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CLAUDE MOSSE

La mujer
en la Grecia clásica
C LA U D E M OSSE

mujer en la Grecia clásica

T ra d u c c ió n de C elia M a ría S ánchez

NEREA
I'ulilli iulo originalmente en francés con el título
h i l 't'mitw dans la Grèce antique, Albin Michel, 1983

Cubierta: Misión de Tritolemo. Detalle de bajorrelieve


motivo del S. V a.C. (Foto Oronoz)

Primera edición: marzo de 1990


Segunda edición: noviembre de 1991

© Editions Albin Michel, S. A., 1983


© Ed. cast.: Editorial NEREA, S. A. 1990
Santa María Magdalena, 11. 28016 Madrid
Teléfono 571 45 17
© de la trad.: Celia María Sánchez
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden
reproducirse o transmitirse utilizando medios electrónicos o mecánicos, por
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editor.
ISBN:84-86763-29-0
Depósito legal: M. 41.290-1991
Fotocomposición: EFCA, S. A.
Avda. Doctor Federico Rubio y Galí, 16. 28039 Madrid
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Impreso en España
Indice

PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA............................... 9


Primera parte: LA CONDICION FEMENINA..................... 13
CAPITULO 1: La mujer en el seno del oikos........................... 15
A: La mujer en la sociedad homérica.................................. 17
B: La mujer en el Económico de Jenofonte........................... 34
CAPITULO 2: La mujer en la ciudad.................................... 41
A: La época arcaica................................................................ 43
La colonización............................................................ 45
La tiranía..................................................................... 48
B: El modelo ateniense: la condición de la mujer en Ate­
nas en la época clásica...................................................... 52
La mujer ateniense...................................................... 54
La cortesana................................................................. 67
La esclava.................................................................... 84
C: La mujer espartana........................................................... 87
CONCLUSION............................................................................. 99
Segunda parte: LAS REPRESENTACIONES DE LA MU­
JER EN EL MUNDO IMAGINARIO DE
LOS GRIEGOS............................................... 103
CAPITULO 3: La estirpe de las mujeres................................ 107
Il LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

('AIMTIJIA) 4: El teatro,espejo de la ciudad........................... 117


A: La tragedia......................................................................... 118
II: La comedia......................................................................... 130
CAPITULO 5: La mujer en la ciudad utópica...................... 143
CONCLUSION............................................................................. 155
APENDICES......'.......................................................................... 161
APENDICE I: Hedna, pherné, proix:el problema de la dote en
la Grecia antigua.............................................. 163
APENDICE II: La mujer griega y el amor.......................... 169
NOTAS........................................................................................... 181
BIBLIOGRAFIA........................................................................... 193
INDICE ANALITICO 197
P R O L O G O A LA E D IC IO N ESPA Ñ O LA

La historia de las m ujeres ha pasado a form ar p arte de la


H istoria desde hace sólo unos veinte años. No hay d u d a de
que los m ovim ientos fem inistas de finales de los años sesen­
ta tienen m ucho que ver con este interés nuevo por esa m i­
tad de la h u m an id ad h asta ah o ra excluida de la gran H is­
toria por considerarla ajena a ella. Y u n a m uestra de ello es
que los prim eros estudios sobre la historia de la m ujer ap a ­
recieron en E stados U nidos, donde los m ovim ientos feminis­
tas se desarrollaron con más fuerza.
Pero era grande el riesgo de que la historia de la m ujer
se pusiera al servicio de un feminismo m ilitante, y p ara con­
vencerse de ello b asta con echar u n a ojeada a las num erosas
publicaciones aparecidas tanto en Estados U nidos como en
E uropa occidental d u ran te los dos últim os decenios. La A n­
tigüedad se ofrecía como cam po singularm ente abonado
p ara un intento sem ejante, pues, y tal vez más que en n in ­
gún otro m om ento de la historia, la m ujer se nos m uestra en
este período como u n a m enor, excluida especialm ente de las
dos actividades fundam entales en la vida del hom bre griego
o rom ano: la política y la guerra. R ebajada a la categoría de
guardiana del hogar dom éstico, sin apenas diferencias con
la esclava, la m ujer griega es un ejemplo especialm ente ilus­
trativo de lo que supone el som etim iento de u n a parte de la
hum anidad por la otra. Y no sería difícil m o strar m ultitud
de citas tom adas de los m ás relevantes escritores y pensado­
res de la G recia an tig u a en apoyo de esta tesis.
Sin em bargo, p ara quien está algo fam iliarizado con di­
Il) LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

dios escritores y pensadores, las cosas no son tan simples.


C iñcndonos al ejemplo griego, pues es el objeto de nuestro
estudio, no puede dejar de sorprendernos la presencia efec­
tiva de las m ujeres en la epopeya, el teatro, y por supuesto
en la vida cotidiana, tal y como se nos es dado im aginarla
a p artir de las fuentes de que disponem os. B asta con recor­
d a r a H elena, responsable de la guerra de T roya, A ndrom a­
ca o Penèlope, m odelos de esposas fieles, la tem ible Clitem -
nestra, las protagonistas de A ristófanes, intrépidas e irreve­
rentes, las m ujeres espartanas y las cortesanas atenienses
p ara interrogarnos sobre cuál era el lugar real que ocupa­
ban las mujeres en las sociedades de la G recia antigua. La
prim era dificultad con que nos enfrentam os es, por supues­
to, que todas n uestras fuentes, o casi todas, son de proce­
dencia m asculina, y sólo algunas poetisas, entre las que so­
bresale la célebre Safo de Lesbos, nos han dejado huellas de
palabras fem eninas. C u an d o Penèlope se dirige, en la Odi­
sea, a los pretendientes, es el poeta quien la hace hablar.
C uando C litem nestra evoca las m iserias de la esposa que se
queda en el hogar esperando el retorno del guerrero, en rea­
lidad es Esquilo el que h ab la por su boca. N o hay más re­
medio que aceptarlo así. Pero ¿acaso por ello vam os a re­
nunciar al intento de definir cuál era el lugar de las m ujeres
en la G recia antigua? De hecho es im prescindible, p ara no
perdernos en el intento, tener presente una doble exigencia.
Por un lado, y ya que se tra ta de reconstruir lo que era la
condición fem enina en la G recia antigua, no sep arar el es­
tudio de esta condición de las realidades sociales e históri­
cas. Estas no h an dejado de evolucionar entre los siglos VIII
y IV antes de J.C ., en relación con el paso de u n a sociedad
aristocrática a u n a sociedad «isonómica», es decir, basada
en la igualdad de los m iem bros de la com unidad cívica. Pero
PROLOGO A I.A E D IC IO N ESPAÑOLA 11

u n a igualdad que no fue capaz de hacer que desaparecieran


las desigualdades sociales, no desdeñables en absoluto al h a­
b lar de las «mujeres», ya que las «reinas» hom éricas o la es­
posa de un rico hacendado en la A tenas del siglo IV no po­
dían de ninguna m anera com pararse a la pobre m ujer que,
p ara criar a sus hijos en ausencia de su m arido, prisionero
de guerra, vendía cintas en el ágora de A tenas. Pero tam ­
bién, y por o tra parte, hay que tener en cuenta las represen­
taciones de la m ujer y el lugar que éstas ocupaban en el m u n ­
do ideal de los griegos de la A ntigüedad, a fin de evaluar,
en la m edida de lo posible, cómo dichas representaciones re­
flejan una realidad que sólo podem os aprehender a través
de ellas. L a tarea no es fácil. E ra necesario, no obstante, in­
ten tar llevarla a cabo, sin olvidar por un m om ento que se­
guram ente no podrem os n u n ca reconstruir un pasado siem­
pre inasible.

Febrero 1990
Prim era parte

LA C O N D IC IO N F E M E N IN A
C A P IT U L O 1

La mujer en el seno del oikos

El térm ino griego oikos tiene un significado m uy rico y com ­


plejo. E sta com plejidad no q u ed a suficientem ente plasm ada
si lo traducim os como dom inio o propiedad. Porque si bien
es cierto que con oikos se hace referencia en prim er lugar a
la hacienda, unidad de producción fundam entalm ente agrí­
cola y ganadera, donde sin em bargo ocupa tam bién un lu­
gar im portante la artesan ía dom éstica, se utiliza adem ás, y
tal vez con más frecuencia, p a ra referirse a un grupo h u m a­
no estructurado de m an era más o m enos com pleja, de ex­
tensión más o m enos gran d e según las épocas, y donde el lu­
gar que ocupan las m ujeres se inscribe por consiguiente en
función de la estru ctu ra m ism a de la sociedad cuya unidad
básica está constituida por el oikos.
El térm ino aparece ya en los poem as hom éricos, y sobre
16 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

todo en la Odisea. L a Ilíada relata m ás que n ad a com bates,


y m uy raras veces se m enciona la vida «norm al», la del tiem ­
po de paz. En cam bio, la Odisea arra stra al lector detrás de
Ulises no solam ente a ese «m undo de nin g u n a parte» ad o n ­
de le conduce el odio de Poseidón, sino tam bién a la «casa»
de Penélope, en Itaca, a la de H elena, tras su regreso al ho­
g ar en E sp arta, u n a vez obtenido el perdón, y a la p atria de
Areté, esposa de Alcínoo, a E squeria, p ara estar ju n to a ella
y ju n to a su hija N ausícaa. A hora bien, estas m ujeres que
acabo de m encionar son esposas o hijas de reyes. Es decir,
el oikos es en este caso tam bién un centro de poder.
C uatro siglos m ás tarde, el ateniense Jenofonte, exiliado en
territorio lacedem onio tras h ab er sido condenado por sus
conciudadanos como traidor, acusado de h ab er com batido
ju n to a los enemigos de su patria, red acta un diálogo en el
que hace h ab lar a su m aestro Sócrates y a un interlocutor;
éste, poseedor de una vasta hacienda, dem o strará al filósofo
que la oikonomia, el arte de ad m in istrar bien un oikos (de don­
de procede nu estra «econom ía»), está al alcance de cualquier
hom bre sensato. En el oikos de Iscóm aco es la esposa, la d u e­
ñ a de la casa, la que controla el trabajo que se realiza en el
interior de ésta, y este control, esta dirección derivan de una
autoridad que es de n atu raleza «real»: la del jefe que sabe
m an d ar y hacerse obedecer. Pero la esposa de Iscóm aco no
es una reina, e Iscóm aco, au n q u e es rico y respetado, no deja
de ser por eso uno de los 30.000 ciudadanos de A tenas en
quienes recae colectivam ente la soberanía de la ciudad, una
soberanía que se ejerce en las asam bleas populares, fuera del
oikos. E ntre Penélope y N ausícaa por una parte, y la joven
esposa de Iscóm aco p o r otra, hay a la vez continuidad y ru p ­
tura: continuidad en la función llevada a cabo en el seno de
u na unidad de producción, ru p tu ra en lo que esta función
LA M U JE R E N E L SEN O D E L O IK O S 17

representa en el seno de u n a sociedad determ inada. P ara d a r


cuenta de una y o tra hay que ir, no hay más rem edio, di­
rectam ente a los textos de que disponem os.

A. La mujer en la sociedad hom érica

Penèlope, H elena, N ausícaa, pero tam bién C litem nestra,


A ndróm aca, H écuba, son en prim er lugar reinas o prince­
sas, las esposas de los héroes que se enfrentan en esta gue­
rra salvaje que d u ra diez años. ¿Q ué pueden enseñarnos
acerca del lugar que ocupa la m ujer en la sociedad hom éri­
ca? Dejemos de lado la disp u ta que enfrenta a los que creen
en la historicidad de la sociedad descrita po r el poeta y aque­
llos que la rechazan como algo fantástico. Como se dirige a
una sociedad aristocrática, el bardo que va de «casa» en
«casa» recitando las antiguas hazañas de los héroes las re­
crea como él y sus oyentes im aginan que se vivía en aque­
llos tiem pos lejanos en que A gam enón era el «rey de reyes».
Pero si bien todo lo que se refiere a los héroes está teñido
de valores positivos — oro en ab undancia, palacios su n tu o ­
sos, espléndidos festines— , cuando se p asa a las escenas de
la vida cotidiana, cuando se en tra en la casa, aunque ésta
sea bau tizad a con el nom bre de palacio, nos encontram os
con una realidad concreta que tiene p ara el h istoriador un
valor incalculable. Y esta realidad es, en prim er lugar, la de
las mujeres.
E ntre éstas podem os establecer dos grupos socialm ente
diferenciados: de un lado, las m ujeres o las hijas de los hé­
roes, del otro, las sirvientas. Sin em bargo, hay que situ ar
aparte el grupo am biguo constituido po r las cautivas. Estas
son generalm ente de origen real, o al m enos de sangre no­
18 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

ble. Pero los azares de la guerra las h an hecho caer en m a­


nos de los enemigos de sus esposos y de sus padres. C onver­
tidas en p arte del botín, se ven condenadas la m ayoría de
las veces a co m p artir el lecho de aquel al que les h an caído
en suerte, destinadas por ello incluso a la hum illación, salvo
si están unidas a su vencedor por un sentim iento de afecto
o de am or. No se m enciona p ara n ad a a las m ujeres del p u e­
blo, como si los T ersites y otros hom bres vulgares que cons­
tituyen el grueso del ejército estuviesen privados de ellas. Es
evidente que al poeta y a sus oyentes les traía sin cuidado.
Y adem ás, dejando ap arte la cuestión de la realeza, su p a­
pel en el oikos y en la sociedad no era seguram ente m uy di­
ferente al de las esposas de los héroes. Pero solam ente estas
últim as cum plían u n a triple función: eran esposas, reinas y
señoras de la casa.
E n prim er lugar eran esposas, o futuras esposas en el
caso de la joven N ausícaa, y esto nos obliga a esclarecer dos
aspectos del m atrim onio: el aspecto social y el que p o d ría­
mos llam ar aspecto afectivo. Nos encontram os con una
prim era evidencia: en el m undo de los poem as, el m atrim o­
nio es ya una sólida realidad social. Sin em bargo, en u n a so­
ciedad prejurídica como la de H om ero, esta realidad tom a
form as diversas que h an sido señaladas por todos aquellos
que han intentado definirla. Com o observa J . P. V ernant,
encontram os en ella «... prácticas m atrim oniales diversas,
que pueden coexistir unas con otras porque responden a fi­
nalidades y objetivos m últiples, ya que el juego de in tercam ­
bios m atrim oniales obedece a reglas m uy sim ples y m uy li­
bres, en el m arco de un comercio social entre grandes fam i­
lias nobles, en el cual el intercam bio de las m ujeres se reve­
la como un medio de crear vínculos de solidaridad o de de­
pendencia, de ad q u irir prestigio, de confirm ar un vasallaje;
LA M U JE R E N EL SENO D EL O IK O S 19

comercio en el que las m ujeres son consideradas bienes p re­


ciosos, com parables a los agálmata cuya im portancia en la
práctica social y en las m entalidades de los griegos de la épo­
ca arcaica ha señalado Louis G ernet» 1.
La práctica más extendida se inscribe en el sistem a de
intercam bios que los antropólogos denom inan como el de do-
te -p o r-d o te . Es decir, que si el esposo «com pra» a su espo­
sa al padre de ésta, esta «com pra» no se puede reducir a u n a
transacción del tipo «una m ujer por tan tas cabezas de ga­
nado». El pad re de la joven puede escoger a su futuro yerno
por otras razones que las p u ram en te m ateriales, y si bien es
cierto que entre varios pretendientes escogerá a aquel que
ofrezca los hedna (regalos de boda) m ás valiosos, puede sen­
tirse tentado tam bién de entregar a su hija sin hedna a un
hom bre cuyo prestigio y honor repercutirán sobre su descen­
dencia. El ejemplo de u n a joven prom etida sin hedna que con
más frecuencia se m enciona es el ofrecim iento que hace Aga­
m enón a Aquiles, p ara que vuelva a com batir, no solam ente
de trébedes, relucientes objetos de oro, caballos, cautivas,
sino tam bién de u n a de las tres hijas que le h ab ía dado Cli-
tem nestra: «Q ue se lleve la que quiera, y sin necesidad de
dotarla, a la casa de Peleo» 2.
Es evidente que el carácter excepcional de Aquiles, u n i­
do a las circunstancias no menos excepcionales del com ba­
te, explica en esta ocasión la donación g ratu ita que hace
A gam enón de su hija. Y aunque en un contexto diferente,
es asim ism o el carácter un tan to excepcional del reino de Al-
cínoo, a medio cam ino entre el m undo real y el m undo b á r­
baro de los «relatos», el que explica a su vez que éste pueda
pensar en entregar a su hija N ausícaa al héroe, despojado
de todo, v arad o en su orilla 3. E sta anom alía se justifica tam ­
bién a causa, por un lado, de la grandeza y la fam a de Uli-
20 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

ses, y por otro, de la dificultad de en co n trar en el m ism o lu­


gar un esposo digno de la hija del rey. Sin em bargo, aunque
es ju sto subrayar, como lo h an hecho M. I. Finley y J- P-
V ern an t, que el m atrim onio no es signo de u n a com pra p u ra
y simple y que «... se inscribe en un circuito de prestaciones
entre dos familias», estas prestaciones, ofrecidas como hedna
por el futuro yerno a su futuro suegro, no dejan de ser la for­
m a «norm al» en que se m anifiestan las prácticas m atrim o­
niales. Recordem os a este respecto, au n q u e en otro plano
presenta un carácter un tan to peculiar sobre el que volvere­
mos, el ejemplo de Penèlope: si Telém aco, una vez confir­
m ada la m uerte de Ulises, en tra en posesión de su p atrim o ­
nio, y si Penèlope acepta volver a casa de su padre, es a éste
a quien los pretendientes se dirigirán p ara conseguirla «... a
cam bio de regalos. D espués, Penèlope se casará con aquel
que más haya ofrecido» 4.
Así pues, la form a m ás extendida, aunque no la única,
de que un noble consiga u n a m ujer es el intercam bio de p re­
sentes, el pago de los hedna. L a m ujer se convierte así en la
esposa legítim a, álochos, la que com parte el lecho y de la que
se espera que conciba hijos. H ay que señalar que tam bién
aquí las prácticas m atrim oniales presentan variantes revela­
doras de un estado de las relaciones sociales no bien fijado
todavía. En efecto, la esposa se instala casi siem pre en casa
de su esposo o del pad re de éste, si vive todavía: recuérdese
el ejemplo de cuando A gam enón tra ta de que Aquiles vuel­
va de nuevo al cam po aqueo y le propone que se lleve a la
hija que prefiera «a la casa de Peleo». Igualm ente, Penèlope
deja la casa de su p ad re p ara ir a vivir con U lises a la de
éste. Y lo mism o sucede con A ndróm aca, la esposa de H éc­
tor, que vive en el palacio de Príam o. Pero, curiosam ente,
en el palacio de P ríam o viven no sólo los hijos del rey con
LA M U JE R E N E L SEN O D E L O IK O S 21

