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EL LENGUAJE DEL TIEMPO

Gérard Mechoulam

El pensamiento, encadenado al recuerdo de la experiencia, crea sin detención alguna


la constatación de una "subdivisión" espacio-temporal. No obstante, este desplegar en el
tiempo, sólo es ficticio, caracteriza una simple ilusión producida por todas las
acumulaciones mnemónicas que cristalizan lo mental y revelan nuestra clara incapacidad
de vivir el inestimable poder del presente. El hombre cree vivir en el instante, pero nunca o
sólo raramente está en correspondencia directa con ello, porque es transportado por una
sucesión rápida de pensamientos que lo alejan de la percepción inmediata. La agitación
mental tiene como efecto hacerlo gravitar alrededor a situaciones y acontecimientos,
víctima de su mismo movimiento, sin poder controlarlo.

El pensamiento es el producto de la memoria. La memoria no es creadora: por eso la


liberación de los mecanismos del pensamiento da al ser nuevas posibilidades, tanto en el
nivel del tiempo como en el del espacio, a los que el pensamiento se ha asujetado. Si el
pensamiento no tiene el poder de aferrar en perfecta instantaneidad lo que se presenta a
su comprensión, de inmediato la memoria responde a la solicitud, recopila, filtra,
selecciona; sin embargo, se trata de una memoria técnica, precioso instrumento de
búsqueda que ayuda tanto en la investigación de los contenidos psíquicos como en la
realización de los actos necesarios.

Su utilización, si queda técnica, no produce entonces mayores obstáculos. Por el


contrario, si la psicología sustituye sus intenciones a su función, la memoria falsea cada
percepción de lo real y en términos de tiempo objetivo, fija un factor de lenta degeneración
y de división. Es por eso que la energía creadora puede intervenir de manera eficaz sólo si
la memoria conserva su rol técnico original; toda tensión real reforzada por la memoria
debe ser necesariamente resuelta. De esta integración depende la naturaleza de nuestra
orientación y postura frente a las grandes demandas puestas por la existencia.

Tenemos la costumbre de considerar las nociones de tiempo, espacio y de evolución,


según criterios que subyacen al material psíquico y proyectamos innegablemente falsas
luces sobre la resolución de la comprensión de estos fenómenos universales. Es evidente
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que el tiempo es función de la noción del observador, un testigo consciente que se sitúa
como punto de referencia en el interior de un movimiento. Por esto nuestra interpretación
de la dimensión temporal está subordinada a nuestra manera de pensar -y en general es
lo que somos. El hombre moldeado por múltiples condicionamientos no podrá considerar
su existencia de otras maneras que en términos de devenir, de perfeccionamiento o de
realización de un fin; él no vive el presente en su amplitud, y resbala uniformemente en la
duración sin haber podido integrar la fuerza sustancial, que en cada momento, brota en el
interior de su ser.

El pensamiento pervierte el impulso creador y nos obliga a considerar el tiempo y el


espacio según las coordenadas inmutables que les corresponden, rígidas cuanto su lógica
y limitadas como su razón. Porque es el pensamiento que genera el concepto de una
evolución, de la cual determina las leyes: una evolución hecha de incertidumbres y de
victorias, que se desarrolla en una sola dirección, estática y linear -del pasado al futuro-
autolimitada por su propia incapacidad, para volver a ascender la corriente de su
trayectoria o por cubrir rápidamente las etapas.

Entre la acción de las profundidades últimas de la materia que anuncia el movimiento


puro de la istantaneización, y su retranscripción y utilización por parte del hombre, se crea
precisamente lo que llamamos evolución. Toda la historia de la humanidad está contenida
en este trozo, que separa la fulgurante autenticidad del presente, de la utilización
imperfecta e incompleta de las energías superficialmente captadas por el hombre.

La percepción directa, efectuada por una conciencia silenciosa, no admite este margen
y se esfuma definitivamente toda noción de perfeccionamiento y desarrollo en el tiempo -
no obstante, es cierto que a través de nuestra encarnación en la materia, estamos sujetos
a un tiempo biológico y cronológico que nos envuelve forzosamente en la inexorable
mecanicidad de los fenómenos universales. Pero basta con que el pensamiento se
identifique con ello para que el ser esté condicionado al miedo: muerte y aniquilamiento
implícitos en la degradación causada por el tiempo. Por lo tanto el ser no envejece, sólo
envejece lo que está afligido por la memoria y padece las leyes.
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Entonces, se hace indispensable poner en acción esta extraordinaria capacidad de


desprenderse de este tiempo residuo con el fin de integrar aquél centro en donde se
aniquila la naturaleza de estas coordinadas y su implicación a los movimientos efímeros
que afligen a la periferia del ser. La integración de este centro, de hecho, elimina las
nociones relativas de devenir, de objetivo y de evolución, para dejar lugar al silencio, a la
comprensión y al amor.

