin duda algu-
na, la ce rá m ica m ás exten did a por el ám bito m ed iterráneo durante e l
siglo VII es la cerám ica corintia lo que im plica tanto un com ercio d ire c-
to d es d e Corinto, cuanto la difusión de la m ism a por com e rcian tes de
otras p ro ce d e n cias en tre los que d estacan los eginetas.
A lgunos casos afortunados com o son los santuarios, en d onde se
acum ulaban ofrendas d e todo tipo y d e muy d iv ersos orígen e s, m ues-
tran, si no el ám bito com e rcial d irecto de la ciudad que lo a lb erg a, sí, al
m enos, los lu gares visitados, seguram en te a v e c e s en exp ed icion es d e
exp loración , p or los devotos de esa divinidad. Así por ejem plo, si
tom am os com o ejem p lo el santuario de H era en Sam os, las e xcav acio-
ne s q ue en é l ha de sarrollad o la exp ed ición alem ana han dem ostrado
q ue los o bjetos q ue allí llegan, gen eralm en te en form a de ofrenda,
p ro ce d e n de bu en a parte del mundo g rie g o, p ero tam bién de C hipre,
Siria-Palestina, M esopotam ia, A frica, Egipto y lug ares aún más rem otos.
Su v aried ad es, asim ism o, so rpren d en te (cerám icas, b ron ce s, m arfiles,
fayenzas, huevos d e avestruz, etc., así com o, seg uram ente, otros que no
han d ejad o apen as huella bien p or su v alor intrínseco, b ie n po r estar
realizados en m ateriales p e re ce d e ro s ). En tre los h allazgos tam bién los
hay q ue p ro ce d e n de am bientes occid e ntales, com o unos m arfiles d e -
corados cuyo orig en se halla, con casi absoluta certeza, en el valle del
Guadalquivir o los b ro n ce s de p ro ce d e n cia etrusca, rec ien tem e nte-re-
valorizados y q ue v ien en a unirse a los ya con ocid os fragm en tos d e
b u cch ero y a otros ob jeto s d e p ro ce d en cia itálica com o fragm entos de
escud os y fíbulas, tam poco extrañ os en otros santuarios helénicos.
Olimpia, Delfos y otros santuarios m ás locales m uestran tam bién e l
rad io d e acción d e las na ve gacion es em prendidas, d esd e toda una
s e rie de ciu dades g rie g a s en el siglo VII.

154
El com ercio de prod uctos d e lujo, sin em bargo, no d e b e en g añ ar-
nos ni d eslum brarnos; e n m uchos casos, y tanto por parte d e los g r ie -
g os com o d e los no g rie g os un artículo d e lujo pu ed e no s e r otra cosa
que un rega lo q ue ratifique un pacto de xenia y qu e sirv a para, en el
futuro, iniciar una relació n m ás m arcad am ente econ óm ica. Hemos de
p ensar que, a m ayor o m enor escala, eran los productos d e p rim era
n e ce sid ad los q ue eran o bjeto p rincipal de com ercio, especialm e nte a
p artir d e la aparición d el p ro ce so d e especialización en un cultivo
pre fe ren te por pa rte d e algunas p o leis el cual, igualm ente, se v e b e n e -
ficiado p or la confianza en p o d e r adquirir, p re cisam en te m ediante el
com ercio, todo aquello que se ha renunciado a seg u ir produciendo.
N aturalm ente, junto con cargam entos de trigo, vino o a ceite podían ir
tam bién artículos de peq u eño tamaño y gran valor (intrínseco o sim bó-
lico) que p roporcio narían gan ancias ad icionales al com erciante al v en-
d erlo en aquel puerto en e l que el mismo resultase exótico y, po r
consiguiente, a preciad o. Lo m ismo podía ap licarse al com ercio d e r e -
torno.
La gestión d e e ste co m ercio tiene que estar, n ece sariam en te, en
manos de com ercian tes p rofesionales que dediquen todo siH iem po a
esa actividad. Ello no excluy e, com o se ha dicho, a aristócratas, q ue lo
mism o podían estar d esem peñand o el papel d e arm adores o el d e
«socios capitalistas» d e la em p resa, cuando no el d e prestam istas, que
participan do d irectam ente en el com e rcio ultram arino com o algunos d e
los casos que conocem os: el Baquíada D em arato, en Etruria, Sóstrato d e
Egina, en Etruria y Egipto, C oleo de Samos, en Egipto y Tarteso, C ara-
xo, el herm ano d e Safo, en Egipto, Solón de Atenas, en Egipto, Chipre y
Asia M enor, etc.. Pero com o no todos los aristoi optaban por em b arcar,
s e iba h aciend o más habitual usar los se rv icios de com erciantes p rofe-
sionales. Así, al mismo tiem po, la propia dinám ica d el movim iento
com ercial facilitaba q ue individuos que podían h a be r iniciado su c a rr e -
ra de com erciantes al se rv icio de un p od eroso pudieran ob te n er pron-
to b en eficios suficientes com o p ara p o d e r dirigir su p ropia em p re sa
com ercial. D el mism o modo, se iría avanzando en la id ea de utilizar un
patrón fijo d e re fe re n cia q ue garantizase los intercam b ios y que, aun
antes de la invención d e la m oneda, s irv ie se de dinero: este patrón
m etálico p a re ce h ab e r sido la plata y seg uram ente a su establecim iento
no fue ajen a la pro pia tradición oriental, que no hem os de p e rd e r de
vista, esp ecialm en te en el siglo V il (véase 2.3.2),
Por lo ya visto, el aug e del com ercio determ ina, igualm ente, el d e la
artesanía, especialm en te d e aquellos prod uctos que, com o la cerám ica
p ued en ten er una fácil salida en m erca d os ultram arinos. Las p ro d uccio-
n es d e los alfares corintios llegan m asivam ente a prácticam ente todos
los cen tros coloniales fundados en e l siglo VIII y su expansión proseg u i-

155
rá d urante el siglo VII en el que e l estilo Protocorintio alcanzará altas
cotas d e calidad. N aturalm ente, y com o s e ha d em ostrado con vincente-
m ente, las person as im plicadas en todo e l p ro ce s o d e produ cción de
las cerá m icas no d e b ie ro n de se r muy n um erosas y cada taller e xisten -
te podía prod u cir un im portante núm ero d e objetos, lo q ue nos d e b e
alertar a la hora d e sob rev a lorar la im portancia económ ica d e esta
actividad dentro de la ciudad.
Otro tipo d e actividades artesanales, com o la bron cística, la o rfe b re -
ría, la escultura, la arquitectura, etc,, alcanzaron tam bién un destacado
auge en las ciud ades g rie g a s d el siglo VII, tod as ellas a la som b ra d el
ap og eo econ óm ico q u e s e vive en la época.

— Modernistas y prim itivistas

El planteam iento del papel d el com ercio y el artesanad o dentro d e


la p o lis a rcaica no es, sin em b argo, tarea fácil, puesto que el tem a se
halla viciado p or la aplicación d e teorías, en m uchos ca sos sin un
análisis se rio de la docum entación, q ue asum en presupuestos que no
son, ni m ucho m enos, ap licables al p e ríod o histórico que estam os anali-
zando. S e trata, s o b re todo, de las teorías que podríam os llam ar «m o-
dernistas» y «prim itivistas». Como su propio nom b re v ien e a su gerir,
los sosten e d ore s d e las teorías m od ernistas defien den q ue la econom ía
g rie g a e s d e tipo m ercantilista y no lim itada al m arco urbano sino m ás
b ien d e ám bito m ed iterráneo, impulsada por e l estad o y tend en te a
c re a r «im pe rios com ercia les»; ello im plica la ne cesid a d d e p rod ucir
gran núm ero de artículos m anufacturados con vistas a la exportación,
así com o la im portación masiva de artículos alim enticios con los q ue
suplir la e scas a atención q ue las tareas d el cam po re cib e n en los c e n -
tros d e este p resun to co m ercio a gran escala, D el m ism o m odo, la
con se cu en cia inm ediata e s la aparición d e una econ om ía m onetaria y el
surgim iento d e una «burgu esía rica » o de una «aristocracia m ercan til».
Por su pa rte, los «prim itivistas» con sid eran que la econom ía g rie g a
no será nunca m ercan til, sino que se cen trará en la agricultura, m ien-
tras que los in tercam bios son p oco significativos y la actividad artesanal
ocupa a un p o rce n ta je muy p equ eñ o d e la población urbana; natural-
m ente, esta e s ca sa actividad no pu ed e d ar lugar sino en una m edida
muy relativa a una econom ía d e tipo m onetario y, obv iam en te,* no
pu ed e su rgir en estas con d icion es ninguna aristocra cia m ercantil; e l
único be n eficio que las ciud ades obtendrían de la existen cia del com e r-
cio (especialm e nte cen trado en productos alim enticios) se ría en form a
de tasas e im puestos.
En cuanto a la interpretación q ue p re v alec e hoy día p ue de señalar-
s e e l predom inio d e una visión m ás próxim a a la prim itivista p e ro con

156
algunos m atices co rr ecto res, al m enos por lo q ue se re fie re a la evalua-
ción de la incid encia d e l elem en to com ercial y artesanal dentro d e la
vida política y econ óm ica de la polis. Por consiguiente, aunque hoy día
no p ar e ce p od er so ste n e rse la existencia d e esas presun tas aristo cra-
cias que, en riq u ecid as p or el com ercio, e xig en una contrapartid a polí-
tica, al tiempo, tam poco podem os rechaz ar por com pleto la im portancia
v erd ad era del com ercio, al que no podem os lim itarnos a consid erar
com o una actividad d e ca rá cte r casi dom éstico.
El pro blem a social, com o he intentado presentarlo, hay q ue v erlo
más vinculado a la crisis ag ra ria en la q ue pued en h ab e r interven ido
factores d erivad os d e l (in n egable) auge del com ercio que a una (más
hipotética que real) transform ación de la b a se económ ica d e la p o lis
g rie g a y, p or consiguiente, a una m odificación d e la b a se social. Hay
m otivos para pen sa r que aquéllos q ue se en riqu ecían con el com ercio
eran, o b ien aristócratas, o b ien h om b res nuevos (incluso d e origen
aristocrático en ocasion es) q ue tratarían de inv ertir parte d e sus be n efi-
cios en tierras, tratando d e eq u ip a ra rs e con la antigua nobleza te rra te -
niente, p or no m encionar a aquéllos que, aunque estab lecid os en una
ciudad, sim plem ente no gozaban d el d erech o de ciudadanía d e la
m isma p o r lo q ue su participación política e ra nula.
En los dos prim eros casos e l com ercio pu ed e h a be r acentuado
d iferen cias políticas an acrónicas cuando las econ óm icas no existían y
ello pu ed e exp licar a v e c e s e l surgim iento d e faccion es que, ap rov e -
chando e l descontento latente en otros niv eles sociales, d esem bocará n
en la solución violenta d e la tiranía o en la m enos violenta de las
le gislacion es. En cu alquier caso, el eje m p lo d e Solón es significativo
puesto q ue Plutarco nos inform a de que su pad re, a p e sa r de p er ten e -
c e r a una de las familias m ás distinguidas de Atenas, sólo disponía de
una consid eración social m edia, lo que su hijo, el futuro leg islad or y
«je fe d el pueblo» trata d e paliar m ediante la d ed icación al com ercio
(Plut, Vit. Soi., 1-2); adem ás, en la visión d e Plutarco es, precisam ente,
el desem peñ o d e esta actividad lo que exp licará pa rte de sus po ste rio-
re s actos. Sirva este caso com o parad igm a d e la im portancia que, en la
conform ación d e los grupos socia les enfrentados, p u ed e ten er la activi-
dad com ercial.

5.5.2. Transformaciones económicas: la aparición de la moneda

Dentro d e los p roblem as econ óm icos a q u e se enfrenta la p o lis


g rie g a d el sig lo VII hay q ue incluir la cuestión d e la aparición de la
m oneda. C iertam ente, y com o d ecía antes, p rev iam ente a la aparición
de una pieza m etálica (d e ele ctron o de plata, pre fe ren tem en te) con

157
una pureza elev ad a y con un peso estable, todo ello garantizado con el
sello d el estado em isor, el con cepto d e dinero ya había apa recid o en
G recia. Más allá de los agalmata o keim elia q ue atesorab an los b asileis
hom é ricos ya en los últimos años d el siglo VIII em pezam os a encontrar
en algunas tum bas (com o en varias excav ad as e n A rgos) y, más adelan-
te, en el sig lo VII, en santuarios, puñados ( drachm ai ) de asad o res ( obe -
loi) gen e ralm en te en núm ero d e seis. Su elen se r d e b ronce,, p ero
tam bién los hay d e h ie rro que en esos m om entos, habida cuenta de la
e sca se z d e e s e m etal, tendrían m ás valor. La función «prem onetal» d e
esos esp eton es p a re ce ev id ente pu es es un intento d e ob jetiv ar la
riq ueza m ediante la refe ren cia a un patrón, a una «m edida», que va
conform ándose poco a p oco (cf. Heródoto, II, 135); en algunos lugares,
com o en Esparta, p a re ce n h a be rs e seguid o em pleando estos asa do res
en la ép o ca clásica con la misma función q ue tuvieron en el resto d e
G recia antes d e la acuñación d e m onedas auténticas (cf. Plutarco, Vit
Lys., 17, 2-5) (véase 5.5.1).
H eródoto (I, 94) afirma que fueron los lidios los p rim eros en acuñar
m on edas y ello tend ría lugar en el último te rcio d el siglo VII; en G recia
las p rim eras m on ed as propiam ente dichas ap a re cieron a inicios del
siglo VI (595 a.C .), en Egina y hay una tradición, ciertam en te no e x c e si-
v am ente cre íb le , qu e atribuye al sem i-leg end ario Fidón d e A rgos su
creación :

«El primero de todos en acuñar moneda fue Fidón de Argos, en Egina;


y no sólo aportó la moneda, sino que además, retirando todos los
espetones (obelisk oi), los dedicó a Hera en Argos«. (Etymologicum
Magnum, 613, 12-15; traducción del autor.)

