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EL PAPEL DE LOS PAPELES DE MÚSICA

El papel es algo que demasiado a menudo damos por sentado. Es una parte tan

integrada de nuestro entorno, que nunca hemos concebido una vida sin papel. En

nuestra cultura, el conocimiento siempre se refugió, se transmitió y se difundió en y a

través del papel. Sin embargo, el explosivo avance de los medios electrónicos de

registrar y guardar información –computadoras, CD, DVD, iPods, discos, pen drives,

nos hace pensar, quizás por primera vez, en la posibilidad de un mundo distinto. Por

cierto, todos sabemos que el papel no existió siempre, que antes de él había papiros,

pergaminos y tabletas, pero tendemos a pensar en esos medios como encarnaciones

anteriores del papel, no esencialmente distintos a él. Es la evidente diferencia entre el

papel y los medios informáticos de registro lo que nos fuerza a reflexionar sobre lo que

el papel representó para la historia humana, sobre cómo “la época del papel” afectó la

cultura, sobre los elementos esenciales y por consiguiente “invisibles” de nuestras

formas de hacer y de pensar que son consecuencia de la omnipresencia del papel, y

sobre lo que se perdería si en un futuro no muy distante éste desapareciera como forma

de registro de nuestros pensamientos, acciones y propósitos.

En ese marco, he querido abordar hoy algunas reflexiones sobre lo que ha

significado el papel en la historia de la música, desde varias perspectivas: la más obvia,

es la de la circulación, difusión y preservación de obras musicales, pero también querría

referirme a otras que quizás sean menos evidentes para el público: la composición

musical y la investigación sobre historia de la música.

Antes de la invención de métodos de grabación sonora a fines del siglo XIX, se

consideraba como la cualidad más notoria de la música el hecho de que desaparecía un

instante después de ser tocada o cantada. La volatilidad de la música la distinguía de las

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demás artes: desde el principio fue más una actividad que una producción de objetos. El

objeto “música” en realidad no existía, sólo existía la práctica de hacer y disfrutar de

algunos momentos de comunicación sonora entre uno o varios ejecutantes y uno o

varios oyentes. Si nos retrotraemos unos cuantos siglos, este fenómeno era aún más

absoluto: en la Alta Edad Media, antes de que inventarse la notación musical, la palabra

música no tenía ningún referente concreto en cuanto a un objeto artístico: designaba

puramente una actividad humana que se desarrollaba en el tiempo, cumplía una función

(ya fuera de entretenimiento o de ritual religioso) y luego cesaba, dejando en la

memoria de los participantes sólo algunos rastros de su ejercicio. Isidoro de Sevilla

escribió, alrededor del año 630, que “Nisi enim ab homine memoria teneantur, soni

pereunt, quia scribi non possunt” (Si los sonidos no son retenidos por la memoria de los

hombres, perecen, ya que no pueden ser escritos.). Los primeros métodos para registrar

la música, y convertirla, aunque fuera parcialmente, en un objeto, utilizaron el material

usual para la escritura en la edad media: pluma, tinta y pergamino. Digo parcialmente

porque ni entonces ni ahora los métodos de escritura musical han logrado plasmar en

una imagen estable todos los atributos de un sonido: la notación musical siempre fue, y

sigue siendo, una especie de receta para producir música. Como las recetas de cocina, lo

que queda determinado es un mínimo común. Así como el sabor de una empanada

puede variar enormemente de acuerdo a la calidad y número de los ingredientes que se

incluyan en el relleno, de la intuición con la que se sazone, y de la destreza con que se

rellene, repulgue y cocine (al horno o frita), las diferentes ejecuciones de una misma

partitura musical pueden ser tan distintas entre sí como para tornarse mutuamente

irreconocibles. La escritura sólo fija unas pocas pautas; lo demás queda en manos de la

tradición oral, o librado al gusto y habilidades del ejecutante.

