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a posición del analista, más allá de ser testigo o secretario, es hacer verdadero ante el tropiezo

(deslizamiento, un-bevue) (Eric Laurent)

PARA LEER “EL ANTI-EDIPO”


28-03-2018NotasColaboradores 0 comentarios

Por Luciano Lutereau | Imágen: Maria Rubinke

1.

Uno de los desafíos de leer El Anti-Edipo es no recaer en la antipsiquiatría y hacer un


elogio romántico de lo esquizo. Esa fue una clave de los ’70, que ya no funciona. Hay que
ensayar una lectura contemporánea.

Para eso lo mejor es tomar otras posiciones subjetivas y mostrar la potencia de la lectura de
Deleuze y Guattari que, sobre todo, apela a revertir interpretaciones deficitarias (en esto
consiste su crítica a la idea de “falta”). Por ejemplo, se dice que la histeria busca castrar al
Otro, que atiende al detalle que frustra el ideal que, al mismo tiempo sostiene. Ahora bien,
esta noción de la histeria es culpabilizante y clínicamente trivial, porque no distingue entre
una posición histérica y alguien que hincha las pelotas. Hace de la histeria una pasión
negativa, la de objetar, descuida su capacidad productiva: la de construir lo minimal, ver la
punta del ovillo, que lleva a que su pregunta fundamental no sea “¿Qué quiere una mujer?”
sino la búsqueda de lo femenino en la sensibilidad que resiste al macho. Así, es burda la
oposición excluyente histeria o feminidad, sino que una es la vía de acceso a la otra: la
histeria es positivamente resistencia sensible, por eso las histéricas (lo sepan o no) suelen
ser kantianas (las que lo saben, suelen incluir la Crítica del juicio entre sus libros
predilectos) que estimulan el entendimiento, antes que dejarse categorizar o subsumir bajo
conceptos. Cuando la histeria se entorpece (como ocurre en algunos análisis) es que se
vuelve quejosa, reivindicativa, etc., pero (como dicen Deleuze y Guattari del esquizo en el
hospital) ese es un saldo residual del tratamiento que le dimos.

Que los lacanianos tenemos una idea espantosa de la histeria y le damos un tratamiento
peor, lo muestra la vergüenza o ironía con que eventualmente alguien se nombra en esa
posición y que incluso haya mujeres que digan alguna vez lo fueron, “pero ya no”.

2.

Así como hay que arrebatarle El Anti-Edipo a los anti-psiquiatras, también hay que evitar
que el libro se vuelva un manual de filosofía para yuppies y/o surfistas. Este libro es para
psicoanalistas. Dudo que alguien que no se dedique a la práctica analítica (o la conozca
desde adentro) realmente logre entrar en la experiencia que propone, aunque estudie todas
las fuentes y referencias de psicoanálisis que citan Deleuze y Guattari. ¿Por qué el libro
discute tanto la idea de castración? Porque esta noción distribuye la diferencia sexuada y
uno de los principales propósitos de El Anti-Edipo es cuestionar la interpretación binaria de
la diferencia entre masculino y femenino. Que Lacan haya inventado las fórmulas de la
sexuación con la misma intención, no es objeción alguna. Porque el pensamiento binario
todavía funciona en psicoanálisis; por ejemplo, cuando se considera que el amor feminiza a
un varón. Horrible prejuicio: se cree que lo no masculino es femenino (y así se hace
equivalente masculino y fálico). Lo mismo cuando se piensa la homo y la heterosexualidad
como opuestos; o se interpreta la bisexualidad como si fuéramos homo “y” hetero “a la
vez”. Estas son las síntesis edípicas, de inclusión excluyente. Mientras que una clínica del
devenir conmueve estos prejuicios, exige ir a contrapelo de la normativización (y creer, por
ejemplo, que el homosexual es alguien que “rechazó la castración”). El Anti-Edipo es un
libro para analistas, para no reproducir los prejuicios heteronormativos que el psicoanálisis
lacaniano consolidó (a pesar de Lacan). Es un libro que enseña a leer un poquito más
despacio, algo muy necesario hoy en día.

3.

Ya hablé de la histeria, pasemos el obsesivo. El obsesivo no descansa. No puede descansar.