Lo v erd ad e ram e n te im portante, sin em b arg o, es que si bien la m o-


neda g rie g a se inicia en e l siglo VI las b a s e s d e una econom ía m oneta-
ria se habían sentado hacía ya bastante tiem po m ediante la transferen-
cia a un patrón estab le y establecid o d e la idea d el v alor m aterial que,
al tiem po, llevaba im plícita, m ediante la citada objetiv ación, esas id eas
de justicia, equid ad, p roporción , que encontram os en otros ám bitos d el
d esarrollo h elén ico en esos m om entos.
P a re ce claro que, aunque estas «pre -m onedas» que eran los asado-
re s u ob elo i pud ieran h ab e r tenido cierta utilidad en el c om ercio ultra-
m arino su ca rácte r d e unidades de cuenta p redom in ó d esd e el prim er
m om ento en su utilización y a ello se d e b ería la gran cantidad d e piezas
de este tipo q ue han a parecid o en num erosos santuarios g rieg o s que,
com o es sab id o, actuaban no infrecuentem ente com o v erd a d e ro s «ban-
cos» d e las ciu dades s o b re los que sus respe ctiv as divinidades tutela-
re s e je rcía n su pro tección , Por otro lado, y en una lín ea que, al final,

158
co n v e rg erá con la anterior, dando lugar a la m oneda g rieg a , e stab a el
apre cio por los m etales p recioso s, oro y plata, que se convertirán,
tam bién, en instrum entos d e cam bio en las tran saccion es com erciales,
habitualm ente m ediante su p e s a je en una balanza (taíanton). La innova-
ción consistió en e sta b le ce r cuánta cantidad d e plata ib a a se r con sid e-
rada equivalente a un puñado de asad ores.
Así pues, al m enos d os lín eas diferen tes confluyen en la crea ció n d e
la m oneda g rieg a : p or un lado, y h e re d er o de práctica s más antiguas,
el v alor refe ren cia l atribuido al h ierro, en forma d e asado res, in separa-
b le d e un ám bito cultual y ritual, com o m uestra su ap arición prim ero en
tumbas y, m ás adelante, en santuarios; por otro, el ap re cio a los m etales
n obles, em pleados en las rela cio n es pe rson ale s tam bién com o m arco
d e referencia, e, igualm ente, no au sente de los santuarios. En estos dos
asp ectos incide la invención lidia d e garantizar la pureza y e l p eso d e
una pieza groseram en te circu lar m ediante la con traseñ a d el estado. Los
g rie g os seguirán esa práctica, asum iendo el len gu aje tom ado d e los
antiguos puñados de asa d ores aunque aplicándolo al patrón argén te o,
d e larg a trad ición en tre ellos. Pero in teresa insistir en el hecho d e que
ya antes d e la acuñación de m oneda e l mundo g rie g o había hallado un
m arco d e refe re n cia , la plata, que agilizó n otablem ente las tran saccio-
n es com ercia les, al tiem po q u e perm itió la cre ació n d e un nuevo tipo
d e riqueza en b ie n e s m uebles, su sceptib le d e usos d iv ersos, entre
ellos, la reinv ersión en tierras, com o he apuntado con anteriorid ad.
Posiblem ente d esd e la introducción d e la m oneda, y sin duda com o
pe rv iv en cia de los sistem as d e p esos y m edid as p re existe n tes, las acu-
ñ acion es se realizarán en dos patrones básicos, e l e gin eta cen trado en
una d racm a d e 6,22 g y el eu boico, cuya dracm a p e sa ba tan sólo 4,36 g.

5.6. Las transformaciones urbanísticas, sociales


y culturales de las poleis griegas

Antes de e ntrar d e lleno en las cu estiones políticas m ás acuciantes


del siglo VII, c re o n ece sario m en cion ar q ue en este pe ríod o y en íntima
relación con el p ro ces o q ue d escribirem os, se inicia un cam ino d e
suma im portancia &n el mundo g rieg o, que conduce, por un lado, a una
prim era m onum entalización d el m arco urbano, junto con unos d e sar ro-
llos culturales im portantes. El siglo VII se caracteriza, d esd e e l punto
d e vista d e la cultura m aterial p or un auténtico florecim iento en todos
los sentidos y p or un aperturism o h acia los focos culturales de Oriente,
q ue tend rem os ocasión d e com entar más ad elante; en e l te rren o arqui-
tectón ico y urbanístico, que e s el q ue ahora m e in teresa, G reco y

159
T o relli (G RECO ; TOHELLI: 1983) han d estacad o tre s tipos d e in ter-
v encion es q ue tien en lugar d e form a casi g en eralizad a en toda G recia:
las o bras tend en tes a garantizar el abastecim iento d e agua; las obras
portuarias y la e r e cció n d e g ran d es edificios públicos, e ntre los cuales
destacan los tem plos (V éase 5.9).
Si bien, en opinión d e estos autores, buena pa rte de estas activida-
d es son d eb id as a la acción de los tiranos, ello no p a re ce siem pre
im p re scin d ib le puesto que, com o m uestran m uchas de las ciudad es
coloniales fundadas durante el siglo VIII, es en el siglo VII cuando se
dotan d e toda una s e rie de obras públicas, eq u ipa rab les a las q ue en la
m isma é po ca están surg ie nd o en algunos cen tros m etropolitanos. Eso lo
m uestran casos com o los d e M ég ara H iblea o Siracusa, aunque los
ejem p los p ued en m ultiplicarse. En la prim era de ellas, so b re todo, es
ob ra d el siglo VII la m onum entalización d el agora y la e re cc ió n d e
ed ificios pú blicos en torno a la m isma; hay que te n er en cuenta, ade-
m ás, q ue en e ste caso e s evidente que la m onumentalización tiene lugar
so b re un lu gar ya re serv ad o a es e fin d esd e el mism o m omento de
establecim iento d e la apoikia.
T am bién d el siglo VII, com o acab o de d ecir, datan los p rim eros
g ran d e s tem plos en p ied ra del m undo grieg o , que asum en ya, en la
m ayoría de los casos, la q ue s erá luego la planta típica; m uchos d e ellos
corre sp on d en a las divinidades polladas p e ro tam bién hay santuarios
extraurban os y santuarios pan helénicos. En casi todos los casos estos
nuevos ed ificios d el siglo VII sustituyen y se su perp on en a las prim eras
estructu ras, existentes d esd e el siglo p re ce d e n te o d esd e antes, según
los casos.
Podem os, pues, d e cir, que en e l siglo VII cristalizan definitivam ente
todos aquellos elem en tos en torno a los cuales s e organizaba la p o lis y
q ue he en um erado en un capítulo pre vio; y el p ro ce so afecta d el m ismo
m odo a las ciu dad es d e la G recia prop ia y asiática que a las fundacio-
n es coloniales cre ad as en el siglo VIII, p ru eba evidente, p o r lo dem ás,
d el ritmo sincrónico q ue, al m enos en este m omento, existe en tre estos
d iferen tes ám bitos g rieg os. El significado sim bólico q u e esta monu-
m entalización asum e no p u ede d e jar d e s e r significativo; p a r e ce com o
si, más allá de los profundos conflictos internos que atenazan a la p o lis
g rie g a, h u biese ya toda una s e rie d e h echos ad quiridos a los que
resulta difícil renunciar. Estos, surgidos o d esarrollad os en e l siglo VIII,
se plasm an en form a e sta b le y definitiva en el siglo VII com o con se-
cuencia, adem ás, d e la nueva p ro spe rid ad alcanzada (Véase 3.2.1).
E ntre los lo gros culturales, adem ás de los propiam en te deriv ado s
d e este auge d e las artes, hay que d estacar, ante todo, la exten sió n y
g en eralización d e la escr itu ra que, su rgid a en e l siglo anterior, con oce
ahora un im portante increm ento, em pezando a s e r utilizada pa ra con -

160
fe ccion ar todo tipo d e docum ento, incluyendo los literarios; igual-
m ente, ap are ce y se d esarrolla un nuevo tipo d e institución que, se g u -
ram ente, com plem enta la instrucción del ciudadano en aq uellos a sp e c-
tos que m ás ap ro v ech ab les van a s e rle a la polis, com o pued e se r el
gim nasio que, en algunas ciudades, com o en Esparta, tend rá una im-
portancia trascendental. En último térm ino, todo aq uello qu e pod ríam os
relacion ar con lo que con e l paso d el tiem po se conv e rtiría en una
e s p e c ie de «m oral hoplítica» em pezará, obviam ente, a in teres ar en el
m arco de las ciud ad es g rie g a s contribuyendo a la elev ación d el nivel
cultural. C iertam ente, aún no s e ha introducido la e speculación filosófi-
ca y la ed ucación gira e n torno a H omero, p ero la nueva m oral (en sus
d iv ersas variantes) qu e transm ite la poesía lírica no d e ja de s e r un
elem ento cultural. Ni q ue d e c ir tiene q ue serán los gru pos aristocráti-
cos y aq uéllos más d irectam ente im plicados en el sistem a hop lit ico
q u ien es tendrán ac ce so a todas estas form as d e instrucción, a la que
s e rá ajena una p a rte con sid erab le d e los habitantes d e las p o leis h eléni-
cas.

5.7. Establecimiento de las bases jurídicas


de Ea polis griega

Paralelam ente a estos av ances en la dotación m aterial e intelectual


de la p o lis g rie g a hay un p ro ce so cuya relev an cia será, ind udable-
m ente, m ayor en e l u lterior d e sarrollo g rieg o. M e refiero, natural-
m ente, a las com pilacion es de le y e s por escrito q ue com pletan las
estructuras d e la nacien te po lis. Com o se record ará, las p reten sion es
de una justicia ind epen díente o, al m enos, objetiva, h abían sido ya
form uladas claram ente p or Hesíodo y hem os d e p en sar que d ebió d e
s e r una reivind icación im portante en tre los g rupos sociale s cuya fuerza
s e fue d ejand o sentir a lo larg o del siglo VIL Ciertam ente, la importan-
cia que los no aristócratas van teniendo en la falange hoplítica, unida al
com ponente id e ológico de que se dota a esta form a d e com bate y, al
tiem po, la nula participación política de los m ism os prod u cen los d es-
contentos a los q ue ya hem os aludido. Esta situación se traduce, ante
todo, en una p rim era e xig en cia, cual e s el h a ce r públicas las norm as
po r las que se r ig e la ju sticia d e los aristoi. Sin duda la q u eja de
H esíodo (Trabajos y D ías , w . 263-264) a los v ered icto s torcidos de los
re y e s está hacien do alusión al d esconocim iento que todo aquél que s e
en cuentra fuera d el círcu lo de los q ue g obiernan tien e d e las norm as
seg ún las cuales se adm inistra ju sticia y a la posibilidad, p or lo tanto, de
que s e produzcan esas sen ten cias injustas (véase 5.3).
Hemos d e pensar, p or con siguiente, q ue antes d e cualquier reivin-

161
dicación de naturaleza v erd ad eram en te política lo que los grupos de
d esconten tos exigían e ra esta n e ce sa ria publicidad. Como tam bién he
m en cion ad o con anterioridad , p a re ce claro qu e determ inad os aristoi
capitalizan estas dem andas y se en carga n de darlas curso. La p re sión
social e je rc id a p a r e c e h a be r sido determ in ante a la h ora de em pren d er
esta im portante ob ra de cod ificar e l d erech o . V erem o s a continuación
alguno d e los casos m ás rep resen tativ os d e legisla cion e s arcaicas p ara
p asar a u lterio re s o bse rv acio ne s d e ca rá cter g e n era l (Véase 5.3.2).

5.7.1. Legisladores: Carondas, Za le u co , Dracón

Las fuentes nos han transm itido los n om bres de algunos de los
leg isla d o re s y, parcialm en te, el contenido de algunas d e sus leyes; sin
em bargo, hallazgos epigráficos, com o el que con tiene una se rie d e
disposiciones le g a les de la ciudad cre te n se d e D re ros y d atables a
m ed iados o en la segund a mitad del siglo VII indican que, sin duda, la
puesta po r e scrito d e las ley e s fue un fenóm eno m ucho m ás gen eraliza-
do que lo que a prim era vista pud iera p a re ce r, aun cuando los resp on-
sa b le s d e esa s re co p ilacion e s no alcanzaran siem pre la fama d e Zaleu-
co, Carond as o D racón. P recisam en te la con servació n en un ep íg rafe
con tem poráneo de las le y es d e D reros (Figura 13) certifica su no conta-
m inación con suce so s po sterio res, lo que frecuen tem en te ha ocu rrid o
con los otros ca sos citados; reproduzco, p or ello, una d e las ley es:

Figura 13. Inscripción procedente de Dreros, con una de sus leyes arcaicas.
Segunda mitad del siglo VII a.C.

«La ciudad ha decidido así; cuando un hombre haya sido kosm os


(magistrado), el mismo hombre no será kosm o s de nuevo durante diez
años. Si actúa como kosm os, cualesquiera juicios emita, deberá pagar
el doble y perderá sus derechos sobre el cargo de por vida y todo lo
que haga como kosm os no tendrá validez. Los que realizan el jura-
mento son los k osm oi, los dam ioi y los Veinte de la ciudad». (MEIGGS,
LEWIS: 1969, 2-3.)

Por lo que se re fie re a los leg islad ores conocido s por la tradición
lite raria, de Zaleuco y Carondas A ristóteles (Pol., 1274 a 22 ss.) m encio-

162
na que se con sid erab a ai segu nd o discípulo d el prim ero, aunque él
mismo p a re ce dudarlo; a ce rc a de su cronolog ía exacta, es difícil p ro-
nunciarse con certeza, sí bie n p a r e c e que sus activ id ad es d e b en situar-
se bien a lo largo de la segu nda mitad del sig lo VII b ie n muy a inicios
d el siglo VI, aun cuando hay autores q ue p re fie ren p en sar en m om en-
tos an teriores a la mitad d el siglo VII. En todo caso, la tradición es
prácticam en te unánime al con sid e rar a Zaleuco e l p rim e r le gislad or
g rie g o . Curiosam ente, su actividad se desarrolla e n una ciudad colo-
nial, Locris Epizefiria, d e ca rácte r m arcadam ente aristocrático y se
contaba que su nom bram iento com o «leg islad or» o nomothetes fue
consecu en cia d e la existen cia d e conflictos internos en la ciudad. Tam -
bié n se nos d ice q ue recib ió sus le y es directam ente d e A tenea, a través
d el sueño.
Por lo que se re fie re a Carondas, su actividad legislativa se d e sa r ro-
lló en Catana, p ero afectó a todas las ciudades calcíd icas d e Sicilia e
Italia. El tenor d e la leg islación d e Zaleuco es d ecid idam en te aristo crá-
tico y tendía a p re s e rv a r la inalienabilidad d e la tierra, a castigar el lujo
ex ce siv o, a im pedir la venganza privada y se caracte rizaba tam bién
p or la g rav ed ad de sus penas y prácticas, en tre las cuales se incluía la
«ley d el Talión»; una interesante inform ación qu e nos trasm ite E strabón
(VI, 1, 8) indica q ue una d e las ley es d e Zaleuco d eterm inaba las penas
que había que aplicar en cada caso, en lugar de perm itir a los ju e c e s
q ue las e sta b le cieran segú n su propio criterio, a fin de ev itar que el
m ism o delito d ie se lu gar a penas injustam ente d iferentes. En muchos
autores ap a rece n m ezclad as las norm as d e Carondas con las dictadas
por Zaleuco y A ristóteles le atribuye com o única innovación la p e rs ecu -
ción de los falsos testim onios. Igualm ente, e sta b le ce ría una ley que
prohibiría acudir a la asam blea arm ado. En am bos casos, las le g islacio -
n es de estos g rieg o s coloniales apuntala y afianza e l sistem a aristocráti-
co v igente y, p or lo que sab em os, d e forma d uradera: doscientos años
p erm ane ció en v igor en L ocris la legislación de Zaleuco, com o inform a
D em óstenes (A d v , Tim ocr,, 140 s.).
E l otro im portante legislad or a rcaico al q ue m e voy a re ferir e s
D racón de A tenas, cuya cron olog ía se sitúa, tradicionalm ente, hacia el
621 a.C.; p a re ce que en su nom bram iento y actividad ju g ó un papel
muy im portante e l frustrado intento tiránico de Cilón al que aludiré m ás
ad elante. Según nos inform a A ristóteles en su Constitución de los Ate‐
n ien ses , 3-4, ya bástante tiem po antes d e D racón existían en Atenas seis
tesm otetas cuya función p a re ce h a b e r sido tran scribir y custodiar las
sen tencias em itidas p or los ju e ce s ( thesmia ), lo que ind ica ya una p re o -
cupación anterior p or c re a r un em brión d e jurispru dencia. Sin em b ar-
go, el affaire ciloniano deb ió d e p a r e c e r lo suficientem ente p eligroso a
los Eupátridas áticos com o para e n ca rg ar una v erd ad e ra recop ilación

