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YO ME ENAMORO
Cómo los hombres
sienten y viven el amor
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YO ME ENAMORO
Cómo los hombres
sienten y viven el amor

Hugo Asch

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México D.F. • Montevideo • Quito • Santiago de Chile
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Asch, Hugo
Yo me enamoro - 1a ed. - Buenos Aires : Ediciones B, 2008.
192 p. ; 15x23 cm.

ISBN 978-987-627-061-8

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título


CDD A863

Dirección Editorial: Carolina Di Bella


Diseño de portada e interior: DONAGH I MATULICH

Yo me enamoro
Hugo Asch
1ra edición
© Hugo Asch, 2008
© Ediciones B Argentina S.A., 2008
Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina
www.edicionesb.com.ar

ISBN: 978-987-627-061-8

Impreso por Printing Books, Mario Bravo 835, Avellaneda,


en el mes de julio de 2008.
3.000 ejemplares.
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Libro de edición argentina.
No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento,
el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro,
en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico
o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos,
sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está
penada por las leyes 11.723 y 25.446.
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A ella
(porque el amor
es lo único)
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Capítulo cero. Una confesión


¿Por qué existe este libro
y no más bien nada?

“Solamente esa fe —que como fe en el otro es amor—


puede realmente aceptar al ‘otro’ totalmente.”
Carta de amor de Martín Heidegger a Hanna Arendt

Soy un contador, pero no sé hacer balances ni números.


Yo cuento. Narro. Escribo. Soy un periodista.
Necesito los hechos para después hurgar en la historia, anali-
zarlo todo, agregar lo mío y jugar un poco con la literatura. La
edición gráfica la reservo para las hard news, los fenómenos, los
temas que venden. He cubierto conflictos por aquí y por allá, hice
revistas, diarios, mensuarios, dominicales. Es mi modesto oficio.
Intenté con éxito escaso trabajar y escribir sobre mis grandes pa-
siones: la música de Frank Zappa, los corales del siglo XVI y XVII,
el free jazz, Peter Hammill, Thelonious Monk, Eric Dolphy, los
dulces infiernos de Bosch, algún filósofo que descubro o me des-
cubren, Kafka, el cine de Werner Herzog, el incomprendido arte
del boxeo, Borges, siempre. No me quejo. El periodismo es así.
Lo que nunca pensé fue en escribir sobre las mujeres o el amor.
No por falta de interés, justamente. Nada me importa más.
Puede sonar naif o adolescente, pero con los años abandoné el

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escepticismo, dejé de ser un irónico, un hombre que asociaba el


amor con la debilidad y demostraba sus sentimientos en cuenta
gotas. Un buen día, zás, algo pasó, mágicamente.
Y chau; empecé a enamorarme a lo bestia.
Utilizando el humor como escudo empecé a hurgar en el in-
finito, abismal, encantador y muchas veces doloroso sendero
que intentamos desandar juntos hombres y mujeres. ¿Datos, es-
tadísticas, investigación sobre la pareja? No, nada de eso. Auto-
rreferencia pura y dura. Sepan comprender. No se trata de nar-
cisismo, es que no podría hacer otra cosa. Mi intención no es ex-
poner teorías fundamentadas, para nada. No es éste un estudio
científico, es apenas una confesión. Un testimonio. Recuerden:
soy un periodista. Estuve ahí. Soy protagonista o testigo. La fic-
ción no es mi fuerte, al menos en estos casos. Esto pasa, lo sé.
Me pasó (y a veces, por encima).
Fue Viviana Zocco —para sus revistas Tendencia, que
meses después dirigí— la primera persona que me pidió es-
cribir sobre el amor desde el punto de vista masculino. Sin-
ceramente, pensé que no tendría tema por demasiado tiempo,
que no se me ocurriría nada más allá de un par de frases ocu-
rrentes y consejos de manual leídos por ahí. Que me cansaría
rápido. No fue así. Parece que esas primeras líneas destapa-
ron cosas interesantes en mí. Metí el cuerpo y el alma, me la
pasé escribiendo durante un año y medio, sin parar. Los
apuntes estaban destinados a un público masculino en teoría,
pero sabiendo que serían las mujeres —que compraban las
dos revistas, la femenina y su melliza masculina, que se ven-
dían juntas en un mismo pack— sus lectoras secretas y más
fieles. Fue una liberación descartar el recurso de la salida
fácil, la broma machista. El humor, insisto, amortigua, ‘cabe-
cea el golpe’, como dicen en el boxeo.
Algunos textos son puro instinto. Otros son guiones cre-
ados a partir de hechos vividos, disfrutados o sufridos. Las

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afirmaciones de algunos títulos arrastran vicios de periodista.


Quizá exagere, pero no hay truco. Realmente pienso que:

• Si uno se enamora así, con toda esa furia adolescente, bien


puede ser calificado piadosamente como un infeliz, o algo
bastante peor. Lo sé. Me la banco.
• Es más innecesario que imposible entender a las mujeres: no es
por ahí. En ese desconcierto metafísico, en esa diferencia irre-
montable está el secreto del erotismo y la atracción. No hay
que quejarse, hay que disfrutar. Si no se entiende, vamos bien.
• Las mujeres efectivamente pueden convertirnos, poco a poco,
en algo —otra cosa— que, en el mejor de los casos somos, sin
saberlo. O no. Leyendo el libro sabrán por qué lo digo.
• La mujer es más fuerte, infinitamente más fuerte que el hombre.
• Disfrutamos de la soledad, pero no sabemos estar solos.
No se trata de tener alguien que nos sirva: necesitamos al-
guien que entibie.
• No es lo mismo ser soltero que un solo. Y que la melancolía
nos gana por nocaut con bastante más facilidad que a las mu-
jeres, pragmáticas, estoicas, con un umbral para el dolor que
no alcanzaríamos ni con una garrocha.
• Ellas nos vienen observando durante siglos y nosotros las
miramos con pasión arrebatadora todo el tiempo, como un
reflejo indominable que permite calcular formas, texturas,
volúmenes, diseños corporales. No es lo mismo ni es igual.
• Refuto todo lo que afirmé años atrás muy convencido —es
la única manera que encuentro de acercarme a Wittgenstein,
lo siento—: ahora sí creo en el amor a primera vista, en una
mujer para toda la vida, en el romanticismo, en que la amis-
tad entre el hombre y la mujer no existe salvo honrosas ex-
cepciones. Creo con el fanatismo del converso.
• Hacerse el duro funciona a veces, pero es inútil. Las mujeres
se divierten con nosotros como Nicolino Locche con los pe-
gadores frontales.

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• Todos (ellas también, claro) nos ratoneamos mal toda la


vida. Con lo permitido y, obviamente, con lo más prohibido,
lo que jamás reconoceremos en público.
• Podemos amarlas mientras pensamos en tirarlas por un balcón.
• Con ellas podemos vivir las situaciones más locas de nuestra
vida. A cualquier edad y, me atrevería a afirmarlo, más deli-
rantes cuando más edad...

En los últimos capítulos agregué un modesto ensayito que


nació cuando una revista española me pidió que escribiera, así,
sin anestesia, sobre ‘El Amor’. Wow. Así apareció la estrafalaria
“teoría de las caderas y de cómo los objetivos persiguen a las
personas”. No está tan mal.
Y rescaté algunos cuentos que andaban perdidos por ahí:

• Uno muy culposo (‘No Words’), lo escribí para exorcizar


una conducta masculina que juzgaba machista y repug-
nante. Pero sorpresivamente —gracias a la aguda visión de
una astuta— comprendí que también puede leerse como
un relato que exhibe, sin anestesia, algunos de los meca-
nismos más eficaces de dominación femenina. Los textos
dejan de pertenecernos cuando pasan por la visión del
otro. Por suerte, es así.
• Hay un par de “Crónicas Falsas” sobre la crisis del 2001 en
Argentina que me expulsó con sutil patada patriótica a vivir
tres años en Madrid. En el primero (“Escríbelo de nuevo,
Asch”) visito en Casablanca al viejo Boogie en su Rick’s
Café en busca de una visa para huir del corralito y perseguir
un amor imposible. Ayudó.
• Y otro cuento juega irónicamente con la fantasía del argen-
tino-sin-país tratando de sobrevivir en un mundo que cree
conocer, pero que ni ahí está cerca de entender de verdad.
Se llama “Plan C: coger una y ¡enhorabuena!” La historia

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de un tipo que busca salvarse en Madrid con el único ca-


pital cultural que le queda en pie: el mito de la seducción del
porteño piola. ¿A que no saben cómo termina?

La intención de este libro es divertir, aunque me gustaría que


en medio de la sonrisa se produzca un click, una identificación,
algo que funcione como un espejo. Porque en cada escena, en
cada reflexión, en cada diálogo, hay un millón de guiones no es-
critos que pueden reflejarse. Ésa es la idea. Ojalá se cumpla.
Créanme, eso sí, cuando afirmo que el amor es lo único. No sé
si es cierto para todos, pero juro que lo es para mí. No la pasé tan
mal pensado de esta manera que, lo sé, suena algo desmesurada.
Y créanme también que, sin esta gente, jamás podría haber
escrito ni una línea.
A Aída, por la vida y la pasión mediterránea. A Alejo
López de Armentía, por permitirme ser padre, un tiempo al
menos. A Andrés Soto, Gachi Martolio, Tacho Zabalza,
Juan Diana, Alberto A.y Omar G., por la amistad, ese otro
amor. A Napo, por la otra mirada. A Natalia, por la magia. A
Jorge F. por la libertad y la pluma. A Malele, mi Gurú, por ex-
plicarme sin éxito pero con enorme sabiduría, qué hacer y
cómo entender a las mujeres. A la mujer, a todas y a una,
claro, la amada. Y a Marilén Stengel, porque sin ella, esas
notas hubieran seguido el destino de otros tantos textos: en-
grosar un archivo infinito que jamás suele ser releído.
En fin, así de idiotas somos algunos periodistas con ínfulas y
vanidad de escritores, pero que tememos infinitamente al ‘obje-
to’ libro. Es miedo a invadir un terreno desconocido: aquello
que no haya sido escrito “para el olvido”, como bien decía Bor-
ges de nuestro modesto oficio de escribas fugaces. Por eso y con
todo respeto, don Martín Heidegger, existe este libro y no más
bien nada. Deme una chance y yo me olvido de lo suyo en
Friburgo con los chicos malos de las pelis, ¿sí?

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Señores, como alguna vez —más de una— me han dicho


—una mujer, claro, ¿quién si no?—, “es hora de madurar”. “¡Es-
cribí un libro de una vez, idiota, ¿que esperás?!”, me alentaron
mis amigos con su brutal amor. Brindo por ellos. Acá está, fi-
nalmente. Ahora, hagan de mí lo que quieran.
Tres cosas, para terminar:

a) La vida es rara.
b) El amor es raro.
b) Todo es posible, hasta lo bueno.

Veremos, dijo Stevie Wonder, puso primera y aceleró a fondo.


Gracias.

Hugo Asch.
Buenos Aires. Junio de 2008

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I
Por qué es imposible
entender a las mujeres

“Las mujeres han sido


hechas para ser amadas,
no para ser comprendidas.”
Oscar Wilde (1854-1900)

Tengo para mí que a las mujeres hay que escucharlas siem-


pre, observarlas sin parar, amarlas más que a nada y tratar de
complacerlas. Lo merecen, porque son bellas, notoriamente más
fuertes que nosotros, seductoras, son capaces de multiplicar la
especie y quedarse con nuestro corazón. Nada ha creado la na-
turaleza que supere a la mujer, señores míos.
Ahora bien: si además pretenden ustedes comprenderlas...
eso ya es otro tema.
La pretensión, les advierto, podrá ocuparles la vida entera y,
con seguridad, los hará pasar de la euforia a la desdicha infinita, de
la perplejidad al asombro. La lógica femenina es en todo opuesta a
la nuestra y eso es algo que los hombres nos resistimos insólita-
mente a aceptar. Si para el hombre más “open minded” hasta puede
ser discutible que dos más dos sumen siempre cuatro, una mujer
sin duda podrá cuestionar no ya el resultado, sino el sentido de la

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suma. Quizá insista en multiplicar, por ejemplo. O prefiera di-


vidir. Así, la cuenta dará un número incierto pero siempre en-
cantador. Porque ellas encantan. Como magas, como hadas.
Nos encantan, aunque nos vuelvan locos de remate.
Sostiene un amigo psicoanalista rigurosamente lacaniano,
que la mujer es, física, psíquica y ontológicamente, un vacío que
el hombre debe llenar de alguna manera. Y esa manera será
siempre insuficiente. ¿Exagera? ¿Abusa de la ironía, quizá?
Puede ser. Pero piensen, piensen, amiguitos... Repasemos algu-
nas escenas de la vida cotidiana que, con toda seguridad, habrán
protagonizado... o estarán por protagonizar.

Escena 1: Sobre el abuso en el elogio a la mujer amada

—Qué linda estás, mi amor... —dice él, susurrando en su


oído, en medio de una reunión, copa en mano. Ella sonríe, com-
placida. Él insiste.
—Sos la mujer más hermosa de toda esta fiesta ¿sabés?
Hasta ahí, perfecto. Pero hay que dosificar. Si el piropo se
repite esa misma noche, o en otras ocasiones, la cosa se puede
complicar. Por ejemplo:
—Otra vez sos la mujer más hermosa de toda la fiesta, mi vida...
—Gracias, mi amor, pero no. Vos me ves así, pero no, no...
—Que sí, princesa, que vos sos... —Ella sonríe pero ya
con cierta melancolía. ¿Qué sucede? La princesa lo explica de
esta manera:
—Es que vos me idealizás. —dice, arqueando las cejas, con
aire levemente resignado.
—¿Qué te idealizo? ¡Pero si vos sos hermosa, siempre fuis-
te la más hermosa...! ¡Desde que te conocí cuando tenías 17 que
sos la mujer más hermosa que vi en toda mi vida! ¡Si sos igual!
—argumenta él, con sus puños llenos de verdades.

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—Sí, sí, justamente... ¿No estarás enamorado de aquella


chica de 20 todavía, y no sos capaz de verme tal como soy hoy?
—dice ella, misteriosa, mientras lo mira seductoramente y juega
con sus dedos en el cuello de la camisa. Él traga saliva, dice que
no, sonríe, le da un beso, ella le da otro. No es éste el caso de
una mujer despechada, de una pareja en crisis. Para nada. No
hay enojo ni reproche. Sólo una frase inquietante que taladrará
la mente masculina. ¿Inseguridad? ¿Resistencia? ¿Alguna duda?
¿Ganas de jugar? ¿De jorobar la paciencia del cristiano macho?
Todo es posible. Ella lo dirá para después callar. El tema queda
allí. Él, abrumado, intentará algún tipo de explicación. U otro.
O varios más. Ella no dirá más. O sí.
—Ay... ¡cómo te quiero!
—Pero, lo que dijiste sobre que yo, vos...
—Tarado... —susurrará antes de estamparle un beso furioso.
No me pidan que explique más.

Escena 2: Sobre no descuidar el oficio de mirar lindo

La pareja tiene una vida sexual plena. En intensidad, en va-


riedad, en periodicidad. Es decir, hacen el amor como salvajes.
Pero no hablamos de una pareja reciente. Tienen, digamos, al-
gunos años de convivencia. Pasión les sobra, gracias al Altísi-
mo. En un alto de esas memorables batallas se produce este
notable intercambio:
—Estuvo bueno, ¿no? —dice él, con esa vanidad masculina
que vence cualquier pudor y nos sale como marca registrada.
—Sí... —contesta ella con el tono exacto (esto es: ni melan-
cólico, ni demasiado tenso, ni de reclamo) que provoca la inme-
diata duda de él.
—¿Te pasa algo, mi amor?
(...)

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Silencio. Las mujeres manejan el silencio mejor que Hugo


Guerrero Marthineitz. Quizá fume, si fuma; quizá tome algo, si
tiene un vaso en la mesa de luz; quizá se hunda en la almohada
y mire hacia al techo antes de decir:
—Ya no me mirás como antes.
Sorpresa. Él se acerca, preocupado. La acaricia. Y dice:
—¿Cómo que no te miro como antes?
Ella sonreirá con pudor, o moverá la cabeza como no com-
prendiendo por qué, encima, debe explicar algo tan obvio.
—No me mirás lindo.
—¿Lindo?
—Así, con ternura, esa mirada tuya que...
El colega, todavía agitado por la sana y gloriosa actividad
amatoria, se acerca, pega su rostro contra su rostro y pre-
gunta, alarmado:
—¿No me miro lindo ahora? ¿No te miré lindo antes? ¿No
nos miramos lindo cuando entramos a la habitación?
Ella intenta tranquilizarlo. Pero simplemente lo desconcierta:
—Sí, hoy sí, mi amor. Yo digo... antes.
—¿Antes cuándo?
—No sé, desde hace... un tiempo. Antes me mirabas así, como
hoy, pero todo el tiempo.
—Pero...
—No quiero que tomes esto como un reclamo, por favor...
—Pero...
—Bueno, sí, está bien. Es un reclamo.
Conclusión: no hay detalle que se le escape al radar femeni-
no. Ojo. Mucha ternura sin sexo no sirve, pero mucho sexo sin
ternura tampoco. Hay que saber medir, muchachos. ¿Y si no es
tan así? ¿Si el tipo la mira como puede y sabe siempre, igual,
porque está hasta las manos con ella y la ama más que a nada en
el mundo? No importa. Usted mire lindo siempre y se acabó.
Que la princesa es ella.

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Escena 3: Te quiero, te quiero, te...

Las mujeres tienen sus momentos. A veces dicen “te quiero”


sin parar, eufóricas, satisfechas, plenas. Otras agregan “mucho”
lo que a pesar de lo literal, ablanda la fase: “te quiero mucho” se
le puede decir a mucha gente, pero “te amo” es patrimonio ex-
clusivo. A cualquier hombre le gusta que su amada le diga que
lo ama, aunque por pudor difícilmente se lo pregunte.
Las mujeres no. Las mujeres lo preguntan todo el tiempo,
sin ningún problema.
Ojo cómo contestan, muchachos...
—¿Me querés?
—Sí, mi amor.
—¿Y por qué no me lo decís?
—Sí te lo digo. Te lo estoy diciendo ahora: te quiero.
—Pero porque yo te lo pregunté...
—No, pero si yo te...
—Antes me lo decías todo el tiempo...
—Pero si cuando te lo decía siempre me decías que... te
idealizaba.
—¡No mezclés las cosas! —dice y gira la cabeza para que él
no note su gesto. Las mujeres nunca dan más información de la
necesaria. La información es poder dicen en política. Las muje-
res saben. Las mujeres saben todo.
—Te quiero —dice él mirándola a los ojos fijamente.
—Así no vale... —dice ella. La escena tiene un final feliz.
Besos, abrazos, caminata de la mano. Pero cuidadito con pensar
que el tema está terminado. Ellas no olvidan nunca, colegas.
Mejor que vuelvan a decirlo. Te quiero. Ni muy mucho, ni tan
poco. A su medida, la de ella, que es la única que importa acá.

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Una tesis sobre el cuento de Marinelli.

Marinelli puede llamarse José Pérez, John Smith o Pepino


Capelletini. Pero resulta que alguien lo bautizó Marinelli y mi
memoria registró el cuento que se relatará a continuación con
ese protagonista: un tal Marinelli, a secas.
Resulta que Marinelli, obviamente argentino, era un especie
de fenómeno sexual. Había trabajado en la zona roja de Ámster-
dam, en los porno shows más famosos de Nueva York y Los Án-
geles, ejerció un Master en Tailandia y sus hazañas fueron regis-
tradas hasta por antropólogos de la Universidad de Boston, Mas-
sachusetts. Marinelli, idolatrado por multitudes de los cinco con-
tinentes, llegó a Buenos Aires y en conferencia de prensa lanzó
un desafío extraordinario: prometió hacerle el amor a un cente-
nar de mujeres, una detrás de la otra, sin parar, durante la misma
noche. El país entero, conmocionado, siguió la hazaña de Mari-
nelli en directo, por televisión. Cien camas fueron distribuidas en
forma circular en la pista atlética de la cancha de Ríver, cada una
con una mujer sin ropas esperando bajo las sábanas. No cabía un
alfiler en el estadio Monumental, la noche en la que Marinelli
salió con su bata de seda, brazo en alto, sonrisa ganadora. La
multitud rugió cuando Marinelli se zambulló en la primera de las
camas. “¡Ma-ri-nelli!” Gritaban mientras saltaba de cama en
cama: 10, 20, 30, 40. “¡Marinelli Corazón!”, cantaban mientras
seguía: 60, 70, 80... “¡Dale campeóóóó...!!”, era el coro mientras
Marinelli, ya acusando cierto desgaste, caminaba hacia la cama
número 90. El furor no se detuvo mientras Marinelli, ya arras-
trando los pies, llegaba a la cama 93, 95, 97. Fue allí donde suce-
dió el hecho que hizo enmudecer al estadio. Marinelli, vacilante,
detuvo su paso y se desmayó antes de alcanzar la cama número
98. Entonces, unánime, la multitud rugió con furia:
“¡Marinelli-maricón, Marinelli-maricón!”.
Fin.

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Podrá afirmarse que este cuento es una cruel ironía sobre el


espíritu perfeccionista argentino o sobre la dualidad de las
masas. Pamplinas. Señores, Marinelli es cada uno de nosotros,
muchas, muchísimas veces frente al maravilloso desafío de amar
a una mujer. Nunca es suficiente y, si me permiten, eso está muy
bien. Uno lo intenta una y otra vez y, en esa pasión, está el se-
creto. Esa voluntad es la fuerza que mueve al navegante a perse-
guir eternamente al horizonte, no para alcanzarlo, sino para que
la ruta que eligió para su viaje tenga, al fin, algún sentido.

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Atenti, que la mujer se navega

La mujer, como el mar, enamora siempre. Y es peligrosa


en día gris. Cuidado, navegante. Hay que saber avanzar
cuando el viento viene de frente, manejar con sabia precisión
las velas, mantener firme el timón, zigzaguear, cortar las olas
para seguir la marcha. El alma femenina no es para cualquie-
ra. Hay que conocer en que aguas uno intentará navegar.
Hay de todo. Miren si no:

• Mujeres abismales. Donde puede desaparecer el barco


más lujoso del mundo como si fuera un guijarro.
• Mujeres tropicales. Transparentes, llenas de tibiezas, color
y alimento.
• Mujeres correntosas. Esas que pueden hacerte quedar en
el mismo lugar aunque tengas los motores a fondo.
• Mujeres con oleaje impiadoso o calmas, como lagos de
montaña. Dependen del día.
• Mujeres oceánicas, inabarcables, infinitas, donde la costa
jamás se avizoran.
• Mujeres estuario. Laberínticas, indescifrables, donde uno
se pierde, o se queda a vivir para siempre.
• Mujeres río. De aguas dulces, navegables, para detenerse
en ellas y acampar a su orilla.
• Mujeres de pura sal. De las que jamás podremos beber.
• Y claro que hay, también, mujeres charco. Pero ésas... no
son nuestro tema, eso está bien claro.

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II
¡Yo a ésta la mato,
te juro que la matooo!

“¡...y luego, besuqueándole la frente,


con gran tranquilidad, amablemente...
le fajó treinta y cuatro puñaladas!”
De ‘Amablemente’, milonga
de Iván Diez-Edmundo Rivero

La célebre milonga que tan maravillosamente cantaba Ed-


mundo Rivero, mientras arpegiaba algo de Chopin en su gui-
tarra, hablaba de una fiera traición y no es éste el caso. Para
nada. Lo que este breve anecdotario intenta reflejar son algu-
no de esos inolvidables momentos en los cuales el indescifra-
ble geist femenino nos deja virtualmente nocaut, en situación
de no contest, con brutal hinchazón de partes o, simplemente,
al límite de nuestras fuerzas ontológicas y musculares. Un
juego delicioso, la mayoría de las veces. Que nadie —Dios así
no lo permita— perciba ni una pizca de intencionalidad ma-
chista en estas frases. Eso jamás.
Los personajes de estos relatos son arquetipos deliberada-
mente exagerados para que el contraste contribuya al efecto y la
gracia de cada historia. La clave es el humor, amados lectores.

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Ni los hombres tenemos tanta paciencia, ni somos tan in-


genuos, ni tan pasivos, a pesar de que vivimos entrenados para
superar cotidianamente esas dosis de desconcierto profundo a
las que nos someten.
Ni ellas, bueno..., ellas no suelen llegar a niveles tan... este...
A ver, veámoslo de esta manera: no siempre son así. Y si lo son
(a veces por jugar con nosotros, por culpa de un mal día pobre-
citas, o por distracciones clásicas de género) da igual. Seguire-
mos amándolas, así, tal cual se les canta ser.
Así es el juego que nos gusta jugar con ellas. Un juego con
un game-over maravilloso, incomparable, cosas por la cuales
siempre valdrá la pena seguir vivo.

Capítulo 1: Más variaciones sobre el “Te quiero”

—Bichi...
(Seis, siete de la tarde en el living del departamento o casa.
Bichi está leyendo y terminando su café. Lee, digamos, el diario
deportivo Olé, El Tractatus Logico de Ludwig Wittgenstein, o
el resumen de la cuenta de teléfono, no importa qué. Él lee,
concentrado, con interés. Ella, pregunta desde el otro lado del
sillón, después de dejar la taza de café en la mesita. Inclina
hacia atrás los hombros para hablar. Frunce el ceño. Posa su
dedo índice en la mejilla, onda Mirtha Legrand. Parece decidi-
da. Él contesta medio distraído, pronto se arrepentirá.)
—¿Qué...?
—¿Qué por qué nunca me decís te quiero?
(Él abandona por un instante su lectura, abre los ojos y sonríe.
Piensa que es una broma, vuelve colocar el papel frente a sus ojos.)
—Sí que te lo digo, mi amor. Siempre.
(Ella vuelve al ataque, seria.)

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—No. Eso era antes.


—Sí te digo...
—Todo mal me lo decís, si lo decís. Como obligado; ¿qué te
hace sentir obligado, a ver?
—No, no es así...
—¿Ah, no es verdad? ¡¿Qué, tenés ganas de pelear, vos?!
(Gesto de perplejidad del caballero que, definitivamente,
deja lo que estaba leyendo sobre sus piernas tiesas. Ella baja
los decibeles, apenas.)
—Hace mucho que no me lo decís bien, bonito, dulce,
como antes.
—¡Antes de qué!
—Decímelo ahora.
(...) Silencio, seguido de un suspiro. Él suspira.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—Te quiero.
(...) Silencio profundísimo. Ella, expresión congelada. Ni una
palabra. Él sube el tono, después de carraspear un poco, nervioso:
—¡Te quiero!
—¿Ves? Me lo decís solo porque te lo pido. Decímelo sin que
te lo pida, a ver...
—Claro que te lo digo: ¡Te quiero!
—¿Vos me decís todo lo que yo te digo que digas? ¿Qué, ne-
cesitás un guión? ¿Sos mi Chirolita, ahora? —refunfuña, mien-
tras lleva las dos tazas vacías hacia la cocina.
—¡Te quierooooo! —le grita él mientras ella desaparece
hacia el pasillo y agrega, en voz baja, masticando cada sílaba:
“Te-quiero-matar,-¿sabes?-a-vos-te-quiero-matar” (vuelve a
subir la voz)— ¡Mi amorrrrr!
—Ay, yo también te re-quiero, tarado... —dice ella, súbita-
mente alegre mientras regresa con más café y unos brownies de

— 25 —
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sorpresa—. Lo que pasa es que no tenés sentido del humor vos.


Los tipos son todos iguales, ¿te das cuenta?
—¿Iguales?
—Sehp... Les cuesta mucho decir lo que sienten... No pueden.
El brownie penetra en su boca justo a tiempo. Ella se ríe con
ganas, con esos dientes blancos, con esa boca adorable, de ma-
nual, que a él tanto lo seduce.
—¿Sabés? Yo me divierto mucho con vos, Bichi.
—¿En serio, mi vida? Jeh...
Bichi asiente. Piensa en dejar el crimen para otro momento.
Ahora, extrañamente, se erotiza como un búfalo en celo. Ella lo
abraza y le dice algunas cosas en el oído. La última de ellas, antes
de gruñido y el mordisco en el cuello es:
—¿A quién querías vos, cosita?

Capítulo 2: Servido el señor

—Un tinto. Este Malbec, sí, está muy bien, gracias.


Sonrisa de la camarera. Leve inclinación de cabeza, apoya la
libreta contra su delantal negro y se va. Él mantiene su sonrisa
y la mira. Ella levanta la comisura derecha de su labio (1) mien-
tras arquea las cejas (2). Lo hace mientras dice:
—Te gusta.
—Sí, pero lo pedí porque te gusta más a vos. Vos sabés que
a mí el vino...
—Te gustó, no te hagás el idiota.
(Él intuye, pero se aferra a una esperanza vana. Dice lo
peor: una obviedad)
—¿Me gustó qué cosa?
—Ella, ¡la camarera te gustó, gordo baboso!
(Un tono demasiado enérgico para un restaurante con pocas
mesas y piano suave con ritmo de bossa. Ambos, paralizados

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por un instante. Él, decididamente desconcertado, dice la se-


gunda tontería al hilo.)
—¡No me digas gordo a mí, eh!
(Bajó la guardia imprudentemente: la derecha de ella impacta
de lleno en la mandíbula. Por suerte es todo metáfora, amigos...)
—Siempre fuiste un baboso. ¿Qué tiene esa nena? ¿No te da
vergüenza? ¿Qué, le vas a pedir el teléfono también?
—Pero si le pedí el vino y nada más...
—Te vi cuando le mirabas la cola, baboso.
(Él esta perdido, absolutamente: da pena con cada frase)
—Ok, tengo que bajar un par de kilitos, pero... yo no soy
ningún baboso, ¿sabés?
(La frase termina en un susurro porque la camarera, sonrisa
profesional, llega con el Malbec. Sirve la copa de él, pero ella se
adelanta y lo prueba, lentamente, como una catadora experta.)
—Ella entiende más que yo, je —dice él, sintiendo un calor
intolerante en las mejillas.
—Está ácido, lleválo —dice ella sin dudar. Silencio. La ca-
marera lleva la botella sin pronunciar palabra. A él se le dibu-
ja una mueca parecida a una sonrisa, pero no. La próxima bo-
tella va a parar directamente a la copa de la dama. Ahora sí,
ella sonríe y asiente. Las dos intercambian un gesto de apro-
bación que al hombre, un extraño, le resulta especialmente in-
cómodo. Ella, feliz, elogia su lomo Strogonoff y pide que él
le haga probar un poco de su trucha a la manteca negra. En-
roque de delicias.
—Me encanta este lugar —dice ella, satisfecha.
—Sí —dice él y termina de un solo trago su copa de agua mi-
neral sin gas. En ese instante piensa que tiene ganas de degollar-
la con el cuchillo de pescado, pero en cuanto vuelve a mirarla se
da cuenta, mágicamente, que es la mujer de su vida. Cuando
llega la camarera a traer la cuenta él apenas la mira. El monto de
la propina, obvio, lo decidió ella. Escaso.

— 27 —
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Capítulo 3: Alerta rojo: ella está sensible

—¿Por qué llorás?


(El se preocupa, deja de manejar, estaciona el auto al costado
de la avenida, posa su mano sobre su hombro. Ella gira el cuer-
po hacia la ventanilla y gira la cabeza, como diciendo que no.)
—Dejá, dejame...
—¡Pero mi amor, decime por qué llorás, por favor!
(...)
—¡Pero que te pasa!
(Demasiado enfático. Fatal: ella se pone peor. Cubre su cara
con ambas manos, lloriquea y habla entrecortado por entre los
dedos. No se le entiende mucho)
—Es.. que.., vosno.. sbb.. y stoy sen... ble.
—Pero... ¡no te entiendo nada...!
Ella, de pronto, en un solo movimiento despega las manos
de su rostro, endereza la espalda, interrumpe los sollozos y dice,
digna, mordiendo cada sílaba; fuerte y claro.
—¡Vos NUNCA entendés nada!
Él retrocede hacia su asiento como si hubiese tocado un cable
de alta tensión. Ella lo mira con esa expresión pre-reproche
que las mujeres dominan con maestría. Él cae en la red. Lo
dice, nomás:
—¿Hice algo malo?
—¿Si me hiciste algo? ¡Nada hiciste, ése es el problema con
vos! Nada hacés.
Él piensa, repasa. Mañana de shopping. Ropa para ella, algún
libro, zapatos para él, juguetes para los chicos... Todo bien, todo
normal. ¿Qué pudo haber fallado?
—Hasta ahora estábamos lo más bien, mi amor. Decime,
por favor qué te pasa...
—Pasa que no sos el de antes.
—¿El de antes?

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—Sí, el que me mandaba flores, el que me regalaba anillitos.


El que se acordaba de...
Vuelve a lagrimear. Por ahí va la cosa. Él piensa y nada.
Tira una, al voleo.
—Los cumpleaños ya pasaron, el aniversario de casados
también, pero qué es lo que me...
—Ya no me querés.
—Sí que te quiero...
—Entonces no podés olvidarte, justamente del-día-en-que-
nos-conocimos. ¡Sos un animal! A ver. ¿Cuándo fue?
—Fue el 26 de este mes.
—Claro, si el señor lo tiene tan claro debería saber que el 26
es justamente...
—Pasado mañana.
—Hoy.
—Hoy es 24, mi vida.
Silencio. Ella no trae reloj así que se aferra de la muñeca iz-
quierda de él para ver la fecha. “24”, dice. Parece indignada, igual.
—¿Qué, es 24 hoy? ¡24 recién! Bueno, menos mal que te lo
hice acordar, porque seguro que el 26 lo pasabas de largo vos...
—Te juro que me iba a...
Ella lloriquea un poquito mientras apoya la cabeza en su
hombro.
—Sí, sí... Es que estoy muy sensible, ¿vos podés entender eso?
¡¿Pueden los hombres entender eso?!
El dice que sí, mientras piensa que hay demasiados testi-
gos caminando por la vereda junto al auto estacionado como
para estrangularla en ese mismo momento. Deja de pensar y le
acaricia el pelo. La mira. Le seca la última lágrima y se alegra
de que sea ella y no otra, una vez más. Que así es el cristiano
macho enamorado, caballeros...

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Capítulo 4: ¡Juro por Dios que me gusta como te quedaaa!

La escena en una casa de ropa. Ella llevó varios vestidos y


zapatos al vestidor. El, disciplinado, espera en la puerta —o
cerca de la puerta—, hasta que ella lo llama, cada vez, para
pedir su opinión.
—¿Te gusta? —dice ella mientras se mece frente al espejo
como Audrey Hepburn con su primer vestido de princesa.
—Sí, me encanta.
—Ay. Me hace gordísima. ¿Como te puede gustar esto?
—El color me parece...
—Está de moda, pero a mi no me va. Mejor cambio.
La puerta se cierra. Pasa un rato. Llama de nuevo.
—¿Te gusta?
—Bueno, está bien, aunque esta formita que hace el pliego
de la pollera (intenta un gesto indescifrable con ambas manos)
me parece que no te...
—Es lo mejor, lo más original de todo. Me parece muy chic.
—¿No te parece muy... standard?
—Para nada, si lo uso con esto, esto y esto otro... (ella re-
vuelve más prendas)
—Sí, bárbaro, la verdad es que así te queda...
Ella se mira. Mueve hacia un costado la cabeza, como cuan-
do los perros escuchan música. Piensa...
—No, no va. No va. Mejor cambio.
Pasa un rato. Ella se prueba un pantalón y una camisa.
Lo llama.
—¿Qué tal?
—Fantástico.
—¿En serio? A mí me parece que me va demasiado ajustado.
Fijate atrás.
—Bueno, está...