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El pergamino era un material caro y escaso, aunque tenía la gran ventaja de su

durabilidad. Por esa causa, y por la escasa proporción de población alfabetizada, durante

siglos la notación musical fue poco más que un ayuda-memoria del que se valían los

monjes para señalar las características más salientes del enorme repertorio de música

litúrgica que debían memorizar para acompañar las ceremonias religiosas, con distinta

música para cada día del año y cada hora del día. Cuando la unificación de todas las

formas del rito se convirtió en prioridad política (alrededor del siglo IX, coicidiendo con

el Imperio Carolngio), Roma envió códices de pergamino con notación musical a

distintos rincones de Europa, pero junto con ellos, debían viajar cantores entrenados,

que enseñaran las nuevas melodías a los locales: con las notas no era suficiente.

[CODICE ADIASTEMATICO]. La escasa precisión de la escritura musical, además,

sólo permitía escribir música a una sola voz, ya que ni el ritmo ni la altura de cada una

de las notas se podía especificar suficientemente como para que dos o más personas

cantando distintas melodías se coordinaran entre sí de forma de lograr un resultado

consonante (agradable al oído). Para el siglo XIII, los métodos de escritura habían

progresado lo suficiente en su precisión como para comenzar a lograr esta coordinación.

Pero, repito, el pergamino era muy caro: era necesario acumular la máxima información

posible dentro del mínimo espacio. La forma más eficaz de lograr esa densidad de

ocupación de la página era escribir cada voz por separado, de manera que cada

ejecutante podía seguir en su línea o columna lo que debía cantar o tocar, pero era

imposible percibir visualmente la totalidad de lo que sonaba en cualquier momento

determinado [MONTPELLIER]. Esto condicionaba fuertemente al que quería componer

música a varias voces: lo natural resultaba concebirla como un compuesto de varias

melodías independientes, que casi por casualidad producían entre sí sonoridades

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agradables. No cabía pensar en esta música como “una obra de arte”, sino como el

agregado de dos, tres o cuatro actividades musicales simultáneas.

En el siglo XV hace su irrupción en la Europa cristiana el papel, luego de haber

sido adoptado por los árabes andaluces varios siglos antes (como todos saben, el papel

es invención antiquísima de los chinos). Aunque su fabricación era aún artesanal y

farragosa (la fabricación industrial a partir de madera sólo se hizo común en el 1800), la

disponibilidad y menor precio del material para escritura causó una verdadera

revolución en distintos ámbitos de la cultura. En el caso de la música, los efectos fueron

lentos pero radicales. Primero, algo meramente cosmético: como las grandes

concentraciones de tinta dañaban al papel (el pergamino era impermeable) se

abandonaron los gruesos trazos con que antes se escribía, y se adoptó la forma hueca de

las cabezas de las notas que luego perduraría (conocemos esto como “notación blanca”

que reemplaza a la “notación negra”). Luego se relajó un tanto la concentración en la

relación información/espacio, adoptando lo que se llama “formato de libro de coro”, en

el que una apertura formada por dos páginas enfrentadas incluyen las 3, 4, o 5 voces que

cantan o tocan simultáneamente [BOLOGNA Q 15, MS blanco, CORDIFORME] .

Pero las consecuencia más contundentes recién se producirían en los siglos XVI

y XVII. Por una parte, la más fácil disponibilidad de superficies para escribir permitió

un cambio fundamental en la concepción del compositor: se pudo empezar a escribir en

“partitura”, [PARTITURA XVII] es decir con todos los sonidos que se producen

simultáneamente ubicados en una misma línea vertical imaginaria. El autor ahora

escribe a un mismo tiempo todo lo que suena al mismo tiempo, y proyecta su música

como un todo que tiene principio, medio y final, que se concibe como una estructura

integrada y planificada. Nace así, en gran parte gracias al papel, la “obra musical”, un

concepto nuevo que es clave para toda la historia subsiguiente de la música. Se trata de

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un objeto, una cosa delimitada, manipulable y perceptible como si existiera toda

simultáneamente, en lugar de tener sólo un modo de existencia temporal. Además, al

constituirse en objeto, se transforma en mercancía que puede ser comprada y vendida.

