Sie sind auf Seite 1von 8

Pensamiento y teología de Bonhoeffer: “La adultez del mundo” | Máximo

García

Dietrich Bonhoeffer contempla la sociedad moderna no como una nueva forma de


paganismo, sino como una oportunidad que se le ofrece a la Iglesia para
proclamar un mensaje desprovisto de todo ropaje religioso (mensaje secular para
el hombre secular).
Su pensamiento teológico pasa por varias fases. Comienza ocupándose de la
Iglesia y este interés termina derivando en una cristología cada vez menos
eclesiástica.

Concibe la Iglesia en la “comunión de los creyentes” (Sanctorum Communio),


confiriendo a la experiencia de la vida en Cristo el valor identificativo de la Iglesia.
Y cuando la sociedad cristiana y la propia Iglesia fallan, el creyente está llamado
a seguir a Cristo entre los hombres a pesar de la comunidad y de la Iglesia. En
la medida en que su propia experiencia cristiana se pone a prueba a causa de una
iglesia de la que reniega por su connivencia con el Fürher, enfatiza el valor
del compromiso personal.
Se mueve entre pastoral y mundo universitario. Aunque, curiosamente, Bonhoeffer
ejerció como pastor en Barcelona y en Londres, pero nunca en Alemania.

LA ADULTEZ DEL MUNDO


Este mundo en el que vivimos es un mundo adulto en el que el hombre ha
aprendido a salir adelante sin recurrir a la “hipótesis Dios”. Bonhoeffer no sólo
hace referencia a los problemas derivados del conocimiento y el dominio de la
naturaleza, sino también a los grandes problemas humanos de la muerte, el
dolor y la culpa.
Aunque su lenguaje sea otro, Bonhoeffer contrapone la sociedad secular a la
sociedad sagrada; en el hombre de hoy no prima lo religioso. Este panorama será
analizado más ampliamente años después por el teólogo bautista Harvey Cox,
pero cabe a Bonhoeffer el haberlo planteado dos décadas antes de manera
diáfana. Bonhoeffer no interioriza esta situación como un tema preocupante, ya
que no aprueba lo que él considera rebajar a Dios a la condición de Deux ex
machina, una especie de “tapa-agujeros” al servicio de la cotidianidad de los seres
humanos.
El hecho es que el mundo se ha hecho adulto, que la religión no es capaz de
responder eficazmente a la demanda de los hombres en una sociedad secular y,
ante esa realidad, ¿cómo poder mostrar la soberanía de Dios a un mundo adulto
como el nuestro? O lo que es lo mismo ¿cómo poder hablar de Dios sin religión?
Más aún, ¿cómo podría hoy Cristo llegar a ser el Señor de los hombres no
religiosos? Bonhoeffer distingue entre la actitud religiosa y la fe cristiana.
En la etapa final, reflejada en las últimas cartas de la prisión, Bonhoeffer plantea, a
partir de la idea de que el mundo ha llegado a su mayoría de edad, que el
hombre puede prescindir de la “hipótesis Dios” para explicarse a sí mismo. El
mundo puede afrontar sus problemas sin recurrir a Dios. Utiliza dos conceptos
clave complementarios:
a)El mundo se ha hecho “mayor”, inspirado seguramente en Kant y su
descripción de la autonomía de la razón.
b)El segundo calificativo que utiliza es “no religioso”. Se refiere a la religión
como la necesidad humana de apoyarse en el misterio, haciendo que Dios
intervenga como un “tapa-agujeros”.
La pregunta que se hace es: ¿Qué es Dios? Su búsqueda se encamina hacia una
interpretación no religiosa del Evangelio para el hombre secular en un mundo
que ha alcanzado su adultez. En este terreno nos encontramos con una reflexión
teológica inconclusa, en la que está siempre presente el conocimiento de la
muerte y de la resurrección. El problema de fondo es plantearse si el hombre
moderno ha perdido o no el sentido de trascendencia, si es posible la
comunicación Dios/hombre.
La gente, cuando oye hablar de Dios a los teólogos, a los clérigos, no les toma en
serio. Por eso hay que explicar a Dios con otro lenguaje. Bonhoeffer pone las
bases para desacralizar el mundo. El mundo no es Dios; la naturaleza no es Dios,
la política no es Dios, los símbolos religiosos no son Dios. La religiosidad
administrada por la iglesia se ha convertido en una barrera que dificulta la
comunicación de Dios con el hombre.
Etsi Deus non daretur: ¡Vivir como si Dios no existiera!