163
legislativa. Lam en tablem ente, d e toda la lab o r legislativa d e D racón lo
único que se con o ce con cie rta seg urid ad son sus norm as so b re hom ici-
dio, que no fueron abolidas por la leg isla ción de Solón; si b ie n todos los
tratadistas antiguos eran unánim es al con sid erar d e una sev erid ad d e s-
m esurad a las le y e s de D racón, su ley so b re el hom icidio, conservad a
en una in scrip ció n .d el siglo V, no p a re ce se rlo tanto y d e hecho, en
com paración con las norm as consuetudinarias en vig or previam ente,
no lo serían; ciertam ente, es de d estacar en la misma e l interés por
con v e rtir en com p eten cia del estad o todo lo relativo al castig o por
hom icidio, evitando en lo p osib le la p rá ctica de la venganza por parte
d e los deudos d e la víctim a ( véase 5,8.1).
Ha sid o tam bién con sid erable m en te estudiado el m étodo de publi-
cación d e la leg isla ción d e Dracón, en axones y ky rb eis , a ce rc a de
cuyo v e rd a d e ro ca rá cte r ha habido infinidad d e discusiones, si b ie n e l
trab ajo de Stroud (STROUD: 1979) p a re ce re so lv er d e form a bastante
con vincente el problem a: los axo nes serían larg os pivotes de m adera,
con cuatro lados planos, m ontados horizontalm ente e n un bastidor,
m ientras que los k y rb e is serían estelas d e b ro n ce o piedra, de tres o
cuatro lados y con rem ate piram idal (Figura 14), Solón, algún tiem po
d esp ués, utilizaría e l mismo sistem a para h a ce r públicas sus ley es,
a sp ecto tan im portante en las le gislacion e s arcaicas com o su p ropia
recopilación ; en b loq u es d e pied ra fueron publicad as, igualm ente, las
le y es de D reros.
En su re cie n te tra bajo so b re la primitiva le gislación g rie g a Gagarin
(GAGARIN: 1986) con cluye que los le g islad o re s g rie g o s pre-solonianos
se ocuparon de le g isla r so b re tre s asuntos principales, a sa b e r, delitos
contra las person as, legislación fam iliar y, s o b re todo, cuestion es d e
procedim ien to ju dicial. No será hasta Solón cuando aparezcan le y e s d e
ca rá c ter político, N aturalm ente, el caso de Solón d e b e s e r analizado en
otro contexto distinto a éste y así lo haré, aunque no se d e b e p e rd e r d e
vista a estos p r e d e c e so re s . Otra cuestión que se ha suscitado y que
se rá de difícil o, al m enos, problem ática resolución, e s hasta q ué punto
los leg islad ores a rca ico s se limitan a recop ila r v ie ja s norm as consuetu-
dinarias y hasta qué otro introducen algunas innovaciones. En cualquier
caso, el propio hecho no ya d e reco p ilar le y es, sino d e intentar o bjeti-
var las p en as d e acuerd o con la m ayor o m enor g rav e d ad d el delito, y
el p ropio principio d e que a igual delito corre spon d ía igual pena, no
d e jan d e ser indicios que perm iten su g erir q ue algunas d e las p re te n -
siones form uladas, m ás o m enos en abstracto, por H esíodo, estaban
em pezando a hallar una cla ra resp ue sta que, en algunos casos (Locris·,.
Catana, por ejem p lo) fue con sid erad a suficiente durante larg o tiem po,
aun cuando en otros (A tenas) no fue sino un prim er paso p ara ulteriores
d esarrollos.

164
5.7.2. El problema de Licurgo de Esparta y la Réira

Dentro d e las leg isla cio n es arcaica s un p roblem a e s p e cial lo plantea


el caso d e E sparta, tanto p or la figura d e su cuasi leg e n d ario leg islad or,
Licurgo, cuanto po r e l c ará cte r d e la norm ativa q u e se e n carg ó de
otorgar (o, sim plem ente, d e transm itir) a .los e sp artan os. D entro d e las
con trad iccion es que nos su ele d ep a rar la historia espartana, efi la pieza
clav e d e la norm ativa a ncestral d e la ciudad, la R etra, a la q ue ya aludía
T irteo en uno d e los p asa je s anteriorm ente citados, s e prohibía la
existen cia d e le y e s escrita s y sab em os q ue los éforos seguían juzgando
d e a cu erd o con su propio criterio, esto es, en la m ás pura tradición
hom érica. Y, con todo, las p rop ia s historias re fe rid a s a. L icurgo y a su
R etra no d ejan d e constituir, a lo que parece» un ejem p lo d e 'codifica-
ción d e norm as a n ce stra les, quizá entrem ezclad as con elem en tos n ov e-
d osos que, por ello, no p u ed e d eja r de incluirse en e ste panoram a de
las le gisla cio n es arca icas (Véase 5.2.1),
Es bastante problem ático el contexto que determ inó la acción le g is -
lativa de Licurgo, p e ro habitualm ente s e ha relacionad o su actividad
con una situación conflictiva en Esparta y los m om entos m ás ap ropia-
dos, en e l siglo VII, son tanto la batalla d e Hisias (669 a.C .), en la que
Esparta fue sev e ra m en te derrotad a por A rgos, com o la consecuen cia
inm ediata de la misma, la Segu nd a G u erra d e M esenia. En e s e m om en-
to, E sparta d eb ió d e m odificar sus estructuras m ilitares, introducien do
e l e jé rcito hoplítico que p osiblem e nte no p o se e ría en la ép oca d e la
batalla d e Hisias, lo q u e h abría prop iciado su derrota. La introducción
d e la falange hoplítica* q u e re q u e riría un m ayor esfuerzo p or parte d e
m ás individuos prod u ciría d ese q u ilib rios im portantes en la p o lis , a g ra-
vados p or la dureza y longitud d e la gu e rra. Ciertam ente, nuestras
p rin cip ales fuentes aluden a un p eriod o d e conflictos internos, que
justificarían la acción d e L icurgo. En otro contexto, sab em os que la
fundación de la única colonia espartana arcaica, T arento, a fines d el
sig lo VIII y tras la Prim era G u erra d e M esenia, tuvo tam bién com o
causa conflictos protagonizados p or individuos q ue aspiraban a la p le-
na ciudadanía y a sus be n eficio s. D e tal m anera, los enfrentam ientos
q u e tienen lu gar en e l siglo V il en cuentran ya su p r e ce d e n te inmediato
en e sos acontecim ientos ocurrid os en la centuria previa.
P or otro lado, tam poco e s fácil fecha r la ép o ca en q u e tuvo lugar la
vida y la obra d e L icurgo d e cuya existen cia, incidentalm ente, se tiende
a dudar incluso p or una p arte d e los historiad ores m odernos; pe ro
p a re ce bastante p ro b a b le que la m ism a haya q u e datarla en el siglo VII
y, con m ás p re cisión , a lo larg o d e la prim era mitad d el mismo, Gomo
o cu rre en ocasion es en tre los leg isla d o res a rcaicos, L icurgo r e c ib e la
sanción divina, en este caso d el A polo D élñco, en su intento de dotar d e

165
un buen g o b ie rn o (.Eunomia) a su ciudad; e s e ste e l sentido d el siguien -
te p a sa je de Plutarco:

«Concebidos estos planes [cambiar la constitución], viajó, primero,


hacia Delfos y, tras sacrificar y consultar al dios, regresó trayendo
aquel célebre oráculo donde la Pitia le llamó amado de los dioses y
dios más que hombre y, ante su petición de eunomia, dijo que el dios
le concedía y otorgaba el que iba a ser mucho más fuerte que todos y
cada uno de los demás sistemas de gobierno.» (Plutarco, Vit. Lyc., 5, 4;
traducción de A. Pérez Jiménez.)

La acción d e Licurgo, según la trad ición dictada personalm en te por


A polo en Delfos y conocid a com o la Gran Retra , contem pla v arios
frentes, en tre los q ue ca b e d estacar la reestructu ración política d el
estado, definiendo no sólo e l p apel d e los re y e s ( archagetai ) y del
con sejo ( g eru sia ) sino tam bién e l de la asam b lea popular (o apella ); el
ya m encionado fragm ento 3 D d e Tirteo, antes tran scrito, define las
funciones de cad a grupo; d e los d iv ersos testim onios con servad os pa-
r e c e d e sp re n d er se e l predom inio, al m enos en los prim eros m om entos
de v ig en cia de estas norm as, de los re y e s y d e la g e ru s ia , lo qu e se
garantizó, po r e nd e, m ediante la adición d e una norm a, pretend ida-
m ente durante los reinad os d e Teopom po y Polidoro (p rim er cuarto del
sig lo VII), segú n la cual la decisión última, en caso d e d iscrep an cia con
el damos co rre sp on d ería a aquéllos (Plutarco, Vit. Lyc., 6, 8). Más
prob lem ático es el m om ento al que corre sp on d e el establecim ien to d e
la m agistratura d el eforado ( véase 3,2.1).
Asimismo contem plab a la Retra e l pro blem a d e la tierra qu e tam-
b ién afectó a E sparta, si b ien la solución aquí adoptada, la conquista
m ilitar, perm itía la existencia d e unos individuos sin d e re ch o s ciudada-
nos (los p e rie co s) y otros, los hilotas, auténticos esclav os p rop ied ad d el
estado, destinados a cultivar las pa rcela s (kla ro i ) asignadas, d e p or
vida, a los ciudadanos, tanto en Lacedem onia cuanto, so b re todo, en
M esenia, q ue tanta sa n g re les habla costado con trolar junto con sus
habitantes. Los ciudadanos, p or otro lado, d ebían p articip ar de com idas
en común (syssitia), m edida pretend idam ente igualitaria y, al tiem po,
d e ca rá cter suntuario, al com batir los d ispendios privados. Esta institu-
ción form aba parte d e todo un conjunto m ás am plio d e d isp osicion es
q ue garantizaban una educación, unas norm as d e com portam iento y un
trasfondo id e ológico q ue sirv iese d e guía a todos los ciudadanos y qu e
re cib ía e l nom bre d e 'a g o g e ; la relación d e todo el sistem a con la nueva
estru cturación m ilitar de la falange hoplítica, organizada seg ún las tres
tribus dorias, com o m uestra e l fragm ento 3 D d e T irteo y reclutada,
seg uram en te, a partir d e las aldeas o distritos ( obai ) d e resid en cia,
p a re ce ev id en te. El resultado m ás paten te d e este conjunto d e m edidas

166
fue dar lugar a una m aterialización, en la acción d e go b ie rn o, d e la
Eunomia\ en Esparta y com o m anifestación palpab le d e ello, los ciuda-
danos se rán llam ados hom oioi, «igu ales».
A dem ás de la G ran R etra, a L icu rgo se le atribuían otras «retras» o
«dichos», una de las cuales era, precisam en te, no h a ce r uso d e ley e s
escritas, lo que p a r e c e h a b e r sido resp etad o riguro sam en te en Esparta.
La lab or d e Licurgo, a ju zg ar p or los datos q ue ha transmitido la
tradición, e s m ás am plia qu e la que corresp o n d e ría a un sim ple le gisla -
dor; en último térm ino, incluso, y según e sta visión, su q u eh ac er habría
consistido en transm itir y h a ce r cum plir a sus conciudadanos oráculos
d ictados por A polo. Ciertam ente, hoy no podem os se g u ir d efen diend o
esta idea. La activ idad d e Licurgo o b e d ec e, sin duda, a una larga
situación de inestabilid ad en la q ue el p rob le m a de la tierra d e bía de
s e r acuciante, com o m uestra tanto la expansión hacia M esenia com o la
colonización d e Tarento y las propias m edidas atribuidas a Licurgo al
respe cto; ocu rre, sim plem ente, q ue la solución q ue dio Esparta a tal
asunto consistió, ante todo, en p ro ce d e r a un am plio rep arto de la tierra
de M esenia (un g es anadasmos ) que, sin duda, acalló ios descontentos
en su m ayor parte. Al tiem po, el ce se d e la agitación social d ebió d e
fa v o re cer la puesta en práctica d el sistem a político atribuido a Licurgo,
en el que los g rupos oligárqu icos tenían un claro protagonism o y salían
especia lm en te ben eficiad os; es el establecim iento de la Eunom ia , d el
buen gobierno, aunque en E sparta e s e buen g ob ie rno e s con secu en cia
d e una adecu ad a d istribución d e la tierra. Por eso T ucíd ides (I, 18)
pod ía d e cir que, m ientras qu e en e l resto d e las ciu dad es g rie g a s h abía
tiranos, Esparta se lib ró d e ellos y, ciertam en te, fue así, Pero, habida
cuenta del ulterior d esarrollo espartano, con su con siguiente e n d u reci-
miento, con secu en cia d el sistem a policial que, a fin d e v igilar a hilotas y
m esenios som etidos, hubo d e cre ar, no pod em os d e ja r d e p en sar en el
pre cio q ue tuvo que p a g ar la ciudad para alcanzar e s e id eal de Euno‐
mia.
En definitiva, al m enos en un p rim e r m om ento, la leg islación de
Licurg o acab ó con la crisis m ediante el e xp ed ie n te d e co n ce d e r tierras
a los ciudadanos, con la consigu ien te contrapartida d e su participación
en el e jé rcito hoplítico. A cam bio d e ello, el ciudadano qu ed aba som eti-
do al g ob iern o d e los «m ejores», d e los aristo i , que form aban la g e ru ‐
sia, en cab ezados p or los rey e s. C iertam ente la R etra d e Licurgo, com o
el resto d e las leg islacion es arcaicas, con sag rab a el go bie rn o aristocrá-
tico (o, quizá con m ás pro pied ad, olig árquico) en E sparta y, com o en
m uchas otras ciudades, ib a a p e rm an ec e r durante largo tiem po sin
m odificaciones apare ntes. Sólo el au ge d e la m agistratura d el eforado,
ca rg o al q ue podía optar cualq uier ciudadano, pod ría pon er cierto
freno a e s e sistem a, person ificado en los gran d es p o d e re s d e los rey e s

167
y d el co n se jo d e ancianos; sin em bargo, e s e ap og eo no p a r e ce h a b e r
tenido· lu gar an tes d el siglo VI.

5.7.3. Las recopilaciones de leyes, respuesta aristocrática


a la crisis
• „y

La floración d e le gislacio n es y le g isla d o res q ue s e pro d ucen en


G recia e n el sig lo VU no e s fruto d e la casualidad; p or en de, su abun-
dancia su g ie re q ue re spo n d en a una situación gen eralizad a, que he
tratado d e d e s c rib ir en apartados p revios. El problem a d e la tierra,
cen tra do en e l p ro ce s o d e usurpación p rog res iv a d e la m isma p or
parte de ios pu dientes y ag rav ad o p or las n uevas con d icion es económ i-
cas d eterm in ad as p or e l auge d e la colonización y la navegación, d e -
v ien e p ro b le m a m ilitar y social; e l descontento c r e c e p o r d oq u ier p or-
q u e las norm as consuetudinarias, sólo conocid as y ap licadas por los
a ristoi, no dan satisfacción a las dem and as p lanteadas p or los pe rju d ica -
dos. A ello s e añad e q ue la v ie ja co n ce pció n d el p o d e r aristocrático,
cerra d o y obscu rantista, ch oq ue cad a v ez m ás con las d em andas de
pu blicid ad qu e su rgen p or doqu ier. Este am biente, com o tam bién se ha
visto,, e s p ro picio p ara q ue surjan «je fe s d e l pu eb lo» que traten de
sa car p ro v ech o p erson a l d e la situación (V éase 5,4).
Sin em b arg o, en ocasion es los qu e e je rc e n e l p o d e r rea ccio n an y
tratan de ad elantarse a los h ech os atendiendo a una d e las dem andas
q u e circulan p or el am biente: la d e po n er p or e scrito las norm as p or las
q u e se p re ten d e g ob e rn ar a la com unidad; y si ello q ueda m ás o m enos
claro en los casos m encionados, donde con m ás contun dencia se o b s e r-
va es en la le g isla ción d e D re ros, q u e adem ás de e s ta b le c e r castigos
p ara aq uellos m agistrados (sin duda aristoi) que a busen d e sus p re rro -
gativas, da a c on o ce r d e form a palp able la estructura d e la politeia,
obv iam ente aristocrática y restrictiva, p e ro tam bién su jeta a lim itacio-
n es, im puestas por los m ism os círculos d irigen tes a aquéllos q ue, p ro -
ced en te s d e sus p ro p ia s filas, pu ed en asp irar a e je r c e r el pod e r. Por
eso mismo h e afirm ado en este ep íg rafe q ue las re cop ila cion e s d e
ley es son una «resp uesta aristocrática a la crisis».
P a re ce q ue la innov ación no e s m ucha, aun cuando no pueda' d e ja r
d e re co n o ce rs e e l av ance q ue supone la puesta por escrito, la « ob jeti-
vación» d e e sa s norm as. Prácticam en te todas e llas (al m enos las conoci-
das), son de un ca rá cte r m arcadam ente aristocrático y conservad or;
por en d e, las p re v e n cio n es d e tipo sa cra l que su ele n acom pañar a
estos cód ig os para evitar su reform a o m odificación durante ce nten ares
d e años son otra p ru eb a d e la inm utabilidad q ue se preten d e , garantía
indudable d e l dom inio aristocrático. Las leg islacion e s, em itidas casi

168
siem pre p o r individuos de recon ocid o prestig io (ya se a p or su sanción
divina, o p o r su sabid uría) p re te n d en m an tenerse, pues, indefinida-
m ente. Tal y com o sab em os, en m uchos casos así ocu rrirá; en otros, sin
em b arg o, ab rirán el cam ino p ara ulteriores d esarrollos, com o ocu rrirá
en A tenas, donde una g en era ció n d espu és d e D racón fue n e ces ario un
profundo cam bio, encom en d ad o a Solón. En ocasiones, com o en la
prop ia Atenas, una lab or legisla tiv a (la soloniana) p re ce d e y, e n cie rta
m edida, sienta las b a se s d e la tiranía; e n otras, e s la tiranía la q u e su ple
a la legislación ; en otras, p o r fin, el p ropio tirano e s e l le g isla d or. Son
resp uestas diversas a una m isma crisis que s e extien d e a lo la rg o y
ancho d e toda la H élade. M ientras q u e la cod ificación e s la respu esta
aristocrática p odem os p en sa r q ue la tiranía e s la respu esta d el demos.
V eam os si esto es así o no.

