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El primero de tales hechos consiste en que la llegada de la Iglesia española a las Indias
fue una consecuencia lógica de la obligación recaída en la Corona de Castilla de
evangelizar las tierras descubiertas y por descubrir, en virtud de una serie de
concesiones y mandatos papales. Fue el Pontífice Alejandro VI, de origen español,
quien, mediante las bulas Inter Caetera (3 de mayo de 1493), Eximiae Devotionis (3 de
mayo de 1493) e Inter Caetera (4 de mayo de 1493), hizo a los reyes castellanos
`señores de estos territorios con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y
jurisdicción' para cristianizarlos. En dichas bulas se concedió el dominio político de las
Indias Occidentales para evangelizar a sus habitantes, de tal manera que la donación
estuvo condicionada por la evangelización y ésta justificaba el señorío político.
Las concesiones papales produjeron una vivísima polémica entre misioneros, teólogos y
juristas, especialmente en los dos primeros tercios del siglo XVI. En las diversas juntas
y tratados que se celebraron, y pareceres que se publicaron, se encuentran las más
diversas y contradictorias opiniones. En unas se afirmaba que el derecho a la
evangelización confería el dominio político sobre los indígenas y que tal derecho debía
imponerse mediante la conquista armada, como paso necesario para la evangelización.
Así opinó el jurista Juan Ginés de Sepúlveda en su Democritus Alter. En otras corrientes
de pensamiento se negaba que el Papa tuviera potestad para otorgar el dominio político
so pretexto de la evangelización, y se reprobaba abiertamente la conquista como paso
previo a la evangelización, pues se trataba de términos excluyentes. Así opinaba Las
Casas en su De Unico Vocationis Modo, escrito muy probablemente en La Española,
entre 1522 y 1527, y en otros tratados suyos.
Al margen de las opiniones extremas hubo otras muchas intermedias, en las cuales se
trataba de compaginar de alguna manera el dominio político, la conquista y la
evangelización. Estas controversias no influyeron en la expansión conquistadora de la
primera mitad del siglo XVI, aunque sí tuvieron repercusiones positivas en las Leyes
Nuevas de 1542, y sobre todo en las Ordenanzas sobre Descubrimientos del 13 de julio
de 1573, en las que Felipe II prohibió en principio las conquistas armadas, a fin de
sustituirlas por las entradas pacíficas de los frailes. La Corona española jamás puso en
duda la validez de las concesiones papales, y asumió con todas sus consecuencias el
dominio político y la evangelización de las Indias.
Aceptada de hecho o de derecho la presencia española en América, procedía entonces la
evangelización. Se imponía una estrecha colaboración entre la Corona y la Iglesia, pues
sobre ambas caía el peso de evangelizar. Los pontífices romanos habían concedido a la
Corona una serie de derechos y privilegios sobre la misma Iglesia, para que pudiera
cumplir con sus obligaciones evangelizadoras. Todo el conjunto de tales concesiones es
lo que se conoce como Gobierno Espiritual de las Indias, en el cual se incluía también lo
referente al Real Patronato.
En los años 1475-1517 se llevó a cabo una profunda reforma de la Iglesia en España,
fomentada por la Corona y tenazmente llevada a efecto por personas y grupos
escogidos. Los Reyes Católicos pretendían la construcción de un Estado moderno,
impregnado de humanismo cristiano, con una Iglesia vitalmente reformada y un cambio
moral de la sociedad, y con la ayuda del Cardenal Francisco de Cisneros se entregaron a
la tarea de colocar en las diócesis a obispos virtuosos. La reforma llegó también al clero,
cuyo nivel intelectual y moral creció considerablemente, y de modo especial a las
órdenes religiosas, que pasaron en general de una práctica vacía y poco edificante a una
vida disciplinada, virtuosa y de gran vitalidad. También se reformaron los estudios
eclesiásticos y se impusieron la catequesis y la predicación al pueblo, procurando que la
religiosidad de los ritos externos correspondiera a un cristianismo vivido interiormente.
La reforma fue decididamente apoyada por Carlos I y Felipe II, de tal manera que en el
siglo XVI la Iglesia española aparecía pujante, con una enorme fuerza espiritual, una
elevada categoría intelectual y un extraordinario florecimiento de la vida mística.
Lógicamente, ni todo el clero y los religiosos entraron en la reforma, ni toda la sociedad
española elevó su nivel moral. Fueron dos siglos de profundos contrastes, combinación
de luces y sombras, tanto en la Iglesia como en la sociedad.
España llegó a América con una arraigada fe católica, con una nueva conciencia
nacional dentro de un Estado unitario, con la persuasión de que era la heredera de
aquella ya casi fenecida cristiandad europea, que plasmaba el ideal de construir un reino
cristiano, temporal y espiritual, íntimamente entrelazado por el Papa y la Corona.
Evangelización
En este apartado inicial se presenta una visión general sobre el proceso evangelizador,
los evangelizadores, los métodos de evangelización, el trato a los indígenas y el
aprendizaje de lenguas indígenas por los misioneros.
Los evangelizadores
La Corona se hacía cargo de todos los gastos de las expediciones misioneras, desde la
salida de los religiosos de sus conventos de origen hasta la llegada a los lugares de
destino en América, lo cual supuso grandes sumas de dinero. Durante los siglos XVI y
XVII llegaron a Indias procedentes de España, en calidad de evangelizadores, no menos
de 9,232 misioneros. Otros muchos sacerdotes seculares y religiosos llegaron también
para ejercer funciones pastorales en lugares previamente evangelizados, donde había
españoles ya asentados, o en puestos de organización de las instituciones eclesiales.
Casi la totalidad de tales sacerdotes era originaria de los reinos de España, aunque
siempre hubo, especialmente en la Compañía de Jesús, algunos extranjeros.
Durante los siglos XVI y XVII, los franciscanos integraron 36 expediciones con 602
expedicionarios; los dominicos llegaron en 26 con 397; y los mercedarios lo hicieron en
siete oportunidades con 60. A la Orden franciscana le corresponde el mayor número de
evangelizadores, con bastante ventaja sobre las otras. El lugar que ocuparon los
mercedarios es bastante modesto. En el siglo XVII las diferencias a favor de los
franciscanos se acentuaron más. Del total de expediciones y misioneros enviados a
América en los dos siglos citados, un 8% llegó al Reino de Guatemala, lo que responde
a la importancia política y económica de la zona.
El celo y ejemplaridad de los religiosos destacaba sobre la actitud de una buena parte
del clero secular. Éste solía mirar más por sus negocios y granjerías que por el cuidado
espiritual de los nativos. Las obras de Antonio de Remesal y Francisco Vázquez, y
algunas otras crónicas conventuales, registran los nombres de los misioneros que más se
significaron e informan de sus actuaciones. El Obispo Francisco Marroquín alabó en sus
cartas el trabajo de los primeros evangelizadores, defendió a los clérigos seculares de las
denuncias que les afectaban, y trató de enderezar la conducta de éstos mediante cartas
pastorales, tal como lo hizo también con los clérigos de Soconusco. El Presidente de la
Audiencia, Alonso López de Cerrato, consignó en sus cartas la fructífera evangelización
desarrollada por los religiosos, en contraste con el apego al oro demostrado por los
clérigos seculares. También hay documentos de la época que critican a los religiosos por
su falta de atención a los indígenas. No es extraño encontrar opiniones contradictorias
en aquellos difíciles años de la segunda mitad del siglo XVI, cuando los intereses de
misioneros, encomenderos y autoridades de gobierno fueron con frecuencia igualmente
contradictorios.
Durante los dos primeros tercios del siglo XVI, la Conquista precedió a la
evangelización. Los misioneros acudían a los lugares donde el dominio español ya
estaba cimentado, y allí promovían la conversión de los indios al cristianismo. Para los
indígenas, la relación conquista-evangelización era inevitable. Así lo comprendieron los
evangelizadores, quienes trataron de distinguirse y distanciarse de los conquistadores,
consiguiendo que los indios les otorgaran el tratamiento de padres. No obstante, las
conversiones se realizaban dentro de una atmósfera de dominio político y explotación
económica por parte de los españoles y de los mismos curas doctrineros, lo cual se
traducía en una cierta coacción sobre la determinación de los indígenas para aceptar el
evangelio.
Se llevaron a cabo numerosas juntas, reuniones y concilios por parte de los eclesiásticos
e inclusive de las autoridades civiles, para tratar con todo cuidado de la conversión de
los indios. Se dieron numerosas normas pragmáticas, se discutieron los problemas
suscitados por la evangelización, y se confeccionaron catecismos adecuados a la
mentalidad indígena y útiles a los misioneros. Éstos se esforzaron por conocer el alma
indígena y descubrieron cualidades intelectuales y morales para la aceptación del
evangelio. De esta época datan los grandes tratados sobre las culturas indígenas de
Bernardino de Sahagún, José de Acosta y otros, aunque a finales del siglo se produjo
una corriente que puso trabas a estos documentos, por considerar que su lectura por
parte de los indios podría hacerlos volver a sus antiguas costumbres e idolatrías.
