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TRIBUNA:

Moral civil
Pedro Laín Entralgo1
El País, 6 SEP 1979

En el curso de una cena amistosa, el tema de la asistencia médica, tan necesitada en


España de reforma solvente, ha puesto sobre la mesa otro, mucho más amplio y
fundamental: el de nuestra moral civil. Por muy solvente que en el papel sea una
reforma parcial de la vida pública, ¿podría ser realmente eficaz, si no reposara sobre una
moral civil sólida y sana? Llamo moral civil a la que, cualesquiera que sean nuestras
creencias últimas, una religión positiva, el agnosticismo o el ateísmo, debe obligarnos a
colaborar lealmente en la perfección de los grupos sociales a que de tejas abajo
pertenezcamos: una entidad profesional, una ciudad, una nación unitaria o, como
empieza a ser nuestro caso, una nación de nacionalidades y regiones. Sin un consenso
tácito entre los ciudadanos acerca de lo que esencialmente sea esa perfección, la moral
civil no parece posible; imagínese lo que desde el punto de vista del decoro urbano sería
una sociedad en la cual, valga tan trivial ejemplo, una parte de sus miembros considere
un deber la limpieza de las calles, y a otra le importe un bledo tal limpieza. Se me dirá
que la ausencia de dicho consenso puede ser en ocasiones debida, no a la discrepancia
entre los exigentes y los negligentes, sino a la colisión, entre dos modos distintos de
entender la moral civil, tales como el puro liberalismo y el socialismo puro; pero cuando
la colisión no llega a ser guerra civil abierta -Marx no entendió la lucha de clases como
guerra civil-, alguna coincidencia moral habrá de existir entre los que así se enfrentan.
No exento ninguno de lacras, ahí están los países que hoy forman la van guardia
histórica del mundo.

Vengamos ahora al nuestro, y preguntémonos si la moral civil de los españoles permite


que los proyectos para la reforma de nuestra vida pública, sea su materia política o
fiscal, educativa o sanitaria, alcancen en medida suficiente la meta que se proponen. Dé
cada cual su propia respuesta. Dolorosamente para mí, la mía debe decir: no. En virtud
de una serie de razones, entre ellas la seudocristiana y tenoriesca confianza en la virtud
salvífica del «punto de contrición», en la sociedad española no ha cobrado vigencia
suficiente la moral secular que desde que se inició la desacralización de la vida histórica
se ha ido constituyendo en las sociedades de Europa y América; y sin la expresión civil
de esa moral secular, dígaseme cómo las leyes civiles, aun siendo muy aceptables por su
intención y su contenido, pueden convertirse en costumbre arraigada. ¿Por qué la
protección arancelaria ha hecho tan discutible la calidad de tantos de los “artefactos”
que en España se fabrican? ¿Por qué la asistencia médica que presta el Seguro
Obligatorio de Enfermedad no es la que podría y debería ser? Sólo por esto: porque
nuestra moral civil no es satisfactoria.

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En https://elpais.com/diario/1979/09/06/opinion/305416806_850215.html (05/09/2017)

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Cuatro son, a mi modo de ver, las reglas cardinales de la moral civil: la decencia
administrativa, -la ejecución correcta del trabajo asalariado, la honestidad fiscal y la
moral de casino. Desde el ministro cuya firma puede movilizar millones hasta el agente
de la recogida de basuras, todos somos administradores de una parte del erario público y
a todos debe llegar la regla de la decencia en nuestra gestión. Salvo algunos creadores
escoteros, pensadores o artistas, y un reducido grupo de profesionales libres, todos
percibimos un salario por nuestro trabajo y a todos nos alcanza el deber de realizarlo sin
trampa. Sobre lo que en materia fiscal es deshonesto, poco hay que decir. Y sin lo que
cierto español ingenioso llamaba «moral de casino», esto es, sin el conjunto de los
hábitos en cuya virtud es posible la convivencia cortés, ¿llegará a ser cotidianamente
moral la conducta de una sociedad? También la moral civil tiene sus virtudes menores,
y de estas debe estar hecho el entramado de la vida diaria.