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—Una cola enorme, no me digas. Me muero. Y la camisa,


¿está buena no?
—Un poquito transparente, tendrías que usarla con...
—Divina, divina. Igual tengo poco arriba yo...
—Me parece bien.
—Sí, está bueno. Pero no. Mejor cambio.
(Pasa un rato, otro, otro más. Ella prueba más combinacio-
nes, sandalias plateadas, doradas, con talón, sin talón... Final-
mente se decide. Lo llama, feliz de la vida)
—Me llevo esto. Es ge-nial. Lo que vine a buscar, jus-to.
—¿Pero ese no es el primero que... el que te hacía un po-
quito más gorda?
—¡¿Gorda?! Pero como podés decirme semejante cosa, bruto.
¡Si me queda divino! ¿O no?
La vendedora que había apilado cuidadosamente el tonelaje
de prendas en un costado asiente solemnemente como después
de escuchar el enunciado de una verdad universal y lo mira con
una mezcla de condena y piedad. Él copia la sonrisa de Woody
Allen en Manhattan, como diciendo “ok, es que ni idea tengo
de esto”. Ella está contentísima con la compra, aunque él pre-
siente que más temprano que tarde le va a facturar el haber pro-
nunciado la terrible frase “un poquito más gorda”. Es entonces
cuando fantasea con desarmar esas perchas de alambre y hacer
un matambre con las dos, vendedora y amadísima. Pero no.
Cuando sale del shopping con ella, que revolea los bolsos como
una colegiala en hora libre, él siente que no hay otro momento
más feliz que merezca ser vivido. La ama, maldito sea. ¿Cómo
matarla, señor, cómo?

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Capítulo 5: la prueba del cepillo

Ella irrumpe en la habitación con gesto de fastidio. Él se


viste rápido, ya se bañó y todavía tiene que pasar por su depar-
tamento para cambiarse e ir al trabajo. Son pareja pero no viven
juntos. Ella trae algo en su mano derecha. Lo muestra.
—Qué es esto?
—Un cepillo de dientes.
—Tu cepillo de dientes.
—Sí, es el mío.
—¿Y lo pensás dejar acá?
—Digo, para no ir yendo y viniendo con esas cosas... Igual
no te ocupa lugar y...
—Tenemos un acuerdo.
—Lo tenemos...
—Nada de cepillitos, ni afeitadoras, ni ropa interior, ¡ni
mucho menos esa almohada de plumas que una vez tuviste el co-
raje de traer! Todavía no vivimos juntos, esto es una decisión... ¡Si
no respetamos los límites ponemos en juego toda la relación!
—Tenés razón —dice él y abre su attaché para guardar el ce-
pillo, entre la lapiceras y papeles—. Es cierto: un acuerdo es un
acuerdo y hay que ir de a poquito. Me zarpé y no me di cuenta.
Perdoname, ya entendí.
Día siguiente. Después de la cena él termina su café, se le-
vanta de la mesa, enjuaga su plato (ella cocina, él lava: otro
acuerdo civilizado) y se despide con un piquito. El día siguien-
te será muy complicado: reuniones, firmas, entrevistas...
—¿Cómo? ¿te vas?
—Sí, mi amor, es que mañana...
—Mañana nada. Ahora digo: ¿A dónde vas?
—A dormir. A casa.
—¿Comés y te vas? ¿Qué, vos te creés que esto es un hotel?
—Pero no mi amor, es que...

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—¡¿Qué?!
—Es que hoy me vine sin nada, ni el cepillo de dientes, ni el
aparatito para el asma, ni las gotitas nasales...
—¡Pero vos sos peor que un hijo único! ¿Qué necesitás para
dormir con una mujer? ¡Con TU mujer! ¿O qué soy yo, ahora?
—Nada, es que...
—Ya no me querés, es obvio. Enfrentemos la realidad. Las
cosas han cambiado. Ya-no-me-querés. Eso pasa.
Te quiero, te quiero... ¡Te quiero matar!, piensa él mientras
se acerca poco a poco a ese cuello largo de bailarina que siem-
pre lo ha enloquecido. Lo besa, cerca de la oreja, después de
haber acariciado su pelo lacio, sedoso. Por supuesto que dur-
mió con ella, sin frasquitos, ni cepillos ni ropa para cambiar-
se. Tuvo que levantarse a las seis para ducharse, ir a buscar el
auto al garage y después pasar por su casa, a 30 cuadras de allí.
No importa nada, colegas. Que el amor todo lo puede. Hasta
frustrar al mejor homicida vocacional.

Duda final: ¿las matamos o nos matan ellas?

“Si la agarro la mato, la parto al medio, me la como a peda-


citos, le rompo la cabeza, la destrozo.” No es éste el lugar más
indicado del universo para ser literal. La metáfora nos invade
hasta ahogarnos, a veces. Todas esas aparentes amenazas son,
obviamente, declaraciones de pasión desenfrenada. Así somos.
Un país que celebra a sus mejores hombres recordándolos en el
día de su muerte. Convengamos que el tema está, aquí, lo sufi-
cientemente sublimado como para tomarlo con humor. Todos
los días las queremos matar, ésa es la pura verdad. Por una razón
o por la otra, sólo para que ellas, las amadísimas mujeres, sigan
vivas en nuestro corazón y otras partes de nuestro cuerpo, tan
nobles aunque algo menos poéticas.

— 33 —
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¿Qué ellas también quisieran fusilarnos al amanecer la ma-


yoría del tiempo? ¿Qué sin duda habrá, a esta altura, más de una
adorable criatura del sexo femenino enarbolando una larga lista
de legítimas razones por las cuales merecemos cepo en el mejor
de los casos, celda de castigo o silla eléctrica? Muy bien. Acá es-
tamos. Listos para enfrentar lo que sea.
Mátennos sin piedad, que eso sí es vida.

— 34 —
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III
De paseo por el alma femenina
(ojo con la amiga que da cátedra...)

“Con cierta tristeza descubro que toda


mi vida me la pasé pensando en una u
otra mujer. Creí ver países, ciudades,
pero siempre hubo una mujer para
hacer de pantalla entre los objetos y yo.”
Jorge Luis Borges (1899-1986)

La mujer es el Único Misterio y comparado con ellas, el ori-


gen del Universo, el sentido de la vida y aún la Santísima Trini-
dad son dudas menores. Eso dice mi amigo Alberto y, aunque
creo que exagera, no me animaría a desmentirlo. Alberto es abo-
gado y acaba de cumplir 40. Vivió con varias mujeres, antes y
después de casarse. Sin embargo, jura que cada vez las entiende
menos. Cada vez que conoce a una mujer que le gusta y siente
que se avecina una crisis, recurre a su amiga Daniella.
Daniella (35, estudiante de psicología y de violoncello) es su
única amiga, la única mujer a la que le contaría esa clase de his-
torias que lo hacen sentir un perfecto idiota. Uno de esos epi-
sodios provocó que ella, como devolución, improvisara ante
él —primero absorto, después fascinado—una extraordinaria

— 35 —
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clínica sobre el deseo femenino. Eso provocó, para empezar.


Pero no nos adelantemos. La cosa empieza así:
Alberto y Daniella charlan en un bar. El está deprimido, ella
lo mira con más condescendencia que pena. Esto se dicen:
—Ya estaba harto de esa mujeres-niñas que sólo buscan pro-
tección y, de pronto, apareció Patricia. Era fantástica. Tan segu-
ra, tan independiente, tan autosuficiente...
—Ahá.
—Al principio fue todo perfecto. Ella detestaba que le
abriera las puertas de autos, edificios y casas de amigos. Se ne-
gaba a que la ayudara con el abrigo, que le acomodara la silla
o que pagara las cuentas en los restaurantes. Vivíamos cada
uno en su departamento, teníamos tiempos diferentes, cada
uno con sus cosas... ¡Fantástico!
—¿Entonces?
—No sé. De pronto empezó a sentirse mal. Se puso agresi-
va, esquiva. Y un día me lo dijo. Casi me muero.
—¿Qué te dijo?
—Que no se sentía protegida. Que ella sentía que no era im-
portante para mí. Que no le daba bola, eso.
—Lógico.
—¡Qué lógico, Daniella! ¡Si fue ella la que me dijo “conmigo
todo fifty-fifty”, vos acá, yo allá, juntos sólo si lo acordamos, ni se
te ocurra tratarme como un machista acá esto, allá lo otro y…
—Y le creíste todo, claro…
—Sí; cómo no le voy a creer si fue ella la que me dijo que…
—Vos no entendés nada.
—Lo que entiendo es que me dijo una cosa, y resulta que
después quería todo al revés.
—No del todo, pero no importa. Claro que te dijo eso, ¡pero
no para que te lo creas, tarado!
—Entonces…
—Ni idea, vos, de las mujeres.

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—¿No hay que darle bola a lo que dicen?


—Hay que darle bola a lo que quieren, no a lo que dicen.
—(…)
Largo silencio. Entonces Alberto le hizo a Daniella la pre-
gunta del millón:
—¡¿Y qué cuernos quieren las mujeres, me podés explicar?!
—Eso depende… —dijo Daniella para agregar después—
¿Vos sabés cómo te miran? ¿Tenés idea de lo que les gusta y lo
que puede dejarte fuera de concurso como un paquete viejo?
—(…)
Otro largo silencio.
—No.
—Bueno. Escuchá muy bien lo que te voy a contar. Y si ves
contradicciones, axiomas que se contraponen con otros…
—¿Qué?
—No importa.

Arriba lo de abajo

Daniella continuó con su clínica. Alberto la escuchaba azorado.


—Una mujer puede elegir a un hombre por razones un poco
extrañas. La mayoría de mis amigas detestan a los hombres des-
prolijos, desaliñados, descuidados…
—Yo… trato de estar siempre impecable.
—Error, mi querido. Un toque de imprevisibilidad siempre
es necesario, ya lo decía Oscar Wilde, además de mis amigas y
yo. Un hombre vestido de manera impecable, combinando los
colores con esmero, con peinado de peluquería y pantalones y
camisas recién salidas de la tintorería es como un lindo pedazo
de carne sin salar. No tiene gusto a nada. Y además, te soy sin-
cera, tiene un toque femenino que sinceramente te puede cor-
tar cualquier entusiasmo. Salvo que te gusten los hombres light.

— 37 —
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No es mi caso. Vos no das, querido, lo siento. Resignate a tu rol


de macho sensible: es tu techo.
—Hablabas sobre los colores…
—Mucho cuidado: siempre sin exagerar. Un cinturón ma-
rrón sobre unos pantalones negros de corderoy pueden ser la
tumba del amor, mi querido…
—Ehh... ¿La tumba del amor?
—Por supuesto. Es… no sé… como pedirle mondadientes
al maitre después de una encantadora comida nocturna o usar
medias claras y finitas con zapatos oscuros, tener los hombros
cubiertos de caspa o anillos de transpiración debajo de las axi-
las. ¿Más? Corbata con camisas de manga corta y bolsillo al
estilo empleado de cafetería de Oklahoma, tener abierta la
camisa casi hasta el ombligo para exhibir tu vello o tus pecto-
rales de gimnasio… ¡Uf, todo eso es de terror! Pero todavía
hay algo peor: estar vestido de diez… ¡pero con zapatos vie-
jos! Si hay algo que una mujer nunca, pero nunca deja de
mirar son los zapatos. Los zapatos son fundamentales, pueden
reparar cualquier desarreglo de tobillos hacia arriba. Algunos
hombres creen que pueden tirarse encima las mejores ropas de
marca con los peores zapatos y que las mujeres no lo notarán.
Están locos.
—¡Daniella, yo no soy así! Cuando digo “impecable” me re-
fiero a que me visto bien, no sé… de sport canchero, aunque a
veces un buen un traje oscuro…
—… puede inhibirlas, no te creas. Pensará que no tiene
puesta la ropa ideal, que quedaría mal al lado tuyo. Y posible-
mente fantasee que eres un burócrata insensible, un formal, un
aburrido en la cama.
—¿En serio?
—Y más. Siempre es necesario transmitir cierta vulnerabili-
dad, ¿entendés? Las mujeres mueren por los hombres sensibles.
—Ah, yo soy sensible…

— 38 —
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—Bien. Pero que no se te note demasiado. Hay demasiado


gay por ahí… Ojo, nene.

Ni tanto ni tan poco

Alberto suele caminar por la calle con libros. Lee siempre,


en los bares, en los taxis, en las colas de los bancos. Pregunta
si ese es un rasgo que pueda transmitir el concepto de “sensi-
bilidad”. Daniella no duda:
—Sí, eso está muy bien. Un hombre que lee es interesante,
tiene cabeza, puede hacernos pensar. Pero mucho cuidado si lo
que leés todo el tiempo es Ser y Tiempo de Heidegger. Tratá de
ampliar el mercado, de no causar pánico…
—Quizá una novela…
—Que no sea Sheldon o se te arrimarán personajes tipo sit-
com americana. Equilibrio, ante todo. Es importante lo que el
hombre lleva en la mano. Una bolso de cuero suave y gastado
está muy bien, pero las carteritas onda años ’70 o esos attachés
símil cuero con las tiras peladas que muestran el material sintéti-
co pueden provocar un desbande femenino en masa. No lleves
una mochila jamás, aunque aparentes menos edad. Una mujer se
siente una especie de depravada, una abusadora de menores,
junto a un tipo que lleva alegremente una mochila por la vida,
aunque después la deje en el baúl del auto…
—Sobre el auto quisiera preguntarte porque…
—Uf. Tengo amigas que eligen los hombres según el auto
que tienen. No te preocupes: un hombre que realmente valga
la pena puede prescindir de esas brujas insensibles. Eso sí:
jamás salir con el auto hecho una ruina. Ni con el paragolpes
colgando, ni con los asientos cubiertos de migas, papeles o pa-
quetes envueltos en papel de diario. ¡Jamás! A lo sumo podrías
dejar como al descuido en el asiento trasero el bolso de las

— 39 —
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raquetas o el de los palos de golf. Un amante de los deportes


solitarios nos transmite seguridad, nos permite imaginarlos
sanos, con un buen cuerpo y espíritu competitivo. Nos fijamos
en cómo manejan, también. No quiero exagerar, pero la ma-
yoría de nosotras compara el estilo que tienen para manejar
con sus habilidades en la cama...
—Yo tengo un estilo agresivo en la calle, Daniella, voy
bastante rápido...
—Epa, cuidado con eso, mi amor. Todo en su medida eh...
—Ok, motor regulando y a temperatura, ¿verdad? Y el
auto limpito…
—Sin exagerar, por favor. Ni se te ocurra que parezca recién
salido de la concesionaria y mucho menos que apeste a esos per-
fumes baratos tipo hotel alojamiento. Una mujer puede olfatear
a un obsesivo del auto por esos pequeños detalles. Y eso, querido
amigo, también te dejará irremediablemente nocaut.

Mucho ojo, vos...

—Comprendido. Pero lo que quiero saber, Daniella, es qué


es lo primero que miran. Lo primero, ¿entendés?
—¿Qué es lo primero que vos le mirás a una mujer?
—Bueno…
—Vamos, la de verdad…
—La cola, las piernas, los pechos. Si es linda, mejor. Pero si
no es tan linda y es sexy…, está.
—Típico. Servirías de muestra para un estudio, querido. Pues
las mujeres miran otras cosas. Seguro que miran la cola. Todas
adoramos colas perfectas tipo Julio Bocca o Brad Pitt. Pero cuan-
do estamos frente a un hombre que nos interesa ponemos la mi-
rada en otro lugar. Y son lugares extraños.
—¿Por ejemplo?

— 40 —
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—¿Te hablé de los zapatos, no? Las mujeres adoramos


mirar los zapatos.
—Qué miran del cuerpo, Daniella, decime la verdad…
—Los ojos. Primero los ojos, no importa mucho el color. Im-
porta que transmitan algo. Algunos expertos juran que cuanto
más grandes son los ojos de un hombre más apuesto aparece fren-
te a las mujeres, pero a la mayoría nos gustan de ojos chiquitos,
tipo Richard Gere. Transmiten un sentimiento de ternura. Las
manos son muy importantes también.
—¿Para buscar anillos?
—¡No tarado!, aunque… también. A ninguna mujer que
haya superado los clichés de los pre-treinta le importa realmente
la estatura o la pancita. Eso es lo de menos, aunque tampoco ma-
tamos por enanos y obesos.
—¿Es cierto que les gustan más los hombres feos?
—Depende. Los hombres feos como Paul Belmondo son
muy varoniles y eso suele gustarles a las mujeres de personali-
dad fuerte, medio fálicas. Las muy femeninas suelen rendirse
ante hombres de rasgos hermosos como Tom Cruise, Johnny
Depp o Leonardo Di Caprio. Aunque…
—Puede darse al revés…
—Sí, a veces. No importa.

Lo que sí lo que no

Alberto se había recortado la barba y el pelo por pedido de


su penúltima novia. “La barba te hacía mayor. Pero el pelo…
Mmm… Debieras hacer algo con esa especie de casco estilo San-
dro que tenés ahí…”, le dijo.
—Entonces fui a la peluquera y me lo corté. Casi muero
cuando me dijo eso…

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—De acuerdo. El pelo largo no va más, a menos que seas uno


de esos modelos con músculos hasta en las pestañas.
—¿Y la barba?
—Depende. A mí me encanta una barba corta, no demasia-
do recortada. Las canas pueden hacerte algo mayor, pero eso no
importa si son apenas un “toque”. Wow. Esas canas pueden en-
loquecerme. Pero eso no sucede con todas. Lo que no falla es la
barba crecida tipo cinco de la tarde. Ese detalle le da a un rostro
masculino un condimento irresistible.
—Barba recién crecida, entonces…
—Sí, pero con cuidado. La frontera entre un modelo top y
un zaparrastroso suele ser peligrosamente delgada… Esos tipos
pueden usar alegremente un relojito con la cara del Pato Do-
nald que si lo usa cualquier cristiano de estas pampas, querido,
está liquidado…
—Generalmente, uso relojes deportivos.
—Están muy bien salvo que lo lleves con un traje. Los
Rolex dan una imagen de poder, es cierto, pero en el fondo
transmiten una sensación desagradable, de ostentación inne-
cesaria, de inseguridad. Odio confesar esto, pero la mayoría de
las mujeres, aun las más sensibles, se fijarán en tu reloj para
imaginar en qué estado estará tu cuenta bancaria. En fin: es
humano. Joyas… eso sí que no. Nos parecen divinas en nues-
tras manos, muñecas y cuellos, pero creemos que son chillonas
y llamativas en los hombres que nos interesan. No sirve eso: es
con menos, dulce…

Sólo somos amigos, mi amor

Según Daniella, jamás (lo juró ante la insistencia de Alberto,


que sonreía pícaro) miran la entrepierna del varón argentino.
Cola sí, entrepierna jamás. No le dan demasiada importancia a

— 42 —
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las piernas y a la tela de las camisas. Del resto, les importa todo.
La voz, su piel, el largo de sus patillas, su manera de caminar…
Alberto tomó debida nota de esta extraordinaria lección de
sabiduría femenina, aunque fracasó en sus siguientes cuatro in-
tentos, siempre monitoreados por Daniella. Vivió dos largos años
de frustraciones, pero ahora mi amigo es completamente feliz.
Convive con Daniella, que se convirtió en su pareja.
Obvio. Ésa es la última lección: la amistad entre el hombre y
la mujer funciona sólo cuando no existe ninguna atracción físi-
ca o cuando sólo uno de los dos está perdidamente enamorado.
De lo contrario, es inevitable la pasión más sorprendente y sal-
vaje. Y si no creen en esto, al menos desconfíen de esas amigas a
la que se les cuenta todo… El día menos pensado les estarán
contando esa linda historia a sus nietos.

— 43 —
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Dónde, cómo y cuándo nos observan

• En el Trabajo
Allí tienen todo el tiempo del mundo para observarnos. Lo
hacen muy lentamente, tal vez se tomen una semana o más
antes de sacar alguna conclusión. No les resulta fácil: la
mayoría de las pistas sobre la ropa están ausentes porque
en la oficina, por lo general, se usa más o menos siempre lo
mismo. Ellas buscarán a los hombres que le despierten un
“no sé qué”, que muestren algo distinto. Es una lotería.
Puede salir el primer premio o... nada.

• En la playa
Allí sí el físico lo es todo. ¿Cuán grandes son nuestros
músculos? ¿Estamos en estado o somos un desastre? De
todos modos, no hay que desesperarse. Ellas no suelen
buscar el amor de su vida en ese escenario. Más bien histe-
riquean o buscan aventuras circunstanciales. La desnudez
excita pero les retacea información: no saben si sos un
buen candidato o no, más allá de lo sexual.

• En un bar
Generalmente, las mujeres van allí para conocer hombres.
Entonces serán lo bastante abiertas y directas con sus mi-
radas. Si te miran, luego voltean la mirada y vuelven a mi-
rarte..., bingo. Has sido elegido, muchacho. Pero mucho
cuidado: algunas mujeres estarán demasiado a la defensiva.
No hay que olvidar que el porcentaje de gavilanes por cen-
tímetro cuadrado es altísimo en ese terreno.

• En el tren, colectivo o subterráneo


Las mujeres disimulan más en estos casos porque no pue-
den escaparse si llegaran a mandar un mensaje erróneo. No

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hay que entusiasmarse demasiado con las señales que uno


cree descubrir: a veces las mujeres te miran simplemente
porque... están aburridas.

• En un shopping
Las mujeres pueden estar mirando vidrieras, comiendo o
leyendo. Se fijarán en lo que estás comiendo o leyendo y
después tratarán de adivinar por qué estas ahí. Quizá no
estén solas. Es mejor acercarse con precaución. Puede fun-
cionar, por qué no, pero necesitarás un golpe de suerte.

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IV
Sexo. Mujeres. Amor.
Confesiones en el vestuario,
después de jugar a la pelota

“Las mujeres necesitamos la belleza


para que los hombres nos amen,
y la estupidez para poder amarlos.”
Coco Chanel (1883-1971)

Yo no lo sé, lo juro, pero creo —me dijeron— que las mu-


jeres sí hablan con sus amigas de la intimidad sexual que tie-
nen con sus parejas.
El hombre, pese a lo que ellas imaginan, suele ser bastante
más pudoroso. Si se trata de alguna compañía circunstancial, a
ningún varón argentino le costará describir cada detalle frente a
su enfervorizada barra de amigotes. De esta manera, increíbles
hazañas, acrobacias y hasta los papelones light serán narrados
con pasión y minuciosidad. Eso sí: en cuanto ella eleve su status
al de “mina oficial”, inmediatamente se impondrán los viejos y
rigurosos códigos de la amistad masculina: discreción absoluta,
máximo respeto al par, defensa incondicional y complicidad;
asexualidad manifiesta frente a ella más allá de alguna broma

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inocente... y un culposo, feroz y riguroso ratoneo secreto e in-


confesable. Fantasear con la novia del mejor amigo es un clási-
co, pero no será ésa —por ahora— la cuestión que se desarro-
llará en este informe.
El tema, claro está, es el sexo y los hombres. Qué piensan,
cómo lo viven y de qué manera lo discuten en la intimidad.
Los que se confesarán descarnadamente con sus glorias y
miserias son: Héctor S. (40), Santiago R. (38) y Miguel P. (42),
en lo sucesivo llamados por su “nom de guerre” futbolero:
Bebe, Lalo y el Perro. Ellos tienen un equipo y se reúnen todos
los jueves por la noche a jugar. Bebe es ingeniero, Lalo aboga-
do y el Perro, vendedor de seguros. Los tres son divorciados.
Bebe y el Perro tienen hijos, Lalo no. Bebe armó una pareja
nueva y convive con ella. Lalo busca todavía sin éxito y el
Perro jura que jamás sale más de tres veces con la misma mujer.
Ahora están sentados en los bancos largos del vestuario, qui-
tándose las vendas, abriendo bolsos, comentando el partido,
recriminándose por alguna pelota perdida. En un rato empeza-
rán a hablar de mujeres. No es lo mismo cuando se encuentran
a tomar café en un bar. Los temas allí varían: fútbol, política,
cine, ropa, cuestiones económicas, bueyes perdidos... Sólo los
distraerá el paso de algún material considerado “interesante”.
Material. Así llaman ellos a las mujeres en su jerga interna.
“¡Materiaaal...!”, alertará uno y automáticamente todos clava-
rán la mirada en el objetivo. Un silencio espeso se mantendrá
hasta la irrupción de cualquier comentario subido de tono, un
suspiro, promesas de orgías y excesos varios, algún puntaje y
las carcajadas finales que descomprimirán la tensión. Después,
se podrá insistir con el tema, o no. En el vestuario es diferente:
allí es inevitable hablar de mujeres.
Acaso sea por la desnudez, los olores fuertes, el acto de cam-
biarse de ropa, la intimidad compartida, vaya uno a saber. Pero
después del partido, entre el vapor de las duchas y el aerosol de

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los desodorantes, los hombres nos empecinamos en hablar apa-


sionadamente de las infinitas, insondables cuestiones del sexo.

El orgasmo femenino, la película

El que disparó la cosa fue Lalo, que estaba saliendo con una
psicóloga que había conocido hacía un par de semanas. “Sehp”,
dijo cuando le preguntaron si la cosa iba bien. Obviamente sus
amigos le cayeron encima. Lo ametrallaron:
—Contá, contá, no te hagás el gil con nosotros... —dijo el
Bebe e inmediatamente el Perro lo interrumpió para entrar rá-
pidamente en tema:
—¿En la cama cómo es, che? ¿Te hace bien los papeles, doctor?
—Sehp...
—Seph las pelotas. Dale...
—Qué sé yo, este... no sé... estamos bien, ¿viste? —dijo Lalo,
que parecía no querer hablar, pero sí. Se le dibujaba cierta mueca
de desilusión.
—Uy, que desastre, no digas eso Lalito —dijo el Perro—.
Qué, ¿es tipo muñeca inflable la mina? ¿Parece desmayada?
¿No se sabe mover, che?
—No, no es eso...
—¿No quiere nada? ¿No te la... este... no deja que vos le...
ehhh...? —Bebe trataba de ser delicado. Hablaba y se ayuda-
ba con gestos: los vestuarios permiten esa mímica elocuen-
te—. ¿Es muy tímida?
—¡Es frígida la mina, boludo! —concluyó el Perro, abrien-
do los brazos—; debe fingir los orgasmos...
—¿Cómo que finge? ¿Y vos que carajo sabés si finge la
mina? —Bebe se indignó primero mientras el Perro se reía. Des-
pués se puso serio y preguntó con el ceño fruncido: —¿Che, us-
tedes se dan cuenta cuándo tienen orgasmos las minas?

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—(...) Silencio. Miradas perplejas.


—Yo, ni ahí —dijo el Perro—. Por ahí veo que se retuer-
cen, o dicen algo, o gritan. Pero si hacen eso todo el tiempo
nunca sabés si tienen uno largo, dos cortos, tres por la mitad,
catorce seguidos o ninguno. A mí una novia multiorgásmica
que tuve una vez me dijo cuando nos separamos que conmi-
go... ¡fingía los orgasmos!...
—Quiiijjjadepúh, Perrito... —se solidarizó Lalo.
—Te mató la muy turra. —agregó Bebe, moviendo la cabeza.
—Sí. Era rara. Pero si los fingía, les salían bárbaro... El or-
gasmo femenino es como las brujas. No existen, pero que los
hay, los hay —se reía el Perro—. Bebe: ¡si me escucha tu mujer
me denuncia por machista!
—Calláte boludo. A veces las minas son jodidas... —Bebe
seguía preocupado.
—Ésta no, en serio —los tranquilizó Lalo—. Tá buena, ade-
más —dijo, e invirtió los siguientes diez minutos en describir su
cuerpo con minuciosidad de cirujano.

Duro, menos duro... nada duro

—Dale, contá más, che. ¿Arriba o abajo? —El Perro se acer-


có a la cara de Lalo para preguntarle. Le hacía muecas, sonreía.
—Este... de las dos maneras. Y... bueh, ehh...
—¡Por atriki tipo perrito! —El Perro festejó su propia frase
aplaudiendo.
—¡Pará, no seas animal. ¿No ves que la mina le gusta en
serio, boludo? —intercedió Bebe, algo sobreactuado, mientras
el Perro movía la cabeza y no disimulaba sus carcajadas—. ¿Qué
es lo que anda mal, Lalo?
Lalo se aflojó un poco y empezó a hablar.

— 50 —
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—Es como si faltara química, a veces. Hay momentos... Nos


desconcentramos, ella o yo... y chau. ¿Nunca les pasa?
—Uf... —dijo Bebe.
—¡Es que a vos nunca se te paró, Bebe! ¡Ja, ja, ja! Lo que
les pasa es que... —dijo el Perro mirándolo fijo a Lalo— us-
tedes no se calientan bien, hermano... ¿Qué le hacés a la mina
vos? Contá, dale...
—Bueno... yo...
—Mandá manito y besos con toda la boca sin parar, cuello y
para abajo parando en todas. Vos hacé eso y la mina se pone
como una moto, vas a ver... —dijo el Perro, didáctico.
—Y, sí, lo hago Perro, lo que pasa es que... —Lalo asen-
tía a medias.
—¡A que no se deja hacer nada! Algunas son así. Tienen miedo
las primeras veces, hay que tenerles paciencia... —dijo Bebe.
—¿Qué paciencia? ¡Hay que darles con un caño, que no ni
no! —se enfureció el Perro—. Las minas son como los techos de
chapa: si no las clavás bien se te vuelan enseguida...
—¡¡¡Faaaahhh!!! ¡Con razón estás solo vos, animal! ¿Qué
sos, Tyson? —le contestó el Bebe.
—¡Ídolo Tyson! Las minas se excitan con el rigor. Un tipo
muy amable las fascina al principio, pero después las cansa. Son
así. Cuanto menos bola le das, mejor. ¿Viste las películas de Bo-
gart, cuando las minas hablan y hablan boludeces y el tipo aga-
rra y las hace callar partiéndole la boca? ¡Eso les encanta!
¡¡Ahhh, varón!!! —se entusiasmó el Perro.
—Perro, yo soy un romántico... —confesó Lalo.
—Vos sos un terrible trolo —se rió el Perro.
—Tan mal no me va, bolú. Les hablo, las ratoneo. Eso no
falla. Bogart también lo hacía. Las mujeres mueren ante un tipo
sensible, que les muestre su femenino... —pontificó Lalo.
—¡¡Bebe, Bebe, te lo dije!! ¡Lalita se la mastica! —el Perro
se divertía provocando. —Mirá: Bogart las chamuyaba, pero

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después les cortaba el rostro con cara de póker. Y las minas le


pedían más, ¡por favor Boogie! ¿A vos la mina ésta te pide
más, más? ¿No le pegás alguna palmadita, tic, en la colita? ¿No
le decís cosas chanchas al oído?
—¿Qué sabés, ganso, vos, si no pasa todo eso? —Lalo empe-
zaba a levantar presión. Bebe lo calmó poniéndole la mano en el
hombro. Su tono sonaba fraternal, comprensivo.
—Está bien, el Perro te está jodiendo. Hay que encontrar el
punto justo, ¿sabés Lalo? Ni muy muy, ni tan tan.
—Ni muy muy, ni tan tan, ¡Clarísimo, loco! —se diver-
tía el Perro.
—¿La llevaste a cenar a un lindo lugar, Lalo? —preguntó Bebe.
—Sí, claro. Y un día la invité a mi casa. Cociné yo.
—¿No te digo que éste se hizo maraca? ¡A que la recibiste
con el delantal puesto, doña Petrona!!
—No seas boludo, Perro, que cocinarle a las minas es muy
erótico. Eso las mata —dijo Bebe.
—Sí, ¡las mata de envidia! Dejáme de joder...
—En serio. Les hablás de los ingredientes, de recetas anti-
guas, le mostrás algún libro...
—¡El Kamasutra le tenés que mostrar, boludo!
Bebe simulaba no escucharlo. El Perro seguía con sus ironías.
—Decime, Lalo, ¿qué es lo primero que te dice la mina,
después?
—Que sé yo... que le gustó mucho, que soy muy tierno...
—¡Pero viejo, si puede hablar, si respira normalmente
está todo mal, no se dan cuenta! ¡Vos en la cama sos un
Bambi, Lalo, eso pasa! —Bebe y Lalo seguían hablando
mientras los gritos del Perro se escuchaban como música de
fondo desde la ducha.

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Amor, lo que se dice amor-amor

—¿Y la mina como es, che?


—Muy femenina, delicadita. A mí me encanta, lo que pasa es
que... Qué sé yo lo que pasa...
—¿Falta pasión?
—Un poco, me parece, sí.
—Y a vos, este... A vos, ehm... —Bebe se turbaba un
poco. Temía herir a Lalo. Lo ayudó el Perro, el barra brava
del coro griego.
—¿Se te para, Lalo? El amigo, ahí abajo, ¿te funciona bien o
arruga, che?
Lalo amagó con reaccionar, pero se quedó quieto, en silencio.
—En serio, no te enojés, Lalo. A todos nos pasa alguna vez.
Que tiene de raro... —contemporizó Bebe.
—¡A ustedes les pasará, chicas! —se burló el Perro.
—Qué se yo, a veces tardo y... me da mucha vergüenza, viste.
—Bueno, viejo... ¡por ahí la mina es una momia, que querés!
No siempre es uno el que tiene la culpa. Dale un par de whiskys,
pasále una porno, bailale algo, que sé yo... Ellas no tienen pro-
blema... pero uno. ¡Si no te funciona, salís escrachado en todos
los diarios! —dijo el Perro, furioso.
—¿Vos la querés? —preguntó sorpresivamente Bebe. Lalo
levantó las cejas. “Que sé yo”, dijo primero. Después movió la
cabeza, como asintiendo y dijo que sí, me parece, o algo así.
—¡Es eso flaco! —se entusiasmó Bebe— Estás muerto de
miedo porque la mina te gusta mucho. A mí, la primera vez que
salí con mi segunda mujer, tampoco me funcionó, te lo juro...
—¿Y entonces? —dijo Lalo.
—Nada. Me serené y fue todo bien. Es mental: sacate la ob-
sesión ésa de la cabeza, hacé el favor —dijo Bebe—. Ninguna
mina necesita que seas Superman...

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—Que lo parió. ¡Juego a la pelota con impotentes y trolos!


¡Socorro! —gritó el Perro.
—Vos jodé, Perro, pero la verdad es que no sabés nada de
minas —dijo Bebe. Lalo asintió. El Perro hizo silencio. Pare-
cía ofendido. Y dijo:
—Se equivocan, par de giles. Sé mucho de minas. No las en-
tiendo, pero las conozco. A ellas les gusta hacer las mismas
cosas que a nosotros, no se engañen. No son ni putas ni ángeles,
aunque a veces parezcan putas y a veces ángeles —dijo el Perro
y sus amigos prestaron atención porque esta vez hablaba en
serio—, hay que ser piola, saber verlas. Cada vez que busqué,
nunca encontré nada. Y cuando dejé de buscar, zás, encontré
más de lo que había imaginado...
—Mirá vos, Perro... —dijo Lalo.
—Es así. La otra noche me llamó una minita para salir y yo
le dije que no podía, que me disculpara. La verdad es que que-
ría ver el partido por la tele y yo sabía que ella odiaba el fútbol.
Me lo había dicho ¿viste?
—Claro, por eso la pateaste antes —dijo Bebe.
—Más bien. Pero ¿sabés? La mina agarró y me dijo que
sabía que había un partido, que no había problema, que venía
igual a casa, me hacía algo de comer... ¡y nos quedábamos a
ver juntos el partido!
—¿En serio Perro?
—¿La mina fue, te cocinó y se bancó el partido entero al
lado tuyo?
—Te juro.
—(...) Silencio. Rostros de asombro. Bocas abiertas.
—Fahhh... Que lo parió —susurró Bebe.
—Perrito. Eso sí que es amor —dijo Lalo solemne, mastican-
do cada palabra, súbitamente en paz, como iluminado.
Entonces Bebe cerró su bolso, apagó la luz del vestuario y
abrió la puerta de salida. Alguien sonrió, otro movió la cabeza.

