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JESÚS MARÍA GARCÍA AÑOVEROS

La Iglesia en el Reino de Guatemala

La Donación de Indias, el Patronato Real y la Iglesia


Española
La presencia de la Iglesia en el Reino de Guatemala estuvo precedida, desde el
momento de la Conquista, de una serie de hechos históricos, cuyo conocimiento es
imprescindible para comprender las auténticas raíces de su implantación y desarrollo
durante la época hispana en América.

El primero de tales hechos consiste en que la llegada de la Iglesia española a las Indias
fue una consecuencia lógica de la obligación recaída en la Corona de Castilla de
evangelizar las tierras descubiertas y por descubrir, en virtud de una serie de
concesiones y mandatos papales. Fue el Pontífice Alejandro VI, de origen español,
quien, mediante las bulas Inter Caetera (3 de mayo de 1493), Eximiae Devotionis (3 de
mayo de 1493) e Inter Caetera (4 de mayo de 1493), hizo a los reyes castellanos
`señores de estos territorios con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y
jurisdicción' para cristianizarlos. En dichas bulas se concedió el dominio político de las
Indias Occidentales para evangelizar a sus habitantes, de tal manera que la donación
estuvo condicionada por la evangelización y ésta justificaba el señorío político.

Las concesiones papales produjeron una vivísima polémica entre misioneros, teólogos y
juristas, especialmente en los dos primeros tercios del siglo XVI. En las diversas juntas
y tratados que se celebraron, y pareceres que se publicaron, se encuentran las más
diversas y contradictorias opiniones. En unas se afirmaba que el derecho a la
evangelización confería el dominio político sobre los indígenas y que tal derecho debía
imponerse mediante la conquista armada, como paso necesario para la evangelización.
Así opinó el jurista Juan Ginés de Sepúlveda en su Democritus Alter. En otras corrientes
de pensamiento se negaba que el Papa tuviera potestad para otorgar el dominio político
so pretexto de la evangelización, y se reprobaba abiertamente la conquista como paso
previo a la evangelización, pues se trataba de términos excluyentes. Así opinaba Las
Casas en su De Unico Vocationis Modo, escrito muy probablemente en La Española,
entre 1522 y 1527, y en otros tratados suyos.

Al margen de las opiniones extremas hubo otras muchas intermedias, en las cuales se
trataba de compaginar de alguna manera el dominio político, la conquista y la
evangelización. Estas controversias no influyeron en la expansión conquistadora de la
primera mitad del siglo XVI, aunque sí tuvieron repercusiones positivas en las Leyes
Nuevas de 1542, y sobre todo en las Ordenanzas sobre Descubrimientos del 13 de julio
de 1573, en las que Felipe II prohibió en principio las conquistas armadas, a fin de
sustituirlas por las entradas pacíficas de los frailes. La Corona española jamás puso en
duda la validez de las concesiones papales, y asumió con todas sus consecuencias el
dominio político y la evangelización de las Indias.
Aceptada de hecho o de derecho la presencia española en América, procedía entonces la
evangelización. Se imponía una estrecha colaboración entre la Corona y la Iglesia, pues
sobre ambas caía el peso de evangelizar. Los pontífices romanos habían concedido a la
Corona una serie de derechos y privilegios sobre la misma Iglesia, para que pudiera
cumplir con sus obligaciones evangelizadoras. Todo el conjunto de tales concesiones es
lo que se conoce como Gobierno Espiritual de las Indias, en el cual se incluía también lo
referente al Real Patronato.

El Gobierno Espiritual abarcaba un amplio conjunto de derechos y obligaciones, de los


cuales sólo se mencionarán aquí los principales: envío de misioneros; intervención en el
nombramiento de obispos, curas doctrineros, párrocos y otros `beneficios eclesiásticos'
(el `beneficio' suponía percibir ciertos derechos económicos y el cumplimiento de
algunas obligaciones de tipo espiritual); cobro de diezmos; participación en la fundación
y en los límites de las diócesis; permisos para la fundación de conventos, parroquias,
hospitales, cofradías y obras pías; normas para encauzar el comportamiento de clérigos
y religiosos; cuidado y vigilancia especial de los curas y doctrineros de indios;
prescripciones a favor del buen trato que debían recibir los indios; percepción de los
diezmos eclesiásticos; vigilancia en todo lo relativo a la pureza de la fe católica, defensa
de las buenas costumbres y administración de los sacramentos. Además, el Gobierno
Espiritual se había adjudicado de hecho el llamado placet regio, es decir el examen y
autorización previos de todos los documentos de la Santa Sede antes de ser enviados a
América, y el `recurso de fuerza' o derecho que tenían los eclesiásticos de recurrir a los
tribunales reales contra las sentencias dictadas por los jueces de la Iglesia. El Consejo
de Indias era el órgano por medio del cual el Rey ejercía su patronato, y los virreyes y
presidentes de Audiencia fungían como vicepatronos. El Patronato Real ponía a la
Corona y a la Iglesia en una relación muy estrecha e íntima, de la que se derivaban
problemas de competencia y de instrumentalización mutua.

En los años 1475-1517 se llevó a cabo una profunda reforma de la Iglesia en España,
fomentada por la Corona y tenazmente llevada a efecto por personas y grupos
escogidos. Los Reyes Católicos pretendían la construcción de un Estado moderno,
impregnado de humanismo cristiano, con una Iglesia vitalmente reformada y un cambio
moral de la sociedad, y con la ayuda del Cardenal Francisco de Cisneros se entregaron a
la tarea de colocar en las diócesis a obispos virtuosos. La reforma llegó también al clero,
cuyo nivel intelectual y moral creció considerablemente, y de modo especial a las
órdenes religiosas, que pasaron en general de una práctica vacía y poco edificante a una
vida disciplinada, virtuosa y de gran vitalidad. También se reformaron los estudios
eclesiásticos y se impusieron la catequesis y la predicación al pueblo, procurando que la
religiosidad de los ritos externos correspondiera a un cristianismo vivido interiormente.

La reforma fue decididamente apoyada por Carlos I y Felipe II, de tal manera que en el
siglo XVI la Iglesia española aparecía pujante, con una enorme fuerza espiritual, una
elevada categoría intelectual y un extraordinario florecimiento de la vida mística.
Lógicamente, ni todo el clero y los religiosos entraron en la reforma, ni toda la sociedad
española elevó su nivel moral. Fueron dos siglos de profundos contrastes, combinación
de luces y sombras, tanto en la Iglesia como en la sociedad.

España llegó a América con una arraigada fe católica, con una nueva conciencia
nacional dentro de un Estado unitario, con la persuasión de que era la heredera de
aquella ya casi fenecida cristiandad europea, que plasmaba el ideal de construir un reino
cristiano, temporal y espiritual, íntimamente entrelazado por el Papa y la Corona.

En este trabajo se analizará la historia de la Iglesia en Guatemala desde tres grandes


perspectivas: la evangelización como hecho primario y fundamental; la organización
interna eclesial, o conjunto de organismos básicos del funcionamiento y administración
de la Iglesia; y la naturaleza del cristianismo americano, resultado de la evangelización
emprendida por la Iglesia. El desarrollo de la Iglesia en Guatemala está relacionado con
el desenvolvimiento de la Iglesia en las Indias Occidentales, y no se puede comprender
como un caso aislado en el contexto americano. Por lo tanto, cada uno de los temas que
aquí se tratan merece una sucinta introducción de tipo general.

Evangelización
En este apartado inicial se presenta una visión general sobre el proceso evangelizador,
los evangelizadores, los métodos de evangelización, el trato a los indígenas y el
aprendizaje de lenguas indígenas por los misioneros.

Los períodos evangelizadores en los siglos XVI y XVII

Los períodos de evangelización en América se pueden enfocar desde dos perspectivas:


desde el punto de vista cronológico, y desde el ángulo de la importancia focal de un
ciclo determinado. Cronológicamente, después de una fase bastante caótica y con una
precaria organización que se desenvolvió en el Caribe entre 1492 y 1519, se pueden
separar los siguientes tres períodos: a) el de las grandes misiones (1519-1560), que
coincidió con la conquista de los principales centros de las civilizaciones americanas; b)
el de la consolidación de la Iglesia (1550-1620), en el cual se profundizó en la
evangelización de los indígenas, se afianzó definitivamente la institución eclesial, y se
fortaleció el Gobierno Espiritual; y c) el período (1620-1700) en que la Iglesia se fue
`criollizando' rápidamente en sus cuadros e instituciones, se vivió una intensa
religiosidad barroca, y decayó la labor propiamente evangelizadora.

La evangelización realizada en el Reino de Guatemala no difiere sustancialmente de la


que se efectuó en otros lugares de América. Desde los primeros años de la Conquista
hasta 1540, hubo una fase oscura y desorganizada, en la que se evangelizó
esporádicamente, con escasos medios humanos y materiales, y sin método alguno.
Fueron años muy confusos, en los cuales los capellanes que acompañaban a los
conquistadores y primeros pobladores atendían espiritualmente a los españoles en las
parroquias recién fundadas, al mismo tiempo que realizaban algunos trabajos de
conversión de los indios. A ellos se unieron algunos religiosos itinerantes, que se
dedicaron a impartir bautismos masivos. En aquellos primeros años acudieron también
algunos clérigos seculares, que llevaron a cabo una cierta evangelización en las regiones
indígenas cercanas a los centros poblacionales de españoles. Por esta época aparecieron
en el Reino de Guatemala dos célebres misioneros: el franciscano Fray Toribio de
Benavente o Motolinía, gran evangelizador de México, y el dominico Fray Bartolomé
de Las Casas, incansable defensor de los indios.
El período de las grandes misiones en el Reino de Guatemala comenzó propiamente en
la década de 1540 y duró hasta 1570. Sin embargo, dicho lapso no fue uniforme. Por
ejemplo, en Chiapas, Guatemala y algo tardíamente en San Salvador, ya se había
cerrado el ciclo alrededor de 1555, en tanto que en Nicaragua no finalizó sino hasta la
década de 1560. En Honduras se prolongó más allá de 1570; y Costa Rica constituyó un
caso especial, ya que allí se inició hasta en 1561 y terminó en la década de 1570. Estas
variaciones temporales se debieron a dos factores: el diferente ritmo seguido en el
asentamiento del dominio español, y las llegadas de los contingentes misioneros que
comenzaron por asentarse en las provincias de Chiapas y Guatemala y posteriormente lo
hicieron en el resto del Reino.

El período de consolidación de la Iglesia en Guatemala se extendió hasta las primeras


décadas de 1600, y se asentó definitivamente a lo largo del siglo XVII, cuando se
produjo la irrupción de los criollos en las estructuras eclesiásticas y una disminución de
nuevas conversiones en el trabajo misionero, que duró hasta finales del siglo.

Los evangelizadores

Los reyes encomendaron la tarea evangelizadora fundamentalmente a los religiosos


reformados de origen español, en particular a las grandes órdenes mendicantes de
franciscanos y dominicos, y en menor medida a los mercedarios y agustinos. Los
jesuitas hicieron su entrada en la década de 1560. El clero secular también asumió
funciones evangelizadoras, pero en menor escala.

La Corona se hacía cargo de todos los gastos de las expediciones misioneras, desde la
salida de los religiosos de sus conventos de origen hasta la llegada a los lugares de
destino en América, lo cual supuso grandes sumas de dinero. Durante los siglos XVI y
XVII llegaron a Indias procedentes de España, en calidad de evangelizadores, no menos
de 9,232 misioneros. Otros muchos sacerdotes seculares y religiosos llegaron también
para ejercer funciones pastorales en lugares previamente evangelizados, donde había
españoles ya asentados, o en puestos de organización de las instituciones eclesiales.
Casi la totalidad de tales sacerdotes era originaria de los reinos de España, aunque
siempre hubo, especialmente en la Compañía de Jesús, algunos extranjeros.

Los primeros grupos de evangelizadores llegaron a Centro América en 1534,


específicamente a Nicaragua. A partir de este momento siguieron llegando, con mayor o
menor frecuencia, durante los siglos XVI y XVII. No menos de 625 misioneros
arribaron al Reino de Guatemala durante el siglo XVI en 39 expediciones, y 320
evangelizadores llegaron durante el XVII en otras 25, o sea un total de 64 expediciones
y 945 misioneros en ambos siglos. El período en que se registró el mayor número de
expediciones (28) y misioneros (526) fue el de 1559-1599. En la segunda mitad del
siglo XVI, por lo tanto, se produjo el mayor esfuerzo evangelizador. Ello fue obra casi
exclusiva de los religiosos enviados de España, pues los criollos no entraron en los
conventos sino hasta la década de 1570, y lo hicieron para desempeñar funciones
pastorales en regiones ya evangelizadas o en el interior de los mismos conventos.

El mayor número de expediciones y expedicionarios tuvo como destino las provincias


de Guatemala y Nicaragua, que eran las más pobladas. En Guatemala se quedaron 43
del total de las 64 expediciones, y 678 de los 945 misioneros que llegaron a la
Audiencia de Guatemala hasta 1700. A Nicaragua le correspondieron 13 expediciones y
94 misioneros. El resto se repartió en las provincias de Chiapas, cuya evangelización
fue bastante temprana, y Honduras y Costa Rica, que fueron las últimas en recibir
contingentes evangelizadores. Los religiosos tardaron unos años en entrar en San
Salvador y Sonsonate, regiones estas donde el clero secular se asentó desde el principio
en cantidad suficiente para iniciar las tareas evangelizadoras, aunque de manera bastante
deficiente.

Durante los siglos XVI y XVII, los franciscanos integraron 36 expediciones con 602
expedicionarios; los dominicos llegaron en 26 con 397; y los mercedarios lo hicieron en
siete oportunidades con 60. A la Orden franciscana le corresponde el mayor número de
evangelizadores, con bastante ventaja sobre las otras. El lugar que ocuparon los
mercedarios es bastante modesto. En el siglo XVII las diferencias a favor de los
franciscanos se acentuaron más. Del total de expediciones y misioneros enviados a
América en los dos siglos citados, un 8% llegó al Reino de Guatemala, lo que responde
a la importancia política y económica de la zona.

Los franciscanos extendieron su radio de acción por las provincias de Guatemala,


Nicaragua, Honduras y Costa Rica. Los dominicos evangelizaron Chiapas, Soconusco
(que abandonaron en 1545, para dar paso al clero secular), el Valle de Santiago de
Guatemala, Sacatepéquez, Chimaltenango, Sololá, Quezaltenango, Suchitepéquez y
Escuintla. Los mercedarios se ocuparon de Huehuetenango, San Marcos y San Juan
Ostuncalco y tuvieron también algunas misiones en Nicaragua y Honduras. El Oriente
de Guatemala fue evangelizado por el clero secular, así como Sonsonate y San Salvador,
aunque en estas dos últimas regiones se hicieron presentes los dominicos en 1550 y los
franciscanos en 1570, con el objeto de afirmar una evangelización deficiente iniciada
por los seculares.

El celo y ejemplaridad de los religiosos destacaba sobre la actitud de una buena parte
del clero secular. Éste solía mirar más por sus negocios y granjerías que por el cuidado
espiritual de los nativos. Las obras de Antonio de Remesal y Francisco Vázquez, y
algunas otras crónicas conventuales, registran los nombres de los misioneros que más se
significaron e informan de sus actuaciones. El Obispo Francisco Marroquín alabó en sus
cartas el trabajo de los primeros evangelizadores, defendió a los clérigos seculares de las
denuncias que les afectaban, y trató de enderezar la conducta de éstos mediante cartas
pastorales, tal como lo hizo también con los clérigos de Soconusco. El Presidente de la
Audiencia, Alonso López de Cerrato, consignó en sus cartas la fructífera evangelización
desarrollada por los religiosos, en contraste con el apego al oro demostrado por los
clérigos seculares. También hay documentos de la época que critican a los religiosos por
su falta de atención a los indígenas. No es extraño encontrar opiniones contradictorias
en aquellos difíciles años de la segunda mitad del siglo XVI, cuando los intereses de
misioneros, encomenderos y autoridades de gobierno fueron con frecuencia igualmente
contradictorios.

Los métodos evangelizadores

Durante los dos primeros tercios del siglo XVI, la Conquista precedió a la
evangelización. Los misioneros acudían a los lugares donde el dominio español ya
estaba cimentado, y allí promovían la conversión de los indios al cristianismo. Para los
indígenas, la relación conquista-evangelización era inevitable. Así lo comprendieron los
evangelizadores, quienes trataron de distinguirse y distanciarse de los conquistadores,
consiguiendo que los indios les otorgaran el tratamiento de padres. No obstante, las
conversiones se realizaban dentro de una atmósfera de dominio político y explotación
económica por parte de los españoles y de los mismos curas doctrineros, lo cual se
traducía en una cierta coacción sobre la determinación de los indígenas para aceptar el
evangelio.