Es impotente para hacerlo. Produce descanso; mejor dicho, lo planifica. No descansa
cuando está cansado, sino que se propone descansar. Así funciona la máquina deseante del
obsesivo, de acuerdo con la síntesis conectiva “y después y después”, que se derrama sobre
ese cuerpo sin órganos, separado e improductivo que es el cansancio. El obsesivo no se
agota, produce sobre la síntesis disyuntiva del agotamiento. La tercera síntesis, la que
produce el sujeto, es la del síntoma: la duda, síntesis que hace del obsesivo algo diferente
de un caviloso, un Hamlet, ya que el obsesivo es quien goza de que sus dudas no le den
tregua, las engancha a lo nimio, las distribuye en lo insospechado (la puerta que acaba de
cerrar) para que el consumo sea circular y nunca se consume: para que sea necesario volver
en círculo sobre lo ya hecho y mostrar su carácter inacabado.

4.

Un amigo me cuenta el enojo que sintió cuando vio fumar a su mujer por primera vez. No
sabía que ella fumaba. Una interpretación edípica trivial haría del cigarrillo un símbolo del
falo y recurriría a la fantasía de la mujer fálica (de ahí a la madre y a su posición infantil
ante la omnipotencia del Otro), pero sería superficial, casi obvia; una interpretación edípica
más profunda, tendría en cuenta la impresión que él tuvo: “Fue como verla con otro” y, a
partir del recuerdo de que su padre murió de una afección pulmonar, reconstruiría la
posición pasiva respecto de la figura paterna, no ya la competencia sino el deseo
homosexual con otro hombre. Ambas interpretaciones pueden ser verdaderas, pero –como
dicen Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo– “la verdad no es suficiente”. La cuestión, desde
el punto de vista de la máquina del deseo, sería ubicar la necesidad de suponer un cara
oculta, un punto de fuga en el amor, esa Otra cosa que hace del deseo celoso –como lo
muestra Proust– un “querer saber” atado a un develamiento continuo de lo invisible. El
celoso padece un deseo de ver, que puede ser sintomático, pero también puede ser la fuente
de otros usos de la mirada.
Otra de las críticas de El Anti-Edipo al psicoanálisis, es el reapropiación del deseo bajo un
significante amo. Se podría creer que éste es el falo, así lo dicen los autores, pero el centro
de la cuestión es la función del padre. En un punto hay que darles la razón, estoy de
acuerdo: reducir los miedos a la fobia y ésta a la suplencia del padre es una torpeza. Los
niños maquinan miedos, el temor es el cuerpo sin órganos de la infancia, que encuentra en
la adultez el ideal proyectado de quien ya no temería a nada. El “adulto” es una
territorialidad paranoide. El “adulto” es la canonización del déspota edípico. Los niños, en
cambio, maquinan miedos a la oscuridad, al quedarse solos, a que al otro le pase algo, a la
muerte. Y aquí es un abuso del psicoanálisis ver en este último temor otra forma de la
castración. El miedo y sus transformaciones, como nuestra el caso Hans, nada tiene que ver
con una simbolización de la función paterna. Es algo que Freud ya mismo había notado,
con la pregunta con que empieza el historial: ¿cómo una amenaza de castración pudo tener
efecto diferido? Es el mismo problema con que choca el caso del Hombre de los lobos: el
tiempo, que llevó el pensamiento freudiano a todo tipo de antinomias. Es el adulto
edipizado el que a cada máquina infantil la hace entrar en la estación papá-mamá. No se es
adulto el día que se deja de ser niño, sino que el adulto reprime lo infantil, en el niño, pero
sobre todo en sí mismo.

6.

Hay una observación clínica que me gusta mucho en El Anti-Edipo, que destaquen el
interés de los niños por las genealogías. “¿Quién nació primero, vos o la abuela?”, “La
mamá de mamá ¿tenía mamá cuando era bebé?”, entre otras, son preguntas habituales en
los niños. Lo que critican Deleuze y Guattari es que el psicoanálisis arme la serie a partir
del padre, cuando el interés de los niños por las generaciones es convergente con el
descubrimiento del número: “¿Podés contar de 0 hasta mil?” o “Cien, ¿tiene tres números?”
(son preguntas que recuerdo). Se les podría objetar que el padre no es la figura imaginaria
del patriarcado, pero ellos lo saben, lo dicen. Podrían oponer que el punto es la necesidad
del psicoanálisis de conducir las series hasta un término último, la castración. Y la
indicación es pertinente porque, por más que se pase del mito a la estructura, la castración
parece ineliminable del psicoanálisis, se la entienda de un modo u otro. Ahora, ¿qué
significa un esquizo-análisis, sin castración? Significa dejar de llamar pre-edípico a lo que
no es edípico y situar otras formas del objeto como preponderantes. Por eso dicen que
“Edipo es anal de cabo a rabo”. Así se entiende que el terreno de debate sean los niños y
sus juegos. Me gusta cuando dicen: “No es el Nombre del Padre, son los Nombres de la
Historia”, perspectiva en la que cada niño es menos Edipo que un faraón egipcio que
construye pirámides en la playa, un caballero andante que combate monstruos en la plaza,
etc.

