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Diego Giachetti
Aquello que se sabe no necesariamente se conoce!. Se sabe que una serie de agitaciones,
nuevas en su forma y contenido, implicaron a los trabajadores de los principales países
capitalistas en los años comprendidos entre 1969 y 1971. Se sabe, a su vez, que una
oleada de protesta juvenil y estudiantil explotó en aquellos países, partiendo de los
Estados Unidos, para arribar a Europa, culminando con el mayo francés del 68’. Es
conocido, en cambio, que el 68’ fue un acontecimiento mundial, mientras se ignora que
una dimensión y concomitancia similar tuvieron las luchas obreras, las cuales –también
como los movimientos juveniles y estudiantiles- encontraron sus motivaciones y
razones en especificidades nacionales, pero denotaban también comportamientos,
actitudes y exigencias reivindicativas comunes. Más que tantas palabras, para que lo
sabido se convierta en conocido, es oportuno echar una mirada a la siguiente tabla:
En el trienio 1968-1971, en el que se registran los picos más altos de huelgas dentro de
un ciclo histórico iniciado en la segunda posguerra, se manifiestan los primeros
síntomas de una recesión económica generalizada que tiene características distintas y
más profundas que las precedentes, en las que la desincronización del ciclo industrial
había contribuido a redimensionar su importancia, ya que la caída de la producción y la
demanda interna de los países golpeados por la recesión (el caso de los Estados Unidos
en 1960, de Japón en 1965 o Alemania Occidental en 1966) se vieron compensadas por
el aumento de las exportaciones hacia los países no alcanzados por el estancamiento.
Que una época, aquella que un historiador inglés ha llamado dentro del Siglo breve, la
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Datos recogidos de la tabla del ensayo de M. Shalev, “Bugie, bugie sfacciate e satatistiche’ Analisis delle
tendenze dei Conflitti industriali”, en C. Crouch y A. Pizzorno (Comp.) Conflitti in Europa , Etas Libri,
Milán, 1977, P. 355
edad de oro del capitalismo, había comenzado y terminaba, aparece hoy como evidente
ante el anuncio de la inconvertibilidad del dólar en relación al oro realizado por el
presidente de los Estados Unidos, Nixon, el 15 de agosto de 1971. Una fecha que,
simbólicamente y no sólo, pone fin a los acuerdos de Bretón Woods de agosto de 1944.
En esos años la clase obrera o, según el término caro a esta revista la working class, se
representaba en la escena social reforzada estructuralmente por años de crecimiento y
expansión económica, renovada en su composición generacional, social y geográfica y
en su llamada profesionalidad: las condiciones de producción y reproducción de la
manos de obra, especialmente la especializada o semiespecialiazada, aparecían como
más homogéneas que en el pasado, lo que contribuía a un fuerte impulso a la nivelación
de los salarios y los estipendios, resultante de un trabajo que tendía a convertirse en
más masificado, descalificado, repetitivo y monótono. El mismo trabajo de los
empleados privados y públicos, fue revolucionado en sus tareas por la automatización,
por las nuevas máquinas y las nuevas formas productivas. Fenómenos de alineación,
apatía, indiferencia hacia el trabajo, típicos de la gran industria, se manifestaron también
entre los empleados, técnicos, los encargados de los servicios y en la distribución2.
Más allá de los factores estructurales, operaron en esos años valores políticos y
culturales que confluyeron para homogeneizar la clase obrera, acercándola a los nuevos
sectores medios. En esos años, sobre todo entre los jóvenes, tendieron a desaparecer las
diferenciaciones de cultura, de estilos de vida y de costumbres que antes habían
marcado las diferencias entre los jóvenes de las clases trabajadoras, los sectores medios
y la burguesía. La renovación generacional de la clase obrera y los otros estratos
sociales, en un contexto de revuelta juvenil, fue determinante para desplegar una serie
de comportamientos típicos de la lucha de los asalariados de aquellos años. No es
casual, que los obreros e las jóvenes generaciones reaccionaran con más decisión.