Se llevaron a cabo numerosas juntas, reuniones y concilios por parte de los eclesiásticos
e inclusive de las autoridades civiles, para tratar con todo cuidado de la conversión de
los indios. Se dieron numerosas normas pragmáticas, se discutieron los problemas
suscitados por la evangelización, y se confeccionaron catecismos adecuados a la
mentalidad indígena y útiles a los misioneros. Éstos se esforzaron por conocer el alma
indígena y descubrieron cualidades intelectuales y morales para la aceptación del
evangelio. De esta época datan los grandes tratados sobre las culturas indígenas de
Bernardino de Sahagún, José de Acosta y otros, aunque a finales del siglo se produjo
una corriente que puso trabas a estos documentos, por considerar que su lectura por
parte de los indios podría hacerlos volver a sus antiguas costumbres e idolatrías.

Los misioneros comprobaron que mediante su ejemplo, autoridad y buenas obras, más
que por medio de discursos y razonamientos, el nativo se convertía más fácilmente. De
ahí la insistencia en que el evangelizador mostrara amor, bondad, comprensión y buen
trato al indio; que fuera un defensor de los indígenas ante los atropellos cometidos por
los españoles; que fuera respetado por las autoridades reales. No siempre se consiguió
que los curas doctrineros reunieran tales características, pero en líneas generales el
comportamiento de los evangelizadores estuvo a la altura de su misión. Se trató de
presentar al indio un cristianismo atrayente, de mostrarle a un Dios bueno, creador y
padre de todos los hombres, y a Jesucristo, como portador de la salvación y la felicidad,
todo ello en contraposición con algunos de los dioses indígenas sanguinarios. La riqueza
y variedad de los ritos y ceremonias del catolicismo impresionaron vivamente a los
nativos.

La evangelización por medio del encomendero español resultó un fracaso e incluso


contraproducente. Éste era temido y con frecuencia odiado por los indígenas, por su
poder despótico y por los abusos de que los hacía objeto. El propósito y deseo de los
Reyes Católicos de que cada español fuera un evangelizador no tuvo resultados, fuera
de contadas excepciones. Mejor efecto tuvo la influencia de los caciques conversos
sobre sus comunidades, y la de niños y niñas indígenas educados en centros regentados
por religiosos durante el siglo XVI.

La lucha contra la idolatría por parte de los misioneros fue tenaz y sin concesiones. La
evangelización llevaba consigo la destrucción de todo aquello que guardara relación con
las religiones aborígenes. Las culturas indígenas estaban impregnadas de religiosidad en
casi todas sus manifestaciones, y por ello los misioneros utilizaron el sistema de la
`tabla rasa', con la intención de extirpar de raíz innumerables costumbres y creencias
que creían contrarias al evangelio, a la vez que implantaban otras nuevas. La religión
cristiana excluía radicalmente las antiguas religiones indígenas, consideradas en gran
parte obra del demonio. En consecuencia, la lucha contra la idolatría, que tuvo rebrotes
en el último tercio del siglo XVI y primeras décadas del siglo XVII, llevó consigo la
destrucción de prácticas que nada tenían de común con la idolatría propiamente dicha.
Factor de primer orden para la evangelización fue la reducción de los indios a poblados.
La dispersión habitual en que vivían los indígenas era un obstáculo casi insalvable para
los misioneros, en sus propósitos de adoctrinar convenientemente a los nativos. Se tenía
como muy importante conseguir que los indios vivieran, según la expresión de la época,
`en policía'. Para ser cristiano había que `vivir como hombres', lo que equivalía a vivir
según los dictámenes de la razón natural, al modo de los españoles. La mayoría de los
indios conquistados vivía ya en reducciones al finalizar el siglo XVI.

En el Reino de Guatemala, los métodos de la evangelización de los indígenas no fueron


muy diferentes de los utilizados en el resto de América. En tal sentido, la experiencia
mexicana fue la más influyente. El más grave problema con que tropezaban los
misioneros era la enseñanza de la doctrina cristiana o catequesis a los indios. En las
provincias de Chiapas y Guatemala se utilizaron los mejores medios y técnicas aunque,
en la primera, los dominicos tuvieron que comenzar desde los cimientos con
poblaciones que habían sido bautizadas pero no adoctrinadas. En Guatemala las órdenes
religiosas tuvieron que iniciar posteriormente una catequesis más sólida en las regiones
evangelizadas por el clero secular.

Los misioneros se ocuparon, asimismo, en redactar catecismos en lenguas indígenas, y


se sabe que hubo una buena producción de ellos, aunque de la mayoría sólo se tienen
escasas referencias. Gran aceptación tuvo la Doctrina Cristiana en Lengua
Guatemalteca (o sea cakchiquel), escrita en el segundo cuarto del siglo XVI y que
todavía se utilizaba en 1700. Dicha obra suscitó una ruidosa e incluso violenta polémica
entre franciscanos y dominicos, a causa de la utilización del término Dios. Los primeros
usaban la palabra castellana Dios, por estimar que no tenía similar en las lenguas
indígenas; pero los dominicos preferían el término indígena Cavobil. El pleito finalizó
en 1551 al ordenarse que se utilizara la palabra Dios. La controversia es indicio de las
dificultades que debieron superar los misioneros en sus traducciones a las lenguas
nativas.

En cuanto a la catequesis no hay uniformidad, pues variaba según los lugares y


circunstancias. En las cabeceras, donde vivían permanentemente los frailes, la
enseñanza de la doctrina era diaria para los niños y niñas, a `toque de campana'. La
asistencia cotidiana a la misa de cofrades facilitaba dicha enseñanza y, por supuesto, en
la misa dominical, obligatoria para todos, se rezaban o cantaban a puerta cerrada todas
las oraciones y artículos de la fe, y se preguntaba el catecismo en el idioma vernáculo.
Además se aprovechaban para la enseñanza cristiana las fiestas, novenas y procesiones.
En los poblados en que habitualmente no había religiosos, la catequesis era menos
intensa, pero los fiscales indios solían reunir diariamente en las iglesias a los niños y
niñas, para enseñarles con procedimientos memoristas las oraciones y el catecismo, sin
apenas explicación alguna. Los religiosos trataron, en capítulos o reuniones oficiales de
las propias órdenes, los temas y los métodos de evangelización. Tenemos noticias de
que el Obispo Francisco Marroquín y el Licenciado Alonso López de Cerrato
convocaron juntas con dicho objeto. Es de suponer que los obispos, en sus diócesis,
emitieron igualmente normas al respecto.

En el siglo XVII hubo un estancamiento en la enseñanza de la doctrina. Al fervor de los


misioneros de las primeras generaciones sucedió una cierta apatía de sus continuadores.
Especial insistencia se hizo a los religiosos para tratar a los indios con más amor y
suavidad que con predominio.
Como uno de los principios de la evangelización era el de conocer al indio para tratar de
convencerlo, aparecieron también en Guatemala durante el siglo XVI importantes obras
sobre las creencias y costumbres de los indígenas. Se escribían con la doble finalidad de
comprender el mundo cultural indígena y de refutarlo en todo lo que fuera contrario al
cristianismo, siempre con la mira puesta en la evangelización. Alrededor de 1570, por
medio de varias reales cédulas dirigidas a la Audiencia de Guatemala, se pidieron
informes acerca de las `cosas de los indios'. Entre dichas obras destacó la Theologia
Indorum, del dominico Fray Domingo Vico, escrita en lengua cakchiquel (kaqchikel), de
gran valor apologético. Fray Domingo Vico también fue autor de varias historias de los
indios y de otras obras religiosas como De los Grandes Nombres... y del Paraíso
Terrenal. Fray Salvador de San Cipriano escribió una larga historia, en lengua de
Sacapulas, y Las Casas disertó sobre los indios de Guatemala en su Apologética
Historia. Es opinión del autor de este trabajo que tanto el Popol Vuh como los Anales de
los Cakchiqueles se escribieron con la misma finalidad. En el siglo XVII, por las
razones arriba apuntadas, ya no aparecen obras de este tipo.

Los religiosos lucharon denodadamente y destruyeron todo aquello que, en su opinión,


pudo haber sido un resabio de idolatría en los indígenas. Se tienen noticias de que tanto
en el siglo XVI como en el XVII se dieron ciertos rebrotes de idolatría, pero conforme
pasaban los años, aunque siempre latente pero más o menos escondida, iba
disminuyendo. El Obispo Marroquín se lamentaba en algunas de sus cartas de la vuelta
de los indígenas a la religión de sus antepasados. En 1643, el Juez Visitador, Lara de
Mogrovejo, emitió un edicto en Panajachel, en el que exigía la castellanización de los
apellidos indígenas, por la relación que éstos guardaban con las prácticas idolátricas.
Hubo normas del Obispo de Guatemala, Mañozca y Murillo, dictadas en los años 1667
y 1668, por las cuales se prohibieron las imágenes de santos que llevaran figuras de
animales o demonios, especialmente las imágenes de San Jerónimo, San Miguel y San
Juan Evangelista. Se precisa aún hoy de una investigación más acuciosa sobre lo que ha
dado en llamarse idolatría en el ámbito de la cultura indígena.

El Reino de Guatemala, especialmente en las provincias de Chiapas, Soconusco y


Guatemala, ofrecía un ejemplo, probablemente único en toda América, del modo
sistemático y pacífico en que se redujeron los indios a pueblos, lo que facilitó su
evangelización. Entre los años 1538-1553, la mayoría de la población indígena de la
diócesis de Guatemala fue reducida a poblados. Mucho tuvieron que ver en el éxito de
la empresa: el Obispo Marroquín, las autoridades de la Audiencia, los franciscanos y
dominicos, y los propios caciques. Muy pronto se percataron los misioneros de que sin
reducción la evangelización era tarea imposible.

El trato a los indígenas

Las reales cédulas ordenaban que los evangelizadores trataran con mansedumbre y
bondad a los indígenas y que en ningún caso les impusieran penas corporales por faltas
de tipo religioso; que, en caso necesario, dichas penas fueran aplicadas por las
autoridades reales. Pero, de hecho, los doctrineros solían castigar con relativa frecuencia
a los indios que faltaban a sus obligaciones religiosas o cometían faltas contra la
moralidad pública. Una real cédula de 1680 repitió la prohibición de que los curas
doctrineros mandaran azotar a los indios y prescribió que, si fuese necesario, lo hicieran
los justicias reales.
De igual manera, las reales cédulas ordenaban que los curas doctrineros se conformaran
con el salario o `sínodo real' que les estaba asignado, y no exigieran a los indígenas
ayudas o donaciones de ninguna clase. Sin embargo, muy pronto se impuso a los indios
la costumbre de entregar a sus doctrineros ayudas materiales o raciones para su sustento,
así como otros servicios personales, todo lo cual acabó siendo tasado por obispos y
autoridades reales. Los hechos demostraron que el salario asignado era insuficiente para
el sustento del párroco.

En la segunda mitad del siglo XVI, se denunciaron abusos cometidos por los curas
seculares en los curatos y anexos eclesiásticos de su jurisdicción, especialmente en el
área de Soconusco, Sonsonate y San Salvador. Se les acusó de comerciar con los
indígenas, venderles mercaderías a precios excesivos, exigirles demasiadas
contribuciones y servicios personales y el cuidado de sus ganados. Las autoridades
obligaron al Obispo Marroquín a reformar o expulsar a los responsables. El prelado
prohibió a los curas cualquier tipo de negocio con los indígenas y ordenó que pagaran a
éstos los servicios y raciones recibidos de ellos. Aunque durante dichos años los
religiosos trataron a los indígenas con mayor generosidad y desprendimiento que el
clero secular, también hay denuncias sobre ciertos abusos en la utilización de los indios,
en las casas de aquéllos y en las iglesias, como trabajadores manuales, a quienes además
se exigía indebidamente ofrendas en las misas. Este tipo de denuncias fue frecuente
durante el siglo XVI aunque, por lo general, la mayoría de los curas no parece haberse
sobrepasado de lo establecido por el derecho y la costumbre. El Obispo de Guatemala,
Fray Andrés de las Navas y Quevedo, escribió en 1687:

...y aunque juzguen otra cosa los apasionados, lo que yo sé es que


todos los curas de este obispado les son a los indios como padre y
madre, y que si riñen con ellos es sólo porque faltan a la Doctrina,
Misa y Confesión, y de las raciones que reciben dan de comer a los
pobres y ancianos y tiene a su costo boticas para proveerles de
medicinas.

Fueron muchos los obispos y doctrineros que en Guatemala defendieron a los indios, y
éstos frecuentemente encontraban en ellos protección y amparo. No todos, por supuesto,
cumplieron con este deber. Sin embargo, históricamente, la Iglesia, a pesar de abusos y
descuidos, fue una institución que sirvió de contrapeso a los excesos de los españoles y
de las autoridades reales.

El aprendizaje de las lenguas indígenas

Dos caminos se ofrecían a los misioneros para la evangelización de los indios: aprender
las lenguas de éstos o enseñarles el castellano. Por razones obvias, se eligió el primero,
aunque se tropezaba con la enorme dificultad de expresar con propiedad los misterios de
la fe en los numerosos idiomas nativos que existían. En principio la Corona se inclinó
por la predicación en castellano, pero las necesidades reales de la evangelización la
llevaron pronto a cambiar de táctica. En el último tercio del siglo XVI se emitió una
serie de reales cédulas, en las que se ordenaba terminantemente el aprendizaje y previo
examen de lenguas a los curas destinados a pueblos de indios, y se mandó que se
fundaran cátedras de lenguas en los conventos y universidades, así como en las ciudades
donde residían las Audiencias. El cumplimiento de las órdenes reales no siempre fue
satisfactorio. No obstante, se debe reconocer que los religiosos realizaron grandes
esfuerzos, y que dejaron un impresionante legado de vocabularios, artes, gramáticas,
catecismos, sermonarios y otros tratados religiosos en lenguas indígenas.

A pesar de las quejas de los oficiales reales, presentadas en 1550, sobre una
evangelización que se estaba llevando a cabo en lenguas indígenas, lo cual suponía un
obstáculo para la adecuada comprensión del cristianismo por parte de los nativos, desde
el principio los misioneros evangelizaron en dichas lenguas, ante la imposibilidad de
obligar a los indígenas a aprender el castellano. El Obispo Marroquín conocía algunas
lenguas y al parecer escribió tratados en las mismas.

El clero regular estuvo siempre más familiarizado con los idiomas indígenas que el
secular, pues éste atendía preferentemente las parroquias de españoles y ladinos. Los
`capítulos provinciales', celebrados por los religiosos en los siglos XVI y XVII, se
lamentaban de la falta de ministros que conocieran las lenguas locales, y pedían no
conferir las órdenes sagradas a quienes no las supieran y que no se enviaran a las
doctrinas de indios a quienes ignoraran la lengua nativa.

Las lenguas se aprendían en los conventos y en las parroquias. Se utilizaban gramáticas,


vocabularios y sermonarios manuscritos, que pasaban de mano en mano. El grado de
conocimiento de las lenguas nativas dependía del interés y habilidades propias de los
religiosos, y hubo quienes llegaron a ser grandes expertos. El Obispo Andrés de las
Navas y Quevedo escribió en 1687, una vez concluidas sus visitas pastorales, que todos
los religiosos hablaban las lenguas de los indios en las parroquias, `grandeza que no ha
de hallar V.

S. en todas las Indias'.

Las gramáticas, vocabularios, catecismos y otras obras manuscritas por los misioneros
se han perdido en su mayoría, y sólo se tienen noticias indirectas de algunas obras y
autores. Abundan, como es natural, los escritos en cakchiquel y quiché (k'iche'); en
menor proporción existen en mam, tzutujil (tz'utujil) y kekchí (q'eqchi'). Llama la
atención que hasta 1681 no se pusieran en funcionamiento cátedras de lenguas
indígenas. En la recién fundada Universidad de San Carlos se instituyeron una cátedra
de cakchiquel y otra de lengua mexicana o pipil, pero la primera apenas funcionó y la
segunda prácticamente no existió. En realidad, las lenguas sólo interesaban a los
misioneros para cumplir sus deberes pastorales.