7.

Leo la entrevista que le hizo Paula Puebla a Moria para Revista Paco. Nadie realiza mejor
el punto de fuga esquizo del que hablan Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo: “Soy H2O,
soy transparente. Pero no me estanco, ¿viste? Porque el agua estancada tiene el mismo olor
que la mierda, te darás cuenta. Ese líquido inodoro, incoloro e insípido, si no lo haces
mover tiene el mismo olorcito que la mierda. Así que yo fluyo todo el tiempo”. No sólo
responde por wasap y evita el despotismo de la persona, lo que le permite hablar mientras
hace otra cosa, sino que se sitúa como centro excéntrico: “Vengan todos a mí, minas,
minos, hermafroditas, tercer y cuarto género, transgénero. Soy Roque Casanova. Tengo
ovarios y huevos. Y me banco todos los ‘rines’. El ring me lo recontra banco. Así que acá
estoy. Soy muy gladiadora, soy espartana y prusiana. Numeral yoica. Numeral San Putón”.
Leo por ahí que alguien dice que está dura. ¡Qué comentario edípico! (Aunque lo diga
alguien que se piensa progre). La cuestión es que, dura, Moria deviene esquizo y no le pinta
la paranoia mala del feminismo mor(t)almente académico (dentro y fuera de la
universidad). Moria no confronta, es intersticial, su modo de hablar tiene más fuerza que
cualquier argumento. Es nuestra Jack Kerouac, nuestra Antonin Artaud, nuestra voluptuosa
Schreber del siglo XXII, de otro sistema solar.

8.

Casi todo lo que leí sobre redes sociales parte de la idea de que lo privado se hace público.
Es una idea vulgar, de sentido común. Deleuze y Guattari en El Anti-Edipodicen lo
contrario: “Ya no hay necesidad de cargar colectivamente los órganos, están
suficientemente llenos de imágenes flotantes que no cesan de ser producidas por el
capitalismo. […] esas imágenes proceden menos a una publicación de lo privado que a una
privatización de lo público”.

Lo “público privatizado” es el ámbito liberal en que cada uno opina en “su muro”, hace
declaraciones como si fueran a tener efecto, confunde la libertad de expresión con la
potencia infinita de decir boludeces (y que nadie nos prive de eso).

Opinamos de una marcha, subimos fotos de lo que pasa en otra parte, creemos que hablar
en la tele puede cambiarle la cabeza a alguien para una praxis revolucionaria. Leo que
algunas feministas (autodenominadas, claro) critican la entrevista que Paula Puebla le hizo
a Moria. Critican a Moria. Me recuerdan al tuitero Del Caño hablando de sus diferencias
con Fidel.

9.

Un muy lindo apartado de El Anti-Edipo le hace un mimo a la bienquerida y llamada


“Ciencia y Técnica”: “El trabajador científico y técnico, señor de un flujo de conocimiento,
de información y de formación, pero tan bien absorbido por el capital que en él coincide el
reflujo de una imbecilidad organizada, axiomatizada, que hace que, por la noche, cuando
vuelve a su casa, encuentre sus pequeñas máquinas deseantes rebotando sobre la tele [o una
red social]. Ciertamente, el científico, el técnico, no tienen ninguna potencia
revolucionaria”. Cuántas ideas y debates se podrían desplegar hoy en día a partir de esta
afirmación, escrita hace más de 40 años.

10.
“Definimos la catexis inconsciente reaccionaria como adecuada al interés de la clase
dominante, en términos de deseo, por el uso segregativo de las síntesis conjuntivas de las
que Edipo resulta: soy de raza superior”. Así objetan Deleuze y Guattari la postura del
intelectual que critica un orden (por ejemplo, un gobierno), pero lo hace de manera
reaccionaria: ubicándose en una actitud de élite, de pensamiento ilustrado, de superioridad.
En la tradición argentina, la disyunción edípica es la que separa civilización de barbarie, la
creencia fascista de que una excluye a la otra. Así el progre (de derecha, que los hay) se
regodea al decir que lo gobiernan brutos, torpes, etc., pero replica el mismo razonamiento
que lo somete (por el que pierde elecciones). Por eso Esteban Dipaola suele decir que el PO
es el último partido conservador que le queda al país. La tercera parte de El Anti-Edipo, que
se llama “Salvajes, bárbaros, civilizados”, es una pequeña guía ilustrada para almas bellas,
esas que con la crítica no hacen más que reforzar un nosotros puro, fuente de todos los
racismos.