5.8. Las tiranías en Grecia

Si algo caracteriza al siglo VII g rie g o e s la tiranía; en m ayor m ed id a


que las cod ificacion es de le y e s o los lo gros s o cia le s o artísticos, e s la
tiranía la que defin e buen a p arte d e l alto arcaísm o e n Grecia,; y, .sin
em b arg o, las causas qu e exp lican su surgim iento son las m ism as qu e
dan cuenta de las y a citadas le gislacion e s. Es, sim plem ente, una form a
d iferen te d e re sp on d er a la situación existen te. E m p ecem os, ante todo,
por analizar algunos casos de tiranías d e en tre las m ejo r conocidas d el
siglo VII.

5.8.1. Algunos casos de tiranías

— Los Cipsélidas de Corinto


Cípselo se h a ce con el p od e r en Corinto ha cia el año 655 a.C .; e ra
hijo d e Labda, m iem b ro d e los Baquíadas, y de Eetion, q u e no p e rte n e -
cía a e s e grupo y ni tan siq u iera e r a dorio. Su p o d e r dura treinta años y
es su cedid o por su hijo P erian d ro y a c e rc a d el tipo de g ob iern o que
d esem peñ a hay v ersio ne s contrapuestas, pu es H eródoto le con sid era
un tirano cruel, m ientras q u e otras tradiciones, q ue rem ontan a Eforo,
le tien en por un buen go b ern a n te y nada duro. P a re c e q ue ocupó e l
carg o d e polem arco, lo que indicaría q ue cie rto s rasg os d e la tradición
posterior, q u e le hacían o bjeto d e p e rse cu ció n p or parte d e los Baquía-
das, no serían fiables, E s d estacab le, igualm ente, la circunstancia de
que ocupó una m agistratura, relacion ad a p osib lem en te y, a ju zg ar p o r
el n om b re, con la gu erra. A unque a pa rtir d e nuestras fuentes apenas
se p ue de s a b e r el m ecan ism o m e rc e d al cual C ípselo a cce d ió a l p od er,

169
p a r e c e q ue no pu ed en d escartarse conflictos internos, q ue acaban con
la m u erte d el último m agistrado epónim o Baquíada, P atroclid es o Hipo-
elides, tras lo cual y, con el apoyo d e sus partidarios, C ípselo s e haría
con el control d e la situación. Que ya había d escontentos lo m uestran
las noticias d e q ue Cípselo perm itió e l re g re so d e aquéllos q ue habían
sido expu lsado s d e la ciudad p or los Baquíadas. ,
Se ha resaltado tam bién que en esta acción jug ó, ante todo, la hostili-
dad qu e el conjunto d e la ciudad m ostraba hacia los Baquíadas y, en mi
opinión, no ca b e d e scartar e l propio desconten to de g rupos aristocráti-
cos incluyendo quizá m iem bros d e los pro pio s Baquíadas, q ue no ten-
drían p osib ilid ad es rea les de a cc e d e r a carg o s su pe riores, en tre los
cuales acaso se encon trase el propio Cípselo, a cuenta de su no plena
p e rte n en cia al clan Baquíada y, en g en eral, la aristocracia no doria d e
la que p ro ce d ía el p a d re del tirano. A dem ás, en Corinto no pued e
p e rd e rs e de vista el pe so que pudieran ten er aquellos individuos que,
aunque d ed icad os a la agricultura, podían h ab e r visto increm en tar sus
g anan cias a causa d el com ercio cen trado en Corinto y que, po r end e,
habían a cce d id o hacía poco tiempo a la falange hoplítica, en una ép o ca
en la que, por lo qu e sabem os, Corinto se halla enfrentada a su colonia
C orcira, a M ég ara y a A rgos. No podem os olvidar, p o r fin, a los d esp o-
seíd os, cuya existen cia se atestigua, so b re todo, p or la reanudación d e
la colon ización ba jo la in spiración de C ípselo y d e su hijo Perian dro,
con las fundaciones d e Léucade, Anactorio, A m pracia y A polonia en la
re g ión ilírica y Potid ea en e l istmo de Palene, en la Calcídica; Epidam no
fue colonia d e C orcira, p e ro con participación corintia. D e los Baquía-
d as que consiguen huir, sabem os q ue m uchos se refugian en C orcira,
otros en E sparta y algunos, incluso, en Etruria, com o m ostraría la no
d em asiado clara trad ición so b re D em arato, el q ue lle ga ría a se r p ad re
d e Tarquino Prisco.
A C ípselo se le atribuye un rep arto g e n e ral d e tierras, acaso no
im prob able habid a cuenta las confiscacion es d e las tie rras de los Ba-
quíad as que llevó a cabo, p e ro e l propio fenóm eno colonial su g iere
que, o bien, los dem and antes de nuevas tierras e ra n muy num erosos, o
b ien qu e no h abía tierras suficientes para todos. Tam bién se le atribuye
una política de tasación so b re la décim a p arte d e los ing re sos d e los
ciudadanos, p er o es te asunto p e rm an ece bastante obscu ro.
Si la tradición so b re Cípselo no es exce siv am en te hostil, la existente
so b re su hijo y su ceso r P erian dro se com p lace en d estacar su cru eldad
y su g ob ie rn o d espótico; muy vinculado al enton ces tirano d e Mileto,
Trasibulo, su política p a r e ce h a b e r se caracterizad o p o r la su presión
violenta d e los disiden tes; no obstante, el que haya sido contado en tre
los «Siete Sabios» h ace tam bién sospech osa esta atribución. A P erian-
dro se le asign a, adem ás de la p rosecu ción d e la política colonial y

170
com ercia l de su pa d re (fundación d e Potidea, relacion es con Egipto),
una se rie d e disposicion es p ara com batir el lujo ex ces iv o y la arq ue olo-
gía ha puesto de manifiesto su am plio y am bicioso p rog ram a d e obras
públicas en la ciudad, en el q ue se incluía el diolkos o calzada em p e-
drada que atrav esab a e l istmo de Corinto y unía po r tierra el Golfo
Sarónico con el d e Corinto, facilitando el tránsito en tre los dos m ares
controlados p o r la ciudad.
El final de la tiranía tuvo lugar cuando, tras la m uerte d e Perian dro,
hacia el 585 a.C ., e l p o d e r re cay ó en su sobrino Psam ético, q ue tras tres
años d e g ob ie rn o fue asesinad o.

— Los O rtagóridas de Sición

El conocim iento que tenem os de la tiranía que se d e sarrolló en esta


peq ueñ a ciudad, v ecin a d e Corinto, se d e b e ante todo a la circunstan-
cia d e que un nieto d el tirano sicionio Clístenes, fue Clísten es el A te-
niense, lo q ue d esp ertó e l in terés d e los historiadores, no tanto hacia
O rtágoras y sus inm ediatos su ceso re s cuanto al abuelo del famoso
C lísten es, que era a su v es sobrin o nieto de O rtágoras; tam bién fue
c é le b r e la b oda de la h ija d el tirano, A garista, que tras duras com peti-
cion e s casó con el ateniense M eg acles el A lcm eónida (idéase 6.5).
La tradición en torno a O rtágoras m uestra rasgos q ue la asem ejan a
la extétente pa ra Cípselo, lo que p a re ce m ostrar la recu rre n cia a topoi
m ás o m enos le ge nd arios; de O rtágoras, sin em bargo, se d estaca su
p ap el en tre las tropas fronterizas, en sus años jó v en es (detalle q ue
tam bién encontram os a p ropósito de otros tiranos, com o A ristodem o d e
Cumas); a partir d e ahí, consigue el m ando de estas tropas y con el
favor popular se conv ierte en polem arco bien a m ediad os d el siglo VII,
b ie n en algún m omento d e su último tercio. Aunque no se con oce
apenas nada d e la situación en Sición antes d e O rtágoras, las m ed idas
q ue tom ará C lístenes m ás adelan te p are ce rían indicar que, aunque de
orig en aristocrático, no form aba parte d e los círculos d irig entes sicio-
nios; por lo dem ás, aparte d e su b ené vo lo g ob ierno , apenas conocem os
nada m ás d el go bie rn o d e O rtágoras.
Por lo q ue se re fie re a C lístenes, su ascen so, d esp u és d e acabar con
Mirón II, hijo d e O rtágoras, tiene lug ar en los años d e tránsito en tre el
siglo VII y el VI. Se ha aludido en ocasiones, a propósito d e su política
en re la ción con e l c ará c ter e im portancia d e las tribus dorias, en una
orientación anti-doria, si b ien ello es algo que no q ued a suficiente-
m ente claro. Lo q ue sí p a re c e , a mí juicio, m ás claro e s qu e la m odifica-
ción de los nom b res de las tribus dorias a él atribuida posib lem ente
vaya relacion ada con una reform a d e la estructura m ilitar y acaso con
un aum ento de los efectiv os, en un m omento en el q ue se nos inform a

171
de conflictos con la v ecina A rgos, habida cuenta d e la estrech a relación
q ue en e l m undo g rie g o existía en tre la p erte n e n cia a una tribu y la
particip ación en e l e jé rc ito . Quisa haya sido resp on sab le de una red is-
tribución de la población en nuevas tribus, çon fines políticos además/"
d e los estrictam en te m ilitares; de s e r así, la orientación antí-aristocráti-
ca se ría ev id en te, al tratar de q u eb rar la «solid aridad aristocrática»
q ue p odría existir en tre los m iem bros d e tribus homónim as en Sición y
en A rgos. T am poco hem os de p e r d e r d e vista el n om bre que, según
H eródoto (V, 68), da O ís te ries a la tribu a la que él p e rte n e ce , A rq ue-
taos («jefes d el pueblo», o « jefes d el pu eblo en arm as») pues quizá
incida en esta d ire cción .
P or fin, no m enos im portantes son las m ed id as que e l tirano adopta
en dos cam pos muy con cretos: por un lado, pro h íb e la recitación pú bli-
ca d e los Poem as H om éricos (p osiblem ente no la Ilíada y la Odisea, sino
otros del ciclo ép ico) y, po r otro, sustituye e l culto rend ido en el agora
sicionia al h éroo A drasto por el de M elan ipoT El p re tex to que ad uce
H eródoto (V, 67) es qu e en am bos casos se ensalzaba excesiv am e nte a
los arg iv os; aun cuando nq tengam os p or q u é dudar d e ello, no d eja d e
s e r in te resante el em pleo político q ue los poem as épico s tienen en el
esqu em a de g o b ie rn o d el tirano sicionio, segu ram en te en su aspe cto
d e recu erd o p er e n n e d e unas form as d e vida, las aristocráticas, qu e é l
pre ten d e com batir. La relación d el culto al h éro e A drasto con la p rop ia
esen cia d e la p o lis sicionia tam bién p a re ce clara y en su sustitución por
otro p erso n aje , igualm ente h eroico, hay q ue v e r un cam bio de orienta-
ción y de v inculaciones id e ológ ica s en el estad o sicionio, resp onsab ili-
dad d irecta d el tirano.
Esta eventual política anti-aristocrática en e l interior contrasta tanto
con su c a rá c ter d e Olim piónico (triunfador en una d e las com peticion es
d e los Ju e g o s O lím picos) cuanto con la cantidad d e aristócratas d e
todas p ro ce d e n cias q ue se dan cita p ara solicitar la m ano de su hija
A garista (H eródoto, VI, 126-130), P ero ello, en todo caso, tam poco d eb e
so rp ren d ern os por cuanto que no es infrecuente hallar com portam ien-
tos aparen tem en te contrad ictorios en tre los tiranos.

— Citón de Atenas

El caso d e Cilón en A tenas es, com o vam os a v er, el d e una tiranía


fallida; sin em ba rg o, nos p u ed e se rv ir pa ra estudiar qué elem entos
interv ienen y fav orecen e l auge d e los tiranos, siqu iera se a porqu e en
A tenas los m ism os aún no p a re ce n h a b e rs e desarrollado. Hacia el 632
a.C ., un jov e n Olim piónico, Cilón, casado a la sazón con la hija d e
T e ág e n es, en a qu él m om ento tirano de M égara, intentó con v ertirse en
tirano para lo cual, con un grupo de partid arios y con ayuda m ilitar

172
proporcion ada po r su su eg ro , se apod eró d e la A crópolis. La rea cción
no se hizo e s p e ra r y d e los cam pos acud ieron los ciudadanos que les
sitiaron; el asunto aca bó con la m uerte d e m uchos d e los partidarios d e
Cilón si bie n sus e jecu to re s, en cab ezad o s p or los A lcm eónidas, incu-
rriero n en s a c rile g io , puesto q ue aquéllos s e habían encom end ad o a la
pro tección d e los d ioses. El episodio, p or consiguiente, d eb ió de se r
p oco durad ero y d e la aparen tem en te esca sa incid encia q ue tuvo dan
cuenta las p oc as inform aciones q u e nos han transm itido los historiado*
re s antiguos (so b re todo, H eródoto, V, 71; Tucídides, I, 126-127).
P are ce claro, al m enos a partir de ellos, que no había tras Cilón un
amplio respa ld o popular y q u e en la fallida intentona ciloniana jug ó un
pa pe l im portante la ayuda m egarea ; e l caso d e Atenas, por lo tanto,
d e b e con sid e rarse com o ciertam ente peculiar. No hem os d e olvidar, a
este resp ecto , que en la línea que ha defendido recientem ente M orris
(MORRIS: 1987), en A tenas el p ro ce so de conform ación d e la p o lis
h abría sufrido un b rus co corte en los años d e tránsito d el siglo VIII al
VII, que fom entaría, a unos n iv eles muy su p eriores a los de otros
estad os g rieg os, la situación d e d e pe nd en cia d e l cam pesin ado (los
pelatai y h ectém oros que m encionab a A ristóteles); ello explicaría, p r e -
cisam ente, que la situación fuese mucho m ás g ra v e aún para el cam pe-
sino ático que para los d e otras ciudades, donde si b ien el problem a de
la tie rra e r a acuciante y, seg uram ente, la cuestión d e las deudas tam-
bién,¿no p a re ce h a b e rs e llegad o a esos extrem os de som etim iento d e la
población cam pesina a que se lleg a en Atica. Sin em bargo, y en esto
A tenas sí se eq uipararía a otras p o le is g rie g as, sí había algunos círc u -
los aristocráticos q ue intentaron, recu rrien d o al ex p ed ie n te d e la tira-
nía, m odificar esa situación lo que m uestra tam bién un estado d e en-
frentam iento en tre facciones aristocráticas. Si b ien el intento d e Cilón
resultó fallido, no d e ja de se r significativo que diez u once años d e s-
pu és se p ro ce d a a la recopilació n legislativa q ue lleva el nom bre de
Dracón. Esto tam bién perm ite p en sar que, aunque los Eupátridas consi-
gu ieron controlar este b rote tiránico, cada vez h abría m ás p re sion es (y,
seguram en te, no n ecesaria m en te p op ulares) para m odificar el estado
de cosas, El nom bram iento de Solón, al que nos referirem o s en un
próxim o capítulo, trataría d e re so lv e r de form a definitiva el conflicto
(y éase 6.2).