[EJEMPLOS MUSICALES: MOTETE XIII Y CHANSON XVI HOMOFONICA]

Por otra parte, a comienzos del Siglo XV, la revolución del papel se

complementa con la de la imprenta musical. que a partir de 1530 abarata drásticamente

los costos de poseer libros de música: no sólo se ahorra en el material (papel en lugar de

pergamino) sino también en la mano de obra (reproducción mecánica en lugar del

laborioso y lento copiado a mano). Esto altera fundamentalmente la vida musical

europea: si previamente la música a varias voces –que como hemos visto, necesita

imperiosamente de la escritura, pues no funciona como repertorio de transmisión oral–

era patrimonio exclusivo de iglesias y conventos más ricos y de algunas cortes, ahora

comienza a ser practicada en ámbitos urbanos de clase media y en las cortes más

pequeñas.

Como la actividad musical es un mercado regido en buena parte por la oferta y la

demanda, los compositores, poco a poco y con muchos zigzag en el camino, van

adaptando su música a los gustos y las necesidades del nuevo público consumidor. Los

cambios son innumerables, pero podemos aquí limitarnos a la importancia que

adquieren la música no religiosa y la música instrumental, y la creciente relevancia de lo

dramático, lo sorprendente, el efectismo para lograr aceptación en el nuevo mercado

artístico-musical. Con la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX, se produce

recién la verdadera masificación del consumo, en base al desarrollo tecnológico y

capitalista. Sin embargo, esto no es más que la intensificación de las tendencias ya

apuntadas, surgidas a partir de la tecnología del papel 400 años antes.

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Un verdadero cambio sólo aparece en las últimas décadas del siglo XX, cuando

la tecnología informática permite lo que para la tecnología del papel era un

cortocircuito: que alguien “escriba” música sin papel y sin saber escribir. La

composición directa con sonidos, a través de sintetizadores y ordenadores representa el

primer desafío serio para el orden que se había comenzado a construir en el siglo XV

con la introducción del papel. Las posibilidades de logros son infinitas, pero también

son múltiples las pérdidas que conlleva el destronamiento del papel como medio

exclusivo: hoy en día, componer ya no implica necesariamente largos años de disciplina

académica musical–cualquiera que se siente frente a un teclado midi puede hacerlo. Y

puede hacerlo sin tener un contacto práctico con el mundo de la ejecución musical, que

anteriormente, mediante las partituras impresas en papel, servía de mediación y de

introducción al mundo de la música. Y la música que “escriben” puede ser escuchada

por diversos públicos independientemente de que haya alguien que la ejecute. Personas

totalmente ajenas al campo musical pueden ahora participar de él, sin haberse

compenetrado previamente con las reglas del juego, los valores prevalentes, el saber

técnico antes indispensable. Y lo que quizás es aún más importante: con la inmediatez

de la composición directa con sonidos se escamotea al compositor principiante gran

parte del espacio de reflexión que el papel proporcionaba. Con la tecnología del papel,

antes de oír su música, el compositor pasaba horas delante de una partitura,

configurándola y corrigiéndola en abstracto, en forma de puntitos negros sobre una

superficie blanca, evaluando los pros y los contras de decisiones compositivas que podía

abarcar en forma totalizante e inmediata con sólo contemplar los grafismos que había

escritos y que se le presentaban en forma simultánea en las hojas que tenía delante. El

procedimiento favorecía un énfasis en lo estructural, en la armazón conceptual, en las

ideas abstractas. Los compositores de hoy que prescinden del papel se ven incitados a

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favorecer los aspectos sensuales del sonido, los efectos de pequeña escala, lo que

tradicionalmente se ha considerado la superficie de la música. Por supuesto, la

deconstrucción posmoderna nos ha enseñado que lo profundo no es necesariamente

preferible a lo superficial, la piel es tan valiosa como el esqueleto, la caricia tan

necesaria como el psicoanálisis.