Los misioneros comprobaron que mediante su ejemplo, autoridad y buenas obras, más
que por medio de discursos y razonamientos, el nativo se convertía más fácilmente. De
ahí la insistencia en que el evangelizador mostrara amor, bondad, comprensión y buen
trato al indio; que fuera un defensor de los indígenas ante los atropellos cometidos por
los españoles; que fuera respetado por las autoridades reales. No siempre se consiguió
que los curas doctrineros reunieran tales características, pero en líneas generales el
comportamiento de los evangelizadores estuvo a la altura de su misión. Se trató de
presentar al indio un cristianismo atrayente, de mostrarle a un Dios bueno, creador y
padre de todos los hombres, y a Jesucristo, como portador de la salvación y la felicidad,
todo ello en contraposición con algunos de los dioses indígenas sanguinarios. La riqueza
y variedad de los ritos y ceremonias del catolicismo impresionaron vivamente a los
nativos.
La lucha contra la idolatría por parte de los misioneros fue tenaz y sin concesiones. La
evangelización llevaba consigo la destrucción de todo aquello que guardara relación con
las religiones aborígenes. Las culturas indígenas estaban impregnadas de religiosidad en
casi todas sus manifestaciones, y por ello los misioneros utilizaron el sistema de la
`tabla rasa', con la intención de extirpar de raíz innumerables costumbres y creencias
que creían contrarias al evangelio, a la vez que implantaban otras nuevas. La religión
cristiana excluía radicalmente las antiguas religiones indígenas, consideradas en gran
parte obra del demonio. En consecuencia, la lucha contra la idolatría, que tuvo rebrotes
en el último tercio del siglo XVI y primeras décadas del siglo XVII, llevó consigo la
destrucción de prácticas que nada tenían de común con la idolatría propiamente dicha.
Factor de primer orden para la evangelización fue la reducción de los indios a poblados.
La dispersión habitual en que vivían los indígenas era un obstáculo casi insalvable para
los misioneros, en sus propósitos de adoctrinar convenientemente a los nativos. Se tenía
como muy importante conseguir que los indios vivieran, según la expresión de la época,
`en policía'. Para ser cristiano había que `vivir como hombres', lo que equivalía a vivir
según los dictámenes de la razón natural, al modo de los españoles. La mayoría de los
indios conquistados vivía ya en reducciones al finalizar el siglo XVI.
Las reales cédulas ordenaban que los evangelizadores trataran con mansedumbre y
bondad a los indígenas y que en ningún caso les impusieran penas corporales por faltas
de tipo religioso; que, en caso necesario, dichas penas fueran aplicadas por las
autoridades reales. Pero, de hecho, los doctrineros solían castigar con relativa frecuencia
a los indios que faltaban a sus obligaciones religiosas o cometían faltas contra la
moralidad pública. Una real cédula de 1680 repitió la prohibición de que los curas
doctrineros mandaran azotar a los indios y prescribió que, si fuese necesario, lo hicieran
los justicias reales.
De igual manera, las reales cédulas ordenaban que los curas doctrineros se conformaran
con el salario o `sínodo real' que les estaba asignado, y no exigieran a los indígenas
ayudas o donaciones de ninguna clase. Sin embargo, muy pronto se impuso a los indios
la costumbre de entregar a sus doctrineros ayudas materiales o raciones para su sustento,
así como otros servicios personales, todo lo cual acabó siendo tasado por obispos y
autoridades reales. Los hechos demostraron que el salario asignado era insuficiente para
el sustento del párroco.
En la segunda mitad del siglo XVI, se denunciaron abusos cometidos por los curas
seculares en los curatos y anexos eclesiásticos de su jurisdicción, especialmente en el
área de Soconusco, Sonsonate y San Salvador. Se les acusó de comerciar con los
indígenas, venderles mercaderías a precios excesivos, exigirles demasiadas
contribuciones y servicios personales y el cuidado de sus ganados. Las autoridades
obligaron al Obispo Marroquín a reformar o expulsar a los responsables. El prelado
prohibió a los curas cualquier tipo de negocio con los indígenas y ordenó que pagaran a
éstos los servicios y raciones recibidos de ellos. Aunque durante dichos años los
religiosos trataron a los indígenas con mayor generosidad y desprendimiento que el
clero secular, también hay denuncias sobre ciertos abusos en la utilización de los indios,
en las casas de aquéllos y en las iglesias, como trabajadores manuales, a quienes además
se exigía indebidamente ofrendas en las misas. Este tipo de denuncias fue frecuente
durante el siglo XVI aunque, por lo general, la mayoría de los curas no parece haberse
sobrepasado de lo establecido por el derecho y la costumbre. El Obispo de Guatemala,
Fray Andrés de las Navas y Quevedo, escribió en 1687:
Fueron muchos los obispos y doctrineros que en Guatemala defendieron a los indios, y
éstos frecuentemente encontraban en ellos protección y amparo. No todos, por supuesto,
cumplieron con este deber. Sin embargo, históricamente, la Iglesia, a pesar de abusos y
descuidos, fue una institución que sirvió de contrapeso a los excesos de los españoles y
de las autoridades reales.
Dos caminos se ofrecían a los misioneros para la evangelización de los indios: aprender
las lenguas de éstos o enseñarles el castellano. Por razones obvias, se eligió el primero,
aunque se tropezaba con la enorme dificultad de expresar con propiedad los misterios de
la fe en los numerosos idiomas nativos que existían. En principio la Corona se inclinó
por la predicación en castellano, pero las necesidades reales de la evangelización la
llevaron pronto a cambiar de táctica. En el último tercio del siglo XVI se emitió una
serie de reales cédulas, en las que se ordenaba terminantemente el aprendizaje y previo
examen de lenguas a los curas destinados a pueblos de indios, y se mandó que se
fundaran cátedras de lenguas en los conventos y universidades, así como en las ciudades
donde residían las Audiencias. El cumplimiento de las órdenes reales no siempre fue
satisfactorio. No obstante, se debe reconocer que los religiosos realizaron grandes
esfuerzos, y que dejaron un impresionante legado de vocabularios, artes, gramáticas,
catecismos, sermonarios y otros tratados religiosos en lenguas indígenas.
A pesar de las quejas de los oficiales reales, presentadas en 1550, sobre una
evangelización que se estaba llevando a cabo en lenguas indígenas, lo cual suponía un
obstáculo para la adecuada comprensión del cristianismo por parte de los nativos, desde
el principio los misioneros evangelizaron en dichas lenguas, ante la imposibilidad de
obligar a los indígenas a aprender el castellano. El Obispo Marroquín conocía algunas
lenguas y al parecer escribió tratados en las mismas.
El clero regular estuvo siempre más familiarizado con los idiomas indígenas que el
secular, pues éste atendía preferentemente las parroquias de españoles y ladinos. Los
`capítulos provinciales', celebrados por los religiosos en los siglos XVI y XVII, se
lamentaban de la falta de ministros que conocieran las lenguas locales, y pedían no
conferir las órdenes sagradas a quienes no las supieran y que no se enviaran a las
doctrinas de indios a quienes ignoraran la lengua nativa.
Las gramáticas, vocabularios, catecismos y otras obras manuscritas por los misioneros
se han perdido en su mayoría, y sólo se tienen noticias indirectas de algunas obras y
autores. Abundan, como es natural, los escritos en cakchiquel y quiché (k'iche'); en
menor proporción existen en mam, tzutujil (tz'utujil) y kekchí (q'eqchi'). Llama la
atención que hasta 1681 no se pusieran en funcionamiento cátedras de lenguas
indígenas. En la recién fundada Universidad de San Carlos se instituyeron una cátedra
de cakchiquel y otra de lengua mexicana o pipil, pero la primera apenas funcionó y la
segunda prácticamente no existió. En realidad, las lenguas sólo interesaban a los
misioneros para cumplir sus deberes pastorales.
Organización de la Iglesia
A lo largo de esta sección se tratará la estructura eclesiástica; los problemas surgidos
entre el clero secular y las órdenes religiosas; la organización económica de la Iglesia
durante los siglos XVI y XVII; los servicios de salud y educación prestados por el clero;
las instituciones pastorales; y los medios de control utilizados para la defensa y
conservación del catolicismo.
Obispos y diócesis
Por ser la Iglesia Católica una organización estrictamente jerárquica, la piedra angular
de su constitución reside en el Papa y los obispos, que acumulan todo el poder. El peso
primero de la evangelización, de la administración de los sacramentos y del
funcionamiento de la Iglesia recaen sobre los obispos, bajo la autoridad del Papa. Tal es
el caso de la Iglesia fundada en América hispana, y por ello un cuidado urgente y
temprano fue la erección de las `diócesis' (ámbito territorial que comprende varias
parroquias) y el nombramiento de los obispos.