Organización de la Iglesia
A lo largo de esta sección se tratará la estructura eclesiástica; los problemas surgidos
entre el clero secular y las órdenes religiosas; la organización económica de la Iglesia
durante los siglos XVI y XVII; los servicios de salud y educación prestados por el clero;
las instituciones pastorales; y los medios de control utilizados para la defensa y
conservación del catolicismo.

Obispos y diócesis
Por ser la Iglesia Católica una organización estrictamente jerárquica, la piedra angular
de su constitución reside en el Papa y los obispos, que acumulan todo el poder. El peso
primero de la evangelización, de la administración de los sacramentos y del
funcionamiento de la Iglesia recaen sobre los obispos, bajo la autoridad del Papa. Tal es
el caso de la Iglesia fundada en América hispana, y por ello un cuidado urgente y
temprano fue la erección de las `diócesis' (ámbito territorial que comprende varias
parroquias) y el nombramiento de los obispos.

En virtud del Patronato Real, la Corona española intervino decisivamente en el


nombramiento de los obispos y en la delimitación de las diócesis. El candidato al
episcopado, cuidadosamente escogido por el Consejo de Indias, era presentado por el
Rey al Papa, y éste le confería el nombramiento oficial o `misión canónica'. Antes de
recibir el nombramiento papal, el escogido era enviado a su futura diócesis mediante
una real cédula de `ruego y encargo', para que el `cabildo diocesano' le otorgara el
gobierno de la misma. De esta manera el Rey obligaba más a la Santa Sede a aceptar su
candidato y evitaba que las diócesis estuvieran vacantes demasiado tiempo. Cuando
llegaban las bulas papales confirmatorias, el candidato se convertía en obispo titular. El
Rey también podía cambiar los límites de las diócesis, pero la creación de nuevos
obispados precisaba de la previa aprobación pontificia.

El siglo XVI fue la época en que se erigieron más obispados. Durante el mismo se
fundaron 32 diócesis y los arzobispados de Santo Domingo, Nueva España y Lima (los
tres en 1546), y el de Santa Fe de Bogotá (1564). En el siglo XVII sólo se crearon cinco
obispados. Los concilios provinciales de Lima (1582-1583) y de México (1585)
presentaron el perfil del obispo ideal para las Indias: austero, pobre, ejemplar, cercano al
pueblo y de modo especial a los indios, con residencia permanente en su diócesis y la
obligación de visitar a sus fieles al menos cada dos años. Durante el siglo XVI, la
mayoría de los obispos procedía de órdenes religiosas reformadas; en el siglo XVII, sin
embargo, aproximadamente la mitad de los obispos pertenecía al clero secular. El
principal período organizativo de la Iglesia discurrió entre 1512 y 1620, durante el cual
se erigieron 24 obispados. De los obispos nombrados en dicha etapa, 134 fueron
españoles y 23 criollos. Durante los siglos XVI y XVII, el promedio en que las sedes
episcopales estuvieron vacantes fue aproximadamente un 36% del tiempo.

Las diócesis centroamericanas se erigieron pocos años después de realizada la


Conquista. En el tercer decenio del siglo XVI se crearon las de Nicaragua y Honduras
(1531), Guatemala (bula de Paulo III del 18 de diciembre de 1534) y Chiapas (1538). El
obispado de Guatemala sufrió diversas modificaciones hasta 1700, en que la
gobernación de Soconusco se unió definitivamente al obispado de Chiapas; en 1607 se
unió a Guatemala la diócesis de la Verapaz, erigida en 1559; y la región de Choluteca,
que dependía del obispado de Guatemala, fue agregada a la diócesis de Honduras en
1673. El obispado de Guatemala quedó prácticamente conformado con las parroquias de
los territorios de las actuales repúblicas de Guatemala (excepto el Departamento del
Petén, que en lo eclesiástico pertenecía al obispado de Mérida) y El Salvador.

La Iglesia de Guatemala, sin ser de las más florecientes del Nuevo Mundo, destacaba
sobre las pobres y marginadas diócesis de Chiapas y Honduras, e incluso sobre la de
Nicaragua, que se mantenía a unos niveles más adecuados, y poseía un extenso territorio
extendido a la Gobernación de Costa Rica.
En la región centroamericana se daba la siguiente situación anómala: mientras
civilmente constituía una unidad dentro de la Audiencia de Guatemala, en lo eclesiástico
Chiapas y Guatemala eran sufragáneas del arzobispado de México, Honduras lo era del
arzobispado de Santo Domingo, y Nicaragua del de Lima. En la práctica, sin embargo,
estas últimas diócesis llegaron a tratar sus asuntos eclesiásticos en el arzobispado de
México.

Durante los siglos XVI y XVII regentaron la diócesis de Santiago de Guatemala 12


obispos (seis religiosos y seis seculares; nueve españoles y tres mexicanos). La diócesis
estuvo vacante aproximadamente 35 años (un 21.1% del tiempo), lo cual la coloca en
mejor situación que la media del resto de las diócesis hispanoamericanas, y también del
resto de las centroamericanas, que superan el 30% del tiempo sin obispos titulares.

Los Cabildos Eclesiásticos

Al erigirse las diócesis, se constituyeron en las catedrales los Cabildos Eclesiásticos. Su


función fue importante, en especial al quedar vacante la `sede episcopal', pues tenían la
facultad de nombrar a un `vicario capitular' para el gobierno de la diócesis. Esta
situación se dio con mucha frecuencia en América. En el Cabildo había dignidades,
canónigos, beneficiados y otros oficios, y la misión fundamental de todos era el servicio
del culto en la iglesia Catedral. Además solían desempeñar otras funciones de gobierno
diocesano y asesorar al obispo. Lo mismo que en el caso de los obispos y de los
párrocos, el derecho de presentación a los cargos mencionados pertenecía a la Corona.
De los Cabildos salieron la mayoría de los obispos criollos de América. En ocasiones se
suscitaron pleitos entre el obispo y el Cabildo por cuestiones de competencia.

El Cabildo de la Catedral de Guatemala, según norma fundacional que nunca fue


efectiva, contaba con cinco dignidades (deán, arcediano, chantre, maestrescuela y
tesorero), 10 canonjías, seis raciones, seis medias raciones, un sacristán mayor, un
sochantre, 10 capellanes, seis acólitos, un pertiguero y un caniculario. Además había dos
curas para atender a la parroquia del Sagrario, anexa a la Catedral. En contraste con el
Cabildo Eclesiástico de Guatemala, que gozaba de las rentas precisas para el desempeño
de sus funciones y para promover un suntuoso culto en la Catedral, el resto de los
Cabildos Eclesiásticos de las diócesis centroamericanas contaba con muy pocos
miembros, y unas rentas de las más reducidas de América hispana.

Personalidad de algunos obispos

A lo largo de los primeros dos siglos de etapa colonial hubo algunos obispos cuya forma
especial de conducir los asuntos eclesiásticos les permitió influir más directamente en la
esfera económica, social, política y cultural. Son ellos Francisco Marroquín, Bernardino
de Villalpando, Fray Juan Ramírez, Fray Payo de Rivera y Fray Andrés de las Navas y
Quevedo.

Guatemala tuvo la gran suerte de que su primer Obispo fuera Francisco Marroquín,
excelente prelado, que ejerció un fecundo pontificado durante 29 años, hasta su muerte
el 1º de abril de 1563. Nombrado obispo en 1534, le tocó vivir tiempos difíciles, en una
región que no comenzó a estabilizarse políticamente sino hasta la llegada de la
Audiencia y la puesta en práctica de las Leyes Nuevas de 1542. Al tomar posesión
contaba sólo con unos pocos clérigos y religiosos. Desde el principio se esforzó en traer
abundantes contingentes de religiosos y clérigos seculares, que distribuyó por todo el
obispado. Ordenó la vida eclesial, levantó la Catedral, instaló el Cabildo diocesano,
edificó el hospital de Santiago para los españoles, fundó un colegio para niñas
huérfanas, estableció escuelas de primeras letras, legó 2,000 pesos y unas tierras de su
propiedad para la constitución del Colegio de Santo Tomás, con la finalidad de que
fuera un centro de estudios superiores, y pidió a la Corona la fundación de una
universidad. Asistió en México a dos juntas eclesiásticas, y realizó en su diócesis varias
juntas y dos sínodos, para la reforma del clero y la evangelización del pueblo.
Conocedor de lenguas indígenas, hizo imprimir un catecismo en lengua cakchiquel y
visitó varias veces su extensa diócesis. Intentó cortar los abusos cometidos por los
clérigos en sus parroquias. Se mostró amante de los religiosos, a quienes favoreció y
confió la mayor parte de la diócesis. Procuró asumir una postura moderada en la
aplicación de las Leyes Nuevas, que tantas conmociones suscitaron en Guatemala,
tratando de que su puesta en práctica fuera escalonada, a diferencia de la actitud más
rígida del Presidente López de Cerrato y los dominicos.

Muy distinta fue la actitud del segundo Obispo de Guatemala, Bernardino de


Villalpando (1564-1570). Este prelado venía de Cuba y se presentó con excesiva
ostentación. Tuvo duros enfrentamientos con los doctrineros religiosos, a quienes hizo
objeto de violencias e injusticias, lo cual le mereció un visitador eclesiástico, que anuló
sus decisiones.

El Obispo dominico Fray Juan Ramírez (1601-1609) se distinguió por su incansable


lucha en favor de los indígenas, manifestada en sus continuas denuncias de palabra y
por escrito contra los repartimientos forzosos y los servicios personales de los indios.
Desde Guatemala escribió dos informes dirigidos al Rey y al Consejo, así como varias
cartas, en las que analizaba detalladamente los abusos que se cometían contra los indios
por parte de alcaldes mayores y corregidores, alcaldes ordinarios, encomenderos, jueces
de milpas y españoles en general. Sus escritos están fundamentados jurídica y
teológicamente, como correspondía a la excelente formación filosófica y teológica
recibida en la Universidad de Salamanca, a su dilatada experiencia en México y a la
influencia recibida de Fray Bartolomé de Las Casas.

Fray Payo de Rivera (1657-1668), religioso agustino, visitó detenidamente la diócesis y


dio acertadas normas para la reforma de las costumbres. Atendió la formación del clero,
procurando elevar el nivel moral de clérigos y religiosos. Fundó el hospital de San
Pedro, para la atención de clérigos ancianos y enfermos. Se constituyó en defensor de
los indios ante las autoridades españolas. Bajo su patronazgo se introdujo la imprenta en
Guatemala, en 1660. De Guatemala fue trasladado al arzobispado de México, donde
también desempeñó el cargo de Virrey.

El religioso mercedario Fray Andrés de las Navas y Quevedo (1683-1700), que había
ocupado anteriormente la diócesis de Nicaragua, se caracterizó por su cuidado en la
reforma del clero, su apoyo a las vocaciones religiosas y la formación de los
seminaristas. Exhortó a los curas a tratar bien a los indios, aunque siempre lamentó la
falta de devoción de éstos. Estableció aranceles para el pago de los servicios religiosos y
fue un decidido defensor de su clero frente a las autoridades civiles.
Doctrinas y parroquias

La segunda célula fundamental de la organización de la Iglesia la constituyen las


`parroquias' o `curatos', demarcaciones territoriales menores en que se divide una
diócesis, al frente de las cuales hay un sacerdote o cura párroco, bajo cuya jurisdicción
espiritual quedan los feligreses o fieles cristianos. Las parroquias de indígenas recibían
el nombre de `doctrinas', y al frente de ellas estaba un cura doctrinero. La diferencia
entre parroquias y doctrinas, y entre párrocos y doctrineros, era exclusivamente
nominal. Para ayudar al párroco en sus tareas pastorales, se le podían asignar sacerdotes
que se llamaban coadjutores. Las parroquias de españoles y mestizos estuvieron
encomendadas desde un principio al clero secular, mientras que la mayoría de las
doctrinas pertenecieron durante los siglos XVI y XVII a los religiosos.

Cuando éstos comenzaron la evangelización, congregaron a los indígenas en poblados o


`misiones'. Conforme la fe de los `neófitos' se iba fortaleciendo y se iban afirmando las
instituciones propias de una parroquia, las misiones pasaban a ser oficialmente
`doctrinas'. Los religiosos pusieron muchos obstáculos para que las misiones se
instituyeran como doctrinas, pues les restaba la gran independencia de que gozaban las
primeras respecto de los obispos. En las doctrinas el obispo ejercía la jurisdicción que le
confería el derecho. A partir del siglo XVII, las misiones se habían transformado ya en
doctrinas. También se llamaron misiones los territorios todavía no evangelizados.

El derecho de erigir parroquias y nombrar párrocos o doctrineros correspondía al obispo


quien, en virtud del Patronato Real, tenía que contar con la anuencia de las autoridades
reales. Las vacantes de parroquias y doctrinas salían a oposición entre los sacerdotes. El
examen lo hacía un tribunal del que formaba parte el obispo; por lo general se escogían
los tres mejores candidatos y se presentaban `por su orden' a los patronos reales, quienes
escogían uno. Al elegido, el obispo le concedía oficialmente el curato mediante la
`colación canónica'. Los doctrineros destinados a pueblos de indios tenían
necesariamente que aprobar un examen de lenguas indígenas.

A partir de la segunda mitad del siglo XVI, se fue perfilando el mapa geográfico de la
distribución de las parroquias en la diócesis de Guatemala, entre el clero secular y
regular. Los religiosos se asentaron preferentemente en las zonas del Oeste y los
seculares en las orientales. En 1555, los 95 pueblos de la diócesis de Guatemala estaban
atendidos en la forma siguiente: 47 por dominicos, 37 por franciscanos, seis por
mercedarios y cinco por el clero secular. Alrededor de 1575, los dominicos tenían a su
cargo 13,364 tributarios, con aproximadamente 30 religiosos dedicados a su
evangelización; los franciscanos, 10,273, con 20; los mercedarios, 5,500, con 10; y el
clero secular administraba 25,781 tributarios, con unos 24 sacerdotes. El total de 54,918
tributarios estaba atendido por cerca de 84 sacerdotes, es decir, unos 654 tributarios (que
equivalían a 1,563 personas por término medio) por sacerdote. Ésta es una cifra bastante
elevada, si tenemos en cuenta que en los inicios de la evangelización se necesitaban
muchos ministros sagrados.

En el siglo XVII se notó ya un aumento de efectivos humanos y de poblaciones. En


1600, de un total de 336 pueblos, los franciscanos administraban 108; los dominicos,
82; los mercedarios, 42, y el clero secular, 104. Se comenzó a notar la preponderancia
de los franciscanos sobre el resto de las órdenes, y el notable aumento del clero secular.
Esta proporción se mantuvo a lo largo del siglo: dos terceras partes de la población,
prácticamente en su totalidad indígena, estaba bajo el cuidado pastoral de los religiosos;
la otra tercera parte dependía del clero secular, que atendía a indígenas, españoles y
mestizos (véase Ilustración 41).

Los datos referidos a la segunda mitad del siglo XVII son algo más precisos, pero
todavía incompletos y no muy exactos. Los franciscanos, que en la década de 1650
poseían 18 doctrinas con 120 pueblos, alrededor de 1680 administraban ya 26 doctrinas
con 26 doctrineros, ayudados por unos 62 coadjutores, con un total de más de 53,000
almas. Por esta misma fecha, los dominicos administraban 20 doctrinas con 20
doctrineros y unos 50 coadjutores; los mercedarios regentaban unas 10 doctrinas con 10
doctrineros y unos 20 coadjutores.

Se puede calcular que a finales del siglo XVII, en la diócesis de Guatemala, más de 200
religiosos tenían el cuidado pastoral de unas 60 doctrinas, con un elevado número de
pueblos. Respecto a las parroquias regentadas por el clero secular en el siglo XVII,
apenas se puede decir algo, pues la documentación, en la medida que existe, está por
estudiarse. Se puede aventurar la cifra de unos 70 clérigos que atendían a unas 20
parroquias.

El doctrinero era prácticamente el único español a quien le estaba permitido vivir de


modo permanente en los pueblos de indios. Sus intervenciones solían ser decisivas, en
especial en momentos delicados. El doctrinero era, a la vez, ministro de la Iglesia y
funcionario real. Se puede afirmar que en su mayoría los curas doctrineros
desempeñaron correctamente su misión y fueron respetados por los indígenas, a pesar
de los abusos cometidos por algunos. La función de control que desempeñaban en los
pueblos indígenas se compaginaba con sus habituales intervenciones en defensa de los
indios. En las parroquias de españoles y mestizos, los párrocos seculares gozaron
también de poder y prestigio. No se debe olvidar que la vida religiosa en aquellos siglos
era parte fundamental de la vida ciudadana, y el párroco era un engranaje principal en el
orden social.