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La semana que viene tocaba la revancha, el partido de vuelta con


los mismos rivales para ver quién pasaba a la siguiente ronda del
campeonato. El Perro prometió partirle la tibia al autor del gol
del empate rival. Le creyeron todos. “Hasta el jueves”, se dije-
ron después de palmearse la espalda como espantando penas,
tan viriles, confiados, seguros, satisfechos como nunca.

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Las frases que los hombres nunca queremos escuchar

• “No sé que me pasa.” Las mujeres en crisis (profunda, cir-


cunstancial, superficial, momentánea) jamás admiten lo
que les pasa frente a su pareja aunque vengan de comentar
el tema con amigas, parientes, compañeros de trabajo y
hasta con el quiosquero de la esquina. Repetirán esa frase
una y otra vez hasta que el hombre adivine. En el lamenta-
ble caso de que adivinemos mal o abandonamos el intento,
escucharemos lo siguiente:

• “Vos a mí no me entendés.” Es inútil refutar a una mujer que


afirma eso. No importa lo que pensemos. Hay que resignar-
se, escucharla, tratar de comprender. Y armarse de paciencia.

• “No me escuchás.” Un clásico. Ojo, porque el tema no se


limita a poner la oreja y adiós. Sucede que ellas nunca se
refieren a lo que dicen, sino a lo que en realidad quieren
decir. No saber escuchar, entonces, será no saber traducir
en tiempo y forma lo que ya deberíamos conocer de me-
moria. Para no desilusionarlas es conveniente escucharlas
con una mezcla de comprensión y firmeza. No es fácil.

• “Nunca salimos.” No importa que ya hayan desfilado por


todos los teatros, cines y restaurantes de la ciudad. En
algún momento, la frase se deslizará en medio de una apa-
cible tarde, y mucho más si el varón de la casa se dispone a
observar un obviable partido de la liga italiana de fútbol,
una carrera de Fórmula Uno o el clásico de la fecha.

• “No te gustan mis amigas.” Aquí hay que tener mucho


cuidado. No es aconsejable predisponerlas mal con una de

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sus entrañables amigas aunque en ese momento ella la esté


criticando hasta reducirla a una montañita de sucio polvo.
Su reacción puede ser inesperada. Más peligroso es elogiar
con entusiasmo a cualquiera de ellas: en ese caso puede
producirse una catástrofe.

• “No tengo qué ponerme.” Ok, siempre será cierto, aun-


que sus placares parezcan un container a punto de explo-
tar. Si hay problemas económicos, habrá que tocar el tema
con comprensión y delicadeza. Ni por asomo comparar el
inventario de ropa del placard propio: habrá jaleo.

• “Nunca me decís te quiero.” No importa si es la frase más


repetida de la historia. Habrá que decirla una vez más, con pa-
sión, cuidado y mirándola a los ojos. Y no pretender de ellas
lo mismo: una mujer necesita escuchar, no decir. ¿Está claro?

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V
Un servicio a las lectoras:
20 cosas que los hombres
quieren de las mujeres 20

“¿No sabes que soy mujer?


Cuando pienso tengo que hablar.”
William Shakespeare (1864-1616)

1. Primera ley: no compitan al divino botón. No es necesa-


rio que, para parecer interesante o demostrar que una
mujer es algo más que una cara bonita —o un cuerpo, o una
voz, o lo que sea...—, se obliguen a competir innecesaria-
mente en aquellos temas que interesen a su interlocutor. Es
mejor —infinitamente mejor— el intercambio. Alguna vez,
una dama juró por la memoria de sus antepasados que
amaba el jazz, tanto como quien escribe estas líneas. No
parecía. Sospeché. Fue fatal cuando enumeré algunos de
mis solistas preferidos y aseguró conocer sus últimas gra-
baciones de memoria. El problema era que Larry Homes,
Marvin Hagler, Ken Norton y Ernie Shavers eran negros,
sí... pero boxeadores. No llegamos ni al postre.

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2. El hombre mira, acéptenlo. Los celos están bien, sin exage-


rar. Pero una mujer inteligente debe saber que el hombre
siempre, absolutamente siempre, en todo lugar y en cual-
quier circunstancia, observa a las demás mujeres. A todas, y
no exagero. Puede calcular en una centécima de segundo, a
simple vista y con absoluta cara de póker, proporciones, tex-
turas y volúmenes. Es inevitable, así que no se preocupen, a
menos que en lugar de un observador ascético y casi cientí-
fico estén al lado de un baboso balbuceante. Eso sí es abso-
lutamente descalificador.

3. No pongan los ojos en blanco por otro, cualquiera sea.


Lindo tipo Antonio Banderas, sí, ok. O Brad Pitt. O el actor
de moda, como quiera que se llame. De acuerdo. Pero eviten
exclamaciones, caídas de ojos, mordidas de labios y cual-
quier comentario exagerado, tanto en privado como en pú-
blico. Uno es amplio..., pero no de madera.

4. Vayan al frente que no pasa nada... Hay un mito que ase-


gura que el hombre se inhibe frente a una mujer que toma
la iniciativa. Gracias a esta falacia se ha desarrollado en
este planeta una enorme cantidad de señoras que se entre-
gan... como se entregan los soldados capturados en com-
bate. Levantan las manos, ponen las palmas en la nuca y
pasan a ser problema del captor. Wrong, baby. La entrega
es mutua. Nada de inmovilizarse como para no ser “con-
fundida” con otro tipo de chica. Pamplinas. Que he cono-
cido almohadas en mi adolescencia más cariñosas y ar-
dientes que algunas señoritas, lo juro.

5. Sean bellas y cállense... algo. Es bueno conocer al otro,


pero no tan bueno saberlo todo. Hay que dejar lugar
para la sorpresa. No se habla aquí de datos, de secretos

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abominables. Se habla de un espacio, de un terreno a


descubrir. La base del erotismo.

6. Aflojen con la abominable marca del ex. Un hombre ci-


vilizado sabe bancarse a los ex. Sobre todo si hay hijos.
Pero mujeres de mi patria: aflojando con las referencias y,
mucho peor, con las comparaciones. Aunque uno salga ga-
nando, borren ese chip.

7. Vayan a la cama cuando haya que ir y chau. La primera


vez no debe ser un problema. No hay por qué hacerlo sí o sí.
Y mucho menos dejar de hacerlo porque sea la primera vez.
Es más fácil, si funciona, adelante, sin miedo. Y si no, a huir.

8. Con paciencia y respeto, vale todo. El sexo es una sinfo-


nía variada, compleja, fascinante, infinita. Es bravo ser re-
chazado sólo por cuestiones de prejuicio. Hay que ir des-
pacito y por las piedras, con una mezcla de pasión arreba-
tadora y suavidad extrema. Pero que el tren del amor pare
en todas, literalmente.

9. Respeten el después. Suele decirse que el primero que habla


después de hacer el amor dice inevitablemente una estupi-
dez. Es cierto, suena lógico ante el contraste. En esos mo-
mentos lo mejor es el silencio, las miradas, las caricias. Otro
tópico aceptado por las mayorías se ensaña con la brutalidad
masculina post orgásmica. Pero hay algo de eso en ellas que
puede herir al macho sensible (que los hay, señoras). Pre-
guntar, por ejemplo, “¿che, a qué hora cerraba el garage de
enfrente?” inmediatamente después del último suspiro
puede ser veneno puro, sépanlo.

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10. No exijan el dormir juntos toda la noche antes de tiempo.


Ir a la cama con alguien es infinitamente más fácil que des-
pertarse al lado de ese alguien. Para eso hace falta amor, si me
permiten la rotunda afirmación. Entonces, atenti con saltar
esa etapa de apuro. Un mal despertar puede ser el principio
del fin. La luz de la mañana, en esos casos, tiene un devasta-
dor Efecto Nosferatu. Créanme.

11. No se conviertan en “mujer mochila”. Es masculino y muy


de rol asumir, digamos, el liderazgo y tomar las decisiones.
Dónde ir, qué hacer. Pero una mujer pasiva que espera órde-
nes como un cabo primero suele ser intolerable. Ojo con so-
breactuar y, para huir del arquetipo amazónico, pasen a ser
La Rubia Tarada de Luca Prodán. Quedan lindas, lucen,
pero después de la segunda salida son un castigo.

12. No la jueguen de vírgenes... ni de campeonas mundiales.


Un elogio femenino después de hacer el amor suele ser, para
todo hombre, la felicidad total. Pero no exageren. Es decir:
no nos hagan sentir, digamos, el número ganador entre las
miles de bolillas que giran en esas enormes esferas que giran
en los sorteos de Lotería, el primero del ranking argentino y
sudamericano. Queda feo.

13. No nos tiren de la lengua para después arrancárnosla. A


algunas mujeres les gusta preguntar por las ex —oficiales y
pasajeras—, por las ocasionales, las aventuras y, en general,
sobre cualquier mujer que haya compartido, al menos, un
viaje en avión sentada al lado de su pareja. Mala costumbre.
Uno se entusiasma, a veces, víctima del estúpido orgullo
masculino. Pero... como en los juicios, todo lo que digas
podrá ser usado en tu contra.

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14. Bánquense el Edipo que no estan grave. Es como decía


Pappo: “No existe nadie como mi mamá”. Inútil competir
con el puré, las pastas, los pucheros y hasta con las tostadas
con manteca de las madres. Las parejas odian todo eso y la
mayoría de las veces con razón. Es inútil enfrentarse con ese
Edipo. Es... ontológico, chicas.

15. Madre ya tengo, gracias. Toda mujer encierra una madre en


alguna parte. Y sale, aparece de pronto en los momentos más
inesperados, puf. En el caso de que uno viva solo y no sea un
pollerudo imbancable, es preferible no avanzar impiadosa-
mente sobre nuestras debilidades domésticas —que son infi-
nitas—. Aunque uno no sepa planchar, ni cocinar, ni barrer,
ni nada de nada, no nos hacen falta managers. Las manos,
eso sí, siempre son bienvenidas. Obvio.

16. Respeten al varón atento y romántico. Es falso que sean


únicamente las mujeres quienes se acuerdan de las fechas y
los aniversarios. Los hombres también lo hacen. Y es feo
que, si uno cae con un anillo, una flor y una entrada para ir
al teatro, ella pregunte: “¿Por qué, dulce? ¿Hoy que día
era?” Horrible, horrible.

17. Déjense mirar, siempre. Lo dice Abelardo Castillo en su


magistral cuento “Crear una pequeña flor es un trabajo de
siglos”: el hombre que deja de observar a su mujer cuando se
desviste es porque ya no la quiere. Tranquilas si uno las mira
fijamente cada vez que se quitan la ropa. No se sientan una
stripper de arrabal por eso. Qué va. Ustedes desvístanse sin
sobreactuar, tranquis, sin prestar atención a la profunda mi-
rada masculina. Que lo demás viene solo.

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18. Disculpen la “ceguera” del hombre. Algunos hombres so-


lemos atravesar —en nuestra imaginación, claro— la ropa fe-
menina en busca de la piel, del cuerpo. Esa desmesura pro-
voca, lamentablemente, que muchos no notemos si hay
blusa en estreno, pantalones recién comprados, claritos o
peinado nuevo. Error grave de nuestra parte, es cierto. Pero
a veces puede suceder. Niñas: si lo “otro” —me refiero a los
temas de piel— funciona, traten de disculpar esa ceguera in-
fame. Disculpas, en nombre del género.

19. Celebren la menstruación. Por alguna insólita razón, mu-


chas mujeres suelen tener pudor cuando llega el momento
de la menstruación. Niñas: a menos que su compañero sea
una bestia medieval, la situación debería ser tomada como algo
absolutamente natural. Nada de caras de circunstancia al estilo
de “oh, no: la policía clausuró el boliche”. Au contraire,
que la situación tiene sus ventajas, aunque ése, amiguitos y
amiguitas, será otro tema...

20. Manoseen y déjense manosear, sobre todo cuando no se


debe. Hay hombre fríos y elegantes, al estilo de Pierce Bros-
nam. Otros, ardientes, onda latin lover. Y los hay brutales
pero nobles tipo Gerard Depardieu. Pero a todos, tengamos
el estilo que tengamos, absolutamente a todos nos encanta
tocar a nuestras mujeres. Tocarlas, quiere decir eso: to-car-
las. Acariciarles el cuello, los brazos, la cintura y, —¡oh
Dios, lo admito, es cierto!— el trasero, aun en público —con
prudencia, claro—. No se enojen, por lo que más quieran,
chicas. Es más, celébrenlo sin pudor. Déjense, que es adre-
nalina pura. El amor es eso, también, gracias al Altísimo.

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VI
Blues del separado reciente

“¡Victoria / cantemos victoria /


yo estoy en la gloria / se fue mi mujer!”
‘Victoria’, de Enrique Santos Discépolo

“...Pero no hay nadie y ella no viene /


es un fantasma que crea mi ilusión /
y que al desvanecerse va dejando su
visión / cenizas en mi corazón.”
‘Soledad’, de Carlos Gardel-Alfredo Le Pera

Por alguna extraña razón, socialmente aceptado está que el


hombre recién separado vuelve a disfrutar de las mieles de la
soltería con pasión de adolescente. Minga. No es tan fácil. El río
de Heráclito —que son todos— nunca es el mismo. Hablamos
del tiempo muchachos, ese viejo ladrón.
Aceptémoslo: un separado no es un soltero. Un separado es
un solo. Un solo nuevo, ilusionado, inexperto, inevitablemente
herido, algo naif, con su deseo a flor de piel. Es así nomás. Un
millón de sensaciones contradictorias se le instalarán en el cuer-
po, las hormonas y el alma. Podrá mostrarse ante el mundo y
ante su mismísimo espejo como un tipo nuevo, eufórico, lleno

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de planes, liberado, serenamente feliz. Y también sentirse domi-


nado por una secreta furia, lleno de inseguridad, con el cora-
zón roto y la cuenta bancaria en rojo, dispuesto a babearse
ante cualquiera, a seducir indiscriminadamente solo para de-
mostrarle al mundo entero —a él— que todas son iguales,
como la ingrata del tango. Perras.
Los estados de ánimo fluctuarán y, de pronto, las tareas
del nuevo hogar abrumarán a nuestro héroe. Aunque habite
un módico departamento de un ambiente, todo será inmen-
sidad cuando aparezcan esos objetos nuevos, a veces inma-
nejables: lavarropas, escobas, multiprocesadoras, planchas,
bolsas de ropa sucia, hornos. La historia pasada, las culpas,
las peleas, las acusaciones mutuas serán revisadas mil veces
en el territorio de las almohadas y la alta noche. De ahora en
más habrá que enfrentar con valentía lo que hay por delante.
Un nuevo espacio, un nuevo tiempo, un nuevo rol, un uni-
verso por descubrir.
Un lío bárbaro.
Ése es nuestro tema, ahora. A prepararse, amiguitos. Que al
lado de este resbaloso, inestable y peligroso terreno... el Rubio
de Camel —¿se acuerdan?— circulaba por autopista.

La historia oficial

Es lo que se ve, lo que se muestra, la puntita del iceberg. Las


mujeres separadas bajan de peso, se cortan el pelo, se compran
ropa y suelen aparecer fantásticas a la vista del ex, incluso cir-
culando con libros en la mano que en épocas de convivencia ni
siquiera conocían. Son otras. Eso es un clásico. El hombre tam-
bién se produce, se viste mejor, baja la pancita, toma sol... Si no
hay odio, quizá haya algún intento de aproximación. Sexo
quizá, la comodidad de lo conocido. Hay excepciones, pero

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generalmente las segundas partes difícilmente funcionan. Ya lo


dijimos y es verdad: son otros.
Ellas, teatrales, brutalmente sinceras, vomitarán todo
(cuando uno escribe todo, quiere decir, t-o-d-o) frente a sus
amigas, llorarán en público y mucho menos ahorrarán deta-
lles si hay otra en cuestión. El hombre no, o muy poco —hay
excepciones en ambos sexos, por supuesto—. El hombre
traga, disimula mal, miente peor y llora en soledad. Pero sufre
como la gran siete, siempre, aunque se haga ver con una rubia
colgada del brazo. O dos.
La primera fantasía, aunque pocos lo reconozcan, será vol-
ver. Se trata de un sueño fugaz, una locura, un gesto instinti-
vo que surgirá después de las primeras semanas. En algún mo-
mento todos coquetean con la idea, a menos que la separación
haya sido una versión local de La Guerra de los Roses. Pero el
recule exitoso no es un arte fácil. “Never come back”, senten-
ció gravemente frente a sus colegas el mítico boxeador norte-
americano Jack Dempsey hace 80 años. No es verdad —nin-
guna generalización lo es—, pero en el fondo uno, animalito
de Dios que ha perdido hembra y caverna de un saque, se
siente un poco así. Imposibilitado de volver. Fuera de forma,
entumecido, con la sonrisa nerviosa de quien acaba de recibir
un cross a la mandíbula.
Y la campana salvadora que no suena.

A la caza, mis valientes

Los solteros tienen amigos. Singles. Van en grupo, forman


manadas, se encuentran y se despiden sin dramas. El separado
difícilmente regrese intacto a ese grupo nómade y libérrimo. Por
lo general, sus viejos amigos están casados o conviven en pare-
ja. Y allí aparece el primer inconveniente. Porque por culpa de

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una ley natural jamás escrita pero bastante más firme que aquella
Convertibilidad de Cavallo, las parejas no se bancan a un amigo
“suelto”. No lo toleran. Insisten en presentarle gente. Amigas.
Solteras, viudas, recién separadas, cualquier cosa. Arman cenas
inocentes, improvisadas o ensayadas con la sincronización del in-
finito travelling de El Arca Rusa. Siempre habrá alguien.
Este sistema puede resultar fantástico —al menos uno así co-
noce gente—, o desastroso. La situación no ayuda. Los candi-
datos están tensos, nerviosos, sufren de sobreactuación aguda,
tratan de ser graciosos, sudan, tiemblan imperceptiblemente; las
manos, la comisura de los labios. Aunque nadie lo demuestre,
todos sufren como parturientas.
Si el encuentro sobrevive a la cita a ciegas, a los diálogos en-
varados, a las advertencias disfrazadas de bromas de ocasión, a
la fría distancia, al terror al papelón, quizá la cosa funcione y
haya una chance. Aleluya.
Ahí te quiero ver.

No habrá ninguna igual

Si nos detenemos en el espécimen macho símil Casanova a


la porteña, caballeros incontinentes, tipos que no han perdo-
nado a ninguna, antes y durante su matrimonio, deberíamos
entrar en terrenos más divertidos quizá, pero seguramente ob-
vios. No. Nos ocuparemos aquí del argentino arquetípico,
mujeriego ontológico pero “de boquilla”, más o menos culpo-
so si concreta, fieles más por costumbre, por falta de tiempo o
por miedo que por convicción profunda. Y aun por amor, que
los hay, pese al imaginario popular.
Hablemos de ellos, entonces. Y de su primer shock: acos-
tumbrarse al nuevo diseño de mujer que tienen ante sí. No se
rían. No es un tema menor.

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Este hombre descubrirá cosas que lo inquietarán siempre, lo


aterrarán a veces y lo excitarán la mayoría de las veces. Para em-
pezar, la mujer que está sonriéndole enfrente no es su última
mujer. Ok, sí, parece estúpido, pero no. Los labios son diferen-
tes, los dientes, el color de la piel, el olor, las manos, el pelo, los
pechos, los hombros, el movimiento cuando camina a nuestro
lado. Es otro país. Mejor, peor, no importa: es otro. Y uno, en-
tonces, se convierte en Colón, Pedro de Mendoza, Garay y
Aguirre, la Ira de Dios. No es fácil. Y no hablamos aquí de
nabos o pollerudos, ni siquiera de hombres sin experiencia. Una
mujer nueva —siempre que nos interese, que nos vuele las cha-
pas— es otro continente, la tierra lunar antes de la huella de
Armstrong. Hay que atreverse.
En ese momento sucede la magia. O no. Podrán amarse
como poseídos en menos de tres horas o escudriñarse infinita-
mente, con curiosidad y desconfianza profunda. Si la magia
tarda, uf, habrá que hablar y hablar... Este... bueno, eeeeh...
Veamos de qué.

“Ah, sí... pero lo mío fue peor, mirá...”

Hay estoicos y prudentes que evitan cualquier referencia a


su ex. Pero muchos caen en la tentación. Por omisión, falta o
exceso, la molestísima presencia de los ex —en el mercado ar-
gentino debemos aceptar que la mayoría, no importa el sexo,
carga con, al menos, una separación— lo invade todo. Una
larga enumeración de sus defectos no ayuda, para nada.
Menos, el regodeo en detalles de horribles experiencias, una
exótica competencia en la que el otro siempre tiene una carta
peor que mostrar. Horror. Las coincidencias abruman. Uno
tiende a ver a su objeto de deseo como la dueña de la verdad...
pero teme parecerse en algo al denostado. A veces surge de las

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entrañas una súbita solidaridad de género: el hombre compa-


dece sinceramente al colega y huye, para no repetir la historia.
Les pasa a los hombres y les pasa a ellas también. Piensa,
amigo lector, qué cosas contaste con entusiasmo animal duran-
te aquella encantadora noche en la que esa adorable criatura se
esfumó después de los postres. Tú y tu enorme bocaza, man...
Habrá que concentrarse en el otro —la otra— y descubrir lo
nuevo, lo diferente, lo fascinante, en lugar de poner la energía en
asegurarse de que enfrente no hay ningún espejo o una reencar-
nación del odiado descarte. “Todas/todos son iguales”, es la
frase con más copyright en estos casos. Y resulta que no, que no
es cierto, no son iguales. Son diferentes, a veces completamente
diferentes a lo que conocimos.
Ése es el problema. Y la bendición.

Peligros de la inactividad

Son muchos. Destaquemos algunos, como simple ayudame-


moria, como un servicio. De onda lo digo. Ahí van:

• Ojo con el síndrome del Pendex Tardío. Fatal. Mejor per-


der con dignidad que disfrazado con pantalones anchos, za-
patillas, remeritas negras sin mangas, algún tatuaje, color de
rigurosa lámpara, gel en el pelo, una... vincha. No amigos.
No va por ahí. Si quieren enganchar material joven, compi-
tan con una digna madurez. Huyan de la impostación; no se
conviertan en una hamburguesa quemada.
• No sobreactuar. Está bien pensar en el físico, en la vida sana.
Pero conviene no abusar de gimnasios. Dejen esos músculos
para los novios de las chicas de la tele. A menos que quieran
salir... con esas chicas de la tele o sus clones. Gracias a las ci-
rugías, hay miles así, por todas partes. Sobre gustos...

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• Nada de cirugías. Ni tintura para tapar las canas, muchachos.


Caras estiradas como camas recién hechas, pelos de colores
uniformes como cascos... No, no, no. Las canas, las arruguitas,
aún la pancita son sexys. Y, sobre todo, son de uno.
• No convertir a la chequera en ametralladora. No hace
falta pagar y pagar, regalar, seducir con el dinero. Si es por
eso, cualquier tarado con billetera gorda te deja afuera. Es
con menos. No amarrocar, invitarla a lugares lindos, pero
ahí nomás. Moderación. Que lo que hay que vender es de
la ropa para adentro.
• Prohibido mostrar fotos. Con perdón, pero ni siquiera de
los hijos, si los hubiere, al menos en las primeras citas. El
horror: mostrar, como al descuido, a la ex o a la anterior
novia. Descenso directo. Esa espantosa tentación —como
decirles, “mirá, mirá, yo no fui siempre un perrito abando-
nado...!”— puede hacer huir a la princesa más entregada. Si
la foto es de la madre, es muchísimo peor. Imperdonable.
Hay casos, que, ustedes disculpen, dan escalofríos. Por
ejemplo, recuerdo a un ex jugador de San Lorenzo Leandro
Romagnoli, luciendo orgulloso el enorme y sonriente ros-
tro de su madre en el medio del pecho. Mon Dieu.. Si su
novia o mujer superó esa prueba..., eso si es amor.
• No proyectar. Es decir, no cuidarse y mucho menos defen-
derse de lo que todavía no pasó. Para ser más claro: no sos-
pechar injustificadamente, no culpar a la flamante de cosas
que hacía —y mal, para uno— la ex. Never. Son distintas.
¿Estamos claro, soldado? Dis-tin-tas. Y si son iguales..., ni
lleves brújula, hermano: que el viento guíe tu carrera.
• No asustarse si la primera vez es un desastre. Hablamos
de sexo. Nervios, esas cosas. Que se te aparezca “esa” cara
que nos quedó como wallpaper en la cabeza cuando debe-
ríamos ver el nuevo rostro amado. Puede pasar. Tranqui. La

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segunda será mejor. O la tercera. Eso sí, si la cosa no afloja...


a pedir el cambio, viejo.
• Bancarse una etapita de vida loca. Son escapes. La cosa
puede pasar por encerrarse y ponerse melancólico o por el
estado que el imaginario popular define como “putañeris-
mo”. Beber un poco, ponerse melancólico después. No es
grave... si no dura eternamente.
• Nada de buscar mamitas. Limpiar el depto, pasar por la la-
vandería, pagar las cuentas, cocinar o buscar casas de comi-
da con o sin delivery. Puede llegar a gustarte, aunque uno
piense que es una pesadilla. Si fantaseás por un instante en
alguien que te haga de mucama, mejor buscá un buen analis-
ta. Madre hay una sola, por suerte.
• Terminarla con la melancolía. Minga que se terminó el
tiempo de rosas, como decía Serrat en aquella canción. Hay
que pensar que lo mejor está por venir. Entre otras cosas...
porque está por venir.
• El Fracaso sirve. Hace crecer. Hay que insistir, con la cons-
tancia y tozudez de un vasco. Y de pronto, sin que nada te
lo haya hecho imaginar, te enamorás como un potrillo. Y
más bien que pasa. A los 20, a los 40 y a los 70 también.

Ah. Suerte. Sin eso, nada.

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VII
Un clásico:
casados versus solteros

“No, nunca he pensado en


casarme. Es que no me gusta
tener gente extraña en casa.”
Alberto Sordi (1920-2003)

De un lado, un soltero feliz. Enfrente, un casado feliz.


¿Quién gana? ¿Para quién hinchar en esta pelea? ¿Con cuál de
los dos identificarse? Hablamos de casados versus solteros sa-
tisfechos, sin conflictos graves. Porque un soltero melancólico y
abandónico frente a un casado harto, torturado por su mujer, no
es partido. Nadie quiere jugar en esos equipos, de verdad.
El mundo entero, es decir, Internet, está repleto de frases
más o menos ocurrentes ridiculizando a la institución matri-
monial. Es políticamente correcto hacerlo. Es más, se trata de
una práctica muy popular entre parejas casadas. El hombre
ironiza sobre la esclavitud, el aburrimiento, el sometimiento,
la nostalgia de las épocas libérrimas. La ira de la mujer, en
cambio, generalmente se centra en los hombres, como géne-
ro. Esto tiene su lógica: las fantasías del macho joven sobre el
matrimonio históricamente han sido nulas o no pasaron de la

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incomodidad frente a una, digamos, catástrofe natural inevi-


table. Son ellas —cada vez menos, es cierto— las que crecie-
ron con la mágica ilusión de la noche de bodas, el vestido
blanco, la torta de tres pisos y el vals. Las despedidas de solte-
ro son una patética prueba del terror colectivo al apareamien-
to legal. Allí los amigos —y especialmente los casados o los
muy de novios, cegados por el fanatismo del converso— cas-
tigan la traición con voracidad salvaje. Un rito que divide
aguas y deja bien clara las cosas: después de esa noche habrá
uno menos aquí y uno más allá, en ese territorio desconocido
donde todos cambian, se someten y comienzan a preocuparse,
así de pronto, de cosas extrañas: el progreso económico, los
proyectos a largo plazo, los deseos de su pareja. Vade retro.
“Solo hay una cosa peor que un matrimonio sin amor: un
matrimonio con amor”, escribió con su humor demoledor
Oscar Wilde. La frase es ingeniosa, pero está lejos de ser una ley
verificable. En el teatro del matrimonio, como en la vida, todo
dependerá de los actores, de su talento y del guión, la historia
que ellos sean capaces de vivir. El casamiento no mata al amor:
son los casados lo que lo hacen. Todo depende. Alguna vez, el
mismo don Oscar fue sorprendido en Nueva York por unos en-
tusiastas admiradores que le mostraron el más novedoso e im-
presionante de los inventos de fines del siglo XIX: el teléfono.
—Usted marca aquí y aquí —explicaron— y acercando su boca
a este micrófono y con el auricular en su oído ¡podrá hablar con
cualquier persona de la Costa Oeste! ¿Qué le parece señor Wilde?
—Hablar... —dijo Wilde, con infinito y elegante despre-
cio—, sí, pero... ¿hablar sobre qué?
Las bromas sobre solteros son menos masivas e infinita-
mente menos divertidas. La soltería se sostiene arquetípica-
mente sobre el Mito Isidórico —hablamos del filósofo con-
temporáneo Isidoro Cañones— y consagra la diversificación,
el reviente en versiones varias, el tocar e irse, el tener una

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novia en cada puerto; habla de la libertad absoluta, la felici-


dad en estado puro. Minga. El soltero de edad media, aunque
jamás lo reconozca, suele envidiar secretamente la estabilidad
del casado, su seguridad, la solidez. Y si encima la mujer está
buena..., lo odiará hacia la ebullición de sus tripas. Fantasea-
rá con ella pero lo negará siempre, ofendido, como mandan
los estrictos códigos masculinos.

Un poco de Política Económica

El casado le envidia al soltero su capacidad de ahorro. Ve a


su propia economía eternamente embargada por la voracidad fe-
menina e imagina al sonriente soltero poderoso, capaz de inver-
tir en turismo aventura, trajes de confección, plateas para el fút-
bol —porque el soltero puede ir a la cancha cuando le place—,
noches de diversión, mujeres, autos nuevos, hectolitros de
champagne y toneladas de profilácticos. Eso cree, aunque el sol-
tero embolse idéntico sueldo a fin de mes.
Pues nada de eso, amiguitos con libreta. La soltería no es tan
fácil. Es un problema económico, financiero y hasta político.
Vean, si no, lo que le cuesta la vida a esta pobre gente...

• Punto 1: la seducción. Es una de las inversiones más agota-


doras y caras que un caballero debe sobrellevar. La elección
del restaurante, la ropa, el cine o el teatro y demás detalles,
son carísimos. Las primeras citas multiplican este problema
geométricamente. Y la sensación de fracaso, si las cosas no
salieron bien y nuestra princesa resultó más aburrida que
chupar un clavo, puede elevar la frustración a un estado tal
que serán necesarias más sesiones de psicoanálisis. Un platal.
• Punto 2: el reviente (módico o a lo bestia). Nuestro aspiran-
te a Cóppola —Guillermo, no Francis— deberá asesorarse en

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vestuario, saber beber, dominar el slang del ambiente noctur-


no, cambiar el auto, ametrallar con billetera para tener chan-
ces frente al galanerío musculoso, dominar el instinto para no
terminar estúpidamente enamorado de un felino, digamos...
de un Ángel Azul a lo Marlene Dietrich. Una misión que te
puede fundir en un par de semanas.
• Punto 3: mantenimiento y mejoramiento de la máquina.
La salud es importante siempre, diría mi madre, pero éste no
es el caso. Sucede que los algunos solteros, cavernícolas en
caza, desconfiados de su verba —detalle que salva a los que
tienen su espíritu deportivo aniquilado— se cuidan como
auto de Fórmula Uno. Dieta estricta, gimnasio, lamparazo a
lo Mariano Closs. Tipos duros desarrollando su costado fe-
menino para la conquista. No es barato eso, muñecos.
• Punto 4: bancar la marginalidad. La soltería es graciosa
hasta la mitad de la veintena; hoy, quizá hasta los 30. Más
allá, suele incomodar al mundo entero, que no está hecho ni
para los discapacitados ni para los solos. Si nuestro héroe
entra a un buen restaurante, el maitre no reprimirá un gesto
entre el desconsuelo y la indignación después de que él res-
ponda con un sí a su pregunta inicial: “Perdón, ¿solo?” En-
tonces le dará la peor mesa, alejada, en un oscuro rincón. Los
amigos del soltero —hombres y mujeres, mucho más si están
en pareja— insistirán en evangelizar al infiel y le presentarán
candidatas con la determinación del padre Karras frente a la
poseída niña Regan. Más salidas, más invitaciones —ojo, que
en estos casos hay que invitar... ¡a cuatro!—. Te liquidan.
• Punto 5: convivir con los peores rumores. Un solo es, su-
cesivamente y depende de la hora y el día, a saber: a) un sos-
pechado, b) un rechazado, c) un intratable, d) un freak, e) un
reventado amante de gatos y alimañas nocturnas. O bien un
gay que se muestra con mujeres sólo para despistar. Andá a
desmentir a todos esos, después...

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El soltero cancherea, se muestra por ahí, sonríe para la gila-


da y sufre en silencio los rigores de la soledad, la desconfianza a
las nuevas relaciones, la angustia secreta de la primera vez, los
desengaños... La pasa bien, mal y regular, pero fundamental-
mente, vive. Se siente vivo, y eso es lo que el casado infeliz en-
vidia hasta ponerse verde como Hulk.

El Casado Superstar

Afirmarse satisfecho, pasional y con mucho espacio para


descubrir sensaciones nuevas en la relación de pareja es política-
mente incorrecto para un casado. Por alguna razón, ser casado
y feliz es medio un papelón. La mayoría prefiere, al menos,
mostrarse levemente resignada, como si confesara ingresos fren-
te a un inspector de la AFIP. Pero, vamos a ver... ¿es realmente
mortal el matrimonio? ¿Es posible que el amor sobreviva al des-
gaste de la convivencia y mucho más en estos tiempos de crisis
perpetua? Sí, claro. Nadie sabe cómo, ni por cuánto, pero suce-
de. Si hay amor, todo es posible y, como alguna vez escribió Vi-
nicius: “Mientras dure que sea para toda la vida”.
Ya que citamos, citemos a Borges (nada mejor que citar a
Borges: Borges debe ser el escritor más citado del mundo y el
menos leído por sus citadores). Dice don Jorge Luis en
“1964”: “Nadie pierde, repites vanamente, sino lo que no
tiene y no ha tenido nunca”. Entonces, si eso es cierto —y
Borges es irrefutable, lo siento—, la libertad perdida que año-
ran los casados no es otra cosa que un mito. Lo siento, seño-
res. Es así. Véanlo en su terapia.
Detengámonos ahora en esas cuestiones que los solteros se-
cretamente envidiosos no contemplan. Los casados no la tienen
nada fácil. Deben mantener viva la llama, sin quemarse ni mo-
rirse de frío. Ésta es su tarea para el hogar, nada menos. Anoten:

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• Conservar el erotismo. Tremenda cuestión, directamente


relacionada con la pérdida del misterio. Un casado que lo
sabe todo, o peor, que pretende saberlo todo de su
amada... lo que hace es condenar a muerte la pasión. El
misterio es el alimento del erotismo, a no olvidar esto, mis
valientes. Ojo: no se trata de engañar o ocultar. La cosa es
descubrir algo, siempre.
• Elegirse, cada día. Tu mujer es “la” mujer. Como afirmaba
el entrañable filosofo Baruch Spinoza: “Uno no quiere algo
porque sea bueno, cree que es bueno porque lo desea”. La
clave está ahí: el deseo.
• Entrenar la pasión. Volvamos a la frase Abelardo Castillo:
“Quién no mira desvestirse a su mujer, ya no la ama”. Enor-
me verdad. Hay que mirar, sin pudor, sin musiquitas ni ges-
tos sobreactuados. Hacerlo, y que ella se deje mirar. Si no se
les ocurrió, prueben. Después me cuentan.
• Combatir el impiadoso día a día. Debería sonar una alarma
contra incendios cuando las boletas a pagar, la humedad de
las paredes, el mal diseño del tubo del dentífrico después de
ser apretado o el uso del control remoto terminan en absur-
das batallas. Ojo con eso.
• Disfrutar de las pavadas más grandes. Hay que permitirse
jugar, cómo no. Reírse como adolescentes, tocarse en públi-
co. El día que un matrimonio realmente se piense como una
pareja “seria”, chau. Sonaron.