El siglo XVI fue la época en que se erigieron más obispados. Durante el mismo se
fundaron 32 diócesis y los arzobispados de Santo Domingo, Nueva España y Lima (los
tres en 1546), y el de Santa Fe de Bogotá (1564). En el siglo XVII sólo se crearon cinco
obispados. Los concilios provinciales de Lima (1582-1583) y de México (1585)
presentaron el perfil del obispo ideal para las Indias: austero, pobre, ejemplar, cercano al
pueblo y de modo especial a los indios, con residencia permanente en su diócesis y la
obligación de visitar a sus fieles al menos cada dos años. Durante el siglo XVI, la
mayoría de los obispos procedía de órdenes religiosas reformadas; en el siglo XVII, sin
embargo, aproximadamente la mitad de los obispos pertenecía al clero secular. El
principal período organizativo de la Iglesia discurrió entre 1512 y 1620, durante el cual
se erigieron 24 obispados. De los obispos nombrados en dicha etapa, 134 fueron
españoles y 23 criollos. Durante los siglos XVI y XVII, el promedio en que las sedes
episcopales estuvieron vacantes fue aproximadamente un 36% del tiempo.
La Iglesia de Guatemala, sin ser de las más florecientes del Nuevo Mundo, destacaba
sobre las pobres y marginadas diócesis de Chiapas y Honduras, e incluso sobre la de
Nicaragua, que se mantenía a unos niveles más adecuados, y poseía un extenso territorio
extendido a la Gobernación de Costa Rica.
En la región centroamericana se daba la siguiente situación anómala: mientras
civilmente constituía una unidad dentro de la Audiencia de Guatemala, en lo eclesiástico
Chiapas y Guatemala eran sufragáneas del arzobispado de México, Honduras lo era del
arzobispado de Santo Domingo, y Nicaragua del de Lima. En la práctica, sin embargo,
estas últimas diócesis llegaron a tratar sus asuntos eclesiásticos en el arzobispado de
México.
A lo largo de los primeros dos siglos de etapa colonial hubo algunos obispos cuya forma
especial de conducir los asuntos eclesiásticos les permitió influir más directamente en la
esfera económica, social, política y cultural. Son ellos Francisco Marroquín, Bernardino
de Villalpando, Fray Juan Ramírez, Fray Payo de Rivera y Fray Andrés de las Navas y
Quevedo.
Guatemala tuvo la gran suerte de que su primer Obispo fuera Francisco Marroquín,
excelente prelado, que ejerció un fecundo pontificado durante 29 años, hasta su muerte
el 1º de abril de 1563. Nombrado obispo en 1534, le tocó vivir tiempos difíciles, en una
región que no comenzó a estabilizarse políticamente sino hasta la llegada de la
Audiencia y la puesta en práctica de las Leyes Nuevas de 1542. Al tomar posesión
contaba sólo con unos pocos clérigos y religiosos. Desde el principio se esforzó en traer
abundantes contingentes de religiosos y clérigos seculares, que distribuyó por todo el
obispado. Ordenó la vida eclesial, levantó la Catedral, instaló el Cabildo diocesano,
edificó el hospital de Santiago para los españoles, fundó un colegio para niñas
huérfanas, estableció escuelas de primeras letras, legó 2,000 pesos y unas tierras de su
propiedad para la constitución del Colegio de Santo Tomás, con la finalidad de que
fuera un centro de estudios superiores, y pidió a la Corona la fundación de una
universidad. Asistió en México a dos juntas eclesiásticas, y realizó en su diócesis varias
juntas y dos sínodos, para la reforma del clero y la evangelización del pueblo.
Conocedor de lenguas indígenas, hizo imprimir un catecismo en lengua cakchiquel y
visitó varias veces su extensa diócesis. Intentó cortar los abusos cometidos por los
clérigos en sus parroquias. Se mostró amante de los religiosos, a quienes favoreció y
confió la mayor parte de la diócesis. Procuró asumir una postura moderada en la
aplicación de las Leyes Nuevas, que tantas conmociones suscitaron en Guatemala,
tratando de que su puesta en práctica fuera escalonada, a diferencia de la actitud más
rígida del Presidente López de Cerrato y los dominicos.
El religioso mercedario Fray Andrés de las Navas y Quevedo (1683-1700), que había
ocupado anteriormente la diócesis de Nicaragua, se caracterizó por su cuidado en la
reforma del clero, su apoyo a las vocaciones religiosas y la formación de los
seminaristas. Exhortó a los curas a tratar bien a los indios, aunque siempre lamentó la
falta de devoción de éstos. Estableció aranceles para el pago de los servicios religiosos y
fue un decidido defensor de su clero frente a las autoridades civiles.
Doctrinas y parroquias
A partir de la segunda mitad del siglo XVI, se fue perfilando el mapa geográfico de la
distribución de las parroquias en la diócesis de Guatemala, entre el clero secular y
regular. Los religiosos se asentaron preferentemente en las zonas del Oeste y los
seculares en las orientales. En 1555, los 95 pueblos de la diócesis de Guatemala estaban
atendidos en la forma siguiente: 47 por dominicos, 37 por franciscanos, seis por
mercedarios y cinco por el clero secular. Alrededor de 1575, los dominicos tenían a su
cargo 13,364 tributarios, con aproximadamente 30 religiosos dedicados a su
evangelización; los franciscanos, 10,273, con 20; los mercedarios, 5,500, con 10; y el
clero secular administraba 25,781 tributarios, con unos 24 sacerdotes. El total de 54,918
tributarios estaba atendido por cerca de 84 sacerdotes, es decir, unos 654 tributarios (que
equivalían a 1,563 personas por término medio) por sacerdote. Ésta es una cifra bastante
elevada, si tenemos en cuenta que en los inicios de la evangelización se necesitaban
muchos ministros sagrados.
Los datos referidos a la segunda mitad del siglo XVII son algo más precisos, pero
todavía incompletos y no muy exactos. Los franciscanos, que en la década de 1650
poseían 18 doctrinas con 120 pueblos, alrededor de 1680 administraban ya 26 doctrinas
con 26 doctrineros, ayudados por unos 62 coadjutores, con un total de más de 53,000
almas. Por esta misma fecha, los dominicos administraban 20 doctrinas con 20
doctrineros y unos 50 coadjutores; los mercedarios regentaban unas 10 doctrinas con 10
doctrineros y unos 20 coadjutores.
Se puede calcular que a finales del siglo XVII, en la diócesis de Guatemala, más de 200
religiosos tenían el cuidado pastoral de unas 60 doctrinas, con un elevado número de
pueblos. Respecto a las parroquias regentadas por el clero secular en el siglo XVII,
apenas se puede decir algo, pues la documentación, en la medida que existe, está por
estudiarse. Se puede aventurar la cifra de unos 70 clérigos que atendían a unas 20
parroquias.
En las doctrinas los religiosos estaban obligados a llevar una vida comunitaria, según las
normas de la propia Orden, y en cada una debían residir por lo menos dos religiosos.
Uno de ellos desempeñaba el cargo de superior o prior, otro el de doctrinero, y los
restantes hacían de coadjutores o realizaban otros oficios dentro del convento. Los
párrocos seculares, aunque debían cumplir las obligaciones de su estado eclesiástico,
que no eran pocas, vivían privadamente en sus residencias, como lo hacían los
sacerdotes coadjutores, y su permanencia en las parroquias era mucho más estable que
la de los religiosos.
Órdenes religiosas
Franciscanos
En el siglo XVII la Orden se fue incrementando, y pronto los criollos llegaron a ser
mayoría. En 1645, a pesar de la resistencia, se impuso la `alternativa', y pronto se
nombró a los primeros provinciales criollos. Los superiores religiosos visitaban cada
tres años los conventos, y comprobaban el grado de observancia de la vida religiosa y el
comportamiento de los frailes. En la citada centuria, la vida conventual sufrió un cierto
relajamiento y no logró mantenerse a la altura de las primeras décadas.
En 1661 la Orden tenía 24 conventos y 172 religiosos, y en 1680 eran 29 los conventos
y 190 los religiosos. El convento de San Francisco de Guatemala albergaba en dichos
años a unos 80 religiosos. En 1690 los conventos eran 33 (dos se encontraban en
Chiapas y cinco en Honduras), y el número de religiosos superaba los 180 (20 de ellos
en los conventos de Chiapas y Honduras). Los criollos superaban a los frailes
peninsulares en proporción de tres a uno. En 1700 los franciscanos rebasaban los dos
centenares, distribuidos en 35 conventos. Su formación religiosa y académica se llevaba
a cabo en el convento de San Francisco de Guatemala, donde funcionaba un floreciente
noviciado y un centro de estudios superiores, en el cual se enseñaba Gramática y se
concedían grados en Artes y Teología. También en el convento de Almolonga funcionó,
a partir de 1673, una casa de estudios, que a la vez facilitaba a los religiosos una vida
más austera y estricta.