En las doctrinas los religiosos estaban obligados a llevar una vida comunitaria, según las
normas de la propia Orden, y en cada una debían residir por lo menos dos religiosos.
Uno de ellos desempeñaba el cargo de superior o prior, otro el de doctrinero, y los
restantes hacían de coadjutores o realizaban otros oficios dentro del convento. Los
párrocos seculares, aunque debían cumplir las obligaciones de su estado eclesiástico,
que no eran pocas, vivían privadamente en sus residencias, como lo hacían los
sacerdotes coadjutores, y su permanencia en las parroquias era mucho más estable que
la de los religiosos.

Órdenes religiosas

En la organización de la Iglesia, la vida religiosa desempeña una función de primer


orden. Las órdenes religiosas son agrupaciones de cristianos que aspiran a una vida de
mayor perfección, según el evangelio. Viven comunitariamente en sus conventos, bajo
la autoridad de sus superiores internos, profesando los tres votos clásicos de castidad,
pobreza y obediencia, y sometidos al cumplimiento de una regla o constituciones, de
acuerdo con el pensamiento del fundador de la Orden.
Junto a las órdenes religiosas masculinas de carácter mendicante, que combinaban la
clausura con el apostolado espiritual fuera de los conventos en la evangelización de los
indígenas, existieron también en América órdenes `monásticas' de estricta clausura e
integradas por mujeres. Concepcionistas, clarisas, capuchinas, jerónimas, agustinas,
dominicas y otras congregaciones abrieron sucesivamente sus monasterios,
imprescindibles para las hijas de las familias españolas, a los cuales ingresaban, bien
por no encontrar la posibilidad de un matrimonio digno, bien por un deseo sincero de
llevar una vida de perfección cristiana. Las religiosas colaboraron en la enseñanza y
formación de la mujer con escuelas que funcionaban en el interior de los conventos. La
entrada a los monasterios estuvo vedada a las indígenas y, de hecho, a muchas españolas
pobres que no tenían bienes suficientes para pagar la dote exigida para el ingreso. Sin
embargo, por las ciudades y villas de españoles se propagaron muchos `beaterios' o
congregaciones de mujeres piadosas, que vivían en forma comunitaria la vida cristiana,
pero sin llegar a la categoría de las órdenes religiosas. También hubo beaterios
dedicados exclusivamente a las indígenas.

El número de religiosos creció de manera rápida en la América hispana. Si a finales del


siglo XVI había más de 5,000, en la segunda mitad del XVII llegaban a 10,000. La
Corona comenzó a preocuparse por lo que se consideraba un número excesivo, pero no
pudo impedir su desarrollo. El ingreso de los criollos en los monasterios provocó
fricciones con los religiosos españoles, que se quejaban del relajamiento de la vida
religiosa y temían perder su dirección y su influencia. Para evitar dichos problemas, en
la primera mitad del siglo XVII se introdujo el sistema de `alternativa', según el cual los
puestos directivos de los conventos debían repartirse por igual y de modo alternativo
entre los religiosos llegados de España y los criollos. Lo cierto es que, entrado el siglo
XVII, eran cada vez menos los religiosos que llegaban de España, debido a que éstos se
sentían rechazados por los criollos, y también a que los conventos eran autoabastecidos
por los nacidos en América. Sin embargo, todavía siguieron llegando importantes
contingentes para las misiones en regiones donde existían indígenas no cristianizados.
Los jesuitas adoptaron criterios de selección propios y, en principio, fueron remisos en
admitir criollos; siempre colocaron en las misiones a religiosos españoles o europeos. A
partir de 1650, los criollos superaban ampliamente a los españoles en las órdenes
religiosas.

Franciscanos

El asiento definitivo de la Orden franciscana en la diócesis de Guatemala se llevó a cabo


en 1565, al erigirse la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús del Reino de
Guatemala. A partir de la década de 1540, el pequeño grupo de tres o cuatro religiosos,
llegados en principio para fundar un convento, se incrementó lenta pero
ininterrumpidamente. En 1570 había unos 30 ó 40 religiosos, y en 1575 se habían
fundado seis conventos con un número aproximado de 60 religiosos. Muestra del
crecimiento de la Orden es que se fundaron los conventos de la ciudad de San Salvador,
en las villas de Sonsonate y San Miguel (1574), así como en Ciudad Real de Chiapas
(1575). En 1579 el crecimiento de los franciscanos en las provincias de Nicaragua,
Costa Rica y Honduras trajo como resultado que se creara la Provincia de San Jorge de
Nicaragua, que se segregó de la del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala. La
Custodia de Santa Catarina de Honduras, erigida en 1586, pasó pronto a depender de la
de Guatemala, que siempre la debió proveer de frailes.
En 1566 se celebró el primer capítulo provincial de la Orden, el cual estableció entre
otras cosas impedir la profesión religiosa a menores de 18 años. Estableció asimismo
una estricta observancia de la vida religiosa; la pobreza de los conventos e iglesias; que
se viviera exclusivamente de limosnas; no pedir a los indígenas más de lo
imprescindible; que los religiosos caminaran a pie y descalzos; y que se utilizara la
misma loza empleada por los indios. En 1586 había ya 20 frailes en el convento de
Guatemala y en 1600 existían 19 conventos en la diócesis de Guatemala, con un total de
unos 80 religiosos. En los últimos años del siglo XVI los franciscanos tuvieron algunos
enfrentamientos con el Presidente de la Audiencia, Pedro Mallén de Rueda, y
amenazaron con abandonar la diócesis.

En el siglo XVII la Orden se fue incrementando, y pronto los criollos llegaron a ser
mayoría. En 1645, a pesar de la resistencia, se impuso la `alternativa', y pronto se
nombró a los primeros provinciales criollos. Los superiores religiosos visitaban cada
tres años los conventos, y comprobaban el grado de observancia de la vida religiosa y el
comportamiento de los frailes. En la citada centuria, la vida conventual sufrió un cierto
relajamiento y no logró mantenerse a la altura de las primeras décadas.

En 1661 la Orden tenía 24 conventos y 172 religiosos, y en 1680 eran 29 los conventos
y 190 los religiosos. El convento de San Francisco de Guatemala albergaba en dichos
años a unos 80 religiosos. En 1690 los conventos eran 33 (dos se encontraban en
Chiapas y cinco en Honduras), y el número de religiosos superaba los 180 (20 de ellos
en los conventos de Chiapas y Honduras). Los criollos superaban a los frailes
peninsulares en proporción de tres a uno. En 1700 los franciscanos rebasaban los dos
centenares, distribuidos en 35 conventos. Su formación religiosa y académica se llevaba
a cabo en el convento de San Francisco de Guatemala, donde funcionaba un floreciente
noviciado y un centro de estudios superiores, en el cual se enseñaba Gramática y se
concedían grados en Artes y Teología. También en el convento de Almolonga funcionó,
a partir de 1673, una casa de estudios, que a la vez facilitaba a los religiosos una vida
más austera y estricta.

El cronista Francisco Vázquez dedica buena parte de su obra a las biografías de los
franciscanos más beneméritos. Entre ellos sobresalen Fray Diego de Ordóñez, uno de
los fundadores de la Orden en Guatemala, que dedicó su larga vida (murió, según
Vázquez, a los 117 años, en México) a la fundación de conventos en Guatemala y
México, y a múltiples tareas de evangelización y dirección de los conventos, dando
muestras de una vida ejemplar; su compañero, Fray Gonzalo Méndez, experto en
lenguas y muy querido por los indígenas; el lego Fray Francisco Gómez, ejemplo de
comportamiento austero, humildad y vida de oración; Fray Diego del Saz, natural de
Chiapas, de excelente formación intelectual, buen trato y cualidades, que desempeñó
importantes cargos en la Orden; Fray Esteban de Verdalete y Fray Juan de Monteagudo,
que murieron a manos de los indígenas en 1612 en Taguzgalpa, mientras estaban en
actividades misioneras.

Dominicos

En fecha tan temprana como 1574 había 16 religiosos dominicos en Guatemala. La


Orden fue creciendo en miembros y medios, y culminó en 1551 con la fundación de la
Provincia de San Vicente de Chiapas y Guatemala. Según una relación de la segunda
mitad del siglo XVI (Biblioteca del Palacio Real) había en la provincia 12 conventos
con 82 religiosos, de los cuales 20 se encontraban ya retirados por los años. Los
superiores indicaban que se necesitaban entonces unos 124 religiosos para atender
convenientemente las obligaciones contraídas por la Orden.

El convento de Santo Domingo de Guatemala pronto se convirtió en la casa madre de la


provincia, con un aventajado noviciado y un estudio general, donde se enseñaba
Gramática y se conferían grados en Artes y Teología. En 1556 vivían 40 religiosos en
dicho convento. Durante los primeros años los dominicos pasaron grandes fatigas en
Chiapas por la postura que adoptaron en favor de los indígenas, siguiendo las pautas
marcadas por el Obispo Fray Bartolomé de Las Casas. Se tiene noticias de los capítulos
provinciales en que se aprobaron importantes conclusiones para preservar la vida
religiosa en los conventos y atender mejor a las doctrinas. Alrededor de 1550 tuvieron
fuertes enfrentamientos con los franciscanos, por las banderías que se formaron por
atraer personas a la devoción de las propias órdenes, y por conflictos sobre
determinadas doctrinas de indios. La situación se tornó delicada y el Obispo Marroquín,
cansado de tales disputas, amenazó con expulsar a los religiosos de sus doctrinas y
colocar en ellas a clérigos seculares. En 1556 intervino la Audiencia, y exigió
concordancia entre los religiosos. Una real cédula de 1556 dispuso que ninguna Orden
entrara en lugares en que ya hubiera otra dedicada a la evangelización.

En un principio los dominicos pusieron ciertas trabas a la entrada de criollos a la Orden,


mas a finales del siglo XVI eran bastantes los admitidos. En 1615 la mayoría de los
novicios era de criollos. En 1651 se puso en práctica el sistema de la `alternativa'. En
1612 la provincia contaba en la diócesis de Guatemala con cinco conventos y unos 55
religiosos. Sin lograr los niveles de crecimiento alcanzados por los franciscanos, los
dominicos llegaron a tener una gran importancia en Guatemala. En 1700 había unos 170
religiosos en la diócesis. Los cronistas de la Orden, Antonio de Remesal y Francisco
Ximénez, dedicaron también algunos de sus capítulos a exaltar a los dominicos más
insignes. Sobresalen entre ellos Fray Luis de Cáncer, misionero infatigable, compañero
de Las Casas, con quien compartió la hazaña de la entrada pacífica en la Verapaz, y que
murió martirizado en La Florida; Fray Matías de Paz, fundador del hospital para
indígenas de San Alejo, se distinguió por su amor y entrega a los indios enfermos; Fray
Andrés del Valle, docto religioso que realizó una gran labor reformadora en los
conventos, fue provincial en su Orden, llevó una vida muy ejemplar, murió en 1612, y
dejó recuerdo de santidad; Fray Francisco Morán y Fray Francisco Gallego, religiosos
que llevaron a cabo misiones de evangelización en las regiones del Chol y Manché.

Mercedarios

Los mercedarios llegaron a las Indias Occidentales no con propósitos de evangelización


y de fundar conventos, sino con el fin de recoger limosnas y legados que se hacían a su
Orden para la redención de cautivos. Sin embargo, muy pronto acabaron por
establecerse en algunos lugares, en que desempeñaron labores de evangelización y
edificaron conventos. Parece ser que en 1537 fundaron sus primeros dos conventos en
Guatemala y Ciudad Real de Chiapas. Este último no quedó consolidado sino hasta
1546. Algunos de los primeros mercedarios fueron acusados de falta de formación,
escaso espíritu religioso, y de ser entrometidos y mujeriegos. Incluso el Obispo
Marroquín emitió en alguna ocasión duros juicios contra ellos. Pasados estos primeros
años, la Orden se fue consolidando con buenos religiosos, que recibieron a su cargo
algunas doctrinas y fundaron conventos. En 1561 quedó erigida la provincia mercedaria
de la Presentación de Guatemala, que ya contaba con unos 60 religiosos. En 1597 poseía
seis conventos en Guatemala, dos en Honduras y Nicaragua y otro en Chiapas. Los
mercedarios abrieron inmediatamente las puertas de su noviciado a los criollos, que no
tardaron en ser mayoría.

Durante el siglo XVII la Orden creció, y de manera especial el convento de La Merced


de Santiago de Guatemala, donde se enseñaba Gramática y se conferían grados en
:Artes y Teología. Alrededor de 1680 había en el convento, rico en imágenes y objetos
de culto, unos 70 religiosos. En 1575 dicha Orden poseía en el Reino 13 conventos, de
los cuales siete estaban en Guatemala. Durante los años 1625-1630 se fundaron
conventos en Sonsonate, San Miguel y San Salvador. En 1689 el número total de
religiosos era de unos 90. Los mercedarios se mantuvieron siempre al margen de los
conflictos que otras órdenes religiosas tuvieron entre sí durante el siglo XVI, y su
trabajo era muy apreciado por los españoles de Santiago. No se conoce a los cronistas
de la Orden mercedaria en Guatemala, pero se tienen algunas relaciones escritas. Son
dignos de mencionar los religiosos Fray Pérez Dardón, que llegó en 1537 y desempeñó
una gran actividad fundacional y misional en Guatemala, Chiapas y Honduras; y el
maestro Fray Diego de Rivas, catedrático de Teología en la Universidad de San Carlos,
Provincial de su Orden y evangelizador entre los lacandones e itzaes en el último
decenio del siglo XVIII.

Jesuitas

Desde 1561 se solicitó la venida de jesuitas a Guatemala, a fin de que fundaran un


colegio. Diversas causas, especialmente la exigencia de la Compañía de Jesús de contar
con un capital suficiente para el mantenimiento de los religiosos y del colegio, pues su
costumbre era impartir enseñanza gratuita, demoraron su llegada. En 1582 llegaron unos
pocos religiosos, y en 1609 se estableció formalmente el Colegio de San Lucas. En 1614
había ocho religiosos, cuatro sacerdotes y cuatro legos; en 1628 eran 14. Comenzaron
con clases de primeras letras, para introducir después estudios de Gramática y
finalmente conferir grados de bachillerato, licenciatura y doctorado en Artes y Teología.
Ello ocurría en 1640. El Colegio de San Lucas adquirió gran fama y no tenía rival en
cuanto a la enseñanza de primeras letras y Gramática. A él acudía lo más florido de la
sociedad de Santiago.

El papel que desempeñaron los jesuitas en la educación de los criollos fue de gran
importancia para la ciudad, e incluso para el Reino. A comienzos del siglo XVII hubo
intentos fallidos para fundar conventos en El Realejo y Granada, en Nicaragua. Luego,
en 1667, fundaron un convento en Ciudad Real de Chiapas, y pronto se les encomendó
la dirección del seminario para la formación del clero secular. A finales del siglo XVII
fundaron el Colegio internado de San Francisco de Borja, para alumnos no clérigos.
Una idea del esplendor del Colegio de San Lucas se puede obtener del hecho siguiente:
en 1671 tenía 100 párvulos de primeras letras, 120 alumnos de Gramática y 35 de
Filosofía. A partir de 1620, la media de religiosos en el colegio oscilaba entre los 12 y
16. Los jesuitas se dedicaron en Guatemala exclusivamente a labores educativas, de
culto y apostolado en su iglesia, y no participaron en trabajos de evangelización entre
los indígenas.
Agustinos y Belemitas

En 1611 los religiosos de la Orden de San Agustín tenían un convento en Santiago, y en


1615 había en él 10 religiosos. Sus labores quedaron circunscritas al sostenimiento del
culto en su iglesia. En 1677 intentaron, sin éxito, fundar en Cartago de Costa Rica.

En 1664 se instauró en Santiago la Escuela de Cristo, y se erigió la Congregación del


Oratorio de San Felipe Neri, la cual desarrolló una activa labor en la búsqueda de la
perfección y santificación de sus miembros, especialmente del clero secular.