— Fidón de Argos

Aun cuando buena parte d e las figuras d el arcaísm o g rie g o ap are-


cen rode ad as d e una brum a es p e sa que im pide a v e ce s d isce rn ir los
acontecim ientos, la p erson alid ad d e Fidón es de las m ás controverti-
das, puesto que las tradiciones a su nom bre llenan prácticam en te todo

173
el siglo VII (e, incluso, ép ocas an teriores), siendo d ifíciles de con ciliar
en tre sí en la m ayor parte d e los casos. Igualm ente problem ática es la
cuestión de su ascen so al pod er, puesto q ue A ristóteles afirma (Pol.,‐'‐
1310b 26) qu e acced ió a la tiranía d e sd e la realeza y, ciertam ente,
p a re ce h a be r sido m iem b ro d e la familia real Tem énida. Se le suele
relacion a r con la im portante victoria d e A rg os so b re Esparta en la
batalla de Hisias hacia el 669-668 a.C., lo q ue ha hech o q ue se le vincule
con la im plantación en A rg os de la táctica hoplítica; igualm ente, s e le
atribuye la introdu cción de la m oneda. Si b ien esto último no p a re ce
p ro b ab le, hay p ráctica unanimidad en con sid erarle crea d or de un sis-
tem a de p eso s y m edidas com unes, cuyo radio de acción se e xten d e ría
a todo e l P elo pon eso y que se rv iría de patrón m onetal en el momento
en el que, ya en el siglo VI, se acuñasen las prim eras m onedas. Por fin,
un hijo suyo a p a re ce com o prete nd ien te a la mano d e A garista, la hija
d e C lísten es d e Sición.
De cualquier modo, si realm ente se relacion a con la batalla de
Hisias, p a re ce difícilm ente adm isible que p ueda atrib uírse le una cro no -
logía tan b aja com o la que im plica q ue un hijo suyo esté preten d ie nd o
la mano de A garista hacia el 580 a.C.; esto ha llevado a num erosos
d eb ates cron ológ ico s y a ingeniosas teorías en las q ue no v oy a entrar,
si bien mi opinión p erson al tiend e a desvincularle de la introducción
d el sistem a hoplítíco en A rgos y con sid erar su acción, com o ocu rre en
otras p o le is una con secu e ncia d e las transform aciones a q ue ha dado
lug ar la m odificación d e las tácticas d e com bate. Por otro lado, p a re ce -
ría que la victoria argiv a en Hisias h abría sido co n se cu e n cia de una
tem prana introducción de la táctica hoplítica lo q ue p rop orcion aría una
neta sup eriorid ad táctica a los argiv os; no obstante, quizá sí pueda
atribuirse a Fidón e l h a b er dado cabid a en la falange hoplítica a p arte
de los individuos d e orig en no dorio, quizá en globánd olos en una
nueva tribu. Eso se ría lo q ue le haría a p a re ce r, ante los ojos d e ciertos
elem entos, más com o un tirano que com o el rey legítim o que era. De
se r cierto eso, su reform a podría h a b er sido p a re cid a a la qu e C lísten es
introdujo en Sición.

— Otros casos menos conocidos

A dem ás d e los tiranos ya m encionados, n uestras fuentes nos han


transm itido toda una s e rie de n om bres d e otros p e rso n a je s que, en el
siglo VII se h icie ron con el po d e r en sus res pe ctiv as ciudades; entre
ellos, cab ría citar a T e á g en e s de M égara, su eg ro y colabo ra d or d e
Cilón d e Atenas, a T rasibulo de Mileto, am igo y aliado de Perian dro d e
Corinto, a Pitaco de Mitilene, q ue p a re c e h ab e r sido, m ás bien , un
«árbitro» (aisymnetes), surgid o tras las v erd a d e ras tiranías d e Melan-

174
ero y Mírsilo, q ue d e rrib an al gob ie rn o olig árq uico de los Peníílidas y
en carga d o tam bién d e d ictar una se r ie d e ley es, si b ien e l lírico Alceo,
m iem b ro de una facción opuesta tam bién le con sid era tirano; en Sam os
se m enciona, a fines d el siglo VII, al por otro lado ob scu ro tirano
D em óteles, destituido p or una conjuración de p rop ietarios de tie rras
( g eo m oro i ).
Tam bién e n O ccid ente ap a re ce el fenóm eno, com o m uestra la tira-
nía d e Panecio d e Leontinos, d atable a fines d el siglo VII y p ru eba, tal
vez, d el gran d e sa rrollo socio-económ ico alcanzado p or las ciudades
calcíd ica s occid entales, testim onio d e lo cual se ría, igualm ente, la le g is-
lación de Carondas en la tam bién calcíd ica y v ecin a Catana, si bien esta
última, de carácte r aristocrático, p a re c e h ab e r seguido una orientación
opuesta a la acción de Panecio, q ue se colocaría al frente de los p e q u e-
ños propietarios, en frentánd ose a los terraten ientes d e Leontinos. Yo
no exclu iría la posibilidad d e que la amenaza de una tiranía en Leonti-
nos, h ub iese animado a la aristocracia de Catana a dar el paso de
re cop ilar sus v ie jas norm as consuetudinarias, aun cuando la falta de
precisión cronológ ica im pide relacion ar am bos fenóm enos. Para Sira-
cusa disponem os de noticias que aluden a una situación d e stasis a
m ed iados del siglo VII, saldada con la expulsión de un grupo, los
llam ados Milétidas, que se refugiarán en Zancle y acabarán co-fundan-
do Hímera; no sería im proba ble que e se grupo qu e aca ba m archánd o-
se hu biese apostado po r la tiranía.
La lista, obviam ente, p odría seg uir alarg ánd ose, p e ro no lo con sid e-
ro n ece sario; prueb a, en todo caso, que, por más que sólo nos sean
algo m ejor conocid as unas poca s figuras, el fenóm eno de la tiranía
afectó a prácticam ente todo el mundo g rie g o d el siglo VII y, com o
ten drem os ocasión d e v er, tam bién lo hará en el siglo VI. D el mismo
m odo que el fenóm eno colonial afectó tam bién a reg ion es muy d isp are s
d e la H élade hacia la mism a ép oca, d e la misma m anera que el sistem a
d e com b ate hoplítíco fue difundido tam bién rápidam ente p or todo el
mundo grie go , así la solución de la tiranía se extendió p or toda G re cia
durante el siglo VII. La p rincip al con secu encia que pu ede ex tra ers e de
todo ello es que, ciertam en te, p rob lem as sim ilares s e plantean en toda
la H élade d esd e el siglo VIII y a e sos problem as se le dan soluciones
muy sim ilares, al m enos en sus líneas g en erales. Y, a propósito d e esos
rasg os conjuntos, hab laré en el sigu iente apartado (véase 6.4; 7.2; 8.2;
9.1.2).

5.8.2. Rasgos generales del sistema tiránico

El análisis llev ado a cab o de distintos sistem as tiránicos, de los qu e


hem os conservad o un m ayor núm ero d e noticias (aún dentro de la

175
habitual, p recarie d ad ), perm ite elab o rar una se rie de ca racterísticas
que, de form a m ás o m enos g en eral, se rep iten en casi tod os los casos,
al m enos un número, determ in ado de ellas. D el mism o m odo, estos
factores d e b e rá n ten erse p re se n tes a la h ora d e in terp re tar las tiranías
del: siglo. VI, algunas de las cuales no diferirán apenas de las ya p re se n -
tes en: e l siglo VII.

— Ilegitim idad

Uno de los ra sg os que le sirv en a A ristóteles para distinguir la


tiranía d e otros tipos d e m onarquías (es d ecir, d e g ob ie rno s individua-
les) es su ca rá cte r de ilegítim a y d e irre sp o n sa ble. Según sus propias
palabras,

«... hay una tercera forma de tiranía, que es la que más propiamente
parece serlo, por corresponder a la monarquía absoluta. Es necesa-
riamente una tiranía de esta clase la monarquía que ejerce el poder
de un modo irresponsable sobre todos, iguales o superiores, en vista
de su; propio interés y no del de los súbditos; por tanto, contra la
voluntad de éstos, porque ningún libre soporta de grado un poder de
esta naturaleza.» (Aristóteles, Pol., 1295 a 17-24; traducción de J, Ma-
rías y M. Araujo.)

Esta ilegitim idad le viene dada al tirano p or la circunstancia d e que


su a cce so al p o d er se realiza m ediante algún acto d e fuerza, se g u ra-
m en te protagonizad o p or sus propios partidarios, si b ien no se exclu ye
en algunas ocasiones la in terv en ción exterior. A p e sa r d e ello, en
v arios de los casos citados anteriorm ente, e l futuro tirano se vale d e l
d ese m peñ o de algún ca rg o constitucional, lo q u e posiblem ente le p e r -
mite, adem ás d e te n er un conocim iento d e prim era mano de la situa-
ción d e l m om ento, v a lers e d e r es orte s le g a le s o, en su caso, d e la
d ebilid ad d e los m ism os. D ependiendo tam bién de los casos esta ileg i-
tim idad no im plica siem pre una suspensión de facto d e la leg alid ad
vigente,, sino q ue la m isma pu ed e continuar, aun cuando el tirano ten-
drá buen cuidado de con seg u ir qu e partid arios suyos d ese m pe ñ en los
prin cipa les carg os; adem ás, su p od er se v e rá afianzado por lo qu e
podríam os llam ar apoyo popular.

— Apoyo popular

Es difícil en m uchas ocasiones sa b e r en qu é p u ed e con sistir es te


«apoyo popular» que, habitualm ente, se les supone a los tiranos. C ier-
tam ente y, com o se ha visto antes, Cilón fracasó, precisam en te, porq ue
no disponía d e este apoyo, p e ro sig u e siend o cuestion ab le hasta qué
punto los ciudadanos, en la p o lis d el siglo VII, se hallaban organizados
y, so b re todo, co ncien ciad o s políticam ente. IDa más la im p resión de; que
son los cabe cillas aristocráticos:, esos: «jefes: d el p u e b lo » a los q ue ya h e
aludido, q uienes han sabido: rod e a rse de p artid arios y han prestado su
apoyo al tirano, tanto durante- su gobierno· cuanto, en lo s momentos
p re vios al a cce so al p o d e r d e l raismo, log.ieam.ente a· cam bio d‘e jug osas
contrapartidas. Estos partidarios no.·aristocráticos pro ce d e rían , natural-
m ente, tanto d e la población; urbana cuanto· d e la cam pesina y, s o b re
todo, d e aquéllos· qu e se·consideraban, más perjud icad os p or la política
p racticad a po r los· sistem as: aristocráticos.» como, podían se r los p eq u e -
ños propietarios (Véas-e- 5.3.2).
Es una id ea hasta cierto punto· común q ue son los hoplitas, com o
tales,, los qu e apoyan al tirano;, en· m i opinión es to no q ued a lo suficien-
tem ente claro. Sin duda, bu e n a p a rte de los peq u eños y m edianos
p ropietarios se: hallaban integrad os, en la falange· hoplítica y e ste mismo
hech o, tal y com o he m ostrado, en apartados, previos,, acom pañado de
su no participación política· y d el riesgo; de p e r d e r sus tierras y, ev en -
tualm ente, hasta su p ro pia libe rta d y la de los: m iembros, d e su familia,
d eb ió d e prod ucir d escontentos, P ero tam bién es cierto q ue estos
últimos se m anifestaban com o m iem bros qu e eran d e l cu erpo cívico- o
dem os y e n ello coincidían con otros, grupos, incluyendo, tam bién a
v eces, se cto re s aristocráticos, q u e tenían sus propias: qu eja s. La situa-
ción de descontento p a r e ce h a b e r sido tan gen eralizad a q ue es difícil!
e s ta b le c e r una relación d irecta e n tre la pe rten e n cia a la falange hoplíti-
ca y Ja cristalización d e l apoyo, al tirano. E se h ech o ha d eb id o d e
con tribuir y, quizá d e form a decisiva,, a h ace r paten te para un conjunto
am plio d e ciudadanos la injusticia reinante, pero,· no ha sido e l h ech o
d eterm inante. El apoyo popular ha sido capitalizado y capitaneado 'por
faccion es aristocráticas, dentro d e un contexto, más amplio de lucha por
e l pod e r. Ni q ue d ecir tien e que los elem en tos popu lares esperan, a
cam bio de e se apoyo (q ue en ocasiones pu ed e s e r sim plem ente pasi-
vo), una s e rie d e contrapartid as d e entre las cuales la principal p a re ce
h ab e r sido, com o se apuntaba anteriorm ente, e l rep arto d e tie rra o g es
anadasmos ; sin e m barg o y, a p e sa r de qu e esa dem anda existió, las.
rep articion es d e tierra e x novo no s e atestiguan claram ente en ninguno
d e los casos d e tiranías arcaica s conocid os ( véase 5.4.1).

