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HISTORIA DE LA IGLESIA: LOS PAPAS DE AVIGNON

*Por Leonardo Innamorato

En la historia de la iglesia católica hubo durante un periodo de 68 años, siete Papas


Franceses; Era el siglo XIV, el Vaticano aún no existía (se fundó hasta 1929) y Roma no era
la Santa sede papal, la ciudad era Avignon, donde durante casi siete décadas hubo 7 papas
franceses, hasta que ocurrió un cisma, revelando a dos antipapas. Dicho evento en la
historia del catolicismo fui conocido como “El papado de Avignon”, y es precisamente esa
ciudad, la cual se ubica en Francia. El caos reinante en la Italia del siglo XIV y el peso de la
Corona francesa en los asuntos de la Iglesia, desembocaron en el traslado de la Santa Sede
a Aviñón.

Introducción

Se habla habitualmente de decadencia de la cristiandad en los siglos XIV y XV, pero conviene
entender bien la palabra “decadencia”.

Se trata en primer lugar de una decadencia en el sistema de cristiandad. Como hemos visto, ésta
se basaba en la supremacía del papado, que había llegado a desempeñar el papel de árbitro
universal de Europa en tiempos de Inocencio III. Este equilibrio era frágil, incluso en el siglo
XIII, y se fue rompiendo poco a poco a lo largo de los siglos siguientes, a través de varias crisis,
alguna de ellas muy graves.

Los soberanos discuten el papel del papa en el terreno político. Dentro mismo de la Iglesia, las
divisiones desembocan en un cisma y en la contestación del poder papal. Las desgracias de los
tiempos y el malestar de las conciencias provocan una explosión del pensamiento religioso y
marcan el final de la unanimidad.

Sin embargo, este aspecto de decadencia no resume toda la vida de la Iglesia durante este
período. Se operan algunas transformaciones que anuncian una época distinta. Son siglos
también de una profundización interior para un gran número de cristianos

Los acontecimientos

Tras el breve pontificado de Benedicto XI, que trató de defender como pudo la memoria de
Bonifacio VIII, lacerada por todo tipo de acusaciones procedentes de Francia, en Perugia y
después de once meses de cónclave fue elegido en 1305 el arzobispo de Burdeos, Bertrand de
Got, que no era cardenal y que en el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso había
mantenido cierta neutralidad. Tomó el nombre de Clemente V, su coronación tuvo lugar en
Lyon, en presencia de Felipe IV el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara la presión del rey y
la debilidad del papa. Ni siquiera bajó a Italia y en 1309 se dirigió a Avignon donde estableció su
residencia y donde su sucesor, Juan XXII (1316-1334), elegido tras casi dos años y medio de
cónclave, se instaló definitivamente, entre otras razones porque en Roma sus enemigos políticos,
azuzados como se verá por Luis de baviera, le habían declarado herético y buscaban la
convocatoria de un concilio.

Desde este año hasta 1377 los Papas permanecieron en esta ciudad donde Benedicto XII (1334-
1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma y Papa de buenas costumbres,
que no permitió el nepotismo que tan común fue en aquella época, años después edificará un
imponente palacio para que sea digna morada de los pontífices. Clemente VI (1342-1352), abad
benedictino mucho menos riguroso y tendente al dispendio, compró el territorio de Avignon a la
reina Juana de Nápoles para que, por lo menos formalmente, residiesen los Papas en territorio
propio.

Tras el pontificado del más austero Inocencio VI (1352-1362) que contrastó con su fastuoso
predecesor, llegó el momento de Urbano V, el cual recogiendo los frutos de la labor
restauradora del cardenal Gil de Albornoz, que había restablecido cierto orden en el Estado de la
Iglesia, e insistido por las insistencias de la virtuosísimas Santa catalina de Siena, santa Brígida
de Suecia y el menos virtuoso Petrarca, entre otros, volvió a Roma y allí permaneció por espacio
de tres altos, de 1367 a 1370, pero la inestabilidad política y la inseguridad de la península le
animaron a volver a Avignon. Por fin, su sucesor Gregorio XI, movido una vez más por las
suplicas de Catalina de Siena, por las necesidades objetivas de la Iglesia y de su Estado, por el
estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra, que hacía muy poco segura su permanencia en
Francia, en 1377 traslado definitivamente la sede pontificia a Roma.
Con los historiadores, conviene señalar tres aspectos de este periodo: Antes que nada, los Papas,
a pesar de ser jurídicamente libres e independientes, de hecho, padecen plenamente el influjo de
la monarquía francesa. Se ha dicho con cierta exageración, pero con gran fundamento, que los
Papas se habían convertido en capellanes del Rey de Francia. Los siete pontífices de estos años
fueron todos franceses; la mayoría de los cardenales fue también francesa (en estos setenta años
fueron creados 113 cardenales franceses, 15 españoles, 13 italianos, tres ingleses y un
saboyano). Sobre todo, Clemente V se mostró sumiso a Felipe el Hermoso rehabilitando a los
enemigos de Bonifacio VIII, revocando la validez de la bula Unam sanctam en territorio francés
y llegando a incoar incluso un proceso contra Bonifacio, que pudo cerrar más tarde, pero solo al
precio de sacrificar la orden de los Templarios en aras de la avidez del monarca.