Alrededor de 1653, el venerado Hermano Pedro de Bethancourt, elevado en 1982 a la


dignidad de beato, se dedicó al piadoso trabajo de recoger enfermos convalecientes de
los hospitales, y enseñar algunas letras y doctrina a los niños en una modesta casa que le
fue cedida en Santiago. Así nació el humilde hospital de Belem, que en 1672 recibió la
aprobación real. En torno al Hermano Pedro se reunió un grupo de personas dedicadas
al mismo trabajo, que pronto se convirtió en una pequeña comunidad que vivía de
limosnas bajo la regla de la Tercera Orden de San Francisco. En 1667 murió el Hermano
Pedro, y le sucedió en el cargo el Hermano Rodrigo de la Cruz, antiguo Gobernador de
Costa Rica y Marqués de Talamanca, cuya conversión religiosa dejó profunda huella en
la ciudad de Santiago de Guatemala. Fray Rodrigo llevó a cabo una labor incansable y
puso los cimientos de lo que se llamó la Congregación Belemítica. Acabado el hospital,
levantó una casa para los hermanos y otro hospital para mujeres convalecientes.

En 1688 la congregación se había fundado ya en México, y en 1671 llegó De la Cruz a


Lima, donde organizó varios hospitales. En 1681 la congregación tenía ocho conventos,
y la Santa Sede aprobó sus constituciones. A la muerte del Hermano Rodrigo, en 1716,
la congregación nacida en América estaba firmemente arraigada. Si se exceptúa a la
congregación de los Hermanos de la Caridad de San Hipólito, fundada en México en la
segunda mitad del siglo XVI para el cuidado de enfermos en hospitales, la fundación de
la congregación Belemítica en Guatemala, durante la Colonia, constituye un caso único
en la América española.

Conventos de religiosas

El Ayuntamiento de Santiago suplicó al Rey que proveyera un monasterio de religiosas


en Guatemala, destinado a aquellas hijas de conquistadores y pobladores antiguos, cuya
honra estuviera en peligro o enfrentaran dificultades para casarse. Hubo que esperar
hasta 1579, fecha en la cual unas religiosas jerónimas, procedentes del convento de
México, fundaron el monasterio de la Concepción de Nuestra Señora de la Orden
Jerónima. El número de religiosas se incrementó rápidamente y en 1585 sumaban 40.
Desde su fundación hasta 1600 habían profesado 339 monjas, y hubo épocas en que
contaron con 200. Thomas Gage se refiere al esplendor de este monasterio en términos
exagerados, aunque es cierto que en él ingresaron hijas de la nobleza de la ciudad, con
generosas dotes, por lo cual se convirtió sin duda en el más floreciente del Reino.

El crecimiento de las vocaciones religiosas tuvo como consecuencia la fundación,


alrededor de 1606, del monasterio de Santa Catarina Mártir, el cual se organizó con
religiosas procedentes del monasterio de la Concepción de Nuestra Señora, y pronto
adquirió gran auge.

En 1667 llegaron de Lima unas monjas que fundaron el monasterio similar de San José
de Carmelitas Descalzas. Años antes, en 1610, un grupo de religiosas del monasterio de
la Concepción fundó un monasterio semejante en Ciudad Real de Chiapas, llamado de
La Encarnación.

Estos monasterios, en los cuales se guardaba rigurosa clausura, aparte de sus funciones
estrictamente religiosas, desarrollaron labores de educación en beneficio de las niñas de
la ciudad, y mantuvieron en su interior un elevado número de pupilas y sirvientas.

Además de los monasterios, se fundaron también algunos beaterios para mujeres


imposibilitadas por diversos motivos para entrar en aquéllos, pero inclinadas a llevar
una vida religiosa de piedad y recogimiento. Alrededor de 1550 se constituyó el beaterio
de Nuestra Señora del Rosario, según la regla de la Tercera Orden de Santo Domingo.
Pronto se levantaron algunos otros para indígenas en pueblos de indios, pero
desaparecieron en 1580 porque, a juicio de las autoridades, menguaban los tributos
reales. En 1580 se levantó en Santiago el beaterio de Santa Catarina de Siena, dirigido
por unas señoras devotas; éste desempeñó también labores educativas y de oficios para
niñas, y posteriormente se llamó de Santa Rosa de Lima. En 1670 se fundó el beaterio
de Belem, rama femenina de la Congregación Belemítica, el cual dirigió un hospital
para mujeres convalecientes. La Escuela de Cristo tuvo también su rama femenina del
mismo nombre.

El clero secular

Así como el clero regular tenía como función esencial en la Iglesia la santificación de
sus miembros dentro de sus conventos y monasterios, y en algunas órdenes cierta
participación en labores pastorales, al clero secular le estaba encomendada la
importantísima labor del cuidado del pueblo cristiano en las parroquias, desempeñar
trabajos de dirección en las diócesis, conformar los Cabildos catedralicios y ocupar los
beneficios eclesiásticos existentes. Se regían en su vida y funciones por las leyes
canónicas de la Iglesia, y las emanadas de la Corona en virtud del Real Patronato. Al
principio llegaron a América bastantes clérigos poco formados y de dudoso
comportamiento moral, lo que originó numerosas denuncias y protestas. Se hicieron
cargo de las parroquias de españoles recién fundadas e incluso administraron doctrinas
de indios. Pero poco a poco el clero secular se fue depurando como consecuencia de la
apertura de seminarios para su instrucción y del consiguiente acceso de los religiosos a
los estudios generales.

Una de las controversias surgidas en las Indias en el marco de la evangelización fue la


relativa a la opción al sacerdocio por los indios y mestizos. Durante los siglos XVI y
XVII se vetó prácticamente la admisión de indígenas, no tanto por motivos de raza
como por otros de tipo social y religioso. También se pusieron dificultades a los
mestizos, aunque se acabó admitiendo su ordenación, siempre que fueran capaces y
dignos. En 1576 una bula papal concedió que los hijos ilegítimos pudieran ser
dispensados de esta irregularidad y admitidos. La Corona prohibió a los obispos ordenar
a los indignos o a quienes carecieran de medios de subsistencia. Se prohibió, asimismo,
que los clérigos pudieran desempeñar oficios reales o negociar y contratar. También
ordenó la Corona que, en igualdad de condiciones, las parroquias y otros oficios
eclesiásticos se confiaran a los nacidos en Indias, y no a los peninsulares. Muy pronto
los criollos comenzaron a engrosar las filas del clero secular, y en 1575 ya constituían
mayoría.

Los primeros eclesiásticos llegados a Guatemala fueron los clérigos que acompañaron a
los conquistadores y primeros pobladores. A ellos les fueron encomendadas las
parroquias de las ciudades y villas de españoles, y también se les permitió asentarse en
la zona oriental de Guatemala, en Sonsonate y en San Salvador, donde además
administraron doctrinas de indios. En el último tercio del siglo XVI los clérigos
lograron hacerse de algunas doctrinas de la región de Suchitepéquez que estaban
regentadas por los franciscanos. En su mayoría estos primeros clérigos demostraron
poca altura intelectual y compaginaron sus tareas pastorales con tratos, comercio con los
productos de la tierra y exacciones a los indios, aunque algunos llevaron una vida
ejemplar. El Obispo Marroquín, acuciado por las necesidades pastorales, no tuvo más
remedio que admitir a quienes llegaban, y es posible inclusive que haya ordenado a
algunos sin las debidas condiciones.

En el siglo XVII se percibió un cambio favorable, pues a una mejor formación del clero
se unió la disponibilidad de un abundante número de clérigos seculares, sobre todo a
partir de 1631, y en especial en la zonas añileras del oriente de la diócesis. Este
incremento del clero coincidió con el auge del añil. Una información de 1620 habla del
celo y buen comportamiento del clero secular en Soconusco. No obstante, se dio
entonces el grave problema de la inestabilidad de los párrocos; en efecto, al no haber
parroquias suficientes para colocarlos a todos, en su mayoría se empleaban como
coadjutores al servicio de los párrocos, buscando los mejores sueldos y dando origen a
situaciones de inestabilidad poco deseables. Otros, con más suerte, lograban hacerse de
algunas de las capellanías existentes o vivían de sus propias rentas familiares. A pesar
de ser muchos los criollos sacerdotes, hubo obispos que confiaron parroquias y cargos
eclesiásticos a clérigos no nacidos en la tierra. Ello ocasionó en 1607 una protesta del
Ayuntamiento de Santiago, en la cual se recordaba que en la provisión de cargos
eclesiásticos debían ser preferidos los hijos y nietos de los conquistadores y primeros
pobladores. Durante el siglo XVII se aprecia una mayor influencia del clero secular en
la administración religiosa de los pueblos, ya que después de atender 100 de éstos en
1600, se llegó a atender 150 pueblos en 1700.

Las parroquias más solicitadas fueron las de ciudades y villas de españoles,


especialmente las de Santiago de Guatemala. En el siglo XVI funcionaban tres
parroquias (Santiago, erigida al fundarse la ciudad; San Sebastián, instituida alrededor
de 1585; y Nuestra Señora de los Remedios, establecida cerca de 1594) y un elevado
número de ermitas e iglesias con sus respectivos cultos. En 1633 se inauguró en
Santiago el Hospital de San Pedro, destinado a clérigos enfermos y ancianos, y en
noviembre de 1654 se fundó la Congregación de San Pedro, también para clérigos. En
un informe del Obispo Navas y Quevedo, fechado en 1687, se alababa el buen
comportamiento de los clérigos de la diócesis:

Hubo sacerdotes seculares que destacaron por su doctrina y vida


ejemplar. Señalaremos, al menos, a D. Bernardino de Obregón y Ovando,
nacido en 1629 en Granada de Nicaragua, el cual desarrolló en Santiago
una destacada labor apostólica, se entregó a una profunda vida de
oración, erigió la Escuela de Cristo y, además, gracias a sus
desvelos, se hizo posible la fundación del monasterio de Carmelitas
Descalzas.

El número de clérigos seculares de la diócesis de Guatemala debe haber sido de unos


300 en 1700.

Problemática clero secular-clero regular

Una de las primeras cuestiones suscitadas en las Indias se refería al ejercicio de la


jurisdicción de los obispos sobre los religiosos que actuaban como curas doctrineros. El
Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó taxativamente la jurisdicción episcopal en
todo lo referente a la vida parroquial. Los religiosos en América opusieron a ello una
gran resistencia, apoyándose en privilegios y bulas papales que les permitían actuar en
sus doctrinas sin la vigilancia e intervención de los obispos. De igual manera se
opusieron a que el obispo participara en el examen y nominación de los curas. En los
primeros años del siglo XVII, las órdenes religiosas tuvieron que rendirse a la realidad,
y los obispos ejercieron sobre las doctrinas y curatos sólo la jurisdicción que les
correspondía.

Más grave fue el problema de la asignación de las doctrinas a los religiosos. Según el
Derecho Canónico, la administración de las parroquias era función del clero secular. Los
religiosos, que en América habían empleado lo mejor de sus esfuerzos en la creación de
las parroquias de indios y las dirigían con fruto, se opusieron con todas sus fuerzas a la
entrega de éstas al clero secular. Los seculares, más numerosos cada día, alegaban a su
vez que les correspondían por derecho y que las necesitaban para subsistir. En general,
los obispos se fueron inclinando a favor de los seculares, pues éstos, por su dependencia
directa del obispo, se prestaban mejor al ejercicio pleno de la jurisdicción episcopal. En
la segunda mitad del siglo XVI y los primeros decenios del siglo XVII, hubo intentos
por parte de algunos obispos para entregar las doctrinas de los regulares a los seculares.
El Rey tuvo que convertirse en árbitro de la situación, y acabó, no sin vacilaciones, por
ordenar que se dejara a los religiosos en la posesión pacífica de sus doctrinas.

Graves fueron los conflictos surgidos durante la administración del Obispo Bernardino
de Villalpando(1564-1570). Éste convocó un sínodo en el que se decretó que las
doctrinas fueran entregadas al clero secular, y se prohibió a los religiosos la
administración de los sacramentos. Para tomar tales medidas, el prelado se apoyó en el
Concilio de Trento, e ignoró reales cédulas y privilegios papales que favorecían a los
religiosos. La actitud del Obispo fue, cuando menos, precipitada e inoportuna, pues la
secularización de las doctrinas en aquellos momentos era gravemente perjudicial a los
indígenas, y la prohibición a los curas doctrineros de las órdenes religiosas de
administrar los sacramentos debió haber tenido sin duda consecuencias pastorales muy
negativas. Los religiosos se resistieron a cumplir los decretos del Obispo. Ello dio lugar
a una gran polémica, en la cual el Presidente de la Audiencia se puso al lado de los
religiosos, como al parecer lo hicieron también muchos vecinos españoles, no así los
encomenderos de pueblos cacaoteros. Por real cédula del 30 de agosto de 1567, el Rey
desaprobó lo realizado por el Obispo, nombró un visitador, y se devolvieron las
doctrinas arrebatadas a los religiosos, exceptuando unas de Suchitepéquez
pertenecientes a la Orden franciscana, que eran ricas en plantaciones de cacao.
Organización económica

Para el mantenimiento de sus ministros e instituciones y el desarrollo de sus tareas, la


Iglesia percibía ciertos ingresos provenientes de los salarios reales que recibían los
obispos, curas doctrineros y miembros del Cabildo catedralicio; los derechos derivados
de la administración de los sacramentos y otras actividades religiosas; las ofrendas y
limosnas de los fieles; las contribuciones que los curas recibían de los indígenas; las
primicias, según costumbre; las donaciones de tierras, hechas tanto por la Corona como
por los fieles; y las fundaciones, mandas y legados instituidos sobre las rentas de
determinados bienes, que llevaban aparejadas ciertas obligaciones de tipo religioso. Los
ingresos provenientes de la Bula de la Santa Cruzada no pertenecían a la Iglesia, sino a
la Hacienda Real.

Al aceptar el compromiso de llevar el cristianismo a los indígenas, la Corona se


comprometió también a financiar a la Iglesia. Estableció salarios para los obispos
(500,000 maravedíes anuales o 1,838 pesos) y para los curas doctrineros (50,000
maravedíes o 184 pesos), salarios que estaban destinados al sustento de unos y otros.
También como resultado de aquel compromiso la Corona ayudó a la construcción de
templos, financió las expediciones de los misioneros, e hizo donaciones de tierras a la
Iglesia y a las órdenes religiosas. El conjunto de ingresos que percibió la Iglesia fue
conformando su patrimonio.

Diezmos eclesiásticos

En virtud del Patronato Real, la Corona dispuso de una importante fuente de


financiamiento localizada en los diezmos eclesiásticos sobre productos agropecuarios
(labranzas y crianzas). El Rey cedió los diezmos a las iglesias de Indias en la siguiente
proporción: una cuarta parte para el obispado y otra cuarta parte para el Cabildo
catedralicio; las dos cuartas partes restantes se dividieron en nueve novenas partes (dos
para el Rey, cuatro para salarios de los doctrineros y las tres restantes para diversas
obras de la Iglesia). En principio, de los diezmos salían los salarios de los obispos, de
los miembros del Cabildo y de los doctrineros. Sin embargo, eran muchos los obispados
cuyos diezmos no eran suficientes para pagar dichos salarios, y ellos debían ser
compensados por la Real Hacienda (véase Ilustración 135).

Por los diezmos podía medirse la riqueza de una diócesis. Para que el prelado pudiera
recibir de los diezmos su sueldo anual de 1,838 pesos, se requería un mínimo de 7,400
pesos anuales de diezmo. A partir de 1558 se superaron en Guatemala los 10,000 pesos;
en 1600 se sobrepasaron los 20,000; durante el siglo XVII la media era de unos 25,000.
Estas cifras colocaron a la diócesis de Guatemala en una posición económica media
respecto al resto de las diócesis americanas, y muy por encima de Chiapas, Honduras y
Nicaragua, especialmente las dos primeras, que se mantuvieron muy por debajo de los
7,000 pesos anuales.