— Hostilidad hacia la aristocracia

A p es ar d e ello, el tiran o va a com portarse d e form a hostil hacia los


aristoi, aunque tam bién aquí conv iene h ace r p recisio n es. Si b ien en
algunos casos, com o en Corinto, los Baquíadas han d eb id o ab and onar

177
la ciudad, e l mism o ejem plo p a r e c e m ostrarnos que la pe rsecu ción
hacia la aristocracia, en cuanto clase o gru po social, no ha sido, ni
m ucho m enos, g eneralizada. Han sido p erse gu id os, por lo g en eral,
aqué llos que tenían resp onsabilid ad es políticas. Lo que ocu rre e s que
p a re ce h a b e rs e ido d esarrollando un p ro ce so q ue ha otorgado el po-
d e r efectivo a un grupo cada v ez m ás restrin gid o de aristoi, se g u ra -
m ente com o con secu en cia d e rela cion e s m atrim oniales d e c arácte r en -
dogám ico, prop iciad os al tiem po po r la p érdid a de p od er econ óm ico y,
por consiguien te, de p restigio social y p or una disminución en el nivel
de vida d e g rupos antaño incluidos en los círcu lo s de pod er, víctim as,
asim ismo, d el p ro ce so de fragm entación de la p rop ied ad y, acaso, d el
endeud am iento prog re siv o. Así, factores económ icos y so ciales p ue-
den h ab er ido convirtiendo en oligárq uicos sistem as que en tiem pos
fueron aristocráticos, según un pro ce so bien d escrito p or A ristóteles
{Pol., 1307 a). E sos son los grupos h acia los q ue m uestra habitualm ente
hostilidad el tirano, puesto que su función es re s o lv er la m ala situación
q ue tal rég im e n ha cread o . Y, po r end e, difícilm ente podría existir una
hostilidad hacia la aristocracia en su conjunto cuando los propios tira-
nos (y p arte d e sus sustentadores) p ro ce d e n d e fam ilias aristocráticas,

— Origen aristocrático de los tiranos

En efecto, en todos los casos que h e analizado y, seguram ente tam-


b ién en los m enos conocidos, el tirano es, por su orig en y ascen d encia,
un aristos. En ocasiones, adem ás, ha sido triunfador en los Ju e g os
O lím picos; a v e ces , ha d esem peñ ado carg os re serv ad os sólo a aristó-
cratas; en su com portam iento m antiene e l ethos aristocrático. Por si
fuera poco, sus rela cion e s, esp ecialm ente con m iem bros ajen os a su
p o lis se rig en p or e l cód ig o d e com portam iento aristocrático, com o
m uestra con todo detalle la boda d e A garista, la hija d e C lístenes, a
cuyo llam am iento acud e la m ás p od erosa y linajuda a ristocracia d e toda
la H élade o com o s e d esp ren d e d e la incorporación de Perian d ro d e
Corinto al ele n co de los «Siete Sabios», cuyo id eal d e sophia se vincula,
adem ás d e al mundo délfico, a la e xtra cció n aristocrática d e todos sus
m ie m bros. Es, p recisam en te, e l ca rá cter aristocrático del tirano el que
co n v en ce definitivam ente de que todos los conflictos so cia les (staseis )
que se su ce d en en G recia a lo larg o del sig lo VII han estad o m ovidos
p or aristoi d escontentos, p or m ás q ue hayan buscad o y hallado apoyos
im portantes en otros círcu los socia le s y por m ás que éstos hayan a cab a-
do rec ib ien d o su reco m p en sa p o r el apoyo brindado. Naturalm ente, e l
q ue aquéllos hayan tenido posib ilid ades d e triunfo v iene determ inado
p or el descontento generalizado en la población hacia e l g ob ierno
aristocrático.

178
5.8.3. Los tiranos como creadores del marco político
de ia ciudad

Quizá este ep íg rafe pueda p a re ce r dem asiado extrem o, si tenem os


en cuenta lo qu e venim os viendo hasta el m om ento, si pensam os, asi-
mismo, en la labor d e los le g islad ores y si valoram os e l h ech o de que
no todas las p o le is han sufrido las tiranías ni, en caso de que sí hayan
pasado por ellas, lo han he ch o en el mismo mom ento. P ero, a pe sar de
ello, c reo q ue d eb o m an tener e s e enunciado inalterado p or una razón
fundamental: hasta que su rg e un tirano, la p o lis se ha g o be rn ad o según
form as cuyo orig en rem onta, en la m ayor parte d e los casos, a los
Siglos O bscuros. Un sistem a reg io, transform ado en aristocracia, que
adaptado en un p rim er m om ento a las n e ce sid ad es de una laxa organ i-
zación ald ean a ha sido reap rov ech ad o en e l m om ento d e la form ación
de la p o lis , no podía d e ja r d e a rrastrar tras d e sí un pesad o lastre. La
figura de l tirano, precisam en te po r su ca rác te r d e ilegitim idad, ha roto
y, d e form a tajante, esa indud able continuidad. Nada se rá igual a partir
de la labo r d el tirano, su actuación d ejará unas se cu elas irrev ersib le s:
las v iejas fam ilias que habían e je rc id o el p od e r d e sd e tiem po inm em o-
rial o han d esap a re cid o o han p erd id o fuerza; ascen d erán nuevos gru -
pos, b ien aristocráticos, q u e apenas habían tenido oportunidades d e
g ob e rn a r pre viam ente, b ie n no aristocráticos, q u e d e m om ento no
aspirarán (o no lograrán ) un p od er efectivo, aunque sí conseguirán
reafirm ar su ca rá cter d e ciudadanos, obtenien do garantías tan funda-
m entales com o la de c on oce r las ley es que han de se rv ir para ju zg ar-
les, o com o ten e r garantizada la inalienabilidad d e sus personas y las
d e sus familias.
Si los con cep tos d e p o lis y d e p olîtes su rg en en e l siglo VIII, su
v erd ad era realización no va a em pezar hasta el siglo VII cuando, en la
m ayor parte d e los casos p or la interv en ción traum ática d e un tirano,
van a llen arse d e contenido. Así, su rgirán políticas d e reparto de tie-
rras, que al tiem po que alivian la situación, p erm iten dar más fuerza a la
falange hoplítica; políticas de p eso s y m edidas, atendiendo tanto a
nuevas form as d e evaluación d e la riqueza cuanto a las cad a vez m ayo-
re s relacion es extern as; políticas d e fom ento d e la artesanía y del
com ercio y de las "obras pú blicas, siqu iera com o m edio de d ar ocupa-
ción a los m enos beneficiad os, p e ro tam bién en respu esta a la propia
crisis agraria. En efecto, se tiende a ir recon virtiend o cultivos y a una
m ayor espe cialización d e los m ism os lo q ue a su vez im plica una a d e -
cuada política d e im portación de aquellos alim entos en los que es
d eficitaria la ciudad. A dem ás, el au ge d el com ercio fav orece rá tam bién
e l d esarrollo d e las prim eras flotas d e g ue rra; com o se ve en el si-

179
guíente p a sa je d e Tu cíd id es, p a re ce h a b er una relación d irecta en tre la
tiranía y el aug e d e l po d erío naval:

«Al hacerse Grecia más poderosa y adquirir aún más riquezas que
antes, surgieron en general en las ciudades tiranías, pues los ingresos
crecían (antes había monarquías hereditarias con atribuciones limita-
das) y Grecia comenzó a equipar escuadras y a ocuparse más del mar.
Se dice que los corintios fueron los primeros que innovaron el arte
naval, dejándolo muy cerca del estado actual; y que fue Corinto el
primer lugar de Grecia donde se construyeron trirremes.» (Tucídi-
des, I, 13; traducción de F.R. Adrados.)

Las flotas, el p od e río naval son tam bién un m edio im portante de


em p lear a individuos sin tie rras y sin re cu rso s y, en su m om ento, ya en
é p o ca clásica, s e re v ela rán com o un in g re d ien te fundam ental para e x -
p licar los sistem as d em ocráticos.
Por fin, su ele se r frecuen te qu e los tiranos reo rg a n icen v iejo s festi-
v ales, restau re n o reconstruyan santuarios polladas, llev en a cabo, en
definitiva, una política que podríam os llam ar «religiosa»; e l sentido d e
la m ism a hay qu e re la ciona rlo con el reforzam iento d e la id eolog ía
política, en cuanto enfrentada al exclusivism o d e los cultos y lu g ares d e
culto vinculados ancestralm en te a las a ristocracias a las q u e se com ba-
te.
Con todo lo anterior lo que q u iero m ostrar es que las tiranías crea n
o, a v e ce s, solam ente, capitalizan un movimiento de alcance, que con-
siste en la transform ación d e una socied ad aristocrática y cerra d a en un
entram ado m ucho m ás com plejo y con in teres es sum am ente d iv erg en -
tes; p ero, m ás significativam ente aún y, seg ún se vaya im plantando la
ide a d el bu en g o b iern o o Eunomia, p or lo g en e ral incom patible con la
figura del tirano, p e ro q ue su acción ha contribuido a.im p ulsar, se
afianzará definitivam ente la id ea d e la p o lis com o com unidad q ue tien-
de al b ien m ás principal, se gún la d efinición de A ristóteles (Pol., 1252 a
1-7), aun dentro d e la h e te ro ge n e id ad d e sus com ponentes.

5.8.4. La tiranía, respuesta del dem o s a la crisis

Es, p re cisam e nte, p or ello, por lo q ue consid ero a la tiranía com o


respuesta d el dem os a la crisis, no tanto p orq u e éste haya sido su
protagonista principal, sino s o b re todo p orq u e sí ha sido su b en e ficia-
rio y, adem ás, p orqu e a d iferen cia d e los le gislad o res, q u e en último
térm ino trataban d e perp etuar el sistem a ancestral d e g ob ie rn o, e l
tirano ha roto, v iolentam ente incluso, con un pasado, sentando las b a se s
del p orv en ir, lo cual no ocurría con los leg isla d ores, al m enos en tan

180
gran m edida. A dem ás, al h a b e rse en frentado con la a ristocracia g o b e r-
nante, el tirano tiene que b u scar otros apoyos y éstos sólo los va a
hallar en tre los gru pos populares, entre el demos.
En otro ord en de cosas, tam bién p u ede se r consid erad a una r e s -
pu esta d e l demos, aunque su in tervención activa no haya qued ad o
excesiv am en te clara, d e sd e e l m om ento en que existía una p resión
social, m anifestada ya d e sd e los alb ore s d el sistem a d e la p o lis en
dem andas de justicia, d e m edio s d e vida, d e con sid eración social y
política, etc. Fueron , ciertam ente, aristócratas q uienes escu ch aron esas
dem andas e ; incluso, qu ien es las form ularon en forma co h eren te e
intelig ib le p e ro tras ellos h abía unas n eces id ad e s qu e los aristoi g o b e r -
n antes no habían sabid o atend er. Aun cuando la labor del tirano se
d e sa rro llase auto oráticam ente (d e autocrator, esto es, e l que es dueño
d e sí mismo) h abía unos in te re se s ob jetiv os que d e fen d er y unos gru -
pos q ue s e ib an a b e n eficiar d e los resultados d e su lab or aun cuando
no siem pre de sus m étodos. En e s e sentido, pues, el tirano rep resen ta
los in te resa s d el dem os entend ido, en estos m om entos d el arcaísm o,
com o e l p eq ueñ o y m ediano cam pesinado.

5.9, La época del orientalizante

Para com pletar la pan orám ica aquí ofrecid a, p a r e ce in teresante alu-
d ir a los ra sg os q ue, d e sd e el punto de vista de la in se rción d e la
H élade en su contexto m editerráneo, esp ecialm en te en e l oriental, ca -
racterizan a e ste m om ento d el sig lo VII, El térm ino qu e aquí em pleo, el
d e «orientalizante», alude, so b re todo, a los asp ectos arqu e ológ icos y
artísticos, puesto q ue e s en ellos en los q ue, con m ás prop ied ad, se
pu ed e distinguir este influjo, si b ien su im portancia fue tam bién g ran d e
(aunque más difícilm ente cuantificable) en aspectos com o la religión, la
econom ía o la cultura.
D efinir qué es el p eríod o orientalizante es una tare a harto com pleja
pues, a p e sa r d e lo que opinen re cie n te s autores y teorías, p a re c e claro
que, al m enos d esd e el inicio de la Edad de los M etales, el O riente ha
influido d e forma d ecisiv a en distintos ám bitos y asp ecto s d el restante
mundo m editerráne o, en un sentido, p o r en de , pro g re siv o. No obstante
esta salv ed ad, hay un p eríod o con creto dentro d e la H istoria cultural
d el M editerrán eo q ue m e re ce , con propied ad , el nom bre de orientali-
zante y e s aquel esp acio d e tiem po q u e ab arca , g ro sso modo, ios sig los
VIII y V il a.C ., p o r más q ue sus proleg óm en os puedan y a ob s erv a rse en
cierto s ám bitos en el sig lo IX y sus se cue las p e rd u re n aún, en á re as
m arginales, en e l siglo VI,
No ca b e duda de q ue fueron los fen icios los p rim eros en e xten d e r

181
los ra sg os distintivos d e lo «oriental» a lo larg o y ancho d el M editerrá-
neo, p ero con v ien e v er p or qué se p rod u ce un auge pre cisam en te a
partir d el siglo VIII. Tras los ob scuros incid entes que suced ieron a las
incu rsion es d e los llam ados «Pueblos d el Mar» (ca. 1200 a.C .) y la
d esap arició n d el pod e río m icén ico, el hueco q ue los navegantes e g e o s
d ejan com o interm ed iarios e ntre O riente y O ccid en te es rápidam en te
ocupado p or los habitantes d e la franja costera com prend id a e ntre T ell
Sukas y Gaza, e s d e cir, los fenicios. Estos son h e re d e ro s d e las tradicio-
n es náuticas d e sarrollad as p or las po blacion es costeras d el Levante
m ed iterrán eo, rep re se n ta d as p o r Ugarit, p ero tam bién aprov echan los
conocim ientos m ícé nicos por lo q u e se re fie re al aspe cto técn ico d e los
v iaje s a larg a distancia y , en el aspecto político, se ben efician, asim is-
m o, de la e xc elen te situación internacional, q ue contem pla el debilita-
miento y d esaparició n d e los dos g ran d es im perios d el mom ento con
in te re se s en el Levante, Egipto y Hattí, Como consecuen cia de todo
ello, los fenicios se lanzan a la crea ció n d e toda una re d de raías
com erciale s y fundaciones, con vistas a la obtención de m aterias p ri-
m as, notablem ente m etales, a cam bio de los cuales en tre gan productos
m anufacturados. Estos productos, d ebid o a lo intenso de los contactos
de esos n av egantes, m uestran un gran e clecticism o en lo q ue se r efie re
a sus aspe cto s form ales e ico nográficos y son e l p re ce d e n te de lo que
se rá el g ran m omento orientalizante.
Dentro d el períod o orientalizante y aunque el estímulo, com o su
p ro pio nom b re indica, p ro ced a del Próxim o O rien te, h abrá que distin-
guir una d ob le vía d e difusión: la vía fenicia y la vía g rieg a , aquélla con
p riorid ad cron ológica , com o s e ha visto, so b re é sta ( véase 2.2.2),
Por lo que se re fie re a los fenicios, su co m ercio y frecuen tación de
las costas m ed iterráne as e, incluso, atlánticas, jalonadas p or una se rie
de fundaciones (o, quizá, sólo m eros puntos d e atraque) en tre las que
d estaca G adir (ca. 1110 a.C .) aum enta sen siblem en te d e sd e e l siglo VIII
d ebid o al h ech o de que, a p artir de es e m om ento y com o culm inación
d e un p ro ce so q u e se h abía iniciado casi un siglo antes, las ciudad es-
estado fenicias van a actuar com o a ba ste ced oras d e m aterias prim as de
la p od e rosa m áquina estatal n eo-asiria que, s o b re todo, a partir d e las
cam pañas de T iglat-Pile ser III (745-727 a.C .) e je r c e r á un e stre ch o con-
trol s o b r e todo el ám bito sirio‐palestino. D e esta form a y, ahora m ás
q ue nunca, en las ciud ades fenicias confluirán produ ctos de las m ás
d iv ersas pro ce d e n cia s dentro d el ám bito controlado p o r los m onarcas
asirios, es d e cir, e l O riente M edio. Los fenicios com ercializarán es os
prod uctos a una es ca la hasta en tonces d esco no cid a y e labo ra rán ellos
tam bién un arte, m ezcla d e m uchas artes q ue, a p e sa r d e ello, p o s e e rá
una indiscutible personalid ad y en el que p artiend o d e una b a s e neta-
m ente egiptizante (y no hay que olvidar que la influencia e g ip cia en la

