Ayer Txema envió una foto de unas Hermanas de la Soledad, las mozorras, uy cómo suena, de Iruñea. Me pregunté cómo yo, habiendo nacido en Dormitalería, podía haberme quedado en casa. Por eso hoy, por más que el gris oscuro invadía completamente la ciudad, he decidido lanzarme a la calle. Como muchas, demasiadas, veces, he dudado sobre qué cámara y objetivo llevar. Me he decidido por la pequeña. Aunque su calidad es bastante menor, resulta más cómoda y discreta. Además, tampoco esperaba encontrar nada especial. La ciudad, además de muy gris, estaba absolutamente vacía. Eso sí, regalaba un silencio muy muy grato e imposible de experimentar ningún otro día del año. Por Tejería y Merced he alcanzado el tramo estrecho de mi calle. Un matrimonio joven con dos hijos caminaba delante de mí. Su porte, vestimenta y manera de moverse me resultaban extraños, desentonaban con la calle. De repente me he dado cuenta de que el niño, que no pasaría de seis años, vestía una especie de túnica brillante. He ido a sacar la cámara a ver si podía robar una foto de aquel, futuro mozorro, cuando he descubierto que en la puerta de la sede de la Hermandad de la Pasión, donde guardan los pasos, se estaba organizando un pequeño cortejo con banderas, capisayos eclesiales, señores orondos y trajeados con su medallón de la Hermandad al pecho y media docena de señoras enlutadas y envueltas en prolongadas mantillas que pendían de elevadas peinetas. Aunque la luz era escasa, los adoquines húmedos y las negras vestimentas proporcionaban una amplia gama de grises. He pensado que hubiese acertado trayendo mi mejor cámara. No había llegado al cortejo cuando éste ha partido hacia la catedral. Desde atrás he disparado la camarita. Inmediatamente he observado en la imagen de la pantalla LCD. He descubierto un perro, un gold dorado y peludo, que desde el ángulo inferior izquierdo de la imagen me miraba. He apartado la vista de la cámara. Seguía mirándome con ojos bondadosos Cuídate de éstos, parecía decirme. He disparado alguna foto más. Por alguna razón, iban muy rápidos y a la altura del arcedianato he pensado que iba a tener que echar a correr si pretendía alcanzarlos antes de la entrada del atrio. No sin dificultad he conseguido rebasar la comitiva casi en la misma puerta del atrio. Me he dado la vuelta rápidamente y he disparado. Era consciente de que la imagen no iba a salir bien, pero no tenía alternativa. A revelar los raw en casa, he descubierto con sorpresa cómo una de las Hermanas de la Soledad había enviado al objetivo una mirada apacible. No ha ido a la papelera. Han entrado al templo. Yo también. Al otro lado de la puerta me he dado de bruces con la pila en que hace más de setenta años fui bautizado. Han venido a mi memoria velozmente los tiempos en que confié en un Jesús de Nazaret, defensor de los pobres y los más necesitados. La Iglesia franquista, hipócrita, defensora de poderosos y, hoy, protectora de pederastas, asesinó a aquel Jesús cuando yo tenía alrededor de veinte años. En la parte posterior del templo lloraba La Dolorosa custodiada por dos mozorros engalanados con túnica verde y caperuza dorada. He observado La Dolorosa. Por un momento el foco ha saltado de su rostro a las ojivas de la nave central y mis neuronas me han catapultado a Notre Dame. En su interior todo era oscuro casi negro. He echado a correr hacia la balconada de la fachada en busca, no sé muy bien si de luz o de las gárgolas de las que estuve, y sigo, enamorado. He mirado hacia abajo. Me he visto como todas aquellas mañanas con José Luis atravesando la Cité muy temprano camino del trabajo, netoyage. Yo miraba hacia las gárgolas. José Luis, no. No estaba enamorado de ellas, sino de una portuguesa llenita de salero que limpiaba su misma planta. Era un tipo normal. Los golpecitos en la madera que anuncian el desplazamiento de los pasos, me han devuelto, en un Jesús, a la catedral de mi infancia. Un lugar, por más que no frecuentado durante décadas, muy familiar para mí. En mi infancia pasé muchísimos ratos corriendo con mis amigos por esas naves o por los claustros. En ocasiones, perseguido por un portero cojo cargado de llaves de todos los tamaños. Juanito, podría llamarse. No estoy seguro. Repentinamente el Cristo Alzado, a hombros de túnicas granate y caperuzas gris plata, se ha precipitado hacia mí. Me he tenido que echar bruscamente a un lado. De inmediato en la nave lateral derecha se ha organizado la comitiva. Los oscuros gerifaltes de la Hermandad seguidos del Cristo, traído de San Agustín y flanqueado por dos lanzas, han iniciado el Viacrucis. He tomado algunas fotos. No muchas. Incomprensiblemente, he experimentado sensaciones rarísimas. He sentido la misma sensación que hace unos años en el zoco de Isphahan. Había una procesión de los fervientes seguidores de Ali y caímos en medio. Preguntamos a unos tipos con camisas muy negras que parecían los organizadores si podíamos quedarnos. Nos dijeron que sí con amabilidad. Los vendedores de las tiendas de aquel prolongado túnel fueron bajando sus persianas a la llegada de la comitiva. No se quedaban, se iban. Envueltos en aquel ambiente integrista, vimos pasar hombres enfervorizados. Nos pareció excesivamente cargado el ambiente y, un tanto agobiados, decidimos salir. Una vez fuera, entramos en una tetería situada en un primer piso. Estando allí, descubrimos un ventanuco que daba a otra oscura galería del zoco. Nos asomamos. Discurría por ella en aquel momento la segunda parte de la procesión formada por mujeres que, entorno a unos gigantescos bafles rodantes, entonaban sus oraciones. Todas formando una masa muy oscura, casi negra, rezaban en voz alta, al tiempo que se golpeaban rítmicamente en el pecho de manera perfectamente audible. La escena nos pareció muy impresionante. Por un momento pensé asomar la cámara por el ventanuco. Inmediatamente imaginé que en un punto cualquiera de la oscura galería una cualquiera de aquellas personas enfervorizadas nos señalaba y gritaba un, para nosotros ininteligible, “a por ellos”, haciendo caer sobre nosotros una masa de fieles integristas. No tomé aquella fotografía. Cerramos el ventanuco, abandonamos la tetería y salimos a la plaza Naghsh-i Jahan, la plaza más bella y luminosa del mundo. En Isphahan. Una sensación parecida he experimentado en la Catedral. Una masa de integristas, fervor, la mirada del Cristo Alzado, mozorros de túnica granate y caperuza gris plata y el rezo del Viacrucis. De repente, he pensado, uno me señala, se escucha un “a por él”, se abalanzan sobre mí y me crucifican. No he cerrado ventanuco alguno, pero he guardado la camarita y, por la puerta del lado de la casa de la campanera, he ganado la luz de mi calle, Dormitalería.
Javier Mina Iruñea, 19 de abril de 2019. Viernes Santo.