¿Y? ¿Qué es mejor, entonces?

Los separados —esa mixtura—, conocen de sobra los dos


roles. Algunos arrastran la vana ilusión de volver a vivir una u
otra etapa en estado puro. Imposible. Un separado podrá ca-
sarse diez veces más, pero nunca volver a sentir como aquel

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marido debutante que fue (por suerte). Mucho menos regresar


a la idealizada soltería, ese otro mar. Van y vienen como un
péndulo; dudan, prueban sin saber en realidad cuál de los dos
sueños es el mejor. Nadie lo sabe. Las certezas duran lo que un
suspiro en estos casos.
Yo me permitiré agregar dos cosas, simplemente.
Una: desear lo del otro es un clásico, inevitable como la eter-
na búsqueda del amor.
Dos: si hay amor, a nadie le debería importar nada más.
Bueno, ahora sí el comentario final. Los solteros metieron
en toda la cancha, pero los casados la tocaron mejor, tic tic. Em-
pate clavado. Y se terminó el partido.

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VIII
Una conferencia sobre
el noble arte de mirar a las mujeres

“Un hombre que no mira


a su mujer cuando se desviste
ya no la quiere. Tenélo en
cuenta para juzgar a tu marido.”
Abelardo Castillo (1935),
Crear una Pequeña Flor es Trabajo de Siglos

Sala colmada. Toses nerviosas. Murmullos. Un presentador


expone el tema de la conferencia: ‘El Noble Arte de Observar
a las Mujeres’. Aplausos. (...) Toc toc (golpes contra el micró-
fono seguido de un acople). “¿Está listo?” (Una voz se escucha
en segundo plano.) “Ejem, ejem” (demasiado cerca: el orador
busca la distancia adecuada). Cesan las conversaciones del pú-
blico. Comienzo de la grabación.
(...)
—Señoras y señores, buenas noches. Quiero comenzar mi
ponencia partiendo de una verdad indiscutible, de un axioma
que debemos aceptar como una Ley Natural: los hombres,
todos los hombres quiero decir, observan todo el tiempo a las
mujeres. Repasan cada centímetro de sus cuerpos en cualquier

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circunstancia, como un reflejo indominable. Las atisban con pa-


sión, con espíritu científico, con veneración, con curiosidad, con
admiración, con disciplina, con afán lúdico. ¡Casi como un de-
porte! (Murmullos en la sala.)
Nada importa. Ni el momento, ni el tipo de relación que
pueda unir a observador y observada y mucho menos si no se
conocen entre sí. Todos lo hacen: casados o solteros, con o sin
pareja. Los maduros a las jovencitas, los jovencitos a las madres
de sus amigas o amigos, los novios a las amigas o hermanas de
sus novias, los vecinos a las vecinas, los desconocidos a las des-
conocidas. Esta es una realidad de la especie y conviene dete-
nerse en esta evidencia de la naturaleza. ¡El hombre mira y
mira... hasta que cierra los ojos para siempre! (Aplausos, algunas
voces de protesta, comentarios varios del público.)
Calma, por favor. No se confundan. No pretende ser ésta
una disertación machista que reivindique la infidelidad, el sexo
indiscriminado o —Dios no lo permita— la cosificación de la
mujer. ¡Jamás! ¿Podría confundirse, acaso, este inocente talento
contemplativo con una apología de la poligamia? ¡De ninguna
manera! No hablamos aquí de infidelidad. El buen observador
de manera alguna se ve influenciado por su oficio para traicio-
nar o no a su amada. No es conducente, estimado público. La
mayoría de los observadores, incluso, suelen ser hombres fie-
les... ¡Pero no por eso abandonan la actividad! (Más murmullos.)
Señores, por favor... Hablamos de sujetos dignos, caballeros,
ejemplos de la más sana masculinidad. Gente que ejerce su deseo
contemplativo sin más necesidades. Para reivindicar esta noble
figura, intentaré ahora, si ustedes me lo permiten, separar drás-
ticamente al observador de damas agudo y creativo, de otros es-
pecímenes profundamente desagradables. Verdaderas desgracias
del género. Son éstas. Presten atención...

• El Observador Perseguidor. Toda señora o niña bien pa-


recida los sufre a diario. Son aquellos que, después de la

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contemplación detallada del material femenino, inician la


acometida con una persecución sin límites de espacio, tiem-
po y pudor. Más desesperados que creativos, suelen iniciar
su cortejo lanzando frases hechas u obviedades del estilo:
“Hola, ¿solita, bebé?, ¿Te llevo? ¿No querés que vayamos a
tomar un café juntos?”. Obreros de la propuesta masiva, in-
sistidores, resistentes a la humillación rápida, campeones del
optimismo, disimulan su alto porcentaje de rechazo con la
exhibición triunfal de algunos números de teléfonos —sean
ciertos o no— y, como mínimo, una cita concretada por jor-
nada de trabajo, con éxito a confirmar.
• El Incontrolado Vociferante. Se trata de una variante bas-
tante más extrema. Esta clase de sujetos desdeña por comple-
to la posibilidad del contacto personal, de la caza seductora.
Por el contrario, se concentran en la exaltación desenfrenada,
a grito pelado. Son como predicadores en trance. Se pierden.
“¡Mamá, qué lomo!”, “¡Cosssiiiita!” o “¡Loooba, pedazo de
bestia, si te agarro te parto al meeedio!”, son algunas de sus
frases más comunes. Que subirán de tono —mucho, en con-
tenido y volumen— en directa proporción con el alejarse de
la dama en cuestión. No derrochan valentía.
• El Observador Divulgador. Son aquellos que, a pesar de si-
mular —y sólo simular— compostura y dominio de sí fren-
te al objetivo, parten raudos a difundir las virtudes escruta-
das y anotician a sus amigos con voz temblorosa y ojos de-
sorbitados: “¡Ché, ché, guarda que acá a la vuelta hay una
máquina impresionante!”, o “¡Uuuuy, vengan a ver el minón
que camina por el pasilloooo...!”.
• El Observador Pasivo Pura-Mente. Tristes casos de fisgo-
nes enfermizos, voyeurs desesperados proclives al aisla-
miento, negados al placer, gente que mira a las mujeres con
expresión neutra mientras su mente trabaja con ritmo fe-
bril. No es la vulgaridad lo que descalifica este comporta-
miento, señores, sino el patetismo.

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(Se escuchan murmullos de aprobación. Hay una pausa. El


orador revisa sus papeles sobre el escritorio y toma un vaso de
agua. Continúa con su exposición.)

Lo que aquí nos ocupa, entonces, no son estos observadores


desmesurados, de conducta impropia. El motivo de esta charla
son los hombres que desarrollan una mirada profunda, certera,
imaginativa, analítica y llena de admiración por el cuerpo feme-
nino. Gentiles hombres rendidos ante la belleza de la mujer ob-
servada —porque toda mujer posee un punto de belleza pertur-
bador, a la vista u oculto—, que con una rápida mirada son ca-
paces de calcular volúmenes, ángulos, curvaturas, tersuras...
Porque ver... cualquiera ve. El tema aquí es otro: “saber” obser-
var. Lo explicaré detalladamente:

• Punto Clave 1: El golpe de vista. Sin que su expresión


pierda ese aire digno e irreprochable, nuestro héroe evalua-
rá, analizará, sacará conclusiones en centésimas de segun-
do. Ese golpe de vista, implacable, localizará la zona elegi-
da y calificará, sin errores. Escotes, piernas, pechos, trase-
ros, espalda... Su computadora mental funcionará a mil
después de procesada la información.
• Punto Clave 2: Decodificar el camuflaje. El experto, gracias
a su desapasionamiento, a su interés puramente científico,
no se dejará engañar por la firmeza de un jean ajustado, por
la difusa frontera de un pantalón ancho, por la inmensidad
de una falda generosa y de grácil caída, por el volumen de un
buzo otoñal, por lo circunspecto de los trajecitos, los anteo-
jos de aumento o el pelo recogido. El ojo sabio escaneará y
la imaginativa mente del observador completará la obra. La-
mentablemente, esta actividad creativa se verá agredida por
ciertas señoras que a veces muestran demasiado, sin dejar
lugar para la imaginación, o en fin... para la metáfora. Como

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diría el pensador de Chacabuco, Daniel Passarella, no en-


tienden el juego.
• Punto Clave 3: La mujer es para quien la observa. Todos
miran, ya fue dicho pero insistiremos en esta afirmación.
Sin distinción de edad, clase social, raza, credo o religión.
Solteros, casados, separados, adolescentes, maduros, de la
tercera edad, ricos, pobres, altos, bajos, gordos, flacos, tími-
dos o cancherísimos. Y el que no observa —por problemas
físicos o, quizá, por haber llamado por teléfono a un núme-
ro equivocado— oye, escucha. Entonces comenzará a “di-
bujar” la mujer en su cabeza. La voz, la inflexión, los tonos,
las frases, las palabras elegidas también le permitirán “ver”...
mucho más de lo que uno cree.
• Punto Clave 4: Es a todas, y en todo momento. No hay
que tener ni el mínimo prejuicio: es inútil. La naturaleza se
impone. Se hará mientras tomamos café con aire ausente en
algún bar de la ciudad mirando a través del cristal —la posi-
ción ideal del vigía— o en el mismo instante que una señora
queda de espaldas mientras cruza una puerta, entra o sale de
una ascensor, o llega a nuestro escritorio para traer un papel
—la “especialidad del lince”—. Se mira tanto a las empleadas
públicas, como a las médicas —los delantales blancos son es-
pecialmente perturbadores sobre todo en verano—. A las
operarias, las bibliotecarias, profesoras de escuela, maestras
de Jardín de Infantes, contadoras, guionistas, secretarias, ar-
quitectas, cocineras, actrices o juezas de la Nación. Si son
mujeres, se las mira. Y ya.
• Punto Clave 5: Existe una Técnica para cada Sector. Si
aceptamos que el adorable cuerpo de la mujer es el Teatro de
Operaciones, algunas zonas a descubrir por el observador
son sus objetivos fundamentales. Más allá de rostros angeli-
cales, ojos profundos o manos suaves, todo bien a la vista, el
escrutador experto descubrirá desde diferentes ángulos las

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zonas más importantes. La visión del escote será impercep-


tible pero certera, desde arriba si ella permanece sentada o si
se inclina, o desde el frente si uno la encuentra face to face.
El uso de soutien jamás impedirá al observador un cálculo
rápido de volumen, diseño, textura y firmeza. Tampoco de-
biera suceder con ciertos pantalones ajustados, exitosos for-
madores de opinión, infalibles agente de prensa. Para el ojo
experto, la visión inteligente de un tobillo, o quizá del dise-
ño de los pies expuestos en elegantes sandalias, permitirá
imaginar el resto de la patria femenina. Se puede.

Está dicho, entonces: todos los hombres observan a las


mujeres en cada detalle de su anatomía, siempre. Nadie
puede, después de todo lo expuesto en esta charla, discutir se-
riamente esta afirmación.
(Murmullos en la sala.)
Queda para ustedes, señores presentes en el recinto, recono-
cer, simplemente, a qué categoría de observadores pertenecen.
Las excepciones, escasísimas intuyo, deberán ser motivo de otro
tipo de análisis. Por cierto, existe una última pregunta, cierta-
mente inquietante... ¿Observan las mujeres de igual manera a los
caballeros? Y si es así..., ¿cuáles son sus categorías, sus técnicas?
(Sonrisas, toses nerviosas, murmullos de inquietud.)
La respuesta será motivo de otro encuentro. Mientras tanto,
caballeros, podrán ustedes discutirlo con las encantadoras damas
presentes en la sala. Que no son pocas, les aseguro: desde aquí y
mientras les hablaba, las estuve observando en detalle, a cada una
de ellas, todo el tiempo. (Risas cómplices, algunos aplausos.)
Buenas noches y muchas gracias.
(Aplausos. Fin de la grabación.)

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IX
Por qué no sabemos
vivir solos

“Todo lo que sé lo aprendí


de una jovencita; no de ella,
sino a causa de ella.”
Soren Kirkegaard (1833-1855)

Las mujeres sostienen, con esa media sonrisa encantadora


y llena de suficiencia que las hace irresistibles, que los hom-
bres no sabemos estar solos.
Ahá. Podría intentar una defensa digna de semejante acusación,
pero no lo haré. Es más, coincido. Efectivamente, los hombres no
sabemos estar solos. No nos sale, o lo hacemos mal. Nos ponemos
torpes, absurdamente melancólicos o hiperactivos, seductores por
compulsión o por aburrimiento. Damos vueltas, volvemos a las
viejas mesas de bar que ya no nos hacen sentir como antes, invita-
mos a cualquiera a cualquier lado, hacemos dieta y largamos a los
cinco días, gastamos fortunas en ropa, lavanderías, restaurantes,
rotiserías... y psicoanalista. Un caos. Pocos son los que enarbolan
la bandera de un Soledad Digna (de ellos hablaremos después). La
mayoría prefiere el reemplazo rápido y eficiente. Del amor, de la
compañía ocasional, del amor imposible, de lo que sea.

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El juego de los opuestos entre el hombre y la mujer resulta


paradójico, siempre sorprendente. Los caminos se entrecruzan,
se alejan, coinciden, se cortan inesperadamente. Mientras el pa-
radigma femenino ubica claramente en la cima de su deseo al
matrimonio, el fin de la soltería, los hombres históricamente
viven esa circunstancia de compromiso como su Waterloo. Así
de obvia es la despiadada ceremonia de la Despedida de Soltero.
El protagonista, expulsado de la felicidad, claudica, se resigna al
escarnio, siente que ha perdido la libertad, que ha caído en la
trampa. La figura es clara: la mujer ha cazado exitosamente y el
hombre se entrega, harto de huir.
Sin embargo, a la hora de la separación —que en un país
como la Argentina suena, digamos, tan previsible como un cam-
bio de estación— suelen ser ellas, sorprendentemente, las que se
sienten íntimamente liberadas y nosotros los que sentimos que
nos quedamos en medio de la nada, a merced del lavarropas y el
microondas. Cierto es que existen miles de casos que pueden
contradecir esta temeraria afirmación. Sobran los ejemplos de
mujeres cruelmente abandonadas por tipos sin corazón y hom-
bres eufóricos, satisfechos de haberse sacado de encima a una
bruja intolerable. Pero más allá de casos puntuales y generaliza-
ciones siempre injustas, vayamos al punto que nos incumbe a
nosotros, los hombres. En el fondo, amiguitos... Ok, reconoz-
cámoslo de una vez: el andar por la vida sin una mujer nos an-
gustia secretamente. Nos aniquila.
Las mujeres no son un mal necesario: son necesarias, así, a
secas. Si nos gustan mucho como nos gustan —en estas páginas
no discriminamos ningún gusto sexual pero descontamos que
compartimos con nuestros lectores esa pasión infinita por el
elemento femenino— es porque son absolutamente imprescin-
dibles. Son difíciles, contradictorias, a veces indescifrables y
pueden volvernos locos de una y otra manera. Pero las quere-
mos siempre, ahí, al lado. Es así.

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Como bien sentenciaba Dolínades, aquel filósofo griego


apócrifo que vivía en la cima de una columna griega y hablaba
con Clemente, el personaje de historieta: “Todo lo que hace un
hombre en la vida es pa’ levantarse minas”.
Gran verdad.

¡Más bien que no es bueno que el hombre esté solo!

Nuestro héroe puede haber tenido varias, muchas parejas.


Y, por consecuencia lógica, haber pasado por varias, muchas
separaciones. Semejante actividad podría darle chapa para ha-
blar, pontificar, bajar línea. Pues no. Never. Cada experiencia
—en el momento de la seducción y en el momento del quie-
bre— es intransferible, cada uno la disfruta o la sufre de ma-
nera diferente. Parece obvio pero no lo es. El haber parado en
todas, como un subterráneo, no tiene por qué contradecir la
fantasía del amor único, de la mujer para toda la vida. Al con-
trario: por algo se busca y se sigue buscando con la obstina-
ción de un vendedor de Biblias a la mujer de la vida. Esa uto-
pía, esa ilusión profundamente masculina, no sólo existe sino
que —no temo exagerar— funciona como el motor inicial
aristotélico del potencial amador.
Pero llega el día en que el cristiano macho se encuentra
solo, libre, lleno de entusiasmo y sudor frío, colgado de un
pincel, en esa cama ancha de la que hablaba Serrat. ¿Y que
hace, además de buscar mujeres hasta debajo de la alfombra?
¿Cómo se siente, de verdad?
Bueno, eso depende de qué clase de ejemplar seamos. Hay
arquetipos muy marcados que nos diferencian a la hora de
enfrentar las horas difíciles de la soledad. Algunos —más allá
de una innegociable solidaridad de género— son ciertamente
indignos, imposibles de defender. Aunque todos, la verdad,

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alguna vez, hemos actuado de manera similar. No lo reco-


nozcan ni bajo tortura, pero relean y sean sinceros: identifí-
quense, véase reflejados en el espejo en algún momento de
sus vidas. Qué no, ni no:

• Clase 1: Pollerudo sin brújula en busca de su norte. Bue-


nos tipos pero muy dependientes, la clase de hombre que
poco puede hacer si una mujer no los sostiene. Seguros y
hasta feroces de puertas afuera, virtuosos del discurso ma-
chista en las reuniones de bares con amigos, viven secreta-
mente controlados, conducidos y apuntalados por la dueña
de sus días, su economía y su voluntad. A la hora de la se-
paración, estos colegas buscarán desesperadamente una
candidata que ocupe el rol de coach que les quedó vacante.
Esta gente pone el ojo y abre la puerta de su casa. Si fun-
ciona, respiran, y proyectan su futuro tranquilos. Viven
quejándose, pero duermen en paz.
• Clase 2: Latin-Lover que se debe a su público. Tiernos
que la juegan de Casanovas incontinentes sólo para —di-
rían ellas y algunos expertos— reafirmar su debilitada
masculinidad. Maestros en el arte de la seducción, tienen
un guión preparado para cada tipo de mujer. Suelen teo-
rizar sobre la imposibilidad de mantener la fidelidad,
adoran experimentar con relaciones paralelas, grupales:
disfrutan bailando en la cornisa. Aunque el día menos
pensado son capaces de dar la sorpresa y dejar a todos
con la boca abierta anunciando un matrimonio muy for-
mal con la persona menos imaginada. Es decir: corren el
peligro de empezar como Erroll Flynn —una máquina
histórica de seducir— y terminar como el viejo profesor
engañado por la bataclana en El Ángel Azul —Marlene
Dietrich, nada menos—. Ojo, muchachos, que por las no-
ches todos los gatos son pardos.

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• Clase 3: Edipo Rey que busca mucama. No hablamos, jus-


tamente, de colegas románticos. Esta gente suele entrar en
pánico y se angustia —quién no— cuando se enfrenta a una
pila de ropa usada, la cama sin hacer, los incomprensibles
electrodomésticos o —peor— cuando intentan dejar la casa
impecable y les queda todo mal, hecho una porquería. Son
un clásico: sus madres suelen entrar por la puerta y tomar
posesión del teatro de operaciones no bien la ex abandona la
batalla. Y si no es la madre, será una SuperMucama la que le
ordene todo. Hasta que aparezca la candidata. Una mujer
que se ocupe de todo, literalmente, incluyendo cocina, living
y dormitorio. No es el erotismo el fuerte de estas “asocia-
ciones”, aunque... quién sabe.
• Clase 4: Abandónico que llora por los rincones. Cada uno
busca la mejor táctica para atraer al material femenino, pero
ésta —si me permiten una opinión tan terminante— no es la
más conveniente. El abandónico insistirá en la sobreactua-
ción y detallará sus penas de amor de manera incontinente
frente a su objetivo procurando despertar su instinto mater-
nal —si lo hubiera o hubiese—. No digo que no funcione, al
contrario. El peligro, justamente, es ése: que puede funcio-
nar. Y que es contagioso: esa adorable fémina que nada como
pez en el mar de lágrimas ajenas... podrá convertir tu vida en
un infinito tango. A bancársela después, viejo...
• Clase 5: el Hombre Ametralladora. Tira, tira y tira, sin
parar, sin pensar, muchas veces sin siquiera apuntar. Se
lanza de cabeza en cualquier circunstancia, con las que le
gustan, con las que no y con las que más o menos. Indis-
criminado como el Latin Lover, pero más sensible, este es-
pécimen busca el calor en tierras extrañas y muchas veces
infértiles. Son los que la sabiduría de café, menos cruel que
certera, llama “radiadores” (porque se les pegan todos los
bichos). No es justo burlarse de estos machos desolados

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que mendigan calor y afecto con tanto ahínco, aquí allá y


en todas partes. Ahí donde los ves, por ahí un día la pegan
y zás, se ganan un minón que te deja helado.

El Solo Digno se la banca, aunque sufra como loco

Los cultores de la Soledad Digna llegan a este estado de gra-


cia después de atravesar caminos repletos de espinas, tsunamis,
tormentas perfectas, convivencias de terror, salidas vergonzan-
tes, resacas históricas. La virtud, en este caso, no es producto del
talento innato sino de la prueba y error. Miles de errores.
Si bien es verdad que el exhibirse por ahí con cara de
póker con diferentes mujeres suele excitar el tradicional es-
píritu competitivo femenino —un hombre “común” se con-
vierte en “interesante” para ellas en cuanto lo ven del brazo
con alguna colega elegante y/o inteligente y/o bonita y/o
joven—, el elemento misterio no es para nada desdeñable a
la hora de seducir. Mostrarse solo, masculino, sereno y
dueño de su propio espacio puede levantar geométricamen-
te un opaco puntaje standard. El misterio —no el autismo,
muchachos, ojo— dignifica.
El Solo Digno, harto de erosionar cuerpo y alma, se resig-
na a vivir y dormir sin dama amada. Y se da tiempo. Tranqui.
Las observa —ya hemos desarrollado en otros textos ese infi-
nito talento masculino—, se acerca sin ansiedades —una exa-
gerada excitación psicomotriz a la hora de la aproximación es
refractaria para el universo femenino— y respeta los espacios
—propios y ajenos— con delicadeza.
El Solo Digno sufre la soledad como cualquiera, se desespe-
ra porque ninguna le viene bien, maldice por los rincones, revi-
sa cada mancha del cielorraso de madrugada, sí... pero se la
banca como un caballero.

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Y hace cosas como éstas:

• Escucha. Es decir, las escucha, que no es fácil. Se interesa


por lo que cuentan. No las abruma con sus propias historias,
sus logros, el modelo de su auto o el grosor de su billetera.
Oh no, por Dios. El Solo Digno les da lugar, opina sin pon-
tificar, sonríe, las hace sentir contenidas, importantes, felices.
• Ni acecha ni persigue. Las mujeres están hartas de moscar-
dones que les hagan de stopper. El Solo Digno está pendien-
te de su objetivo, pero les hace sentir que, además de ella, él
tiene otros intereses. Que nada es seguro. Que la seducción,
el interés, deberá ser mutuo, compartido. Eso.
• Es caballero. Algunas mujeres, sobreadaptadas al discurso
feminista, se indignan cuando los hombres pagan la cuenta
del restaurante, se molestan si les acomodan el abrigo, juran
que no es necesario que las acompañen hasta la puerta de su
casa vivan donde vivan. Falso. Aunque a algunos pueda pa-
recerle algo demodée, una docena de rosas entregadas por
sorpresa suele volarles la cabeza. Nada de igualdad de sexos
en este caso. No exageremos.
• Cocina. Para él y, sobre todo, para ella. Pocas cosas más eró-
ticas que el cocinar para una mujer. Buena excusa para que la
primera, o la segunda cita ya sea en territorio local.
• No les habla de... macrobiótica. Con todo respeto por la
macrobiótica. Ellas prefieren que los hombres se interesen
por otras cosas, más... de género. Quizá exagere y sea injus-
to con el ejemplo, pero traten de no mariconear tocando
temas que ellas dominan sólo para quedar bien. Háganme
caso. Una vez escuché a una indignada señora que contaba,
después de una primera cita: “Uf, todo mal con el tipo. Me
habló todo el tiempo de macrobiótica, cosas así. No entien-
de nada: ¡soy yo la que habla de macrobiótica!”. Atenti con
eso, mis corazones sensibles...

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Última aclaración: que el hombre no sabe estar solo es una


verdad indiscutible, más allá de que organicemos maratones se-
xuales sólo para desmentirlo. Pero también es cierto que, en el
fondo, el hombre jamás —y cuando escribo jamás digo nunca,
never in the life— está del todo solo.
Una mujer siempre habitará en su cabeza o su corazón. No
es un pensamiento ingenuo o romántico: es pura verdad, cole-
gas. Podrá ser un amor imposible, una vieja pasión, una nueva,
una construcción ontológica compuesta de saldos y retazos de
parejas pasadas, una fantasía de volcánica pasión, un sueño eró-
tico o platónico. Siempre estará allí la mujer, ocupando mente,
cuerpo y alma, haciéndonos creer que la vida sin ellas no es
mucho más que el fugaz fervor de la búsqueda.

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X
En qué nos convierten

“Cuando Gregorio Samsa se despertó


una mañana después de un sueño intranquilo,
se encontró sobre su cama
convertido en un monstruoso insecto.”
Franz Kafka (1883-1924) “La Metamorfosis”

No deberíamos escandalizarnos por la cita del célebre


texto de Kafka. La cosa puede ser aún más complicada que
mutar en un bicho espantoso. Por ejemplo, nosotros, entu-
siastas Samsas al servicio del romance y la seducción de la
dama elegida, podríamos despertar, digamos, convertidos en
un Príncipe Azul de cuento de hadas, esos tipos infalibles,
sonrientes y heroicos que no se equivocan nunca y que lo dan
todo... siempre y cuando actúen en el momento preciso y en
la circunstancia adecuada. Es decir, cuando ella, la muchachi-
ta de la historia, lo considere oportuno.
Atenti, colegas, que un príncipe en plena acción cuando ella
no lo espera puede convertirse en un intrusivo, un desubicado,
un narcisista. En suma: en otro bicho.
Situémonos: aquel hombre intranquilamente dormido —no
hay ironía en esto aunque bien podría haberla— es, digamos,

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cualquiera de nosotros. Y esa metamorfosis que el torturado


Franz imagina de la noche a la mañana puede sucedernos, sí,
pero durante lapsos diferentes. En diez años, digamos. Diez
meses. O diez minutos, quién sabe. No subestimemos el in-
menso poder de la mujer deseada. Ellas pueden convertirnos,
señores míos, sépanlo, en individuos maravillosos, sujetos infa-
mes, caballeros cuestionables de reacciones insólitas, tal vez ri-
dículas... No importa cómo éramos cuando la soledad nos daba
la mano. Eso —y tantas cosas más— pueden hacer con noso-
tros, y no exagero, lo juro. El que exagera es Kafka.

“No nos moverán” (dicen ellas)

Difícilmente un hombre pueda cambiar esencial, profun-


damente a una mujer.
Ellas, siempre más fuertes de lo que uno imagina, sólo acep-
tarán moverse algunos centímetros en su estructura interna, y
muchas veces como una concesión, digamos..., política, hacia
nosotros. En el fondo, no negocian, nunca.
Son así, como saben y pueden. Contradictorias, duales, sor-
prendentes. Y nosotros las deseamos, a lo bestia. Somos desean-
tes permanentes y eso nos llevará a verlas con el cristal de nues-
tra necesidad. Como volcanes sexuales, protectoras, sabias con-
sejeras, hembras nutrientes, madres de nuestros hijos —los ten-
gamos o no— o maravillosas compañeras de ruta. Nos enamo-
raremos de todas ellas, claro, mientras Ella seguirá ontológica-
mente siendo una sola. La misma, inalterable, pese a su aparen-
te contradicción. Dura, sólida como la roca que empuja eterna-
mente hacia la cima el Sísifo de Camus.
Puede suceder que, alguna vez y por alguna razón, sintamos
—oh, no— que nuestra amada no alcanza a cubrir toda esa de-
manda desmesurada nuestra. Y un día se produce la crisis.

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Cuando el varón débil —todos lo somos, muchachos, acepté-


moslo— percibe que su mujer —única en su unicidad— ya no
satisface esa fantasía, huye, medio aterrado. Se raja, sale de cace-
ría o a mascullar, por ahí.
Inocentes o no, van más seguido a la casa de sus madres a
comer y a sentirse abrigaditos, tienen largas y esclarecedoras
charlas con compañeras de trabajo y, obvio, suelen caer en la
tentación de buscar alguna chica hot para salvar sus orgullo
masculino. Estos tsunamis, esa búsqueda típica del sediento en
falta, difícilmente ponen en peligro la pareja, si existe amor. El
hombre herido picoteará, con más o menos culpa, y volverá a lo
seguro, a su amada, al rompecabezas inicial.

La mujer quiere todo... en uno

El tema con las mujeres es diferente. Como bien afirmaba la


entrañable colega Marta Merkin, cuando las mujeres sostienen que
“todos los hombre son iguales”, es porque realmente lo sienten, de
verdad lo sienten. ¿Cómo es eso? Pues bien, resulta que a la hora
de armar ese “hombre ideal”, la mayoría de ellas no son capaces de
establecer diferencias claras. De todos pretenden lo mismo.
“Nuestra cabeza —escribe— no está diseñada para preparar
un mapa de emociones en el que quepa lo que queremos de cada
hombre por separado, ya que a todos les pedimos lo mismo: que
nos escuchen, que nos entiendan, que hablen cuando queremos
escuchar y que se callen cuando no deseamos oírlos.”
Wow. ¿Les quedó claro queridos amiguitos? Ellas quiere
todo en un mismo pack. Lo quieren todo. Repito: lo quieren
t-o-d-o. No es algo que ignoremos o hayamos intuido siem-
pre, pero... oírlo con tanta claridad no deja de provocarnos un
frío cosquilleo en el estómago, una sensación de pánico onto-
lógico, ¿verdad?

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Uno no es de fierro.
Entonces, si algo falla, si algo falta, si algo se desvía, ellas
hacen magia. La maravillosa, incomparable, irresistible y encan-
tadora magia femenina. Y nos van cambiando.
Nos convierten. Nos “gregorio-samsean”, si me permiten el
neologismo kafkiano. De a poquito vamos cambiando. Nos
moldean. Nos formatean, nos lookean, nos hacen otros. Segura-
mente mejores —ok, puede fallar, nadie es perfecto—, quizá
desconcertantes. Nunca iguales.
Lo voy a repetir: acá el único que exagera es Franz, el genial
y torturado checo que habría visto la vida con otros ojos si su
amadísima Milena le hubiese dado un poquito más de pelota.

Milagros no, por ahora

¿Puede una dulce mujer convertir en un caballero románti-


co a una bolsa de grasa que pasa sus fines de semana frente a la
pantalla del televisor, bebiendo cerveza, comiendo medialunas
de manteca y tortas fritas? No, no pidamos milagros. Quizá la
dama tampoco sea tan dulce ni se preocupe mucho por estos de-
talles y ande chancleteando por la vida, con alegría, mientras ve
la novela de la tarde y escucha viejos casetes de Sandro. La na-
turaleza es sabia y, seguramente, esta gente —cuya estética no
tiene nada de cuestionable— es feliz y le importará un bledo el
contenido de este análisis. Lo bien que hacen.
No se trata de un Pigmalion al revés. Se trata de una pa-
ciente escultura. Las mujeres nos envuelven con sus adorables
manos y nos van moldeando, como a una obra de arte. Des-
pués, un espejo nos dirá si estamos más cerca del David de
Miguel Ángel o del retrato de Dorian Gray, del doctor Jekill
o del viscoso Mister Hyde, del seductor Vadinho o del abu-
rrido segundo marido de Doña Flor. No se trata de ser tipos

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sin personalidad, tan influenciables o pollerudos. Sucede que


ellas son encantadoras.
Encantan.
Así nos dejan, después.
Pero basta de citar, basta de teoría. Vayamos al grano.

El libro de las cultivadoras de Samsas

Tocando dos extremos bien nuestros, Perón ha sido uno con


Evita al lado y otro sin ella.
Jorge Luis Borges, a falta de una mujer perdurable en su
vida, fue quién fue, siempre junto a Leonor Acevedo, su madre.
No sé qué grado de influencia podrán ejercer sobre noso-
tros, nobles cristianos machos, esas primas apetecibles, las veci-
nas curiosas o nuestras hermanas, mayores o menores.
Pero no es la idea hacer esto demasiado retorcido.
Veamos:

a) Ambiciosas a full
• Lady Macbeth, la que te lleva bien, pero bien arriba. Estas
chicas son como una moto y tienen una idea entre ceja y ceja:
solas no pueden. Si el mundo es de los hombres —piensan—,
mejor es elegir a un tipo capaz y con talento, pero maleable.
Y los convierten, no digo en un nuevo Stalin, pero sí en un
ejecutivo apto para la lucha sin cuartel en el competitivo
mundo del nuevo siglo. El muchacho se convertirá más tem-
prano que tarde en un maestro del escalamiento. Y llegará
alto, que no les quepa duda.
• Las “Death Flies”, lo mismo, pero con gracia. Parecen ino-
fensivas. Las vemos sonreír tímidamente, cruzarse las manos
sobre la falda, prestar atención al discurso del otro con un
respeto reverencial. Uno no daría un centavo por el carácter

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competitivo de esa adorable criatura, tan dulce y femenina.