182
zona, al m enos d esd e e l siglo XVIII a.C. había sido inm ensa) hallarán
acogid a tem as de las m ás d ispares p ro ce d en cias. Y es este arte el que
inundará el M ed iterráneo d e figuras d e co rte oriental.
Pasando al segund o difusor d e esta co rrien te artístico-cultural, G re -
cia, direm os que, p or una parte, las tradiciones culturales m icénicas
perd uraron en esta nueva G recia d e la Ed ad d el H ierro, hallándose
en tre ellas tam bién la n avegación , nunca abandonada a p es ar de la
reg re sió n generalizad a; p or otra parte, que la p ropia dinám ica d el
p eríod o tard om icénico y sub-m icénico, d eterm inó la em ig ración d e
im portantes contingentes helén icos hacia la costa anatólica, donde se
estab le ciero n ciudad es que d esd e un prim e r m om ento m antuvieron
contactos con las culturas allí existentes. Todo ello, unido a la acción
qu e los fenicios e je r ce r á n so b re el mundo g r ie g o continental e insular
q ue no p or d escon ocid a d e b e s e r infravalorada, así com o el im portantí-
sim o p a pe l q ue de sem p eñ ará Chipre, d onde e ncon trarem os co e x is-
tiendo a una p ob lación de orig en g rieg o junto con una se rie d e e sta b le-
cim ientos fenicios, d eterm inarán que, una vez apag ad os los e co s d e la
conm oción que acab ó con el mundo m icénico, se inicie un resurgim ie n-
to d el mundo g rieg o, ya d etecta ble d esd e los m om entos finales d el
siglo ÏX a.C,
No c a b e duda de qu e entre los asentam ientos g rie g o s ultram arinos
m ás antiguos de la é p o ca pos-m igratoria, se en cu entra Al Mina, en la
de se m b ocad u ra d el Orontes, al que ya he aludido en capítulos p rev ios,
rep resen tan te en cierto m odo d e un conjunto más am plio d e centros de
características sim ilares, donde es posib le q ue haya una p re sen cia más
o m enos e stab le d e g rie g os junto a, o formando p arte de, p oblacion es
in dígenas, al m enos d esd e el último cuarto d el siglo IX. El contacto con
la realid ad anatólica (ciud ades jonias, eolias y d orias d e Asia M enor),
con la realidad siria (Al Mina y otras) y fenicia (C hip re y p re sen cia
fen icia en la pro pia G re cia), determ inarán un amplio movim iento e c o -
nóm ico com ercial, a ce rc a del cual algo se ha dicho tam bién en capítu-
los an teriores (véase 2,2.2; 4.2.2).
Todo e ste m ovim iento va a h a cer qu e en G recia arraig ue con gran
fuerza la cultura y el arte d e insp iración oriental en e l cual, d eb id o a los
d iferen te s re sortes que actúan, pued en d istinguirse, ya en el siglo VIH,
cuatro corrien tes artísticas distintas:

—- La fenicia, caracterizad a, com o hem os visto, p o r su ecle cticism o y


que a b so rb e continuam ente nuevos tem as y m otivos d e otras
artes.
— La corrien te rep resen ta d a p or la tradición d e tallas d e marfil,
especialm e nte arraigad a en Siria Central, reg ión en la que, a
d iferen cia de lo q ue oc u rre en Fenicia, hay una vuelta a los

183
re p e rtor io s y trad iciones m esopotám icas y no una rec u rre n cia al
arte eg ip cio.
— La escu ltu ra de las ciud ades d e l n orte d e Siria, con unas claras
ca ra cte rísticas neo-hititas.
— Los m etales d e Urartu, que lleg an al m undo g rie g o a través d e las
p o le is anatolias.

T odas estas corrie n te s van a co n v e rg e r en e l mundo g rieg o y van a


s e r asim iladas con m ás o m enos acie rto y, en todo caso, em pleand o
crite rios d iferen tes segú n las re g ion e s; esto h ará q u e el orientalizante
g rieg o p ose a una entidad m ayor que e l fenicio, a p es a r d e q ue b e b e n
am bos, en ocasiones, en fuentes com unes.
Tanto la expansión g rie g a com o la fenicia van a d eterm inar la exte n-
sión d e elem en to s culturales orientalizantes po r e l M ed iterráneo, tanto
en artículos p e re c e d e r o s (tejidos, tallas en m adera) com o no p e r e c e d e -
ros (ce rám icas, m etales), qu e se rán adq uirid os e im itados por d oquiér,
Sin em b argo, en esta extensión d el orientalizante hem os d e ten e r en
cuenta tam bién e l factor cron ológ ico: se rá m ás intenso cuanto más
antiguo se a e l im pacto, p orqu e ya en e l siglo VII em piezan a o b se rv ar-
s e las señ ales in éq u iv ocas qu e indican qu e en sus zonas d e orig en (y
m uy esp ecialm e n te en G recia, ya q ue Fe n icia va a q u ed ar pronto
dentro d el ám bito político y cultural d e los su cesiv os im perios próxi-
m o-orientales) se ha cu bierto e sa etapa so b r e la q ue surgirá un nuevo
m odo d e vida y, po r consiguien te, unos nuevos con ceptos artísticos; sin
e m b argo , en las reg ion es m arginales, com o su e le s e r frecu ente, los
estím ulos iniciales, actuando so b re so cied ad e s aún en un estadio p re -
urbano, acom pañarán a las mism as en su p ro ce so d e constitución d e
so cie d a d es estatales, cuyo ulterior d esarrollo v en d rá m arcad o p or la
cultura g racias a la cual s e prod ujo e l paso a la «civilización» y lo qu e
en ellas ten d rá lu gar s e rá fundam entalm ente una síntesis entre esa
cultura «orientalizante» y las prop ias trad iciones autóctonas, q u e m ar-
carán definitivam ente el d esarrollo d e las mism as. Esto ocu rrirá cla ra-
m ente en el caso etru sco y, hasta cierto punto, en el tartésico-turdetano,
ám bitos en los que e s predom in ante, d esd e un m om ento antiguo, la
influencia g rie g a y fenicia, resp ectiv am ente y q ue son, p or otra parte,
los eje m p los m ás conspicuos d e la exten sión d e esta corrie n te artístico-
cultural, al tiem po q ue pued en se r vistos com o corolario d e la política
expan siva d e estos dos mundos.
Finalm ente, la cultura orientalizante, en con tra d e lo q u e v ien e sien -
do frecu en te c re e r , no s e transm ite (o no s e transm ite fundam ental-
m ente) m ediante la im itación esp ontánea d e la «pacotilla» o de las
ch ucherías q ue aporta el que en e s e m om ento actúa d e transm isor
(aunque en ocasion es pu ed a h ab e r su ced id o así): la transm isión de un

184
a rte o unas form as artísticas d eterm inad as son una m anifestación más
d e un p ro ce so d e aculturación m ucho m ás am plio q u e im plica, adem ás,
transform aciones de todo tipo (políticas, socio-económ icas, «espiritua-
les», etc.) y que re q u iere , so b r e todo, un contacto m ucho m ás estre ch o.
El fenóm eno orientalizante no s e p ro d u ce en re g io n es tocadas e sp o rá -
d icam ente por n aveg antes orientales, sino que tien e lugar, p re c is a -
m ente, en aquéllas dond e la con viven cia o e l contacto en tre individuos
d e culturas diferentes e s m ucho m ayor. Aun cuando e n un p rim er
m om ento los asp ectos q ue definen lo orientalizante ap a re ce n asociados
a las elites la dinám ica d e las so cie d a d e s afectadas por el m ismo d eter-
minará, en cad a caso, los m ecan ism os m ed iante los cuales los grupos
m en os p riv ileg iad os res p ectiv o s puedan a c ce d e r o, eventualm ente, no
lo consigan, a todos o a p arte de los prod uctos culturales que defin en
esta cultura.
En este sentido, el perío d o orientalizante en el M editerrán eo signifi-
ca el fin d e una é p o ca d e aislam iento en tre las distintas reg ion es y el
p rim er m om ento d e un p ro c es o d e unificación o, m ejor, niv elación
cultural, qu e a nosotros s e nos m anifiesta, fundam entalm ente, en e l arte,
aunque ab arca, com o he m ostrado, m uchos m ás aspectos.

185
ostracism o; en caso afirmativo, tenia lugar algunos m eses d esp ués, en
la octava pritania, una votación con esa finalidad para la q ue p a re ce
q ue era n ecesa rio un quorum d e seis mil ciudadanos. Cada uno de
ellos escribía en un tiesto cerám ico ( ostrakon ) el nom bre de aquél que,
en su juicio, m e recía se r ostracizado. El ciudadano que r e cib ie s e una
m ayoría de votos en su contra era expulsado de A tenas durante diez
años, p ero sin p e r d e r sus d e re ch o s políticos o sus p ro pied ad es. El
prim er ostracism o, sin em bargo, no tuvo lugar inm ediatam ente, sino
q ue se produjo en el año 487,
Sean cu ales sean las causas últimas d e este p roced im iento lo que
p a re c e cierto e s que C lístenes ha introducido, nuevam ente, un m étodo
para racionalizar la vida política aten iense. El mismo había e xp e rim e n -
tado la pe rsecu ció n política, aunque d e signo contrario, tanto en ép oca
d e Hipías com o de Iságoras; posib lem en te con este m étodo intentase
ev itar nuevas violencias, nuevas staseis en una ciudad qu e, en los cien
años p rev ios, había sufrido tantas.

6.6. Atenas a! final del siglo VI

C lístenes no introduce la d em ocracia en Atenas, p e ro la d em ocracia


em pleará, sin apenas alteraciones, el esq uem a q ue había con ceb id o el
A lcm eónida. Al final d e l siglo VI A tenas se halla en un m om ento no d el
todo fácil; aún C leóm en es v olv erá a am enazar el Atica, llegando hasta
Eleusis, p ara tratar d e re p o n e r a Iságoras, aunque su fracaso tendrá
se rias con secu en cias p ara la realeza espartana. La tensión interna no
había d e sa parecid o porq ue, aunque nuestras fuentes apenas nos infor-
m en de ello, e l A reó pago ha salido indem ne d el p ro ce so reform ador y
hem os de c re e r, p or consiguiente, que segu irá siendo el último reducto
de los Eupátridas ate nien ses y d e su oposición a las reform as. La
situación internacional, por otro lado, cada vez era más inquietante. Los
persas, q ue ya habían hech o suya la Jonia, apare cían com o una am ena-
za cad a vez más real.
Fue, paradó jicam en te, la g uerra, la q ue facilitó la plena culminación
d e todas las poten cialid ad es que e n c er ra b a el sistem a diseñado p or
Clísten es; el profundo d esarrollo a todos los n iv ele s que p ropició e l
gran esfuerzo b é lico q ue supusieron las G uerras M édicas acabó po r
m od ificar radicalm ente la situación en A tenas, a cele ran d o y orientando
en sentido dem ocrático su d esarrollo. P e ro eso e x c e d e ya a nuestro
tratamiento.

213
7.1. Esparta

7.1.1. Esparta en ei siglo VI. El mirage espartano

La legislación d e L icurgo había traído una relativa paz social a


E sparta q ue le perm itió salir no e xcesiv am ente mal d e la cruen ta S e -
gunda G u erra d e M esenia. Los espartiatas, al frente de sus tierras, se
habían constituido en una m inoría p rivilegiad a; hilotas y m esenios tra-
b aja ban para ellos. Los p erieco s , p or su parte, no p are ce n h ab er e sta-
do en una posición excesiv am en te m ala, gozando d e una am plia auto-
nomía local den tro d e sus ald eas y disfrutando de la propied ad de sus
tierras, d e las q ue tenían que d etrae r sólo una peq u eña parte, en form a
d e temenos, de la que se ben eficiab an los rey e s y formando parte, a
todos los efectos, salvo el d e la ciudadanía, d e la p o lis espartana. La
política ex te rior se caracteriza, adem ás d e por su an cestral enem istad
con A rgos, ante la que Esparta h abía sido d errotad a en Hisias en 669-
668 a.C ., d e sastre que no fue olvidado p or los laconios, p or sus intentos
contra T e g e a (575-550) y la Tireátide, arrebatad a finalm ente a A rgos en
el 546; con ellas s e conform aría casi definitivam ente e l territorio e s p ar-
tano y su lid erazgo en el Peloponeso, que le llev aría a organizar la Liga
d e l P elopon eso a lo largo de la segund a mitad d el siglo donde e ra,
precisam ente, T e g e a una de sus p rim era s aliadas.
D esde otro punto d e vista, la cultura espartana quizá no fuese tan
refinada com o pod ía serlo la d e otras ciudades d el continente y, posi-
blem en te, se hallaba le jos d e la que se estab a d esarrollando en Jonia;
sin em barg o, p a r e ce que, aunque con un m ayor aire de tosquedad y
rusticidad, E sparta no d ifiere gran d em ente de otras ciudades g r ie g a s
d el m om ento; ya en el último tercio del siglo VII, había conocido la
actividad poética d e Alem án, cuyos cantos m uestran una rica vida llena
d e ce re m on ias y fiestas, se m ejantes a las d e cualquier otra p o lis d el
mom ento. Adem ás, y ya durante el siglo VI, a Esparta llegan artistas
im portantes, en p arte pro ced en te s d e la G re cia d el Este, que d e sa rro -
llan su actividad en la ciudad com o m uestran los estilos cerám icos
laconios y su im portante broncística, por no m encionar la escultura o
las tallas en m arfil halladas en gran núm ero en el santuario pollada d e
A rtem is Ortia, Este mismo santuario fue objeto de recon strucción hacia
el 580-570, con struy én dose un nuevo tem plo y un altar de p ied ra caliza.
Igualm ente, s e em prend iero n im portantes pro gram as constructivos en
el M en eleo y en el santuario de A tenea Poliouchos («la p ro tectora de la
ciudad») o Chalkioikos («la de la casa de bron ce»).
A dem ás y, com o v erem os más ad elante, durante el siglo VI Esparta
intervino en v arias ocasion es en asuntos qu e iban más allá d e sus
estrictos in teres es p elop oné sicos; ello v ien e d em ostrad o por la im por-
tancia que, d esd e m ediados d el siglo VI asum e la navarquía, lo que
im plica la existen cia de una flota y de unos in tere ses ultram arinos m ás o
m enos intensos, tanto propios cuanto de sus aliados. El na vareo, e le g i-
do anualm ente por los éforos y la asam blea, tenía el mando suprem o
so b re la flota y sus p o d ere s debían d e s e r tan im portantes que A ristóte-
le s com para esta m agistratura con una segunda realeza (A ristóteles,
P o l, 1271 a 40) (v éa se 7.1.3).
Así pues, com o s e ve, Esparta p resen ta sus particu laridad es p ro-
pias, p e ro qu e no la h acen un caso e xcep cion al den tro d el confuso
panoram a del m undo h eleno durante el siglo VI. Y, sin em b arg o, se ha
insistido tantas v e ce s , ya d esd e la Antigüedad, en las p eculiarid ad es d e
Esparta que ello ob liga aquí, siqu iera brev em en te, a aludir a esta falsa
im presión, a este «esp ejism o» (m ira g e ) espartano. Si Esparta tuvo, a
partir d el siglo V, una im agen extern a que, p ara b ie n o para mal, la
caracterizó en adelante, ello se d e b ería m ás a la enem istad con A tenas
q ue a otra cosa. La ya m encionada in tervención de C leóm ene s en la
expulsión de Hipias y en el intento d e rep on e r a Iságoras em pezaron a
h a ce r de ella en el am biente cada vez m ás d em ocrático de A tenas un
en em ig o serio. De ahí a la crea ció n de una im agen hostil no había m ás
q ue un paso. Pero, al tiem po, para aquéllos que podían con sid erarse
b en eficiarios de una eventual intervención laconia en sus asuntos, nada
m ás natural q ue con sid erar a E sparta com o parad igm a d e todas las
v irtud es im aginables. El d esarrollo histórico del sig lo V no hará más.
que ir e xa cerb an d o estas posturas y la G uerra d el P elop on eso y la

216
victoria espartana tam bién contribuirán grand em ente. AI tiem po, no
p u ed e n e g arse una esclerotización d e las estructuras socio-políticas de
E sparta, som etidas, com o no pod ía s e r m enos, a estas ten sion es q ue tan
b rev em e n te he insinuado. P ero lo que me in teresa d estacar es que esta
im agen distorsionada d e E sparta, d e gran influencia id e oló gica y cultu-
ral, sin duda, no p u ed e re tro tra ers e hasta el siglo VI; en e ste m om ento,
com o acabam os d e v e r y, com o segu irem os v iendo a continuación,
E sparta s e halla en un p ro ce so d e intenso d e ba te político, que algunos
autores han bautizado com o la «revolución del siglo VI» (v é ase 6.4.3).

