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Juan Gómez Capuz

PRÓLOGO

Desde las profundidades de mi torturada alma humana surgen feraces y feroces voces y seres
nefandos y nefastos que me persiguen, me alcanzan y me atacan sutilmente en mis diáfanas
pesadillas de interminables noches sin luz. Pero es esta torturada alma humana mía y, sobre
todo, los monstruos que la acechan, los que han hecho posible mi privilegiada visión de los casos
y las cosas.

Porque las historias que contaré sólo han sido posibles mediante mi sutil introducción en la
mente de sus protagonistas. En efecto, tan vívido realismo, tan perspicaz escrutinio de las ideas,
sentimientos e intenciones de estos ordinarios personajes no tienen su motivación en el dominio
de las técnicas narrativas (aunque éstas siempre ayudan). No, no se trata de que haya sabido
ponerme en la piel de estos personajes cotidianos sino que, más bien, realmente he traspasado
su piel y he accedido a los más recónditos rincones de su mente y aun de su alma (aunque
algunos de ellos la tenían tan débil e inmunda que me costó océanos de tiempo encontrarla y
sacar algo en limpio de ella).

Los estatutos de mi Secta me impiden ofrecer al común de los mortales las claves de mi técnica,
pero baste saber que he sido capaz de conocer las más íntimas verdades de estos individuos y
hablar por su propia boca gracias a una demiúrgica experiencia de la consciencia extrasensorial
que ha realizado una proyección astral hasta las consciencias de estos personajes, ordinarios en
la superficie pero de riquísimas implicaciones psicológicas. Podrá apreciar el lector profano la
verdad -a medias- de mi explicación cuando compruebe que el uso de la primera persona en la
mayoría de estos cuentos ordinariamente asombrosos no es un recurso retórico para
proporcionar mayor realismo y verosimilitud sino la apropiación temporal que la consciencia de
estos personajes hizo de la mía propia durante el breve tiempo que duró la proyección astral. De
hecho, estos personajes se sirvieron de mi etérea consciencia como médium para dar a conocer
al mundo ideas, fobias, obsesiones, convicciones e intenciones que habían mantenido largos
años agazapadas en las telarañas de su subconsciente. Y aunque no me dieron nada a cambio
por esta peculiar terapia psicoanalítica, yo me he cobrado con creces mis servicios pasando estos
secretos saberes al texto escrito que permanece para siempre y ofreciéndolos -casi desnudos,
con la mínima ornamentación literaria, para que no pierdan su siniestra sinceridad- a ese lector
culto, ávido de confesiones escandalosas, pero que tiene demasiado buen gusto para perderse
en la infame turba de nocturnos programas, diarios amarillos y revistas del corazón.
EL CASERO (retratos del lado oscuro)

I. INTROITO

Soy licenciado en Historia, soy diplomado en Magisterio, he trabajado en la enseñanza pública y


en la privada, he hecho cursillos, he hecho novillos y hasta he hecho ganchillo, y he hecho mil
cosas más, pero, ante todo, soy casero. No, no me refiero con ello a que haya sentido la llamada
de la vocación arbitral y juzgue con excesiva benevolencia a los equipos que juegan en su propio
feudo (aunque he de reconocer que el fútbol es la mayor de mis aficiones y desde pequeño he
sido fiel seguidor de mi equipo local). Y tampoco quiero decir que sea afecto a permanecer todo
el día en mi humilde morada, sin salir apenas (aunque no salgo todo lo que yo quisiera, en parte
porque no me dejan).

No, nada de eso. Con la palabra casero quiero expresar mi condición -humana, al fin y al cabo-
de copropietario de bienes inmuebles arrendados a inquilinos diversos (y perversos, como más
tarde se verá). Y es esta ocupación -que algunos creerán morosa, usurera y cruel- la causa de
gran parte de las desdichas que diré y de pesadillas que cada vez se están haciendo más
pesadas.
Quiso la Fortuna que mi familia poseyera en la postguerra algunos edificios en una estrecha calle
de una selecta zona de la ciudad, llamada Ensanche -aunque no sé si el término incluía a nuestra
angosta calle- a imitación del Eixample barcelonés, porque todo lo que hacemos en esta ciudad
es imitar mal a los demás.