El tema no pasa por ellas, pasa por sus pupilos. Esos angeli-
tos con sexo son los mejores entrenadores del mundo. Con
dulzura, los guiarán sin piedad, sin reparar en zapatear sobre
cabezas ajenas. Así, sonriendo siempre como conductora de
programa infantil, estas mosquitas muertas convertirán a un
inofensivo empleado del mes en un yuppie arranca cabezas
en menos de lo que canta un gallo. Y tan contentas...

b) Formadoras artesanales
• Las lookeadoras. Si uno es, digamos, un obvio, un clásico,
un aburrido para vestirse y combina colores como Stevie
Wonder, si nuestro corte de pelo se parece peligrosamente a
los Ricardo Bauleo en las películas de los Superagentes, si
usamos sacos con solapas anchas, si la pifiamos con los za-
patos o usamos carteritas de mano u otras infames antigüe-
dades..., ellas besarán al sapo —nosotros— y abracadabra.
Quedaremos espléndidos. Nos comprarán ropa canchera y
seremos hermosos, de una. Algo incómodos, al principio,
pero presentables. Dignos.
• Las intelectuales “abre cabezas”. Siempre traerán algo
nuevo para hacernos más “open minded”. Si estudian, por
ejemplo, Ciencias Políticas, en poco tiempo debatiremos las
tesis de Max Weber, Carl Schmidt o Giorgio Agamben con
pasión arrebatadora. Igualmente, si a ella le interesa la astro-
logía, las constelaciones de Bert Hellinger, el esoterismo o la
carpintería. Todo suma amiguitos, si hay amor.
• Las deportivas “amantes del músculo”. Adoran la vida al
aire libre. Correr, cabalgar, hacer turismo de aventura, ca-
notaje, desandar el Camino del Inca, dar diez mil vueltas al
lago de Palermo o vivir en el gimnasio. Si nuestro espíritu
deportivo es, digamos, contemplativo, no importa. Nos
iniciarán, poco a poco. En meses, nos animaremos a usar

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calzas, zapatillas con diseños estrafalarios y cronómetro


para controlar pulso y timming en el trote. Dejaremos de
ser horribles bolsas informes sólo gracias a ellas, cositas.

c) Con proyectos (varios)


• Las Súper Independientes. Advierten, de movida, que tu
casa es tu casa, la mía es la mía. Mi dinero-tu dinero.
Nunca mezclan. Juntos pero no revueltos. Estas niñas con
fuerte personalidad inhiben al no iniciado. No se dejan
sacar ni colocar los abrigos en los restaurantes, odian que
les abran las puertas, pagan todo a medias. De todos
modos, no hay que confiarse. Algún día la Súper Indepen-
diente puede sorprenderte con esta frase:
—Estoy mal, siento que no te importo, que no me cuidás,
que no te interesa lo mío....
Y toda esa armadura re-Bogart se nos caerá con estrépito.
¡No la toques de nuevo, Sam!
• Las conservadoras “paso a paso”. Nada de riesgos. Ganar
lo necesario para armar el nidito, cuidar a los hijos y ya. Si
fuesen equipos de fútbol, jugarían con todos atrás, colgadas
del travesaño. Primero el techo, un buen trabajo y recién
después, si se puede, arriesgar para crecer. Si uno es un mu-
chacho acostumbrado a ir al frente..., se complicará. Habrá
que festejar hasta los empates de local.
• Veletas con “Panic Attack”. Quieren y no quieren. O vice-
versa. Es decir: quieren amor pero se asustan, entran en pá-
nico. Quieren una convivencia pero la postergan: jamás
están seguras. Inteligentes, cuestionadoras, fascinantes pese
al raye. Las persigue la pérdida. Con ellas, uno jamás estará
aburrido. Aparecen. Desaparecen. Nos volverán locos, es
verdad, pero sarna con gusto no pica. Lo confieso con
pudor: son mis preferidas. Vencer semejante oposición nos
convierte en héroes de película. Cosas de narcisista.

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Final con ruego y bandera blanca

Imagino, a esta altura del texto, a lectores indignados, enar-


bolando un argumento nada despreciable: que ellos tienen su
propia personalidad “y a mí ninguna mina me va a cambiar”.
Respetable. Y muy cierto además. Como dicen en el boxeo
“cuando uno no quiere, dos no pelean”.
No es cuestión de orgullo, de machismo, de cansancio
moral, de desgaste matrimonial. Ni de mariconeo o sumisión.
Hablo de otra cosa, que nada tiene que ver con la competen-
cia, con ser más o menos qué. Hablo de lo bueno, lo malo y
lo discutible de la compleja dialéctica del amor, de los efectos
de la desmesura y la pasión.
Hablo del constante movimiento, de la transformación.
Esta nota es un juego. Como el amor, muchachos. Sólo eso.
Todos nos transformamos, por suerte. Para bien o para mal,
eso nunca se sabe.
Ellas son adorables y nos cambian, es cierto: nos hacen crecer.
Lo juro y lo re-juro y tanto que, antes de firmar, cerraré este
texto con un ruego al tono: “Mujeres de mi Patria, hagan de mí
lo que quieran”.

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XI
“Yo me enamoro,
¿no seré un infeliz?”

“Esta sociedad nos da


facilidades para hacer el amor.
No para enamorarnos.”
Antonio Gala (Córdoba, España 1937)

Alguna vez una hermosa mujer, desmintiéndose a sí


misma, sonrió con suficiencia y me dijo, ya lejana, revolvien-
do la taza de su tercer café:
—Yo te quiero. Mucho te quiero. Pero no estoy enamorada.
¿Enamorada? Eso no existe, son cosas de chicos, fantasías de
adolescentes. ¡Yo no escucho violines cuando estoy con vos!
Supongamos que la frase sea rigurosamente cierta —no
viene al caso entrar en detalles, es así—. Muy bien, sucede que
su interlocutor, yo, que dejaba enfriar mi tercer café, sí escucha-
ba violines. Repito: yo sí los escuché. Lo juro. Yehudi Menuhin
haciendo Mozart y mucho más: susurros de brisas, rugido de
fieras, María Callas tarareando en la ducha, la música más mara-
villosa de la que habló Perón, corales de Händel, la voz temblo-
rosa de Borges, sus silencios, la zurda de Maradona (que habló
siempre, como Zaratustra) y hasta la flauta de Hamelin.

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Escuché de todo, porque yo sí estaba enamorado.


Ya no me avergüenza decirlo y bastante caro me costó: dé-
cada y media larga de psicoanálisis nada menos, señores. No sé
cómo pasa, un día me doy cuenta, es como un ataque, un virus,
un arrebato imparable. “Es ella”, siento y es, nomás, para mí.
Y lo podrá ser durante mucho tiempo, aun separados. Años.
“Quizá sea un soñador, pero no soy el único”, cantaba Len-
non y es cierto. Todos mentimos a lo guaso, ponemos cara de
Bogart —el duro del póster, no el que llora por Ingrid, derrum-
bado, borracho, consolado por Sam el pianista negro de Casa-
blanca— y nos morimos por una mujer. Por una, aunque mire-
mos a todas con minuciosidad. No hablo de ninguna teoría
nueva, de los Hombres Sensibles o como los quieran llamar. Lo
que pretendo hacer desde este modesto espacio es una reivindi-
cación del macho argentino enamorado a lo bestia, aunque disi-
mule. Un fenómeno que sucede aunque tenga escasa prensa,
mujeres de mi Patria que lean estas líneas. No importa la edad
en absoluto, sucede. Existe. Mucho más que la injusticia.

Pero entonces, ¿quién es el asesino?

No es políticamente correcto andar diciendo por ahí que


uno se enamora. Es mejor sonreír irónicamente, hacer inventa-
rio de citas, sumar nombres a la agenda. Ser seductor está muy
bien. Es saludable. ¿Qué otra cosa podría uno hacer frente a la
abrumadora belleza de una mujer? El problema es la indiscrimi-
nación. El amor, el enamoramiento, no se consigue en negocios
mayoristas ni por internet. Es un artículo artesanal, mágico,
único. Se lo encuentra sólo cuando ya no se lo busca. No hay
fórmula. Aparece. Y bancátelas.
Una pareja amiga, psiquiatra él, escultora ella, sostiene con
solidez intelectual que el enamoramiento es un pasaje fugaz de

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la vida, una ilusión vana, una ingenuidad destinada a la extinción


lenta e inexorable. Que hay que aprovechar el momento y ya;
olvidarse de la sandez de vencer a la rutina y a la convivencia,
que todo lo destruyen. Como feroz defensor del romanticismo,
he disfrutado noches enteras discutiendo sobre el tema. Pues
hay un pequeño detalle, una paradoja que hubiese hecho sonre-
ír a Borges y a unos cuantos más: la pareja, mis amigos, se co-
nocieron cuando ella tenía 14 y él 19. Ya llevan más de 30 años
de casados, tres hijos y superaron dos crisis con breves separa-
ciones. Y allí están todavía, juntos. Defendiendo la fugacidad
extrema del enamoramiento frente a un tipo solo, sin hijos y va-
rias veces separado. ¿Será éste el famoso fanatismo de los con-
versos? ¿Quién tendrá la verdad, amiguitos?

Narcisismo versus amor, linda pelea

No confundamos: no nos ocuparemos aquí de los enamora-


dizos. Esa especie masculina que se babea en automático por
cualquier buen diseño de mujer e inmediatamente después,
como los scanner de fotografía, completan el cuadro de lo que
falta con... su imaginación. Que no. Un enamoradizo es un
hambriento, un insaciado, un adicto. En suma: un inseguro.
Acá hablamos de los tipos que creen en el amor. Que se
e-na-mo-ran. Y se la rebancan, muchachos. Porque no será fácil
andar por la vida afirmando semejante cosa. ¿Nos verán como
ingenuos irrecuperables? ¿Mereceremos cepo? ¿Harán cola para
burlarse de nosotros en los cafés del barrio? ¿Nos convertire-
mos —Dios no lo permita— en la tesis de algún teórico posmo-
derno? ¿Seremos una tribu algo... snob?
Aclaremos otra cuestión. No se habla aquí del santo varón
célibe, a la caza del Santo Grial. Hablo de hombres con expe-
riencia. Prueba y error. Que intentan y vuelven a intentar. Que

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pueden salir con una o con cuarenta. Pero un día... ¡zás!, se te


cuela un cross a la mandíbula y quedás groggy frente a ella.
Vamos campeón ¿o vas a pedir la toalla?
“No, usted no está enamorado de mí, estimado Franz.
Usted está enamorado de su amor por mí.” Esa demoledora
frase se la dijo una mujer a Kafka, por si algo más hiciera falta
para angustiar la existencia del pobre genio checo. No fue Mi-
lena, su verdadero gran amor. Era una traductora, una mujer
que sabía de lo que hablaba. Y podría explicar mucho acerca
de, por ejemplo, esta escenita:
El: —Te quiero.
Ella: —No, vos no me querés.
Él: —Sí, sí, te amo, te quiero. Dejame probártelo. Lo dejo todo
por vos. Pedíme lo que quieras. Te quiero, no puedo vivir sin vos.
Ella: Vos no me querés a mí.
Es en esos momentos cuando el protagonista se pone cier-
tamente machista, se retira de la escena pateando tachos, mal-
diciendo, creyendo con furia que son todas unas malditas his-
téricas, mientras piensa una y otra vez: “¡¿¿Pero qué más
quiere esta minaaaaaaaa??!”
Querrá amor, viejo. Dejarlo todo, entregarse como quien se
entrega al ejército enemigo es fatal. Lo haga uno u otro. La en-
trega es otra cosa. Quién no puede vivir sin el otro no habla de
amor: habla de oxígeno, de un marcapasos, de una terapia in-
tensiva, de un frasco de píldoras, de un órgano. No existe frase
menos erótica que “ella (o él, que lo mismo da) es mi alma ge-
mela”. Horror. Con todo respeto, sentir eso es una catástrofe.
Un alma gemela es un espejo, el colmo del narcisismo.
No hay otrocidad. Hay... atrocidad.
Hay que animarse a un alma diferente. Quizá opuesta. Y ban-
carse las diferencias. Ahí sí, afirmo modestamente, aparecerá
Eros. Y será tierra fértil para que nazca una pasión de la gran siete.

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La delgada línea cursi

Enamorarse es un desafío a la estética, al equilibrio. Uno


puede sentirse levemente embriagado y, al pasar a la acción para
demostrarle todo lo que uno siente a la mujer de sus sueños...,
suena la alarma. La delgada línea de la cursilería es muy fácil de
cruzar. Ojo. Hay cosas que sí, otras que depende cuándo y otras
que ni se te ocurra. Repasemos.

• Versos. Pocas cosas sobre esta tierra peores que un mal poeta.
Si no es tu fuerte, ni lo intentes. Tampoco cites a los grandes
si no los conocés. Corrés el peligro de mandarle por mail ese
espantoso poema apócrifo atribuido a Borges o —peor toda-
vía— otro incalificable texto que ha circulado por internet
como firmado por el pobre García Márquez. Tranquis.
• Piropear. Todo el tiempo. Mirarla, observarla fijamente
hasta que ella estalle de vergüenza. Recuerden a Abelardo,
una vez más: “Quien no mira desvestirse a una mujer es que
ya no la ama”. No disimular el deseo, jamás.
• Flores. Ok, pueden reírse, pueden llamarme antiguo, demo-
dé, lo que quieran. Pero un buen ramo de rosas, mandado de
sorpresa, con una tarjeta breve e ingeniosa no falla. Digamos
que es una debilidad femenina ancestral. Y si falla, quizá la
que falla es ella. Con todo respeto lo digo, eh...
• Joyas. Uy, cuidado con esto. Un exceso te puede convertir
en una caricatura de jeque de Marbella, en un domador de
gatos —si me permiten la sutileza— o en un impotente que
quiere comprar lo que no es capaz de dar. El tiro puede salir
por la culata. Acá el precio no importa tanto —ojo con las
berretadas, chicos, tampoco hay por qué exagerar—. El tema
es la oportunidad. Lo simbólico.
• Cartas de amor. Personalmente me encanta escribirlas.
Adoro utilizar el muy erótico “usted”. Es un gusto personal,

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un código que debe ser compartido. De otra manera, uno


puede quedar como la reencarnación de Santiago Gómez
Cou. Y chau, fuiste.
• Chateo. Mmm... Si hay distancia está bien. Pero hay que
tener muy presente que la palabra escrita es material infla-
mable. No siempre se entienden los tonos. Además, escribir
rápido es una complicación, hay frases que sin el tono de la
palabra pueden tomarse a mal... Mejor el teléfono.
• Aniversarios. Recordar y celebrar todo. No fechas sola-
mente, me refiero a situaciones, sitios, guiños privados, con-
fesiones que nunca se habían hecho antes. La historia de
amor hay que crearla y recrearla. Eso también es erotismo.
• Secretos. “Siempre hay que ser un poco imprevisible”,
decía Oscar Wilde. Seamos. El otro no tiene por qué sa-
berlo todo. Una frase repetida un millón de veces se con-
vierte en un ruido.
• Boleros. Que me perdonen Manzanero y Chico Novarro
y algunos amigos fanáticos del género, pero, con honrosas
excepciones, los detesto, con esas letras excesivas que
siempre hacen equilibrio entre el todo y la nada. Misterios
incomprensibles, desesperantes, densos, intolerables:
“Nosotros / que nos queremos tanto / debemos separar-
nos / no me preguntes más / no es falta de cariño / te quie-
ro con el alma / pero en nombre de este amor y por tu
bien / te digo adiós”. Socorro. Historias de tipos que se
basurean con insólito placer o que —campeones mundia-
les del narcisismo— se regodean pensando en que nadie
las amará como ellos. La mujer es un objeto. Preciado,
pero cacho de carne al fin. Si piensan que exagero, recor-
demos el inicio de un viejo bolero del cantante chileno
Rosamel Araya, titulado sin el menor pudor “Propiedad
Privada”: “Para que sepan todos/ a quién tu perteneces/
con sangre de mis venas/ te marcaré la frente”. ¡El tipo

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habla de la mina como una res y se supone que es una can-


ción de amor! Extraordinario.
• Cocina. Nada más erótico que cocinarle a la mujer amada.
Hacerlo ya. Yo, por ignorante, apenas llegué a llevar el desa-
yuno todos los días. Sí, amiguitos, me levantaba un rato
antes, preparaba el café y las tostadas y la despertaba. Así
nomás. Y no se me cayó ningún anillo.
• Sexo. Bueno, en fin... Todo el tiempo, cuando sea y donde
sea. Que es otra cosa si hay amor.

El cuerpo de ella, ese país

Alguna vez pensé, recordando alguna extraña relación


entre un intelectual brillante y una bella mujer sin demasiadas
luces —Arthur Miller y Marylin, digamos— o el estereotipo
melodramático del viejo profesor de El Ángel Azul y la mal-
vada bataclana que lo domina —Marlene y sus infinitas y per-
fectas piernas, claro— que:

a) El amor, al poner en funcionamiento una trama tan comple-


ja de sentimientos, faltas, pasiones y necesidades, suele qui-
tarnos de foco. Nos embriaga. Nos vuelve algo estúpidos.
Nos arranca la cabeza.
b) Entonces, cuando una mujer es tan, pero tan perturbado-
ramente hermosa, hasta podríamos tardar años en notar
que... no se le cae una idea aunque la sacudamos cabeza
abajo durante horas.

Ok, quizá haya exagerado un poco en la opción b), cierto.


Hablan, a dúo, la voz de la experiencia y cierto áspero resenti-
miento, lo admito. No está bien eso. Mejor que lamentarse y
repetir: “¡Cómo pude!”, es pensar: “Caramba, ¿quién era yo

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entonces? ¿Sería amigo hoy, de ese tipo que fui?” Poner el pro-
blema afuera alivia al principio, pero no deja crecer. El nego-
cio —si me permiten la palabreja— es otro.
Quizá el amor sea ciego, sí. Pero seguro que no es idiota. El
erotismo es mental; la belleza, subjetiva.
Pero hay algunas mujeres, colegas, algunas mujeres que...
Ay.
¿Existe el amor a primera vista? ¿Uno se puede enamorar de
quien no conoce o se dispone a conocer?
Sí.
No dudo, simplemente porque me pasé media vida negán-
dolo hasta que simplemente sucedió. Y no falló. No pidan ex-
plicaciones racionales. Es mágico, pero sucede. La ves y sabés
inmediatamente, gracias a una vieja sabiduría que no te pertene-
ce, que su cuerpo será tu patria, definitivamente.
Los griegos no se equivocaban cuando castigaban al peor de
los delitos con el destierro: esa separación es un desgarramien-
to, porque cuando uno ama, la piel de la mujer amada es tu pa-
tria. Ese lugar donde uno quiere quedarse a vivir. Donde uno
siempre vuelve, a pesar de todo.
Puede funcionar o no, porque la vida a veces es cruel y casi
siempre inexplicable. Pero esa patria, ese cuerpo amado siempre
será el país de tus sueños. Allí donde naciste a la pasión y a tan-
tas otras cosas más.
Si permaneciste, si recorriste cada centímetro, si sentís pro-
fundamente que sos de allí, entonces podés colgarte esa medalla
para siempre. Te enamoraste.
Enhorabuena, colega.
Lo hiciste.

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Una de ellas te volará la cabeza

• La hermosísima. Es un tema estético, casi inevitable. Es fácil


enamorarse, digamos, de Michelle Pfeiffer o de Angelina
Jolie. Sobre todo mientras siguen siendo una imagen, una
foto. Cuando la inalcanzable belleza baja a la tierra y se
convierte en una mujer, nada menos, la cosa se clarifica. La
luz cegadora desaparece. Y uno ve la verdad. Y como decía
Serrat: puede gustarte todo de ella..., pero ella no.
• La intelectual fascinante. El erotismo es mental, de acuer-
do, pero la cabeza puede ser una cárcel de donde es difícil
escapar. El deslumbramiento puede ser instantáneo. El
tiempo dirá luego qué hay detrás del discurso brillante, la
comprensión universal, las citas eruditas. De carne somos,
muchachos. No olvidarlo nunca.
• La vital, llena de vida. Te puede convencer de que su sola
presencia puede llenarlo todo. Te impulsa, te transmite
tanta energía, te mantiene tan entretenido, que puede con-
vertir todo en un show. Ojo con el telón.
• La maternal protectora. Te cuida, te protege, te cocina, te
elige la ropa. Repasá los tangos: madre hay una sola.
• La que te arranca la cabeza en la cama. Una muy buena
razón para engancharse. El problema es el después. Todo
tiene un límite Tenelo en cuenta, Tarzán.
• La inalcanzable. La variante Ese oscuro objeto de deseo. La
que siempre estás por tener y se te escapa. Te trabaja con el
misterio, la distancia, el deseo, la obsesión. Te vuelve loco.
Que la alcance otro, mejor.
• La anestesiante. Se amolda a vos como el hueco de la al-
mohada. Primero, te hacen sentir como en un par de viejos
y entrañables zapatos. Te dormís calentito y tranquilo y

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allí te vas quedando. ¿Cómo te deslizaste hasta ahí, her-


mano? Pedí rescate.
• La amiga con sexo. Empieza como un juego... y puede
terminar como la familia Ingalls. Nunca se sabe.

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XII
Hacerse el duro con ellas...
es peor

Ilsa: —El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos...


(se sienten lejanos estallidos de artillería) ¿Será un cañón
alemán o son los latidos de mi corazón?
Rick: —Es un cañón alemán 77. Y está a 55 kilómetros.
Humphrey Bogart con Ingrid Bergman
en Casablanca (1942)

Los hombres son perros y las mujeres gatas. No quiero


quedar prisionero de un arquetipo o ser esquemático; sólo
digo que los hombres nos mostramos más previsibles, a veces
obvios, y la mujer maneja el misterio y observa. El hombre,
digamos, mueve la cola cuando está contento y muestra los
dientes cuando se enoja o se siente amenazado. Y cae siempre
en la misma: va a buscar el palito cuando ella lo arroja. Somos
lo que se ve, sobre todo en situaciones límite. Funcionamos
mejor en los extremos: on-off. Simple.
La mujer, en cambio, es un engranaje delicioso, complejo e in-
concebible para nuestra mirada. Es bien capaz de disimular —si
así lo cree necesario— furia o apasionamientos varios con leves
ondulaciones, movimientos delicados, silenciosos, profundos.

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O actuar y ejecutar en sentido opuesto. Técnicamente hablando,


ellas son on... y ‘agarráte Catalina’. Cambian sus estados de
ánimo con rapidez insólita y, esencialmente, no regalan infor-
mación. La información, se sabe de sobra en el arte de la políti-
ca, es Poder. Ok: ya saben a lo que me refiero, amiguitos.
No generalizo ni pontifico. Hay excepciones, hay mujeres
y mujeres, hombres y hombres. Pero presten atención porque
no siempre los roles fijos son tan fijos, ni lo aparente es la
verdad absoluta. Ni ahí.
A continuación, un breve relato. Una larga escena que
muestra sin anestesia a una pareja aburrida y en crisis. En se-
gundo plano, otra, en seducción hot. Hay supuestos villanos
y supuestas víctimas. Desconfíen.
Lean, y a la salida hablamos.

Ni una palabra (un cuento con ¡hechos reales!)

Ella lloraba, acurrucada en el asiento de la derecha del auto.


Se inclinaba un poco hacia adelante, se doblaba sobre sí misma,
sobre el calor húmedo de sus mejillas. Entre el pañuelo blanco,
sus anillos, el pelo con claritos y las uñas pintadas, se oía su
jadeo áspero y un silbido agudo, intermitente, ahogado por las
lágrimas. Temblaba. Me di cuenta cuando frené el auto frente al
bar del parque. Ella tiembla. Cuando subo el tono de la voz,
cuando la miro fijo tiembla, como si eso la protegiera o la sepa-
rase de mi enojo. Le gusta hacerlo. Tiembla y después estira el
cuello, inclina la cabeza hacia atrás, como reponiéndose de un
acto feroz. Odio su manera de sobreactuar. Bajé, cerré las puer-
tas del auto y caminé rápidamente hacia una mesa alejada, sólo.
Ella me seguía, dos o tres metros atrás. Escuchaba el ruido de
sus tacos, tic tic. Sus horribles taquitos.
—¿Te vas a ir?

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Pedí dos café, uno cortado, para ella. La mesa estaba en un


jardín externo, a metros de la vereda, cerca de un árbol. El bar
estaba lleno y había gente conocida. Disfruté eso. El mozo
tardó un par de minutos. La noche estaba calurosa, pero so-
plaba un viento fresco. Todavía no eran las siete, el cielo se-
guía celeste, había pocas nubes.
—Sacarina, por favor.
Los pocillos eran muy delicados, el borde fino, como de
porcelana. Contrastaban con la tosca mesa de plástico y los pre-
visibles individuales. En el medio, el soporte de una sombrilla
verde y blanca. La música era detestable.
—No te vayas, yo... te quiero. Sabés que no podría vivir
sin vos. Sabés que...
Era gracioso ver cómo trataba de disimular su llanto, su
temblequeo, su silbido cada vez más agudo. La garganta se le
crispaba, subía de tono, se le notaban las venas. Le sentaba
bien llorar. Le limpiaba ese maquillaje cargado que la abara-
taba. El rostro limpio, apenas un resto de rimmel que el pa-
ñuelo no había podido quitar de sus ojos. Estaba linda. No se
lo dije, claro. No dije nada.
—¿Esto está terminado? ¿Así nomás? ¿Te vas de mi casa y
se acabó, no te importa nada? ¿No te importa lo que vivimos
todo este tiempo?
Detrás de su cabeza, hacia la izquierda, en la mesa de atrás,
un hombre de saco negro, camisa blanca, diamantes en las ore-
jas y pelo con gel haciendo puntitas hacia arriba le sonreía a
una rubia de jeans y top celeste. Parecía salido de una publici-
dad de chicles de menta. La rubia, una consumidora de chicles
de menta. Él se recostaba sobre el respaldo de la silla y movía
los brazos exageradamente: reloj de marca, cadenas, anillos de
oro. Ella, apenas un aro, largo, que colgaba titilante en su oreja
derecha y sólo se veía cuando recogía su pelo y exhibía sus
ojos claros para escucharlo. Se miraban fijo, hambrientos.

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Apenas tocaban sus platos. El revolvía su bebida con una larga


cucharita. Ella no. Tomaba de a poco, a traguitos, jugando pro-
vocativamente con el sorbete. Lo espiaba, entre los pelos del fle-
quillo. Lo provocaba. No, no eran pareja. El tipo la invitó a salir,
seguro. Era una primera salida. Se notaba por la suave tensión.
—¿Querés que te lo pida por favor? ¿Querés que te ruegue?
¿Qué más querés que haga? Decime...
Mi café estaba demasiado cargado. Ella no tomó el suyo. Lo
intentó, pero temblaba y se le escurría por los costados. Un pa-
pelón. En la otra mesa el tipo dejó de hablar, hizo un gesto am-
puloso y sacó algo de un bolsillo. La rubia abrió la boca. Linda
boca, grande, labios gruesos, dientes muy blancos, parejos. Era
un sobre. Un sobre con algo adentro. Un regalo. El tipo le re-
galó algo y la rubia se dejó tomar las manos. Me pregunté si la
iba a besar. Sonreí, pensando en lo fácil que parecía todo.
—Dale, disfrutá. Te gusta hacerme sufrir. Gozás haciéndome
sufrir. Sos un egoísta. Yo no te importo. Nunca te importé nada.
La rubia, risita histérica, negaba con la cabeza. Pero no pa-
recía decir que no: era como si le dijera no lo puedo creer, qué
es esto, ay ¿para mí?, pero vos sos loco, yo... El tipo la miraba
con la seguridad de tener la presa lista. Ya estaba. La rubia se
acercó a la mesa, se estiró y con su boca buscó su boca. Al ha-
cerlo, sobre el cinturón ancho, apareció el borde de su ropa in-
terior. Era turquesa, tenía unos bordecitos bordados, muy deli-
cados. Un vello rubio muy fino, a curva de su espalda perfecta.
No tenía marca de soutién. No usaba, no.
—Ya sé que no estuvimos bien estos meses. Estoy muy ner-
viosa con el trabajo, vos sabés. No te digo nada porque sé que
vos también tenés lo tuyo. Pero no es como para que te vayas.
Por favor, decime que no te vas...
Primero fue un piquito inocente. Ahora están entrelazando
sus lenguas, ondulantes, dentro de sus bocas. El tipo arrastró
una manga del saco por encima del plato. La rubia se estiraba

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más y más. El jean era demasiado ajustado. Linda cola. Ten-


dría 27, 28 años. El menos de 40. Otra vez el silbido. Ella llo-
raba, detrás del café frío.
—La cuenta, por favor —dije.
Se iban. Caminaron tomados de la cintura. Pararon un poco
para besarse, para morderse. Un auto flamante lustroso, impor-
tado, como de publicidad. Escape con roncador, típico. Qué
ejemplares. Habían aparecido unas amenazantes nubes grises en
el cielo. Se notaba la humedad en la brisa: estaba por llover. Al-
gunos dejaban su mesa y se iban al salón de adentro.
—¿Vamos a casa? ¿Nos vamos? —dijo ella.
La escuché apenas. Ya caminaba adelante, otra vez, con
paso decidido, ella tic, tic, atrás. Cuando subió al auto ni tem-
blaba ni lloraba. El auto importado desapareció, chirriando las
gomas. El gusto fuerte del café negro se quedó a vivir en mi pa-
ladar. Quería alguna pastilla de menta. Busqué en la guantera:
no me quedaban más. De pronto su mano, anillos, uñas pinta-
das, se acercó a mi boca. Tenía una, de las que me gustan. La
tomé, sin mirarla, sin dejar que la colocara entre mis labios. El
auto importado había doblado por la avenida, hacia el norte.
Me pregunté adónde irían esos dos.
—¿Viste? Yo sé lo que necesitás y te lo doy sin que me
digas nada.
Ella ahora sonreía. O eso imaginaba yo, la vista fija en la calle,
atravesando el parabrisas, la noche, las luces que iban y venían.
Sentí su mano, todavía húmeda, que me acariciaba el costado de-
recho de mi hombro. Aceleré. Dentro del auto había un ambien-
te pesado, caluroso, agobiante. Prendí el aire. Había un ruido
extraño cada vez que frenaba, en el lado izquierdo, la rueda de-
lantera, o eso me pareció. Ella dijo algo más, así que puse una
grabación de Chet Baker en el equipo. Creí escuchar “está bien”,
o “estoy bien” o “todo va a estar bien”. Después la sorda trom-
peta de Chet Baker tocando “Sad Walk” lo tapó todo.

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Conclusiones inquietantes (sobre el cuento y más)

Toda mujer es sabia, aunque ni siquiera lo sospeche. Saben


cosas, son mágicas, su intuición no es un mito. Este relato, ri-
gurosamente cierto, nació para exorcizar una profunda culpa.
Para expulsar la crueldad sobreactuada del protagonista, un
tipo que disfrutaba el dolor de su pareja mientras no se perdía
detalle de la seducción de los otros dos, en la mesa de atrás. El
horror. Una historia contada con pudor, con vergüenza mas-
culina esas cosas que uno quisiera sacarse de encima para no
repetirlas, otra vez. Eso me parecía.
Pues no.
Otra mujer —no importa ahora quién— lo interpretó de una
manera diferente, inesperada. Y dijo, después de leer:
—No me parece una historia que hable de los hombres ni de
la culpa. Muy por el contrario, es una historia que dice más sobre
las mujeres. De cómo, con recursos diferentes, dominan a sus
hombres, los llevan donde ellas quieren. Ellos parecen activos,
pero son absolutamente pasivos. Disimulan, actúan, pero están en-
tregados, dominados frente a sus mujeres. ¿No lo ves así?
(...)
Claro. Es exactamente así. Cierto.
Uno no es dueño ni siquiera de sus propias historias. Los
personajes cobran vida propia, mutan y el mensaje suele ser
sorprendente.
Repasemos:

• El hombre callado que disfruta con el llanto de su pareja se


hace el Bogart, pero le sale todo al revés. Más claro: se cree
que es un rana y es un pobre gil. Se entrega, o mejor dicho,
se rinde. Su pareja se lo lleva de las narices. Lo succiona.
• La mujer, que llora como en novela venezolana, en reali-
dad está tejiendo su red. Sabe lo que hace: ya le ha dado

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resultado antes. Es la táctica de Alí contra Foreman, pura


acción psicológica. Se deja golpear para después llevarse el
campeonato por nocaut. El cinturón de campeón es —por
alguna razón— ese pobre muchacho. Vaya a saber por
qué. Hay gustos para todo.
• El único confundido, el inseguro, el perdido que se rato-
nea e imagina un destino muy diferente para su deseo, o
mejor dicho, para su falta de deseo, es nuestro antihéroe:
el Bogart frustrado. Muere por la provocadora de la mesa
de atrás, pero no le da el cuero para ir a buscarla o —mucho
más grave— permitirse encontrarla. Quizá no se lo ban-
que. Por algo está con esta Grecia Colmenares de entreca-
sa que lo tiene re-podrido.
• La víctima de lágrima fácil es una fiera, no se engañen. Una
mujer que ablanda al enemigo, lo desgasta, lo demuele, lo
deglute pese a su aparente impermeabilidad. Monzón hubie-
se estado orgulloso de ella.
• Los personajes secundarios saben más del deseo, por suer-
te para ellos. Quizá ella sea algo agresiva en su estilo de se-
ducción, lo que no está mal. El relato intenta minimizar-
los con descripciones descalificadoras. Pero lo cierto es
que la están pasando bomba y lo pasarán mejor después de
la cena. Lo bien que hacen.
• Los dos hombres, uno apoyado en su caricatura de duro y el
otro embelesado por la melodía de la flauta de Hamelín, van
directamente al terreno de ellas. Un Bogart y un Casanova
de cabotaje, dos piezas fáciles.
• No encontrarán ningún juicio moral en estas líneas. Nada
sobre lo que está bien o mal. Repasen el discurso de la pro-
tagonista principal y quizá el cruel silencio del hombre
frente a su llanto o su descripción hiriente les parecerá una
ingenuidad, algo naif.

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Humphrey Bogart, es decir, los papeles de Bogart, espe-


cialmente el gran papel de Bogart en Casablanca, Rick, era un
romántico perdido, un tierno, un abandónico que termina sa-
crificando al amor de su vida por una causa justa. Después de
una lagrimita y un mohín, Ingrid lo deja en banda por segun-
da vez entre las brumas del aeropuerto, fatalmente convencida.
¿Qué tal, Boggie, el ídolo? Un salame, para la impiadosa mira-
da del mundo de hoy. Atenti, muchachos, con quedarnos pe-
gados a esos célebres tópicos. No todo es lo que parece, no
siempre una mujer llora para ser compadecida, no siempre un
“rata cruel” que muestra indiferencia y distancia tiene agallas
para resistirse al manejo femenino.
No hay inocentes en estas historias. No hay malos y buenos,
blancos y negros. Que cada uno sepa mirarse en el espejo y ver,
verse, de verdad. Pero ojo, que estos trucos, estos equívocos,
estos desencuentros, la culpa, toda esa mezcla explosiva puede
matarte, como a Borges la guitarra de su poema.
Pero si es así, si debe ser así, colegas..., vamos: que sea de
amor o por una pasión insensata.
Jamás de aburrimiento.

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XIII
Elogio del ratoneo

“Mi mujer de cabellera de fuego de madera


De cintura de reloj de arena (...)
Mi mujer de dientes de huellas
de ratón blanco sobre la tierra blanca.”
André Bretón (1896-1966) “La Unión Libre”

Todo depende del interlocutor, del ámbito, de la circunstan-


cia. Cuando a los hombres nos preguntan qué nos gusta de la
mujer deseada, caemos fácilmente en la teatralidad. Si el curioso
es un par, café de por medio, somos ampulosos, excesivos; dibu-
jamos contornos circulares en el aire, ponemos los ojos en blan-
co, atacamos por lo obvio. Si es una mujer, optamos por la mesu-
ra, privilegiamos el contenido a la forma, nos estacionamos en lo
intangible, la ontología, el amor cortés. Exageramos, sin duda,
pero no mentimos. Nos desvela uno y otro extremo del discurso.

1) La opulencia de unos pechos turgentes que quitan el


habla. Una cola con diseño de manual. Piernas infinitas de
caminar ondulante.
2) Una mirada profunda e insinuante. Su manera de decir las
cosas. La minuciosa suavidad de sus gestos.