El cronista Francisco Vázquez dedica buena parte de su obra a las biografías de los
franciscanos más beneméritos. Entre ellos sobresalen Fray Diego de Ordóñez, uno de
los fundadores de la Orden en Guatemala, que dedicó su larga vida (murió, según
Vázquez, a los 117 años, en México) a la fundación de conventos en Guatemala y
México, y a múltiples tareas de evangelización y dirección de los conventos, dando
muestras de una vida ejemplar; su compañero, Fray Gonzalo Méndez, experto en
lenguas y muy querido por los indígenas; el lego Fray Francisco Gómez, ejemplo de
comportamiento austero, humildad y vida de oración; Fray Diego del Saz, natural de
Chiapas, de excelente formación intelectual, buen trato y cualidades, que desempeñó
importantes cargos en la Orden; Fray Esteban de Verdalete y Fray Juan de Monteagudo,
que murieron a manos de los indígenas en 1612 en Taguzgalpa, mientras estaban en
actividades misioneras.
Dominicos
Mercedarios
Jesuitas
El papel que desempeñaron los jesuitas en la educación de los criollos fue de gran
importancia para la ciudad, e incluso para el Reino. A comienzos del siglo XVII hubo
intentos fallidos para fundar conventos en El Realejo y Granada, en Nicaragua. Luego,
en 1667, fundaron un convento en Ciudad Real de Chiapas, y pronto se les encomendó
la dirección del seminario para la formación del clero secular. A finales del siglo XVII
fundaron el Colegio internado de San Francisco de Borja, para alumnos no clérigos.
Una idea del esplendor del Colegio de San Lucas se puede obtener del hecho siguiente:
en 1671 tenía 100 párvulos de primeras letras, 120 alumnos de Gramática y 35 de
Filosofía. A partir de 1620, la media de religiosos en el colegio oscilaba entre los 12 y
16. Los jesuitas se dedicaron en Guatemala exclusivamente a labores educativas, de
culto y apostolado en su iglesia, y no participaron en trabajos de evangelización entre
los indígenas.
Agustinos y Belemitas
Conventos de religiosas
En 1667 llegaron de Lima unas monjas que fundaron el monasterio similar de San José
de Carmelitas Descalzas. Años antes, en 1610, un grupo de religiosas del monasterio de
la Concepción fundó un monasterio semejante en Ciudad Real de Chiapas, llamado de
La Encarnación.
Estos monasterios, en los cuales se guardaba rigurosa clausura, aparte de sus funciones
estrictamente religiosas, desarrollaron labores de educación en beneficio de las niñas de
la ciudad, y mantuvieron en su interior un elevado número de pupilas y sirvientas.
El clero secular
Así como el clero regular tenía como función esencial en la Iglesia la santificación de
sus miembros dentro de sus conventos y monasterios, y en algunas órdenes cierta
participación en labores pastorales, al clero secular le estaba encomendada la
importantísima labor del cuidado del pueblo cristiano en las parroquias, desempeñar
trabajos de dirección en las diócesis, conformar los Cabildos catedralicios y ocupar los
beneficios eclesiásticos existentes. Se regían en su vida y funciones por las leyes
canónicas de la Iglesia, y las emanadas de la Corona en virtud del Real Patronato. Al
principio llegaron a América bastantes clérigos poco formados y de dudoso
comportamiento moral, lo que originó numerosas denuncias y protestas. Se hicieron
cargo de las parroquias de españoles recién fundadas e incluso administraron doctrinas
de indios. Pero poco a poco el clero secular se fue depurando como consecuencia de la
apertura de seminarios para su instrucción y del consiguiente acceso de los religiosos a
los estudios generales.
Los primeros eclesiásticos llegados a Guatemala fueron los clérigos que acompañaron a
los conquistadores y primeros pobladores. A ellos les fueron encomendadas las
parroquias de las ciudades y villas de españoles, y también se les permitió asentarse en
la zona oriental de Guatemala, en Sonsonate y en San Salvador, donde además
administraron doctrinas de indios. En el último tercio del siglo XVI los clérigos
lograron hacerse de algunas doctrinas de la región de Suchitepéquez que estaban
regentadas por los franciscanos. En su mayoría estos primeros clérigos demostraron
poca altura intelectual y compaginaron sus tareas pastorales con tratos, comercio con los
productos de la tierra y exacciones a los indios, aunque algunos llevaron una vida
ejemplar. El Obispo Marroquín, acuciado por las necesidades pastorales, no tuvo más
remedio que admitir a quienes llegaban, y es posible inclusive que haya ordenado a
algunos sin las debidas condiciones.
En el siglo XVII se percibió un cambio favorable, pues a una mejor formación del clero
se unió la disponibilidad de un abundante número de clérigos seculares, sobre todo a
partir de 1631, y en especial en la zonas añileras del oriente de la diócesis. Este
incremento del clero coincidió con el auge del añil. Una información de 1620 habla del
celo y buen comportamiento del clero secular en Soconusco. No obstante, se dio
entonces el grave problema de la inestabilidad de los párrocos; en efecto, al no haber
parroquias suficientes para colocarlos a todos, en su mayoría se empleaban como
coadjutores al servicio de los párrocos, buscando los mejores sueldos y dando origen a
situaciones de inestabilidad poco deseables. Otros, con más suerte, lograban hacerse de
algunas de las capellanías existentes o vivían de sus propias rentas familiares. A pesar
de ser muchos los criollos sacerdotes, hubo obispos que confiaron parroquias y cargos
eclesiásticos a clérigos no nacidos en la tierra. Ello ocasionó en 1607 una protesta del
Ayuntamiento de Santiago, en la cual se recordaba que en la provisión de cargos
eclesiásticos debían ser preferidos los hijos y nietos de los conquistadores y primeros
pobladores. Durante el siglo XVII se aprecia una mayor influencia del clero secular en
la administración religiosa de los pueblos, ya que después de atender 100 de éstos en
1600, se llegó a atender 150 pueblos en 1700.
Más grave fue el problema de la asignación de las doctrinas a los religiosos. Según el
Derecho Canónico, la administración de las parroquias era función del clero secular. Los
religiosos, que en América habían empleado lo mejor de sus esfuerzos en la creación de
las parroquias de indios y las dirigían con fruto, se opusieron con todas sus fuerzas a la
entrega de éstas al clero secular. Los seculares, más numerosos cada día, alegaban a su
vez que les correspondían por derecho y que las necesitaban para subsistir. En general,
los obispos se fueron inclinando a favor de los seculares, pues éstos, por su dependencia
directa del obispo, se prestaban mejor al ejercicio pleno de la jurisdicción episcopal. En
la segunda mitad del siglo XVI y los primeros decenios del siglo XVII, hubo intentos
por parte de algunos obispos para entregar las doctrinas de los regulares a los seculares.
El Rey tuvo que convertirse en árbitro de la situación, y acabó, no sin vacilaciones, por
ordenar que se dejara a los religiosos en la posesión pacífica de sus doctrinas.
Graves fueron los conflictos surgidos durante la administración del Obispo Bernardino
de Villalpando(1564-1570). Éste convocó un sínodo en el que se decretó que las
doctrinas fueran entregadas al clero secular, y se prohibió a los religiosos la
administración de los sacramentos. Para tomar tales medidas, el prelado se apoyó en el
Concilio de Trento, e ignoró reales cédulas y privilegios papales que favorecían a los
religiosos. La actitud del Obispo fue, cuando menos, precipitada e inoportuna, pues la
secularización de las doctrinas en aquellos momentos era gravemente perjudicial a los
indígenas, y la prohibición a los curas doctrineros de las órdenes religiosas de
administrar los sacramentos debió haber tenido sin duda consecuencias pastorales muy
negativas. Los religiosos se resistieron a cumplir los decretos del Obispo. Ello dio lugar
a una gran polémica, en la cual el Presidente de la Audiencia se puso al lado de los
religiosos, como al parecer lo hicieron también muchos vecinos españoles, no así los
encomenderos de pueblos cacaoteros. Por real cédula del 30 de agosto de 1567, el Rey
desaprobó lo realizado por el Obispo, nombró un visitador, y se devolvieron las
doctrinas arrebatadas a los religiosos, exceptuando unas de Suchitepéquez
pertenecientes a la Orden franciscana, que eran ricas en plantaciones de cacao.
Organización económica
Diezmos eclesiásticos
Por los diezmos podía medirse la riqueza de una diócesis. Para que el prelado pudiera
recibir de los diezmos su sueldo anual de 1,838 pesos, se requería un mínimo de 7,400
pesos anuales de diezmo. A partir de 1558 se superaron en Guatemala los 10,000 pesos;
en 1600 se sobrepasaron los 20,000; durante el siglo XVII la media era de unos 25,000.
Estas cifras colocaron a la diócesis de Guatemala en una posición económica media
respecto al resto de las diócesis americanas, y muy por encima de Chiapas, Honduras y
Nicaragua, especialmente las dos primeras, que se mantuvieron muy por debajo de los
7,000 pesos anuales.