Poniéndose frecuentemente a la cabeza de los movimientos de revuelta. Las viejas
generaciones obreras tenían por entonces la tendencia a comparar sus miseria durante
los años de la depresión, durante la guerra o la inmediata posguerra, con las condiciones
laborales y sociales del último quinquenio. Los obreros más jóvenes no podían hacer
comparaciones de este tipo. Daban por descontado que lo que el sistema ofrecía les
representaba un nivel social mínimo, no estaban satisfechos ni en la “cantidad”, ni en la
“calidad” de vida que se les garantizaba.
Etas Libri, Milán, 1977 y R. Massari, Gli scioperi operai dopo il 68’, Jaca Book, Milán, 1974
estaba en feria, y que preveían aumentos salariales del 8%. Los nuevos contratos
preveían un incremento salarial del 14% para los mineros y del 11% para los
siderúrgicos.
El efecto del cierre veloz y favorable de esta negociación fue una nueva oleada
reivindicativa encarada por todos los sectores: desde los empleados públicos
(conductores de las líneas urbanas, ferroviarios, carteros, limpiadores, gasistas,
trabajadores de la energía, etc) hasta las aseguradoras, los bancarios, mensajerías,
petroquímicos y textiles. Algunas empresas precavidas, entre ellas la Volkswagen,
concedieron inmediatamente aumentos para prevenir las huelgas.
Por su parte también en Francia se estaba viviendo un otoño caliente, en parte previsto y
presupuestado, lo habían llamado “el encuentro después de las ferias”. Sin embargo aquí
los sindicatos no decidieron los tiempos y las modalidades de la acción. La primera
prubafue la huelga del personal de viajes de los ferrocarriles, huelga que comenzó el 10
de septiembre de 1969. Estas huelgas tuvieron características particulares, estallaban por
fuera de un recorrido preestablecido y programado por el sindicato. Se trataba de
huelgas decididas por la base que arrastraban ala sindicato, empujándolo aceptar formas
más radicales de lucha; las llamaban grèves-bouchons (huelgas-trombosis), en el sentido
que colapsaban la producción bloqueando el flujo en ciertos puntos neurálgicos del
organigrama de fábrica. Ya el año anterior Francia había estado envuelta por una oleada
de huelgas, terminadas en el Mayo de 1968, las cuales habían llevado a los acuerdos de
Grenelle, suscriptos por los sindicatos y los empresarios, que preveían aumentos
salariales iguales para todos, abolición de las zonas salariales, reducción del horario de
trabajo hasta llegar a las 40 horas semanales, la ampliación de los derechos sindicales en
las fábricas, protección de los delegados sindicales conforme ala estatuto de los
consejos fabriles, derecho de expresión y de opinión por medio de la distribución de la
prensa en la fábrica y derecho de reunión en asamblea en las secciones.
Una causa económica inmediata mancomunó a la oleada huelguística. Después de 1966
las tasas de desarrollo de la economía capitalista europea habían disminuido y la
competencia intercapitalista se había hecho encarnizada. A causa de esta coyuntura los
capitalistas intentaron recuperar sus ganancias explotando hasta el fondo la
racionalización del trabajo en fábrica e imponiendo una aceleración de los tiempos,
contra el cual los obreros por el desgaste físico y psicológico exigiendo inmediatamente
la reducción del horario de trabajo.