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Todo. Somos una mezcla de bestias y poetas. Es la suma de


esos encantos femeninos, los más sutiles y los más rotundos, lo
que nos subyuga, nos hipnotiza for ever.
Eso sí, más allá de todo este sumario clásico, suelen habi-
tar en nuestra cabeza calenturienta otras atracciones inconfe-
sables, más difíciles de justificar. Pasiones medio absurdas,
imanes vergonzantes que nos atraen como mosca a la miel y,
si nos apuran, podrían colocarse primeras cómodas en la tabla
de posiciones de las razones de nuestro metejón (o enamora-
miento, también).
El ratoneo es un arte. Un arte que, oh paradoja, enfrenta
directamente a la virtud. Uno puede enloquecer con una por-
ción del todo, más que por el todo mismo. Trataré de ser más
claro: labios insinuantes, el lóbulo de la oreja, un pequeño ani-
llo en uno de los dedos de los pies, pestañas largas y curvas,
piel transparente, vello casi invisible, una leve curvatura del
abdomen, ombligos hacia adentro o hacia fuera. Un lunar.
Cualquier cosa, literalmente, podrá disparar frenéticamente la
más grande de las obsesiones. El ratoneo es la luz que entra
por la hendija y lo aclara todo. Gracias a eso, uno ve. Y quie-
re. Como un demente, quiere.

Brevísimos apuntes sobre el ratoneo

Razones para que uno pueda morir de amor. A ver, a ver...

a) Ella habla con acento, cualquiera sea. Funciona con inglesas,


polacas, francesas, peruanas, cordobesas, alemanas, brasile-
ñas (ah, las brasileñas...). Ella llama a las cosas de manera di-
ferente. Nosotros traducimos, ella nos enseña a pronunciar.
Ay. Nos rompe la cabeza.

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b) Ella utiliza tiempos verbales compuestos y juega con el muy


romántico uso del “usted”, cosa muy común en el interior.
“¿Le he dicho ya que lo quiero mucho a usted?” Baba, babita...

c) Ella conoce mucho de jazz (una rareza, el jazz debe ser la


música menos femenina que existe, creo).

d) Ella cocina para uno, especialmente (no importa si bien o


mal, tampoco qué; lo fundamental es las ganas, la entrega,
el rito erótico).

e) Ella es una experta en el manejo, selección, archivo de...


herramientas de ferretería (una mujer muy femenina ha-
ciendo cosas clásicamente masculinas es... definitivamen-
te inquietante).

f) Ella usa nuestras camisas o remeras como única vestimenta


cuando compartimos la intimidad (¡¡¡aaaarrrrrfffffhhhh...!!!).

g) Ella quizá tenga un lunar justamente allí (o un poco más


arriba, o al costado, no importa).

h) Tiene lindos pies ¿Alguien se atrevería a afirmar seria-


mente que está con una mujer porque ama la forma de sus
pies? Y, sí. ¿Por qué no?

i) Se viste onda Andy McDowell. Es un estilo, una manera


de llevarse, de mostrarse, de insinuar. Nada especial:
todo único.

j) Es contradictoria. Bueno, esto es natural. El ratoneo por


las idas y vueltas de la fémina deseada sucede varias veces
por día. Me animaría a afirmar que, si prestamos atención,

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al menos una vez por hora. Cuenten, antes de sonreír... No


es un comentario machista, chicos, no se confundan, que
para eso están ellas.

Los ratones son eternos

Y... sí. No es racional. Uno, encandilado, va directamente


hacia la dueña del tic que nos llama como la melodía de la
flauta de Hamelin. Suena inconcebible. Es el llamado de los
ratones. Animalitos del señor que habitan en lo más profun-
do de nuestra conciencia y hacen que, zás, nos volvamos
locos por cuestiones simples, menores... por las cuales uno
sería capaz de matar.
¿Cuándo es que el cristiano macho toma conciencia de la
existencia zoológica que aloja su cabecita loca? Muy temprano
en su vida: en el colegio. No digo la primaria, donde uno experi-
menta con la compañerita de banco o se enamora de la maestra,
ese edipo pret a porter. Hablo del secundario, la época en la que
nos convertimos en sátiros vírgenes. Cuando uno es adolescente
—lo que cruel, histórica e graciosamente se conoce como ‘la
edad del pavo’—, las chicas pueden provocarnos reacciones in-
controlables: parálisis corporal, imposibilidad de coordinar pen-
samiento y discurso, estados de grave excitación psicomotriz.
Con los años, las sensaciones no desaparecen, es más, aumentan.
Pero podrán ser disimuladas convincentemente, no sin esfuerzo.
Este estado es lo que se conoce vulgarmente como ‘madurez’.
A esa edad, decíamos, 14, 15 años, uno empieza a volver-
se loco con las mujeres y no para nunca más. Las miramos
todo el tiempo. Y colocamos sus Wallpapers en nuestro in-
consciente. Esas son las cosas que, durante el resto de nues-
tras vidas, buscaremos en ellas. Nuestros primeros ratones.
Los eternos. Otro breve repaso:

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• El timbreo, un clásico de todos los tiempos. Una brisa, el


aire acondicionado, el roce de la ropa. Hay miles de razones
para que aparezcan, firmes, simétricos, convocantes. Los
timbres, los pezones, son, a los pechos, lo que la frutilla al
postre. Intuirlos debajo de una camisa o de una remera es
una sinfonía incomparable, amigo del alma.
• El escote. No hablo de esos balcones excesivos de carne ar-
gentina. Me refiero al escote profundo de pechos sutiles. Un
abismo para la mirada. Perfecto.
• Pelo recogido, anteojos y el sublime momento del despo-
jo. El buen manejo de una melena te puede matar. Ellas
saben cómo mover ese mar. Además, saben como recoger-
lo... para después soltarlo. Un momento sublime. Una ex-
plosión. Una metamorfosis. Esa recatada mujer con anteojos
y el pelo recogido puede convertirse en otra (una loba, dicho
esto con todo respeto) con dos movimientos sabiamente co-
ordinados. Out anteojos, out hebilla. Y chau. Nos aniquiló.
• El ratoneo uniforme. Seré brutalmente claro con este axio-
ma: una mujer que está buena con uniforme (cualquiera sea),
se pone ropa de calle y te pasa por arriba como un camión.
Lo aprendimos (lo sufrimos) en la adolescencia y, hoy, cada
vez que en cualquier evento nos sonríe cualquier azafata
ofreciéndonos algo. Sí, sí, dame cualquier cosa.
• Las medias (ratoneo histórico). En muchos todavía germi-
na la antigua fascinación por la costura de las medias feme-
ninas. Si las porta una señora de extremidades similares a, di-
gamos, Marlen Dietrich, mejor. Otra herencia de pasado
glorioso: las medias de nuestras compañeritas del secunda-
rio. Medias finitas en esos flamantes cuerpos de mujer, deco-
rando polleras cortas y tableadas. Ah. Con un detalle que
podía (puede) convertirnos en vapor: sobre ellas medias
gruesas, de lana, levemente caídas. Ustedes disculpen pero
no puedo seguir escribiendo sin sentir escalofríos... Agua.

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• Maquillaje (parte 1). Suave, necesariamente. Lo necesario


para acompañar la belleza de ese rostro perfecto. Sombra,
ese toque sobre las mejillas que afina la cara, algo de rimmel
para destacar la mirada, labios apenas retocados para darles
brillo. Un paisaje abrumador.
• Maquillaje (parte 2). Intenso, cargado. Boca rojo carme-
sí, pestañas curvas, duras como aspas. Una onda cabaret a
lo Kurt Weil. Otro estilo. No el mío, precisamente. Pero
funciona. Mucho.
• La voz. Es en esos años cuando las mujeres aprenden a “co-
locar” la voz. La manejan, modulan, la convierten en músi-
ca para nuestra mente calenturienta. El susurro merecería un
capitulo aparte. El que viene.
• Susurros. El susurro de una mujer es el canto de la sirena.
Ningún hombre puede ni debe resistir un susurro. El su-
surro es imperativo y categórico, ¡por las barbas de don
Immanuel Kant!
• Mohines. Las mujeres utilizan esos gestos infantiles que
pueden quebrar nuestro aparato nervioso en menos de un
minuto. Upa, nena.

Uy, uy, pero qué baboso me estoy poniendo, colegas. Agua


de nuevo. Ah. Un respiro, por el amor de Dios.

Mueven las negras

Que nadie se ría si algún romántico confiesa que lo prime-


ro que le mira a una mujer son los ojos. El erotismo es men-
tal. Y loquísimo. Cualquier noble bestia puede tomar tempe-
ratura si mira a los ojos a una mujer. ¿Qué otra cosa, señores?
Los ojos, además de ser el espejo del alma, según reza uno de
los lugares comunes más repetidos, no son otra cosa que la

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puerta de entrada al deseo. Debieran serlo, al menos. El mejor


cuerpo del mundo puede convertirse en un objeto de mármol si
los ojos no nos dicen nada. Por el contrario, una mujer con im-
perfecciones —nada más erótico que el error humano, sostengo
con pasión militante— puede convertirse en irresistible si su mi-
rada significa algo. Algo. Es justamente ese misterio lo que des-
pertará al indio que todos llevamos en nuestras entrañas.
Ya hablamos de la voz. Hay quienes prefieren las voces
agudas, infantiles. No es mi caso. Muero por la voz quebra-
da y grave de Chunchuna Villafañe, de Kathleen Turner, de
Laureen Bacall, por citar algunos clásicos. Una buena voz
aniquila cualquier imperfección. De la misma forma, un
tono, una frase, hasta una palabra inadecuada puede arrui-
narlo todo. Hay detalles que pueden sonar descaradamente
frívolos. Alguna vez, un amigo decidió que su circunstancial
acompañante era “un gigantesco error” dos segundos después
de escuchar esta frase:
—Ay, que barbaridad... hoy fue un día fatal y ni siquiera tuve
tiempo de arreglarme el cabello.
“Cabbeyyo”, dijo. Acentuando la be y patinando la ye. Él
huyó, sin más. ¿Merece una condena ese hombre? ¿Exagera?
Quién sabe. Porque hay ratones y ratones. Los hay a favor y los
hay en contra. Y provocan el misma pasión irracional. Otro
amigo, melómano él, llegó a mi casa cierta noche, muy agitado,
para informarme lo siguiente:
—Encontré la mujer de mi vida. Es bióloga.
—¿Te interesa la biología?
—No, pero tiene todos los discos de Hendrix y sabe las letras de
memoria. Recién me acaba de cantar Red House y Lover man.
—¿Y te vuelve loco por... Hendrix?
—Sí, claro, y además es negra. ¡¿Es negra, entendés?!
Era el sueño de su vida. Alguna vez, en el muy suburbano
blues-bar del gran Buddy Guy, en Chicago, mi amigo supo

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enloquecer de amor por una camarera: una inolvidable negra


que lucía una remera ajustada con la cara de Muddy Waters, la
palabra “Blues”... y un trasero antológico. No funcionó.
Tiempo después y ya en un bar de Buenos Aires, el mismo
personaje volvió a perder la calma por otra morena de una
mesa vecina. Le compró un ramito de flores, pagó una copa y
se mandó nomás, dispuesto a todo. Y no. Era uruguaya y fa-
nática de Julio Iglesias. Otra onda.
Como solía decir aquel célebre pensador tragasables, Tu
Sam: puede fallar, amiguitos. Y falló.

Ratones paranoicos... y más locos todavía

El ratoneo con las negras, como la preferencia por la mujer


oriental, divide a los hombres, como al mundo el gusto por la
cebolla, las pasas de uva o la leche pura. Te fascinan, o no hay
caso, no te gustan. Las orientales, cuando son muy lindas, de-
cididamente son irresistibles. La elegante filipina Isabel
Preysler, la primera mujer del antes mencionado Iglesias es un
caso paradigmático. La diminuta, exótica y talentosa Björk,
otro, muy diferente. Guillermo Vilas también tiene una pare-
ja oriental y hasta Lanny Hanglin tuvo la suya aunque muy
bien no le fue. Hay modelos, hay actrices... y hay casos más
extraños. Como el de un amigo que se ratonea (omitiré su
nombre, por piedad) con María Kodama, de puro fan de Bor-
ges. Todavía no he conocido admiradores de Yoko Ono, pero
los debe haber, estoy seguro.
De todos modos, el caso de ratoneo más exótico del que
tengo memoria pertenece a una mujer. Una psiquiatra que habi-
ta una provincia del noroeste argentino, una noche, hace algu-
nos años, me confesó su amor imposible, su pasión inconfesa-
ble, su ratón tamaño XL. Tomó coraje y lo dijo:

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—A mí el que siempre me ratoneó, me volvió loca de adoles-


cente era... Ay, no sé si decírtelo, es tan raro...
—Dale. Decilo, no seas tímida.
—(...)
—Yo te confieso lo mío, sin pudor: yo me ratoneé toda la
vida con Canela, la de la tele. Toda la vida morí por ella...
—Mirá vos. Bueh, te lo voy a decir. A mí, el que me gus-
taba era... Luder.
—Luder...
—Italo Luder, el político.
—Nooo... ¿Un amor platónico con Luder? ¿Admira-
ción, quizá?
—No, que admiración... ¡Para revolcarme, nada de amor
platónico!
Telón rápido. Juro que es cierto. Sucede. Las mujeres, amigo
lector, afortunadamente son gente impredecible, decididamente
extraña. Saben que pueden volvernos locos de remate. De deseo,
de indignación, de perplejidad, de amor, de odio, otra vez de
amor y así. Nos hipnotizan, como llamas entre los leños, como
lluvias de atardecer. Son como un faro, la llave capaz de abrir de
par en par las puertas de nuestra pasión. Están ahí, para desper-
tarnos. Es así. Palabra de ratón.

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XIV
La mujer no se mancha
(como la pelota)

“Muchachos, esta niña debe ser


tratada con amor. Según el lugar
donde uno la toca,ella toma un destino.”
Waldir Pereira “Didí” (1929-2001)

La mujer es algo muy serio, señores. Pero el fútbol es sa-


grado. No frivolizo ni exagero. En estas pampas de crisis
donde la masividad se cuenta en puntos de rating, la convo-
catoria, la identificación, la militancia —si se me permite la
exageración— pasa por este enorme negocio que, por suerte,
todavía insistimos en sentir como un juego.
“Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones de los hom-
bres, se lo debo al fútbol”, escribió alguna vez el escritor y filósofo
Albert Camus, que supo ser arquero en sus años mozos, en Arge-
lia. Los de Racing, por ejemplo, aprendimos casi todo sobre el
amor incondicional gracias a las eternas décadas de sequía de nues-
tros colores amados. Los hinchas de equipos chicos saben sobre el
sacrificio y la lucha; los de los grandes, sobre el poder y lo efímero
de la gloria. El fútbol es bastante más que pan y circo. El fútbol es
un fenómeno curioso, complejo, pasional, contradictorio.

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La clave es el amor. Por amor, los hombres nos pasamos la vida


hablando de las mujeres y del fútbol. Y, obvio, de la pelota.
Nuestro romance con la pelota (una mujer) no disimula su
intensa carga de erotismo. Es así. Si no me creen, repasemos al-
gunas de las infinitas frases del imaginario futbolero. Ahí van:

• “La amasó, se la mostró y después le hizo un caño”


• “La metió en profundidad, allí donde duele”
• “La pisa. La duerme. La acaricia. La toca”
• “La clavó en el ángulo”
• “¡Soltala un poco, morfón!”
• “Se comió el amague”
• “Ponemela en profundidad que yo le gano la espalda al
grandote”
• “La paró de primera”
• “Le pegó tres dedos y salió besando el palo”
• “La mató con el pecho”
• “Le respiró en la nuca todo el partido”
• “La desvió con la punta de los dedos”
• “¡Hay que poner un poco más de huevo...!”
• “¡Despacito, despacito, despacitooo...!” (y mejor no seguimos)

¿Qué tal? Hay sexo, hay sublimación, obviamente hay ma-


chismo pero también amor, que no, ni no (por favor, repasen la
conmovedora frase del negro Didí en la apertura de esta nota).
Nadie imagina cuántos puntos en común existen en tanta y
tanta pasión. Mujeres y fútbol. Nada menos.

Cada mujer en su puesto

Suelo afirmar, sin ponerme colorado, que el boxeo es una in-


voluntaria pero sabia fuente de filosofía. Ha producido frases

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memorables, como, por ejemplo: “Si golpeás abajo, la cabeza


cae sola”. Irrebatible dato de la historia. Pero volvamos al fút-
bol, cuyos axiomas no son menos certeros a la hora de com-
prender las verdades universales. Y a las mujeres. Porque las hay
para cada puesto, para cada táctica, para cada color de camiseta.
Si en los últimos años se ha puesto de moda usar los métodos del
viejo general chino Sun Tsú para estrategias de marketing, no
veo por qué no utilizar las contundentes verdades del fútbol
para nuestro eterno desafío: ellas. A tomar nota:

• La Mujer-Arquero puede volar. Te enamora, porque sen-


tís que sin ella nada es posible. Perfeccionista, obsesiva,
siente que si falla, todo puede derrumbarse. Seduce con su
cuerpo y lo luce sin complejos. Se mueve con seguridad
por la vida, pero sólo mientras actúa en terreno propio.
Necesita sentirse apoyada. Entonces sí, será capaz de volar
para cumplir con su deseo. Tratará de diferenciarse. Le en-
canta la ropa diferente, los accesorios. Sale poco, pero
cuando lo hace se hace notar. Será drama o comedia. He-
roína o villana. Te hace vivir en el límite. Erotiza.
• La Mujer-Central, una chica con personalidad. Seguras,
tranquilas, maduras. Saben esperar. Hablan lo necesario,
se ubican con facilidad, actúan solo cuando es necesario.
Se sienten importantes. Les interesa el orden, leen bien la
realidad. Son tiernas, dulces, pero solo cuando los pro-
blemas desaparecen. En acción son duras, determinadas,
incluso algo fálicas. Lo que es un problema y... todo lo
contrario: te asustan un poco, obvio, mientras te vuelven
loco, todo al mismo tiempo. Seducirlas es tarea de elegi-
dos. Ojo, porque no son de comerse amagues ni prepea-
das en los momentos difíciles. Salen con pelota domina-
da, pero si hay que revolear, revolean. Pedile el pase y
tocá. Si no, ni la vas a ver.

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• La mujer-lateral defiende pero ahoga. Leales, cumpli-


doras, prolijas. Nunca van a deslumbrar pero están ahí,
con vos, para siempre. Incansables, cubren fallas y te per-
donan si volvés tarde (mejor tener una buena excusa por-
que de otra manera te taladrarán los tobillos). Dispuestas
para jugar siempre, llueve o truene. Cuando marca, usa la
raya de cal para ahogarte. Te espera, estudia tu perfil y te
va llevando, hasta encerrarte en un lugar intrascendente
de la cancha. Y ahí recupera. Son gauchitas, pero mejor
no las hagas enojar: son las primeras en irse de la cancha.
Y ni la tarjeta te dejan.
• La mujer “5”, firme y con la lanza. Ordenan, planifican,
te pegan un grito si te encuentran fuera de posición. Bue-
nas para distribuir: tareas, dinero, roles. Las hay de buen
manejo y porte lujoso, tipo Zidane. Y también onda Ga-
tusso: fieras que luchan, traban y recuperan. Cada cual con
su estilo, marcan el ritmo. Tenés que mostrarte libre y pre-
dispuesto para que te den juego. Así habrá seducción
mutua. Si vas a trabar, ojo: te pueden dejar sin la pelota y
humillado... o peor: te pueden raspar los tobillos hasta de-
jarte con muletas. Pero valen la pena.
• La Mujer-Carrilera va, viene, va... A éstas hay que se-
guirles el ritmo. Están con vos y, de pronto, desaparecen.
De un pique, se van. Vuelven, pero sólo para volver a irse,
a mil. Son disciplinadas y respetan su táctica. Te matan
con la dinámica. No paran. Sonríen, te muestran la pelota
y, cuando estás ahí, para tocar, pican al vacío y te dejan
pagando. Usan la línea de cal como un aliada, no como las
laterales, que la usan para ahogar. Se recuestan en los cos-
tados y hacen la diagonal, buscándote, just between the
eyes. Las hay por izquierda, las hay por derecha y —oh,
signo de estos tiempos pragmáticos— hay quienes cam-
bian de lado, según el partido. Terminan agotadas y te

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agotan a vos, también. Un karma. Pero todos las quere-


mos en nuestro equipo.
• La Mujer-Enganche, una fineza. Tienen un “touch” de
distinción. Son elegantes, tienen presencia. Pero son lagu-
neras. A veces se pierden, se quedan calladas, parecen au-
sentes. Sin embargo, con una frase, una sonrisa, un gesto,
te pueden. Se saben irresistibles. Son capaces de resolverlo
todo en un toque. Te dejan solo frente al arco y se quedan
mirándote, como diciendo “ok, ya está, tenés todo servido,
veamos que tal definís, cariño”. Y ahí te quiero ver. Son
bellísimas, y también un lujo peligroso. Si se van del par-
tido, sonaste. En ese momento, como diría Serrat, te gus-
tará todo de ella... pero ella no.
• La Mujer-Goleadora te mata. Tienen un atributo físico
único: el olfato. Puro instinto, van como poseídas detrás del
gol. Saben dónde ubicarse. No tienen término medio: fraca-
san o son estrellas. Van directo a los bifes, nada de hablar de-
masiado. Ganamos, o cambiamos de 9. Es blanco o negro, el
día o la noche. Hay que saber esperarlas. Las goleadoras en
racha son inolvidables. Habrá que cuidarse porque recibirán
ofertas de todo el mundo. Un consejo: apuesten por ellas.
Sin goles no hay nada, colegas. El que dijo que el 0 a 0 es el
partido perfecto seguro que murió virgen.

Táctica y estrategia

Afirmaba Carl von Clausewitz que la política “es la conti-


nuación de la guerra por otros medios”. Ignoro la opinión que
tenía el célebre teórico y general prusiano sobre temas del
amor y mucho menos sobre el fútbol, que ni siquiera estaba
inventado en su época. Pero los sistemas tácticos, tan de moda
últimamente, también dicen mucho acerca de las mujeres.

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• Mujeres 3-3-1-3. Estilo Bielsa. Van a todo o nada. Te pre-


sionan por todos lados, no te dejan respirar hasta que la
pelota queda debajo de sus tacos. Ofensiva, agresiva, es-
quemática. Hay que jugarle tocando, con paciencia, latera-
lizando hasta distraerla. Ella dependerá mucho de su esta-
do físico y su concentración. No son fáciles. Pero con
ellas, habrá espectáculo asegurado. Son honestas. Podrán
ganar o perder, pero aburrirte, jamás.
• Mujeres 3-5-2. Estilo Bilardo. Si te esperan, terminarán
defendiendo con 8. Controlan el partido, te sacan de las
casillas. Ojo si te convidan a tomar algo, porque más de
uno salió medio mareado de la cita. Ganadoras netas, cre-
ativas, luchadoras, buscarán el triunfo a cualquier precio.
Obsesivas, te estudiarán hasta el mínimo detalle. Pueden
enloquecerte con sus planteos. Son capaces de soportar
críticas feroces —tienen una visión conspirativa de la
vida— y sostienen su idea, caiga quien caiga. Son de salir
poco: prefieren una buena cena... y mirar videos.
• Mujeres 4-3-3. Estilo Menotti. Líricas, libres, soñadoras.
Confían en su talento y en su capacidad de seducción antes
que en la organización. Con ellas hay que vivir el momen-
to. Bohemias incurables, son de irse de golpe, impensada-
mente, aunque te dejen solo y en offside. De fuertes con-
vicciones, no son de callarse. Fuman, adoran la charla noc-
turna hasta el amanecer, no les preocupa ni el éxito fácil ni
el resultado a cualquier costo. Pueden perder, pero man-
tienen su gusto por la estética. Te enamoran fácil y te vuel-
ven loco más fácil, todavía. Carne de diván.
• Mujeres 4-4-1-1. Estilo todo atrás. Con falsa modestia
(jamás reconocerán sus objetivos), van por todo. A esas
chicas no hay que pedirles lujos. Regulan, especulan.
Cumplen, pero no seducen. Atacan, pero si sacan ventaja
no tienen pudor en colgarse del travesaño. Difícilmente se

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irán al descenso, jamás las sorprenderás escasas de efectivo.


Son independientes, saben defenderse en la vida, pero... les
falta un poco de magia.
• Mujeres 4-3-1-2, o 4-4-2, quizá un 3-4-1-2, a veces 3-3-1-3...
Cambian, se adaptan a lo que tenés. Honestas, trabajado-
ras, pragmáticas, cumplen con todo, les va bien. Pero na-
cieron sin esa magia. Sonrisa forzada onda Troglio, voz
monocorde a lo Russo, discurso políticamente correcto
tipo Ischia. Con el tiempo te aburren un poco, por más
copas que haya en las vitrinas del living. Si al menos tuvie-
ran ese coté tan chanta e isidórico de Caruso Lombardi...
Pero no. Eso sí: son muy buena gente. Si te alcanza...

Minuto 90

Tiempo cumplido. Me quedan unas líneas más de des-


cuento. Intentaré salvar el partido con un buen final. Ok: por
si a algún lector le queda alguna duda, las mujeres me gustan
mucho más que el fútbol, aunque como soy —ya dije— de
Racing, afirmar algo así parece una obviedad.
Que quede claro: jamás, por un partido de fútbol en vivo
—o una pelea de boxeo, que en mi caso es de alta prioridad—,
postergué una cita, un encuentro o una salida con una mujer.
Mucho menos tratándose de mi pareja. Lo juro por la zurda del
Chango Cárdenas y las gloriosas piernas chuecas del Mariscal,
Roberto Perfumo. Mantener esta línea de conducta no ha sido
difícil, sobre todo gracias a mis tres videograbadoras en línea.
Muy señores míos, para un romántico como uno, el amor
está primero, siempre.

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Hacete socio de este club

• Mujer-River. Imposible no enamorarse de ella. Hermosa,


rica, dueña de una mansión, exhibe con orgullo un impre-
sionante currículum vitae repleto de títulos. Se sabe supe-
rior. Pero tiene un problema anímico, no menor. Es inesta-
ble. Se deprime ante la adversidad y convive con inseguri-
dades que no ha podido superar en años. Cómoda y triun-
fadora en el ámbito local, le cuesta mucho sentirse extran-
jera. Justo la especialidad de algunos parientes cercanos,
inmigrantes que han conseguido logros impensados pese a
su origen humilde. Si estás con ella, nada de eso importa.
Es la más linda del baile... y lo sabe.
• Mujer-Boca. Ganadora. Te puede con el carisma. De enor-
me capacidad de seducción, es de hacer amigos con facili-
dad asombrosa. Como Evita —valga la comparación—,
sus actuales lujos no han quebrado su identificación con lo
popular. Muy producida en los últimos tiempos, trata de
competir mejorando su estilo, su estética. No es tan her-
mosa ni lo necesita: su fuerte está en lo que transmite.
Cuando ella quiere, te clava la mirada... y temblás.
• Mujer-Rácing. Un caso. Seductora, divina, con ciertos to-
ques sofisticados, pero con onda. Promete, sí, pero jamás
cumple. Uno tiene la ilusión, una y otra vez, pero no. Se
queda en el camino. Vive de viejas glorias. Todavía se la res-
peta, pero hay que quererla mucho-mucho para no mandar-
la al diablo. Eso sí: cuando te enamorás de ella, ya no te im-
porta nada. Como a Adelita, la seguís, por tierra o por mar.
• Mujer-Independiente. Mantiene su clásico paladar negro.
Amante de los lujos, fruto de sus inolvidables excursiones al-
rededor del mundo, también vive de recuerdos. Sus vitrinas

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están llenas de recuerdos valiosos. Su historia impresiona,


pero las cosas ya no le son tan fáciles. De todos modos
sigue siendo un minón, eso no se puede discutir.
• Mujer-San Lorenzo. Una luchadora. Perdió la casa, aho-
rró y salió adelante. Tiene códigos de barrio: es noble, no
te va a fallar nunca. Salir con ella siempre es una fiesta:
sabe disfrutar de la vida, se deja llevar por la pasión. Es
un poco bohemia, adora el tango, conoce de buenos
vinos. Sabe cómo seducir.
• Mujer-Vélez. Una sobreviviente de la célebre y castigada
clase media argentina. Modesta y sin tantos amigos como
sus amigas ricas, estudió, se aplicó y salió adelante. En los
90 aprovechó las oportunidades y tuvo un éxito increíble
aunque todavía, íntimamente, no se sienta a la altura de las
demás. Tiene experiencia, sabe administrar su dinero y le
sobra talento. Se produce, mejoró el guardarropa y ahora
se da el lujo de competir con las más lindas.

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XV
Admitámoslo:
La amistad entre el hombre
y la mujer no existe

“Sólo la amistad que ama encuentra razones para


decirle al amigo en voz alta lo que muchos
piensan en silencio. Y sus razones son siempre buenas.”
Hanna Arendt (1906-1975)

Ella es hermosa y tiene una virtud extraordinaria: sabe escu-


char. Nos aconseja, nos lookea cuando la pifiamos en la ropa o
el cuidado del pelo, nos revela secretos femeninos que suelen
confundirnos a la hora de la seducción, nos alienta después de
cualquier rebote, traduce los “sí”, los “no” y los “no sé”, que
nunca quieren decir lo que uno cree. En suma, nos protege, nos
mima. Ella nos mira y nosotros la miramos a ella. Compartimos
largas charlas y, recíprocos, nos esforzamos por conocer cómo
va su pareja (si la tiene) o por qué no consigue, ella que es tan
inteligente, tan bonita, tan buena mina. Es nuestra amiga. Nues-
tra amiga del alma. Alguien por la que podemos jugarnos el
todo por el todo, alguien a la que le deseamos lo mejor. Hablar
con ella es tan divertido, tan rico. Es como una hermana. Mejor

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que una hermana. Es divina, divina. Pero nunca pasará nada


entre los dos porque...
Pamplinas.
Ya aclararemos por qué. Ahora reproduzcamos cualquier dia-
loguito ocasional con nuestra amiga del alma. Por ejemplo éste:
—¿Y, como andamos? —nos pregunta pícara, cuando sabe
de alguna primera cita nuestra.
—Más o menos... —respondemos, porque cualquier infor-
mación que percibamos del mundo femenino será siempre vo-
luble, factible de segundas o terceras lecturas.
—¿Pasó algo?
—Nunca pasa nada la primera vez...
—¿Quién te dijo eso, corazón?
—La experiencia...
-Sos un tarado. Las que dicen eso son las mujeres, siempre. Y
vos te creés todo. ¿Cuándo la vas a llamar?
—Quizá sea ella la que quiera llamar... No quiero ser cargoso.
—Llamá. No pasés por quedado. ¿Cómo es?
—Fantástica. Hermosa. Pero de personalidad fuerte. Se le nota
—¿Fálica?
—No, no. Fálica no. Con... personalidad. Qué sé yo...
—Desarmala.
—¿Desarmarla? ¿Qué te creés que es, un reloj?
—Ay, ay, ay, dulce mío... No sé, criticale algo. La caída del
vestido, el color del pelo, el maquillaje. Nada grave, un comen-
tario como al pasar. Decile algo así: “Ay, te cambiaste esto, o
aquello. Me parece que te quedaba mejor como lo tenías antes.
Igual estás hermosa...!” Listo.
—Ahí se ablanda, se...
—Se desarma.
—Se desarma.
—Eso. Vas aprendiendo, lindo.
—Gracias. No sé que haría sin vos.

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—Ah... no sé. Después contame cómo te fue.


—¿Y vos, que onda con el bobo ése que no se anima a in-
vitarte a salir?
—Mmm... Más o menos. Es culpa mía por fijarme en hom-
bres femeninos. Es un plomo. Veré cómo lo manejo. Cuando ata-
que te nuevo, te cuento así me aconsejás vos qué hacer.
—Claro. ¡A ver si se despierta este salame!
Ella es solícita, gamba, comprensiva. Ella piensa en vos,
quiere lo mejor para vos y vos lo mejor para ella. Son como
almas gemelas. Los une un amor puro y desinteresado que...
¡Basta colegas, terminemos con el mito de la amistad pro-
funda hombre y la mujer! Seamos sinceros. Uno, está como loco
por el otro. Es así, créanme. Para que este tipo de fenómeno se
prolongue en el tiempo, necesariamente, debe cumplirse con
dos requisitos esenciales:

a) Cero atracción. Cero erotismo. Cero sexo. Es más: debería


existir cierto rechazo. Así, sí.
b) Solo uno; repito: uno (1) de los dos (2) debe estar conscien-
temente enamorado del otro. Lo entienda o no su calentu-
riento inconsciente. El otro, seguramente, dudará y jugará
con el deseo del otro y las cosquillas propias. Hasta que un
buen día, la cosa estallará. Sucede, es inevitable. Como la
caída de las estrellas, la tormenta de Santa Rosa o los almuer-
zos de Mirtha Legrand.

No quiero ser prejuicioso. No aliento la indiscriminalidad,


los celos absurdos, los triángulos. No afirmo que todo hombre
es un Tyson potencial, un desaforado, un sexópata listo a exci-
tarse hasta con las veteranas de la rama femenina del PJ. De nin-
guna manera. Lo que afirmo (con conocimiento de causa: pasé
años siendo amigo de una mujer bellísima, camuflando mi ena-
moramiento hasta en mi propia cabeza, mientras yo cambiaba

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de pareja y ella formaba su familia) es que muy improbable-


mente uno desnude su alma y siga ciegamente los consejos de su
amiga si no está triangulando. Es ella, tu amiga, a la que querés
de verdad. Te lo firmo, colega.

Expo recontra-amigas

No hay hombre que no tenga o haya tenido una amiga ínti-


ma a la que le cuenta todo. Es decir, casi todo. Ningún mucha-
cho nacional y popular admitirá (ni siquiera bajo tortura) una,
digamos..., falla en su mecanismo sexual. En la acción, todo es-
tará bien. El problema siempre será la otra. Que es fría o dema-
siado distante, que nos aburre o nos abruma, que no sabemos si
le gustamos o no, que nos snobea mal...
Pollerudos, ensimismados por el mundo femenino, busca-
mos a esta especie de mujer-par, la cuidamos y nos entregamos
a su Santa Palabra. Juraremos que la tentación no existe para no-
sotros. Inocentes, nos enojaremos, incluso, con quienes insinú-
en lo contrario. Especialmente si son otras mujeres (que todo lo
perciben con su antena invisible, amiguitos...). Lo que sí existe
—pienso— es una negación de Manual.
Detengámonos por un instante en estos casos de Manual.