Pero igualmente quiso la Fortuna, que no sólo es ciega sino a veces aciaga, que nos viéramos
obligados (bueno, yo no, porque aún no había nacido), por la delicada situación postbélica, a
alquilar los pisos de uno de esos edificios a familias modestas pero ejemplares. O al menos eso
era lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy adelantados para aquella época y ya
pedían estrictas referencias a los aspirantes a inquilinos (como vemos en las películas, cuando
buscan a una institutriz inglesa). Los que superaban el casting -perdón, la entrevista- tenían
acceso a uno de aquellos pisos, porque la vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil
en aquella época. Y como entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de
la cosa pública llevaran los mismos apellidos), se fijaron unos alquileres asequibles, es decir,
irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la risa fue para los inquilinos,
que se encontraron durante años con viviendas supremas a precios ínfimos.

Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y somos las nuevas generaciones de la familia las
que colaboramos en las ingratas tareas de recaudación. Por su parte, los inquilinos también han
cedido su paso a nuevas generaciones, pero a diferencia de las nuestras, aquellas evidencian un
notable declive de la raza y no hubieran pasado bajo ningún concepto el estricto casting de
antaño. De todas formas, también hay que reconocer que algunos de los inquilinos primigenios
no han resultado ser tan buenas personas como parecían, bien porque se han ido degenerando
con la edad y por el trato con sus hijos, bien porque nuestros mayores no disponían de una
máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña electoral. Y para
complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren (¡ojalá hubieran sido rockeros, que
siempre la palman pronto!) y no podemos reemplazarlos por otros nuevos que firmen un
contrato de alquiler adaptado a los tiempos y dineros que corren.

Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve pesetas y nunca nos perdonan la diminuta
peseta, aunque se tengan que poner la gafas de ver) tenemos que seguir porfiando con esta
gente para que nos pague el alquiler de estos bienes inmuebles que poseemos (porque si fueran
móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro que habríamos llevado el edificio al borde de un
acantilado para abandonarlo allí o dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de
suspense, donde todo pende de un delgado hilo fatuo y al final se despeña sin remisión).
Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy en mis cabales, que soy un sádico que hace
sufrir a los demás y luego se complace en rememorar sus hazañas, o que soy un masoquista que
disfruta sufriendo para recolectar una ínfima cantidad de dinero o, en fin, que estos peculiares
inquilinos me han ablandado los sesos como los requesones se lo hicieron a Don Quijote. Pues
puede que sí, pero lo cierto es que cada visita a aquel edificio causa en mí una honda impresión.
Y de nuevo puede pensar el lector que exagero, pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una
vez cada dos meses. A pesar de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún
objeto contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico, y cuando
empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado los dos meses y tengo
que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del mito del eterno retorno. Lo único
que consigue mitigar la inminente llegada de la fecha aciaga es que mi familia es numerosa y nos
turnamos en esta tarea recaudatoria para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y
hermanos. Aún así, ocurre con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con
excusas dudosas y me toca a mí bailar con los más feos.

Así pues, recordemos que este repetitivo rito iniciático (bueno, son tantas veces que ya somos
unos maestros... o maestres ) de descenso en el Averno (para situarme, siempre releo el final de
la Divina Commedia antes de ir allí, por si falla el ascensor) que tan insalubres secuelas me
produce, tiene lugar un día (sin duda, el día más largo) en el que dos miembros de la familia
(como hemos dicho, yo soy casi siempre titular en las alineaciones), como si fuéramos una
pareja de la guardia civil (incluso este cuerpo podría salir descabezado y mutilado de allí, para
que el lector se haga una idea de lo que vamos a encontrar), nos dirigimos al vetusto edificio,
que a nuestra vista (y no digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo
que pueda uno imaginar.

