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RESUMENES

¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o asignarlas a una u otra lengua?: el
genio de cada idioma, que alcanzamos a identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos.
Esta obra se pregunta -y procura algunas respuestas- sobre el genio del idioma español. Qué le gusta y
qué rechaza, cómo se comporta desde hace siglos y cuáles son sus manías y sus misterios. Sabiendo
todo eso, adivinaremos mejor cómo somos nosotros y cómo va a evolucionar nuestra lengua.

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Las más recientes investigaciones en lingüística defienden que el lenguaje constituye una
capacidad biológica innata, específica de nuestra especie y universalmente extendida; existen
correlatos neurales estrechamente ligados a dicha capacidad, por otra parte bien diferenciada de
otras facultades mentales1. Esta capacidad es la que permite al niño, expuesto a las condiciones
normales de convivencia, aprender la lengua de su comunidad, cualquiera que ésta sea. Si el niño
nace y vive en Simancas aprenderá español, pero su lengua será el francés si su período de
desarrollo y aprendizaje lingüístico transcurre en Perpignan o el italiano si en Padua; es decir, esa
capacidad general de adquisición de un lenguaje se concretará siempre en un idioma específico
según el entorno de maduración, y ello con toda naturalidad, con una facilidad pasmosa si lo
comparamos con la adquisición de otras destrezas o con el aprendizaje de otros idiomas fuera de
dicho período y entorno. Incluso, a juzgar por la experiencia de algunos amigos con sus hijos,
parece que, en ese mismo tiempo y bajo ciertas circunstancias, el niño es capaz de aprender dos o
más lenguas sin confundirlas. ¿Cómo es esto posible si lo que el infante recibe es un cúmulo de
sonidos encadenados difíciles de discriminar para los que no son hablantes de esa lengua? Quizá
algo tenga que ver con ello lo que Álex Grijelmo llama el genio del idioma. El genio es, en cierto
modo, la identidad y personalidad del idioma, lo que lo hace estable, coherente y reconocible
frente a otros idiomas; es una fuerza interna que se va formando con la propia lengua y luego
permanece para regular su evolución y enriquecimiento, ya sea por la propia dinámica interna, ya
por el contacto con otras lenguas.

Desde los primeros días, los niños distinguen los sonidos de la lengua –a los que prestan atención
cuando están realizando otra actividad, por ejemplo, la de succionar– de los demás sonidos que
no merecen su interés. Sin duda, para que esta discriminación se produzca, las lenguas han de
tener una estructura fonológica estable que se configura en los primeros estadios de su formación
y que es también la más genuina manifestación de su genio. Es esta una condición para el
aprendizaje que, sin embargo, sólo les resulta posible a los humanos gracias a su capacidad
innata, pues, a lo que parece, hasta las ratas son capaces de discriminar el holandés del japonés,
sin duda porque reconocen en las manifestaciones orales de estas lenguas características, o
«genios», diferentes.

El genio del idioma es todo un carácter, complejo y hasta contradictorio; por ejemplo, a la par
que es conservacionista, también es innovador. En efecto, no puede resistirse a que la lengua se
adapte a las crecientes complejidades de la vida y las incorpore en sus maneras de decir. Pero,
para las novedades, el genio tiene caudales y mecanismos que se hunden en la tradición y en los
primeros momentos de su formación. Así, el genio de un idioma como el nuestro, en lugar de
incorporar rápidamente los neologismos, anglicismos en particular, que parecen instalarse en el
habla sin ninguna resistencia, encuentra viejos términos que valen para nuevos conceptos, crea
palabras nuevas por medio de la metáfora o giros propios para el concepto importado. Como
destaca Grijelmo, el genio conservó los prefijos griegos y latinos y hace de ellos su fórmula de
crecimiento:

Y siguen activos. «Superactivos», diríamos para homenajearles con la palabra misma.


Porque ha creado el «hipermercado» y la «macrosuperficie» y la «macrofiesta», y el
«minigolf», y seguramente todo eso le parece «megadivertido» (p. 104).