Ingresos parroquiales
Los ingresos parroquiales eran de muy diversa procedencia. Se ofrece en seguida una
lista de los más comunes en Guatemala: los salarios de los doctrineros, a razón de
50,000 maravedíes por cada 400 tributarios; las raciones o alimentos (cacao, maíz,
frijol, miel, gallinas, huevos, etcétera) que los indios entregaban a sus doctrineros y
coadjutores, impuestos por la costumbre en contra de lo legislado; los servicios
personales prestados por los indios a sus sacerdotes (zacateros, leñateros, cocineros,
tortilleras, semaneros, etcétera), también impuestos por la costumbre; las contribuciones
(dinero, candelas, etcétera) con motivo de las fiestas y obligaciones de las cofradías,
hermandades y guachivales; los derechos parroquiales sobre bautizos, matrimonios y
enterramientos, llamados accidentales o casuales, que se cobraban casi exclusivamente a
ladinos y españoles, cuyo primer arancel se elaboró en 1660; ciertas contribuciones de
los justicias y fiscales indios en determinadas fiestas; los besamanos o `manípulos',
ofrendas que en algunos pueblos hacían algunos caciques al besar la mano del
doctrinero; ciertas contribuciones por la confesión en algunos pueblos de indios; las
primicias de los frutos del campo y ganado, que solamente pagaban españoles y ladinos;
las novenas correspondientes a los diezmos diocesanos; las rentas provenientes de
capellanías y obras pías, que casi exclusivamente existían en curatos de españoles; y las
entradas por peregrinaciones en lugares especiales de culto. El 70% de los ingresos era
para el doctrinero, el 20% para el coadjutor, y el resto para el seminario y el obispo.

Salario de los doctrineros

Los salarios de los curas doctrineros, que también se llamaban `sínodos reales', eran
bajos y poco estables. La mayor parte de los salarios se deducía de los tributos
indígenas. Los doctrineros no siempre percibían los 50,000 maravedíes, pues se les
pagaba según el número de tributarios que atendían, a razón de 152 maravedíes por cada
uno de ellos, lo que hacía más atractivos económicamente a los curatos con mayor
población.

En el siglo XVII ya eran notables las diferencias de ingresos en algunos curatos: había
unos ricos, con 2,000 pesos anuales, en contraste con otros muy pobres, que no llegaban
a los 100 pesos. No existen suficientes datos para ofrecer una evaluación confiable, pero
una relación de 1570 señala que los clérigos seculares percibían unos ingresos medios
de 800 pesos anuales.

Bienes de las órdenes religiosas

En un principio se prohibió a las órdenes religiosas poseer bienes raíces en las Indias.
Hasta 1570 sus miembros vivían de los salarios, contribuciones y servicios percibidos
en sus doctrinas, y también de las limosnas y otras ofrendas obsequiadas a la Orden. Los
salarios se entregaban a los superiores de las órdenes, y éstos se encargaban del
mantenimiento de los religiosos. Durante las primeras décadas se produjeron quejas de
doctrineros contra los encomenderos, pues éstos se mostraban renuentes a cumplir la
obligación de pagar sus salarios con los tributos cobrados a los indios. También algunos
pueblos de indios protestaron porque estimaban que sus doctrineros les exigían
demasiado.
Sin embargo, al ver que aumentaban sus necesidades económicas, y puesto que éstas no
podían ser cubiertas con las limosnas de los españoles y las aportaciones de los
indígenas y de la Corona, los religiosos no tuvieron otro remedio que adquirir bienes
inmuebles. Se comenzó por permitirles poseer dichos bienes en los pueblos de
españoles, pero una real cédula de 1572 autorizó que los tuvieran también en los
pueblos de indios. Los franciscanos nunca poseyeron bienes raíces.

Los dominicos decidieron adquirir, en 1576, tierras y estancias de ganado, pues los
indios estaban muy acabados por las pestes y no podían soportar las cargas de los
conventos e iglesias. La Orden fue incrementando su patrimonio para disponer de la
suficiente independencia económica, la cual era imprescindible para sufragar los
considerables gastos que requerían sus actividades. Poseía tierras de cultivo, haciendas,
ingenios de azúcar y de añil, e incluso una mina de plata.

A partir de la década de 1560, los mercedarios también entraron en posesión de bienes


raíces para el mantenimiento de la Orden. Los jesuitas constituyeron caso aparte. Como
se dijo antes, exigían para establecerse un capital suficiente, ordenado al sustento de sus
casas y de sus integrantes dedicados gratuitamente a la enseñanza. Los capitales y
bienes raíces de que disponían en un principio eran insuficientes para el desarrollo de
sus funciones, a pesar de que en 1620 sus rentas llegaban a los 6,000 pesos anuales. En
1645 recibieron un importante donativo de 30,000 pesos, el cual rentaba otros 1,500
pesos anuales. Ello les permitió abrir el Colegio de San Lucas. Recibieron otros
donativos a lo largo del siglo XVII, pero esto no evitó que la Compañía en Guatemala
se mantuviera endeudada.

Capellanías

Otras fuentes de ingresos eclesiásticos fueron las capellanías, las cuales consistían en
dinero o propiedades territoriales, legados por criollos e indígenas ricos a la Iglesia, a
fin de que se celebraran misas periódicas en memoria de sus almas.

Una de las primeras capellanías de que se tiene noticia fue la instituida por Pedro de
Alvarado. Éste, en efecto, mandó en su testamento que sus tributarios utatlecas
cosecharan cierta cantidad de trigo y maíz para mantener dos capellanías en la Catedral
de Santiago, por cada una de las cuales se tenían que pagar 127 pesos de oro de minas
anuales. A cambio, los clérigos beneficiados se alternarían diciendo misas por las almas
del Adelantado y su esposa doña Beatriz.

Seminarios y hospitales

Uno de los decretos más importantes emanados del Concilio de Trento, para la reforma
del clero secular, fue el relativo a la fundación obligatoria de seminarios o centros
especializados para la formación de dicho clero, en todas las diócesis. A los candidatos
al sacerdocio se les ofrecía en esos centros una formación intelectual que cubría
estudios de Gramática, Filosofía y Teología, junto con una educación moral y espiritual
destinada a convertir al aspirante en el modelo de sacerdote precisado por la Iglesia. La
Corona hizo suyo el decreto y ordenó a las autoridades reales favorecer la erección de
los seminarios en las diócesis americanas, y admitir en ellos preferentemente a los
descendientes de los primeros descubridores, pacificadores y pobladores. Los criollos
serían los principales beneficiarios de estas medidas. A finales del siglo XVI los
seminarios comenzaron a erigirse en algunas diócesis. A finales del siglo XVII sólo
funcionaba una docena en toda América. En 1691, Carlos II ordenó que en los
seminarios se reservara la cuarta parte de las becas para los hijos de los caciques. El
tema de los seminarios en las Indias prácticamente no se ha estudiado.

Por real cédula del 22 de junio de 1592 se ordenó al Obispo de Guatemala, Fray Gómez
de Córdova que erigiera un colegio seminario. El 24 de agosto de 1597 quedó instituido
el seminario de Nuestra Señora de la Asunción, en la ciudad de Santiago. El Obispo
promulgó algunas constituciones para su funcionamiento, por ejemplo: se podían
admitir niños de 12 años de edad en adelante; los colegiales o seminaristas debían tener
una edad entre los 16 y 20 años y no recibir el sacerdocio antes de los 24; se fundaron
algunas becas para alumnos pobres; solamente podían ser admitidos hijos de españoles
y criollos, aunque se hacía una excepción con el mestizo hijo de español y mestizo; se
impartían estudios de Gramática, Filosofía, Teología, Moral y otras disciplinas
eclesiásticas como Historia Eclesiástica y casos de moral; y se elaboró un reglamento
para la vida interna de los seminaristas.

El seminario tropezó con muchas dificultades económicas, y hasta bien entrado el siglo
XVII no se impartieron las asignaturas exigidas ni se otorgaron grados académicos. Los
estudios duraban entre ocho y 12 años. En 1603 había 18 colegiales. En 1619 hubo una
queja sobre el ingreso de muchos mestizos en el seminario, en perjuicio de los hijos de
familias criollas nobles y pobres. Los seminarios de Chiapas, fundados en 1679, el de
León de Nicaragua (1680), y el de Comayagua (1680) pasaron también por muchas
dificultades económicas y altibajos en su funcionamiento.

Los religiosos tuvieron menos problemas con sus candidatos, pues instituyeron en sus
conventos de Santiago estudios de Gramática, Artes, Filosofía y Teología (en 1556, los
dominicos; en 1575, los franciscanos; y en 1619, los mercedarios). Además, a partir de
1620 funcionó en la capital el colegio de Santo Tomás, regentado por los dominicos,
aunque con interrupciones; y a partir de 1624, el de San Lucas, de los jesuitas, en el cual
se impartieron grados en Artes y Teología. La Universidad de San Carlos comenzó sus
clases en 1681. Por lo tanto, en la ciudad de Santiago había abundantes centros de
estudio para eclesiásticos, en contraste con el resto del obispado y de las otras diócesis
del Reino.

En 1541, una real cédula decretó la fundación de hospitales en todos los pueblos de
españoles e indios, para recoger a los enfermos. De hecho, los hospitales se levantaron
principalmente en las más importantes ciudades y villas de españoles y no sin
dificultades, pues los problemas económicos ocasionaron retrasos considerables.
Durante el siglo XVII, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios se extendieron
por América y se pusieron al frente de gran número de hospitales. Su labor fue muy
estimada, pues no rehuyeron asistir a los `apestados', aun cuando por tal causa murieron
muchos hermanos.

Concilios, sínodos y visitas pastorales


Durante esta época, los concilios, los sínodos y las visitas pastorales fueron instituciones
importantes en el gobierno eclesiástico.

Los concilios provinciales eran reuniones de eclesiásticos presididas por sus obispos.
Cada concilio pertenecía a una misma provincia eclesiástica, constituida por un
arzobispado y sus diócesis sufragáneas. En ellos se trataban materias de organización y
evangelización propias de la Iglesia. Según el Concilio de Trento, debían celebrarse
cada tres años, pero en América, dadas sus circunstancias especiales, los plazos fueron
mayores. A partir de 1612, se estableció que fueran celebrados cada 12 años. En el siglo
XVI se llevaron a cabo siete y en el XVII, cuatro, pero solamente tres de ellos, el
primero de México (1555), y los terceros de Lima (1582-1583) y de México (1585),
recibieron la aprobación pontificia y del Rey. Hubo dos concilios que tuvieron una
influencia decisiva en la Iglesia americana, los terceros de México y Lima, cuyas
conclusiones y disposiciones estuvieron en vigor hasta después de la Independencia.

En 1555 se llevó a cabo el primer concilio mexicano, al cual el Obispo Francisco


Marroquín envió en representación suya al arcediano Diego de Carvajal. En este
concilio se acordaron cosas como las siguientes: redactar dos catecismos, uno conciso
con las verdades fundamentales de fe, y otro más extenso en lenguas indígenas; tener
cuidado con las imágenes que pintaban los indios, por ser algunas inconvenientes;
cuidar que los doctrineros vivieran de su salario y sólo recibieran comida de las manos
de los indios; limitar el número de cantores y músicos en las iglesias indígenas, por ser
demasiados; examinar por expertos los sermonarios y las doctrinas predicadas a los
indios, pues se cometían muchos errores.

El segundo concilio de México se realizó en 1565. El Obispo de Guatemala, Bernardino


de Villalpando, envió en su nombre al arcediano Francisco de Peralta. El concilio
estableció que la administración de los sacramentos a los indios fuera gratuita; que éstos
no hicieran procesiones sin la presencia de los doctrineros; que los curas tuvieran en sus
casas biblias y libros para resolver casos de conciencia; y que los indígenas solamente
pudieran usar catecismos aprobados en sus idiomas y no poseyeran biblias ni otros
libros religiosos.

Celebrado en 1585, el tercer concilio mexicano tuvo una importancia decisiva, no sólo
por la enorme trascendencia de los temas tratados, sino porque sus resoluciones
estuvieron en vigor en Guatemala hasta después de la independencia. En él se ordenó
que los párrocos predicaran todos los domingos y días festivos las verdades
fundamentales acomodadas a la mentalidad indígena; que se confeccionara un único
catecismo obligatorio para toda la provincia eclesiástica, el cual debía ser traducido a las
lenguas vernáculas y enseñarse diariamente a los niños; que se instituyeran escuelas en
pueblos de indios, para la enseñanza de la doctrina cristiana; que no se permitiera a los
indios recurrir a bailes y cantos relacionados con sus antiguas religiones, y que fueran
destruidos sus templos e ídolos; que no se admitiera al sacerdocio a los indios y
mestizos, sino con gran cuidado; que los candidatos a las órdenes sagradas estuvieran
bien formados, tuvieran buenas costumbres y fueran examinados; que el número de
fiestas de precepto se redujera para los indios a los domingos y 11 días más; que los
obispos llevaran una vida austera y ejemplar; que a los doctrineros que no supieran
lenguas nativas se les quitaran las doctrinas; que los doctrineros atendieran con celo a
sus feligreses, cuidaran que no hubiera escándalos públicos y tuvieran libros de
bautismos, confirmaciones, matrimonios y defunciones; que los doctrineros trataran con
benignidad y amor a los indios, no los castigaran por su mano, no les obligaran a dar
ofrendas, cuidaran de los encarcelados, y visitaran los poblados de su jurisdicción al
menos dos veces al año; que los curas llevaran una vida ejemplar y no pudieran
negociar con los productos de los indios; que se redujeran los días obligatorios de ayuno
para los indios a los viernes de cuaresma y dos días más al año; que se vigilaran
estrechamente las posibles idolatrías de los indios y se les amonestara con blandura. El
concilio condenó los repartimientos obligatorios de indios para trabajos del campo,
construcción de edificios y trabajos de minas. También elevó un informe al Rey sobre
los agravios que recibían los indios, y elaboró un Directorio para Confesores, en el cual
se establecían penas para quienes agravaran a los indios y les obligaran a trabajos y
repartimientos. A este concilio asistió el Obispo de Guatemala, Fray Gómez Fernández
de Córdova, y una representación del Cabildo Eclesiástico.

Los sínodos eran asambleas que los obispos estaban obligados a realizar anualmente en
sus diócesis, para tratar, junto con los párrocos y Cabildo Eclesiástico, asuntos relativos
a la Iglesia. Pese a que en 1621 el Rey exigió su celebración anual, de hecho ninguna
diócesis cumplió la orden, a causa de las muchas dificultades con que se tropezaba para
su celebración. Entre 1555 y 1630 se realizaron más de medio centenar, pero después
disminuyó su número. Lo resuelto debía ser enviado, antes de su aprobación, a los
virreyes y presidentes de Audiencias, para su examen. La celebración de sínodos fue
más frecuente en Sudamérica que en la Nueva España y en el Reino de Guatemala.

A partir de 1532 se celebró en México una serie de juntas eclesiásticas. El Obispo


Marroquín asistió a las de 1537 y 1540. En Guatemala, fuera de los dos sínodos que
dice Marroquín haber celebrado, pero cuyo contenido se desconoce, y del realizado por
el Obispo Bernardino de Villalpando, en el que se decretó el paso de las parroquias de
los regulares a los seculares, ya no se volvió a celebrar sínodo alguno. El celebrado por
Villalpando fue descalificado por la Audiencia, pues sus conclusiones se publicaron sin
el previo examen del presidente.

Los obispos tenían la obligación de realizar cada año una visita pastoral a los curatos de
su diócesis (lo que raramente se cumplía), a fin de comprobar su situación espiritual y
dar las oportunas normas para el buen funcionamiento de la Iglesia. Los obispos
enviaban el informe de la visita al Consejo de Indias, que analizaba si los prelados
habían cumplido con lo ordenado por la Iglesia y por las reales cédulas. Una de las
funciones principales de la visita pastoral, la cual estaba reservada al obispo, era la
administración del sacramento de la confirmación. No podían cobrar por la visita,
aunque casi siempre recibían algún tipo de emolumento que, en algunos casos, se
convirtió en muy gravoso para los indios. En América, la visita era obligatoria cada dos
o tres años; sin embargo, la mayoría de obispos se conformó con hacerla una sola vez, e
incluso algunos no la hicieron nunca.

El tercer concilio mexicano prescribió que las visitas pastorales se realizaran al menos
cada dos años, por los propios obispos o por un delegado. También señaló la forma y
contenido de las mismas. El obispo hacía su entrada oficial en el templo parroquial,
donde era recibido por los clérigos, las autoridades y el pueblo; leía el decreto de la
visita y exhortaba a denunciar los pecados públicos; luego, inspeccionaba la eucaristía,
pila bautismal, santos óleos, ornamentos de culto, imágenes, altares, y el edificio del
templo. Especial cuidado debía poner en el examen de los libros parroquiales,
cumplimiento de aranceles, catecismos en uso, directorio de los confesores y estado de
los bienes de la parroquia. Debía visitar las ermitas, hospitales y cofradías, e
inspeccionar las capellanías y obras pías. El comportamiento de los clérigos y
cumplimiento de sus obligaciones debían ser también cuidadosamente examinados por
el obispo. El prelado emitía las normas oportunas para que se efectuaran las reformas
necesarias. Todo lo efectuado en las visitas quedaba escrito en un libro especial, para
comprobar posteriormente su cumplimiento. A los visitadores se les prohibía recibir de
los fieles cualquier clase de presentes en especie o en dinero (lo que raramente se
cumplió); solamente podían aceptar comidas frugales para sí y sus acompañantes,
quienes, en todo caso, debían ser pocos. Tampoco podían recibir estipendio alguno por
la administración de la confirmación. Las cintas y candelas que acostumbraban entregar
a los confirmandos tenían que ser compradas antes por éstos en concepto de limosnas.