He dicho que vamos en parejas y es siempre así por varias razones. Primero, por el más
elemental instinto de supervivencia. Segundo, porque nos permite representar un ardid teatral
que parece haber impresionado a algunos de los inquilinos, y hay que explotar hasta el máximo
esta pequeña victoria en tan gran guerra. En efecto, como mis hermanos y yo vivimos los
conflictivos años de la adolescencia en los conflictivos años setenta, tenemos interiorizados en
nuestra consciencia los patrones de comportamiento ilustrados por los telefilmes de la época.
Entre ellos abundaban los de signo policíaco, donde era frecuente ver parejas de policías que
ejercitaban con los raterillos (porque con los peces gordos no se atrevían) un ardid dual,
esquizoide, maniqueo, bífido y carnavalesco, fértil simbiosis de contrarios que hoy recibiría sin
duda el apelativo de bicefalia : el de policía malo -irascible, visceral, de mano (y más cosas)
tonta- y policía bueno -comprensivo, tolerante, amigo de tratos y desfacedor de los entuertos
que estaba a punto de cometer su compañero.
He de advertir al lector que yo siempre desempeñaba el papel de policía bueno, cosa que me
exasperaba aún más ante estos siniestros inquilinos. Ahora bien, lo que nunca acabé de
comprender es que los inquilinos pensaran que me dedicaba a la abogacía, pues nunca he
asociado este oficio con los buenos oficios del policía bueno.

Pero para no entretener al estresado lector con más preliminares, y aprovechando que hace
justo dos meses que fuimos a cobrar, le invito a que nos acompañe a esta peculiar casa de los
horrores, lo más bajo de la zona alta de la ciudad. Aunque advierto al lector (y el que avisa no es
traidor) que esta visita puede agravarles el ya agudo estrés que padecen algunos y, aún más,
puede producirles (aunque en casos aislados, como se dice siempre que hay una epidemia)
insomnio, úlcera gastroduodenal, jaqueca, hidrofobia, polisemia, parasíntesis, filatelia y serios
trastornos de la personalidad. Ahora bien, si quiere acompañarnos, hágalo bajo su completa
responsabilidad, coja el chaleco antibalas y el casco de albañil y ahí vamos.

II. “LOS MARCAPASOS”

En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables ancianos más
conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo el origen en que ambos
llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar el envejecimiento de sendos
corazones que estaban empezando a querer dejar de latir. Porque si de algo pecaban doña
Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con todos los vecinos y aun con nosotros- era de
anhelar la inmortalidad, de su empecinada obstinación por resistirse al inexorable paso del
tiempo.

Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos atractiva pareja de
cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para público selecto, para extranjeros
(fueron de los primeros en cantar en inglés, razón por la que nosotros también los llamábamos
los pacemakers) y hasta grabaron un disco y actuaron en varias películas. Decían que fueron
geniales, los mejores sin duda, en diversos géneros: canción española, bailes tropicales,
flamenco, tap-dancing a lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y
hasta algo del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de intensa
dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a habitar en el olvido de los
empresarios de espectáculos: su apoderado (en esa época aún no se llamaban managers) los
dejó por otra pareja artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la espalda y a
quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los empresarios mismos, aunque los
halagaban con vanas palabras, en el último momento no los contrataban. Y el dinero que
ganaron se fue como habían vivido: deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos
no se quedaron en la calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes
seguidores de la pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y
les concedieron el alquiler de un piso del edificio.

Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar su prematura caída,
doña Águeda y don Cecilio se rehicieron. Aprovecharon su ubicación en un barrio con clase para
dedicarse a dar clases de canto y baile a los hijos e hijas de familias pudientes que adoraron a la
pareja en su tiempo de gloria. Y todo esto les animó a no envejecer. Él iba siempre
impecablemente vestido, con trajes de crooner o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier
o Yves Montand, con sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía con mallas de
baile, como si fuera a participar en un decadente remake de Cabaret. Pero ella no le iba a la
zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba, con una nueva
palabra aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards;
disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba siempre el
cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía estética, sin duda fue por falta de
dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar que entre los restantes inquilinos -siempre prestos
a poner apodos cinematográficos a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a
pulso, el apelativo de Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en
decadencia, por todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de
ser, creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.

Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados de Fausto y Dorian
Gray, creían firmemente en la esencia de su arte y en la eterna juventud, aspiraban a la
inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe. Quien los veía por primera vez no podía
sospechar que se trataba de una pareja de ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una
vez, se desesperaba ante tan patética ficción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es necesario añadir que,
poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes cuidados, afeites y mejunjes, la muerte
ha terminado por vencer a quien durante tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no era
quien fue. Sic transit Gloria Swanson.

III. “LA BRUJA”

En el primero izquierda vivía la Bruja, perdón, doña Celeste. Era doña Celeste una mujer madura,
una de las originarias inquilinas que, en un momento de debilidad mental, nuestros mayores
creyeron apacible y honrada. Porque, como bien pronto se pudo comprobar, doña Celeste era la
maldad hecha carne: hablaba mal de todos, era rencorosa y vengativa, siempre tramaba algo
contra los demás y difundía bulos que acabaron con más de un matrimonio. Ningún vecino salía
a la calle cuando estaba ella en el balcón, no fuera a ser que difundiera en voz alta un bulo o le
tirara una maceta en la cabeza. Infundía el pánico en todos cuantos la trataban. Pero lo peor no
era esto. No. Doña Celeste había enviudado pronto de su marido, un apocado abogado llamado
don Fructuoso. Y contaban las malas lenguas (malas, pero nunca tanto como la de doña Celeste)
que el marido no murió de muerte natural (como certificó la autopsia) sino que ella lo mató. Y es
más, algunas de esas malas lenguas aseguraban que ella lo apuñaló, lo cual constituía evidencia
palmaria de la maldad de doña Celeste (pues se sabe que, entre las mujeres, el modus operandi
habitual consiste en suministrar veneno) y, de paso, levantó leve sospecha de la ineptitud del
forense. Pero, por lo visto, nadie se molestó en dar crédito a esos rumores y ella evitó cualquier
roce con la justicia. Además, doña Celeste, siempre muy hábil y astuta, trató de mejorar su
imagen mostrándose como una mujer bondadosa y apesadumbrada durante el tiempo en que
duró el luto. Tenía, además, un niño pequeño al que alimentar, lo cual le sirvió para redondear su
ficción como madre coraje, viuda y abandonada. Pero cuando pasó el luto, ella volvió a las
andadas. Y el niño se hizo grande y demostró tener los mismos genes de su madre (pues del
padre parecía no haber heredado ninguno): era sanguíneo, violento, irritable y visceral (si que es
que el significado de todos esos adjetivos se puede sumar); amenazaba a los vecinos,
amenazaba a los tenderos para que perdonaran las deudas contraídas por su madre, nos
amenazaba a nosotros. Y la madre, peor aún: nos tenía ojeriza, a pesar de ser bizca (razón por la
cual los vecinos decían que tenía una mirada torva); nos azuzaba a su hijo a la primera de
cambio, sobre todo cuando no teníamos cambio de la difunta peseta del pico del alquiler que,
por supuesto, nunca nos perdonaba. Y todavía seguimos así con la dichosa señora y su hijo: a
veces, en estado de guerra fría; a veces en estado de guerra caliente (aunque esperemos que
nunca desentierren el puñal). Tan sólo en contadas ocasiones nos conceden la tregua y nos
hablan como personas civilizadas, pero aun en esas ocasiones nos estremecemos de la sibilina
maldad de doña Celeste: de hecho, hace poco, en verano, vimos en su puerta un crespón negro;
sin que fuera día de cobro de alquiler, nos atrevimos a llamar (aunque casi era un suicidio
hacerlo) y a interesarnos por tan luctuosa situación; doña Celeste abrió y, de manera distendida
y casi alegre, nos explicó que ponía ese crespón porque así los ladrones pensarían que en esa
casa estaban de luto y entonces, movidos por la compasión, se abstendrían de entrar a robar,
para no acrecentar más la pena de los que allí aún vivían.

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