sus esposas, sino tam bién las hijas del rey con sus esposos.
Si Ulises se h u biera casado con N ausícaa, h ab ría vivido en
el palacio de Alcínoo. Pero aquí nos encontram os ante un
caso un poco especial que despende de las situaciones un ta n ­
to excepcionales m encionadas anteriorm ente. T al vez sea
preciso ir un poco m ás lejos y h ab lar de unión patrilocal y
unión m atrilocal, según la term inología de los etnólogos. En
definitiva, está claro que, excepto en casos m uy especiales,
la m ujer iba norm alm ente a vivir a la casa de su m arido o
a la del p ad re de éste, y era en esta cohabitación donde se
cim entaba la legitim idad del m atrim onio, tan to como en el
intercam bio de los hedna, de los regalos, y en la cerem onia
de la boda.
Esto nos lleva a h ab lar del problem a de la m onogam ia:
norm alm ente, en los poem as, u n a vez m ás, es la p ráctica h a ­
bitual. Los héroes tienen exclusivam ente u n a esposa, bien
sean griegos (A gam enón, Ulises, M enelao) o troyanos (P a­
rís, H éctor). Pero hay casos excepcionales: el de Príam o es
el más elocuente, pues si bien H écu b a es su esposa por ex­
celencia, las otras «esposas» del rey le han dado hijos igual­
m ente legítimos y no deberían considerarse como simples
concubinas. Pero tal vez el ejem plo de H elena sea aú n más
destacable, porque revela el carácter todavía no bien deli­
m itado de las prácticas m atrim oniales. H elena aparece como
el p aradigm a de la m ujer ad ú ltera que ha ab an donado el ho­
gar de su esposo, y como tal es condenada po r las otras m u ­
jeres y por ella m ism a. Pero al mism o tiem po disfruta en la
casa de Príam o de la condición de esposa legítim a de París.
Es significativa a este respecto la conversación que m an tie­
ne con su suegro en el libro I I I de la litada: éste la tra ta
como hija suya y ella le m anifiesta el respeto y el tem or de­
bidos a un padre. E sta doble condición es tanto m ás sor-
LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

préndente cuanto que H elena sigue siendo tam bién la espo­


sa de M enelao y asp ira a volver a la casa de su esposo.
Pero nos encontram os ante otro caso límite; norm alm en­
te el hom bre tiene sólo u n a esposa, aunque com parta el le­
cho de otras m ujeres. A hora bien, la m ujer que, como H e­
lena o C litem nestra, traiciona a su esposo legítim o es con­
denada. El adulterio de la m ujer no se perdona, pues es ne­
cesario preservar la legitim idad de los hijos. Pero nos encon­
tram os ante un caso de costum bre m ás que de jurisdicción,
a diferencia de lo que será el derecho griego posterior 5. L a
noción de legitim idad es m uy im precisa todavía. Y si por
una p arte se condena el adulterio de la m ujer, el del hom ­
bre, po r el contrario, ni siquiera se tiene en cuenta. Se con­
sidera com pletam ente n atu ra l que el hom bre tenga concu­
binas, sirvientas o cautivas, que viven en su casa y cuyos hi­
jos se integran en el oikos, a veces sin diferenciarse apenas
de los hijos legítimos. Es el caso, po r ejemplo, de M egapen-
tes, el hijo que M enelao tuvo con u n a concubina esclava, y
al que éste casa con la hija de un noble espartano. Es más
que verosímil que M egapentes llegue a ser el heredero de su
padre, ya que, según precisa el poeta, M enelao sólo había
tenido una hija con H elena y «... los dioses ya no concede­
rían a H elena la esperanza de tener descendencia después
de h ab er traído al m undo a u n a en can tad o ra hija tan h er­
m osa como A frodita con sus joyas de oro» 6. E sta hija, H er-
míone, h abía dejado la casa de su p ad re p ara convertirse en
la esposa del hijo de A quiles, Neoptólem o. Si bien la cuasi-
legitim idad de M egapentes podía explicarse por la ausencia
de un heredero varón, no sucede lo mismo con el personaje por
el que Ulises se hace p asar a su regreso a Itaca: el hijo ile­
gítim o de un noble cretense que tenía num erosos hijos con
su esposa. «Y sin em bargo, me colocaba en el mism o rango
LA M U JE R E N E L SEN O D E L O IK O S 23

que los descendientes puros de su raza», dice el pseudocre-


tense, que cuenta cómo, u n a vez m uerto su padre, fue des­
pojado por sus herm anastros, que sólo le dejaron u n a casa 7.
Estos dos ejemplos son una m uestra de la natu raleza aún
m al definida del m atrim onio como institución social. Pero
esta com probación no debe hacernos p en sar que en aquella
sociedad la m ujer era sólo objeto de intercam bio o señal de
prestigio. L a riqueza de los poem as nos perm ite calib rar el
lugar que ocup ab a lo que podem os llam ar, a falta de o tra
expresión, el afecto en las relaciones entre esposos. P odría­
mos m ostrar m u ltitud de citas en las que los héroes dem ues­
tran su deseo de ver de nuevo su hogar y volver ju n to a su
esposa. Ulises m anifiesta en el canto II de la Ilíada: «C ual­
quiera que lleve un solo mes separado de su m ujer se im p a­
cienta al verse retenido en su nave de sólida arm azón por
las borrascas invernales y el m ar alborotado» 8, a lo que res­
ponde Aquiles en el canto IX con esta queja: «¿Acaso los
átridas son los únicos m ortales que am an a sus esposas?
C ualquier hom bre bueno y sensato am a y protege a la suya.
Y yo am aba de todo corazón a la m ía, au n q u e era u n a cau ­
tiva» 9. Pero la pareja modelo de la Iliada es sin d u d a la for­
m ada por H éctor y A ndróm aca, y au n q u e el poeta se com ­
place en destacar la debilidad de A ndróm aca frente a la m ag­
nanim idad y el valor de H éctor, el am or que el héroe siente
por su esposa se trasluce sin em bargo cuando éste piensa en
lo que le sucederá a aquélla si T ro y a cae en m anos de los
enemigos: «M e preocupa menos el futuro dolor de los tro-
yanos, de la m ism a H écuba, del rey P ríam o o de muchos de
mis valientes herm anos que caerán en el polvo derribados
por nuestros enemigos, que el tuyo, cuando algún aqueo de
coraza de bronce se te lleve llorosa, privándote de liber­
ta d » 10. A la p areja H éctor-A ndróm aca corresponde la de
'.M LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

P ríam o-H écuba. Las infidelidades de Príam o, el hecho de


m antener en su casa a las concubinas y a sus hijos, no le im ­
piden p edir consejo a su anciana esposa cuando hay que to­
m ar la decisión de ir a reclam ar a A quiles el cadáver de H éc­
tor; consejo que sin em bargo no sigue.
Pero donde la realidad del am or entre esposos se destaca
con más fuerza es sin d u d a en la Odisea y en la persona de
Penélope. No es que Ulises sea un esposo modelo: ha goza­
do evidentem ente de los encantos de Calipso, antes de que,
como dice con gracia el poeta, «... sus deseos dejaran de ser
correspondidos» n . Pero desde ese m om ento quiere volver a
su casa y ver de nuevo a la esposa por quien, le reprocha la
ninfa, «... suspira sin cesar día tras día» 12. Y cuando está
a punto de ab an d o n ar la isla de los feacios, m anifiesta la es­
peranza, como esposo modelo que es, de en co n trar a su re­
greso «... sanos y salvos a mi virtuosa m ujer y a todos los
seres que quiero». Al mism o tiem po hace votos p ara que sus
huéspedes pu ed an «... hacer felices a sus esposas y a sus hi­
jos» 13. Pero es sin d u d a en la escena del reencuentro de los
esposos donde se expresa con m ás fuerza la realidad de los
sentim ientos que unen a Ulises y Penélope. Es evidente que
el poeta ha querido m o strar aquí la intensidad de un senti­
m iento justificado por la historia de Penélope y de sus in n u ­
m erables artim añ as p a ra escapar de sus pretendientes.
Así pues, las esposas de los héroes de los poem as no eran
sólo el signo tangible de una alianza entre dos familias. Po­
dían ser tam bién objeto de deseo: no hay m ás que recordar
la escena de seducción de H era, quien, a pesar de ser una
diosa, no prescinde de utilizar todos sus encantos p ara se­
ducir a Zeus; pensem os tam bién en el reencuentro de Ulises
y Penélope al final de la Odisea, y en la intervención de A te­
nea p ara prolongar la noche de am or entre los dos esposos.
LA M U JE R E N E L SEN O D E L O IK O S 25

Las m ujeres disfrutaban del cariño de sus esposos, y cuando


éstos poseían el poder real ellas p articip ab an en cierto modo
de esta realeza.
Y aquí nos encontram os con un problem a com plicado.
Com plicado en prim er lugar porque la realeza «hom érica»
es difícil de establecer, y porque surge de nuevo la cuestión
de la dim ensión histórica de los poem as 14. ¿Son los «reyes»
de la Ilíada y de la Odisea los descendientes de los soberanos
micénicos cuyo poder se nos ha revelado gracias a la arqueo­
logía y a la lectura de las tablillas encontradas en las ruinas
de los palacios, o son más bien «reyezuelos», cuya au to ri­
dad apenas sobrepasa los lím ites de sus oikos, y están obli­
gados a escuchar los consejos de sus iguales desde los oscu­
ros orígenes de la ciudad? El libro de M . I. Finley, hoy ya
clásico, ha aportado a esta últim a tesis argum entos convin­
centes y apoyatura histórica y a él se h an adherido num ero­
sos investigadores, au n cuando algunos siguen siendo reti­
centes. Pero aunq u e los reyes de la Ilíada y de la Odisea, a
pesar de la riqueza que poseen, según el poeta, sean ante
todo guerreros, dueños de un vasto oikos, no dejan por ello
de poseer, respecto a la gran m asa de los dem ás guerreros,
e incluso de algunos héroes, un poder de n atu raleza esen­
cialm ente religiosa sim bolizado por el cetro. A hora bien, p a ­
rece claro que la esposa legítim a p articip ab a en cierta m e­
dida de este poder. Pondrem os como ejemplo a cuatro de
ellas: H écuba en la Ilíada , H elena, A rete y por supuesto Pe-
nélope, en la Odisea.
Em pecem os p o r H écuba: en el canto V I, cuando los
aqueos pasan al ataq u e y am enazan con d erro tar a las fuer­
zas troyanas, H eleno, uno de los hijos de Príam o, que es tam ­
bién adivino, sugiere a su herm ano H éctor que interceda
ante su m adre: «E ncam ínate a la ciudad y di a nu estra m a­
LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

dre que convoque a las venerables ancianas en el tem plo con­


sagrado a A tenea, la de los ojos de lechuza, en la Acrópolis;
que a b ra con las llaves las puertas del recinto sagrado; y des­
pués, tom ando el velo que más herm oso le parezca, el más
grande y el que ella aprecie más de cuantos haya en el p a ­
lacio, lo ponga sobre las rodillas de A tenea, de herm osos ca­
bellos. Y que al mismo tiem po le h ag a voto de inm olar en
el tem plo doce novillas de un año, desconocedoras aú n del
aguijón, si se digna ap iad arse de nu estra ciudad y de las es­
posas y tiernos hijos de los troyanos» 15. Por consiguiente
H écuba, al ser la esposa del rey, tiene poder p a ra convocar
a las m ujeres de T roya, y ella será quien ofrezca a la diosa
un sacrificio p ara p edir la protección de la ciudad, de las m u ­
jeres y de los niños. Nos encontram os, pues, no sólo ante la
m ujer del rey, sino an te la m ism a reina. C om o reina tam ­
bién se presenta H elena en la Odisea, en el canto IV , cuando
recibe a Telém aco, que h a venido a pedir a M enelao noti­
cias acerca de su padre. H elena ha vuelto de nuevo a vivir
con su esposo y h a recuperado todos sus derechos. Su en tra­
da en la sala del banquete donde M enelao hace los honores
a sus huéspedes es desde luego la de u n a reina, tanto po r su
porte m ajestuoso como po r los lujosos objetos que la rodean,
objetos, preciso es decirlo, regalados por la m ujer del p rín ­
cipe que reinaba en T ebas de Egipto, en el m arco de un in­
tercam bio de regalos en el que se sitúa la doble correspon­
dencia M enelao/Pólibo, H elena/A lcandra. H elena no d u d a
en to m ar la p alabra, lo que es aú n m ás extraordinario, y es
ella la que reconoce a Telém aco como hijo de Ulises. A pe­
sar de presentarse con objetos propios de una m u je r— la rue­
ca, el cestillo de lana— , se le perm ite ocu p ar asiento entre
los hom bres, como corresponde a u n a reina.
Reina tam bién es A reté, la esposa de Alcínoo. Se ha se­
LA M U JE R E N E L SEN O D E L OIK.OS 27

ñalado con frecuencia el hecho de que N ausícaa aconseja a


Ulises que se dirija en prim er lugar a su m adre, como si de
ésta dependiera la acogida que p u ed an hacerle. Areté, lo
mismo que H elena, está sen tad a en la gran sala del palacio,
donde se hallan los jefes de los feacios, ju n to al trono de su
esposo. P articipa con los hom bres en el banquete, como lo
hacía H elena en Lacedem onia.
Pero de todas las reinas m encionadas, Penèlope es sin
d u d a la m ás difícil de definir. La am bigüedad de su caso
está relacionada evidentem ente con el hecho de que en I ta ­
ca se desconoce el destino de Ulises y de que no se ha fijado
todavía la situación de Telém aco. Si fuera cierta la m uerte
de Ulises, si h u b ieran traído su cadáver a la isla p ara darle
u na sepultura digna, la situación h ab ría sido más clara. Pe­
nèlope h ab ría vuelto a la casa de su padre, que le h ab ría b u s­
cado un nuevo esposo, a m enos que Telém aco, convertido
ya en adulto, se h u b iera encargado él mism o de encontrarle
un nuevo hogar a su m adre. Pero esta am bigüedad no ex­
plica por sí sola la actitu d de los pretendientes. Si éstos ase­
dian a Penèlope p a ra que escoja entre ellos un esposo, es p o r­
que éste se convertiría, por el hecho de com partir el lecho
de la reina, en el señor de Itaca, de la m ism a m anera que
Egisto, tras el asesinato de A gam enón, llegó a serlo de Mi-
cenas, después de casarse con C litem nestra. L a reina — y el
poeta no d u d a en em plear este térm ino— dispone de u n a p a r­
te del poder que diferencia al rey de los dem ás nobles, y pue­
de por ello transm itirlo. Este poder, como ya se ha m encio­
nado, es de n atu raleza religiosa. Pero tam bién, sobre todo
en la Odisea, es un poder que capacita p ara gob ern ar bien.
Pero el gobierno de la m ujer consiste en velar por los bienes
que constituyen el oikos. Así se lo dice Ulises a Penèlope des­
pués de su reencuentro, cuando establece los papeles respec­
LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

tivos del esposo y de la esposa: «A hora que nos hem os en­


contrado de nuevo en nuestro am ado lecho, deberás cuidar
los bienes que tengo en el palacio, y como los infames pre­
tendientes han diezm ado nuestros rebaños m e apoderaré de
un gran núm ero de corderos, y los aqueos me d arán otros
m uchos, los suficientes p ara llenar de nuevo los establos» 16.
El tercer aspecto en el que se nos m u estran las esposas
de los héroes en los poem as es el de señora de la casa. A ca­
bam os de ver cómo Ulises, que está dispuesto a em prender
nuevas aventuras p a ra reconstituir su patrim onio, dilap id a­
do por los pretendientes, confiaba a Penélope el cuidado de
la casa. Los poem as nos p resen tan en varias ocasiones a las
m ujeres dedicadas al cum plim iento de las tareas dom ésti­
cas. A H elena de T roya, por ejemplo, tejiendo «una gran
tela de p ú rp u ra en la que dibuja los trabajos de los troyanos
dom adores de caballos y de los aqueos de corazas de b ro n ­
ce» 17. A A ndróm aca, a quien su esposo aconseja: «Vuelve
a casa, ocúpate en tus labores, el b astidor y la rueca, y or­
dena a las esclavas que se apliquen al trabajo» 18. H ilar la
lana, tejer telas, dirigir el trabajo de las esclavas, se consi­
dera lo más im portante de la actividad dom éstica de la m u­
je r. T am b ién se ocupa de recibir a los visitantes extranjeros
y de hacer que se sientan bien instalados. Así por ejemplo,
cuando Telém aco llega a Lacedem onia, H elena «... m andó
a las esclavas que pusieran lechos bajo el pórtico cubiertos
con herm osas m antas, que extendiesen tapices por encim a y
que dejasen sobre éstos vestidos de lan a m uy tupidos» I9.
Casi la m ism a fórm ula se repite cuando A reté recibe a U li­
ses en Esqueria. Pero este episodio ocurrido en la isla de los
feacios añade un m atiz nuevo a la descripción de las activi­
dades dom ésticas de la señora de la casa: en este caso es la
hija del rey quien atiende, ay u dad a po r sus esclavas, al la­
LA M U JE R E N E L SENO D EL O IK O S 29