Sin duda no he agotado la temática de la formidable influencia del papel sobre la

vida musical, pero es tiempo de abordar un tema relacionado: la utilidad que presta el

papel para la investigación del pasado musical; como musicólogo, es un asunto que me

toca muy de cerca.

Los procedimientos empleados en la fabricación del papel y en su

encuadernación, así como las huellas de las personas que los utilizaron para escribir

proveen al musicólogo (como a todos los historiadores) herramientas valiosísimas para

averiguar datos sobre el pasado de la música que en ellos está escrita. Se podría dividir

las pistas que utilizamos en tres categorías, estudiados por otras tantas disciplinas

auxiliares. La papirología entiende de los aspectos físicos de las hojas de papel; dentro

de estos datos se destaca el estudio de las filigranas . La codicología trata de la

descripción de la disposición y encuadernación de los pliegos de papel organizados en

libros o códices. Y la caligrafía o grafología sirve para distinguir e identificar a los

distintos escribas (autores o copistas) que han intervenido en la escritura de un

manuscrito, o incluso para diferenciar y ordenar cronológicamente las variaciones en la

forma de escribir de una misma persona a lo largo de su vida.

Supongo que muchos de los asistentes a estas jornadas saben tanto o más que yo

sobre las filigranas, pero, para beneficio de los legos en la materia. Durante siglos, el

papel se hacía recogiendo en un molde rectangular una porción de pulpa acuosa. Como

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el molde tenía un fondo plano hecho de una malla de alambre, escurría la mayoría del

agua; el resto del proceso de secado se llevaba a cabo en prensas y al aire. Tanto los

alambres de la malla como otros que eran entretejidos con éstos para formar un dibujo

distintivo, dejaban un rastro en cada hoja de papel, ya que a lo largo de su traza, la hoja

era más delgada. Este se puede observar a trasluz, o con aparatos especiales. Los

estudios más profundos de papirología se ocupan de todas estas líneas que aparecen en

la hoja, llegando incluso a detectar variaciones producidas por el progresivo deterioro

del molde a lo largo de su tiempo de uso. Los musicólogos, en general, sólo miramos la

filigrana o marca de agua, resultado del alambre entretejido, que forma un dibujo en una

zona más o menos central de la hoja. Cada fabricante tenía sus filigranas características,

de manera que, con la ayuda de fuentes especializadas, uno puede llegar a determinar

dónde y cuando fue fabricado el papel que se usó para el manuscrito o impreso. Este

paso, sin embargo, no siempre nos resulta útil: más importante puede ser es llegar a

determinar que papel utilizaba un copista o compositor en determinado momento, dato a

partir del cual podemos identificarlo y saber en qué período escribió lo que escribió. O

podemos detectar que ciertas hojas de un manuscrito fueron agregadas a posteriori del

resto, y de dónde venían. Con esto llegamos al tema de la codicología, en el que

también se estudia cómo y cuando se cosieron y encuadernaron los distintos pliegos que

suelen constituir un manuscrito, y en muchos casos investigar procesos de

desencuadernamientos y re-encuadernamientos sucesivos, que alteraron la constitución

del códice de acuerdo con las necesidades de distintos dueños, usuarios, o funciones.

Para esto es necesario descubrir los principios de ordenamiento que rigieron en cada

uno de estos pasos, a menudo basados en alguna de las tipologías tradicionales para

manuscritos musicales. El orden del año litúrgico, la tonalidad, el número de voces son

algunos principios usuales, complementados a veces por el más puro azar: por ejemplo,

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el orden en que los fascículos llegaron a manos del usuario o encuadernador. Por

último, el estudio comparativo de la caligrafía de distintos copistas no necesita

demasiada explicación: complementa los demás datos en nuestro esfuerzo por

comprender los procesos de copia y armado de cada manuscrito musical.

La musicología moderna obtuvo uno de sus más celebrados triunfos en el

estudio caligráfico, papirográfico y codicológico de la ingente cantidad de manuscritos

que formaban el legado de Juan Sebastián Bach.. Hasta mediados del siglo XX, se

consideraba vigente la cronología de las obras de Bach realizada en el siglo XIX por

Philip Spitta, quien la había formulado en base a criterios estilísticos y datos históricos.