Pero el genio es lento: no es el producto de las modas, sino de las fuerzas que dan unidad y
coherencia al idioma. Por eso puede parecer que no actúa y que la lengua degenera indefensa
ante las fuerzas extrañas. Sólo es cuestión de tiempo: de la misma manera que el vocabulario
deportivo se ha ido depurando de extranjerismos que todavía eran predominantes en la
adolescencia de muchos («orsay», «fault», «linier», «passingshot», «drive», etc.), lo mismo
ocurrirá con la invasión de términos que ahora nos trae Internet. El conocimiento de cómo
funciona el genio del idioma permite a Álex Grijelmo huir de escándalos y lamentaciones y
confiar en esa fuerza viva, que actúa sincronizada a ambos lados del Atlántico, como atestiguan
términos patrimoniales (así es como denomina Grijelmo a los que están de acuerdo con el genio
del idioma), del estilo de «ningunear» o «refeo», acuñados en México:

El genio que por pura coherencia llamó «cardenales» a las autoridades eclesiásticas pues
vestían de cárdeno, el mismo que sólo ha permitido a unas pocas consonantes ser final de
palabra, que sólo deja crear verbos terminados en -ar, el que adoptó encantado la palabra
«locomotora», el que cuidó del orden en la lengua y de los sonidos agradables, el que
pretende con toda claridad que lo escrito se parezca mucho a lo hablado, difícilmente
cambiará de criterio ahora, ante unas innovaciones técnicas que a él no le parecen
importantes y que seguirán necesitando sus palabras.

El genio del idioma está lleno de comentarios, amenos y rigurosos, acerca de fenómenos
lingüísticos, la mayor parte de carácter histórico, pero otros relativos a la estructura permanente
de la lengua, como, por ejemplo, el que se refiere a su sistema de acentuación. Sin embargo, no
es en este terreno donde hay que buscar el mérito y la originalidad del libro, sino en la propia
caracterización del genio, de su modo de sentir (es melancólico) y de actuar (es analógico,
ordenado, tacaño, preciso), porque el genio está en ese punto de intersección e interacción entre
la lengua y los hablantes en el que éstos le otorgan una personalidad viva y animada y aquélla un
contenido más o menos estable y coherente.Y no siempre triunfa, porque a veces las instituciones
(la Real Academia, las escuelas) se imponen a las tendencias populares que forman el genio. Así
fue como se impuso la segunda persona del singular del pretérito indefinido, «cantaste», frente a
«cantastes».Aunque, dada la paciencia del genio, habrá que ver qué sucede con el paso de los
años, pues más que las instituciones son, de acuerdo con Condillac2, los hombres de genio los
que expresan el carácter del idioma, lo sostienen en todas sus obras y permiten que lo capten «los
demás hombres excelentes». De esta manera, la lengua se enriquece poco a poco con numerosos
giros que son enseguida adoptados por los hablantes en general, los auténticos depositarios del
genio.
Sin duda, todos los idiomas tienen un genio que participa de ciertos rasgos generales y otros
específicos, los de la especie y los del individuo. Álex Grijelmo está legítimamente orgulloso del
genio de su idioma, por ejemplo, cuando aprecia que el sistema de acentos otorga a la escritura
del español una ventaja de la que carecen los idiomas de acento libre: la de haber descubierto la
forma de indicar la pronunciación exacta de cada palabra y, por tanto, su significado preciso.
Esta circunstancia, igual que otros hallazgos del genio, no le lleva, sin embargo, a considerar que
un idioma pueda ser superior o más rico que otro. Pero sí a atender a la variedad de los impulsos
que sienten los genios de las distintas lenguas para cumplir su función.

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Con las palabras del idioma español se pueden construir los textos más
enrevesados pero también los más sencillos. La diferencia estriba en que el
público suele apreciar mejor estos últimos. Algunos escritores -Azorín a la
cabeza- han hecho de la sencillez su estilo, acompañada de la precisión
porque siempre que se evitan las complicaciones y las ambigüedades se
disfruta de la claridad. Y la claridad sólo tiene esos dos factores: sencillez y
precisión.

El genio de la lengua prefiere también la sencillez, y sobre ella ha construido su


poder. Busca las fórmulas más simples: ya lo hemos visto con su espíritu
analógico y su capacidad para dejarse enseñar. Los vientos que en algunos
sectores tienden a contradecir esta tendencia están llamados al descrédito y
luego al olvido. El idioma resulta mucho más fácil de lo que pretenden quienes
hacen negocio de oscurecerlo.

La tendencia universal del idioma es la palabra llana, que no en vano se llama


así. De las 92.000 entradas del diccionario, son palabras llanas o graves (acento tónico en la penúltima
sílaba) 72.500 (el 71 por ciento). "Casa", "mesa", "silla", "circo", "campo", "bosque", "árbol"... El léxico del
español está inundado de palabras sencillas y llanas. Las palabras agudas son sólo el 19 por ciento
("avión", "color", "querer", "motor"...).