vado de la ropa de toda la casa. Finalm ente, o tra de las ta ­


reas de la señora de la casa es b a ñ a r a su huésped o hués­
pedes; así lo hace Policasta, la hija de N éstor, con Telém a-
co: «C uando lo hubo b añ ad o y ungido con aceite, lo cubrió
con u n a túnica y un herm oso y vaporoso m anto» 20. T a m ­
bién A reté le p rep ara un baño a Ulises cuando éste a b an ­
dona la isla de los feacios. Y la escena se repite cada vez que
un huésped extranjero llega a la casa de un héroe.
Pero la señora de la casa por excelencia es Penélope,
quien a lo largo de todo el poem a representa a la perfección
este papel. G u ard ian a del hogar y de la casa de Ulises, se
niega a entregar a los pretendientes lo que su esposo le ha
confiado. Com o H elena y como A reté, p asa los días hilando
la lana, tejiendo ricas telas. Y ya sabem os cómo, utilizando
la m ism a metis, la astucia de su esposo, se sirve de esta ac­
tividad específicam ente fem enina p ara engañar a los p reten ­
dientes, deshaciendo por la noche el trabajo realizado d u ­
ran te el día. T am b ién es ella la encargada de recibir a los
huéspedes ilustres, de prepararles un baño y un lecho p ara
la noche. Pero po r encim a de todo es la que protege el te­
soro form ado por todos los bienes del oikos. Y cuando, can­
sada de tanto luchar, se decide a proponer a los p retendien­
tes un agón, una contienda, tras la cual el vencedor se con­
vertirá en su esposo, «... subió la alta escalera de la casa,
tom ó en su m ano la pesada llave bien curvada, bien term i­
nada, de bronce, con el m ango de marfil. Después se fue con
sus doncellas a la habitación más retirad a de la casa, donde
se g u ard ab an los tesoros del rey: bronce y hierro bien la b ra­
do, así como el flexible arco y el carcaj que contenía num e­
rosas y agudas flechas... Así pues, cuando la noble m ujer lle­
gó al aposento y puso el pie en el u m bral de encina que en
otro tiem po el artesano h ab ía pulido con gran habilidad y
30 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

conform ado con un nivel, ajustando después en él los m on­


tantes en los que encajó u n a espléndida p uerta, se apresuró
a d esatar la correa del anillo, m etió la llave y corrió los ce­
rrojos con una m ano firme y segura: la p uerta, como un po­
tente toro en la p rad era, mugió bajo la presión de la llave y
se abrió inm ediatam ente. Penèlope subió a la tarim a eleva­
da donde estaban alineadas las arcas, llenas de perfum ados
vestidos. D espués, alargando la m ano, descolgó de un clavo
el arco, con la espléndida funda que lo envolvía» 21.
A dem ás de ser la g u ard ian a de la casa, Penèlope es ta m ­
bién la señora de las sirvientas y los sirvientes. L a relación
con las prim eras es evidente, pues son la com pañía hab itu al
de la señora de la casa. Pero adem ás parece claro que, d u ­
ran te la ausencia de Ulises, Penèlope debía aten d er tam bién
la adm inistración de sus posesiones. Al menos eso parece
desprenderse de la reflexión que hace Eum eo el porquero,
cuando se queja a Ulises, a quien no ha reconocido todavía,
de que Penèlope, m uy a su pesar, no se interesa por sus sir­
vientes: «Sin em bargo los sirvientes tienen u n a necesidad
m uy grande de h ab lar con su dueña, de preguntarle sobre
m uchas cosas, de com er y beber en su casa, y de llevarse des­
pués al cam po alguno de aquellos regalos que les alegran el
corazón» 22.
Si por un lado nos encontram os en los poem as con esta
im agen rica y com pleja de las esposas de héroes, m ujeres ex­
cepcionales por razones diversas como son A ndróm aca y Cli-
tem nestra, Penèlope y A reté, e incluso H elena, que une a su
belleza el conocim iento de las prácticas de m agia, por el con­
trario no se nos dice m ucho de la g ran can tid ad de sirvien­
tas. Estas aparecen casi siem pre de u n a m an era anónim a a
la som bra de la dueña de la casa, p rep aran d o la lan a o lle­
vando la rueca, trayendo el agua p ara las abluciones de los
LA M U JE R E N EL SENO D E L O IK O S 31

huespedes, a las que ellas aten d ían como se nos describe en


la escena que se desarrolla al comienzo del canto IV , cu an ­
do Telém aco y sus com pañeros llegan a Lacedem onia: «Se
dirigieron a unas bañeras m uy pulidas p ara bañarse, y una
vez que las sirvientas les b añ aro n y ungieron con aceite, les
vistieron con túnicas y m antos de lana; después fueron a sen­
tarse ju n to al atrid a M enelao. O tra sirvienta les trajo agua­
manos en un magnífico aguam anil de oro, y lo vertió en una
fuente de p lata, y colocó ante ellos u n a m esa pulim entada.
Entonces, la respetable despensera les trajo el p an y se lo
ofreció; después les sirvió num erosos m anjares, ofreciéndo­
les los que tenía guardados» 23.
De categoría superior a las sirvientas, la «respetable des­
pensera» aparece en efecto como un personaje esencial. La
encontram os de nuevo en el palacio de Alcínoo, tam bién en
la m ansión de Circe, y por supuesto en Itaca, en la casa de
Ulises. Pero en tan to que las dem ás sirvientas parecen dedi­
carse sobre todo, ap arte de tejer las telas, a actividades ex­
clusivam ente dom ésticas — p rep arar los lechos, disponer el
baño p ara los huéspedes y hacerles las abluciones— , la des­
pensera, que tiene a su cargo la provisión de víveres, parece
ocuparse con preferencia de las actividades culinarias y de
servir la mesa.
O tra de las sirvientas que desem peña un papel im por­
tante es la nodriza. Y esta im p o rtan cia se pone de m anifies­
to en la posición que ocupa Euriclea en la Odisea. En prim er
lugar hay que señalar que sale del anonim ato, pues es lla­
m ada con el nom bre de su pad re y de su abuelo. Y adem ás
p articipa directam ente en la acción. Sus funciones son las
m ism as que las de u n a despensera, d estin ad a a g u ard ar el
tesoro. Pero fue la nodriza de Telém aco, y antes la de U li­
ses, ya que Laertes la com pró «por un precio de veinte bue­
LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

yes». El poeta añ ad e que el pad re de Ulises la h o n rab a «igual


que a su noble esposa», aunque ja m ás com partió su lecho.
Ella fue la prim era que reconoció a Ulises, y m antuvo con
él el secreto de este reconocim iento. D espués de la m atanza
de los pretendientes, ella es quien dice a Ulises cuáles son
las sirvientas que h an traicionado a su señor, y aprovecha
la ocasión p a ra reco rd ar cuál fue su papel en la casa: ense­
ñ a r a las sirvientas a trab ajar, a card ar la lana, a cum plir
con paciencia las obligaciones de la servidum bre, un papel
que d esp ertab a en estas últim as un respeto po r la despense­
ra com parable al que debían sentir p o r la señora de la casa.
En el poem a aparece o tra nodriza, Eurínom e, la nodriza
de Penélope, que parece desem peñar tam bién las funciones
de despensera, así como la de ser confidente de Penélope.
¿C om partían Euriclea y Eurínom e las atribuciones? Es difí­
cil asegurarlo. Pero tan to una como o tra parecen estar muy
por encim a de las cincuenta sirvientas de la casa de Ulises.
Sin em bargo, no todas estas sirvientas perm anecen en el
anonim ato. U n a de ellas, M elanto, llega a intervenir en la
acción como instrum ento ciego de los pretendientes, y sufri­
rá con once de sus com pañeras la m ism a suerte funesta que
aquéllos. Este últim o episodio es un ejem plo claro de la fun­
ción que las sirvientas podían desem peñar en la casa: desti­
nadas a los trabajos dom ésticos, tam bién podían ser llam a­
das p a ra co m p artir el lecho del señor o de sus huéspedes; lo
que explica el castigo infligido po r Ulises a las que habían
hecho causa com ún con los pretendientes.
Q u ed a por tra ta r un últim o problem a, el de la situación
ju ríd ica de estas sirvientas. M uchas de ellas eran sin d u d a
cautivas, conquistadas en las guerras o rap tad as. Pero no
hay que olvidar que las m ujeres figuraban entre los regalos
que los nobles se hacían entre sí: A gam enón, por ejemplo,
LA M U JE R E N E L SENO D E L O IK O S 33

dliccc a Aquiles «siete m ujeres hábiles p a ra todo tipo de tra ­


bajos», capturad as en Lesbos. Sin em bargo, al menos en la
Odisea, encontram os tam bién, ju n to a m ujeres que form an
parte del botín o de los regalos intercam biados, a mujeres
com pradas: Euriclea m ism a, sin ir m ás lejos, com prada por
Lacrtes por el precio de veinte bueyes. ¿Tal vez fue cap tu ­
rada previam ente por p iratas que se d edicaban a este co­
mercio? No podem os saberlo; pero la existencia de este co­
mercio es revelada en el célebre relato del porquero Eum eo,
el cual cuenta cómo fue entregado a unos m arinos fenicios
por una sirvienta de su padre, u n a fenicia de Sidón que h a­
bía sido ra p ta d a por los tafios y vendida por ellos a buen p re­
cio al padre de Eum eo. A unque no pueda hab larse todavía
de comercio de esclavos, vemos que h abía ya otros medios,
adem ás de la g u erra o el pillaje, p ara conseguir m ujeres, y
no es raro enco n trar fenicios y h ab itan tes de las islas entre
los que practican este comercio.
Los poem as hom éricos nos ofrecen, por consiguiente, una
im agen bastante clara de la condición de la m ujer griega a
comienzos del prim er milenio. Señora del oikos, esposa y «rei­
na», m a n d ab a a las sirvientas y com partía con su esposo el
cuidado de velar por la salvaguardia de sus bienes. Pero sus
funciones estaban perfectam ente delim itadas, y aunque po­
día asistir a los banquetes, casi siem pre perm anecía en su
aposento, rodeada de sus sirvientas, hilando y tejiendo. Y si
estas «reinas», veneradas sin em bargo, se atrevían a hacer
oír su voz o a quejarse de su suerte, eran enviadas de nuevo
con toda rapidez a sus actividades norm ales. H éctor, por
ejemplo, cuando se dirige a A ndróm aca y le aconseja que
vuelva a casa; o Telém aco, que afirm a su naciente virilidad
diciendo a su m adre: «Ve a tu aposento, ocúpate en las ta­
reas propias de tu sexo, el telar y la rueca, y ordena a las
Il LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

sirvientas que se apliquen a su trabajo; la p alab ra es asunto


de los hom bres, sobre todo la m ía, porque yo soy el señor
en la casa». Y si el poeta señala que Penèlope se quedó es­
tupefacta al oír estas p alab ras es porque éstas fueron dichas
por su hijo, a quien ella veía todavía como un niño. Si h u ­
bieran sido p ronunciadas por Ulises, no se h ab ría sor­
prendido en absoluto.

B. La mujer en el Económico de Jenofonte

A prim era vista puede parecer arb itrario ignorar cuatro si­
glos que se sitúan entre los más ricos de la historia de la h u ­
m anidad y en los que tuvo lugar el apogeo de la civilización
griega. Pero si bien, como veremos más adelante, el naci­
m iento de la ciudad otorgó a la m ujer un lugar y u n a fun­
ción específicos en la sociedad griega, es evidente sin em b ar­
go la perm anencia de algunas estructuras vinculadas a la fa­
m ilia y al oikos. Y ningún texto es tan significativo como el
Económico de Jenofonte p ara m ostrarnos esta perm anencia.
El Económico está escrito en form a de diálogo cuyo in ter­
locutor principal es el filósofo Sócrates, que vivió en A tenas
en la segunda m itad del siglo V . En él asistim os a u n a con­
versación m antenida po r éste con un rico ateniense, Critó-
bulo, interesado en ad q u irir inform ación sobre la m ejor for­
m a de ad m in istrar su patrim onio, su oikos. C om o Sócrates
es pobre, la única m anera que tiene de ap o rtarle alguna luz
a C ritóbulo sobre la oikonomia es ponerle como ejemplo a un
rico propietario, Iscóm aco, con el cual ha tenido ocasión de
conversar no hace m ucho. Es en este segundo diálogo (den­
tro del diálogo) donde Iscóm aco, al h ab lar con Sócrates de
la buena gestión del oikos, se refiere al papel reservado a su
LA M U JE R E N E L SEN O D EL O IK O S 35

esposa. A la p reg u n ta de Sócrates sobre si se q u ed ab a ence­


rrado en casa p ara ad m in istrar sus bienes, Iscóm aco le res­
ponde: «Yo nu n ca me quedo en casa, porque mi m ujer es
muy capaz de dirigir sin ayuda de nadie los asuntos dom és­
ticos» (V II,3). A hora bien, su m ujer no conocía esta «cien­
cia» cuando Iscóm aco la recibió de m anos de su padre. «To­
davía no h abía cum plido quince años, y h asta ese m om ento
había vivido bajo u n a estricta vigilancia; debía ver y oír el
m enor núm ero de cosas posible, hacer m uy pocas pregun­
tas. ¿No es m aravilloso que al venir a mi casa haya sabido
hacer un m anto con la lana que le dab an , y que haya sabi­
do distrib u ir a cada sirvienta la tarea de hilan d era que le co­
rrespondía?» (V I 1,5-6). A priori no encontram os aq u í n ad a
diferente entre la m ujer de Iscóm aco y las reinas de la epo­
peya. Com o Penèlope, ha dejado la casa de su p ad re p ara
ir a la de su esposo. Y la tarea más im portante que ten d rá
que hacer en ésta será la de h ilar y tejer, rodeada de sus sir­
vientas. Pero Iscóm aco cree que debe hacer de ella tam bién
una buena ad m in istrad o ra de sus bienes. El m atrim onio, en
efecto, ya no se inscribe en el siglo V dentro de la práctica
del intercam bio de regalos 24. E n un m undo en el que las rea­
lidades económ icas h an adquirido un sentido nuevo, los mo­
tivos de la alianza h an cam biado. Pero sigue siendo una
alianza entre dos familias. «N inguno de los dos, ni tú ni yo
— dice Iscóm aco a su joven esposa— , estábam os im pacien­
tes por en co n trar a alguien con quien dorm ir. Pero después
de h ab er reflexionado, yo por mi cuenta y tus padres por la
tuya, sobre cuál sería la m ejor com pañía que podríam os to­
m ar p ara form ar un hogar y tener unos hijos, yo po r mi p a r­
te te he escogido a ti y tus padres, a lo que parece, me han
escogido a m í entre los partidos posibles» ( V I I ,11). El ob­
jeto de esta alianza debe ser «esforzarse por m an ten er el p a ­
36 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

trim onio en el m ejor estado posible y aum en tarlo tan to como


se p u ed a por medios honorables y legítimos» ( V I I ,15). En
prim er lugar, pues, es im portante procrear p a ra tener here­
deros a quienes transm itirles la propiedad, al tiem po que se
asegura el am paro p ara la vejez; a continuación hay que re­
p a rtir las tareas en función de la «naturaleza» que los dioses
han otorgado al hom bre y a la m ujer. P ara el hom bre los tra ­
bajos externos: « lab rar el barbecho, sem brar, p lan tar, llevar
el ganado a pastar». P ara la m ujer, los trabajos de dentro:
«Los recién nacidos deben ser criados bajo techo, tam bién
así debe ser p rep arad a la h arin a proporcionada por los ce­
reales, e igualm ente a cubierto deben confeccionarse con la
lana los vestidos» (V II,20-21). Volverem os a hab lar, en la
segunda p arte del libro, de los fundam entos «naturales» de
este rep arto de tareas tal como los define Jenofonte. Pero se
aprecia ya claram ente que las justificaciones ideológicas en­
m ascaran aquí u n a realidad que refleja algo que sigue sien­
do perm anente: la m ujer en la A tenas de Jenofonte, como
en los «reinos» de la epopeya, está consagrada en p rim er lu­
gar al trabajo doméstico.
A hora bien, en esta actividad dom éstica la señora de la
casa tiene un cierto poder, ya que debe dirigir el trab ajo de
las sirvientas y de algunos sirvientes. Y lo que diferencia a
la buena am a de casa de la m ala, a la que está d o tad a de
cualidades «reales» de la que no lo está, es la m an era de u ti­
lizar este poder. No es u n a casualidad que Jenofonte, por
boca de Iscóm aco, com pare la función de la m ujer en el oi-
kos con la de la reina de las abejas. C om o ésta, el am a de
casa debe «... quedarse en casa, hacer que todos los sirvien­
tes que tengan que tra b a ja r fuera salgan ju n to s, ... vigilar a
los que lo hagan den tro de la casa, recibir lo que le traigan,
distrib u ir lo que haya que gastar, p en sar de antem ano en lo
LA M U JE R E N E L SENO D E L O IK O S 37

que hay que econom izar, y cuidar de que no se gaste en un


mes lo que está previsto g astar en un año» (V II,35-36).
Así pues, el ejercicio de este poder consiste en prim er lu­
gar en saber m an d ar, y después en saber dirigir la casa. U n
buen jefe es ante todo aquel que sabe sacar el m áxim o pro ­
vecho de sus subordinados 25. Por lo tan to la señora de la
casa, para ser un buen jefe, deberá saber escoger a aquellos
y aquellas que dependen de ella y aprovechar al m áxim o sus
cualidades: «... si coges u n a esclava que no sabe tra b a ja r la
lana y tú le enseñas, doblando de esta form a el valor que tie­
ne p ara ti, si coges una incapaz p ara ser despensera y buena
sirvienta y tú consigues hacerla capaz, fiel, que sirva bien y
que tom e p ara ti un valor inestim able; si puedes recom pen­
sar a tus esclavos cuando se com portan bien y son útiles en
la casa, puedes castigarlos cuando ves que son malos...»
(V II,41). L a elección de la despensera es p articularm ente
im portante: «P ara escoger a la despensera hem os buscado
cuidadosam ente la sirvienta que nos parecía la menos incli­
n ad a a la glotonería, a beber y a dorm ir, la m enos predis­
puesta a buscar a los hom bres, adem ás la que, a nuestro en­
tender, tenía la m ejor m em oria, la m ás capaz de evitar que
la castiguem os por alguna negligencia y de buscar, por el
contrario, que la recom pensem os por sus buenos servicios...
Al mismo tiem po que la form am os, le inculcam os el deseo
de contribuir al enriquecim iento de n u estra casa, poniéndo­
la al corriente de nuestros asuntos y haciéndola p articip ar
en nuestros logros» ( I X ,11). Pero p ara que este poder que
la señora de la casa posee p u ed a ejercerse con eficacia, di­
rectam ente o por m ediación de la despensera, es preciso que
en la casa reine un orden com parable al que debe reinar en
el cam po de batalla o en el interior de un barco: «Si quieres
saber la m ejor m an era de gobernar nuestra casa, encontrar
38 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

fácilm ente en ella todo cuanto necesites en el m om ento p re­


ciso, y com placerm e dándom e lo que pido, escojamos cuida­
dosam ente el lugar conveniente p a ra cada objeto y, después
de haberlo puesto en él, enseñem os a la sirvienta a cogerlo
y a volver a colocarlo en su sitio. De esta m anera podrem os
saber lo que está a nu estra disposición, en buen estado o
no...» ( V I I I ,10). Iscóm aco recuerda entonces cómo le ha ido
enseñando a su m ujer todas las habitaciones de la casa y el
uso reservado a cada u n a de ellas. Así, por ejemplo, como
en las obras de H om ero, en el thálamos se g u ard an los bie­
nes más preciosos; hay piezas previstas p ara alm acenar el
grano y el vino, p ara colocar la vajilla de uso diario y la de
los días de fiesta, m ás valiosa. L a du eñ a de la casa vigilará
cuidadosam ente cada una de estas dependencias, y ten d rá
en el gobierno de la casa la au to rid ad de u n a reina, aunque
esta realeza ejercida sobre esclavos y sirvientas no pueda
com pararse a la que ejerce un jefe o un rey sobre hom bres
libres.
Así pues, la distancia entre la m ujer de Iscóm aco y Pe­
nèlope se nos m u estra escasa, como si cuatro siglos no h u ­
bieran m odificado en absoluto la condición de la m ujer, así
como tam poco la de las sirvientas sobre las que ejercía su
autoridad. Com o Penèlope, la m u jer de Iscóm aco ha sido ca­
sada por sus p adres con un hom bre elegido por ellos. T am ­
bién como Penèlope, p asa los días hilando y tejiendo rodea­
da de sus sirvientas. Y finalm ente es ella, como Penèlope, la
que tiene la llave de la habitación donde se g u ard an los ob­
jetos preciosos y la que ordena a las sirvientas y sirvientes
la tarea que tienen que llevar a cabo cada día.
Pero la sem ejanza no va m ás allá. Iscóm aco no es un hé­
roe de la epopeya, sino un ciudadano ateniense. Es posible
que u n a cam p añ a m ilitar le obligue a ab an d o n a r el Atica.
LA M U JE R E N E L SEN O D E L O IK O S 39