Relativamente a la manera en que lo percibe, al individuo puede parecer que el tiempo


se contraiga, se retire o se dilate en función de lo que él experimenta. El tiempo condiciona
y es condicionado directamente por la sensación que le confiere un ritmo. Así el tiempo
toma aspectos diferentes y fluctuantes, impregnados de las experiencias vividas. Instantes
pesados e interminables del hombre que se aburre, y tiempos llenos y exaltantes de aquél
que vive conscientemente las múltiples peripecias de un mito, la caída embriagante, pero
peligrosa de sus símbolos y sus arquetipos. Instantes extraordinarios en los que se
actualizan las encarnaciones precedentes que ponen al observador en dos diferentes
puntos de referencia y les abren el grandioso abismo de una duración percibida
simultáneamente a través de dos coordenadas distintas. Momentos intensos, que revelan
toda la belleza y la finura del mundo, pero sobre los que es todavía preferible no detenerse
demasiado. Cualesquiera que sea el acontecimiento o la amplitud de la situación, el sólo
hecho de probar -o sea de comprometerse prolongando la personalidad del ego- nos ata a
los procesos que se manifiestan y corre el riesgo de arrastrar la conciencia a una nueva
separación, para subrayar la distinción ficticia de su posición en el seno del mismo
universo.

La resolución del mecanismo fundamental del pensamiento introduce a otras


posibilidades físicas del tiempo, otras variantes que informan al hombre respecto a
direcciones temporales antes insospechables, de verdaderos pasillos que se abren sobre
nuevas dimensiones. Se trata de un descubrimiento esencialmente técnico, que no
estimula ningún eco particular, porque el Yo ya no obstruye una percepción en la que se
manifiesta un aspecto desconocido de las múltiples posibilidades universales. Es así como
hechos concretos nos traen las pruebas materiales de relaciones privilegiadas, de
encuentros que se expresan en un sincronismo perfecto en el tiempo y en el espacio sin
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que un normal proceso de causa y efecto pueda explicarlo o justificarlo. Hechos que no
encuentran una respuesta en el seno de la lógica humana, sino que anulan las posibles
conexiones entre escalas de duración profundamente diferente.

Una percepción más afinada demuestra todavía que este tipo de encuentro y de
sincronismo entre múltiples dimensiones temporales acontece corrientemente, pero no
atrae nuestra atención. Sincronicidad de eventos, pero también manifestación de
coincidencias reveladoras, que expresan el mensaje de una interferencia o de una
comunicación entre diferentes planos de la realidad universal, y cuya naturaleza es
diferente del nivel físico que el hombre percibe normalmente. ¿Cuál puede ser el lenguaje
del tiempo? ¿Su contenido proporciona la solidez de un sendero eficaz que nos conduzca
a una comprensión acrecentada de los hombres y del mundo?

O bien, el tiempo, no es más que un reflejo, dispersión de la energía en el espacio, y su


poder sirve de protección frente al abismo sin fondo que esconde la presencia viva, sin fin,
manifiesta en lo desconocido. El tiempo es memoria, remoto eco de un esencial
deformado; acarrea nuestra conciencia, presa de sus múltiples tentáculos, a separar
siempre la realización de un deseo en un futuro sin certeza e hipotético. No obstante, ello
no puede traernos más de lo que somos, porque nuestra conciencia y los billones de
células y de programas que han asistido a la elaboración de lo formal, son el producto
directo. Todo en nosotros es el resultado del tiempo y el hombre puede liberarse
completamente de ello -por lo menos en un nivel psíquico- si establece un tipo de
relaciones totalmente creadoras, que lo ponen en contacto directo con lo que él es, más
allá de todo espacio, de toda causalidad, de toda temporalidad. Sólo una mutación de todo
lo psicológico abre brecha a la irrupción de una dimensión diferente en la que el
pensamiento deja su lugar al Silencio y al Amor.

Enciclopedia de la Magia

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