11.

Uno de los indicadores de la represión en la infancia es la alteración del olfato. El niño


empieza a notar los olores, sobre todo el de su propia mierda (que antes ignoraba). Es una
idea de Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo: “El ano es el primer objeto privatizado”. El
capitalismo se sostiene en deseos anales. Deseos paranoicos (como el del marido que
fantasea con que su mujer “entregue”) o deseos esquizos (el genio de Fernando Peña
cuando seducía varones hetero y mostraba que el deseo no queda apresado en una “elección
de objeto”, que “puto” no es el que le gustan los hombres, sino quien resiste con el culo,
por eso Deleuze y Guattari dicen que la homosexualidad nace revolucionaria aunque tenga
su apropiación despótica, cosa que hoy confirmamos con la aparición de la derecha gay
europea que está más a la derecha que la derecha). Ahora bien, la represión anal constituye
el olfato. La nariz es el órgano censor por excelencia, órgano policía (“¿Quién se tiró un
pedo?”), es lo primero que notamos cuando ya no amamos a alguien: su olor. Ya no
soportamos cómo huele. La nariz sólo huele mierda, el olor rico no existe: el perfume es el
olor que no es una mierda, por eso la nariz es también el órgano más desarrollado en la
perversión. Los perversos huelen a los demás. Incluso cuando hable de cómo los otros se
vistan o lo que sea, los están oliendo. Esas descripciones no son visuales, sino olfativas.
Los perversos huelen lo(s) inodoro(s). Los neuróticos, en cambio, buscan el olor perdido: es
el narrador proustiano. También el de la hermosa novela de Martín Sivak El salto de
papá que empieza con la única huella sensible de quien narra: ya no recuerda el olor de su
padre. Los olores no se recuerdan, en eso consiste la represión. Un olor se recupera con
otro. La sensibilidad afectada, en falta, es la neurosis. Las paredes estucadas del pasillo de
un edificio en París me llevan al blanco frío de la casa de mis abuelos en Uruguay. Así
funciona la máquina de la memoria.

12.

Hoy suele decirse “lo personal es político”, pero el uso de la frase queda en el mero gesto,
en la exhibición. Lacan dijo alguna vez que “El inconsciente es la política”, pero también es
posible recaer en la paradoja auto-invalidante de quien critica al capitalismo desde una red
social, en la moral publicitaria de los analistas que hablan de política… sin hablar de su
práctica (o para no hablar de eso, justamente). Una nueva territorialidad edípica, para
decirlo con Deleuze y Guattari, es la del analista politizado. En El Anti-Edipo, ellos se
burlan de esa posición cínica que, a raíz de la grieta, hoy se volvió tan común entre
nosotros: el analista que se muestra comprometido, el revolucionario que esconde sus
investiduras paranoides. Discutamos el capitalismo, pero no hablemos de la precarización
de los analistas en espacios públicos y privados, del analista-monotributista, del manejo de
honorarios, de todos los cortes que hacen de la escena analítica un dispositivo social. Así
como la familia burguesa se disolvió en últimos años (idea con la que Deleuze y Guattari
anticiparon en los ’70 un debate que, al psicoanálisis, llegó después de los ’90 con los
libros de Roudinesco, Jullien, etc.) el dispositivo clínico también desbordó su carácter de
“profesión liberal” (si alguna vez lo fue), de contrato de servicio entre partes; entonces, ¿no
es esto lo que habría que pensar, en lugar de hacer una crítica abstracta (y blanda) al
capitalismo? Esta nueva moda, dirían Deleuze y Guattari, puede ser otra apropiación
fascista. A cada afirmación “El psicoanálisis” habría que preguntarle “¿Qué psicoanálisis?”.
Porque hasta ahora, que yo sepa, ninguna comunidad analítica incidió con consecuencias en
ningún debate público, para mover la aguja, o para objetar el modo en que se le paga a
colegas en espacios privados

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