• La amiga de la infancia. Uno la conoce de chiquito, la vio


con trencitas, jugando al elástico, con muñecas, llena de
acné. Bailó con ella —obligado, seguro— en los cumple de
15, los brazos abiertos, lejanos como puentes. Compartie-
ron exámenes, salidas, en fin... Una especie de hermana
perpetua. Alguien que resulta tan familiar, tan incorpora-
da a tu propia historia. Alguien despojada de todo erotis-
mo. Alguien... que un día se aparece, diez, quince, veinte
años después, convertida en una loba, dicho esto con todo

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respeto. Que habla como siempre pero te mueve la estan-


tería como nunca. Asignatura pendiente, pensarás, aunque
ni se te pasó por la cabeza tocarle un pelo, antes. Te senti-
rás un perverso, pero el instinto te guiará, hijo mío. O la
guiará a ella, por qué no. Y avanti.
• La amiga del trabajo. Si es subordinada tuya, harás todo
tipo de esfuerzos para que no se note que ella es tu preferi-
da. Inútil. Se dará cuenta todo el mundo, empezando por
ella, claro. Tu cabecita loca trabajará a mil y pensarás que no
es de hombre abusarse de tu autoridad, de tu posición. Pero
te quedarás hablando con ella con cualquier excusa, la man-
darás de viaje, le darás invitaciones para visitar museos o ir a
premieres de cine. Y, un buen día, café por medio, le conta-
rás lo que te pasa. Con ella, con las mujeres, con el resto de
la humanidad. Ya estás perdido.
• La amiga con sexo. No hablamos de una mosquita muer-
ta, ni de una profesional. Hablo de una relación que ter-
minó un buen día —o una buena madrugada— en la cama,
pero sin pensar en otra cosa que compartir un buen mo-
mento. Un clásico en la vida de todo hombre: es la clase de
mujeres que, entre separación y separación, uno llama
para estar con ella. Estar con ella incluye el sexo, sí, pero
no como condimento fundamental. Teatro de operaciones
de la más pura afectividad donde ensayamos nuestro
mejor amor, no es raro que nos quedemos con ella después
de la batalla final.
• La amiga de tu hermana. Aburrida como chupar un clavo
y además, fea. No está científicamente comprobado si las
hermanas tienen, efectivamente, amigas que están buenísi-
mas en lugares recónditos, fuera de la vista de uno. Pero es
probable. Si existen, las tienen a kilómetros de su hermano
solo y necesitado, siempre. Sólo cuando el personaje (uno)
está ‘ocupado’, de novio, con pareja, bien, pues aparecen con

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unos minones infernales que, encima, se quejan de que “no


hay hombres”. Aterrador e infalible.
• La amiga de tu amiga. Doble afirmación igual a negación:
será un plomazo inevitable. Olvídalo.

Ojo: jamás, nunca, ¡never!, te hagas “amigo” de tu ex

Los americanos, siempre tan liberales, siempre tan exóti-


cos en sus relaciones, suelen hacerse amigos de sus ex. Desde
Woody Allen con Diane Keaton, hasta la sitcom de Cybill
Shepherd, el la que un personaje, su ex, se convierte en una
especie de primo lejano de la familia que aconseja sobre po-
sibles candidatos, y hasta se hace amigo de ellos, los conseja.
Una porquería, si me permiten el exabrupto. Estos sajones no
conocen la temperatura en la que hierven los fetuccinis. Los
latinos somos diferentes. Puede haber muerto la pareja,
puede haber muerto el amor, pero eso de ver a tu ex con otro,
sonreírle y convidarle un canapé... No, no, mejor no me
hagan hablar más...
Y bueh. Mejor hablo. Debo advertirlos, colegas:

• ¿Por qué no me presentás a tu novia? (Truco de Bruja ex, mal)


Un amigo cayó, inocente en ese vieja trampa femenina. La
curiosidad mata al gato, embaraza a la mujer y condena a
muerte a los ex maridos. La nueva novia de mi amigo tenía
26 años, 17 (diecisiete leyeron bien) menos que él, pelo rubio
clarísimo, rasgos muy alemanes, boca ancha, bucles en las
puntas de la melena, ojos celestes, casi grises. La mujer
(madre de su hijo de 11 años), su misma edad: 43. Insistió
tanto que una aciaga tarde se produjo en el encuentro. En la
casa de ella, con canapés, te de Ceilán y mentitas. La velada

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fue tensa, pero casi amable. No sucedió nada extraordinario,


más allá de una incomodidad evidente.
—¿Otro té, querida? —decía ella, mutada de pronto de ti-
tular, en suegra, como una Mia Farrow de las Pampas.
—Gracias señora —decía la nena, que tampoco era un angelito.
En el medio mi amigo, como un idiota, mirando ese parti-
do de tenis, paf, ¡paf!, saque señora ex, punto señorita
novia nueva. Un desastre.
—¿Para qué me obligaste a pasar por esto? —preguntó la
nena que sospechaba que el verdadero adolescente inexper-
to era el señor mayor, mi amigo, un dominado sin remedio
que mostraba la hilacha de manera vergonzante.
—Disculpáme. Es que ella me insistió tanto, con tan buena
onda, yo pensé que te quería... no sé...
—Me cayó más simpática tu mamá —dijo ella y lo aniqui-
ló, con esa sola frase.
El tiempo pasó, la pareja despareja se fue desgajando de a
poco hasta separarse, y mi amigo y su ex volvieron al
mismo living del encuentro a discutir un tema sobre la es-
cuela y su hijo. Se pusieron de acuerdo rápidamente. Sin
embargo ella, después de una charla intrascendente, largo
la bomba sin avisar, de golpe y estalló en furia grado dos.
Él no vio venir el golpe: fue knock out. Ella, la ex, lo tenía
archivado y lo sacó terapéuticamente, de un sopetón. Lo
dejó salir, bien puesta en su lugar, ya sin máscaras:
—¡Por fin te veo razonar como un hombre, no como cuando
estabas al lado de esa adolescente, esa Heidi de cuarta que
trajiste a mi casa aquella tarde!
Boca abierta, frío en el estómago, final infeliz de la historia para
el género masculino. Amigo lector, aprende bien la lección:
Ni se te ocurra presentarle a tu nueva pareja a tu ex.
a) Evita cualquier encuentro.
b) Ni hables de ella.

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c) No hables sobre mujeres.


d) No hables.

• No conozcas al actual de tu ex.


Podés recordarla con afecto, o detestarla con pasión arreba-
tadora. Lo que no debes hacer nunca es averiguar sobre su
vida. ¿Para qué? La aparición de una competencia (no anali-
zaremos aquí en este breve espacio competencia a qué, pero
sí se trata de una especie de competencia, no lo duden) puede
despertar dinosaurios en siesta milenaria.
—¿Sabés que? ¡Estoy saliendo con el hermano de tu amigo
Carlos! Es un amor, ¿te gusta para mí? —te dice como al
pasar tu ex y vos sentís un extraño frío en el estómago,
que efectivamente nunca bancaste al maldito hermano de
tu amigo, siempre tan sonriente, deportivo, amante de tre-
par montañas y hacer anchos en piletas de largo infinitos.
Y eso ya lo hacía y exhibía ¡estando vos todavía casado
con ella! No. Si no querés agarrar del cuello a un inocen-
te, no te enteres de nada, no preguntes, no aceptes noti-
cieros al paso. Nein.

• No te compadezcas si está sola y se queja.


Conozco el caso de otro amigo que, totalmente desquicia-
do, comenzó a presentarle conocidos a su ex. Obvio: todos
horribles, o al menos peores que él. ¿Alguien puede imagi-
nar que un cristiano macho le presentará una joyita a su ex,
un tipo que lo supere en casi todo, solo para hacerla feliz,
consta que no pudieron hacer juntos vaya a saber por qué
treta del destino. ¿Acaso subestimaremos nuestra capaci-
dad de mezquindad, nuestra inseguridad, nuestro killer ins-
tinct, nuestro Santo Egoísmo Masculino? De ninguna ma-
nera. Ni te atrevas a hacerlo.

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La mujer es para quien (la trabaja) la ama

No quiero quedar como un troglodita. Tengo muy buenas


amigas mujeres. Una de ellas, la talentosa escritora y periodista
chaqueña Malele Penchansky, ha tratado durante años de expli-
carme con éxito nulo el funcionamiento racional del comporta-
miento femenino. No es su culpa ni la mía. De hecho aprendí
muchísimo. Es que esas cosas no han sido creadas para ser com-
prendidas. Quien entienda del todo a una mujer estará perdido
y destruirá toda chance de erotismo. Pero insisto: no quiero
quedar como una bestia que asegure que todo cristiano macho
desea voltearse a toda señorita que esté medianamente bien. No.
Para nadísima. Lo que digo es que si hay amistad, si hay interés
manifiesto. Si hay una compulsión por contar secretos de se-
ducción, historias de éxitos y fracasos, si uno pude consejos, si
cuenta los minutos hasta detallar todo lo hecho ante ella... Es
que es ella tu objetivo. Estás trian-gu-lan-do, amigo del alma.
Esa amistad terminará horizontalmente, lo digo con total since-
ridad y cierta experiencia de vida que me avala.
Y respecto a hacerse amigo de tu ex. ¿Para qué? ¿Con qué fin?
¿Qué motivo culposo te arrastra hacia ese terreno lleno de viejas ci-
catrices. No, mantente alejado, Pequeño Saltamontes. Vive feliz.
Y si tienes una buena, hermosa, comprensiva y solícita amiga
a la que sos capaz de contarle todo... Guau. Te espera la gloria.

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XVI
Sabio en amores,
de tanto fracasar

“Nos equivocamos a menudo en el amor,


a menudo herido, a menudo infeliz,
pero soy yo quien vivió, y no un
ser ficticio, creado por mi orgullo.”
George Sand (1804-1876)

La primera vez que fracasé en el amor tenía 12 años. Bailaba


un tema lento, sentía las manos de ella en mi cuello y ningún
músculo de mi cuerpo respondía a las órdenes de mi cerebro.
Entonces, ella acercó su boca a mi boca y yo... ¡con un impeca-
ble movimiento de mi cuello giré mi cara y dejé que su ardien-
tes labios se estrellaran contra mi mejilla! Que ardía, claro, por
la mezcla de excitación, pudor y vergüenza infinita. La segunda
vez fue con la misma protagonista que, sin desanimarse por el
blooper anterior, volvió a la carga en otra fiesta. Esta vez dejé mi
boca quieta, cerré los ojos y cuando las lenguas se tocaron, ape-
nas, sentí una sensación indescriptible. Una mezcla de excita-
ción, asco, miedo y dolor. Me mató el gesto, como de haber be-
sado a una usina eléctrica. Ella, una lady, giró y me dio la espal-
da eternamente. Nunca más la vi.

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Dicen los futboleros que un arquero está maduro y en su


mejor momento después de recibir 100 goles. El problema —suele
aclararse— es que no se los hagan en el mismo campeonato.
Con el fracaso, es indudable, uno aprende: es la base funda-
mental de la experiencia. Uno aprende... pero no escarmienta.
Y no sólo se tropieza con la misma piedra: muchas veces in-
siste en chocar contra ella como un yo-yo enloquecido una y
otra vez. Es que el amor (y no sólo ellas) nos vuelve locos.
Hablo en serio y en nombre de la ciencia: el amor y el tras-
torno obsesivo-compulsivo podrían tener un perfil químico
similar. ¿Qué quiere decir esto? Que el estado de enamora-
miento y las enfermedades mentales son bastante difíciles de
diferenciar. ¿Entendiste, loco? Muy bien, ahora, al grano

Fracaso a): Demasiado joven, mucho edipo

Todo el mundo recuerda a su primera novia con una son-


risa tierna. Salvo que hayas convivido con ella. En ese caso,
la ingenuidad, la desmesura y la montaña de hormonas en
acción son aplastadas por los problemas cotidianos, los ho-
rarios, las boletas a pagar, la ropa sucia, el orden... La mayo-
ría de nosotros crece en su casa, con Madre, creyendo que
las camisas usadas pueden dejarse en cualquier lugar porque
existe una fuerza sobrenatural que al día siguiente la deja
planchada, sin arrugas, lista para usar y en el cajón corres-
pondiente. En la convivencia entre veinteañeros, esa pila de
camisas puede bien aterrizar en tu cabeza y volar, balcón
abajo. Es justo: la amadísima no sabe planchar, ni cocinar, ni
le interesa aprender. Para eso están los restaurantes y lava-
deros. Y Madre, que ve la oportunidad ideal para reaparecer
e intervenir, solucionar problemas y “adoctrinar” a la nena
del nene. Un desastre.

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Conclusión: Ella, como Mariel Hemingway en el final de


Manhattan, se irá a estudiar cine a Europa, o a no sé donde. Se
va, pero no promete volver como en la peli. Hace bien.

Fracaso b): Ella tiene más edad: ¡Ordene mi Mayor!

Por alguna extraña razón tener una novia mayor que uno
(por ejemplo, de la edad de la inalcanzable hermana) puede pro-
ducir una infinita felicidad. Si venimos de una relación donde
ella era dulce pero muy dependiente, podemos llegar al éxtasis
cuando nos plantean cosas como ésta:
—En esta relación somos dos pares, dos individualidades. Ni
me abras la puerta, ni me saques el abrigo en el bar, ni pagues las
comidas. Nada de gestos machistas. Acá todo fifty-fifty, ¿okey?
¡Maravilloso! Uno cree que, por fin, entró al mundo de las
relaciones adultas y obedece, en todo. Pasa el tiempo y todo
fifty-fifty... hasta la primera crisis. Caras serias, alguna lágri-
ma, decepción. Ella dice que la relación no está bien, que hay
cosas que no funcionan.
—No sos dulce conmigo, no me siento contenida —dice, sin
ponerse colorada.
Conclusión: Fifty-fifty las tarlipes. Hay roles que no se
resignan nunca. Las mujeres lo saben mejor que nosotros, no
importa lo que digan.

Fracaso c): Ella trabaja conmigo, hay una multitud


en la cama

Pasamos demasiado tiempo encerrados en el mismo lugar.


No es raro que allí surjan afinidades, romances clandestinos y
parejas de lo más legales. Ser compañeros, en un mismo nivel

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jerárquico y salir es difícil. Si sos el jefe de tu novia es mortal


y ni siquiera me animo a imaginar un escenario donde ella sea
tu jefa. Estar juntos todo el día, no tener cosas nuevas y dife-
rentes que compartir, discutir internas, peleas y rumores del
trabajo en el living, la cocina y la cama, colegas... eso es un
tiro en el corazón del erotismo.
Conclusión: Donde se come... es mejor comer solo, que
afuera también hay gente.

Fracaso d): A ella no le importa nada de mi trabajo

Por ejemplo, uno es periodista y a ella ni siquiera le intere-


sa leer el diario. Al principio funciona, uno se embelesa con su
ingenuidad, sus preguntas, su despiste permanente, no saber si
Ibarra es el político o el 4 de Boca, si Borges es Jorge Luis o
Graciela, o si Carlos Calvo es la calle o Carlín. Ella ama la na-
turaleza, lee y olvida autores, sonríe encantadoramente ante
cada fallo a lo Susana Giménez, ni siquiera sabe lo que uno es-
cribe y uno la adora igual, hasta que un día, simplemente, pla-
nea tirarla por el balcón.
Conclusión: Los extremos son malos. Pasar de convivir con
una colega a una amadísima que viva en un freezer no es conve-
niente. Los extremos se tocan... y, zás, llega el cortocicuito.

Fracaso e): Ella tiene su carrera y también te quiere a vos

Las intelectuales suelen ser fascinantes. Y como al hablar de


Hegel, Giorgio Agamben o John Locke, entran en un evidente
estado de excitación psicomotriz; uno se ilusiona con que tam-
bién serán apasionadas en la intimidad. No siempre sucede. Las
charlas con ellas son riquísimas: las citas a Michel Foucault,

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Hanna Arendt, Sartre o Jean Baudrillard serán infinitas y el


menor amago de prender la tele para ver cómo va un partido de
fútbol puede aniquilar la relación para siempre. Los libros lo in-
vaden todo: el dormitorio, el living y tu cabeza. No hay peligro
de infidelidad con seres humanos: sí te engañará con una beca,
una conferencia o una monografía interminable sobre los movi-
mientos de masas en África septentrional.
Conclusión: Sí, ok, tendrá su título y su posgrado, pero en
romanticismo y/o erotismo todavía le falta dar el examen de
ingreso. Aplazo total.

Fracaso f): Ella te quiere... pero no puede seguir con vos

Esto es raro, pero sucede. No se trata de una sanata para sa-


carse de encima a un pesado, no. Es así, nomás. Las mujeres sue-
len tener una intuición infalible. Lo que no adivinan se ocupan
de que suceda igual. Quizá por ese don metafísico, o por auto-
profecías que serán cumplidas sí o sí, un día cualquiera, se dan
cuenta de que las cosas no van bien. Y querrán cortar, aunque
no se haya vivido ninguna situación tan grave como para no ser
charlada, aunque la pasión perdure, aunque no se note un des-
gaste irreparable. Se separan aunque todavía exista el amor. Por
las dudas, para no sufrir después, vaya a saber.
Conclusión: Mucha terapia, resignación y capacidad de
asombro. Nunca se sabe lo que puede pasar. Difícil salir de ese
laberinto: un helicóptero ayudaría.

Fracaso g): Ella quiere dedicarse solo a vos

Es decir: colgar el diploma, si lo tiene, abandonar la carrera


y convertirse en una ama de casa onda Doris Day. Ella cree que

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ésa es la base para armar una familia. Todo muy lindo, pero pa-
sado un tiempo maravilloso con velas románticas en la mesa,
pavos a la York, truchas a la manteca negra, vinos finísimos,
postres exóticos y champagne, uno descubre que la mujer de la
que se enamoró es como una... ¡Oh, Madre Mía, lo que estoy
por escribir! Telón rápido.
Conclusión: Los roles son los roles, pero no hay que exa-
gerar. Una cosa son las plumas de una vedette y otras un plu-
mero. No va a andar.

Fracaso h): Ella te dice a todo que sí

Puede acompañarte, sin chistar ni hacerte el menor proble-


ma, a ver una peli de Greenaway o una de Stallone. Te da la
razón en todo, espera saber cuál es tu interés para sumarse en-
seguida. Lo peor es que eso se parece mucho al amor, pero... no.
Conclusión: ¡Separémonos!, hay que decir en voz alta. Y
si es coherente, se irá.

Fracaso i): Ella te dice a todo que no

Eso es tener personalidad, creen muchas mujeres. Como si


se tratara del bloque de la oposición, te cuestionan todo, te acu-
san de no escuchar sus razones, de egoísmo crónico, de narci-
sismo y, si la agarramos en un mal día, también de machista. Si
habla mientras duerme (puede suceder), repetirá solo una pala-
bra: “No. No. No”. Cuando despierte, también.
Conclusión: Si uno le dice que la ama más que a nada en el
mundo, listo. Todo se irá al demonio.

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Fracaso j): Ella duda, duda, duda, duda

Dice que te quiere, pero que hay algo... algo... Que no sabe
lo que es pero que le hace ruido. Ella está segura de que vos la
querés, pero hay “algo” en vos que... De todos modos, cuando
analiza todo cree que la relación está bien. Pero teme que ese
“algo” aparezca de pronto y confirme sus sospecha de que la re-
lación se está... desgastado porque... Aunque...
Conclusión: Si hay “algo” que debemos hacer, es no dudar.
Colegas, acelerar a fondo y perdernos en la primera curva.

Fracaso k): Ella no duda nunca

“La duda es la jactancia de los intelectuales”, dijo allá lejos


y hace tiempo en épocas de rebeliones el entonces militar
Aldo Rico. Que ella no dude jamás también es fatal. No sólo
porque eso te recuerde el pétreo rostro de Rico (¡cómo eroti-
zarte así, hermano!), sino porque una cabeza dura también
endurece el corazón. Ojo.
Conclusión: La falta de duda aniquila la sorpresa, el diálogo
y baja definitivamente la temperatura. Y chau.

¡Fracasamos tanto que nos las sabemos todas!

La apuesta es infinita. La próxima pareja será diferente a


todas las anteriores (no hay dos mujeres iguales, aunque actúen
de la misma manera), pero en el fondo de nuestro corazoncito
creeremos que alguna de sus características nos resultará fami-
liar, se parecerá a algo que ya vivimos y que fácilmente nos
amoldaremos con la ayuda de nuestra experiencia. Sabiendo lo
que nos espera, sabremos cómo actuar, cómo neutralizar los

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conflictos, cómo llevar ese nuevo amor hasta lo infinito. Ser fe-
lices y comer perdices, al fin. Un poco de estabilidad, sueña uno.
Basta de veletear. ¿Cuántas mujeres deben pasar por la vida de
uno hasta encontrar el Verdadero Amor?
Aclaración final: Hay que saber diferenciar bien al Casanova
del Fracasador Involuntario. Si el Casanova tiene muchas muje-
res, es porque ciertamente no puede con Una. En cambio, nues-
tro héroe, el Fracasador Involuntario, busca desenfrenadamente a
esa Una... en muchas. No le sale, eso pasa. Por eso insiste.
En fin. Suerte con la próxima, colegas, que la vamos a necesitar.

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XVII
¿Qué fue lo más loco
que te pasó
con una mujer?

“Las batallas contra las mujeres


son las únicas que se ganan huyendo.”
Napoleón Bonaparte (1769-1821)

—¡Noooo, ¿otra vez vas a contar la historia de la rubia que


resultó ser un travesti? Pará, ¿no te pasó nada más raro con las
mujeres? Dale... ¿Quién no se confundió alguna vez una prin-
cesita con un marinero bengalí?
Memo soportó la risa feroz de toda la mesa y hasta del
mozo, que traía otra vuelta de café. Herido en su orgullo, los
miró desafiante y dijo:
—Tengo otra peor. Lo que pasa es que no me animaba a
contarla...
Eduardo, Gustavo, Omar y Alberto (que era quince años
mayor que ellos pero fue aceptado como uno más en el
grupo), se miraron entre sí. Todos eran abogados, treintañe-
ro-cuarentones, y cada mediodía se reunían en un bar de
Tribunales a hablar de bueyes perdidos, como cuando eran

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estudiantes. Mientras abrían sus sobrecitos de azúcar y re-


volvían el café, Memo empezó a hablar.
—Tuve una historia con una ex novicia, Magda. Nos pusimos
a hablar en la cola del banco y terminó invitándome a su casa. Eso
sí que fue re loco... Novicia era la mina, ¿se dan cuenta?
Gustavo iba a tomar el primer sorbo, pero apoyó la taza
otra vez. Escéptico, preguntó que tenía de raro salir con una
ex novicia. Muchas chicas abandonan, pierden la vocación,
forman una familia. ¿qué tenía de tan extraño?
—Lo que ella hacía —dijo Memo, algo misterioso—, y lo
que había en su casa.
—¿Qué hacía, qué había? —preguntó, ansioso, Eduardo.
Memo levantó las cejas. Suspiró. Juró por lo más sagrado
que nunca había contado la historia. Todos se quedaron en si-
lencio, escuchándolo:
—Era flaca, muy pero muy flaca. Impresionaba. Tenía el
pelo corto, rubio. Usaba un top corto y se le notaban las cos-
tillas. Y en su departamento... uf, había velas por todos lados.
—¿Velas? Eso está bueno... —reflexionó Omar.
—No, no entendés. No era decoración. Había velas pren-
didas en cada rincón, con imágenes religiosas, virgencitas,
santos, angelitos, cruces... Parecía una santería. Cuando en-
tramos, ella sonrió y yo, tragué saliva.
—¡Era como la casa del personaje de Joe Pesci en JFK, ese
que era parte de la banda que mató de Kennedy! —dijo
Eduardo, fanático del cine. Los demás revolvían el café sin
parar, como hipnotizados.
—Esa mina estaba del tomate... —susurró Omar.
—¿Y? ¿Pasó algo o te fuiste corriendo? —preguntó el coro
griego de la mesa.
—¡Un guerrero jamás detiene su marcha! —dijo Memo levan-
tando el dedo. Era su frase preferida. La había sacado de una vieja
canción de Spinetta inspirada en el Don Juan de Castaneda—. Me

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la banqué, como un caballero. Tomamos un té medio raro con


gusto a nada, ella puso unos corales tenebrosos del siglo XVI, de
Gesualdo. Después fuimos al cuarto. Un clima...
—Brrrr... ¿Más velas?
—Un montón. Me recosté en la cama y cuando quise hablar-
le, me miró se puso el dedo en la boca, como las enfermeras, ¿vie-
ron? Y se hincó y susurró una especie de plegaria, muy bajito. Yo
me quedé paralizado. Después, se acostó a mi lado...
La boca de todos en la mesa dibujaban una letra o perfecta.
—Cuando terminamos, mientras yo me vestía, ella se in-
clinó y otra vez el susurro y la plegaria. Duró menos que la
primera. Levantó la cabeza y me dijo: “¿Querés otro té?”.
“Sí”, dije. Y no me animé a preguntarle nada...
—¡¿Qué novicia?! La mina se había escapado de un loque-
ro... —dijo Gustavo.
—Y, en el asunto... digo, eh... en la cama... —Omar cuida-
ba su lenguaje, como si la novicia estuviera presente, obser-
vándolo, vela en mano— ¿todo bien o era un fiambre?
—¡Una fiera, qué fiambre! —aseguró Memo con firmeza.
—No lo puedo creer. Antes, y después... que bárbaro, —re-
petía Eduardo mientras movía la cabeza.
—Me tomé ese te rarísimo y me fui, medio shockeado.
Nunca más la volví a ver.
Silencio. Todos aprovecharon para liquidar lo que quedaba en
las tazas y pedir otra vuelta, con alguna cosita para picar.

Debut en una comisaría

Alberto, que no había dicho una palabra mientras Memo


contaba su historia, dijo:
—Perdoname, pero yo tengo una más rara todavía...

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Sonrisas incrédulas. Alberto los miró desafiante y, como


un periodista, les anticipó un título:
—Yo debuté en una comisaría.
(...)
Silencio. Los personajes de la mesa se paralizaron, como si
alguien congelara la imagen en una isla de edición. Eduardo,
escandalizado, dijo, como si le dolieran las palabras:
—Albertito... ¿No me digas que te agarró algún preso,
como en Expreso de Medianoche y te...?
—No, no, qué preso. La historia es así...
Los codos de todos se apoyaron en la mesa. Alberto era un
cincuentón muy bien conservado. Escribía bien y contaba
mejor. Sabía manejar los tonos, los silencios.
—Yo andaba por los 18 y todavía no había debutado.
—Flor de nabo, a esa edad... —interrumpió sin piedad
Omar. Pidió disculpas.
—Una domingo a la noche, a eso de las ocho y media vino
Tito, un amigo del barrio, más grande que yo. Jugábamos en
el mismo equipo de papy fútbol. Me puso la mano en el hom-
bro y me dijo: “Nene, hoy debutás. Te venís comigo”.
—¿Y vos?
—Aterrado. Intenté cualquier excusa, pero fue inútil. Me
llevó a la rastra. Tomamos un colectivo y bajamos en la es-
quina de una comisaría. En aquellos años, por seguridad, po-
nían una luz muy fuerte enfocando hacia fuera, al lado de
una garita. Enceguecía.
—¡Hollywood! —dijo Memo mientras los demás se burla-
ban de la edad de Alberto.
—Otra que Hollywood... Los 70 eran tiempos pesados.
Mi amigo Tito estudiaba para detective privado. Sí, no se rían.
Empezó por correspondencia y después hizo un curso.
—¡¿Y tu amigo detective te llevó a la comisaría... para de-
butar?! —Gustavo no le creía nada.

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—Sí. Los policías le conseguían trabajos de custodia, el


seguimiento a algún marido infiel, esas cosas. Y él se hizo ín-
timo del hijo del comisario, un atorrante. El pibe fue al que
se le ocurrió la idea.
—¿Que idea? —preguntaron.
—Una partuza en la comisaría. Si se enteraba el viejo lo
mataba. Había conseguido un viejo proyector Super Ocho,
tres películas porno en blanco y negro y una sábana blanca,
como pantalla. No funcionaba el sonido pero a nadie le im-
portó: ver algo así en esa época donde todo estaba prohibido
era un lujo. Empezaron y yo no podía creer lo que veía. Para
mí era todo nuevo. La luz intermitente me permitía espiar a
los demás espectadores, un oficial de guardia, dos suboficiales
y un agente. Todos amigos del hijo del comisario. Fumaban en
silencio, con la vista clavada en la pantalla. El único ruido era
el ronroneo del proyector. Rrrrrhh... Todos a mil, como yo.
—¡Y allí nomás perdiste, Alberto! —largó la carcajada
Gustavo. Los demás lo hicieron callar.
—Cuando terminó la última película, el hijo del comisario
preguntó al agente, que iba y venía de la guardia: “¿Y, llega-
ron?”. Una seña: “sí”, contestó otra voz desde afuera.
“Listo”, me dijo Tito. “En un rato preparan todo”.
—¿Quién llegó? ¿Qué prepararon? —preguntó, suplican-
te, Memo arañando el mantel.
—Las chicas que hacían la calle. En esa época había estado
de sitio, te podían detener hasta 72 horas por averiguación de
antecedentes. Todos las conocían porque trabajaban en la
zona. Esta vez, negociaron un canje: las dejaban ir si se ban-
caban la fila de clientes, sin cargo. El primero, yo.
Dijeron que sí, claro. Las llevaron por un pasillo lateral,
así que no las pude ver. Tito pidió un aplauso para mí, que
por fin iba a debutar. Un papelón. Fuimos hacia el fondo.
Cruzamos un patio y paramos frente a tres puertas de metal.

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Los calabozos. Cada puerta tenía una ventana que se podía


abrir sólo desde afuera. Me señalaron la puerta del medio.
Entré. Un lugar angosto y largo. Habían tirado un colchón de
una plaza en el piso y, colgada con un alambre, una bombita
de 25 watts. Entonces la vi, sentada sobre el colchón. Era
rubia y ya se había sacado la pollera. Le pregunté como se lla-
maba. Me miró de costado y dijo: “Metéle, nene, que no
tengo toda la noche”. Me desvestí a toda velocidad. Tenía una
mezcla de pánico y excitación furiosa. No sabía qué hacer.
Ella me fue acomodando de a poco. Lo demás fue puro ins-
tinto. Cerré los ojos y me convertí en un pistón humano, en
una máquina. Transpiré como en una maratón. Me sentía una
fiera, les juro. Al final grité y abrí los ojos.
—¿Y?
—Le vi la cara, a diez centímetros. Mascaba chicle. Tenía
la vista clavada en el techo y parecía aburridísima. Casi me
muero. Mientras me vestía, para levantarme la moral, creo,
me dijo que por haber sido la primera vez no había estado tan
mal. No sé cómo lo supo. Sonreí, y abrí la puerta. Allí esta-
ban todos, pegados a la puerta, esperando al héroe de la
noche. Hubo algún aplauso mientras yo me subía despacito el
cierre del pantalón y agradecía, orgulloso, canchero. Como
disfrutando el momento.

Seductor patológico que arrasa con todo

La mesa quedó en silencio por un largo rato. “Qué debut,


Alberto...”, comentaba uno u otro. Al rato, Gustavo tomó la
palabra. Tenía algo para confesar “de una época medio aloca-
da que tuve”. Era su turno.
—Con mi primera novia casi me caso. Estuve como cinco
años de novio, desde los 18 a los 23. Ella era hija única y la

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madre la había tenido muy joven. Parecía la hermana, estaba


fuertísima. El padre era un personaje. Un atorrante que la ju-
gaba de pacato. Una noche me invitó a salir con él. Inventaba
cualquier excusa, reuniones en la empresa, seminarios, cual-
quiera. Se la pasaba de juerga en juerga. Ahí empezó a pre-
sentarme mujeres. Gatos caros. Él pagaba todo.
—¡Ésos son suegros! —dijo Omar. Gustavo sonrió y levan-
tó la palma de la mano como diciendo “esperen, que hay más”.
—El padre, que las hacía todas pero para afuera era un señor
muy conservador, estaba seguro que si me presentaba mujeres, yo
no iba a tocar a su nena hasta el casamiento, ¿comprenden?
—Bueh, mejor eso y no uno que te persiga con una esco-
peta onda Barreda... —reflexionó Alberto.
—De todas maneras... La verdad es que ya hacía rato que
me acostaba con su hija.
(...)
Breve silencio e inmediata explosión en la mesa. Palmadi-
tas en la espalda, aplausos, risas.
—Paren, que falta otro detalle... ¿Se acuerdan que les había
contado que la madre estaba muy buena? Bueno...
—(...)
Silencio sepulcral. El coro griego de la mesa gritó al uní-
sono: “¡Nooooooo...!”
—Sí.
—A los gatos del padre, a la hija y también a la madre. ¡Es
Teorema, la de Pasolini! ¡Sos Dustin Hoffman en El Gradua-
do! —se entusiasmaba Eduardo, el cinéfilo.
—¡Esto merece un brindis! —propuso Omar y todos se
prendieron con un champancito que siempre les tenían prepa-
rado en el bar si ganaban algún juicio jugoso.
—Sos de lo peor, hermano... A partir de ahora ni a mi
abuela te presento, ¡enfermo! —dijo Memo y no parecía
estar bromeando.

— 165 —
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Sobre cómo huir hacia adelante

—A mí me gustan todas: rubias, morenas, pelirrojas, con


pecas, pelo lacio, ondulado, largo, cortito. Me gustan armo-
niosas, estilizadas, no tan altas, pero...
Le había llegado el turno a Eduardo. El coro griego pre-
guntó la obviedad: “¿Pero qué?”
—No me gustan las gordas.
—A mí me encantan —dijo Omar mientras Gustavo apro-
baba: —¡Carne argentina! El coro griego preguntó: “¿Tuviste
algo con una gorda?”
—Sí. Resulta que hace unos años me dediqué al levante
por Internet. Era la novedad. Los sitios eran gratis y pocos
tenían foto. Entré en uno y nos pasamos el teléfono con una
chica. Lo único que sabía de ella era que tenía 28 años, que
era rubia y que tenía ojos verdes. La llamé a las 11 de la noche
y nos pasamos casi tres horas hablando. Tenía una voz se-
ductora y yo estaba muy lanzado. Así que le propuse: ¿qué
tal si tomamos un café en tu casa? Ya eran como las dos y
media de la madrugada...
—¿Y aceptó? —preguntó el coro griego.
—Dudó, pero al final aceptó.
—Rubia y de ojos verdes. ¡guau! —se entusiasmaron.
—Vivía en Caballito. Ni lo pensé: bajé, subí al auto y lle-
gué enseguida. Frené justo frente a la puerta de su edificio.
Caminé con paso firme hacia el portero eléctrico. Pero, mien-
tras mi dedo buscaba el botoncito del 7º C, un puñalada hela-
da me atravesó el estómago: ¿Y si era gorda? Cerré los ojos y,
jugado por jugado... toqué. “Hola corazón. Bajo y te abro”,
contestó la voz seductora del teléfono. Desde la puerta de en-
trada, después de un minuto que duró un siglo, observé la luz
del ascensor que llegaba a la planta baja. Entonces la vi.
(...)

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Suspenso. Todos se miraron entre sí. Como con temor,


preguntaron:
—¿Y... como era?
Eduardo se tomó su tiempo. Suspiró. Y dijo:
—Inabarcable. Inmensa. Descomunal. Tardó media hora
en atravesar la puerta —exageró— Me quedé paralizado. Me
dio un beso y la seguí hasta el ascensor donde nos rozamos,
inevitablemente. Tardamos un siglo en subir esos siete pisos.
En el departamento había sahumerios, una luz medio azulada
y música bajita. Había preparado todo. Entré como quien
entra a la cámara de ejecución... No tenía salida. Eran las tres
de la mañana. ¿Qué excusa podía inventar? ¡Me esperan en el
juzgado! ¡Mi madre necesita que la acompañe al médico!
¡Dejé la leche en el fuego! Nada, nada, estaba liquidado...
—¿Y fuiste al sacrificio, nomás?
—Pensé en advertirle que tenía... problemas de impoten-
cia, algo así. Pero... uno tiene su orgullo, ¿no?
Todos asintieron: se trataba de una salida indigna, sin duda.
—¿Entonces?
—Utilicé una táctica militar: huir hacia delante. Ella pre-
paraba café en la cocina y me decidí. Entré, apunté directa-
mente hacia el pelo que efectivamente era rubio, largo y on-
deado pero no natural, delicadamente la tomé de los hombros
y la hice girar, clavé mi mirada en sus ojos verdes, que de ver-
dad eran verdes y sin decirle nada, la besé.
—¡Y ahí nomás la gorda te llevó para el fondo...! —se en-
tusiasmó Gustavo.
—No, no hubo tiempo. Fingí ponerme mal. Me agarré la
cabeza, le dije que me había zafado, que me perdonara, que
recién nos conocíamos y yo me estaba comportando como un
irrespetuoso en su propia casa. Que sentía que había traspasa-
do un límite, que me sentía culpable, que todo era una locura.
Que mejor me iba y la seguíamos otro día, más tranquilos...