Parece que las visitas realizadas en Guatemala durante los siglos XVI y XVII no fueron
muchas, pues cada obispo solía realizar una sola y no siempre. Marroquín visitó varias
veces algunos curatos de su diócesis. La visita no siempre llegaba a los lugares más
apartados y de difícil acceso. Suelen citarse como algo singular las visitas en que el
prelado llegaba a todos los curatos de la diócesis, tal como ocurrió con la iniciada por
Fray Payo de Rivera en 1660, con buenos resultados; o el caso de los obispos que la
realizaban más de una vez. Así lo hizo Fray Andrés de las Navas y Quevedo, que visitó
la diócesis durante los años 1683 a 1697, a costa de indecibles trabajos, recorriendo más
de 1,200 leguas, y confirmando unas 120,000 personas. Hay constancia de que al menos
seis de los 10 obispos que tomaron posesión efectiva de su diócesis hicieron la visita
personalmente. Parece ser que, en contra de lo legislado, se introdujo pronto la
costumbre de recibir ciertos derechos y ofrendas por las visitas.

Las cofradías

Las cofradías se fundaron en América con la llegada de los españoles. Eran asociaciones
de fieles, legalmente constituidas, con finalidades religiosas y benéficas, que tenían
como titular a un santo, la Virgen María o alguno de los misterios de la fe cristiana, y
tenían un reglamento propio. Las cofradías podían formarse por el hecho de pertenecer a
una profesión o grupo social, o simplemente por motivos de devoción. Aspecto
importante de las cofradías era la ayuda mutua entre sus miembros, que en algunos
casos podía tener una relevancia económica considerable. El capital provenía de las
cuotas y limosnas de los cofrades y de donaciones de todo tipo, algunas de las cuales
consistían en bienes raíces. Había algunas cofradías muy ricas, incluso con iglesia
propia. Los mayores gastos se destinaban al culto divino. Para fundar una cofradía se
necesitaban la licencia del Rey y la del obispo. Los bienes eran administrados por los
propios cofrades, aunque el obispo y los párrocos podían inspeccionar las cuentas. En
América proliferaron las cofradías. Muchas de ellas se implantaron sin las licencias
requeridas, y se erigieron selectivamente para españoles, criollos, mestizos, indios y
negros. Muchos párrocos favorecieron su creación, por los beneficios que les
reportaban. Los indígenas las aceptaron de buena gana y las convirtieron en
instituciones de capital importancia para la propia supervivencia social y cultural.

Las cofradías adquirieron un auge extraordinario en todo el Reino y especialmente en la


diócesis de Guatemala. En 1637, la Audiencia denunció que su número era excesivo,
ordenó que se suprimieran las que no contaban con las debidas licencias, y prohibió que
se fundaran otras nuevas. La orden no tuvo efecto alguno y las cofradías, con o sin
permiso, siguieron aumentando. A finales del siglo XVII, solamente en las doctrinas de
los franciscanos había más de 300. Por ejemplo, en Santa María de Jesús había 24
cofradías; en Quezaltenango, 22; y en el remoto curato de Santiago Tejutla existían 29
en actividad. Las visitas pastorales del Obispo Navas y Quevedo, realizadas en los dos
últimos decenios del siglo XVII, ofrecieron bastantes detalles sobre su funcionamiento
ya que, al examinar los libros de cuentas, tuvo que corregir muchos defectos de
administración. En 1527 se fundó la primera de estas cofradías en Santiago, bajo la
advocación de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. Se puede estimar que en
Guatemala funcionaban unas 800 cofradías a finales del siglo XVII.

Las cofradías de indígenas asumieron en Guatemala un papel de enorme importancia,


por su número, riqueza y el papel que desempeñaban. Prácticamente, todos los
miembros de la comunidad indígena servían en las cofradías alguna vez en su vida, y las
insertaron en el entramado político interno de sus propias estructuras sociales. Especial
relieve alcanzó el cargo de mayordomo, que era elegido anualmente, corría con los
principales gastos de las fiestas, y aunque sus funciones solían empobrecer a su familia,
se le otorgaba un rango y prestigio indiscutible en la comunidad. Las esposas de los
cofrades principales, llamadas capitanas, desempeñaban en ocasiones importantes
funciones rituales y sociales. La cofradía se convirtió en un marco dentro del cual los
indígenas podían ejercer indirectamente prácticas religiosas no cristianas, que
inteligentemente mezclaban con las católicas. En la segunda mitad del siglo XVII, las
autoridades religiosas comenzaron a recelar del entusiasmo de los indígenas por sus
cofradías, e incluso se les acusó de llevar a cabo actos de idolatría, embriagueces y
danzas paganas en las festividades de las mismas. La cofradía adquirió de esta manera
un enorme valor religioso, político, social y cultural para las comunidades autóctonas.

Los indígenas se mostraron siempre muy celosos en el manejo y administración del


patrimonio y otros fondos de sus cofradías, frente a la inspección a que estaban
sometidos por parte de párrocos y obispos. El patrimonio estaba integrado por dinero,
ganados e incluso tierras, que los indígenas solían cultivar. No había cofradía, por pobre
que fuera, que no poseyera algunos bienes, y algunas mantenían importantes capitales.
Los gastos principales se derivaban del pago de misas, compra de ornamentos y objetos
de culto, y la construcción de ermitas. Las cofradías estaban obligadas a sufragar una
misa mensual, además de la del patrono titular y la del aniversario.

Los ingresos de las cofradías constituyeron pronto un porcentaje importante en las


rentas parroquiales. Los cofrades estaban obligados a llevar un libro de cuentas, que
solían ocultar en lo posible, o al menos presentar con alteraciones, al párroco, pues no
eran infrecuentes las manipulaciones y abusos, e incluso pérdidas injustificadas en los
capitales. No obstante, las cofradías siguieron creciendo y funcionando, pues en ellas se
conjugaban los intereses de los indígenas y de los párrocos.

La Inquisición

Durante los siglos XVI y XVII se llevaron a cabo en Hispanoamérica cerca de 4,000
procesos de la Inquisición, y un tercio de las sentencias fueron absolutorias. Aunque
abundaron las acusaciones, muchas de ellas no fueron admitidas como suficientemente
serias para iniciar los procesos. Las sentencias podían ser absolutorias, de
reconciliación, de penitencia, y de relajación al brazo secular. Esta última conllevaba la
pena capital. Las sentencias que implicaban prisión o pena de muerte se ejecutaban en
autos de fe particulares o `autillos', o bien en autos generales o públicos; el resto se
ejecutaba en privado. La mayoría de las causas se referían a malas costumbres o
prácticas sospechosas, como bigamia, solicitaciones en el sacramento de la confesión,
heterodoxia ideológica, sortilegios, brujerías, supersticiones y blasfemias; las más
graves eran las de herejía, especialmente las referentes a criptojudíos y luteranos. La
inmensa mayoría de los procesados fueron españoles y criollos. En el siglo XVI se
ajustició a 18 personas, de las cuales 14 eran corsarios y piratas extranjeros; en el siglo
XVII su número fue de nueve. Los indígenas, por ser nuevos en la fe, quedaron fuera de
los tribunales de la Inquisición.

Los procesos eran largos y complejos, pues se exigían pruebas convincentes. La prueba
de tormento en el potro podía ser solicitada por el tribunal, cuando no había
coincidencia entre las declaraciones del reo y los testigos, pero este tipo de prueba fue
poco usado a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Al ingresar en las cárceles del
Santo Oficio, los bienes de los reos eran embargados preventivamente. Las sentencias
podían apelarse ante el Tribunal Supremo de la Inquisición en España, que nunca
aumentaba las penas sino más bien las disminuía.

La diócesis de Guatemala caía bajo la jurisdicción del Tribunal de la Inquisición de


México, el cual actuó mediante comisarios que, colocados en las poblaciones más
importantes, tenían como misión vigilar y cuidar la fe y las costumbres, admitir las
denuncias o promoverlas, juzgar en primera instancia los dictámenes al tribunal, apresar
a los posibles reos, intervenir sus bienes y enviarlos a las cárceles de México. Los
comisarios eran secundados por los familiares, que ayudaban en las denuncias e
informaciones obtenidas, y por los alguaciles, ejecutores de las órdenes del comisario.
Los comisarios eran escogidos entre eclesiásticos prominentes, y gozaba de especial
relieve el de la ciudad de Santiago. El primer comisario fue nombrado en 1575.
Alrededor de 1600, se hizo célebre el comisario Felipe Ruiz del Corral, Deán de la
Catedral, por sus enfrentamientos con el obispo y algunos clérigos en sus actuaciones
inquisitoriales.

Los comisarios de Guatemala enviaban las denuncias al tribunal de México. Si eran


aceptadas, éste las devolvía para que los mismos comisarios completaran el informe a
base de interrogatorios y testigos. Se nombraban entonces unos calificadores para emitir
su opinión sobre el caso. El comisario emitía un dictamen que, junto con el presunto
reo, se enviaba al tribunal de México, el cual iniciaba el proceso de acuerdo con normas
establecidas, y emitía el correspondiente veredicto. Las denuncias elevadas por los
comisarios al tribunal de México no fueron admitidas en su mayoría, y de los
aproximadamente 400 dictámenes remitidos a dicho tribunal en los siglos XVI y XVII,
sólo unos 40 terminaron en la formalización de un proceso. De los reos enviados desde
Guatemala a las cárceles del mismo tribunal fueron castigados no más de 85 con penas
graves y 60 con sanciones leves; sólo un reo fue llevado al patíbulo en 1575: el irlandés
William Croniels, que vivía en Sonsonate.

La época de mayor auge en la actividad de los comisarios fue la primera mitad del siglo
XVII, para entrar posteriormente en una fase de estancamiento. Durante estos dos
siglos, los libros recogidos o expurgados por la Inquisición fueron muy pocos.
La Inquisición se mantuvo en Guatemala dentro de unos límites más bien discretos. La
fe católica de españoles, criollos y mestizos estaba muy arraigada y, por otra parte, éstos
no tenían deseo alguno de verse implicados en problemas con una institución temida y
respetada.

El Cristianismo Americano
En el desarrollo de este título se analizará lo referente a la administración de los
sacramentos, así como el tipo de religiosidad de indígenas y criollos.

La administración de los sacramentos a los indígenas

En cuanto a españoles, criollos y mestizos, no hubo mayores problemas, pues


generalmente recibían con gusto los sacramentos, en los tiempos y momentos
designados. Sin embargo, con los indios se suscitaron dificultades por tratarse de
cristianos nuevos, con una fe católica insuficientemente arraigada, y con supervivencias
de sus costumbres y religiones nativas, que se hacían evidentes en su comportamiento
moral y religioso.

Hasta finales del siglo XVI, la administración del bautismo a los indígenas pasó por dos
fases, aunque con diferencias en relación a tiempo y lugar: una primera etapa en la que
se bautizó masivamente, con escasa o ninguna preparación; y una segunda, en la que se
impuso un catecumenado más exigente como condición para recibirlo, especialmente a
partir de la segunda mitad del siglo. En 1536, Fray Toribio de Benavente, el célebre
Motolinía, afirmó que en la Nueva España había unos cinco millones de indígenas ya
bautizados; en menos de dos decenios, prácticamente todos los indígenas conquistados
habían recibido el bautismo. Los concilios celebrados en México y Lima durante la
segunda mitad del siglo XVI dieron normas muy precisas y exigieron una adecuada
instrucción religiosa antes de administrar los sacramentos. También ordenaron que se
intensificara la educación religiosa de los indígenas ya bautizados. En general, los
indígenas aceptaron con agrado el bautismo de sus hijos. Mayores problemas hubo con
el sacramento de la confirmación, cuya administración estaba reservada a los obispos.
Aunque los religiosos podían conferirlo en las misiones, no lo hicieron. Se exceptuaron
los jesuitas respecto de los indios de sus reducciones. Solían pasar muchos años sin
administrarlo, pues todo dependía de las visitas pastorales de los obispos, siempre
escasas.

La administración del sacramento de la penitencia también tropezó con serios


problemas, por las dificultades de comunicación, el recelo de los indígenas a declarar
sus faltas al confesor, la confusión moral originada en la mente de los indios, que no
siempre comprendían ni aceptaban el nuevo código moral exigido por el cristianismo, y
el no haber olvidado sus antiguos principios de comportamiento moral. Especialmente
delicado era el momento de la confesión anual obligatoria. En algunos lugares los indios
huían y había que ir a buscarlos. Muchas veces los confesores dudaban si los indígenas
hacían una confesión sincera y completa. Para paliar estas dificultades, en el tiempo de
la confesión anual se intensificaba la catequesis y se redactaban confesionarios con
preguntas muy concretas sobre los pecados comunes de los indios.
El sacramento del matrimonio tropezó al principio con la poligamia en que solían vivir
los caciques, a quienes se exigía quedarse con una esposa. También tropezó con las
relaciones de parentesco vigentes en las comunidades indígenas, que no siempre
coincidían con los grados de consanguinidad y afinidad constituyentes de impedimento
para la celebración del matrimonio cristiano.

La recepción de la eucaristía por parte de los indígenas levantó una viva polémica entre
los religiosos, los obispos y la Corona, que no se ponían de acuerdo en cuanto a su
administración. Mientras franciscanos y dominicos se mostraban reacios a administrar
la eucaristía a los indígenas, por no considerarlos todavía preparados para recibirla y
quedar expuestos a cometer sacrilegios, los agustinos y jesuitas opinaban que se les
debía permitir el acceso a la misma, pues la gracia conferida por el sacramento les era
necesaria para fortificar su todavía incipiente fe. Gregorio XIII, mediante un breve del
13 de febrero de 1575, aceptó el acceso de los indios al sacramento y amplió el plazo
para que éstos recibieran la comunión pascual. En 1578, la Corona insistía en que se
administrara a los indígenas capaces. Los concilios terceros de Lima y México pidieron
que a los indios se les confiriera el sacramento, siempre que fueran capaces y estuvieran
preparados. No obstante, los doctrineros se resistían a dar la eucaristía a los indios,
alegando falta de instrucción religiosa e incapacidad para distinguir entre el pan
ordinario y el consagrado. Todavía a finales del siglo XVII, hubo denuncias sobre que
en algunos pueblos de indios la costumbre era no darla.

La obligación de asistir a misa los domingos y días festivos pesaba también sobre los
indios. Como no siempre los indígenas se encontraban dispuestos a cumplir con estas
obligaciones religiosas, los doctrineros tenían que utilizar medidas de fuerza, mediante
los fiscales indígenas, e incluso azotes públicos para que cumplieran.

Parece que en bastantes lugares el sacramento de la extremaunción gozó de la


aceptación de los indígenas, pero los doctrineros fueron negligentes en administrarlo,
muchas veces a causa de las distancias. Los concilios citados exigían otorgar dicho
sacramento si el indígena se encontraba en buena disposición de recibirlo. En México,
durante los siglos XVI y XVII, sólo se administraba a los caciques y principales, si ellos
lo pedían. Una real cédula de 1604 ordenó que la eucaristía estuviera permanentemente
en las iglesias de los naturales, para facilitarles el viático.

El sacramento del orden sagrado o sacerdocio, en la práctica se negó a los indígenas.


Sólo en la segunda mitad del siglo XVII evolucionó la situación, pues algunos obispos
pensaban que las generaciones de indios cristianos habían madurado lo suficiente.