El sonido de nuestro idioma invita a hablar con llaneza. Las esdrújulas son muy escasas ("último",
"índice", "pérgola", "águila"), y no digamos las sobresdrújulas "rápidamente", "acapáraselo",
"déjanoslos"...). Y no se puede defender que esdrújulas y sobresdrújulas desagraden al genio, pero sí
podemos deducir que no las tiene como preferidas, porque hay menos esdrújulas entre las palabras
patrimoniales que entre los compuestos griegos y los cultismos latinos. Y a su vez el grupo de palabras
patrimoniales (las que han experimentado toda la evolución del castellano) contiene muy pocas
esdrújulas con más de tres sílabas. Números estos que también aumentaron gracias a los cultismos
latinos y griegos ("antropólogo", "filósofo", "homínido", "entomólogo", "pirómano"...). De hecho, en el
habla común las palabras esdrújulas apenas aparecen. Y si éstas se identifican generalmente con el
lenguaje culto, tal vez podamos establecer un baremo que relacione la formación de una persona y el
uso que hace de las esdrújulas (número de ellas en relación con la media habitual en español, cantidad
de sílabas en esas palabras, procedencia latina o griega...).
Por lo general, las palabras largas son cultas; y se han formado con adición de afijos y partículas que
denotan un cierto conocimiento superior de la lengua. Aunque no racionalmente, muchos políticos han
debido de hacerse, de forma intuitiva, este planteamiento. De otro modo no se explica su gusto por
alargar las palabras y colocar su acento en las primeras sílabas y no donde les corresponde
(préparación, cónstitucionalidad, éstimular, sólidaridad, ínvertiremos...). Parece que quisieran
incrementar el número de esdrújulas, y la apariencia de expresión refinada, por el tramposo método de
presentar como tales las que no lo son.

Pero, vistos los datos expuestos aquí, eso va claramente contra el gusto del genio, y aleja el lenguaje
político del que utiliza el pueblo con naturalidad, el lenguaje llano. Porque estadísticamente semejante
esdrujulización constante no se corresponde con la presencia habitual de tales palabras en el idioma. Y
por tanto varía el sonido global del discurso, lo que puede producir el efecto contrario al buscado: que el
pueblo desconfíe de quien no habla como él.

De hecho, el pueblo tiende a lo contrario: a acortar muchos términos que le parecen excesivamente
largos (palabras compuestas, por lo general), como bici-cleta, foto-grafía, cine-matógrafo, porno-gráfico,
zoo-lógico, auto-móvil, tele-visión, narco-traficante, peli-cula ("me voy a ver una peli"), micro-fono, híper-
mercado, ultra-derechista... que en ámbitos familiares suman muchos m{as: "el presi", "la seño", "la
Ascen"...

En efecto, al genio no le gustan las palabras largas. Es normal que la gente se trabe al pronunciarlas,
incluso los locutores profesionales las ensayan con cuidado para cuando se les presenten inexorables.
El genio del español no propone una palabras tan cortas como las del inglés, donde abundan los
monosílabos, pero digiere mal "antiestadounidense", "baloncestístico" o "anticonstitucionalmente".

Ese carácter llano del español le viene, como es lógico, del latín. El genio de la lengua de Roma no creó
nunca palabras agudas ni sobresdrújulas. Nosotros decimos "amor", pero los romanos pronunciaban
ámor. Nosotros escribimos "libélula", pero en latín se dice libelúla (diminutivo a su vez de libella, que
procede de libra, "balanza": por el equilibrio que mantiene ese insecto en el aire, con las alas
desplegadas y horizontales).

El genio del español (que como buen hijo del latín rompió con algunas reglas del padre, pero heredó
mucho más) ha mantenido ese gusto. El latín, de hecho, adaptó palabras del griego haciéndolas pasar
por el aro de sus propias reglas fonéticas: a causa de eso apenas nos han llegado al español voces
griegas agudas (excepto los nombres propios, que no sufrieron adaptación). Por todo ello, la mayoría de
los vocablos agudos del español son tardíos (además de relativamente escasos).