Ingresos parroquiales
Los ingresos parroquiales eran de muy diversa procedencia. Se ofrece en seguida una
lista de los más comunes en Guatemala: los salarios de los doctrineros, a razón de
50,000 maravedíes por cada 400 tributarios; las raciones o alimentos (cacao, maíz,
frijol, miel, gallinas, huevos, etcétera) que los indios entregaban a sus doctrineros y
coadjutores, impuestos por la costumbre en contra de lo legislado; los servicios
personales prestados por los indios a sus sacerdotes (zacateros, leñateros, cocineros,
tortilleras, semaneros, etcétera), también impuestos por la costumbre; las contribuciones
(dinero, candelas, etcétera) con motivo de las fiestas y obligaciones de las cofradías,
hermandades y guachivales; los derechos parroquiales sobre bautizos, matrimonios y
enterramientos, llamados accidentales o casuales, que se cobraban casi exclusivamente a
ladinos y españoles, cuyo primer arancel se elaboró en 1660; ciertas contribuciones de
los justicias y fiscales indios en determinadas fiestas; los besamanos o `manípulos',
ofrendas que en algunos pueblos hacían algunos caciques al besar la mano del
doctrinero; ciertas contribuciones por la confesión en algunos pueblos de indios; las
primicias de los frutos del campo y ganado, que solamente pagaban españoles y ladinos;
las novenas correspondientes a los diezmos diocesanos; las rentas provenientes de
capellanías y obras pías, que casi exclusivamente existían en curatos de españoles; y las
entradas por peregrinaciones en lugares especiales de culto. El 70% de los ingresos era
para el doctrinero, el 20% para el coadjutor, y el resto para el seminario y el obispo.
Los salarios de los curas doctrineros, que también se llamaban `sínodos reales', eran
bajos y poco estables. La mayor parte de los salarios se deducía de los tributos
indígenas. Los doctrineros no siempre percibían los 50,000 maravedíes, pues se les
pagaba según el número de tributarios que atendían, a razón de 152 maravedíes por cada
uno de ellos, lo que hacía más atractivos económicamente a los curatos con mayor
población.
En el siglo XVII ya eran notables las diferencias de ingresos en algunos curatos: había
unos ricos, con 2,000 pesos anuales, en contraste con otros muy pobres, que no llegaban
a los 100 pesos. No existen suficientes datos para ofrecer una evaluación confiable, pero
una relación de 1570 señala que los clérigos seculares percibían unos ingresos medios
de 800 pesos anuales.
En un principio se prohibió a las órdenes religiosas poseer bienes raíces en las Indias.
Hasta 1570 sus miembros vivían de los salarios, contribuciones y servicios percibidos
en sus doctrinas, y también de las limosnas y otras ofrendas obsequiadas a la Orden. Los
salarios se entregaban a los superiores de las órdenes, y éstos se encargaban del
mantenimiento de los religiosos. Durante las primeras décadas se produjeron quejas de
doctrineros contra los encomenderos, pues éstos se mostraban renuentes a cumplir la
obligación de pagar sus salarios con los tributos cobrados a los indios. También algunos
pueblos de indios protestaron porque estimaban que sus doctrineros les exigían
demasiado.
Sin embargo, al ver que aumentaban sus necesidades económicas, y puesto que éstas no
podían ser cubiertas con las limosnas de los españoles y las aportaciones de los
indígenas y de la Corona, los religiosos no tuvieron otro remedio que adquirir bienes
inmuebles. Se comenzó por permitirles poseer dichos bienes en los pueblos de
españoles, pero una real cédula de 1572 autorizó que los tuvieran también en los
pueblos de indios. Los franciscanos nunca poseyeron bienes raíces.
Los dominicos decidieron adquirir, en 1576, tierras y estancias de ganado, pues los
indios estaban muy acabados por las pestes y no podían soportar las cargas de los
conventos e iglesias. La Orden fue incrementando su patrimonio para disponer de la
suficiente independencia económica, la cual era imprescindible para sufragar los
considerables gastos que requerían sus actividades. Poseía tierras de cultivo, haciendas,
ingenios de azúcar y de añil, e incluso una mina de plata.
Capellanías
Otras fuentes de ingresos eclesiásticos fueron las capellanías, las cuales consistían en
dinero o propiedades territoriales, legados por criollos e indígenas ricos a la Iglesia, a
fin de que se celebraran misas periódicas en memoria de sus almas.
Una de las primeras capellanías de que se tiene noticia fue la instituida por Pedro de
Alvarado. Éste, en efecto, mandó en su testamento que sus tributarios utatlecas
cosecharan cierta cantidad de trigo y maíz para mantener dos capellanías en la Catedral
de Santiago, por cada una de las cuales se tenían que pagar 127 pesos de oro de minas
anuales. A cambio, los clérigos beneficiados se alternarían diciendo misas por las almas
del Adelantado y su esposa doña Beatriz.
Seminarios y hospitales
Uno de los decretos más importantes emanados del Concilio de Trento, para la reforma
del clero secular, fue el relativo a la fundación obligatoria de seminarios o centros
especializados para la formación de dicho clero, en todas las diócesis. A los candidatos
al sacerdocio se les ofrecía en esos centros una formación intelectual que cubría
estudios de Gramática, Filosofía y Teología, junto con una educación moral y espiritual
destinada a convertir al aspirante en el modelo de sacerdote precisado por la Iglesia. La
Corona hizo suyo el decreto y ordenó a las autoridades reales favorecer la erección de
los seminarios en las diócesis americanas, y admitir en ellos preferentemente a los
descendientes de los primeros descubridores, pacificadores y pobladores. Los criollos
serían los principales beneficiarios de estas medidas. A finales del siglo XVI los
seminarios comenzaron a erigirse en algunas diócesis. A finales del siglo XVII sólo
funcionaba una docena en toda América. En 1691, Carlos II ordenó que en los
seminarios se reservara la cuarta parte de las becas para los hijos de los caciques. El
tema de los seminarios en las Indias prácticamente no se ha estudiado.
Por real cédula del 22 de junio de 1592 se ordenó al Obispo de Guatemala, Fray Gómez
de Córdova que erigiera un colegio seminario. El 24 de agosto de 1597 quedó instituido
el seminario de Nuestra Señora de la Asunción, en la ciudad de Santiago. El Obispo
promulgó algunas constituciones para su funcionamiento, por ejemplo: se podían
admitir niños de 12 años de edad en adelante; los colegiales o seminaristas debían tener
una edad entre los 16 y 20 años y no recibir el sacerdocio antes de los 24; se fundaron
algunas becas para alumnos pobres; solamente podían ser admitidos hijos de españoles
y criollos, aunque se hacía una excepción con el mestizo hijo de español y mestizo; se
impartían estudios de Gramática, Filosofía, Teología, Moral y otras disciplinas
eclesiásticas como Historia Eclesiástica y casos de moral; y se elaboró un reglamento
para la vida interna de los seminaristas.
El seminario tropezó con muchas dificultades económicas, y hasta bien entrado el siglo
XVII no se impartieron las asignaturas exigidas ni se otorgaron grados académicos. Los
estudios duraban entre ocho y 12 años. En 1603 había 18 colegiales. En 1619 hubo una
queja sobre el ingreso de muchos mestizos en el seminario, en perjuicio de los hijos de
familias criollas nobles y pobres. Los seminarios de Chiapas, fundados en 1679, el de
León de Nicaragua (1680), y el de Comayagua (1680) pasaron también por muchas
dificultades económicas y altibajos en su funcionamiento.
Los religiosos tuvieron menos problemas con sus candidatos, pues instituyeron en sus
conventos de Santiago estudios de Gramática, Artes, Filosofía y Teología (en 1556, los
dominicos; en 1575, los franciscanos; y en 1619, los mercedarios). Además, a partir de
1620 funcionó en la capital el colegio de Santo Tomás, regentado por los dominicos,
aunque con interrupciones; y a partir de 1624, el de San Lucas, de los jesuitas, en el cual
se impartieron grados en Artes y Teología. La Universidad de San Carlos comenzó sus
clases en 1681. Por lo tanto, en la ciudad de Santiago había abundantes centros de
estudio para eclesiásticos, en contraste con el resto del obispado y de las otras diócesis
del Reino.
En 1541, una real cédula decretó la fundación de hospitales en todos los pueblos de
españoles e indios, para recoger a los enfermos. De hecho, los hospitales se levantaron
principalmente en las más importantes ciudades y villas de españoles y no sin
dificultades, pues los problemas económicos ocasionaron retrasos considerables.
Durante el siglo XVII, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios se extendieron
por América y se pusieron al frente de gran número de hospitales. Su labor fue muy
estimada, pues no rehuyeron asistir a los `apestados', aun cuando por tal causa murieron
muchos hermanos.
Los concilios provinciales eran reuniones de eclesiásticos presididas por sus obispos.