Pero si vive «fuera», es casi siem pre p ara intervenir en las


conversaciones del agora o estar en la Pnyx donde se deciden
los asuntos de la ciudad. A penas da detalles de su vida p er­
sonal. No hay que olvidar que a los ojos de Sócrates es el
kalós k ’agathós por excelencia, el hom bre de bien que vive se­
gún los modelos de otro tiem po, a diferencia del p rim er in­
terlocutor del filósofo, C ritóbulo, que dilapida su fortuna lle­
vando una vida m u ndana. Conocem os gracias a otras fuen­
tes contem poráneas en qué consistía esta vida m undana: d ar
banquetes, m an ten er cortesanas. Las esposas legítim as no
particip ab an en esta vida. U n a m ujer respetable no asistía
a un banquete, au n q u e éste se celebrará en su p ro p ia casa.
Bajo ningún concepto podía hacer uso de la p alab ra en p ú ­
blico, como lo hacían las protagonistas de H om ero. L a ciu­
dad, ese «club de hom bres», las h abía encerrado definitiva­
m ente en el gineceo.
C A P IT U L O 2

La mujer en la ciudad

La ciudad griega se constituyó como u n a form a prim itiva de


Estado aproxim adam ente a comienzos del siglo V III. Pero
ten d rán que tran scu rrir dos siglos antes de que se creen las
instituciones que den al m undo de las ciudades sus rasgos
específicos, dos siglos caracterizados significativam ente por
tres tipos de hechos entre los que no siem pre es fácil esta­
blecer relaciones inm ediatas. El prim ero está vinculado a la
expansión territorial del m undo griego, lo que llam am os h a­
bitualm ente la colonización. El segundo deriva del desarro­
llo de la producción y de los intercam bios, que se refleja en
la profusión de objetos de fabricación griega en todo el con­
torno del m undo m editerráneo. F inalm ente, el tercero se m a­
nifiesta en form a de u n a grave crisis social, relacionada ge­
neralm ente con el problem a del desigual reparto del suelo y
42 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

que d a paso, d u ran te un tiem po más o m enos largo, a regí­


menes autoritarios: las tiranías. Al final de este período, y
al tiem po que desaparecen los últim os tiranos, se establece
un cierto equilibrio que se plasm a, tras la crisis de las gue­
rras médicas, en la hegem onía que ejerce A tenas d u ran te
más de un siglo sobre el m undo egeo.
Sin em bargo, esta hegem onía puede falsear el análisis del
historiador. Porque si bien la dem ocracia ateniense repre­
senta el resultado y la form a m ás acab ad a del desarrollo de
la ciudad griega, está lejos de ser su única m anifestación, ni
siquiera el ejem plo modelo, al menos h asta el siglo IV . R ea­
lizar el estudio de la condición de la m ujer en la ciudad
guiándonos sólo po r el ejemplo ateniense, como tan tas veces
se h a in ten tad o hacer, d ad a la ab u n d an cia de las fuentes, se­
ría ap artarn o s de la realidad. C iertam ente existen constan­
tes y rasgos com unes. Pero, independientem ente de la evo­
lución política de la que no podem os prescindir, es evidente
que esta condición no es la m ism a en el m undo colonial que
en el viejo m undo griego, en O rien te que en O ccidente, en
E sp arta que en A tenas. T am poco era la m ism a en el cam po
que en la ciudad, entre los ricos que entre los pobres, en las
familias donde se p erp etu ab an antiguas tradiciones que en­
tre los ciudadanos de tiem pos recientes. Sin em bargo, en to-
dap parths nos encontram os con la m ism a evidencia: en es­
tos Estadios, a veces m inúsculos, donde la soberanía residía
en la colectividad de los que form aban la ciudad, los ciuda­
danos, au n cuando, como en A tenas, nadie se veía ap artad o
de ella a causa de la pobreza o por el ejercicio de u n a pro­
fesión desprestigiada, absolutam ente todas las m ujeres eran
consideradas eternas m enores. Por la m ism a razón que los
niños, los extranjeros y los esclavos, perm anecían al m argen
de la com unidad, indispensables por supuesto p a ra asegu­
LA M U JE R E N LA CIU D AD 43

ra r la reproducción de ésta, pero sin ningún derecho.


P ara com prender en toda su am plitud la exclusión que
sufre la m ujer, n ad a m ejor que estu d iar la A tenas dem ocrá­
tica, d ada la abu n d an cia de fuentes, como ya se ha señala­
do, así como tam bién las form as diversas en que se m an i­
festaba dicha exclusión tanto en el plano ju ríd ico como en
el terreno cotidiano. Pero como este período es el resultado
del anterior, conviene exam inar antes las formas de tran si­
ción que encontram os en otros lugares y con anterioridad en
el vasto m undo de las ciudades griegas.

A. La época arcaica

Lo que los historiadores h an dado en llam ar la época arcai­


ca es el período que va de comienzos del siglo V III a finales
del siglo V I. Período esencial, porque es entonces cuando se
elaboran las estructuras de la ciudad, cuando el m undo grie­
go em pieza a extenderse de u n a orilla a o tra del M ed iterrá­
neo. Pero asim ism o un período cuyo desarrollo es difícil de
seguir, dado que tenem os que basarnos en fuentes tardías,
fuentes que son literarias o históricas o, cuando se tra ta de
fuentes arqueológicas, m udas. No es que no haya habido
producción literaria d u ran te este período. Se trata, por el
contrario, de lo que u n historiador ha llam ado «la edad lí­
rica» de G recia, u n a época en la que se desarrolla u n a poe­
sía extraordinariam ente v ariad a, uno de los testim onios más
ricos de la cultu ra griega, y de la que volveremos a h ab lar
en la segunda p arte de este libro. Pero al historiador de la
sociedad, esta poesía le sirve de escasa ayuda, y su lectura
nos deja m uchas zonas oscuras y suscita num erosos pro ­
blem as l .
44 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

P ara calificar a esta sociedad se em plea generalm ente un


térm ino de origen griego; se la llam a «aristocrática», lo que
señala bien claro que en las ciudades recientes el poder p er­
tenece a los que se denom inan a sí mismos los mejores (áris-
toi), bien por nacim iento o por form a de vida. La superiori­
dad de estas aristocracias es a la vez religiosa y política, y
está vinculada a la posesión de la tierra. Lo que im plica que
ju n to a estos áristoi existen, en el seno de las com unidades
que son las ciudades, personas que no tienen ni po d er polí­
tico ni tierra (o poca), y que dependen de los prim eros en
m ayor o m enor grado. De las m ujeres no sabem os g ran cosa.
Si pertenecían a la aristocracia su vida en el oikos era tal
como la hem os descrito en páginas precedentes. E n cuanto
a las otras, las m ujeres de los cam pesinos pobres o depen­
dientes, seguram ente a rra stra b a n ju n to a sus esposos la d u ra
existencia descrita po r el poeta H esíodo en Los trabajos y los
días. Sin d u d a existían grandes diferencias entre las ciuda­
des en este m undo griego en form ación, y su ritm o de desa­
rrollo era desigual. Las ciudades de la costa occidental de
A sia M enor y de las islas, en contacto con el m undo orien­
tal, eran, si no las m ás ricas, al menos las más brillantes.
Fue en ellas donde se desarrollaron las prim eras especula­
ciones filosóficas, donde se crearon los diferentes géneros
poéticos. Y no es raro encontrar aq u í espíritus ilustrados no
sólo entre fos hom bres, sino incluso entre algunas m ujeres,
como la m uy célebre Safo, n atu ra l de M itilene, en la isla de
Lesbos, y poetisa de gran renom bre 2.
E sta sociedad aristocrática, cuyo sistem a de valores vis­
lum bram os a través de las producciones literarias, así como
tam bién a través del pensam iento m ítico, no era sin em b ar­
go u n a sociedad inm ovilizada. C ircu lab an po r ella corrien­
tes que no siem pre es fácil descubrir, pero cuyas consecuen­
LA M U JER E N LA C IU D AD +5

cias se adivinan gracias a dos fenómenos característicos de


este período arcaico: la colonización y la tiranía, am bas in­
teresantes de analizar desde el p u n to de vista que nos con­
cierne, es decir, del de las mujeres.

La colonización

L a llam ada, no m uy acertadam ente, colonización griega es


un vasto m ovim iento de em igración de los griegos por los
contornos del M editerráneo, que com ienza a m ediados del
siglo V III antes de nu estra era y se prolonga d u ran te casi
dos siglos. Al finalizar este período encontram os ciudades
griegas desde las colum nas de H ércules (estrecho de G ibral-
tar) h asta las orillas del m ar Negro, ciudades independien­
tes unas de otras y que con frecuencia sólo h an conservado
vínculos m uy débiles con la ciudad m adre (m etrópoli), vín­
culos generalm ente de n atu raleza religiosa. El carácter de es­
tos asentam ientos, o m ás bien del m ayor núm ero de ellos,
explica claram ente que lo que los em igrados buscaban en
prim er lugar y antes que n ad a era tierra. Y que el origen
del m ovim iento era en efecto esta stenochoría, la falta de tie­
rra que obligaba a los m ás pobres o a los hijos m enores p ri­
vados de herencia a buscar en o tra p arte lo que no tenían
en su país. Los relatos de fundación, elaborados a m enudo
decenios después del establecim iento de la ciudad nueva,
pero que transm iten tradiciones conservadas oralm ente, p er­
m iten hacerse u n a idea de las condiciones en las que se lle­
vab an a cabo las salidas: elección de los futuros colonos,
nom bram iento del oikistés, el jefe de la expedición, consulta
al oráculo de Delfos, etc. Pero lo que en este caso nos im ­
po rta es que en esas expediciones no se m enciona casi n u n ­
46 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

ca a las m ujeres 3. Los que se van son los hom bres, y la m a­


yoría de las veces al parecer se van sin llevar m ujeres. Lo
que significa que p ara aseg u rar la reproducción de la com u­
nidad ten d rán que en co n trar otras en el lugar de destino. Es
ilustrad o ra a este respecto la tradición m uy conocida de la
fundación de M arsella: la unión entre la hija del jefe indíge­
na y el joven griego, jefe de la expedición focea, m uestra un
hecho que seguram ente se ha reproducido m uchas veces, ya
sea que efectivam ente los jefes locales cedieran a los recién
llegados sus hijas y u n a p arte de las tierras de que dispo­
nían, o bien que éstos, al encontrarse con pueblos hostiles
se dedicaran a ra p ta r m ujeres. Sea lo que fuere respecto a
las circunstancias de estos asentam ientos, podem os afirm ar
que en estas ciudades de nueva fundación las m ujeres han
sido encontradas con frecuencia en el mism o lugar. El silen­
cio mismo de nuestras fuentes con relación a este problem a
explica claram ente que la finalidad de estas uniones era ase­
g u ra r la reproducción de la ciudad, y que en este asunto no
se m ezclaba el problem a del m estizaje con las poblaciones
indígenas. Los niños nacidos de estas uniones serían griegos
e hijos o hijas de ciudadanos 4. A p a rtir de la segunda ge­
neración, los problem as se p lan teab an sólo en térm inos po­
líticos, es decir, en un terreno del que las m ujeres estaban
excluidas. H áy que m encionar aq u í sin em bargo el caso un
poco peculiar y a m enudo recordado de Locros Epizefirios 5.
Debemos a P&libio el relato de la fundación de esta colonia
en Italia m eridional. O , p ara ser m ás exactos, el historiador
nos cuenta las dos tradiciones opuestas entre sí relativas a
esta fundación. L a prim era, rela tad a por A ristóteles, decía
que los prim eros colonizadores eran «esclavos», o descen­
dientes de esclavos, que m antuvieron trato con m ujeres de
Locros d u ran te la ausencia de sus esposos a causa de una
LA M U JE R E N LA CIU D AD 47

larga guerra. L a segunda, la de Tim eo, h istoriador siciliano,


se negaba por el contrario a ad m itir este origen servil de los
colonizadores. V olverem os m ás adelante a h ab lar de estas
tradiciones que han sido citadas a m enudo en apoyo de la
tesis de la existencia de un m atriarcad o griego y que, según
ha señalado V idal-N aquet, se inscribían en un contexto en
el que esclavitud y ginecocracia reflejaban la inversión de
los valores de la ciudad. Lo que nos interesa aq u í es que, en
am bas tradiciones, m ujeres de las m ejores familias de la Lo-
cros doria acom pañaron a los em igrantes que ib an a esta­
blecerse a Italia. ¿Es el ejemplo de Locros u n a excepción, o
hay que pensar, en contra del silencio casi general de nues­
tras fuentes, que a veces los em igrantes llevaban m ujeres en
las naves en sus viajes a tierras lejanas? Las com paraciones
que pueden hacerse con otros fenómenos de em igración o de
colonización llevan a suponer que el m undo griego conoció
seguram ente am bas experiencias: hom bres que p artían so­
los hacia la av en tu ra y em igrantes que llevaban con ellos a
m ujeres, niños y divinidades del hogar. E n el prim er caso,
encontrab an m ujeres en el m ism o lugar, pacíficam ente o re­
curriendo a la violencia, pero, como ya se ha señalado, los
niños nacidos de estas uniones eran considerados griegos
desde la segunda generación. En el segundo caso, rep ro d u ­
cían en el territorio de la nueva ciudad las estructuras de la
antigua: la m ujer traíd a de G recia se convertía en la guar-
diana del oikos. Ni siquiera el ejemplo de las locrias es una
excepción a la regla. Pues si los descendientes de las nobles
locrianas form aron la aristocracia de la nueva Locros, ello
fue en com paración con aquellos cuyos padres tuvieron que
buscar a m ujeres indígenas en el m ism o lugar. Lo cual no
im plicaba en absoluto una situación superior de estas m uje­
res o de las m ujeres en general en la nueva ciudad.
48 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

El fenómeno de la colonización, nacido de la necesidad


de b uscar tierras nuevas y sin d u d a tam bién de la urgencia
que los griegos tenían de asegurar la posesión de un cierto
núm ero de productos indispensables p ara el establecim iento
de factorías com erciales, no trajo consigo n inguna m odifica­
ción de la situación de la m ujer en la sociedad, aun cuando
éstas ciudades nuevas pudieron ser a veces «laboratorios de
experim entación» políticos. L a m ayoría de las veces h an re­
producido las estructuras de la sociedad de donde surgieron,
y las m ujeres, venidas de la ciudad m adre o encontradas casi
siem pre sobre el terreno, co n tin u ab an siendo lo que siem pre
hab ían sido: g uardianas del hogar dom éstico y encargadas
de asegurar m ediante la procreación la reproducción de la
com unidad.