Nunca muy boyante en España, donde tan frecuentemente han coincidido el heroísmo
hacia la utopía con la incuria o el picarismo en la conducta cotidiana, la moral civil ha
sufrido un serio quebranto durante los últimos cuarenta años. No otra podía ser la
consecuencia de un sistema político-social al que tan medularmente perteneció esta
regla tácita: «No te metas en tales y tales cosas (las tocantes al poder) y, mientras no
seas públicamente escandaloso, haz en tu oficio lo que quieras.» Dos rápidas preguntas:
con buena moral civil, ¿cuánto habría costado la industrialización consecutiva a 1945?;
¿cuál sería la calidad real de sus productos? Pero yo no pretendo ahora someter a juicio
sumarísimo los entresijos del inmediato, pasado, aun cuando crea que esto debe hacerse
con todo rigor, sino, con sólo las modestísimas e inocentes armas del predicador
callejero, proyectar con seriedad el camino hacia nuestro inmediato futuro.

Varios enormes problemas, todos tan graves como urgentes, tiene hoy planteados
España: el terrorismo, el paro, la crisis económica, el asentamiento de los Estatutos de
autonomía. Con ellos, otros menos aparatosos, pero no menos ineludibles: el desarrollo
orgánico de la Constitución, las reformas sanitaria y educativa, la política científica, la
perfección de la reforma fiscal, la ordenación del mundo laboral. Aceptemos que en el
curso de un par de años todos ellos, mal que bien, son resueltos o quedan encauzados.
Pues bien: sin una reforma a fondo de nuestra moral civil según las cuatro reglas antes
apuntadas, yo me atrevo a anunciar que la expresión «en este país» no habrá
desaparecido por completo de nuestro lenguaje coloquial y crítico. Y un buen calafateo
de esa moral sólo puede ser conseguido -cuando en los problemas sociales se toca
fondo, es inevitable ser ingenuo- mediante tres recursos: la educación, el ejemplo y la
tenacidad.

Que yo recuerde, dos han sido las máximas tentativas para la educación civil de la
sociedad española: en el siglo XVIII, la que conjuntamente protagonizaron nuestros
ilustrados y las enternecedoras Sociedades de Amigos del País; en el filo de los siglos
XIX y XX, el admirable conato de la Institución Libre de Enseñanza y el brillante
esfuerzo europeizador de la que, para entendemos pronto, bien podemos llamar
«generación de Ortega». El último Carlos IV y todo Fernando VII pres ¡dieron el
fracaso de aquélla; la guerra civil de 1936 a 1939 selló el fracaso de ésta. ¿Por qué uno
y otro fracaso, y por qué tan patéticos los dos? ¿Acaso porque nuestro «macizo de la
raza» es radicalmente ineducable? No. La respuesta, triste, desde luego, no tiene por qué
ser desconsoladora. Fracasaron ambas porque la reforma de la moral civil de una
sociedad nunca tendrá buen éxito sin una empeñada y tenaz intervención del Estado, de
las minorías gobernantes, y en España nunca el Estado y los Gobiernos se han propuesto

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con lucidez y severidad esa exigente empresa ejemplificadora y educativa. Más aún:
cerrando los ojos ante el picarismo y la mangancia de tantas de nuestras gentes -
populares unas, bien situadas otras-, no pocas veces han ahuecado la voz exaltando
nuestras «viejas virtudes nacionales» o proclamando nuestra condición de «reserva
espiritual de Occidente». ¿Tendremos los españoles Gobiernos, este y los que le
sucedan, que, sin mengua de atender con eficacia a lo que vaya siendo urgente -
terrorismo, paro, crisis económica, estatutos...-, sepan reformar con acierto la deficiente
moral civil de nuestro pueblo? Si no es así, amigos -decía yo a quienes conmigo, a la
orilla del Guadalete, hace unos días, cenaban-, preparémonos a que nuestro país sea de
por vida coto de «reservas espirituales», solar de «revoluciones pendientes» y
permanente semillero de «expedientes a corto y medio plazo». Lo que muchos, yo entre
ellos, de ningún modo queremos aceptar.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de septiembre de 1979

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