Según Spitta, Bach había sido durante toda su vida un compositor enteramente

entregado a la religión: desde su juventud hasta su muerte no había cesado de componer

cantatas motetes y pasiones para el servicio litúrgico luterano. Sus obras instrumentales,

en cambio, eran piezas de ocasión, casi todas compuestas durante los años en que estuvo

al servicio de una corte calvinista, en cuyos ritos religiosos no tenía cabida la música.

Entre 1950 y 1970, varios equipos de musicólogos alemanes llevaron a cabo la paciente

tarea de investigación sobre la base de los papeles dejados por Bach. El resultado fue

una impresionante inversión de la cronología: en realidad, Bach había compuesto, con

un ritmo de trabajo infernal, la gran mayoría de sus cantatas y pasiones en los primeros

3 años de su empleo en Leipzig (1724-27), y durante el resto de su vida se dedicó a

componer música instrumental y profana. Además, diez años antes de morir dejó casi

totalmente de componer, limitándose a revisar y ordenar sus obras anteriores. Por

supuesto, no sólo la cronología, sino toda nuestra comprensión de la personalidad de

Bach y de su significación en la historia de la música resultó integralmente afectada.

Personalmente, gracias al trabajo con las filigranas, he podido reconstruir la

cronología de unos 500 villancicos compuestos por el compositor español José Martínez

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de Arce, de los cuales no más de 100 estaban ya fechados en los manuscritos

correspondientes. La inmensa mayoría de las filigranas correspondían a unos pocos

fabricantes de papel establecidos en Génova, de manera que la proveniencia no me

ayudaba demasiado. Pero pude establecer con bastante certeza el orden en que Martínez

de Arce había ido usando las resmas de papel – a veces uno o dos años utilizando la

misma partida, otras veces seguramente encontrando entre sus cosas restos de antiguas

resmas no totalmente consumidas, o alternando entre una y otra fuente de papel de

acuerdo a la función a cumplir por el manuscrito.

En otro momento, fue la encuadernación lo que me reveló datos importantes. En

un estudio sobre el operista Vicente Martín y Soler, pude determinar que “Inocentita y

niña”, una seguidilla que cantaba en castellano, dentro de un quinteto, la protagonista de

la ópera italiana Il tutore burlato había sido insertada en el principal manuscrito de la

obra a posteriori, proveniente de otra encuadernación, de la que aún conservaba los

agujeros de costura [IMAGEN CUADERNILLO]. Ahora bien, algunas fuentes

afirmaban que Martín y Soler se había mantenido durante sus años de aprendiz en

Madrid como compositor de tonadillas y seguidillas para los teatros populares. Esto no

estaba documentado de ninguna manera, pero con la evidencia de que la seguidilla había

sido extraída de otra obra, lo que era una mera hipótesis comenzó a tomar visos de

realidad. Si agregamos que la orquestación de la seguidilla era diferente ala del resto de

la ópera, y que coincidía con los pobres recursos de los teatros madrileños, se puede

considerar que la evidencia codicológica de “Inocentita y Niña” permite reconstruir con

bastante plausibilidad los medios de vida del compositor en esa importante etapa de su

formación.

Pero el trabajo más importante con papel que he tenido ocasión de realizar fue la

catalogación del Archivo Musical de Chiquitos. Situado en Concepción, Ñuflo de

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Chavez, Bolivia, el archivo conserva ahora una colección ordenada de la música

aportada a las comunidades indígenas de sus reducciones por los misioneros jesuitas en

el siglo XVIII, así como una buena cantidad de composiciones que se fueron agregando

al repertorio indígena con posterioridad a la expulsión de la Compañía en 1767. Cuando

Bernardo Illari, Gerardo Huseby y yo llegamos al lugar en 1991, el estado de lo que

encontramos era deplorable [2 IMAGENES]. Las imágenes que Uds. ven representan

quizás el peor segmento del material. Había también cuadernillos cosidos [IMAGEN]

que nos daban pistas sobre un plan maestro de ordenamiento trazado por los jesuitas.