La tiranía

La colonización, es decir, la em igración y la fundación de


ciudades nuevas, h abía sido un medio de resolver las graves
dificultades que p lan teab a al m undo de las ciudades griegas
la stenochoría, la falta de tierras, sin d u d a ligada a un creci­
m iento dem ográfico pero tam bién a fenómenos m al conoci­
dos de los que sólo alcanzam os a conocer el resultado: el de­
sigual reparto de la tierra, lo que los historiadores llam an la
crisis agraria, que sacudió al m undo griego a p a rtir de la se­
gunda m itad del siglo V II 6. El desconocim iento de los rqe-
canism os económicos que originan este desequilibrio nos im ­
pide recurrir a explicaciones que se lim itarían a trasp lan tar
a la sociedad griega arcaica los esquem as de la econom ía m o­
derna. No hay por qué relacionar en m odo alguno la «crisis
agraria» con la llegada m asiva de cereales del m undo colo­
LA M U JE R E N LA CIU D AD

nial, con el desarrollo de la econom ía m onetaria o con cual­


quier otro factor propio de u n a econom ía de m ercado. D e­
bem os lim itarnos a hacer constar que en algunas ciudades
— en E sparta, en A tenas, sin d u d a en C orinto— se alzaron
voces de protesta que reclam aban un rep arto igualitario, una
nueva distribución del suelo. Y si bien en E sp arta el proble­
m a se resolvió gracias al establecim iento de un nuevo orden
del que más adelante hablarem os, y en A tenas con ayuda
de Solón, que puso fin a la dependencia cam pesina aunque
se negó a hacer un rep arto igualitario, en otros lugares los
desórdenes suscitados por la «crisis agraria» desem bocaron
en la im plantación de la tiran ía 7.
Las inform aciones que poseemos sobre los tiranos arcai­
cos proceden de fuentes que, en la m ejor de las hipótesis, d a ­
tan de un siglo (H erodoto) o más después de los aconteci­
m ientos que refieren. Estos relatos, cotejados con algunos d a ­
tos arqueológicos o num ism áticos, h an perm itido a los his­
toriadores reconstruir la historia de algunos de estos tiranos
surgidos a p a rtir de m ediados del siglo V II: Cípselo y Pe-
riandro de C orinto, O rtág o ras y Clístenes de Sición, Trasí-
bulo de M ileto, Polícrates de Samos, Pisístrato y sus hijos
en A tenas. Todos ellos son presentados como los defensores
del pueblo contra la aristocracia, a la que despojan de sus
bienes p a ra entregárselos a sus adeptos o a la que ridiculi­
zan. Pero de todos se cuentan tam bién relatos que constitu­
yen una especie de folclore, donde se d an cita el oráculo que
anuncia la próxim a llegada del tirano, su nacim iento gene­
ralm ente oscuro, las atrocidades que com ete una vez que ha
llegado a hacerse con el poder. El conjunto describe una es­
pecie de m undo subvertido, donde se niegan los valores de
la ciudad nueva, pero donde se adivina tam bién algo así
como la reim plantación de valores más antiguos. L a m ujer
50 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

no está ausente en este conjunto, y los diferentes lugares que


ocupa en las im ágenes que de la tiran ía arcaica nos ha de­
ja d o la tradición m erecen ser exam inados con algo más de
detenim iento.
U n prim er grupo lo constituyen las prácticas m atrim o­
niales de los tiranos; prácticas que Louis G ernet h a analiza­
do en un artículo ya antiguo, pero cuyas conclusiones siguen
siendo interesantes: las prácticas m atrim oniales de los tiranos
reproducían con seguridad el com portam iento m atrim onial
de los «tiem pos legendarios», au n cuando por su nacim iento
o su política innovadora suponen una ru p tu ra con el pasado 8.
L. G ernet cita en apoyo de su tesis las uniones entre familias
de tiranos que se d an tan to en Sicilia (los tiranos de Siracusa
y de Agrigento) como en el m undo egeo; las dobles nupcias
que nos rem iten a u n a sociedad en la que el m atrim onio mo­
nógam o no se h ab ía im plantado todavía; p o r últim o, el «re­
galo» de una hija p ara fortalecer así su poderío. Sirva como
ejemplo el tirano de Sición, Clístenes, cuando convoca a su
corte a jóvenes de toda la aristocracia griega y los entretiene
d u ran te un año p a ra en co n trar un esposo p ara su hija Aga-
rista 9. O M egacles el A teniense, cuando da a su hija en m a­
trim onio a P isístrato (quien tenía ya otras dos esposas) con
la intención de favorecer el restablecim iento de la tiran ía de
su yerno 10. A lianzas m atrim oniales y regalos que recuerdan
a los héroes de la epopeya, cuyos descendientes dicen ser es­
tos tiranos a pesar de su origen a veces oscuro. Este deseo
de entroncar con el pasado legendario explica tam bién el lu­
g ar que ocupan algunas m ujeres de tiranos en este folclore
anecdótico. Así por ejemplo M elisa, la esposa de Periandro
de C orinto: éste, según H erodoto, obligó a las m ujeres de Co-
rinto a despojarse de sus joyas y sus lujosos vestidos p a ra re­
galárselos a su mujer, elevada así al rango de una divinidad 11.
LA M U JE R E N LA CIU D AD 51

Los tiranos, m ediante estas prácticas, revivían el pasado


legendario por encim a de los valores de la ciudad nueva.
Pero otras prácticas, que sólo conocemos, es cierto, a través
de testimonios tardíos y parciales, se presentan como verda­
deras inversiones de los valores cívicos: son aquellas que
vinculan, en medio de la subversión provocada po r el tira­
no, a m ujeres y esclavos. El único ejemplo «histórico» que
leñemos de la época arcaica, si dejam os a un lado el caso
ya m encionado de las fundadoras de Locros, es el del tirano
A nstodem o de C um as, quien, instigando al pueblo a suble­
varse contra la aristocracia de esta ciudad a finales del
siglo V I, liberó por esta acción a los esclavos y los unió a las
mujeres de sus antiguos dueños 12. Pero volvemos a encon-
Irar el mismo suceso, con m uy pequeñas diferencias de
matiz, en H eraclea Póntica en el siglo IV 13, en E sp arta con
Nabis a finales del siglo III 14, como si la inversión de valo­
res atrib u id a a la tiran ía im plicara la unión necesaria de
aquellos que la ciudad norm al m antenía ap artados, las m u­
jeres y los esclavos. Pero al mismo tiem po — y esto nos
rem ite a las prácticas m atrim oniales m encionadas antes— ,
como si la tierra, confiscada a sus legítimos propietarios
y redistribuida a los p artid ario s del tirano, se tran sm itiera
en cierto m odo legítim am ente gracias a las mujeres. Es
difícil no p en sar en el problem a ya planteado de Penélo-
pe, a través de la cual se conseguía la realeza en Itaca.
Com o tam bién señala Louis G ernet, a propósito del m atri­
monio de Pisístrato: «Es la m ujer desposada la que otorga
la realeza», concedida por M egacles a su yerno. En la
ciudad histórica, d u ran te la revolución llevada a cabo por el
tirano, es la m ujer desposada quien confiere la posesión de
la tierra, y quien legitim a gracias a ello el acceso a la ciuda­
danía.
52 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

La época de los tiranos no term ina cuando lo hace la épo­


ca arcaica, au n cuando la tiranía siciliana por u n a p arte y
los tiranos revolucionarios del siglo IV y de la época helenís­
tica por o tra se nos m uestran con aspectos diferentes y cada
uno con características particulares. Pero la inversión de va­
lores que sim boliza el tirano explica que d u ran te su reinado
el lugar destinado a la m ujer esté asociado unas veces al
m undo sobrehum ano del héroe y otras al m undo in frah u m a­
no de los esclavos. C on la ciudad griega, que sitúa al hom ­
bre griego, al ciudadano, en el centro m ism o de lo hum ano,
por lo que puede calificarse de «club de hom bres», se esta­
blece definitivam ente la situación de la m ujer, in teg rad a y
m arginal al mism o tiem po, que vam os a in ten tar precisar a
continuación.

B. El m odelo ateniense: la condición de la m ujer en


Atenas en la época clásica

Ya hemos hablado de lo que im plica p en sar en A tenas como


modelo. Sin em bargo, es necesario que utilicem os este mo­
delo si querem os explicar la condición de la m ujer en la so­
ciedad griega. A tenas dom ina el m undo griego política y m i­
litarm ente d u ran te dos siglos. L a hegem onía que ejerce en
el Egeo gracias a su flota le perm ite g aran tizar al demos, al
pueblo de los ciudadanos, una vida decorosa y recom pensar
su participación en los asuntos políticos. Al m ism o tiem po,
A tenas se convierte en el centro indiscutible de la vida inte­
lectual y artística del m undo griego, la escuela de G recia,
por citar la fam osa fórm ula de T ucídides, o m ejor dicho la
que Pericles tom a p restad a a éste. L a guerra del Pelopone-
so, que enfrenta a E sp arta y sus aliados con el im perio ate­
I.A M U JER E N LA CIU D AD 53

niense, significa un rudo golpe p ara este dom inio. Pero au n ­


que A tenas no consigue restablecer en el siglo IV un poder
com parable al del «siglo de Pericles», disfruta todavía sin
em bargo de tres cuartos de siglo de p rosperidad y de inten­
sa vida intelectual h asta que, en el año 322, el establecim ien­
to de u n a guarnición m acedonia en el Pireo viene a poner
fin definitivam ente a sus sueños hegem ónicos. Es cierto que
d u ran te estos dos siglos A tenas conoció conflictos internos.
Pero excepto en el corto período que va del 411 al 404-403, es­
tos conflictos nunca pusieron en peligro el régim en que se h a ­
bía ido form ando poco a poco en los últim os años del siglo
V I y los prim eros decenios del V, esa dem ocracia que hacía
del demos en su conjunto, sin distinción de nacim iento o de
fortuna, el dueño de su destino 15.
H ab ía sin em bargo, en el seno de este demos, sensibles de­
sigualdades, como lo testim onia la división de los ciu d ad a­
nos en cuatro categorías censatarias, atribuidas po r la tra ­
dición al legislador Solón. En el siglo IV la prim era clase del
censo la form aban alrededor de doscientas personas, de un
total de veinticinco a trein ta mil ciudadanos. Es más difícil
contabilizar el núm ero de los ciudadanos de las otras cate­
gorías, pero un dato, aunque poco seguro ciertam ente, nos
hace p ensar que los thetes, ciudadanos de la últim a clase, eran
algo más de la m itad del total 16. E ran aquellos que, p riva­
dos de tierra o poseedores sólo de u n a pequeña can tid ad de
bienes, estaban obligados a trab a jar p ara vivir, bien por
cuenta ajena o bien gracias a u n a tienda o taller de su pro­
piedad, lo que los diferenciaba del pequeño cam pesino aco­
m odado que tenía a su servicio algunos esclavos, y del pro ­
pietario de taller lo suficientem ente rico p ara dedicar una
p arte de su tiem po a los asuntos públicos.
N o es éste el m om ento de analizar los problem as que
54 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

p lan tea la estru ctu ra de esta sociedad civil ateniense. Pero


no es difícil descubrir que, si querem os estudiar la condición ,
de la m ujer en la sociedad ateniense, hay que co n tar con es­
tas diferencias que ap o rtab an , en la realidad, a la situación
ju ríd ic a única de la m ujer ateniense m odificaciones no
desdeñables.
Pero es im p o rtan te tam bién no olvidar que lo mism o que
los ciudadanos form aban solam ente u n a p arte de la pobla­
ción del A tica, de la m ism a form a tam poco las m ujeres «ciu­
dad an as» rep resen tab an a toda la población fem enina. H a ­
bía extranjeras, h ab ía tam bién esclavas, y aunque el núm e­
ro de las prim eras debía de ser sensiblem ente inferior al de
los hom bres, seguram ente no sucedía lo m ism o con las se­
gundas. El lugar que ocupaban los esclavos en la pro d u c­
ción equivalía sin d u d a al lugar que ocupaba la m ujer en el
trab ajo dom éstico 17.
Es, pues, m uy im p o rtan te distinguir en tre estas catego­
rías si querem os in ten tar conocer el lugar que ocu p ab a la
m ujer en la sociedad ateniense de la época clásica.

La mujer ateniense

, A nte todo hay que aclarar qué entendem os p o r m ujer ate-


I niense: la hija o m ujer de ciudadano ateniense. N o es con­
veniente utilizar con dem asiada frecuencia el térm ino «ciu-
/ dadana», au n q u e exista. Pero aparece en el vocabulario grie-
/ go al final del período que estudiam os, en A ristóteles, en De-
\ m óstenes y en los autores de la com edia nueva, y su uso no
\£ se generaliza 18. L a cualidad de ciudadano llevaba im plíci­
to, en efecto, el ejercicio de u n a función, que era fundam en­
talm ente política, de participación en las asam bleas y en los
LA M U JE R E N LA CIU D AD 55

tribunales, de donde estaban excluidas las m ujeres, así como


de la m ayor p arte de las m anifestaciones cívicas, con excep­
ción de algunas cerem onias religiosas.
r Si intentam os definir ju ríd icam en te la situación de la m u ­
j e r ateniense, la prim era p alab ra que se nos viene a la men-
i te es la de «m enor». L a m ujer ateniense ciertam ente es una
¡eterna m enor, y esta m inoría se refuerza con la necesidad
jque tiene de un tu to r, un kyrios, d u ra n te toda su vida: pri-
jmero su padre, después su esposo, y si éste m uere antes que
¡ella, su hijo, o su pariente m ás cercano en caso de ausencia
jde su hijo. La idea de u n a m ujer soltera independiente y a d ­
m in istrad o ra de sus propios bienes es inconcebible.
El m atrim onio constituye po r consiguiente el fundam en- ”1j
to mism o de la situación de la m ujer. A hora bien, en la len- v
gua griega no hay, paradójicam ente, un térm ino específico
p a ra designar u n a institución sobre la que se fundaba, sin
em bargo, la reproducción de la sociedad. El acto m ediante
el cual un hom bre y u n a m ujer se unen legítim am ente se lla­
m a la engye. Es u n a especie de contrato realizado entre dos
«casas», un com prom iso oral hecho an te testigos por el que
el padre o el tu to r de la joven entrega a ésta al futuro espo­
so. Se tra ta de un com prom iso privado en el que no in ter­
viene la ciudad y que no es registrado por ninguna in stitu ­
ción civil. Sin em bargo, p a ra que el m atrim onio sea consi­
derado válido no es suficiente la engye. Es necesaria la coha­
bitación p ara que la joven se convierta en u n a gameté gyné,
un a esposa legítim a. La m ayoría de las veces esto es lo ñor-
m al, ya que inm ediatam ente después del com prom iso recí­
proco tenía lugar la presentación de la joven en la casa de
su esposo. Sin em bargo, h abía casos en que la cohabitación
no era inm ediata: po r ejemplo si la fu tu ra esposa era to d a­
vía una niña, como sucedió con la h erm an a del orador De-
56 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

m óstenes, com prom etida po r su pad re la víspera de su m uer­


te cuando sólo tenía cinco años 19; o si se ponía algún im pe­
dim ento al m atrim onio, especialm ente cuando se tra ta b a de
u na m uchacha epíkleros, es decir, única heredera de la riq u e­
za p atern a, o tam bién de u n a m ujer cuya condición de ate­
niense podía ponerse en duda, po r ejemplo, u n a extranjera.
Los alegatos de los oradores del siglo IV nos ofrecen una
gran can tid ad de datos acerca de las prácticas m atrim o n ia­
les de los atenienses, de donde se deduce que éstas se llevan
a cabo siguiendo los usos de la época arcaica, sin llegar a
alcan zar nunca u n a situación ju ríd ic a suficientem ente clara.
-'Pero hay algo que sigue siendo evidente: el m atrim onio no
es nunca el resultado de u n a elección libre por p arte de la
joven. Es el p ad re o el tu to r legítim o el que elige la casa
adonde debe ir, y son dos hom bres los que deciden su des­
tin o . E sta libertad es aú n más restringida en el caso de la
joven epíkleros, ya que ésta está obligada a casarse con el p a ­
riente más próxim o de la ram a p atern a. Lo cual puede p lan ­
tear a veces problem as delicados, bien porque ella esté ya ca­
sada o porque lo esté tam bién su parien te m ás cercano.
Estas diferentes situaciones estab an reglam entadas por
u na legislación sum am ente com pleja 20. Y es fácil adivinar
¡ por qué. La finalidad del m atrim onio era la procreación de
(h ijo s legítimos destinados a hered ar la fortuna p aterna. Por
| consiguiente estaba estrecham ente vinculado al régim en de
jila propiedad y de la sucesión de los bienes patrim oniales.
Pero el intercam bio de bienes que regía el m atrim onio de los
tiem pos heroicos h ab ía dado paso a la p ráctica de la dote:
/jla aportación de la joven a la constitución del patrim onio fa-
[m iliar. No tenem os n inguna p ru eb a de que la dote haya sido
obligatoria, au n cuando fuera la dem ostración del carácter
legítimo del m atrim onio; proporcionaba adem ás u n a exce­
LA M U JE R E N LA CIUDAD 57

lente oportunidad a quien se hallab a com prom etido en un


asunto judicial: d o tar a su hija con largueza era u n a p ru eb a
de honorabilidad. A dem ás, u n a ley que m enciona el orador
D em óstenes establece que si un ateniense de la clase de los
thetes dejaba una hija única heredera de sus escasos bienes,
el pariente m ás cercano de ésta no estaba obligado a casarse
con ella, sino que debía proporcionarle u n a dote cuya cu an ­
tía variaba en función de su propia fortuna y de la clase cen-
sataria a la que pertenecía 21.
La dote estaba constituida generalm ente por objetos p re­
ciosos y por dinero, pero a veces tam bién por bienes raíces
que el pad re de la joven confiaba a su futuro yerno, pero so­
bre los que conservaba el derecho de fiscalización m ateria­
lizado en u n a form a m uy específica de hipoteca llam ada apo-
timema 22
'