Aunque el resto de los Papas no se mostraron tan serviles, les alto plena libertad de acción y su
misma permanencia en Francia contribuyó a la difusión de la impresión generalizada de que el
pontificado estaba en manos de Francia, convertido en instrumento de los ambiciosos planes de
la monarquía francesa; situación tanto más grave cuanto que por el mismo periodo se iban
afirmando cada vez más el nacionalismo, desembocando la hostilidad entre Francia e Inglaterra
en la llamada Guerra de los Cien Años (1339-1453). Los intentos de algunos historiadores por
atenuar la influencia francesa sobre el papado, por justificar a los Papas de Avignon y por
acentuar los aspectos positivos de su actuación, no resultan en absoluto convincentes. No solo
los italianos, sino también los alemanes y los ingleses protestaban por la pérdida del carácter
universalista del papado, que contribuyó ciertamente a disminuir su autoridad, preparando el
camino a las graves crisis que iban a estallar poco después.

Por otra parte, si Clemente V se puso casi por completo en manos de Felipe el Hermoso, su
sucesor Juan XXII (elegido a los setenta y dos años y fallecido a los noventa) cometió el error
igualmente grave de iniciar un enfrentamiento continuo, áspero, inútil y absolutamente negativo
con el emperador Luis de Baviera. En la lucha entre los dos candidatos a la corona imperial, Luis
de Baviera y Federico de Ausburgo, Juan XXII se mantuvo en un primer momento neutral, sin
reconocer ni al uno ni al otro, pero reivindicando a la vez para la Santa Sede el antiguo derecho a
designar el candidato en el caso de una elección dudosa. Poco después, continuando impertérrito
por este camino erizado de peligros, se arrogó Juan el derecho de gobernar, hasta que la cuestión
no quedase resuelta, la parte del Imperio que constituía el reino de Italia y eligió como vicario
suyo a Roberto de Anjou, conocido adversario de Luis.
Al negarse éste a aceptar la designación, el Papa le conminó bajo amenaza de excomunión a que
dejase el gobierno en el plazo de tres meses y a que fuese a Avignon a rendir cuentas de su
comportamiento. Luis no solo no obedeció, sino que pasó a la ofensiva: acusó al Papa de
simonía y apeló a un concilio. Juan XXII excomulgó al Emperador y declaró a sus súbditos
libres del juramento de fidelidad. El Emperador no hizo caso de la excomunión, bajo a Italia,
hizo proclamar la deposición de Juan, promovió la elección de un nuevo Papa, que tomó el
nombre de Nicolás V, y se hizo consagrar Emperador por él, no sin haberse hecho antes coronar
por Sciarra Colonna, como representante del pueblo.

Continuó la lucha bajo los pontificados de Benedicto XII y de Clemente VI, no finalizando hasta
la muerte de Luis. Durante veinte años estuvo Alemania bajo el entredicho y el Emperador y sus
secuaces fueron excomulgados varias veces. Como es obvio, el único resultado fue una perdida
alarmante de autoridad por parte del pontificado, que prodigaba excomuniones con toda largueza
y más que nada por razones políticas. Luis apoyó decididamente a cuantos atacaban, negaban o
minimizaban por los motivos que fuesen la autoridad del Papa: Marsilio de Padua, Occam, el
sector de los franciscanos que estaba en conflicto con él debido a discusiones teóricas y prácticas
sobre la pobreza. En la dieta de Francfort de 1338 declaró el Emperador, confirmando una
decisión tomada unas semanas antes por los príncipes electores, que la elección imperial
quedaba reservada a los siete príncipes electores alemanes, excluyendo la confirmación por parte
del Papa. Con esto quedaban las tesis de Inocencio III definitivamente superadas. Luis murió en
1347 y el nuevo emperador, Carlos IV, fue reconocido por todos y, después de veinte años,
volvió la paz.