Cada concilio pertenecía a una misma provincia eclesiástica, constituida por un
arzobispado y sus diócesis sufragáneas. En ellos se trataban materias de organización y
evangelización propias de la Iglesia. Según el Concilio de Trento, debían celebrarse
cada tres años, pero en América, dadas sus circunstancias especiales, los plazos fueron
mayores. A partir de 1612, se estableció que fueran celebrados cada 12 años. En el siglo
XVI se llevaron a cabo siete y en el XVII, cuatro, pero solamente tres de ellos, el
primero de México (1555), y los terceros de Lima (1582-1583) y de México (1585),
recibieron la aprobación pontificia y del Rey. Hubo dos concilios que tuvieron una
influencia decisiva en la Iglesia americana, los terceros de México y Lima, cuyas
conclusiones y disposiciones estuvieron en vigor hasta después de la Independencia.
Celebrado en 1585, el tercer concilio mexicano tuvo una importancia decisiva, no sólo
por la enorme trascendencia de los temas tratados, sino porque sus resoluciones
estuvieron en vigor en Guatemala hasta después de la independencia. En él se ordenó
que los párrocos predicaran todos los domingos y días festivos las verdades
fundamentales acomodadas a la mentalidad indígena; que se confeccionara un único
catecismo obligatorio para toda la provincia eclesiástica, el cual debía ser traducido a las
lenguas vernáculas y enseñarse diariamente a los niños; que se instituyeran escuelas en
pueblos de indios, para la enseñanza de la doctrina cristiana; que no se permitiera a los
indios recurrir a bailes y cantos relacionados con sus antiguas religiones, y que fueran
destruidos sus templos e ídolos; que no se admitiera al sacerdocio a los indios y
mestizos, sino con gran cuidado; que los candidatos a las órdenes sagradas estuvieran
bien formados, tuvieran buenas costumbres y fueran examinados; que el número de
fiestas de precepto se redujera para los indios a los domingos y 11 días más; que los
obispos llevaran una vida austera y ejemplar; que a los doctrineros que no supieran
lenguas nativas se les quitaran las doctrinas; que los doctrineros atendieran con celo a
sus feligreses, cuidaran que no hubiera escándalos públicos y tuvieran libros de
bautismos, confirmaciones, matrimonios y defunciones; que los doctrineros trataran con
benignidad y amor a los indios, no los castigaran por su mano, no les obligaran a dar
ofrendas, cuidaran de los encarcelados, y visitaran los poblados de su jurisdicción al
menos dos veces al año; que los curas llevaran una vida ejemplar y no pudieran
negociar con los productos de los indios; que se redujeran los días obligatorios de ayuno
para los indios a los viernes de cuaresma y dos días más al año; que se vigilaran
estrechamente las posibles idolatrías de los indios y se les amonestara con blandura. El
concilio condenó los repartimientos obligatorios de indios para trabajos del campo,
construcción de edificios y trabajos de minas. También elevó un informe al Rey sobre
los agravios que recibían los indios, y elaboró un Directorio para Confesores, en el cual
se establecían penas para quienes agravaran a los indios y les obligaran a trabajos y
repartimientos. A este concilio asistió el Obispo de Guatemala, Fray Gómez Fernández
de Córdova, y una representación del Cabildo Eclesiástico.
Los sínodos eran asambleas que los obispos estaban obligados a realizar anualmente en
sus diócesis, para tratar, junto con los párrocos y Cabildo Eclesiástico, asuntos relativos
a la Iglesia. Pese a que en 1621 el Rey exigió su celebración anual, de hecho ninguna
diócesis cumplió la orden, a causa de las muchas dificultades con que se tropezaba para
su celebración. Entre 1555 y 1630 se realizaron más de medio centenar, pero después
disminuyó su número. Lo resuelto debía ser enviado, antes de su aprobación, a los
virreyes y presidentes de Audiencias, para su examen. La celebración de sínodos fue
más frecuente en Sudamérica que en la Nueva España y en el Reino de Guatemala.
Los obispos tenían la obligación de realizar cada año una visita pastoral a los curatos de
su diócesis (lo que raramente se cumplía), a fin de comprobar su situación espiritual y
dar las oportunas normas para el buen funcionamiento de la Iglesia. Los obispos
enviaban el informe de la visita al Consejo de Indias, que analizaba si los prelados
habían cumplido con lo ordenado por la Iglesia y por las reales cédulas. Una de las
funciones principales de la visita pastoral, la cual estaba reservada al obispo, era la
administración del sacramento de la confirmación. No podían cobrar por la visita,
aunque casi siempre recibían algún tipo de emolumento que, en algunos casos, se
convirtió en muy gravoso para los indios. En América, la visita era obligatoria cada dos
o tres años; sin embargo, la mayoría de obispos se conformó con hacerla una sola vez, e
incluso algunos no la hicieron nunca.
El tercer concilio mexicano prescribió que las visitas pastorales se realizaran al menos
cada dos años, por los propios obispos o por un delegado. También señaló la forma y
contenido de las mismas. El obispo hacía su entrada oficial en el templo parroquial,
donde era recibido por los clérigos, las autoridades y el pueblo; leía el decreto de la
visita y exhortaba a denunciar los pecados públicos; luego, inspeccionaba la eucaristía,
pila bautismal, santos óleos, ornamentos de culto, imágenes, altares, y el edificio del
templo. Especial cuidado debía poner en el examen de los libros parroquiales,
cumplimiento de aranceles, catecismos en uso, directorio de los confesores y estado de
los bienes de la parroquia. Debía visitar las ermitas, hospitales y cofradías, e
inspeccionar las capellanías y obras pías. El comportamiento de los clérigos y
cumplimiento de sus obligaciones debían ser también cuidadosamente examinados por
el obispo. El prelado emitía las normas oportunas para que se efectuaran las reformas
necesarias. Todo lo efectuado en las visitas quedaba escrito en un libro especial, para
comprobar posteriormente su cumplimiento. A los visitadores se les prohibía recibir de
los fieles cualquier clase de presentes en especie o en dinero (lo que raramente se
cumplió); solamente podían aceptar comidas frugales para sí y sus acompañantes,
quienes, en todo caso, debían ser pocos. Tampoco podían recibir estipendio alguno por
la administración de la confirmación. Las cintas y candelas que acostumbraban entregar
a los confirmandos tenían que ser compradas antes por éstos en concepto de limosnas.
Parece que las visitas realizadas en Guatemala durante los siglos XVI y XVII no fueron
muchas, pues cada obispo solía realizar una sola y no siempre. Marroquín visitó varias
veces algunos curatos de su diócesis. La visita no siempre llegaba a los lugares más
apartados y de difícil acceso. Suelen citarse como algo singular las visitas en que el
prelado llegaba a todos los curatos de la diócesis, tal como ocurrió con la iniciada por
Fray Payo de Rivera en 1660, con buenos resultados; o el caso de los obispos que la
realizaban más de una vez. Así lo hizo Fray Andrés de las Navas y Quevedo, que visitó
la diócesis durante los años 1683 a 1697, a costa de indecibles trabajos, recorriendo más
de 1,200 leguas, y confirmando unas 120,000 personas. Hay constancia de que al menos
seis de los 10 obispos que tomaron posesión efectiva de su diócesis hicieron la visita
personalmente. Parece ser que, en contra de lo legislado, se introdujo pronto la
costumbre de recibir ciertos derechos y ofrendas por las visitas.
Las cofradías
Las cofradías se fundaron en América con la llegada de los españoles. Eran asociaciones
de fieles, legalmente constituidas, con finalidades religiosas y benéficas, que tenían
como titular a un santo, la Virgen María o alguno de los misterios de la fe cristiana, y
tenían un reglamento propio. Las cofradías podían formarse por el hecho de pertenecer a
una profesión o grupo social, o simplemente por motivos de devoción. Aspecto
importante de las cofradías era la ayuda mutua entre sus miembros, que en algunos
casos podía tener una relevancia económica considerable. El capital provenía de las
cuotas y limosnas de los cofrades y de donaciones de todo tipo, algunas de las cuales
consistían en bienes raíces. Había algunas cofradías muy ricas, incluso con iglesia
propia. Los mayores gastos se destinaban al culto divino. Para fundar una cofradía se
necesitaban la licencia del Rey y la del obispo. Los bienes eran administrados por los
propios cofrades, aunque el obispo y los párrocos podían inspeccionar las cuentas. En
América proliferaron las cofradías. Muchas de ellas se implantaron sin las licencias
requeridas, y se erigieron selectivamente para españoles, criollos, mestizos, indios y
negros. Muchos párrocos favorecieron su creación, por los beneficios que les
reportaban. Los indígenas las aceptaron de buena gana y las convirtieron en
instituciones de capital importancia para la propia supervivencia social y cultural.