La primera persona. ¿Es descabellado relacionar la sencillez del genio del español con su desapego de
la primera persona? Tal vez, pero eso es lo que ocurre. "Dejamos a los psicólogos e historiadores de la
cultura la tarea de aclarar por qué el español, entre otras lenguas románicas y germánicas culturalmente
colindantes, hace al sujeto hablante menos protagonista que aquéllas", escribió Emilio Lorenzo (1).
Ciñéndonos al retrato meramente lingüístico, es cierto que en inglés o francés se pierden las desinencias
verbales y eso obliga a introducir el sujeto. En español, en cambio, la desinencia verbal garantiza casi
siempre la identificación de la persona-sujeto ("¿vienes?" frente a "¿tú vienes?"). Y eso oculta al agente y
favorece la sencillez, hasta el punto de que salta al oído la inmodestia de quienes utilizan continuamente
el "yo" cuando hablan.

En español, el sujeto queda como recurso para el énfasis o para resolver una ambigüedad. Pero más
para el énfasis. Ese recurso no lo tiene el inglés. El francés sí: moi, toi, lui..., en formaciones como moi, je
vais...

El genio del idioma, para más abundancia en las posibilidades de sencillez, puso también al servicio del
hablante la opción del sujeto "uno" y "una", que logran subsumir el protagonismo de la primera persona
en una tercera: "uno piensa que eso es lo adecuado", "una creería que eso era verdad"...
La ocultación del "yo" se extiende en español a la resistencia frente al uso del posesivo: "se le cayeron
las gafas", en vez de "se le cayeron sus gafas". Por eso podemos pensar que van contra el genio de la
lengua las frases tan habituales de los periodistas deportivos: "Zidane se lesionó en su tobillo",
"Beckham dispara con su pierna derecha", "Ronaldinho se lleva su mano a su cabeza", puesto que en
todas ellas los pronombres son superfluos (y no hay que olvidar que el genio tiende a la economía). No
es difícil imaginar la influencia de una lengua distinta cuando se oyen frases así (generalmente el inglés)
(2).

Lo expresó muy bien Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua: "(...) el estilo que tengo me es natural y
sin afetación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que sinifiquen
bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es possible, porque a mi parecer, en
ninguna lengua está bien la afetación". Valdés coincide con don Juan Manuel en que "todo el bien hablar
castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que pudiéredes".

Me permito recordar aquí la frase que escribió un periodista, amonestado en su día por el Departamento
del Español Urgente de la agencia Efe: "abandonó la Ciudad Condal para iniciar su período vacacional".
A su alcance había tenido una frase mejor, y además sin rima: "salió de Barcelona para empezar las
vacaciones". El 4 de septiembre de 2004 oigo en la radio: "el coche sufrió una salida de la calzada", lo
cual se parece bastante a "el coche se salió de la carretera".

Ya lo contaba Cervantes: "aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo: 'llaneza, muchacho, no te
encumbres; que toda afectación es mala'".

El gusto por la sencillez lleva al genio del idioma español a proponer frases sencillas, directas, sin
muchas subordinadas. Las frases largas y llenas de subordinaciones enredan su ritmo y lo amaneran.
Hace falta mucha maestría literaria para manejarse en esos terrenos inhóspitos, porque ni el ánimo ni la
estructura de nuestra lengua ayudan en el intento. Y ni siquiera cuando esas frases se construyen con
corrección y resultan inteligibles se puede garantizar que sean también literarias.

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"Si usted lee der schwankende Wacholder flüstert, sabrá que está ante una frase en alemán. Y pensará
que se ha topado con el inglés si ve en un texto before it is too late. Y no dudará que se escribió en
italiano la frase e'un ragazzo molto robusto che non presenta particolari problema. Si escucha la palabra
cusa en un contexto español, pensará que es un vocablo que usted desconoce pero que probablemente
existe (porque sí están en nuestro idioma "casa", "cesa", o "cosa", o "musa", o "rusa", "lusa", o "fusa").
Aunque en realidad no exista. Pero a usted le sonará español si las palabras que la rodean son
castellanas. Y, si es usted español, no le cabrá ninguna duda de qué lengua tiene ante sus ojos si lee
txamangarria zera eder eta zera nere biotzak ez du zu besteroik maite. En efecto, es euskera.

¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o asignarlas a una u otra lengua?:
el genio de cada idioma, que alcanzamos a identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos.
Esta obra se pregunta -y procura algunas respuestas- sobre el genio del idioma español. Qué le gusta y
qué rechaza, cómo se comporta desde hace siglos y cuáles son sus manías y sus misterios. Sabiendo
todo eso, adivinaremos mejor cómo somos nosotros y cómo va a evolucionar nuestra lengua.

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