Sin embargo, estos motivos inmediatos de las luchas obreras, por determinantes que
fuesen para el mecanismo de explosión de las huelgas, no son suficientes para explicar
el comienzo generalizado, la sincronización del acontecimiento. Este nuevo impulso
estuvo dado por las luchas de mayo de 1968 en Francia. El suceso revelaba rápidamente
la debilidad de fondo de los sistemas capitalistas que se habían proclamado
definitivamente estabilizados, planificados, programados y capaces de resolver sus
contradicciones económicas y sociales a través de la intervención del Estado, la
integración socialdemócrata del movimiento obrero y el consumismo, o sea la
disponibilidad relativa de algunos bienes (automóviles, televisión, electrodomésticos),
también para los trabajadores. Precisamente el bienestar propagandizado por los mass
media, contribuyó a suscitar una búsqueda de mayor participación en la subdivisión de
la riqueza social, desvinculando la tradicional idea del salario vinculado a la
productividad, introduciendo en sus lugar, como parámetro de medida del salario, la
cantidad de mercancías que se lograba adquirir en el mercado. De este modo el salario
tendía a convertirse, como comúnmente se dice, en una variable independiente de la
productividad y del trabajo.
Luchas “salvajes” en Turín
“En la Fiat Mirafiori hay más de 50 mil obreros y sólo 18 miembros de comisión
interna. En el mismo establecimiento entre nosotros y la Fiom seremos sólo unos 1600
adherentes.”
La debilidad sindical dependía, como escribía el director del diario local “La Gaceta del
Popolo”, en un artículo del 16 de septiembre de 1969, de la política empresarial que en
veinte años la había “obstaculizado y vaciado, cuando no comprado”. Pero había
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La manifestación había sido convocada por la Asamblea de obreros y estudiantes, un organismo
autónomo surgido en esos meses del encuentro de un numerosos grupo de ex adherentes al movimiento
estudiantil turinés, exponentes de grupos minoritarios obreristas y núcleos obreros, sobre todo jóvenes
meridionales, que se habían convertido en hábiles organizadores de huelgas “salvajes” dentro de los
repartos.
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A. Ronchey, “La Europa ‘selvaggia’”, La Stampa, 14 de septiembre de 1969.
también elementos específicos que en el caso de Turín, contribuían a ampliar las
dificultades. Una investigación llevada a cabo en la vigilia de 1969 indicaba que más
del 60% de los cuadros sindicales tenía una edad superior a los 41 años; que el 54% era
militante sindical desde hacía al menos 20 años; que el 90% de los casos de adhesión al
sindicato estaban motivados por razones de “orden ideológica”; que el 55% hacía al
menos 20 años que estaban fuera de la fábrica, o porque habían sido licenciados o
porque ya no habían vuelto; finalmente la casi totalidad de los sindicalistas era de origen
piamontés6. Lo que existía en la Fiat era un “sindicato piamontés”, compuesto en su
mayoría por trabajadores turineses, vinculados a una clase obrera ciudadana que se
jactaba de su ilustre tradición, pero que precisamente por esto estaba incapacitada para
relacionarse con la nueva generación de trabajadores meridionales que afluían a los
repartos y las secciones. El sentido de separación entre estos dos mundos estaba bien
representado en un dato lingüístico –antes aún que sociológico, cultural o
reivindicativo-, en la Cámara del Trabajo de Turín se hablaba habitualmente piamontés,
como por otra parte lo hablaban los obreros de origen turinés en sus lugares de trabajo.
Una aversión hacia el sindicato y sus “funcionarios” que circulaba en forma abundante
durante los congresos preparatorios al congreso nacional de la CGIL que tuvo lugar en
1969, poco antes del otoño caliente:
“En estos últimos tiempos las críticas hacia el sindicato fueron infinitas, aún dentro de
la miasma organización [CGIL]. No se trata ya de críticas que florecen en los márgenes
del movimiento obrero entre pequeños grupos de extremistas, son críticas que realizan
los trabajadores”.7
6
F. Colonna, Sindicati a Torino, Esplorazioni culturali/2, Ceses, s.i.l.i.d. (pero 1968), citado en M.
Revelli, Lavorare in Fiat, Garzanti, Milano, 1989, p. 57.