La Inquisición
Durante los siglos XVI y XVII se llevaron a cabo en Hispanoamérica cerca de 4,000
procesos de la Inquisición, y un tercio de las sentencias fueron absolutorias. Aunque
abundaron las acusaciones, muchas de ellas no fueron admitidas como suficientemente
serias para iniciar los procesos. Las sentencias podían ser absolutorias, de
reconciliación, de penitencia, y de relajación al brazo secular. Esta última conllevaba la
pena capital. Las sentencias que implicaban prisión o pena de muerte se ejecutaban en
autos de fe particulares o `autillos', o bien en autos generales o públicos; el resto se
ejecutaba en privado. La mayoría de las causas se referían a malas costumbres o
prácticas sospechosas, como bigamia, solicitaciones en el sacramento de la confesión,
heterodoxia ideológica, sortilegios, brujerías, supersticiones y blasfemias; las más
graves eran las de herejía, especialmente las referentes a criptojudíos y luteranos. La
inmensa mayoría de los procesados fueron españoles y criollos. En el siglo XVI se
ajustició a 18 personas, de las cuales 14 eran corsarios y piratas extranjeros; en el siglo
XVII su número fue de nueve. Los indígenas, por ser nuevos en la fe, quedaron fuera de
los tribunales de la Inquisición.
Los procesos eran largos y complejos, pues se exigían pruebas convincentes. La prueba
de tormento en el potro podía ser solicitada por el tribunal, cuando no había
coincidencia entre las declaraciones del reo y los testigos, pero este tipo de prueba fue
poco usado a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Al ingresar en las cárceles del
Santo Oficio, los bienes de los reos eran embargados preventivamente. Las sentencias
podían apelarse ante el Tribunal Supremo de la Inquisición en España, que nunca
aumentaba las penas sino más bien las disminuía.
La época de mayor auge en la actividad de los comisarios fue la primera mitad del siglo
XVII, para entrar posteriormente en una fase de estancamiento. Durante estos dos
siglos, los libros recogidos o expurgados por la Inquisición fueron muy pocos.
La Inquisición se mantuvo en Guatemala dentro de unos límites más bien discretos. La
fe católica de españoles, criollos y mestizos estaba muy arraigada y, por otra parte, éstos
no tenían deseo alguno de verse implicados en problemas con una institución temida y
respetada.
El Cristianismo Americano
En el desarrollo de este título se analizará lo referente a la administración de los
sacramentos, así como el tipo de religiosidad de indígenas y criollos.
Hasta finales del siglo XVI, la administración del bautismo a los indígenas pasó por dos
fases, aunque con diferencias en relación a tiempo y lugar: una primera etapa en la que
se bautizó masivamente, con escasa o ninguna preparación; y una segunda, en la que se
impuso un catecumenado más exigente como condición para recibirlo, especialmente a
partir de la segunda mitad del siglo. En 1536, Fray Toribio de Benavente, el célebre
Motolinía, afirmó que en la Nueva España había unos cinco millones de indígenas ya
bautizados; en menos de dos decenios, prácticamente todos los indígenas conquistados
habían recibido el bautismo. Los concilios celebrados en México y Lima durante la
segunda mitad del siglo XVI dieron normas muy precisas y exigieron una adecuada
instrucción religiosa antes de administrar los sacramentos. También ordenaron que se
intensificara la educación religiosa de los indígenas ya bautizados. En general, los
indígenas aceptaron con agrado el bautismo de sus hijos. Mayores problemas hubo con
el sacramento de la confirmación, cuya administración estaba reservada a los obispos.
Aunque los religiosos podían conferirlo en las misiones, no lo hicieron. Se exceptuaron
los jesuitas respecto de los indios de sus reducciones. Solían pasar muchos años sin
administrarlo, pues todo dependía de las visitas pastorales de los obispos, siempre
escasas.
La recepción de la eucaristía por parte de los indígenas levantó una viva polémica entre
los religiosos, los obispos y la Corona, que no se ponían de acuerdo en cuanto a su
administración. Mientras franciscanos y dominicos se mostraban reacios a administrar
la eucaristía a los indígenas, por no considerarlos todavía preparados para recibirla y
quedar expuestos a cometer sacrilegios, los agustinos y jesuitas opinaban que se les
debía permitir el acceso a la misma, pues la gracia conferida por el sacramento les era
necesaria para fortificar su todavía incipiente fe. Gregorio XIII, mediante un breve del
13 de febrero de 1575, aceptó el acceso de los indios al sacramento y amplió el plazo
para que éstos recibieran la comunión pascual. En 1578, la Corona insistía en que se
administrara a los indígenas capaces. Los concilios terceros de Lima y México pidieron
que a los indios se les confiriera el sacramento, siempre que fueran capaces y estuvieran
preparados. No obstante, los doctrineros se resistían a dar la eucaristía a los indios,
alegando falta de instrucción religiosa e incapacidad para distinguir entre el pan
ordinario y el consagrado. Todavía a finales del siglo XVII, hubo denuncias sobre que
en algunos pueblos de indios la costumbre era no darla.
La obligación de asistir a misa los domingos y días festivos pesaba también sobre los
indios. Como no siempre los indígenas se encontraban dispuestos a cumplir con estas
obligaciones religiosas, los doctrineros tenían que utilizar medidas de fuerza, mediante
los fiscales indígenas, e incluso azotes públicos para que cumplieran.
En el Reino de Guatemala se llevaron a cabo bautismos masivos, sin que precediera una
adecuada evangelización. Se dice que el Fraile mercedario Marcos Ardón bautizó cerca
de un millón de indios en Chiapas, Guatemala y Honduras. A partir de 1550, la situación
fue cambiando. Para recibir el bautismo, se exigió a los adultos que cuando menos
aprendieran el Padre Nuestro, el Ave María, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y
que ofrecieran alguna garantía de cambio en su comportamiento moral. El concilio
tercero de México ordenó que al bautizar a los indios no se les pusieran nombres de su
gentilidad. En 1562 se autorizó que en los óleos para la administración de los
sacramentos en América pudiera usarse el bálsamo de un tipo de árboles de la región de
Sonsonate, impropiamente llamado `bálsamo del Perú'. En 1660 hubo denuncias de que
en ciertos pueblos morían muchos niños sin bautizar, por no haber indios autorizados
por los doctrineros para conferir el bautismo en peligro de muerte. En los pueblos donde
había indios con permiso para administrar el bautismo en tales situaciones, los
doctrineros los bautizaban de nuevo sub conditione (bajo condición).
En cuanto al viático, hubo bastante negligencia por parte de los doctrineros: al principio
se exigía llevar al enfermo a la iglesia para darle la comunión, lo que frecuentemente era
imposible; después, el sacerdote acudía a casa del enfermo, aunque la distancia le
impedía muchas veces llegar a tiempo. En la segunda mitad del siglo XVII, en los
pueblos donde residía el doctrinero, el viático se administraba rodeado de solemne
ceremonia. Sin embargo, había todavía bastante abandono por parte de los doctrineros
en la administración del sacramento de la extremaunción. En 1656, los franciscanos lo
administraban cuando el enfermo lo pedía; a partir de esa fecha, los visitadores de la
Audiencia ordenaron que se confiriera habitualmente. La costumbre se fue imponiendo,
pero con resultados no siempre satisfactorios.
El cristianismo indígena
Cuestión muy debatida y nunca resuelta de modo satisfactorio ha sido la referente a la
naturaleza del cristianismo indígena, cuando menos en los siglos XVI y XVII. Hay
quienes sostienen que los indígenas siguieron viviendo interiormente sus antiguas
religiones, aunque en lo externo se manifestaran como cristianos. Otros afirman que los
indígenas fueron esencialmente cristianos desde las primeras décadas. Hay también
opiniones que se refieren a una religión mixta o sincretismo religioso, resultado de la
conjunción de lo indígena y lo cristiano. Algunos hablan de la religión yuxtapuesta, en
el sentido de que los indígenas eran cristianos sin dejar de ser paganos, viviendo una
especie de desdoblamiento religioso o coexistencia de religiones contiguas. Se habla
asimismo de una aceptación existencial sincera de la fe cristiana por los indígenas,
aunque en el nivel de los ritos seguían presentes las antiguas religiones. Otros,
finalmente, afirman que el cristianismo indígena fue un cristianismo nuevo, distinto del
cristianismo vivido por los españoles.
Otra importante cuestión es el grado de voluntariedad con que los indígenas, al menos
inicialmente, aceptaron el cristianismo. En principio debe rechazarse la postura
simplista de quienes ven en este asunto un acto de fuerza e imposición exclusivamente,
y también la de quienes defienden una libertad total del indio en su aceptación. Lo que
el historiador percibe es que en América surgieron muy pronto dos formas de vivir y
comprender el cristianismo: la `república de los indios' practicó un tipo de cristianismo
con caracteres específicos y propios, diferente del cristianismo de la `república de los
españoles', al que se llamó `cristianismo criollo'.
Los indígenas se sintieron muy atraídos por los sitios ceremoniales de la liturgia
cristiana, y en general por los aspectos concretos y perceptibles de la misma.