La expresión se le atribuye al teólogo y pastor, Dietrich Bonhoeffer (1906-


1945). Sin embargo, la autoría le corresponde al jurista, escritor, poeta y teólogo
holandés, Hugo Grocio, quien la pronunciaría tres siglos atrás. Por supuesto,
Bonhoeffer la retoma y la contextualiza desde la realidad de su cautiverio:
prisionero en la celda número 92, de dos por tres metros cuadrados, en la cárcel
de Tegel, en Berlín, Alemania.

“Vivir como si Dios no existiera…”. La frase a simple vista podría sonar como una
provocación paradójica, una especulación que apela a la vacuidad teológica. O,
podría interpretarse como el último grito de un teísta que ha consumido su
presupuesto de fe y se ha rendido ante el abandono, la decepción, la desilusión y
se transforma en un ateísta reconociendo que Dios es un concepto, una invención
de la humanidad, inútil de sustentar.

Por ello, la expresión y su contenido, requieren del análisis para encontrar su


relevancia para nosotros, los del presente siglo.

Para este hombre, de 39 años en ese entonces, esta declaración es un llamado a


considerar al ser humano en su relación con Dios y la cristología.

Su legado o testamento teológico, expresado en tan solo cincuenta páginas de


cartas que sacó de contrabando de la prisión -posteriormente se publicaría
como Resistencia y Sumisión-, tiene que ver con esa acción divina y misteriosa
que en demasiadas ocasiones es para nosotros ininteligible. Es esa analogía de
un Dios que se esconde, calla y decide a sabiendas de nuestras necesidades,
permanecer en silencio. Es el Dios que se manifiesta en su no manifestación y
deja sin solución lo insoluble. En síntesis, ¡dejar a Dios ser Dios!
Esta deconstrucción teológica no procede de un pensador que cavila en la
comodidad de su escritorio y en un ambiente de relativa paz. Es el convencimiento
de un seguidor de Jesús quien arremete desde su experiencia límite y como
prisionero sentenciado a muerte.

Feldmann (2007), uno de sus biógrafos, en su libro Tendríamos que haber gritado,
comparte que la teología de Bonhoeffer se yergue desde las tinieblas y crece en la
noche. Es el “diálogo obstinado y lleno de confianza con un Dios que se oculta
mientras, en apariencia, el único en escuchar es el Diablo y la muerte se agazapa
en la puerta de la celda” (pág. 233).
Quizás por ello, Bonhoeffer apelaba a la radicalidad: “El silencio de Dios se ha
convertido en una experiencia embarazosa para la mayoría de cristianos. Tener fe
parece una cosa arriesgada y difícil, y aún imposible”. Más adelante diría: “No
puede haber fe sin riesgo”.
¿Por qué no toleramos ese tal llamado silencio de Dios? ¿Por qué no puede
coexistir la fe sin el riesgo?

Por lo que parece una respuesta simple es a la vez compleja. Bregamos con
paradigmas que se han encargado de ofrecernos a un Dios amorfo muy distante al
que la Biblia nos modela.

Nos hemos encargado de fabricarnos a un dios a nuestra imagen y semejanza


que se sujeta a nuestras exigencias y pretensiones. Nada más cercano a ese dios
tapagujeros –otra metáfora utilizada por Bonhoeffer-, que se rinde ante nuestros
altares consumistas y por ello ensalzamos a ese salvador más como un mago que
como Dios. Por supuesto, siempre sobraran en las filas compradores de ese
producto que llaman dios.

Nos equivocamos al creer que tenemos la franquicia o el monopolio de Dios y


pensar que él va a bendecir todas nuestras incursiones. ¿Creerán los israelíes que
Dios pelea a favor de ellos en los actuales atentados contra una pequeña franja de
tierra llamada Gaza? O, ¿Estarán pensando los más extremistas de Hamás
(Movimiento Islámico de Resistencia), que en nombre de su Dios, tienen la
bendición para acechar a sus contrincantes?

Lo cierto es que la fe en Dios y con Dios es una relación que no podemos


manipular a nuestro antojo o conveniencia. “Se abusa cuando hablamos de Dios
como si lo tuviéramos en todo momento a nuestra disposición y nos hubiéramos
sentado en su consejo” (Feldmann, 245).

Por otro lado, nos conformamos más con el Dios que rechaza el dolor, la soledad
y el sufrimiento, cuando ciertamente lo asume, lo carga y lo padece en el
abandono de su cruz (Mateo 8:17, 27:46). Lo paradójico es que a partir de su
marginación encontramos nuestra reconciliación y liberación.