En efecto, era necesario prever u n a posible ru p tu ra del


m atrim onio. Si se llegaba al divorcio por m utuo consenti­
m iento, la dote volvía n atu ralm en te al padre o al tu to r de
la m ujer, y podía servir p ara d o tarla en un segundo m a tri­
monio 23. Lo mism o sucedía si el m arido m oría antes que su
m ujer y ésta era todavía lo suficientem ente joven p ara pro ­
crear y por lo tanto con posibilidad de volver a casarse. Si
tenía hijos y perm anecía en la casa del m arido, la dote era
adjudicad a a los hijos. Pero tam bién podía suceder que la
ru p tu ra fuera unilateral, lo que podía ser u n a fuente de con­
flictos. La m ayoría de las veces, la decisión de rom per una
unión procedía del m arido. E n este caso devolvía la m ujer
y la dote a su suegro a condición de que éste casara de nue­
vo a su hija. Lo cual no se hacía, por supuesto, sin dificul­
tades, y era necesario en ocasiones recurrir a un proceso,
cuando la dote h ab ía sido d ilap id ad a o m al adm inistrada.
Pero ¿qué sucedía si la decisión de rom per el m atrim o­
58 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

nio procedía de la m ujer? A priori, y h ab id a cuenta de lo d i­


cho anteriorm ente, eso parece im posible, ya que en princi­
pio la ru p tu ra sólo podía decidirla, en este caso, su tutor, su
kyrios, es decir, ...el m arido. R ealm ente conocemos al menos
tres ejemplos que m u estran que entre los principios y la rea­
lidad h abía lugar p ara las excepciones. El prim ero de ellos
es el de la m ujer de A lcibíades, el célebre y brillante político
ateniense de finales de siglo V. P lutarco nos ofrece el siguien­
te testimonio: « H ip areta era u n a m ujer discreta y fiel a su
m arido; pero sintiéndose infeliz en su m atrim onio y viendo
que A lcibíades frecuentaba a cortesanas extranjeras y ate­
nienses, abandonó su casa y fue a la de su herm ano. Como
A lcibíades no le dio la m enor im p o rtan cia y continuó vivien­
do licenciosam ente, ella se vio obligada a p resen tar la de­
m an d a de divorcio ante el arconte, pero no a través de un
interm ediario, sino ella m ism a en persona. C u an d o acudió
p a ra hacerlo, según la ley, A lcibíades se abalanzó sobre ella,
la agarró y la llevó de nuevo a su casa cruzando el agora sin
que nadie se atreviese a hacerle frente o a quitársela» ( Vida
de Alcibíades, 8). Plutarco escribe cinco siglos después de los
acontecim ientos que relata, y aun cuando su inform ación
proceda tal vez de b u en a fuente, es fácil percibir que conde­
na el com portam iento de A lcibíades, que lo incluye en un
conjunto de juicios desfavorables al hom bre político atenien­
se. Efectivam ente, es fácil reconocer la tradición en la que
se inspira: un alegato atribuido al orad o r Andócides y que
se inscribe en u n a controversia m an ten id a a comienzos del
siglo IV en torno a la persona de Alcibíades. Pero precisa­
m ente porque se tra ta de u n a tradición m uy próxim a a los
acontecim ientos, se le puede d a r crédito. El Pseudo-Andóci-
des cuenta la historia aproxim adam ente en los mismos tér­
minos, pero saca de ella conclusiones diferentes. Plutarco
LA M U JE R E N LA CIU D AD 59

pretende, en efecto, que al hacer tal cosa A lcibíades se com ­


p o rtab a sin lugar a du d as como un hom bre violento, pero
no obstante no violaba la ley: «pues parece que si la ley pres­
cribe que la m ujer que quiere ab an d o n a r a su m arido se p re­
sente ella m ism a ante el m agistrado, es p ara d a r al m arido
la oportunidad de reconciliarse con ella y retenerla ju n to a
él». En tanto que el orador ateniense concluye su relato del
rapto de H ip areta acusando a A lcibíades «de m ostrar a to­
dos el desprecio que sentía po r los arcontes, las leyes y to­
dos los ciudadanos» ( Contra Alcibíades, 14). Por consiguiente,
la ley ateniense perm itía a la m ujer actu ar como un ser m a­
yor de edad cuando q u ería divorciarse, y debía presen tar en
persona su dem an d a ante el arconte.
Los otros dos ejemplos proceden de alegatos del siglo IV
y se refieren a personas menos famosas que A lcibíades y su
esposa. Sin em bargo, el caso del que tra ta D em óstenes en el
prim er discurso Contra Onetor es b astan te complejo, y el p re­
tendido divorcio parece h ab er sido de hecho un medio u ti­
lizado por el m arido — que no era otro que el inm oral tu to r
de D em óstenes— p ara hacer que su cuñado, en realidad su
cóm plice, reivindicara la dote de la que deduciría lo que de­
bía al orador. Sin em bargo, en este caso, aunque tam bién se
m enciona al arconte a propósito de la d em an d a de divorcio,
tal dem anda no fue p resen tad a por la m ujer en persona, sino
por m ediación de su herm ano que actu ab a como kyrios.
Finalm ente, en el últim o ejemplo, un caso de sucesión asi­
m ism o m uy com plicado, se alude a u n a m ujer, que al p are­
cer abandonó a su m arido y no se presentó ante el m agis­
trado, contraviniendo así la ley. El hecho de que se trate, se­
gún todos los indicios, de u n a cortesana, hija ilegítim a de
un ciudadano, no cam bia p ara n ad a el hecho de que tam ­
bién en esta ocasión se confirm a la posibilidad de que la m u ­
60 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

je r presente ante el arconte u n a d em an d a de divorcio. Po­


dem os suponer, sin em bargo, que la m ayoría de las veces no
la p resen tab a en persona, au n en el caso de que la ley le au to ­
rizase a hacerlo, y que era su tutor, padre, herm ano o p a ­
riente más cercano quien intervenía en su nom bre, especial­
m ente p ara recu p erar la dote que norm alm ente debía volver
de nuevo a la fam ilia de la m ujer. Esto im plicaba u n a con­
secuencia ju ríd ica im portante: al ceder su hija o su h erm an a
a un hom bre, el pad re o el herm ano no cedían la totalidad
de su kyria al m arido y podían por lo tanto, si la m ujer lo
deseaba, recu p erar su papel an terio r 24.
Por consiguiente era posible la anulación del m atrim o­
nio por voluntad de la m ujer. Las razones alegadas por Hi-
pareta m erecen u n a corta reflexión. Parece ser que las noto­
rias infidelidades de su esposo son la causa de que ella de­
cida volver de nuevo a casa de su herm ano. A hora bien, esto
parece estar en contradicción con lo que sabem os sobre la
«fidelidad» de los esposos atenienses, y, en un terreno m ás
prosaico, de las leyes sobre el adulterio. C onocida es la cé­
lebre frase de un orador: «Las cortesanas están p a ra el pla­
cer, las concubinas p ara las necesidades cotidianas, las es­
posas para tener una descendencia legítima y ser una fiel guar-
d iana del hogar». L a m ujer legítim a, gyné, debía ad m itir por
tan to que su función era concebir hijos y ocuparse del cui­
dado de la casa, dejando a otras los placeres del espíritu (las
cortesanas) y del cuerpo (las concubinas). Volverem os a h a­
blar de las hetairas, que ocupan en la ciudad un lugar un
poco especial. Las concubinas (pallakaí) , por el contrario, son
en cierto m odo un doblete de la m ujer legítim a. Pero a di­
ferencia de la esposa, intro d u cid a en la casa tras un acuerdo
entre dos fam ilias, la pallaké por su p arte es introducida, si
no clandestinam ente, al menos sin que haya ningún certifi-
LA M U JE R E N LA C IU D AD 61

cado jurídico que la ate a su com pañero. Se trata, pues, de


una unión revocable en cualquier m om ento, y no es extraño
que, cuando se h ab la en los textos de u n a pallaké, se trate
casi siem pre de u n a joven pobre o de u n a esclava. Algunos
autores piensan que era im posible que una ateniense haya
podido ocupar un lugar tan indefinido. Pero algunos datos
de nuestras fuentes nos llevan a p en sar que no era extraño
que un hom bre libre pobre entregara a su hija como concu­
bina a un vecino m ás rico. U n a ley atrib u id a a D racón p re­
vé el caso de un hom bre que puede llegar a m a tar al seduc­
tor de la pallaké elegida p o r él p a ra tener hijos libres, al no
poder dárselos su esposa: ten d ría derecho a hacerlo, como
si se tra ta ra del seductor de su m ujer legítim a 25. Por con­
siguiente, aunque la m onogam ia fuese obligatoria en A tenas
en la época clásica, se adm itía la existencia de la pallaké y
¡ no se la consideraba como signo de adulterio.
P ara com prender las leyes que penalizaban el adulterio,'^,
no podem os p erd er de vista cuál era la finalidad del m atri- J
monio: asegurar la descendencia y, por consiguiente, la con­
tinuidad de la fam ilia en el seno de la ciudad. Por ello, el
único adulterio reprensible, po r lo que al m arido se refiere,
era el com etido con la esposa legítim a de otro ateniense, p o r­
que al hacerlo perjudicaba a otro ciudadano. En cam bio, la
ley protegía a sus hijos legítim os frente a los que pu d iera te­
ner con la, o las, concubinas. Por consiguiente, la presencia ^
de éstas no represen tab a ningún peligro. En la práctica, sin
em bargo, las cosas no eran quizá tan sencillas, y uno se p re­
gu n ta si un hijo ilegítimo de dos padres atenienses, pero no
unidos m ediante engye, no tenía derecho a una p arte de la he­
rencia paterna, de la m ism a form a que poseía sin d u d a el es­
tatu to de ciudadano ateniense. Por lo dem ás, la adopción
proporcionaba en este caso un medio legal de regularizar la
62 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

situación. Pero, volviendo al adulterio, es fácil im aginar por


ello que el de la m ujer haya provocado sanciones m ás g ra­
ves. El m arido que sorprendía a su m ujer en flagrante delito
de adulterio en com pañía de su am an te tenía derecho a m a­
tar a éste sin in cu rrir en culpabilidad 26. Sin em bargo, la m a­
yoría de las veces las cosas no iban tan lejos, y se llegaba a
un arreglo ante testigos. A lgunas historias edificantes encon­
trad as en los pleitos ap o rtan la p ru eb a de que el flagrante
delito podía ser p a ra un m arido com placiente un m edio de
sacar dinero al am an te de su m ujer 27. E n cuanto a la m ujer
adú ltera, era severam ente castigada. El m arido podía rep u ­
diarla, y algunos autores sostienen incluso que tenía la obli­
gación de hacerlo so p en a de ser privado de sus derechos cí­
vicos. A dem ás, desde ese m om ento era excluida de toda par-
ticipación en los cultos de la ciudad.
A hora bien, ésta era la única actividad cívica de la m u-
1 je r, y dicha disposición es la p ru eb a evidente de que el m a­
trim onio ocu p ab a un lugar esencial en la vida de la ciudad
y en su organización, en la m edida en que a través de él se
tran sm itían a la vez el estatuto de ciudadano y la propiedad
de los bienes que constituían el oikos. L a fidelidad conyugal
era la encargada de asegurar la transm isión de estos bienes,
y la m ujer legítim a se distinguía de la pallaké ante todo por
{_la diferencia de estatu to de sus respectivos hijos.
Pero entonces se plantea un problem a: al hacer de la es­
posa legítim a a la vez la g u ard ian a del oikos y la que asegu­
rab a la continuidad de éste, ¿le concedía la ciudad por ello
una cierta «propiedad» sobre los bienes que ella tenía a su
cargo? El problem a es com plejo, y la respuesta difícil de for­
m ular. El caso ya m encionado de la m uchacha epíkleros p ru e­
b a que la m ujer no puede en ningún caso ser p ropietaria de
bienes raíces, ya que esta propiedad estaba reservada sólo a
LA M U JE R E N LA CIU D AD 63

los ciudadanos varones. Existe aq u í — volveremos sobre


ello— una diferencia im p o rtan te con otras ciudades como
E sparta. La p regun ta que nos form ulam os, sin em bargo, es
la siguiente: ¿conservaba u n a m ujer cuya dote h u b iera sido
m uy rica algún derecho sobre los bienes raíces que h ab ía
aportado como dote? Es cierto que la dote podía estar for­
m ada sólo de bienes m uebles. Pero num erosos ejemplos ex­
traídos de discursos forenses m uestran que las dotes incluían
con frecuencia tierras. El aprovecham iento de estas tierras
correspondía al m arido. Pero ¿qué sucedía realm ente en la
práctica diaria? Y a hem os visto que la tradición hacía de la
m ujer la g u ard ian a del oikos. ¿Acaso no im plicaba esto una
posesión de hecho, si no de dereho? ¿Y no era válido en p ri­
m er lugar sobre los bienes aportados por ella? E sta prim era
observación nos trae a la m ente otra: una p arte de los re­
cursos sacados de la tierra se g u ard ab a en el granero o se
consum ía inm ediatam ente. Pero tam bién sabem os que en la
A tenas de los siglos V y IV los excedentes de legum bres, fru­
tas, aceitunas, etc., se llevaban al m ercado. Así por ejemplo,
la m adre del poeta Eurípides ib a a vender al m ercado el pe­
rejil cosechado en su ja rd ín . Y su caso no era desde luego el
único; la presencia de m ujeres en el m ercado la atestiguan
tanto los alegatos de los oradores como los autores cómicos.
A hora bien, es difícil im aginar que las m ujeres que recibían
dinero a cam bio de los productos llevados al m ercado no dis­
pusieran de él al m enos en p arte y tuvieran que devolverlo
escrupulosam ente todo a sus esposos. Pero tam bién acudían
al m ercado m uchas otras kapelidas, vendedoras de cintas, de
perfum es, de ajos, etc., de las cuales nos h a dejado la come­
dia num erosos ejemplos. Es cierto que estas m ujeres perte­
necían a los am bientes populares, y es aquí donde m ejor se
m anifestaban las diferencias sociales. Porque aunque la con­
64 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

dición ju ríd ica de la m ujer ateniense era única, la situación


social real in tro d u cía diferencias sensibles. La ateniense de
buena fam ilia se q u ed ab a en su casa, rodeada de criadas, y
sólo salía p a ra cum plir con sus deberes religiosos. Por el con­
trario, la m ujer del pueblo se veía obligada por la necesidad
a salir de su casa p a ra ir al m ercado, incluso, como lo ates­
tiguan alegatos del siglo IV, p ara au m en tar los recursos fa­
miliares con u n escaso salario de nodriza 28. C on frecuencia
se h a p lanteado la p reg u n ta sobre el carácter «utópico» de
las com edias «fem inistas» de Aristófanes. M ás adelante di­
remos lo que pensam os al respecto. Sin em bargo, Praxágora
o L isístrata no fueron p u ras invenciones aunque, po r supues­
to, las m ujeres atenienses n u n ca tuvieron la ocasión de h a ­
cerse con el p oder o de declararse en huelga de am or. Las
m ujeres hum ildes de la ciudad, obligadas por la necesidad
a salir de sus casas, esas casas m odestas apiñadas al pie de
la Acrópolis, eran sin d u d a m ás independientes que las ri­
cas atenienses o que las m ujeres cam pesinas, y la lectura de
los autores cómicos nos hace p ensar que eran ellas las que
m anejaban el dinero de la casa.
Esto no contradice, por supuesto, los principios expues­
tos anteriorm ente. Las m ujeres atenienses no podían, por
ley, tener propiedades. Pero en la práctica, ricas o pobres,
tenían mil m edios de eludir la ley. Y los oradores ofrecen al­
gunos ejemplos de m ujeres que m anejan el dinero. Así por
ejemplo, en un alegato de Lisias, u n a m ujer, tem erosa de
que su hijo no sea capaz de proporcionarle u n a sep u ltu ra de­
cente, envía tres m inas (trescientas dracm as) a un tal A ntí-
fanes p ara asegurar sus funerales 29. O tra, en un alegato de
D em óstenes, dejó al m orir u n a sum a de dos mil dracm as a
los hijos habidos de su segundo m arido 30. Es cierto que este
últim o ejemplo nos introduce en un m edio que no es el de
LA M U JE R E N LA CIU D AD 65

la A tenas tradicional, ya que la m ujer en cuestión era la viu­


da del banquero de origen servil Pasión. Pero no es menos
cierto que los alegatos dem ostenianos, casi todos pertene­
cientes a la segunda m itad del siglo IV, revelan las transfor­
m aciones que tienen lugar tan to en las m entalidades como
en los com portam ientos; transform aciones anunciadoras de
la época helenística. E ncontram os po r ejemplo, en los dos
discursos Contra Boeto, que d atan de los años 349-348, el caso
de una tal Plangón, ateniense de b u en a familia, cuya histo­
ria no deja de sorprendernos. E n efecto, Plangón h abía te­
nido dos hijos de un tal M antias, hom bre político relativa­
m ente conocido. M an tias estaba casado legítim am ente con
u na m ujer con quien tenía un hijo, M antíteos. Sin em bargo,
h abía tenido que reconocer como suyos a los hijos de P lan ­
gón, quienes, cuando él m urió, heredaron con el m ism o de­
recho que M antíteos. El problem a no reside tanto en el re­
conocim iento de hijos naturales — el derecho ateniense lo
perm itía en efecto por la vía de la adopción, con tal de que
la m adre fuese ella tam bién hija de ciudadano— , sino más
bien en la situación m ism a de Plangón: se ha dado por su­
puesto que ella h abía estado casada anteriorm ente con M an ­
tias, y que por lo tanto sus hijos, en todo caso al menos Boe­
to, contra quien pleitea M antíteos, h ab ría n sido concebidos
legítim am ente. Pero no se entiende por qué en ese caso M an ­
tias los h ab ría reconocido tardíam ente. Sea lo que fuere,
M antias continúa viviendo, au n q u e no de form a estable,
con Plangón tras su m atrim onio con la m adre de M an tí­
teos. A hora bien, no nos hallam os ante un concubinato tri­
vial, y Plangón no es u n a pallaké. Recibe a M antias en
su propia casa, y M antíteos dice bien claro que su padre
tenía dos «familias». U n a vez m ás, es la situación de P lan­
gón la que nos sorprende. N o es ni u n a cortesana ni u n a pa-
66 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

llaké, es «una m ujer entretenida», que vivía espléndidam ente


con sus dos hijos y sus num erosas sirvientas de lo que
le d ab a M antias, que estaba locam ente enam orado de
ella.
O tros alegatos testim onian tam bién u n a relativa inde­
pendencia de las m ujeres atenienses de la segunda m itad del
siglo IV con relación al m atrim onio — es el caso por ejemplo
de las dos m uchachas herederas que siguen casadas, tras la
m uerte de su p adre, con personas que no pertenecen a su fa­
m ilia — y al dinero— como sucede con la m ujer de un tal
Polieucto, que h abía prestado dinero a un hom bre llam ado
E spudias, y h ab ía hecho constar este préstam o por escrito 31.
Estos son, desde luego, casos excepcionales. Pero podem os
preguntarnos, siguiendo el planteam iento de Louis G ernet,
si no son indicios «de u n a evolución b astan te avanzada y tal
vez bastan te reciente». Evolución que no tendría por que
obedecer a u n a cierta m ejora de la condición fem enina, sino
m ás bien al hecho de que la ciudad ya no es lo que era, y
que la ciudadanía, que tendía a vaciarse de su contenido ini­
cial, a ser en m ucha m ayor m edida un estatuto que u n a fun­
ción, podía finalm ente ser com ún a los hom bres y a las m u ­
jeres. Sin d u d a no es una casualidad que sea precisam ente
en algunos de estos alegatos, así como en la obra contem po­
rán ea de A ristóteles, donde se encuentre em pleado po r p ri­
m era vez el térm ino «ciudadana», sin que ello im plique, por
supuesto, n inguna actividad que sea propiam ente «política».
A lo sumo se tra ta quizá de u n a p reparación p ara esa inde­
pendencia m ucho m ás am plia de las m ujeres que creemos
poder descubrir en la época helenística; u n a independencia
que en la época clásica, según todas las fuentes de que se dis­
pone, sólo parecen h ab er conocido las m ujeres m arginadas
que eran las cortesanas.
LA M U JE R E N LA CIU D AD 67