Un tercer factor que contribuyó a aumentar la aversión a la Curia de Avignon: su fiscalismo, que
Juan XXII elevó a la categoría de sistema. Las entradas de la Curia procedían fundamentalmente
de estas fuentes: los censos (tributos impuestos al Estado pontificio y a los reinos vasallos de la
Santa Sede, como el reino de Nápoles); las tasas pagadas por los monasterios exentos y por los
obispos y otros prelados con motivo de su nombramiento y en otras ocasiones; los expolios de
los prelados difuntos, es decir, sus bienes, que muchas veces pasaban al Papa; las procuraciones
o contribuciones liquidadas en el momento de la visita canónica; las tasas de la cancillería,
condición previa para obtener dispensas, privilegios, gracias diversas espirituales o materiales;
las añadas o frutos del primer año de todos los beneficios otorgados.

El incremento del sistema fiscal iba unido con la tendencia del papado a reservarse el
nombramiento de muchos de los oficios diocesanos que hasta entonces habían sido elegidos por
alguna parte del clero o designados por el obispo. Clemente IV fue el primero en reservar a la
Santa Sede el nombramiento de los beneficios vacantes, es decir, de aquellos cuyo titular moría
en la Curia. La centralización o, dicho de otra manera, la creciente intervención de Roma, fue
mal vista por muchos y realmente no carecía de inconvenientes. Si podía por una parte
neutralizar el nacimiento de partidos, también es cierto que impedía a los obispos gobernar
libremente su diócesis; por lo demás, los cargos eran otorgados a menudo a personas que no
residían en el lugar de su beneficio, sino que ejercían su función por medio de un vicario.

Así, Avignon se convirtió en la meta de muchísimas personas que solo pretendían obtener un
puesto; la Curia pontificia parecía ser la fuente de la que todos esperaban el sustento. Algunos
historiadores antiguos y modernos han tratado de calcular el montante de las rentas pontificias:
Villani, basándose en testimonios de su hermano, banquero del Papa, habla de que Juan XXII
dejo 18 millones de florines; Mollat rebaja las rentas a 228.000 florines anuales y la suma
recogida por Juan XXII a cuatro millones y medio, consumidos con creces en la guerra de Italia.

Aun reduciendo a sus límites precisos el alcance del fiscalismo, reconociendo la necesidad de
una administración adecuada y de una sólida base económica y admitiendo que muchas de las
críticas o son exageradas o malintencionadas, ya que fueron hechas por los amargados que no
consiguieron lo que pretendían (es el caso de Petrarca), hay que reconocer que la sólida
organización fiscal creada por Juan XXII y desarrollada por sus sucesores contribuyó
poderosamente a indisponer los ánimos contra la Curia y provocó innumerables opúsculos
críticos que, tras desatarse en amargas acusaciones contra el papado, terminaban siempre con la
misma conclusión, convertida un poco en el lema de la nueva época: ¡Reforma de la Iglesia! No
era fácil, dada la excitación de los ánimos, distinguir entre la reforma moral y disciplinar de la
dogmático-institucional.
Consideraciones finales

Como positivo, hay que señalar que, en este periodo de la Iglesia, -aunque se vio teñida por un
centralismo administrativo, fiscalidad, nepotismo y relajación de costumbres, - trajo varios
beneficios como la organización del papado, desarrollo de las artes, la cultura y la promoción de
misiones de evangelización. Y los negativo, el sisma, la confusión y la negación de un sumo
Pontífice que una cohesione y lleve a cabo los cumplimientos de los dogmas católicos, aún con
los avatares que toda institución no es vulnerable que entre sus hombres se produzcan luchas de
poder, divergencias ideológicas y dogmáticas y hasta de reposicionarse como máxima autoridad
heredera de Pedro.

Licenciado en sociologia, UNSE

Bibliografia

Corrado, Augias (2011) “Los secretos del Vaticano. Luces y sombras de la historia de la iglesia”,
Madrid, editorial Crítica.

Renouard, Yves (1962) “Los papas de Aviñón”, Buenos Aires, editorial General Fabril.

Laboa Gallego, Juan María (2016) “Historia de los Papas: entre el reino de Dios y las pasiones
terrenales”, Madrid, editorial El Ateneo.

https://www.youtube.com/watch?v=gCPSO89LRx0

https://www.lavanguardia.com/historiayvida/los-siete-papas-de-avinon_12536_102.html

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