En esta misma línea, seis años antes de ser acusado por el régimen nazi,
Bonhoeffer escribió unas cuantas líneas estando en Nueva York: Por haberse
hecho Dios un hombre pobre, miserable, desconocido y fracasado, y no haber
querido desde entonces que se le encuentre sino en esa pobreza, en la cruz, por
eso precisamente no podemos desentendernos del hombre y del mundo, por eso
precisamente amamos a nuestros hermanos” (Feldmann, pág. 235).

Nos asustan esas pausas silenciosas divinas porque demandamos justas


respuestas, pero si no llegan, siempre encontraremos a quien responsabilizar por
nuestra falta de fe y, eximimos a Dios quien quizás es quien se abstuvo de
actuar. Y así, limitamos nuestra concepción de Dios y perdemos la oportunidad de
vivir con su consecuencias, situando la fe como un estilo de vida y no solo como
especulación religiosa.
La fe es un riesgo porque ella no nos garantiza, como se ha dicho, nuestra
seguridad y mucho menos la solución a todos los planteamientos humanos.
Debemos recordar que el seguimiento de Jesús se ejercita en la realidad de la
vida disfrutando de los beneficios del mundo, así como de las tribulaciones que
éste ofrece.

El profeta Habacuc fue testigo de vivir como si Dios no existiera. Ante el


panorama desolador y marchito de lo profundo exclamó: “Con todo, yo me
alegraré Yahveh, y me gozaré en el Dios de mi salvación.” (Habacuc 3:
17). Sadrac, Mesac y Abednego también reconocieron lo que era una vida con y
sin Dios (Daniel 3:18 c). Sin embargo, Dios tenía un plan trazado y por eso los
rescató. En caso contrario estos jóvenes estarían engrosando la lista de los
mártires que menciona la Biblia.

Y, ¿qué decir de Bonhoeffer, quien durante casi dos años de prisión hasta su
muerte, convivió con Dios y sin Dios hasta el último aliento de vida?

Eberhard Bethge, amigo del mártir, retrata en su biografía las palabras del último
testigo de la sentencia ejecutada. Éste fue un médico del campamento, cuya
opinión, por cierto, no estaba parcializada. En ese entonces para él Bonhoeffer era
una víctima anónima que enfrentaba la horca. Diez años después escribiría: “…en
mis casi cincuenta años de actividad profesional como médico no he visto a nadie
morir con una entrega tan total a Dios” (Bethge 1970, 1246).

La muerte de Dietrich Bonhoeffer, es la evidencia de un hombre que se abandona


no a un destino incierto, sino a las manos de Dios y a su soberanía, con gracia,
entrega, amor y convicción.

Estemos de acuerdo o no con la teología bonhoefferiana, su reflexión infunde


respeto, pues es el pensamiento de un hombre que esculpió su fe tanto en las
mejores alboradas de sus días, como en las más profundas noches de su vida.
“Este es el fin; para mí el principio de la vida…” Fueron las últimas palabras de
este mártir.

Referencia
Bethge, Eberhard. (1970). Dietrich Bonhoeffer. Teologo-Cristiano-Actual. (T.
Ambrosio Berasian). Bilbao, España: Editorial Desclée de Brouwer, S.A.
Feldmann, Christian. (2007). Tendríamos que Haber Gritado. La vida de Dietrich
Bonhoeffer. (T.Rafael Fernández de Maruri). Bilbao, España: Editorial Desclée de
Brouwer, S.A.
Un cristianismo sin religión

La crisis que viven la Iglesia y el mundo nos coloca a los cristianos de cara a un
problema que Dietrich Bonhoeffer –el teólogo luterano encarcelado y ejecutado
durante el nazismo por su participación en el complot que intentó asesinar a
Hitler– planteó en las cartas que desde la prisión de Tegel escribió a su amigo y
discípulo Eberhard Bethege1: es necesario un cristianismo sin religión. La
afirmación no es una mera ocurrencia; es el resultado de mirar la experiencia de la
fe más allá o más acá del marco religioso en el que hasta ahora ha vivido.
Expliquémoslo.