7
O. Pizzigioni, “Il ‘funzionario’ contestato”, L’Unitá, 16 de junio de 1969
8
Informe dactilográfico de Bruno Trentin del 11-5-1970,
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Las luchas obreras tuvieron características comunes. Las huelgas nacieron por iniciativa
de la base, aún si la proclamaban los sindicatos, fue la presión desde abajo lo que las
impulsó. La agitación sindical no se suspendió durante las negociaciones, sino que por
el impulso de la base, precisamente en esos momentos tendía a exasperarse, intentando
hacer presión para cerrar rápido y positivamente la negociación. En las agitaciones
apareció el rol determinante de los jóvenes obreros insatisfechos con el ritual sindical
tradicional y más propensos a la lucha dura, irrespetuosos de la autoridad de los
ancianos y decididos a no ceder ya que obtenían lo que querían.
Las formas de lucha se renovaron y se asistió a una revitalización de los métodos usados
por el movimiento obrero en las fases más dinámicas de su historia. Los huelguistas se
transformaron en “militantes”, en el sentido que rompieron la rutina de la huelga
“vacacional” junto a marchas simbólicas y ensayaron manifestaciones más agresivas en
las fábricas: desde piquetes, marchas internas muy duras, acciones para impedir toda
forma de actividad incluso administrativa, hasta la ocupación de la fábrica. Métodos
como las huelgas a reglamento, paros en los repartos neurálgicos que implicaban la
parálisis completa de las empresas, la reducción de los ritmos de trabajo por iniciativa
de los obreros, el bloqueo de mercancías, fueron empleados en forma frecuente. Al
mismo tiempo los obreros comprendieron la necesidad de superar la dimensión de una
lucha puramente interna, haciendo de sus luchas un eje de sensibilización y de choque
político más general mediante grandes manifestaciones en las ciudades, bloqueando las
autopistas y las vías férreas y rodeando los edificios administrativos.
Las exigencias aparecieron más homogéneas comparadas con las anteriores
renovaciones contractuales, resumiéndose en la consigna más salario y menos trabajo y
en las reivindicaciones igualitarias tendientes a una reducción de las diferencias
existentes en la clase obrera y entre obreros y empleados; en definitiva, reducción del
horario de trabajo, exigencia de más días feriados, oposición a la organización del
trabajo y lucha contra el aumento general de precios.
Las huelgas y las luchas movilizaron a los asalariados en sus gran mayoría, uniendo la
conjunto de los obreros de las fábricas más modernas con los de las más atrazadas, los
trabajadores de las regiones económica y políticamente más dinámicas y las regiones
con más retardo; las luchas tuvieron la tendencia a prolongarse y ampliarse sin una
rígida conexión con los recorridos coyunturales de la economía de cada país en
particular.
En este contexto, los sindicatos modificaron su posición hacia los trabajadores que
luchaban frecuentemente contra sus mismos directivos. Se asistió ala intento de los
sindicatos, de evitar la lucha contra su base y a través de esto recuperar en la medida de
lo posible el control, adecuándose a las plataformas reivindicativas más avanzadas que
ésta base expresaba. El carácter “salvaje” de las huelgas, expresaba una “rabia” obrera y
una hostilidad creciente en referencia a los aparatos burocráticos de los sindicatos, sin
que esto implicase inevitablemente una ruptura con éstos en cuanto tales.
Los mismos aparatos sindicales en cuanto tales no podían no percibir con preocupación
los hechos que los separaban del movimiento real y, tendencialmente, convertían en
superfluo su rol en las negociaciones con la patronal. En el mismo momento en que
debían lograr ser representativos para los trabajadores, perdían su función y un rol en el
movimiento de lucha. La recuperación se logró a través de una fase en la cual los
sindicatos dejaron de sofocar y fragmentar las luchas y se adaptaron a la combatividad
de la base. En Italia lo remontaron, haciendo suyas las reivindicaciones que formularon
los grupos de base, independientemente de ellos o contra ellos, para convertirlos en
plataforma oficial de los negociados por la renovación de los contratos nacionales,
Aparecía así una nueva dialéctica entre el movimiento de masa, espontáneo o autónomo
y las organizaciones sindicales de masa que pesó para bien o para mal en la década
siguiente.