La cortesana

Puede parecer sorprendente, a priori, que dediquem os un


ap artad o de un estudio sobre la m ujer en la G recia clásica
a las cortesanas, y más todavía que les concedam os u n a es­
pecie de categoría ju ríd ica. E n realidad, si existe u n a cate­
goría ju ríd ica, ésta la ostentan las m ujeres que residen en
A tenas con el estatuto de metecas. Pero preciso es confesar
que sabem os m uy poco acerca de las m ujeres m etecas, ex­
cepto que el metoíkion, el im puesto especial que recaía en los
extranjeros residentes en A tenas, era de seis dracm as al año
p ara las m ujeres y de doce p ara los hom bres. Es lógico pen­
sar que m uchas de ellas eran esposas de hom bres venidos a
instalarse en A tenas p ara dedicarse al comercio, seguir las
lecciones de un m aestro em inente, o p a ra escapar de sus ad ­
versarios cuando éstos se h ab ían adueñado del poder en su
ciudad de origen. Estas m ujeres de metecos llevaban segu­
ram ente un a vida b astan te parecida a la de las m ujeres de
ciudadanos, ocupándose de la casa, hilando y tejiendo, d iri­
giendo el trabajo de las sirvientas. Sin d u d a el m arido las de­
claraba cuando recibía el estatuto de m eteco, es decir, al ins­
cribirse en los registros de un dem o 32. Si eran griegas de na­
cim iento, probablem ente h ab ían sido unidas legalm ente a
sus esposos. Sin em bargo, es probable que el concubinato
fuera más frecuente entre hom bres y m ujeres de origen ex­
tranjero que entre ciudadanos. Y podem os suponer que tam ­
bién en este terreno las desigualdades sociales introducían
diferencias im portantes. La esposa de un rico em presario
como el siracusano Céfalo, p ad re de Lisias, llevaba u n a vida
m ás parecida a la de la esposa de un ciudadano afortunado
que a la de las m ujeres del pueblo, atenienses o no, que eran
honestas m ujeres, nodrizas o vendedoras de cintas 33.
68 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

Pero al lado de estas m ujeres de metecos se encontraban


las m ujeres m etecas, venidas po r propia voluntad a estable­
cerse en A tenas. A hora bien, teniendo en cuenta la situación
de la m ujer en el m undo griego, dichas m ujeres, obligadas
a subsistir por sí m ism as, no podían hacerlo más que com er­
ciando con lo único que les pertenecía, su cuerpo. Las más
pobres o las más m iserables se convertían en pornai, p ro sti­
tutas que trab a jab an en las posadas de A tenas o del Pireo.
A lgunas h ab ían sido com pradas, y en trab an en la categoría
de las esclavas. O tras eran «libres», al menos ju ríd icam en ­
te. En cuanto a las «casas», pertenecían bien a ciudadanos
— un pleiteante del siglo IV incluye dos en l a relación que
hace de su fortuna— , bien a extranjeros, e incluso a ex tran ­
j e r a s — es el caso de la fam osa N icarete de quien tendrem os
que h ab lar m ás adelante.
Pero al lado de estas p rostitutas h ab ía otras que los grie­
gos llam aban hetairas, com pañeras, y que éstos se reserva­
b an, según la expresión del pleiteante antes citado, « p ara el
placer». Estas hetairas eran de hecho las únicas m ujeres ver­
d ad eram en te libres de la A tenas clásica. Salían librem ente,
p articip ab an en los banquetes al lado de los hom bres, inclu­
so «recibían en su casa», si tenían la suerte de ser m an ten i­
das po r un hom bre poderoso. En seguida pensam os, como
es lógico, en la m ás célebre de estas «com pañeras», en la fa­
m osa A spasia. H ab ía nacido en M ileto, u n a rica ciudad de
la costa occidental de Asia M enor estrecham ente vinculada
a A tenas. Se desconocen las razones que la llevaron a esta­
blecerse en Atenas. Pericles se enam oró de ella, hasta el punto
de rep u d iar a su esposa legítim a, y tuvo un hijo suyo, al cual,
a pesar de la ley d ictad a po r él m ism o y que sólo reconocía
como ciudadanos a los hijos nacidos de m adres que tam bién
lo fueran, consiguió inscribir en los registros civiles. Los an ­
LA M U JE R E N LA CIU D AD 69

tiguos hacían hincapié en su belleza y su inteligencia. Plu­


tarco asegura en la Vida de Pericles que «dom inaba a los hom ­
bres de E stado m ás influyentes y suscitó en los filósofos una
grande y sincera consideración». M ás adelante añade: «Se
dice que fue solicitada por Pericles a causa de su ciencia y
su agudeza política. Es cierto que Sócrates iba a veces a su
casa con am igos, y que los íntim os de la casa de A spasia lle­
v aban allí a sus m ujeres con objeto de escuchar su conver­
sación, aunque su profesión no fuera ni honesta ni respeta­
ble: form aba jóvenes cortesanas». Este papel de alcahueta
lo atestiguan sobre todo los autores cómicos, adversarios de
la política de Pericles, que no retrocedían ante n ad a p ara
atacarlo, llegando incluso a afirm ar que la política del gran
estratega le era im puesta por su am ante. Platón, en uno de
sus diálogos cuya intención satírica es evidente, llega inclu­
so a decir que ella p rep arab a los discursos de su am ante, y
hace p ronunciar a Sócrates u n a oración fúnebre cuya au to ­
ría le atribuye a ella 34. Es evidente que Platón q u ería iro­
nizar sobre esta clase de discurso y sobre los estereotipos que
el mism o transm itía. Pero la atribución de su p atern id ad a
A spasia revela la influencia que ésta ejercía sobre el hom bre
que en aquel m om ento dirigía los destinos de la ciudad. P lu­
tarco, por su p arte, se resiste a ver en esta influencia la con­
secuencia de los servicios un tanto especiales otorgados por
A spasia a su am ante, al p rocurarle las jóvenes que le gusta­
ban, e insiste, po r el contrario, en el am or que unía a la mi-
lesia con Pericles: «Se dice en efecto que ni un solo día de­
ja b a de salud arla y ab razarla cuando salía de su casa y cuan­
do volvía del ágora». A pesar de este am or confesado abier­
tam ente y del nacim iento de un hijo, los enemigos de A spa­
sia no m oderaron los ataques. Eupolis, un au to r cómico,
hace decir a un personaje de su obra, Los demos, a propósito
70 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

de ese hijo: «... sería un hom bre si las costum bres de su m a­


dre, una m ujer perdida, no le hicieran tem blar». Sin em b ar­
go, sólo después de los prim eros fracasos de la guerra del Pe-
loponeso se atrevieron los enemigos de Pericles a atacar
abiertam ente a A spasia. El poeta cómico H erm ipo la hizo
com parecer ante la ju sticia bajo la doble inculpación de im ­
piedad y de libertinaje. Fue no obstante absuelta gracias a
la intervención de Pericles, quien «obtuvo su perdón a fuer­
za de d erram ar lágrim as po r ella d u ran te el proceso e im ­
plo rar a los jueces». Pericles m urió poco tiem po después.
Pero a pesar de ello la carrera de A spasia 110 term inó. Tom ó
entonces como am an te al tratan te de ganado Lisicles, un
hom bre vulgar que, gracias a ella, consiguió desem peñar d u ­
ran te algún tiem po un papel político im portante en A tenas.
El caso de A spasia es desde luego excepcional. Pero otras
cortesanas célebres fueron igualm ente la com idilla de A te­
nas en los siglos V y IV. Jenofonte relata en las Memorables
la relación que al parecer m antuvo Sócrates con la cortesa­
na T eodota, quien según cuenta la tradición, fue la am iga
de Alcibíades. M erece la pena reproducir un fragm ento del
diálogo. Sócrates llega a casa de la cortesana y la encuentra
posando p ara un pintor. C u an d o éste se va, T eo d o ta se ap re­
sura a recibir al filósofo: «C uando Sócrates la vio, lujosa­
m ente ataviada, y ju n to a ella su m adre, con un vestido y
adornos poco com unes, m uchas y herm osas criadas cuyo
porte no desm erecía en absoluto y u n a casa ab u n d an tem en ­
te provista de todo, le preguntó: — “Dim e, T eodota, ¿tienes
tierras? — Yo no, contestó ésta. — ¿Tienes tal vez una casa
cuyas rentas te perm itan vivir? — T am poco tengo casa, dijo.
— ¿Tienes entonces esclavos que trab ajen p ara ti? — T a m ­
poco, contestó. — ¿De dónde sacas lo necesario p a ra vivir?,
dijo Sócrates. — Si tengo la suerte de en co n trar un amigo
LA M U JE R E N LA CIU D AD 71

que quiera ayudarm e, él es quien me resuelve la v id a”» (M e­


morables, I I I , 11, 4). Este pasaje es interesante po r más de
u na razón. No tanto porque revela la form a en que las cor­
tesanas se pro cu rab an sus medios de vida — ni que decir tie­
ne que dependían com pletam ente de la generosidad de sus
am antes— , sino porque dem uestra a la vez la independen­
cia de estas m ujeres, libres de recibir en sus casas a quien
ellas quisieran, y la posibilidad que tenían de disfru tar de
rentas de bienes raíces — lo cual es claro que im plica la exis­
tencia en A tenas de cortesanas nacidas de p adres atenien­
ses— , de una casa o de un taller de esclavos. A dem ás, aun
cuando algún rico protector, A lcibíades u otro, h u biera re­
galado a T eodota la casa y las criadas, seguram ente disfru­
taba ella del uso y de la propiedad.
U n alegato de D em óstenes nos perm ite com pletar este re­
trato de la cortesana ateniense. Se tra ta del discurso Contra
Neera, uno de los textos más interesantes aportados p o r la
tradición ateniense. El discurso en sí fue com puesto sin d u d a
por un am igo de D em óstenes, A polodoro, y va dirigido con­
tra un tal Estéfano con el que éste se h abía enfrentado tiem ­
po atrás. El argum ento del pleiteante es que Estéfano afir­
m a que está legalm ente casado con u n a tal N eera, lo cual
im plicaría que la dicha N eera fuera asim ism o hija de ciuda­
dano. A hora bien, n ad a de eso es cierto, y es contra N eera
contra quien se dirige la acusación. Si llega efectivam ente a
probarse que ella es extranjera, será vendida como esclava
y su esposo será condenado a u n a m u lta de m il dracm as. La
m ayor p arte del discurso del acusador se presenta, pues,
como un relato de la vida de N eera. E sta había sido com ­
prad a, cuando era m uy joven, por u n a tal N icarete, que vi­
vía en C orinto, y era la esposa de un cocinero famoso lla­
m ado H ipias. N icarete era en realidad, según el orador, una
72 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

alcahueta p ro p ietaria de siete jóvenes a las cuales h abía en­


señado la «técnica» am orosa y a las que dedicaba a la pros­
titución, haciéndolas p asar por hijas suyas p ara conseguir
un precio m ás elevado... E n realidad N eera y sus com pañe­
ras no eran vulgares prostitutas, como lo p ru eb an los testi­
monios alegados po r el orador, sino cortesanas de altos vue­
los cuyos am antes, atenienses de paso en C orinto o ex tran ­
jeros, eran todos hom bres ricos. Ellas p articip ab an a su lado
en los banquetes, eran recibidas en las mejores casas, inclu­
so en las de A tenas, cuando asistían a las fiestas de Eleusis
o a las grandes P anateneas, en com pañía del am ante de tu r­
no. Sin em bargo, con tin u ab an pagando a N icarete, o hacien­
do que le p ag aran , el precio de sus favores. Por esta razón,
dos am antes de N eera decidieron com prarla conjuntam ente
al precio de tres mil dracm as. E ra éste un precio considera­
ble por la com pra de u n a esclava, así como tam bién u n a in­
dicación del «valor» de N eera. Los dos com pradores com ­
partieron los favores de la joven d u ran te un cierto tiempo;
después, decididos am bos a casarse, le ofrecieron com prar
de nuevo su lib ertad , p ara lo cual le entregaron cada uno
quinientas dracm as. Es decir, le p erm itían conseguir la li­
bertad por un precio inferior al que h ab ían pagado por ella.
Según dice expresam ente el mism o texto, esta generosidad
im plicaba que la jo v en debía a b an d o n a r C orinto, ya que n in ­
guno de los dos hom bres estab a dispuesto, desde luego, a
verla « trab ajar» en C orinto, su ciudad, en la que ellos mis­
mos estaban decididos a «sentar cabeza».
P ara en co n trar las dos mil dracm as necesarias p ara su
rescate, N eera acudió a varios de sus antiguos am antes, aco­
giéndose de este m odo a esa clase de préstam o am istoso y
sin interés, el éranos, al que los hom bres libres aco stu m b ra­
b an a recu rrir en caso de necesidad. U n o de ellos, un tal Fri-
LA M U JE R E N LA CIU D AD 73

nión, que era ateniense, se encargó de reu n ir el dinero y ne­


gociar con los dos corintios. Después se llevó consigo a Nee-
ra a A tenas.
A unque la intervención de Frinión se presente como una
com pra, se tra ta en realidad de u n a m anum isión. N eera será
en lo sucesivo u n a m ujer libre, la am ante principal de F ri­
nión, cuya vida licenciosa com parte: «Ella le aco m p añ ab a a
los festines y a todas partes donde iba a beber. E staba p re­
sente en todas las fiestas; él se exhibía con ella en todos si­
tios». Vemos u n a vez más los rasgos propios de la vida de
la cortesana: u n a g ran lib ertad de costum bres, la presencia
en los lugares tradicionalm ente reservados a los hom bres, la
participación en sus desenfrenos. Pero como N eera es ya una
m ujer libre, lo es tam bién p ara ab an d o n a r a su am ante. Sin
em bargo, lo que es significativo, no se queda en A tenas, sino
que huye como una vulgar esclava a M égara, donde p erm a­
nece dos años en u n a situación precaria. Por u n a p arte, A te­
nas y E sp arta estaban en guerra, y M égara h abía tom ado
partido por E sp arta, lo que contribuía a aislarla; dicho de
otra forma, N eera no podía contar con ricos extranjeros de
paso que la m antuvieran. Por o tra p arte, ni siquiera en M é­
gara encontró generosos protectores. Al m enos eso es lo que
asegura el orador, quien, incluso con la selección de las p a­
labras que em plea, quiere hacer volver a N eera a la doble
condición de esclava y de pro stitu ta, au n q u e aparentem ente
no es ni u n a cosa ni la otra. Necesitó, con todo, otro «pro­
tector» p ara volver a A tenas: no fue otro que Estéfano. A n­
tes de seguir hay que hacer u n a observación: N eera era li­
berta y de origen extranjero. Com o tal, tenía en A tenas el
estatuto de m eteca, un estatu to que im plicaba, tanto p ara
los hom bres como p ara las m ujeres, la protección de un «pa­
trón», de un prostates, cuya tarea fundam ental era la de re­
7-1 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

presen tar al meteco an te los tribunales y hacerse fiador en


todas las transacciones que llevara a cabo. Pero de la m is­
m a form a que el orad o r presenta la p a rtid a de N eera a Mé-
g ara como u n a h u id a y la com para por ello con u n a esclava
fugitiva, así tam bién m uestra su relación con Estéfano como
la de u n a p ro stitu ta en busca de un «protector». A hora bien,
sean cuales fueran las razones ocultas de N eera, que nunca
llegarem os a conocer, lo cierto es que Estéfano pensaba con­
vertirla en su m ujer y reconocer como suyos a los tres hijos
de corta edad que, en opinión.del orador, h ab ía tenido con
sus am antes circunstanciales, aunque no es raro p en sar que
la últim a, u n a niña llam ada Fano, era seguram ente suya, ya
que su estancia en M ég ara fue al parecer bastan te larga.
A dem ás, cuando Frinión, el prim ero que la h ab ía llevado a
A tenas, intentó recuperarla, Estéfano hizo ratificar m edian­
te un acta oficial la libertad de N eera, de la que se hizo fia­
dor secundado po r otros dos atenienses. ¿Podemos d a r cré­
dito a las acusaciones del pleiteante cuando afirm a que Es­
téfano p reten d ía beneficiarse de los favores de N eera, favo­
res que serían pagados tanto m ás caros cuanto que N eera p a ­
sab a por ser la esposa legítim a de un ateniense? Esto suscita
adem ás m uchos interrogantes, ya que, como hem os visto,
un a unión sólo era legítim a si los dos cónyuges eran atenien­
ses. Lo cual im plica o bien que la ley no se aplicaba con ta n ­
to rigor como podría pensarse, o bien que N eera h ab ía sido
reconocida o ad o p tad a por un ateniense, situación que ap a ­
rece a m enudo en la com edia nueva. ¿Debemos pensar, por
o tra parte, que cuando Frinión entabló un proceso contra
N eera p ara recu p erar los bienes que ésta se h ab ía llevado al
h u ir de su casa — vestidos, joyas y dos criadas— , Estéfano
aceptó un arreglo según el cual N eera viviría altern ativ a­
m ente dos días con cada uno? Sin d u d a tales arreglos eran
LA M U JER E N LA CIUDAD 75