Hasta recientes fechas, la Iglesia, a lo largo de su existencia como institución, ha


intentado salvaguardar una interpretación del cristianismo desde una perspectiva
religiosa: como moral y poder de la presencia de Dios. Sin embargo, la mayoría de
los seres humanos que, para decirlo con Bonhoeffer, “han llegado a su mayoría de
edad” –es decir, a ya no necesitar, a causa de sus desarrollos tecnológicos y de la
independencia de la moral del marco religioso, de la hipótesis de Dios para vivir y
estar en el mundo–, la miran desde hace tiempo, quizás desde la Ilustración, como
una realidad obsoleta. Hoy en día, esa obsolescencia de la Iglesia como cosa
religiosa se ha vuelto casi absoluta; primero, por su recurso al poder y al dinero –
una práctica completamente antievangélica–; segundo, por la puesta al desnudo
del encubrimiento de prácticas inmorales y criminales en su interior –prácticas que
cualquier moral condena–, y, tercero, por haber hecho de la intramundanidad de
Cristo, es decir, de su estar en el mundo de los hombres, una realidad ajena a
ellos, omnipotente, grandiosa, metafísica, incorruptible y moral que segrega a los
que no están a su altura y que la propia Iglesia, que se dice su cuerpo, ha negado
con sus encubrimientos. Vivimos, por lo tanto, un mundo del que Dios, como cosa
religiosa, ha sido totalmente desalojado, incluso de la Iglesia.

El origen de esta realidad se encuentra en el momento en que la Iglesia se volvió


poder y dejó de tener como punto de referencia la intramundanidad de Cristo –al
Dios que se hace carne, humanidad, debilidad pura, que vive en y con los
hombres, independientemente de sus religiosidades, y que muere en los límites de
su humanidad aplastado por los poderes del mundo, que son siempre formas de lo
religioso, aunque no hablen de Dios–, para referirse sólo a sí misma, a su
interpretación religiosa de un Cristo omnipotente y todopoderoso, y a su poder
para custodiarla. Con ello, la novedad que Jesús trajo al mundo: la debilidad y la
pobreza de Dios, se malversó, y el cristianismo se convirtió en una variante más
de las interpretaciones religiosas que miran siempre a Dios como poder, y a sus
custodios, en este caso la Iglesia en tanto institución, como depositarios de ese
poder que debe imponer la verdad.

En este sentido, la Iglesia como realidad religiosa ha dejado de importar; es más,


se ha vuelto, como cualquier poder, una evidencia escandalosa de la que los
seres humanos –es lo que dice la crítica que se ha abalanzado sobre ella–
debemos prescindir de una vez por todas. Por ello, afirma Bonhoeffer, “nuestra
Iglesia, que durante años ha luchado por su propia subsistencia, como si ella fuera
una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora como portadora de la Palabra
(del Verbo hecho carne) que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo”.
Por ello también “cada intento (como el que ahora está haciendo Benedicto XVI)
de dotarla (…) de un poder organizador acrecentado no logrará sino demorar su
conversión y purificación”.

¿Quiere decir esto que la Iglesia debe desaparecer? No. Quiere decir que debe
desaparecer como cosa religiosa y social para asumir la experiencia intramundana
de Cristo. Quiere decir que las nociones que están en el centro de su fe:
reconciliación, redención, renacimiento, amor, encarnación, crucifixión,
resurrección, deben vivirse y expresarse dentro del mundo con un lenguaje nuevo,
quizás totalmente arreligioso, pero tan liberador, redentor como el de Cristo.
Quiere decir que debe expresarse y vivirse como renuncia al poder, al dinero,
como crítica a la hybris –a las desmesuras de lo humano– y como pobreza abierta
a todos y llena de sentido común.

Mientras la Iglesia y los cristianos que la habitamos no caminemos hacia allá;


mientras no volvamos a vivir a Cristo como debilidad; mientras no comprendamos
que tenemos que vivir con un Dios impotente y débil que, clavado en la cruz,
acoge todo y permite que lo echen del mundo; mientras no asumamos que sólo
así Dios está con nosotros y nos ayuda; mientras no sepamos que, como Jesús,
debemos vivir “mundanamente”, es decir, “libres –dice Bonhoeffer– de todas las
falsas vinculaciones e inhibiciones religiosas”, y nos neguemos a aceptar que ser
cristiano no significa ser religioso de cierta manera –convertirse en una clase
determinada de hombres y mujeres por un método determinado y aparentar que
se es eso–, sino ser simplemente hombres y mujeres; mientras no comprendamos
que no es el acto religioso el que nos convierte en cristianos, sino nuestra
participación en la debilidad y el sufrimiento de Dios en la vida del mundo, la
Iglesia se precipitará día con día a su ruina.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos
los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los
crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de
San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz
salga de Oaxaca. l

1 Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes


desde el cautiverio, Ediciones Sígueme,
Salamanca, 2001.

Das könnte Ihnen auch gefallen