Pero también había cientos de pedacitos de papel, muchos de 2 o 3 cm2 de superficie, en

los que apenas si se veían un par de líneas de pentagrama y algunas sílabas o notas. En

cerca de 15 años de trabajo, a través de numerosos viajes y algunas estancias de varias

semanas in situ, fuimos logrando un ordenamiento que parecía sensato. Era imposible ,

y probablemente indeseable, restaurar el archivo al estado en el que se hallaba en época

jesuítica: no sólo había agregados de más de 50 años luego de la expulsión, sino que

también había habido disgregaciones de manuscritos y re-encuadernaciones realizadas

por los propios indígenas, a medida que sus prácticas musico-religiosas iban cambiando

a lo largo de un siglo y medio. El estado de cada uno de los segmentos aconsejó una

solución ecléctica, que en algunos casos respeta el ordenamiento de ca. 1740, en otros el

alrededor de 1830, y en otros el orden en el que se encontraba al llegar nosotros. La

gran mayoría de los fragmentos pudieron asignarse a las hojas respectivas, gracias a la

información proporcionada por el contenido litúrgico y musical, el tipo de papel, la

grafía, etc. Vemos aquí la fotografía de una de las filigranas más usuales del archivo, y

luego una versión procesada para mayor claridad. [FILIGRANAS 1 y 2]

Aunque el estudio de las filigranas del archivo aún no ha podido realizarse, mi

colega Bernardo Illari y yo hemos agregado una cuarta disciplina a las tres tradicionales,

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y la hemos designado irreverentemente como “bichología”. El papel, afortunadamente,

registra las alternativas de su historia. En primer lugar, estas partituras han sido

utilizadas cientos, algunas miles, de veces para cantar y tocar la música de la misa y de

las fiestas. Las páginas han sido sostenidas por manos sudorosas y las páginas pasadas

con rapidez para seguir tocando o cantando. En ese proceso se han ido desgajando sus

bordes exteriores, dejandolas con caprichosos contornos. La cera de las velas con que se

iluminaban los músicos ha dejado sus manchas. Las hojas, además, han pasado por

incendios, inundaciones [IMAGEN], y han sido agujereadas, en algunos casos

verdaderamente acribilladas por los temibles insectos de los climas tropicales

[IMAGEN]. Cada uno de estos acontecimientos ha ido dejando sus huellas en las

sufridas páginas. De modo que una hoja suelta muchas veces puede ser restaurada a su

lugar de origen luego de un examen de su contorno y de los agujeros producidos por los

insectos: si estos coinciden con otras hojas, evidentemente había una relación de

adyacencia entre ellas. Les muestro un ejemplo de coincidencia en los bordes exteriores:

girando la hoja derecha, se percibe que los bordes derechos son muy similares: las dos

hojas eran adyacentes[IMAGEN]. A través de todas estas operaciones, hechas posibles

por la memoria del papel, hemos podido reconstruir un repertorio musical

verdaderamente espléndido. Les hago oír un ejemplo [EJEMPLO MUSICAL 99].

En varios de los pueblos misionales, he visto a los actuales cantores e

instrumentistas ejecutar esta música sosteniendo ante su vista las antiguas hojas y libros

con la notación musical. Ninguno de ellos sabe leer música, y pocos pueden incluso leer

la letra de las canciones. Sin embargo, mantienen la práctica de usar los papeles de

música que son su legado jesuítico. ¿Por qué lo hacen? Porque el papel representa su

memoria, un pasado reverenciado y que no ha perdido su vigencia. Sin llegar a la

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veneración religiosa que ellos manifiestan por esos documentos, debemos reconocer que

es a ellos, y al hecho de que estén escritos sobre papel, que le debemos la posibilidad de

escuchar la música de los tiempos idos y de obtener un sinnúmero de informaciones

sobre la vida en las antiguas reducciones. Vaya mi agradecimiento, entonces, al papel,

por los maravillosos servicios prestados..

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