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¡UNA

IRUÑA LUMINOSA!, MESEDEZ




Ayer Txema envió una foto de unas Hermanas de la Soledad, las
mozorras, uy cómo suena, de Iruñea. Me pregunté cómo yo, habiendo
nacido en Dormitalería, podía haberme quedado en casa.
Por eso hoy, por más que el gris oscuro invadía completamente la
ciudad, he decidido lanzarme a la calle.
Como muchas, demasiadas, veces, he dudado sobre qué cámara y
objetivo llevar. Me he decidido por la pequeña. Aunque su calidad es
bastante menor, resulta más cómoda y discreta. Además, tampoco
esperaba encontrar nada especial.
La ciudad, además de muy gris, estaba absolutamente vacía. Eso sí,
regalaba un silencio muy muy grato e imposible de experimentar ningún
otro día del año.
Por Tejería y Merced he alcanzado el tramo estrecho de mi calle. Un
matrimonio joven con dos hijos caminaba delante de mí. Su porte,
vestimenta y manera de moverse me resultaban extraños, desentonaban
con la calle. De repente me he dado cuenta de que el niño, que no pasaría
de seis años, vestía una especie de túnica brillante.
He ido a sacar la cámara a ver si podía robar una foto de aquel,
futuro mozorro, cuando he descubierto que en la puerta de la sede de la
Hermandad de la Pasión, donde guardan los pasos, se estaba organizando
un pequeño cortejo con banderas, capisayos eclesiales, señores orondos y
trajeados con su medallón de la Hermandad al pecho y media docena de
señoras enlutadas y envueltas en prolongadas mantillas que pendían de
elevadas peinetas.
Aunque la luz era escasa, los adoquines húmedos y las negras
vestimentas proporcionaban una amplia gama de grises. He pensado que
hubiese acertado trayendo mi mejor cámara.
No había llegado al cortejo cuando éste ha partido hacia la catedral.
Desde atrás he disparado la camarita. Inmediatamente he observado en la
imagen de la pantalla LCD. He descubierto un perro, un gold dorado y
peludo, que desde el ángulo inferior izquierdo de la imagen me miraba. He
apartado la vista de la cámara. Seguía mirándome con ojos bondadosos
Cuídate de éstos, parecía decirme.
He disparado alguna foto más. Por alguna razón, iban muy rápidos y
a la altura del arcedianato he pensado que iba a tener que echar a correr
si pretendía alcanzarlos antes de la entrada del atrio. No sin dificultad he
conseguido rebasar la comitiva casi en la misma puerta del atrio. Me he
dado la vuelta rápidamente y he disparado. Era consciente de que la
imagen no iba a salir bien, pero no tenía alternativa. A revelar los raw en
casa, he descubierto con sorpresa cómo una de las Hermanas de la
Soledad había enviado al objetivo una mirada apacible. No ha ido a la
papelera.
Han entrado al templo. Yo también.
Al otro lado de la puerta me he dado de bruces con la pila en que
hace más de setenta años fui bautizado. Han venido a mi memoria
velozmente los tiempos en que confié en un Jesús de Nazaret, defensor de
los pobres y los más necesitados. La Iglesia franquista, hipócrita,
defensora de poderosos y, hoy, protectora de pederastas, asesinó a aquel
Jesús cuando yo tenía alrededor de veinte años.
En la parte posterior del templo lloraba La Dolorosa custodiada por
dos mozorros engalanados con túnica verde y caperuza dorada. He
observado La Dolorosa. Por un momento el foco ha saltado de su rostro a
las ojivas de la nave central y mis neuronas me han catapultado a Notre
Dame. En su interior todo era oscuro casi negro. He echado a correr hacia
la balconada de la fachada en busca, no sé muy bien si de luz o de las
gárgolas de las que estuve, y sigo, enamorado. He mirado hacia abajo. Me
he visto como todas aquellas mañanas con José Luis atravesando la Cité
muy temprano camino del trabajo, netoyage. Yo miraba hacia las gárgolas.
José Luis, no. No estaba enamorado de ellas, sino de una portuguesa
llenita de salero que limpiaba su misma planta. Era un tipo normal.
Los golpecitos en la madera que anuncian el desplazamiento de los
pasos, me han devuelto, en un Jesús, a la catedral de mi infancia. Un lugar,
por más que no frecuentado durante décadas, muy familiar para mí. En mi
infancia pasé muchísimos ratos corriendo con mis amigos por esas naves o
por los claustros. En ocasiones, perseguido por un portero cojo cargado de
llaves de todos los tamaños. Juanito, podría llamarse. No estoy seguro.
Repentinamente el Cristo Alzado, a hombros de túnicas granate y
caperuzas gris plata, se ha precipitado hacia mí. Me he tenido que echar
bruscamente a un lado. De inmediato en la nave lateral derecha se ha
organizado la comitiva. Los oscuros gerifaltes de la Hermandad seguidos
del Cristo, traído de San Agustín y flanqueado por dos lanzas, han iniciado
el Viacrucis.
He tomado algunas fotos. No muchas. Incomprensiblemente, he
experimentado sensaciones rarísimas.
He sentido la misma sensación que hace unos años en el zoco de
Isphahan. Había una procesión de los fervientes seguidores de Ali y caímos
en medio. Preguntamos a unos tipos con camisas muy negras que
parecían los organizadores si podíamos quedarnos. Nos dijeron que sí con
amabilidad. Los vendedores de las tiendas de aquel prolongado túnel
fueron bajando sus persianas a la llegada de la comitiva. No se quedaban,
se iban. Envueltos en aquel ambiente integrista, vimos pasar hombres
enfervorizados. Nos pareció excesivamente cargado el ambiente y, un
tanto agobiados, decidimos salir. Una vez fuera, entramos en una tetería
situada en un primer piso. Estando allí, descubrimos un ventanuco que
daba a otra oscura galería del zoco. Nos asomamos. Discurría por ella en
aquel momento la segunda parte de la procesión formada por mujeres
que, entorno a unos gigantescos bafles rodantes, entonaban sus
oraciones. Todas formando una masa muy oscura, casi negra, rezaban en
voz alta, al tiempo que se golpeaban rítmicamente en el pecho de manera
perfectamente audible. La escena nos pareció muy impresionante. Por un
momento pensé asomar la cámara por el ventanuco. Inmediatamente
imaginé que en un punto cualquiera de la oscura galería una cualquiera de
aquellas personas enfervorizadas nos señalaba y gritaba un, para nosotros
ininteligible, “a por ellos”, haciendo caer sobre nosotros una masa de
fieles integristas. No tomé aquella fotografía. Cerramos el ventanuco,
abandonamos la tetería y salimos a la plaza Naghsh-i Jahan, la plaza más
bella y luminosa del mundo. En Isphahan.
Una sensación parecida he experimentado en la Catedral. Una masa
de integristas, fervor, la mirada del Cristo Alzado, mozorros de túnica
granate y caperuza gris plata y el rezo del Viacrucis. De repente, he
pensado, uno me señala, se escucha un “a por él”, se abalanzan sobre mí y
me crucifican.
No he cerrado ventanuco alguno, pero he guardado la camarita y,
por la puerta del lado de la casa de la campanera, he ganado la luz de mi
calle, Dormitalería.

Javier Mina
Iruñea, 19 de abril de 2019. Viernes Santo.

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