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—Y ahí te encerró en el baño... —Alberto lagrimeaba de


tanto reír...
—No, se quedó conmovida y me acompañó hasta la puer-
ta del edificio.
—¡Encima quedaste como un duque, chanta...! —dijo Omar.
—Bajamos, nos despedimos mirándonos a los ojos, subí al
auto, puse primera y las gomas chirriaron. Pensé en cambiar
el número de teléfono, pero después de un mes se cansó y no
llamó más. Todavía me dura la culpa. Desde ese día, nunca
más una cita a ciegas.

Testigo en la cama

—Y vos, Omar. ¿Nunca te pasó nada raro con las mujeres?


—preguntó Memo.
—Bueno... Antes de recibirme viví un par de años en Ma-
drid. Durante los primeros meses estaba mal, deprimido. Ex-
trañaba. La única posibilidad de que pasara algo con una
mujer era que me tocaran el timbre de mi casa, les juro. Pero
una tarde... lo tocaron. Era mi vecina del piso de arriba, que
había discutido con la del 4º B porque la acusaba de hacer
mucho ruido cada vez que subía la escalera de madera de su
dúplex. Me preguntó si yo escuchaba algún ruido molesto y le
dije que no. La verdad era que cada vez que subía su escalera
parecía que se caía el edificio. Pero estaba buenísima, así que
mentí y la invité a comer. Dijo que sí, que arreglábamos en la
semana. Pasaron dos días y otra vez sonó el timbre. Era bas-
tante tarde, las doce de la noche, creo. Lloraba. Tenía puesto
un pijama y estaba descalza. Hablaba entre sollozos. Lo único
que le entendía era “ese cabrón”. Me agarró de la mano y me
llevó a su departamento. No me soltó hasta que llegamos al
dormitorio. Ella se metió en la cama y empezó a marcar un

— 168 —
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número en su celular. Me senté bien al borde; no sabía qué


hacer. Me hizo señas que me desvistiera y abrió las sábanas.
Obedecí. Discutía con el novio, se decían de todo. Ponía el te-
léfono cerca de mi oreja y me hacía escuchar. Una locura.
—¿Discutía con el novio... con vos en la cama? —pregun-
tó el coro griego.
—Sí. Lloraba, marcaba el número, discutía, lo insultaba,
cortaba y me abrazaba. Lloraba y volvía a llamar. A veces lla-
maba él. Así, más de diez veces. Mucho más no me acuerdo.
Los dos nos quedamos dormidos.
—¿Y no pasó nada?
—Esa noche no. Pero en la segunda pelea, ya sí. Por suer-
te para mí no se llevaba bien con ese muchacho. Cada vez que
se peleaba se descargaba conmigo. Gracias a esa pareja empe-
cé a extrañar menos...
—Qué raro es todo esto, che... —reflexionó Alberto mien-
tras se ponía el saco y dejaba la propina. Todos se levantaron.
—Muchachos, la vida es muy extraña —saludó el mozo,
mientras se llevaba la bandeja llena de tazas vacías hacia la
barra. Siempre decía lo mismo. Todos asintieron.
Es verdad. La vida es rara.

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XVIII
Crónicas falsas del 2001
Escríbelo de nuevo, Asch
(Exilio I, Casablanca)

“El deseo es el apetito con conciencia de él.


No queremos, ni deseamos algo porque
juzguemos que sea bueno. Creemos que algo es
bueno porque lo queremos, lo apetecemos y deseamos.”
Baruch Spinoza (1632-1677), de su Ética, capítulo III, 9

El ambiente no ha cambiado. Refugiados, mercenarios, de-


sesperados, borrachos perdidos, mujeres dispuestas a todo por
un pasaporte, hombres dispuestos a todo por un dólar. Los vie-
jos ventiladores de techo movían esa masa húmeda y caliente de
un lado a otro. Los rostros de los clientes y los meseros, acalo-
rados siempre, brillaban menos que sus ojos, siempre fijos en el
otro. En lugares como éste, la gente no se mira, realmente. Se
espía, o trata de descubrir algún rasgo vulnerable, una debilidad,
la manera de aprovecharse.
El Rick’s Café American no había cambiado tanto desde
aquel verano de 1942 en Casablanca. Ahí estaba todavía el
maldito piano y Sam tocando hasta el hartazgo As time goes

— 171 —
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by, remixado y aun en versión rapera. No había retratos de In-


grid Bergman a la vista, aunque sí una publicidad de perfume de
su hija Isabella Rosellini. El que atendía la barra y cobraba los
tragos era una cara conocida, sobre todo en medio de la niebla
que largaba la cafetera express. Se llamaba Paul Heinred, era el
cínico y heroico oficial francés que aquella última noche mató al
jefe nazi de las SS en el aeropuerto. Todo para que Rick obliga-
ra a la pobre Ingrid a abandonarlo, a irse con el idiota de Lazlo,
su marido, a tomar el avión para seguir con la historia esa de or-
ganizar La Resistencia, lejos, en París.
Bogart estaba parado en la puerta del su bar. El lugar to-
davía parecía un decorado barato: el cartel brillante con letras
cursivas, los horribles motivos árabes de las puertas. Él, im-
pecable, llevaba puesto un smoking blanco, camisa blanca,
pantalón y moño negros, y sostenía el cigarrillo como fuese
una joya que había que exhibir. Después pitó y la punta se
hizo más y más roja mientras devoraba rápidamente el papel.
Entrecerró la boca, esperó unos segundos, inclinó la cabeza
levemente hacia atrás y largó el humo como si rociara el
techo con nubes de nicotina. Cuando fui hacia él, apenas
movió la comisura de los labios. Era su señal de aprobación.
Entramos. Me señaló una mesa pequeña sin mantel. Estaba
escondida atrás, cerca de la puerta de la administración, desde
donde entraba y salía gente con portafolios y paquetes. Sobre
la madera, unas copas todavía vacías, una botella de bourbon
y un pocillo de café.
—Es para usted, Asch. Sé que los periodistas toman café
todo el día. Tomar líquidos calientes, usted me perdonará la
franqueza, es una basura. Debería probar esto.
Llenó dos copas. Yo agregué tres pastillas de sacarina en mi
pocillo y Bogart pitó otra vez, para no ver. Merecía otro Oscar
sólo por ese gesto de asco. Fui al grano.
—Estoy en problemas, Rick.

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—Mire Asch, llámeme Bogart, por favor. Estoy harto de


este papel. Hasta Laureen me llamaba Rick, ¡maldito sea
Dios! —me dijo, mientras sacudía la cabeza. Se lo veía moles-
to, impaciente. Sacó del bolsillo interno de su smoking la ci-
garrera de plata y su encendedor dorado. Iba a seguir fuman-
do aunque yo tosiera hasta morir.
—Mire, lo que yo necesito es una visa.
Bogart me miró fijo, como atravesándome. Así se quedó,
mientras llevaba el cigarrillo al pecho y la copa a sus labios.
Después sonrió, aunque eso que se dibujaba en su boca no se
parecía a ninguna sonrisa.
—Cuando hay guerra o los países quiebran todos quieren
una visa para huir como ratas. ¿Quiere algo neutral? ¡Pruebe
con Andorra o Mozambique! Oh, por cierto. ¿Qué diablos le
pasó en esa mano? —Bogart dejó de perforarme y prestó un
poco de atención a mi yeso. Cubría desde los nudillos hasta el
codo y dejaba tres dedos libres: con ellos sostenía mi taza de
café con sacarina. Yo arqueé las cejas, hice una mueca de dis-
gusto y apoyé torpe y ruidosamente la taza en el plato. Alguien
se había hartado de la CNN y las imágenes del derrumbe de las
torres gemelas y puso MTV en la pantalla gigante: empezó a
sonar un video de Björk.
—Fue sólo un golpe. Nada serio. En 20 días me lo sacan.
Bogart no registró ni siquiera el sonido de mis palabras. Si-
guió su frase como si no le hubiese contestado nada.
—Mire, Asch, no lea tanta novela negra si no le sirve de
nada. Cuando se saca un arma, hay que disparar, siempre. De
otro modo, siempre alguien apretará el gatillo y habrá una bala
para usted. Cuando se golpea, hijo, se elige una buena zona
blanda: la boca del estómago, el hígado, el pecho, la nuca, la
mandíbula o justo en medio de los testículos. No se le pega a las
paredes. Los nudillos se rompen fácil. Usted necesita algo más
que una visa. ¿Dejó análisis? ¿Hace mucho que no ve a su papi

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del diván? —esta vez la sonrisa fue irónica. Maldito. Me había


tocado justo en mi punto débil.
—Sí, claro. No tengo ni un dólar partido por la mitad. Todo
mi dinero está perdido en algún lugar de la frontera entre Para-
guay y Brasil —le dije y traté de mantener la calma. No quería
contarle todo de golpe.
—Ok, lo sé todo, descuide. Seguro que es Vinicius Cardozo.
No me diga que ese maldito truhán lo engañó también a usted.
Giros de divisa, oro, camiones con combustible... Hace años es-
tuvo por aquí: es un gordo divertido. Lo golpeé un par de veces,
es verdad, pero me caía simpático. ¿Quiere que lo haga matar?
—Bogart era capaz de decir esas cosas sin demostrar la menor
emoción y yo fui capaz de escucharlo de idéntica manera. Estu-
ve a punto de decirle que sí.
—No Bogart. Lo que yo necesito es recuperar mi dinero y
salir de la Argentina de una vez. ¿Me entiende? ¡Ese país es un
infierno! —le dije mientras apoyaba mis codos en la mesa y me
inclinaba hasta llegar lo más cerca posible de su rostro.
—Ay, ay, ay, no me haga llorar, Asch. Soy un maldito nortea-
mericano, todo el mundo me odia y vivo eternamente en Casa-
blanca rodeado de calor, mugre y traiciones. El amor de mi vida
me duró apenas unos meses en París y ella tuvo que volver con su
héroe de guerra simplemente porque a Michael Curtiz, el director,
se le ocurrió que era el mejor final para la película. Y aquí me
quedé, sólo, encerrado en un póster como Guevara, con un negro
que siempre toca la misma canción y un oficial francés de bigotito
ridículo. ¡Y usted quiere conmoverme con su drama barato de país
quebrado y su mano rota, por favor...! —Bogart terminó de gritar
y apoyó su vaso sobre mi yeso. Trató de avergonzarme. Yo lo miré
furioso y, como un reflejo inexplicable, tomé de un sorbo el boru-
bon que había volcado en mi copa. Un fuego atroz empezó a es-
trangularme la garganta y el pecho. La voz me salió extraña. Bo-
gart, ahora tranquilo, me miraba detrás del humo.

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—¡Maldito sea, Bogart, váyase al diablo! Necesito una visa


para ir a Estados Unidos y hacer algo en ese país apestoso y vul-
gar para poder vivir. No me psicopatee más con su puta pelícu-
la que ya la vi como un millón de veces...
—Vamos, hombre, tranquilo. Quizá pueda quedarse en Bue-
nos Aires y ver cómo salir del corralito. O irse a Brasil, a inten-
tar otro negocio con ese obeso delincuente.
—Sí, sí, pero...
—O a Madrid... ¿Le gustan los toros?
—Lo que pasa es que...
—Me dijeron que Gunga Bin Side quiere armar unos nego-
cios en países latinoamericanos. Apuesto que el hombre moriría
de placer si usted se le une. —Bogart cambiaba de posibilidad
inmediatamente, como tildando un orden, una lista.
—Claro, sí, sí, es otra posibilidad, lo que pasa es que ahora,
para mí, ir a Florida es... —yo movía los brazos, tartamudea-
ba, vacilaba. Lo cansé. El tono de Bogart ahora era sereno,
como si tratara de consolarme.
—Mire, Asch, yo lo conozco bien, nos vimos demasiadas
veces en esta película. Hace seis meses lo habría seducido
con una apestosa habitación en este mismo edificio, sobre el
bar, con tal de convertirse en un mito, un personaje, como
todos nosotros. Pero ya no quiere eso, ¿no es así? —Bogart
estaba disfrutando el momento, se apasionaba, masticaba
cada palabra, pitaba, pero seguía hablándome con el cigarri-
llo en los labios— ya no persigue la pequeña gloria o el
bronce, ¿verdad, maldito sentimental? Usted está perdido,
como yo, como todas estas almas olvidadas del bar de Rick.
En medio de la peor crisis insiste con esos principios, ro-
mánticos, gastados, inútiles. Agita una bandera rota, desco-
lorida, nadie lo sigue. Usted es el flautista de Hamelin pero
sin ninguna rata detrás, mi amigo. No se le ocurra mencio-
nar la virtud, el valor: nadie nota ese tipo de brillo en estos

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tiempos. Es un perfecto idiota, igual que yo. Sé muy bien


qué le pasa a usted. Lo sé...
Bogart sirvió hasta el tope su copa y la tomó de un trago. Lo
hizo dos veces más, sin el menor gesto, mientras el bourbon le
iba ganando el cuerpo. Sirvió la mía y no dejó de mirarme mien-
tras la tomaba, lentamente. Ahora el fuego también invadía mi
cabeza. Sentí húmedas las mejillas. El bajó el tono de su voz
nasal, áspera, filosa como el borde un bisturí.
—Es una mujer —dijo, y pegó su espalda contra el respaldo.
—Es... —repetí, algo borracho por primera vez en mi vida.
—¡Play it! ¡Play it! —dijo él, automáticamente, golpeando
con su puño la mesa, fiel al guión original de la película. El
negro estaba lejos del piano, viendo la final de béisbol de la
Costa de Marfil por ESPN, así que Bogart que tuvo que gritar
otra vez para que apagara todo y corriera al teclado.
—¡¡Che, Sam, vení acá: tócala de nuevo, As time goes by!!
—agregué yo, didáctico. Ba- bám, ba-ba-ba bám... Listo. El
clima ideal. Prendí un cigarrillo y le di una pitada sin tragar el
humo para no toser. También golpeé la mesa de madera. Y
alcé la voz:
—¡Si ahora son las seis de la mañana acá en Casablanca, las dos
en Buenos Aires, ¿qué hora es en la maldita Universidad de Miami?
—¿Cómo se llama? —dijo Bogart.
—Agustina.
—Seguro. Y se aman, se aman pero no pueden estar juntos,
¿verdad? Y usted siente que es fuerte, capaz de seguir adelante
sin problemas, de enfrentar cualquier cosa, de no pensar, de usar
una piedra en lugar de corazón, de elegir a cualquier otra mujer
si se le da la gana. Siente que es capaz de todo eso pero no: se de-
rrumba como un castillo de arena si recuerda sus ojos, una sola
de sus palabras, su sonrisa, el olor de su piel. Y usted cree que es
sólido y seguro, pero no es más que un pobre hombre sin
rumbo, sin alma, sin nada en la vida, ¿verdad?

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—Oiga Bogart, pare un poco, viejo; no se ponga así; yo...


—la lengua no me obedecía. Su discurso me había partido a la
mitad. Bogart tuvo piedad y cambió su tono.
—Agustina. Hermoso nombre. ¿Es una mujer hermosa, verdad?
—Sí. Hermosa como un sol, dulce, muy inteligente —yo es-
taba tan borracho que no podía ser original.
—¿Lo ama?
—Oh, sí. Me lo dice siempre que puede, mientras lee y lee,
o escribe, o señala libros y más libros. Ella me ama. Y yo la amo,
Bogart. Maldita sea, sí, la amo. Quiero estar con ella para siem-
pre, tener hijos, envejecer juntos ¿me entiende? —el alcohol me
ponía inevitablemente cursi y repetitivo— quiero acariciar su
pelo, releer los papers de su PhD en Ciencias Políticas, comer
alfajores de dulce de leche, entender cuál es la verdadera fronte-
ra entre la Seguridad Pública y la Seguridad Nacional, hablar de
Giorgio Agamben, ver el boxeo de los sábados y escribir, escri-
bir, escribir, escribir sólo para ella.
Bogart pidió otra botella y me miró con piedad. Podía hacer
gárgaras con esa lava alcohólica sin perturbarse. Yo casi me ba-
beaba. Pidió un café amargo, doble, para mí.
—Usted está completamente borracho, Asch. Por fin, lo fe-
licito. Dice muchas tonterías en este estado, también. ¿Quiere
que le dé un consejo? —preguntó, sorpresivamente amable.
—Lo que yo quiero es que me consiga una visa, Rick.
—Con o sin visa, no deje de irse con ella, Asch. A cualquier
parte. Apúrese, no sea idiota, como yo. Huya del póster. Viva,
ame; en Miami o donde maldito sea, hágame caso. —Bogart
pontificaba, parecía emocionado. De pronto se calló y me pre-
guntó— ¿Sabe qué era lo mejor que podía haberme pasado?
—Que Lazlo hubiese tomado el avión sólo, así usted se que-
daba con Ingrid, ¿no? —arriesgué.
—No. Que Ronald Reagan hubiese aceptado hacer esta
película. Como la rechazó, me la ofrecieron a mí. Con él,

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Casablanca habría sido un fracaso y yo me quedaba libre


para siempre de este melancólico personaje de Rick, feliz
con Laureen Bacall en mi rancho de California —los ojos de
Bogart brillaron por primera vez en la noche.
—¿Sabe? Mi mamá dice que Agustina es parecida a Laureen
Bacall... —le dije, mientras apoyaba mi mano en su hombro, tra-
tando de consolarlo.
—No sea idiota, ¿quiere? —Bogart se puso de pie brusca-
mente, rodeó la mesa y me habló, pegado a mi oído—: vamos, si
ahora cree que es el momento de repetir la espantosa frase final
de la película, si espera que alguno de los dos diga tiernamente:
“...espero que este sea el comienzo de una larga amistad...”, está
completamente loco. Lo que yo quiero ahora es que se levante
de esta mesa como pueda, apoye su horrible trasero en un taxi y
desaparezca de Casablanca para siempre. No quiero verlo llori-
quear por aquí nunca más, ¿me entiende bien, Asch?
Me levanté, menos tambaleante de lo que pensaba. Quise
darle la mano, pero Bogart giró su cuerpo para evitarlo. Todavía
sonaba As time goes by, pero yo aproveché para pedirle al pia-
nista Round midnight, de Monk. No la sabía.
Risas, murmullos, el brazo de una rubia platinada con uñas
larguísimas pintadas de color rojo, los hombros de dos guarda-
espaldas, el saludo del oficial francés, la florista que todavía
canta La Marsellesa cuando se lo piden. Atravesé el salón con
paso extrañamente firme. Antes de llegar a la puerta de entrada
sentí la voz de Bogart, detrás de mí, por última vez.
—Vamos, Asch, idiota, ¿qué espera para irse con ella? ¡Jué-
guese alguna vez por amor, pero de verdad!
El aire puro me golpeó como si me hubiese llevado por de-
lante una pared. No había taxis, ni remises, ni autos de embaja-
das. Caminé lentamente por el empedrado. Hacía calor en Ca-
sablanca. El cartel del bar de Rick iba haciéndose cada vez más
pequeño, pero después de un rato ya no me volví para mirarlo.

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—Dímelo de nuevo, Bogart —me dije, suspirando, sonrien-


do, mientras los pasos sonaban a hueco en el silencio de la noche
y me daba cuenta, finalmente, de que no me hacía falta más, de
que ya sabía, de que había aprendido la lección. Bogart, Bogart,
ya no queremos que el maldito dolor camine junto a nosotros,
pensé. Y sentí que no era tan tarde, que esta vez, mágicamente,
aquel camino sí conducía a alguna parte.

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XIX
Crónicas falsas del 2001
EL Plan C: Coger una
y ¡enhorabuena!
(Exilio II, Madrid)

“No quedar adherido a nadie, aunque


sea la persona más amada: toda persona
es una cárcel y, también, un rincón.”
Friedrich Nietzsche (1954-1900)

Las madrileñas entre los 16 y los 45 años son altas y les en-
canta usar pequeños anteojos de aumento aunque la gradua-
ción sea insignificante. Eso les da un aire ligeramente intelec-
tual, distante, catedrático. Exhiben (a cientos de kilómetros
de la galleguita petisa y velluda de la que nos reíamos allá en
la prehistoria, en Buenos Aires, cuando la inmigración era la
de allá) su elegancia recién importada, sus tapados nuevos, su
pelo de peluquería, su maquillaje cuidado. Las hay muy boni-
tas, aunque les falte ese toque sensual típicamente latinoame-
ricano, sobre todo cuando el que juzga es un latinoamericano.
Caminan por las veredas de Madrid sin perder el tiempo en

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observar a los hombres. En ese arte, superan hasta a las argen-


tinas, capaces de clavar sus ojos en el infinito más profundo
con tal de no regalar una mirada.
Estas mujeres parecen un objetivo distante para el argentino
expatriado del nuevo siglo que, íntimamente, todavía confía en
el mito del romántico conquistador que nos inventó el tango. La
verdad es que el argentino en tanto argentino, la argentinidad
pura, ya ni seduce ni hace suspirar a nadie. Y menos a las inde-
pendientes nativas de la ahora cosmopolita y moderna Madrid.
Hay que sumar mucho valor agregado: aquí y en todos lados las
leyes del mercado son crueles.
Perdido por perdido, sólo cuando todo falle (Plan A, B, o
B2), recién entonces, el Nativo Fugado del Corralito, soltero
o legalmente divorciado, se animará a recurrir a su última es-
peranza: aprovechar lo que queda de la irresistible seducción
del hombre argentino. Lo que habremos de llamar, científica-
mente, ‘el Plan C’.
Entonces ordenará sus prioridades:
1) Conseguir una española con departamento propio,
y seducirla.
2) Casarse con ella o, al menos, enamorarla.
3) Iniciar los papeles, cuanto antes.
4) Zafar.
Como si fuera fácil.

A ver. Llamémoslo Señor X, 38 años, llegado hace dos


meses, periodista y publicitario. Y resulta que Equis conoce a
una señorita, digamos, W (que en Madrid se llamaría “uvedo-
ble”) de la misma manera que casi todo el mundo en Madrid:
parado en un bar, de noche, con una copa en la mano. Los espa-
ñoles, por alguna razón, se juntan, se agrupan, se amuchan. Les
gusta. Se sientan uno al lado del otro en los cines, pegan sus
codos alrededor de las mesas, se rozan todo el tiempo, desdeñan

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los rincones solitarios. Hablan a los gritos, para superar la mú-


sica ambiente y a sus propias voces. Uvedoble, una azafata de
Iberia de 28, sola y con algunas copas encima, detecta el acento
de Equis y larga su mejor chiste:
—¿Argentino? ¿Y dónde está tu psiquiatra?
Ella es encantadora. Entonces Equis, que no ha pegado una
desde que llegó, lo han rebotado en todas las entrevistas, no
tiene papeles y tampoco muchos de los dólares que trajo, inme-
diatamente piensa que es la mujer de su vida. Terminan en la
cama, en el piso de ella, en la zona de Malasaña. Equis hace el
amor como un refugiado, como un sobreviviente, con furia y
pasión desbocada. No finge: así se siente. Uvedoble disfruta, sí,
pero jamás abandona cierta tensión. Cuando terminan, ella, ya
relajada, lata de cerveza en una mano, cigarrillo en la otra, pre-
gunta con fría curiosidad mientras pita y cambia con el control
remoto la música del equipo:
—¿Hombre, te pasaba algo o qué? ¿Estás bien?
Uvedoble lo dice mientras revisa atentamente la botonera de
control y Equis ya se siente un absoluto fracaso. Él también
fuma y el humo parece envolver fatalmente lo que dice:
—Los argentinos somos... así, apasionados.
Uvedoble gira la cabeza y lo mira. Ella disfruta del sexo con
frecuencia, pero no siente que le vaya la vida en el tema. No, al
menos, hasta que encuentre una pareja estable. O eso supone,
porque ciertamente jamás se le ocurrió fantasear con eso. Uve-
doble, alimentada por los textos exquisitos de las inteligentes pe-
riodistas españolas y lejos del retrógrado modelo franquista en el
que crecieron sus madres, es directa, no suele usar anestesia.
—Hombre, es que parecías un desesperado, pensé que te
ibas a desmayar. Pero vamos a ver, ¿es que no podéis disfrutar
tranquilamente del sexo vosotros los argentinos?
Equis piensa que su Plan C se diluye irremediablemente
mientras Uvedoble desaparece del cuarto en busca de una

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ducha: todavía son las dos y ella quiere seguir de marcha


hacia otro pub de moda, en Salamanca. No, no parece ena-
morada. Ni siquiera parece muy segura de continuar junto a
él el resto de la noche.
Uvedoble no está molesta ni le afecta demasiado nada de lo
sucedido con Equis: simplemente tiene ganas de dar vuelta rápi-
do la página y seguir con su vida. El miércoles tiene un viaje a
Caracas y después piensa tomarse unas vacaciones en China.
Dejan el departamento. Ella se muestra amable y divertida
mientras vuelven a caminar juntos por las calles de Madrid en la
madrugada. Sólo cambia su humor cuando Equis desesperado,
en el colmo de la torpeza, le pregunta si no tiene a mano alguna
amiga para presentarle, otro día. Sorpresa. Él, nervioso, no
puede evitar ser brutalmente explícito: “Una... a la que... le guste
la idea de vivir con un argentino”.
—¡Anda ya, vete a la puta mierrrda, tronco! —le grita
Uvedoble con desprecio, antes de entrar, sola, al pub. Equis,
sonrisa congelada, mente en blanco, se le ocurre pensar que
eso de tronco puede tomerse como un elogio, sobre todo
dicho por una mujer que acaba de acostarse con él. Después se
siente irremediablemente estúpido. Más solo que nunca. Traga
saliva. Suspira. Trata de olvidar.
“Bah, otra frígida”, repite y maldice mientras se pierde en el
bullicio de la noche; antes de refugiarse en su habitación, cama-
ropero-ducha, baño compartido. El laboratorio de donde sal-
drán los detalles de alguna idea nueva y salvadora, la idea genial
tan pero tan argentina que lo hará pasar al frente de una vez,
entre tanto y tanto gallego bruto.
Algo que funcione. Un Plan D.

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XX
A modo de conclusión.
El amor, lo único

“Eres mi favorita / ¿cuán afortunado


puede ser un hombre? / Eres mi favorita /
¿Permanecerás todo el camino conmigo?”
‘My Favourite’, de Peter Hammill (Londres, 1948)

Siete, ocho, diez toneladas de papel para decir cómo es amar.


Inútil. Ni la palabra, ni la música, ni la más sublime pintura po-
drían lograrlo. El arte, en suma, me animaría a afirmar, jamás ha
podido competir con la sensación más profunda del amor. Lo
imita, se acerca a él, produce sensaciones de enorme intensidad:
solo así podemos “enamorarnos” de los trazos de un lienzo ge-
nial, de la melodía perfecta de un cuarteto de cuerdas, o de la
exacta dimensión de una poesía. Es así. El arte ronda al amor y a
veces lo ataca, se mezcla con él, lo invade. Pero jamás lo reem-
plaza. Alguna vez, en un exceso de romanticismo, llegué a afir-
mar que estaría dispuesto a cambiar el David de Miguel Ángel, la
Novena de Beethoven y el Aleph de Borges, todo eso y más, sólo
por volver a tocar la piel de la mujer amada. No exageré ni me
confundí. No hay vida sin arte porque no hay vida sin amor. Es
el sentimiento más intenso lo que mueve al artista a intentar per-
petuarlo. La pasión por el otro. De eso se trata este juego eterno.

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“Ebrio de Dios”, llamaban al filósofo Baruch Spinoza, quién


veía y sentía a Dios en la Naturaleza, en el todo. ¿Se puede amar
sin estar “ebrio de amor”? Difícilmente. El enamoramiento lo
cubre todo. La desmesura se impone. El ser amado, como el
Dios de Spinoza, se nos presenta en cada cosa percibida. La pre-
sencia del otro puede ser tan hipnotizadora como la danza del
fuego entre los leños o una lluvia furiosa sobre la hierba. Y su
ausencia, esa omnipresencia, más todavía. Extrañar al amado es
un desafío para los sentidos. Hay dolor y hay placer; es decir,
está presente la dicotomía esencial del amor. Temor por la pér-
dida, placer por el reencuentro. El contacto de las pieles en los
reencuentros suelen ser inolvidables. Nadie se niega a la tenta-
ción del exceso para celebrar el regreso del amor, de la vida
misma, sobre todo cuando la fantasía coquetea peligrosamente
con el abismo de la muerte, del ya no ser amado nunca más.

Suele utilizarse mucho la figura del “alma gemela” cuando se


habla del ser amado. Grave error. El “alma gemela” es un espe-
jo, un reflejo de lo que somos, pero sobre todo de lo que dese-
amos. Sucede que, en el amor, lectores míos, las cuentas nunca
dan exacto. Dos más dos pueden ser tres o cinco, jamás cuatro.
Lo diferente, las zonas a descubrir, el misterio (que no el ocul-
tamiento) son la llave para abrirle la puerta al erotismo. Saberlo
todo del otro es acuchillar por la espalda a la sorpresa, al placer
de encontrar nuevas maravillas que permitan una mayor unión.
Las certezas absolutas, cuando se trata de amor, no ayudan a ex-
plorar el vasto universo de los sentidos. Es mejor resistirse a la
comodidad del narcisismo más absoluto: el amar a una persona
idéntica a uno mismo. En la otrocidad, en la diaria tarea de cons-
truir, de explorar al amado, de descubrir; en ese misterio está la
calve para acceder al único Gran Misterio. El amor.

El amor es caprichoso. Se dispara por cosas ridículas: un hom-


bro al descubierto, el sonido de una voz, una risa, la longitud de

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un cuello de bailarina, la forma de un pie. Sí, por supuesto: uno


puede enamorarse de alguien por la forma de sus pies, tanto
como por su mirada, sus manos o su piel. El amor viene, se va.
Crece, un buen día parece morir y renace con fuerza gracias a un
gesto, a una caricia. Al amor hay que alimentarlo, cada día. Y no
hablamos aquí de un examen diario con preguntas que deban ser
respondidas con exactitud. Que va. Hablamos de crecimiento.
De la fuerza que nos lleva de la mano al deseo y que desembo-
ca, después, en la pasión.

La científicos aseguran que el enamoramiento y la pasión mue-


ren, indefectiblemente. Y se animan a dar fechas de vencimiento:
un año, tres, cinco. Y dicen más algunos que describen una meta-
morfosis desdichada: el enamoramiento poco a poco, se convierte
en un amor raquítico que se aplaca, se domestica, se vulgariza,
hasta que a Eros lo reemplaza una buena amistad, o incluso un
fondo de inversión compartido en un banco respetable. ¿Puede ser
que un viernes por la noche uno piense que está frente a la perso-
na que más ama en el mundo y que otro viernes 365 días más tarde
lo observe desangelado, con aburrimiento y resignación?
Muy bien, señores, seré claro y lo diré sin pudor: me niego
rotundamente a la muerte de la pasión. Creo en el amor para
toda la vida, aunque la realidad insista en desmentirme. Nadie
puede asegurar el éxito de cada pareja y no puedo negar que el
promedio de separaciones en todo el mundo es abrumador. Uno
se equivoca y puede equivocarse una y diez veces más. En parte
porque elige mal y en parte porque uno ya no es más la persona
que era, la que eligió y vivió ese amor. Ya es otro, pero con el ca-
pital de su pasión intacto, latiendo en su corazón, bien dispues-
to a apostarlo todo por un nuevo amor.

En este contexto ¿Puede una pareja afrontar proyectos a


futuro con éxito sin herir al deseo y la pasión? Pues, sí, lo

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creo. Y hasta me he permitido ejemplificarlo en lo que yo


llamo “teoría de las caderas”. Es así: una pareja tiene un obje-
tivo común claro y caminan juntos directamente hacia él, con
paso firme y decidido. Pero ese objetivo, brillante, enceguece-
dor, puede ser tan atrayente y excluyente que un buen día
ambos podrían sorprenderse irremediablemente solos, por-
que quien caminaba a nuestro lado está allá atrás, o adelante,
a kilómetros de distancia, lejos, ajeno. Cada uno de ellos se
concentró tanto en ese objetivo... que olvidó al otro. Enton-
ces, atención con el roce de las caderas. Solo eso. Si una pare-
ja aprende y logra, después de un tiempo, caminar juntos, no
pegados, juntos, sintiendo simplemente el roce de sus caderas,
los objetivos aparecerán solos, sorprendente, naturalmente.
Lo juro: ése es el poder del buen amor. Que, por supuesto y
como todo el mundo sabe, es más mágico que lógico.

No voy a refutar (soy un modesto escriba, no un científico)


a quienes afirman que el amor y el trastorno obsesivo-
compulsivo podrían tener un perfil químico similar. ¿Qué el
estado de enamoramiento y las enfermedades mentales son
difíciles de diferenciar? Me importa nada. Apuesto todo al
amor, venga o venga con chaleco de fuerza. Y mientras dure,
como decía Vinicius, que sea para toda la vida. Con esa eter-
nidad, nos alcanza a los hombres y a las mujeres de este
mundo. Para creer que el amor es, efectivamente, incompara-
ble, tan eterno, tan inabarcable.
Porque, señores míos, no existe nada más importante, más
necesario, más infinito.
El amor es lo único.
Todo lo demás es consuelo.

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Punto de encuentro

El autor recibirá con sumo interés y desde ya agradece


todas las opiniones, ideas y reflexiones que los lectores
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Índice

Capítulo cero. Una confesión


¿Por qué existe este libro y no más bien nada? . . . . . . . . . . . 9
I. Por qué es imposible entender a las mujeres . . . . . . . . . . . 15
Atenti, que la mujer se navega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
II. ¡Yo a ésta la mato, te juro que la matooo! . . . . . . . . . . . . . 23
III. De paseo por el alma femenina
(ojo con la amiga que da cátedra...) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Dónde, cómo y cuándo nos observan ................... 44
IV. Sexo. Mujeres. Amor. Confesiones
en el vestuario, después de jugar a la pelota . . . . . . . . . . . . . . 47
Las frases que los hombres nunca queremos escuchar . . . . . . 56
V. Un servicio a las lectoras: 20 cosas
que los hombres quieren de las mujeres 20 . . . . . . . . . . . . . . 59
VI. Blues del separado reciente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
VII. Un clásico: casados versus solteros . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
VIII. Una conferencia sobre el noble arte
de mirar a las mujeres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
IX. Por qué no sabemos vivir solos .................... 87
X. En qué nos convierten . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
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XI. “Yo me enamoro, ¿no seré un infeliz?” . . . . . . . . . . . . . . 103


Una de ellas te volará la cabeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
XII. Hacerse el duro con ellas... es peor . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
XIII. Elogio del ratoneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
XIV. La mujer no se mancha (como la pelota) . . . . . . . . . . . . 131
Hacete socio de este club . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
XV. Admitámoslo: La amistad entre
el hombre y la mujer no existe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
XVI. Sabio en amores, de tanto fracasar . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
XVII. ¿Qué fue lo más loco que te pasó
con una mujer? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
XVIII. Crónicas falsas del 2001
Escríbelo de nuevo, Asch
(Exilio I, Casablanca) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
XIX. Crónicas falsas del 2001
EL Plan C: Coger una y ¡enhorabuena!
(Exilio II, Madrid) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
XX. A modo de conclusión. El amor, lo único . . . . . . . . . . . 185

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