Contrariamente, no parecieron entusiasmados por los conceptos abstractos de la
Teología, como sucedió con el concepto de Dios, el cual no pudo ser traducido a sus
lenguas, y el de la Trinidad. La devoción a la Virgen María ocupó un lugar privilegiado,
y bien pudiera ser que en ella se escondiera algún tipo de culto a ciertas divinidades
agrarias, especialmente a la Madre Tierra. La devoción a la imagen de Jesucristo caló
también de manera profunda en el alma indígena, particularmente en su vertiente de
dolor y sacrificio. La Semana Santa fue un tiempo sagrado vivido en forma
significativa. El santo patrono del pueblo fue muy venerado, y sus fiestas se solían
prolongar durante ocho días y más. El culto a las imágenes se extendió con prontitud,
tanto en los templos como en las casas particulares. A veces, detrás del culto a las
imágenes se escondían otras devociones no cristianas. El culto a los difuntos se vivía
con intensidad, pues entroncaba perfectamente con las tradiciones de los aborígenes. La
creencia en los demonios, que los misioneros se esforzaron en identificar con los ídolos,
fue también asimilada por los indígenas, que creían en los malos espíritus. Los
chimanes solían apropiarse de objetos de culto o utilizar lugares específicos de las
iglesias para sus prácticas. El cristianismo logró penetrar en los espacios y tiempos
religiosos indígenas, pero sólo parcialmente, pues persistieron los ritos y creencias
propios de los indios, a veces mezclados con los ritos cristianos, y otras veces separados
de los mismos. Había muchos que vivían la vida sacramental sin oponer resistencia. El
resto de la vida litúrgica era más aceptado en la medida en que coincidía con sus
festividades y preferencias. Unos doctrineros se mostraron pesimistas ante el
cristianismo indígena; otros, optimistas; algunos más, perplejos; la mayoría, no
obstante, lo aceptó y convivió pacíficamente con sus costumbres y religiosidad.
Los religiosos introdujeron nuevos bailes, historias, autos sacramentales, loas y
pastorales para sustituir las antiguas danzas indígenas. En otras ocasiones intentaron
cristianizar los mismos bailes nativos. No siempre lo consiguieron y las prohibiciones y
denuncias sobre ciertas danzas indígenas se repiten con alguna frecuencia. La música
religiosa, muy bien aceptada por los indígenas, se convirtió en excelente medio de
atracción y conversión. Muy pronto los pueblos indios contaron con buenos coros y
variados instrumentos musicales, unos propios y otros recibidos de los misioneros, que
amenizaban las funciones religiosas.
El culto a los santos fue aprovechado por los indígenas para expresar también
manifestaciones religiosas que no tenían nada de cristianas. Tal fue el caso del culto a
San Pascual Bailón, por el que se le rendía homenaje a la muerte. Fuentes y Guzmán
dijo, a mediados del siglo XVII, que no había casa de indios en todo el Valle de
Guatemala que no tuviera una imagen de dicho santo, hasta que las autoridades
eclesiásticas llevaron a cabo un auto de fe y prendieron fuego a cuantas pudieron
recoger.
El cristianismo criollo
Los cronistas y los documentos de la época nos describen, hasta con gran brillantez en
algunos momentos, la vida religiosa de españoles y mestizos. Era un mundo donde lo
milagroso, como señal divina, aparecía frecuentemente en los fenómenos sociales y
relaciones humanas, y el culto a las imágenes y reliquias penetraba hasta la intimidad de
los hogares. Remesal puso de manifiesto la profunda devoción mariana de los
españoles, lo cual se fue haciendo presente en imágenes, iglesias, ermitas y cofradías
dedicadas a Nuestra Señora, cuyo número creció ininterrumpidamente desde el siglo
XVI.
Se multiplicaron los días festivos y se unieron a los de la Iglesia universal los propios de
las diócesis, ciudades y pueblos, sin que hubiera semana sin dos o tres días festivos. Se
promovió en toda su amplitud la devoción a los santos y en su honor se llevaban a cabo
procesiones, misas y novenarios. Las festividades en honor de la Concepción
Inmaculada de María y del Corpus revestían especial esplendor. En las ciudades de los
españoles y en muchos pueblos de indios, el día del Corpus se celebraba con
procesiones de extraordinaria brillantez y solemnidad. La Semana Santa se convirtió en
el tiempo sagrado por excelencia, pues toda la vida cristiana giraba en torno a los actos
litúrgicos y a las procesiones con los `pasos' tradicionales. Los días de ayuno y
abstinencia eran numerosos, particularmente durante la cuaresma. Ante los frecuentes
terremotos, pestes, plagas, sequías, lluvias torrenciales e incluso invasiones de corsarios,
se organizaban procesiones, rogativas y votos, en demanda del remedio a los males que
afligían a la sociedad. Españoles y mestizos estaban obligados, bajo determinadas
penas, a cumplir con el precepto de la misa dominical y de la confesión y comunión
anuales.
Hay que destacar, particularmente por su aparato externo, la vigorosa vida religiosa en
Santiago de Guatemala. Alrededor de 1650, más de 50 templos, entre iglesias, capillas y
ermitas, funcionaban en una ciudad de unos 32,900 habitantes. Las autoridades de la
Audiencia y del Ayuntamiento asistían oficialmente a procesiones, rogativas y actos
litúrgicos, y el Ayuntamiento solía colaborar con generosidad en la celebración de tales
festividades. Las iglesias estaban dotadas de objetos de culto, retablos e imágenes,
elaborados en los renombrados talleres artesanales de la ciudad. Los nacimientos,
aniversarios, exaltación al trono de los monarcas, funerales de cuerpo presente y otros
acontecimientos similares exhibían gran aparato externo. A mediados del siglo XVII se
destacó la Compañía de Jesús como foco de espiritualidad, frecuencia de sacramentos,
oración mental y enseñanza de la doctrina cristiana al pueblo, mediante las
congregaciones marianas. Célebre por su apostolado en estos años fue el jesuita Manuel
Lobo. Los escritos teológicos y de tipo religioso en general proliferaron copiosamente.
Se tiene noticia de un buen número de personas que sobresalieron por su vida virtuosa.
Cabría señalar por lo menos dos, que se distinguieron por su profunda vida interior y las
obras de caridad cristiana que realizaron. En 1639 nació en San Vicente de Austria (San
Salvador) Ana Guerra de Jesús, de condición humilde y de carácter dócil. Contrajo
matrimonio con Diego Hernández, hombre de mal temperamento, de quien recibió
malos tratos y que acabó abandonándola. Tuvo siete hijos, de los cuales cinco murieron.
En 1669 llegó a Santiago y allí comenzó una nueva vida dedicada a la oración, al
servicio de los pobres y a las obras de penitencia. Llegó a desarrollar una vida mística
muy elevada y fue ejemplo de laboriosidad y austeridad para toda la población. Murió
en 1713 y a su funeral asistieron miembros de la Audiencia, del Ayuntamiento y de
todas las órdenes religiosas de la ciudad de Santiago de Guatemala. Grande era la fama
de santidad de aquella sencilla y pobre mujer, pues supo desarrollar las mejores virtudes
cristianas en el marco de una vida normal.
Alrededor de 1650 llegó el que iba a convertirse en uno de los santos más venerados y
queridos del pueblo de Guatemala, el Hermano Pedro de San Joseph de Bethancourt.
Dedicó su vida al servicio de los enfermos pobres, a quienes recogía en un hospital
fundado por él. Fue un ejemplo vivo de caridad, desinterés y amor a los hombres.
Interesado en promover la vocación por las ánimas del purgatorio, edificó dos ermitas
con tales propósitos. Vivía pobremente de las limosnas que recibía y se rodeó de un
grupo de personas que le ayudaron en sus obras benéficas. Murió en 1667, y dejó en la
ciudad y en toda Guatemala un recuerdo imborrable.
El cristianismo vivido por los españoles y mestizos en América, sin embargo, también
tuvo sus aspectos negativos. Con frecuencia los ritos externos que parecían vivirse tan
intensamente no correspondían a una vida interior acorde con las enseñanzas del
evangelio. Había corrupción, abusos, codicias, excesos sexuales, odios, venganzas,
crímenes, excesiva embriaguez, y todo un conjunto de miserias alejadas del cristianismo
que oficialmente se predicaba y aparentemente se vivía. El trato dado al indio dejaba
mucho que desear y en ocasiones era contradictorio con el amor cristiano. Los
documentos de la época revelan aspectos de este tipo, que no se pueden ocultar. Muchos
mestizos, postergados y marginados por la sociedad, se refugiaron obligadamente en el
interior de la selva, donde llevaban una vida inadecuada desde el punto de vista
cristiano, sin control apenas y con muy escasa formación religiosa. El Obispo de las
Navas y Quevedo (1683-1701) tuvo palabras muy duras para los españoles que, al llegar
a las Indias, abandonaban su comportamiento cristiano y olvidaban el celo apostólico.
De esa manera, denunció la ambición y codicia de muchos españoles y criollos, y se
escandalizó de la poca lealtad que éstos guardaban a Dios y al Rey.