7.1.2. Quilón y la reforma del Eforado

Buena p arte d el siglo VI espartan o s e halla dom inado por las figuras
d e dos rey e s prom inentes, p ad re e hijo, am bos d e la familia A giada. Se
trata d e A naxándridas II (560-520 a.C .) y su hijo C leóm e nes I (520-490
a.C.). A unque a estos p e rso n aje s aludiré en el apartad o siguiente, sí
d iré que fue durante el reinado d el p rim ero d e ellos cuando tiene lugar
una im portante transform ación política en Esparta, atribuida al éforo
Quilón, que e je r ce r ía esta m agistratura hacia el 556 a.C.
Como veíam os anteriorm ente, posib lem en te el eforado su rg ie se co-
m o consecu en cia d e la leg islación de Licurgo, si bien no se d escarta su
e xistencia ya durante un m om ento anterior, ya q ue las listas de éforos
rem ontan a la mitad d el siglo VIII. Su núm ero d e cinco p a re ce re lacio-
n arles con las cinco ald eas (kom ai ) que configuran Esparta. Las atribu-
cion es d e estos m agistrados aparentan h a b er sido b ásicam ente de
supervisión, si b ien e s difícil s a b e r cóm o se coord inaba la misma con
los restantes órganos, esp ecialm e nte con los reye s. Una función que les
era propia e ra la de d ecla ra r anualm ente la gu e rra a los hilotas, lo que
ha sido in terpretad o po r Oliva (OLIVA: 1983) en e l sentido d e que los
re y e s sólo podían ab rir las h ostilid ades contra estados so beran os,
m ientras que al s e r los hilotas individuos som etidos d e b ía co rre s p on -
d e r a otros esta d eclaración . Quizá, pues, sus funciones originarias
fuesen d e superv isión de los hilotas al tiem po que represen ta n tes cuali-
ficados y con una cierta p articip ación en el pod er, de las com unidades
de aldea espartiatas origin arias ante los rey e s ( véase 5.7.2).
N uestras inform aciones, sin em bargo, apenas m uestran durante
buena parte d e l arcaísm o a los éforos en acción , d e lo que ca b e d edu -
cir q ue d ebid o a’la reform a licurgu ea habían pe rd ido buena parte de
su fuerza. Así, en el fragm ento 3 D ., ya citado, de Tirteo, ap a rece n los
rey e s, los ancianos y e l p ueblo, p e ro no los éforos; igualm ente, en el
texto de la R etra que transm ite Plutarco ( Vit. L y c ., 6) tam poco a p arece n
y este autor indica, m ás ad elante, que los p rim eros fueron nom brados
en e l reinad o de T eopom po, unos ciento treinta años d esp ués de Licur-

217
go (Plutarco, Vit. Lyc., 7, 1). P rescind ien d o de cuestiones so b re la
cron ología de Licurgo, es interesante cóm o en el texto de la R etra y el
poem a d e Tirteo, que rem ontarían am bos a un p eríod o en torno a la
mitad d el siglo VII, no hay una refere n cia exp lícita a los éforos, lo que
indicaría, seg uram en te, que su im portancia política e ra muy peq ueña.
La situación, sin em bargo, se va a m odificar d e m odo im portante a lo
largo d e l siglo VI y en este p roce so p a r e ce h ab e r jug ad o un pap el im-
portante e l éforo Quilón, Del mismo m odo que Solón, Pitaco o Perian-
dro, a los q ue ya m e he referid o, Quilón figuró entre los Sieté Sabios
circunstancia que, sí b ie n contribuye a que d ispongam os de algunas
an écdotas a su nom bre, no ayuda en e x ce so al conocim iento del Quilón
histórico. Por testim onios p ap iráce os sabem os que el éforo, que se
hallaba vinculado p or m atrim onio con la fam ilia rea l A giada, tuvo una
interv ención im portante en la d epo sición de E squines, e l último tirano
d e Sición y quizá actuó, asimism o, en M égara y en A tenas; p a re ce que,
igualm ente, tuvo algo que v er con la resolución de la situación p ro vo-
cad a p or la falta d e hijos del rey A naxándridas. Segu ram ente intervino
tam bién en el conflicto q ue enfrentaba a E sparta con T e g e a e inspiró la
alianza q ue dio fin a la g u erra e inició la constru cción de la Liga d el
P elopon eso y hay, incluso, quien le atribuye la creació n d e la leyenda
de Licurgo.
Todo ello indica, sin duda, una fuerte personalid ad , q ue consiguió
im p onerse a los re y e s y que contribuiría a dotar al eforado del v e rd a-
d e ro p od e r d e supervisión que, en adelante, tendría. Se sa b e q ue,
durante la ép oca clásica al m enos, los éforos podían iniciar d eb ates en
la apella sin n ecesid ad d e la aprobación d e la g ero u sia , eran los únicos
q u e no tenían q ue levantarse en p re se n cia d el rey, podían con v ocar a
los rey e s, en ocasion es podían su spe nd erles d e sus funciones y podían
m ultarles y aprisionarles. Si bien e s difícil d e av erig uar el mom ento
exacto en el que todos estos rasg os distintivos d el eforado surgen, en
mi opinión d e b e de h a b e rs e producido a lo largo d el sig lo VI y acaso
no sea in exacto atribuir a la época d e Quilón y d e sus s u ceso res el
inicio d e l auténtico pod erío de ia m agistratura eforal. En otro ord en d e
cosas y, si ias noticias a que he hech o re fe re n cia son ciertas, p a re ce
claro qu e Quilón y, posiblem ente, los éforos q ue le sucedieron, fueron
partid arios de una política exterio r tendente a afianzar la n acien te alian-
za y sin g ran d e s in terv enciones e xte riores, política que, com o se v erá
m ás adelante, no fue seg uida p or C leóm e nes (v ea se 7.1,3).

7.1.3. Anaxándridas y su herencia

El eforado de Quilón y bu ena parte d e su influencia tran scurren


durante el reinado d e A naxándridas. Fue este rey , junto con el E u ri-

218
póntida Aristón el re sp on sab le último d el final d e la g u erra con T e ge a,
d esp ués d e n um erosos e infructuosos intentos. No serla extraño que el
inicio del auge d e los éforos s e relacion e con los continuos fracasos que
los esp artanos habían ten id o ante T eg e a; de cualquier m odo, la d eb ili-
dad de A naxándridas q ue da puesta de m anifiesto cuando, com o co n se-
cu encia de la esterilid ad de la m u jer d el rey, los éforos y los ancianos
le obligan a tom ar una segun d a esposa, sin n e ce sid ad d e repudiar a la
prim era, lo que convirtió al re y en bigam o. Esta segund a esposa p a re -
ce h aber estado em parentada con Quilón. D e su segund a m ujer tuvo a
C leóm enes, p ero poco tiem po d espu és, de la prim era nació D orieo,
ba jo la atenta m irada de los éforos, qu e que rían ase g u ra rse de e se
nacim iento. Más ad elante n acieron los mellizos C leóm broto y Leónidas,
el que murió en las Term opilas. A la m uerte de A naxándrid as le su ce-
dió Cleóm enes.

— Cleómenes y el expansionismo en el Peloponeso

El reinado d e C leóm en es p a r e c e m arcado, ante todo, p or el inter-


vencionism o militar, d esp ués d e q ue la política d e su p ad re se había
caracterizado p o r la consolidación d e la alianza pelop on ésica aun cuan-
do no había dudado en in terv enir fuera d e sus fronteras para d e rro c ar
tiranos. En este sentido, al m enos, C leóm enes se asem e ja a su pad re.
En efecto, ya h e m encionado anteriorm ente la cam paña que d irige e l
rey contra A tenas p ara expu lsar a Hipias y qu e se ve coronad a por e l
éxito, en el 510; tam bién ap a re ce en el 508 para apoyar a Iságoras,
aunque en esta ocasión tiene que retirarse ignom iniosam ente. Poco
d espués y, sin anunciar claram en te sus intenciones reú ne un e jército
reclutado en v arios puntos d e l Peloponeso, posiblem ente la p rim era
acción militar d e la Liga. Al lle ga r a Eleusis hizo pú blico su d eseo d e
rep on e r a Iságoras, lo que prod ujo la inm ediata d e sin tegración d el
e jé rcito , al abandonarlo parte de los aliados y r e g re sa r a Esparta el
otro rey, e l Euripóntida D em arato. Como con secu en cia d e esta acción,
p are c e n h a b e rse tom ado se ria s m ed idas p ara evitar en e l futuro d isen-
siones en tre los dos re y e s en cam paña. Igualm ente, se puso d e m ani-
fiesto que Esparta no podría lle v ar a cab o ninguna g u erra al frente d e
la Liga re cié n crea d a si no contaba con e l apoyo d e la m isma, lo que
im plicaba unos fines claros en cualq uier em presa, Sin em barg o, los
in te rese s de C leóm enes y d e sus aliados no iban m ucho más allá del
estricto m arco d e la G re cia propia, com o m uestra la negativa a la
petición form ulada por A ristág oras de Mileto de ayudar a los jonios, a
punto de su blev arse contra los pe rsas.
E n los últimos años de su reinad o s e p rod ujo un h echo im portante,
com o fue el debilitam iento, durante una g en eración al m enos, de su

219
v ieja rival, A rgos. C leóm enes dirigió un e jé rcito que derrotó a los
arg ivos en Se peia en el 494 a.C. y, aunque no conquistó la ciudad, sí
consiguió a cab a r con b uen a parte d e la a ristocracia argiva. Sin em b ar-
go, tam bién hay qu e atribuirle e l e rro r de h a b e r conseguid o que su
coleg a, el rey Dem arato, que con su retirad a en Eleusis le había dejado
en mal lugar, term ínase p or s e r d esposeíd o d e la dign idad re al por su
presunto nacim iento ilegítim o, porqu e, d escu b ierta toda la su p erch e ría
urdida po r C leóm en es, é l tam bién tuvo q ue huir d e la ciudad, m urien -
do poco d espu és, d e vuelta en Esparta en el año 490 a.C ., en vísp eras
d e la invasión d e Darío y com pletam ente loco.

— Doñeo y la búsqueda de nuevas tierras

El herm anastro de C leóm enes, Dorieo, hijo d e la prim era esp osa d e
A naxándridas, poco tiem po d espués d e la elev ación d e aquél al trono,
em prend ió una curiosa e xp ed ición colonizadora que, sin contar con
apoyo délfico, se d irigió prim eram ente a Libia para, tras su fracaso allí
y p rev ia consulta con la Pitia, d irig irse a E rice , en Sicilia a fundar una
ciudad. Antes, interv iene en la conquista d e Síbaris, en ayuda d e los
crotoniatas. En total iban cinco naves espartanas a la q ue se unió la
trirrem e de Filípo d e Crotona. En Sicilia es ta b le ce n una ciudad, H era-
clea, c e rc a de E rice p er o, enfrentado a los seg estan os, ayudados por
los fenicios, D o rieo e s d errotad o y m uerto y la ciudad e s destruida. En
todo este obscu ro asunto d eb e d e h a b e r algo más qu e un sim ple enfado
de D orieo con su herm anastro y posiblem en te haya que v e r una se cu e -
la de la política intervencionista q ue el re y C leóm ene s estaba llevando
a cab o en la G recia propia; no obstante, acaso no haya q ue d escartar la
existe ncia de nuevas tensiones so cia le s en la propia Esparta, que se
p en saba podrían res o lv e rs e m ediante el envío de una apoikia, com o
había ocu rrid o en los v iejo s tiem pos. Esto no tend ría nada de extraño si
record am o s q u e unos cuantos años antes A naxándridas había intentado
h a ce rse con el territorio tegeata, que se había arreb atad o a A rgos tras
la batalla d e T irea toda e sa reg ión d el P elopon eso oriental y q ue en
estas accion es p a r e c e h a b e r un claro interés en som eter esas re g ion e s
e hilotizar a sus habitantes; por ello, p u ede p e n sarse q ue el sistem a
espartano estab a con ociend o problem a s q ue s e intentaría re so lv e r por
la vía d e la colonización. El in teré s p rim ero p or Libia, luego p or la
llanura d el C ratis y, p or fin, po r la región de E rice, tres zonas aptas
para la p rá ctica de la agricultura, indica qu e son tierra s lo q ue está
buscan do D orieo.
En otro ord en d e cosas, p a re ce claro que, salvo los je fe s d e la
exped ición , e l resto d el contin gente e staría com puesto por no espartía-
tas, posiblem en te p e r ie co s o, incluso, hilotas.

220
El fracaso d e la e xpe d ición de D orieo no p a re ce h a be r tenido serias
rep e rcu sion e s en E sparta y pocos años d esp ués el tirano de Siracusa,
G elón, echa en cara a los enviados espartanos (y en Esparta reinaba
en ton ces Leónidas, herm ano d e D orieo) el que no h ub iesen acudido a
su llam ada para v en g ar la m uerte de D orieo (Heródoto, VII, 158, 2). Las
causas pued en h a be r sido v ariadas p ero si se tienen p re sen tes los
cruciales hech os que en e se final d el siglo VI está viviendo E sparta y
que le afectan m ás directam ente, pu ed e com pren d e rse el cierto d esin-
te ré s q ue en esta nueva orien tación política pu ed e h a b e r tenido para
C leóm enes y p ara su su ce sor Leónidas el ce n trar su atención en la
desafortunada exp ed ició n d e D orieo, el h om bre q ue pudo reinar, com o
nos d ice Heródoto (V, 48).

7.2. Otras ciudades

D esp ués de h ab e r visto el d esarrollo de Esparta en el sig lo VI,


veam os rápidam ente lo q ue ocu rre en algunas otras ciud ades de la
G re cia continental durante el mismo período. Por toda una se rie de
cue stiones que se ría p rolijo enu m erar aquí, m e d eten d ré tan sólo en
cuatro p o le is , no tanto porqu e «re p resen ten » al conjunto sino, ante
todo, p orqu e disponem os d e algo más d e inform ación con resp e cto a
ellas. l$o en traré en e l análisis d e todas aquellas re gion es h elénicas a
las q ue podríam os calificar com o «m arginales» (Tesalia, Epiro, M ace-
donia, etc.) no porqu e su conocim iento histórico no se a intrínsecam ente
im portante sino, ante todo, porqu e en ellas no se produce, en el p e río-
do qu e estam os abord an do, un p ro ce so q ue llev e a esos territorios a
organizarse en p o leis sino q ue en ellos predom inan laxas form as o rg a -
nizativas q ue descansan al tiem po so b re una am plia autonomía d e las
com unidades d e aldea y so b re la concien cia de la perten en cia a un
mism o conjunto «étnico». No en vano estas estructuras re cib e n el nom -
b r e d e ethne, «pueblos». Los ob scu ros mundos del Pelopon eso central
y occid en tal o de la G re cia central (Focen se s, Locrios, Etolios, A car-
nienses, A queos, A rcadios), en buena m edida organizados tam bién en
ethne y q ue form an parte d e lo q ue se ha dado en llam ar, en mi opinión
an acrón ica e im propiam ente e l « T e r ce r Mundo G riego» tampoco s e -
rán, consiguientem ente, ab ordad os en este apartado.

7.2.1. Corinto

El inicio de l siglo VI ve a Corinto aún b ajo el dominio d e la tiranía


C ipsélida y e s la figura d e Perian dro la q ue predom ina y a la qu e ya m e

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