En el Reino de Guatemala se llevaron a cabo bautismos masivos, sin que precediera una
adecuada evangelización. Se dice que el Fraile mercedario Marcos Ardón bautizó cerca
de un millón de indios en Chiapas, Guatemala y Honduras. A partir de 1550, la situación
fue cambiando. Para recibir el bautismo, se exigió a los adultos que cuando menos
aprendieran el Padre Nuestro, el Ave María, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y
que ofrecieran alguna garantía de cambio en su comportamiento moral. El concilio
tercero de México ordenó que al bautizar a los indios no se les pusieran nombres de su
gentilidad. En 1562 se autorizó que en los óleos para la administración de los
sacramentos en América pudiera usarse el bálsamo de un tipo de árboles de la región de
Sonsonate, impropiamente llamado `bálsamo del Perú'. En 1660 hubo denuncias de que
en ciertos pueblos morían muchos niños sin bautizar, por no haber indios autorizados
por los doctrineros para conferir el bautismo en peligro de muerte. En los pueblos donde
había indios con permiso para administrar el bautismo en tales situaciones, los
doctrineros los bautizaban de nuevo sub conditione (bajo condición).

En Guatemala los religiosos también se mostraron reacios a administrar la eucaristía a


los indígenas. Alrededor de 1567, los franciscanos comenzaron a tener una actitud más
flexible y proporcionaron a los indígenas más facilidades para comulgar. Los dominicos
mantuvieron su postura intransigente hasta principios del siglo XVII. Durante este siglo,
sin embargo, la práctica se fue haciendo cada vez más común, y se fue introduciendo la
comunión anual obligatoria durante la cuaresma.

En cuanto al viático, hubo bastante negligencia por parte de los doctrineros: al principio
se exigía llevar al enfermo a la iglesia para darle la comunión, lo que frecuentemente era
imposible; después, el sacerdote acudía a casa del enfermo, aunque la distancia le
impedía muchas veces llegar a tiempo. En la segunda mitad del siglo XVII, en los
pueblos donde residía el doctrinero, el viático se administraba rodeado de solemne
ceremonia. Sin embargo, había todavía bastante abandono por parte de los doctrineros
en la administración del sacramento de la extremaunción. En 1656, los franciscanos lo
administraban cuando el enfermo lo pedía; a partir de esa fecha, los visitadores de la
Audiencia ordenaron que se confiriera habitualmente. La costumbre se fue imponiendo,
pero con resultados no siempre satisfactorios.

La asistencia a la misa dominical, celebrada solemnemente en las cabeceras de los


curatos, se hacía difícil en algunos lugares; los indios debían ser forzados a asistir, y en
algunos casos hubo que azotar públicamente a los remisos.

En el siglo XVII se hizo común la convocatoria anual mediante padrones para la


confesión. Alrededor de 1640 se publicó un confesionario en lengua cakchiquel y
española, escrito por Fray Antonio del Saz; constaba de 79 preguntas muy concretas,
que debían hacerse al penitente, y fue muy utilizado por los confesores. En las aldeas
lejanas morían muchos indios sin poder ser confesados.

Hubo también dificultades en lo relativo al matrimonio de los indígenas bautizados en


los primeros años. La Iglesia aceptaba como sólido el realizado legítimamente por los
indígenas, según sus ritos y costumbres y, en caso de poligamia, la unión con la primera
mujer. Pero, en muchos casos, había dificultades para probar esto y los indígenas se
resistían. El problema siguió sin solución hasta años más tarde, cuando los indígenas
bautizados se acostumbraron al matrimonio monógamo indisoluble. En 1570
aparecieron unos manuales para examinar y adoctrinar a los contrayentes. Debía
ponerse especial cuidado en investigar los grados de parentesco, y en que los
contrayentes estuvieran libres de cualquier vínculo anterior, pues los indígenas no solían
ser muy claros en estas materias. La condición relativa a la libertad en la elección, sobre
todo por parte de las mujeres, chocaba con las costumbres indígenas y el poder de los
principales, pues éstos solían designar las parejas. De igual modo hubo que enfrentarse
al uso de casar a los indígenas cuando eran casi niños, práctica que fue favorecida por
algunos encomenderos como método para obtener nuevos tributarios.

El cristianismo indígena
Cuestión muy debatida y nunca resuelta de modo satisfactorio ha sido la referente a la
naturaleza del cristianismo indígena, cuando menos en los siglos XVI y XVII. Hay
quienes sostienen que los indígenas siguieron viviendo interiormente sus antiguas
religiones, aunque en lo externo se manifestaran como cristianos. Otros afirman que los
indígenas fueron esencialmente cristianos desde las primeras décadas. Hay también
opiniones que se refieren a una religión mixta o sincretismo religioso, resultado de la
conjunción de lo indígena y lo cristiano. Algunos hablan de la religión yuxtapuesta, en
el sentido de que los indígenas eran cristianos sin dejar de ser paganos, viviendo una
especie de desdoblamiento religioso o coexistencia de religiones contiguas. Se habla
asimismo de una aceptación existencial sincera de la fe cristiana por los indígenas,
aunque en el nivel de los ritos seguían presentes las antiguas religiones. Otros,
finalmente, afirman que el cristianismo indígena fue un cristianismo nuevo, distinto del
cristianismo vivido por los españoles.

Otra importante cuestión es el grado de voluntariedad con que los indígenas, al menos
inicialmente, aceptaron el cristianismo. En principio debe rechazarse la postura
simplista de quienes ven en este asunto un acto de fuerza e imposición exclusivamente,
y también la de quienes defienden una libertad total del indio en su aceptación. Lo que
el historiador percibe es que en América surgieron muy pronto dos formas de vivir y
comprender el cristianismo: la `república de los indios' practicó un tipo de cristianismo
con caracteres específicos y propios, diferente del cristianismo de la `república de los
españoles', al que se llamó `cristianismo criollo'.

Los indígenas se sintieron muy atraídos por los sitios ceremoniales de la liturgia
cristiana, y en general por los aspectos concretos y perceptibles de la misma.
Contrariamente, no parecieron entusiasmados por los conceptos abstractos de la
Teología, como sucedió con el concepto de Dios, el cual no pudo ser traducido a sus
lenguas, y el de la Trinidad. La devoción a la Virgen María ocupó un lugar privilegiado,
y bien pudiera ser que en ella se escondiera algún tipo de culto a ciertas divinidades
agrarias, especialmente a la Madre Tierra. La devoción a la imagen de Jesucristo caló
también de manera profunda en el alma indígena, particularmente en su vertiente de
dolor y sacrificio. La Semana Santa fue un tiempo sagrado vivido en forma
significativa. El santo patrono del pueblo fue muy venerado, y sus fiestas se solían
prolongar durante ocho días y más. El culto a las imágenes se extendió con prontitud,
tanto en los templos como en las casas particulares. A veces, detrás del culto a las
imágenes se escondían otras devociones no cristianas. El culto a los difuntos se vivía
con intensidad, pues entroncaba perfectamente con las tradiciones de los aborígenes. La
creencia en los demonios, que los misioneros se esforzaron en identificar con los ídolos,
fue también asimilada por los indígenas, que creían en los malos espíritus. Los
chimanes solían apropiarse de objetos de culto o utilizar lugares específicos de las
iglesias para sus prácticas. El cristianismo logró penetrar en los espacios y tiempos
religiosos indígenas, pero sólo parcialmente, pues persistieron los ritos y creencias
propios de los indios, a veces mezclados con los ritos cristianos, y otras veces separados
de los mismos. Había muchos que vivían la vida sacramental sin oponer resistencia. El
resto de la vida litúrgica era más aceptado en la medida en que coincidía con sus
festividades y preferencias. Unos doctrineros se mostraron pesimistas ante el
cristianismo indígena; otros, optimistas; algunos más, perplejos; la mayoría, no
obstante, lo aceptó y convivió pacíficamente con sus costumbres y religiosidad.
Los religiosos introdujeron nuevos bailes, historias, autos sacramentales, loas y
pastorales para sustituir las antiguas danzas indígenas. En otras ocasiones intentaron
cristianizar los mismos bailes nativos. No siempre lo consiguieron y las prohibiciones y
denuncias sobre ciertas danzas indígenas se repiten con alguna frecuencia. La música
religiosa, muy bien aceptada por los indígenas, se convirtió en excelente medio de
atracción y conversión. Muy pronto los pueblos indios contaron con buenos coros y
variados instrumentos musicales, unos propios y otros recibidos de los misioneros, que
amenizaban las funciones religiosas.

El culto a los santos fue aprovechado por los indígenas para expresar también
manifestaciones religiosas que no tenían nada de cristianas. Tal fue el caso del culto a
San Pascual Bailón, por el que se le rendía homenaje a la muerte. Fuentes y Guzmán
dijo, a mediados del siglo XVII, que no había casa de indios en todo el Valle de
Guatemala que no tuviera una imagen de dicho santo, hasta que las autoridades
eclesiásticas llevaron a cabo un auto de fe y prendieron fuego a cuantas pudieron
recoger.

El cristianismo criollo

El cristianismo vivido en América por los españoles peninsulares, los españoles


americanos o criollos y los mestizos, fue esencialmente el mismo que se practicaba en
España. Sin embargo, aunque las creencias y ritos eran iguales, se notaban algunas
diferencias en el campo de la moralidad, señaladas desde el principio por algunos
eclesiásticos. En América, en efecto, la libertad de costumbres fue mayor que en la
Península. Cuando los españoles llegaban a América, solían caer en una especie de
relajamiento moral, por el menor control que la Iglesia y las autoridades reales ejercían
sobre ellos. Ello se debía también al mayor aislamiento en que muchos solían vivir y a
la falta de tradiciones culturales asentadas debidamente en sus ciudades y villas. Por lo
demás, el cristianismo impregnaba toda la vida social, política y cultural, y se practicaba
con un acentuado fervor externo, que se traducía en continuas festividades,
celebraciones y devociones, como correspondía al barroco cultural y religioso de la
época. El cristianismo era la religión oficial y gozaba de todo el apoyo del Estado: las
leyes eclesiásticas eran también reales, pero cuando se trataba de estas últimas llegaban
a veces incluso más lejos que las eclesiásticas.

Los cronistas y los documentos de la época nos describen, hasta con gran brillantez en
algunos momentos, la vida religiosa de españoles y mestizos. Era un mundo donde lo
milagroso, como señal divina, aparecía frecuentemente en los fenómenos sociales y
relaciones humanas, y el culto a las imágenes y reliquias penetraba hasta la intimidad de
los hogares. Remesal puso de manifiesto la profunda devoción mariana de los
españoles, lo cual se fue haciendo presente en imágenes, iglesias, ermitas y cofradías
dedicadas a Nuestra Señora, cuyo número creció ininterrumpidamente desde el siglo
XVI.

Se multiplicaron los días festivos y se unieron a los de la Iglesia universal los propios de
las diócesis, ciudades y pueblos, sin que hubiera semana sin dos o tres días festivos. Se
promovió en toda su amplitud la devoción a los santos y en su honor se llevaban a cabo
procesiones, misas y novenarios. Las festividades en honor de la Concepción
Inmaculada de María y del Corpus revestían especial esplendor. En las ciudades de los
españoles y en muchos pueblos de indios, el día del Corpus se celebraba con
procesiones de extraordinaria brillantez y solemnidad. La Semana Santa se convirtió en
el tiempo sagrado por excelencia, pues toda la vida cristiana giraba en torno a los actos
litúrgicos y a las procesiones con los `pasos' tradicionales. Los días de ayuno y
abstinencia eran numerosos, particularmente durante la cuaresma. Ante los frecuentes
terremotos, pestes, plagas, sequías, lluvias torrenciales e incluso invasiones de corsarios,
se organizaban procesiones, rogativas y votos, en demanda del remedio a los males que
afligían a la sociedad. Españoles y mestizos estaban obligados, bajo determinadas
penas, a cumplir con el precepto de la misa dominical y de la confesión y comunión
anuales.

Hay que destacar, particularmente por su aparato externo, la vigorosa vida religiosa en
Santiago de Guatemala. Alrededor de 1650, más de 50 templos, entre iglesias, capillas y
ermitas, funcionaban en una ciudad de unos 32,900 habitantes. Las autoridades de la
Audiencia y del Ayuntamiento asistían oficialmente a procesiones, rogativas y actos
litúrgicos, y el Ayuntamiento solía colaborar con generosidad en la celebración de tales
festividades. Las iglesias estaban dotadas de objetos de culto, retablos e imágenes,
elaborados en los renombrados talleres artesanales de la ciudad. Los nacimientos,
aniversarios, exaltación al trono de los monarcas, funerales de cuerpo presente y otros
acontecimientos similares exhibían gran aparato externo. A mediados del siglo XVII se
destacó la Compañía de Jesús como foco de espiritualidad, frecuencia de sacramentos,
oración mental y enseñanza de la doctrina cristiana al pueblo, mediante las
congregaciones marianas. Célebre por su apostolado en estos años fue el jesuita Manuel
Lobo. Los escritos teológicos y de tipo religioso en general proliferaron copiosamente.

Se tiene noticia de un buen número de personas que sobresalieron por su vida virtuosa.
Cabría señalar por lo menos dos, que se distinguieron por su profunda vida interior y las
obras de caridad cristiana que realizaron. En 1639 nació en San Vicente de Austria (San
Salvador) Ana Guerra de Jesús, de condición humilde y de carácter dócil. Contrajo
matrimonio con Diego Hernández, hombre de mal temperamento, de quien recibió
malos tratos y que acabó abandonándola. Tuvo siete hijos, de los cuales cinco murieron.
En 1669 llegó a Santiago y allí comenzó una nueva vida dedicada a la oración, al
servicio de los pobres y a las obras de penitencia. Llegó a desarrollar una vida mística
muy elevada y fue ejemplo de laboriosidad y austeridad para toda la población. Murió
en 1713 y a su funeral asistieron miembros de la Audiencia, del Ayuntamiento y de
todas las órdenes religiosas de la ciudad de Santiago de Guatemala. Grande era la fama
de santidad de aquella sencilla y pobre mujer, pues supo desarrollar las mejores virtudes
cristianas en el marco de una vida normal.

Alrededor de 1650 llegó el que iba a convertirse en uno de los santos más venerados y
queridos del pueblo de Guatemala, el Hermano Pedro de San Joseph de Bethancourt.
Dedicó su vida al servicio de los enfermos pobres, a quienes recogía en un hospital
fundado por él. Fue un ejemplo vivo de caridad, desinterés y amor a los hombres.
Interesado en promover la vocación por las ánimas del purgatorio, edificó dos ermitas
con tales propósitos. Vivía pobremente de las limosnas que recibía y se rodeó de un
grupo de personas que le ayudaron en sus obras benéficas. Murió en 1667, y dejó en la
ciudad y en toda Guatemala un recuerdo imborrable.

Como manifestación de una costumbre muy arraigada en el cristianismo español,


surgieron pronto algunos santuarios, que se hicieron célebres por la fama de las
imágenes veneradas en ellos, y en los cuales se congregaban anualmente grandes
cantidades de fieles. Cabe distinguir el templo de la Virgen de la Ciudad del Viejo, en
Nicaragua, donde se veneraba una imagen que, según una tradición no probada, había
sido regalada por Santa Teresa a un hermano suyo, que la dejó en ese lugar; el santuario
de Nuestra Señora de Candelaria de Chiantla, Guatemala, centro de grandes
peregrinaciones y romerías de toda la región circundante; la iglesia de Nuestra Señora
de la Concepción de Ujarraz, con una imagen muy venerada en Costa Rica; y el
santuario del Señor de Esquipulas, sin duda el más célebre de todo el Reino de
Guatemala. En este último aún se rinde un extraordinario culto a Cristo crucificado, en
una hermosa imagen tallada por Quirio Cataño en 1594.

El cristianismo vivido por los españoles y mestizos en América, sin embargo, también
tuvo sus aspectos negativos. Con frecuencia los ritos externos que parecían vivirse tan
intensamente no correspondían a una vida interior acorde con las enseñanzas del
evangelio. Había corrupción, abusos, codicias, excesos sexuales, odios, venganzas,
crímenes, excesiva embriaguez, y todo un conjunto de miserias alejadas del cristianismo
que oficialmente se predicaba y aparentemente se vivía. El trato dado al indio dejaba
mucho que desear y en ocasiones era contradictorio con el amor cristiano. Los
documentos de la época revelan aspectos de este tipo, que no se pueden ocultar. Muchos
mestizos, postergados y marginados por la sociedad, se refugiaron obligadamente en el
interior de la selva, donde llevaban una vida inadecuada desde el punto de vista
cristiano, sin control apenas y con muy escasa formación religiosa. El Obispo de las
Navas y Quevedo (1683-1701) tuvo palabras muy duras para los españoles que, al llegar
a las Indias, abandonaban su comportamiento cristiano y olvidaban el celo apostólico.
De esa manera, denunció la ambición y codicia de muchos españoles y criollos, y se
escandalizó de la poca lealtad que éstos guardaban a Dios y al Rey.

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