posibles en el caso de las cortesanas. T am b ién en este caso


son elocuentes los testim onios de la com edia. Pero ¿y en el
caso de una m ujer que p asab a por ser la esposa legítim a de
un ateniense, hom bre político con am biciones? En todo caso,
y siem pre según nuestro orador, N eera reanudó con más
fuerza la vida de cortesana, asistiendo a los banquetes que
se celebraban en la casa de cada uno de sus dos am antes.
Sin em bargo, el tiem po p asaba. L a pequeña Fano, ya n u ­
bil, fue d ad a en m atrim onio por Estéfano, que la p resen tab a
como hija suya, a un tal Frástor, con una dote im portante,
ya que se elevaba a tres mil dracm as, el mismo im porte
— ¿pura coincidencia?— del precio que los dos corintios h a­
bían pagado por com prar a su m ad re unos veinte años an ­
tes. El m atrim onio, siem pre según el orador, no prosperó,
ya que Fano h abía contraído ju n to a su m adre costum bres
lujosas que su m arido no podía satisfacer. Este la repudió,
por tanto, cuando estaba encinta, y sin devolver la dote. Es­
téfano, en calidad de kyrios de Fano, intentó entonces u n a ac­
ción contra su yerno «en virtud de la ley que obliga al m a­
rido, en caso de repudio, a restituir la dote o, en su defecto,
a p ag ar los intereses a una tasa de nueve óbolos». El yerno
replicó inten tan d o una acción contra su suegro «por h ab er
dado en m atrim onio a un ateniense a la hija de u n a extran­
je ra haciéndola p asar por suya». Es digno de tener en cuen­
ta el valor ejem plar de esta historia, y la im portancia que re­
presenta p ara el h istoriador de la sociedad ateniense un p ro ­
ceso como el de N eera. Finalm ente, yerno y suegro llegaron
a un acuerdo p ara retirar sus respectivas dem andas. Es evi­
dente que los dos hom bres no tenían la conciencia m uy tra n ­
quila. Pero tam bién es lícito p reguntarse si d etrás de toda
esta historia no se ocultan ajustes de cuentas políticos. Es­
téfano había form ado p arte de los m ás allegados a un poli-
76 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

tico influyente en los años setenta del siglo IV. T ras el exilio
de éste, parece ser que se unió al partid o de Eubulo, p a rti­
dario de una política de abandono del im perialism o. Es po­
sible que Frástor, su yerno, haya sido influido por los hom ­
bres del partid o contrario, al acecho de todo lo que pudiera
desacreditar a un adversario político. A hora bien, vivir con
una cortesana no era en sí mism o un perjuicio. Pero hacerla
p asar por su m ujer e in tro d u cir a sus hijos en el cuerpo cí­
vico era algo grave. Por o tra parte, poco después se acusa a
F rásto r de la m ism a ofensa, pero con circunstancias aten u an ­
tes. Este, enferm o, h ab ía consentido read m itir a Fano. Y
ésta, acom pañada de su m adre, ib a a cuidarlo. C u an d o dio
a luz al hijo que esperaba, F rásto r lo reconoció como suyo.
U n a vez más nos encontram os con la introducción en la ciu­
dad de un hijo ilegítimo, ya que si Fano era u n a extranjera
su unión con F rásto r no era legal. M erece la pena u n a vez
más rem itirnos al texto: «C uando aú n estaba enfermo, F rás­
tor quiso que el niño en cuestión fuese adm itido en su fra­
tría y en el genos de los B ritidas al que él m ism o pertenecía.
Los m iem bros del genos sabían sin d u d a quién era la m ujer
con quien F rásto r se había casado en prim eras nupcias: la
hija de N eera; sabían que la h ab ía repudiado y que sólo in ­
fluido por la enferm edad h ab ía consentido en recoger al niño.
V otaron en contra de la adm isión y el niño no fue inscrito».
Sin em bargo, la historia no term in a aquí. H ab ía que en­
co n trar un nuevo esposo p ara Fano, ya que ésta h abía sido
rep u d iad a p o r su m arido. Siguiendo u n a vez m ás la opinión
del orador, Estéfano recurrió a u n a especie de chantaje con­
tra un tal E painetos, que frecuentaba su casa y al que h abía
sorprendido en el lecho de Fano, chantaje tan to m ás incom ­
prensible cuanto que dicha casa era, al parecer, un ergaste-
rion, una casa de prostitución; E painetos se sometió sin em ­
LA M U JE R E N LA CIU D AD 77

bargo a este chantaje tras un com prom iso, y aceptó entre-


grar a Fano una dote de mil d racm as p ara facilitarle un n u e­
vo m atrim onio. G racias a ésta consiguió Estéfano que Fano
fuera adm itida como esposa legítim a por un hom bre pobre
pero de noble cuna, Teógono. A hora bien, quiso la suerte
que el tal Teógono fuese escogido p ara cum plir d u ran te un
año las funciones de arconte-rey, el m agistrado que presidía
las cerem onias religiosas oficiales. E ntre estas cerem onias fi­
g u rab an las A ntesterias, fiestas en honor de Dionisos, que
destacaban el segundo día p o r la celebración de u n a hiero-
gamia, una unión a la vez sim bólica y real entre el dios re­
presentado por el arconte-rey y la m ujer de éste. Y aq u í te­
nem os a nuestra Fano, hija de cortesana y, si dam os crédito
al pleiteante A polodoro, cortesana ella m ism a, convertida en
reina. C om prendem os la em oción que debió apoderarse de
los jueces cuando oyeron las p alabras del pleiteante: «Esta
m ujer ha celebrado los sacrificios sagrados en nom bre de la
ciudad. H a visto lo que no tenía derecho a ver por ser ex tran ­
je ra . U n a m ujer como ella ha entrado allí donde nadie entre
los num erosos atenienses puede hacerlo, excepto la m ujer
del rey. Ella ha recibido el ju ram en to de las sacerdotisas que
asisten a la reina en las cerem onias religiosas. H a sido en­
tregada en m atrim onio a Dionisos. H a llevado a cabo en
nom bre de la ciudad los ritos tradicionales dedicados a los
dioses, ritos num erosos, sacrosantos y misteriosos. Y algo
que nadie puede entender: ¿cómo la prim era que llega pue­
de hacerlo sin com eter sacrilegio, y con m ás razón u n a m u ­
je r como ésta que h a llevado la vida que todos conocéis?».
La continuación del alegato no nos dice n ad a más acer­
ca de la vida de N eera en p articu lar ni de la de las cortesa­
nas en general. Señalem os sin em bargo que, tras u n a larga
digresión, el orador, rean u d an d o las acusaciones contra Nee-
78 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

ra, recuerda que ésta, p a ra seguir a sus diversos am antes, vi­


vió unas veces en el Peloponeso, otras veces en Tesalia, o in­
cluso en Jo n ia, antes de volver a A tenas; y su exclam ación
final es ciertam ente significativa: «¡Y estaríais dispuestos a
declarar ateniense a una m ujer como ésta, universalm ente
conocida por h ab er dado la vuelta al mundo!». Al lado de
la ateniense de buena familia, retirad a en el gineceo ju n to
con sus sirvientas y que, como la esposa de Iscóm aco en el
Económico de Jenofonte, no había visto n ad a antes de su m a­
trim onio, N eera representa a la m ujer libre, que h a viajado,
que h a podido inform arse de todo en el transcurso de los
banquetes a los que asistió y cuya seducción no era sólo fí­
sica. Por otra p arte, y haciendo caso omiso de la cronología,
el orador deja en la som bra una realidad: la larga duración
de la unión entre N eera y Estéfano, que nos recuerda el p re­
cedente Pericles-Aspasia. A dem ás, el orador utiliza esta opo­
sición entre m ujeres ciudadanas de nacim iento y cortesanas
p a ra reclam ar una condena. Si N eera es absuelta, las que
son como ella h arán «todo lo que les apetezca, seguras de
que la im punidad les es otorgada por vosotros y por las le­
yes» ... «las cortesanas serán elevadas a la dignidad de m u ­
jeres libres cuando hayan obtenido el privilegio de tener hi­
jos legítimos a su voluntad»; y el orad o r añade: «No se pue­
de p erm itir que aquellas que h an sido educadas po r sus p a­
dres en la virtud y con u n a solicitud tan grande, aquellas
que han sido casadas conform e a las leyes, tengan p ública­
m ente como igual y ciu d ad an a a la m ujer que h a practicado
tantas obscenidades, varias veces al día y con varios hom ­
bres, y según el capricho de cada uno». Nos g ustaría saber
cómo term inó el proceso, y si N eera fue absuelta o conde­
nad a por los jueces atenienses. El aspecto político del pro ­
ceso contra un hom bre que era un adversario de Demóste-
LA M U JE R E N LA C IU D AD 79

nes, en aquel m om ento todopoderoso en la ciudad (estamos


en el año 340, poco antes de la reanudación de la g u erra con­
tra Filipo de M acedonia, que acab aría de m anera desastro­
sa p ara A tenas, y p o n d ría ñn definitivam ente a su prep o n ­
derancia m arítim a), desem peñó tal vez un papel determ i­
nante en la decisión de los jueces.
Pero aunque N eera fuese condenada, no por ello m erm ó
sin em bargo la libertad de las cortesanas; a finales de la épo­
ca clásica y a comienzos del período helenístico, aú n conti­
n ú an estando en prim era fila en la ciudad. B asta con recor­
d a r a la fam osa Friné, que sirvió de modelo al escultor Pra-
xíteles y que fue defendida, en u n proceso entablado contra
ella por uno de sus antiguos am antes que la acu sab a de h a ­
ber introducido en A tenas el culto de u n a divinidad nueva,
por el orad o r H ipérides, uno de los principales dirigentes de
la ciudad. Parece ser que éste, p a ra conseguir que los jueces
fueran indulgentes con su cliente, no dudó en descubrir el
pecho de la joven. L a anécdota es m uy conocida y h a ins­
pirado a pintores y escultores, aunque su autenticidad es d u ­
dosa. Pero lo que im porta, más que el hecho de desvelar los
encantos de su cliente, es que un hom bre tan conocido como
H ipérides se haya declarado ab iertam en te en favor de una
cortesana, tam bién que sea co n tra la propia Friné, como a n ­
tes sucedió con N eera, contra quien se en tab la el proceso, y
finalm ente el origen m ism o de este proceso, la introducción
de un culto extranjero en la ciudad, u n culto del que se nos
dice que im plicaba cerem onias secretas en las que p artici­
p ab an ju n to s hom bres y mujeres. U n a vez m ás, no podem os
dejar de señalar la relación que existe entre la cortesana y
la transgresión de las reglas de la ciudad. U n a transgresión
que seguram ente se va afianzando a m edida que A tenas ve
dism inuir su protagonism o político en un m undo dom inado
80 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

en lo sucesivo por los soberanos que se h an repartido el im ­


perio de A lejandro. H ipérides, que desem peña sin d u d a
un papel im portante en la últim a rebelión, tras el anuncio
de la m uerte del conquistador, es al m ism o tiem po el testigo
de estas transgresiones. Fue él quien, p a ra asegurar la de­
fensa de la ciudad tras la d erro ta de los griegos ante Filipo
de Q ueronea, propuso u n a liberación m asiva de esclavos y
la naturalización de los extranjeros residentes. El h abía ins­
talado en su casa, tras echar de ella a su hijo legítimo, a la
cortesana M irrin a, «m ujer m uy cara de m antener». Pero
m antenía tam bién a otras dos cortesanas, a A ristágora en su
casa del Pireo, y a la teb an a Fila, a la que h ab ía liberado
por veinte m inas (dos mil dracm as), en su propiedad de
Eleusis.
Por los mism os años vino a refugiarse a A tenas, donde
le h ab ía sido concedido el derecho de ciudadanía, el tesore­
ro de A lejandro, H arpalo. Este h ab ía huido con u n a parte
del tesoro que le h ab ía sido confiado, y pen sab a utilizarlo
p ara p rep arar su revancha contra el m acedonio. En un p rin ­
cipio se instaló en A tenas, donde vivía con una cortesana,
Pitónica. E sta m urió de parto, y H arp alo hizo erigir p ara
ella u n a tu m b a suntuosa por la que al parecer pagó trein ta
talentos (ciento ochenta mil dracm as). C uando H arpalo, mez­
clad^ en un asunto turbio, tuvo que h u ir de A tenas, confió
el hijo de Pitónica a Foción, un político m uy im portante; un
hom bre cuya virtud y piedad eran m uy alabadas, y que no
d u d a sin em bargo en recoger al hijo de u n a cortesana 35.
La com edia nueva, la principal producción literaria de
este período que ha llegado h asta nosotros, nos d a u n a p ru e­
ba del lugar que ocupaba la cortesana en la sociedad ate­
niense de finales del siglo IV. Por supuesto, y ya quedó di­
cho a propósito de Aristófanes, hay que ab o rd ar con ciertas
LA M U JE R E N LA CIU D AD 81

precauciones un género tan p articu la r como es el teatro có­


mico p ara p ro cu rar d escubrir a través de él las realidades
de la sociedad contem poránea. La dificultad es m ayor en
este caso por el hecho de que, a pesar de los últim os descu­
brim ientos, conocemos esta com edia nueva sólo de m anera
fragm entaria, y a través sobre todo de las adaptaciones que
los cómicos latinos, Plauto y Terencio, han hecho de ella.
Por consiguiente, es difícil sep arar la p arte que refleja las
realidades atenienses de los últim os años del siglo IV de
aquella que representa a la sociedad rom ana. No obstante,
y ya que éste es un teatro de situaciones, podem os utilizar­
lo como testim onio. A hora bien, es evidente que la corte­
sana es uno de los personajes principales que aparecen en
él, cuando no form a p arte directam ente del centro de la
intriga 36.
Podemos preguntarnos po r las razones de esta constante
presencia. Algunos h an querido ver en ella u n a p ru eb a de
la decadencia m oral de A tenas y del ocaso de la institución
fam iliar a finales de la época clásica. Pero esta idea p resu ­
pone que el teatro refleja casi autom áticam ente la realidad
social contem poránea. A hora bien, au n q u e es cierto que el
teatro m uestra las preocupaciones de los contem poráneos y
ayuda a superarlas parcialm ente gracias a su lado cómico,
no debe ser reducido po r ello a u n a sim ple ilustración de las
realidades sociales. Dicho de otro m odo, las cortesanas no
ocupaban sin d u d a en la sociedad ateniense de finales del
siglo IV el lugar que le otorgan los autores de la com edia n u e­
va. Sin em bargo, este lugar es real, y la presencia de las cor­
tesanas revela un fenóm eno de alcance considerable, ya q u e
refleja la lenta desaparición de los valores tradicionales de
. la ciudad: la im portancia creciente del dinero como sím bolo
de libertad y de p o d er( T odas las cortesanas de la com edia
82 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

nueva son ante todo m ujeres que se definen por su relación


con el dinero. Lo que es d eterm in an te p ara ellas en la elec­
ción de sus am antes es la im p o rtan cia de los regalos que és­
tos les hacen. Y esta avidez, esta codicia, aparece como el
símbolo distintivo del personaje de la cortesana) h asta el
punto de poder convertirse en el m otor mism o de la intriga;
así sucede en la com edia de Plauto, Asinaria, inspirada di­
rectam ente en un original griego, Onagos («El arriero de bo­
rricos»), de un tal Demófilo, contem poráneo de M enandro.
T od a la acción gira en efecto en torno a la necesidad que tie­
ne el protagonista de conseguir las veinte m inas (dos mil
dracm as) que le p erm itirán gozar de los favores de u n a cor­
tesana du ran te un año entero. Q ue quede claro que ésta es
u n a m ujer libre, y que no se tra ta en este caso — como su­
cedía en el de N eera, m encionado anteriorm ente— de res­
catar su libertad. Conviene, por supuesto, evitar creer que
las cantidades señaladas por los autores cómicos son abso­
lutam ente fiables, y concluir por ello que era siem pre tan
caro m antener a u n a cortesana. Pero hay que recordar tam ­
bién que veinte m inas era el im porte de la fortuna que se exi­
gía p a ra form ar p arte del cuerpo de los ciudadanos activos
en la constitución im puesta por el m acedonio A ntípatros a
A tenas en el año 322, lo que tuvo po r resultado a p a rta r de
la vida política a más de la m itad de los atenienses. Se com­
prende por ello el «poder» de hecho que podía ad q u irir de
esta m anera u n a rica cortesana, poder cuya am plitud nos
m uestran las situaciones inventadas p o r los autores de co­
m edias. Así, por ejemplo, en La Andria, in sp irad a directa­
m ente en La Perintiana de M enandro, la cortesana Crisis, a
p unto de m orir, cede en p ren d a su joven h erm an a al ate­
niense Pánfilo y le lega sus bienes, reproduciendo la función
que tiene el kyrios en la sociedad ateniense. M ás significativo
LA M U JE R E N LA CIU D AD 83

aún es el papel de T ais en E l eunuco de Terencio, cuyo tem a


está tom ado igualm ente de M enandro. T am bién ella es m uy
rica gracias a la generosidad de sus diversos am antes. Pero
en esta riqueza se basa su poder, y lo que buscan en ella los
jóvenes que la rodean y a quienes concede sus favores es su
protección, su patronazgo. M ás aún, en otras dos com edias
de Terencio, am bas adaptaciones de M enandro, el Heauton-
timorumenos y Hécira, el au to r latino califica a la cortesana de
nobilis, noble. Es evidente que en ninguno de los dos casos
el poeta se m uestra irónico, pues si bien la Baquis del Heau-
tontimorumenos aparece sobre todo como una m ujer ávida de
dinero y de riqueza, la de Hécira es, po r el contrario, un p er­
sonaje lleno de cualidades, que proclam a ser diferente de las
dem ás cortesanas y digna po r lo tanto de la am istad de un
hom bre de bien. Poco im porta que tales cortesanas hayan
existido en la realidad. Lo que es fundam ental es esa rela­
ción con el dinero, fundam ento de poder, que refleja las rea­
lidades nuevas que van consolidándose en la A tenas de fi-
nales del siglo IV.
La cortesana se convierte de esta form a en el símbolo
mism o de las transform aciones de la ciudad. M ujer de la ca­
lle, que tom a p arte en los banquetes, que m aneja dinero, que
habla a los hom bres de igual a igual, no es sólo un persona­
je al m argen de la sociedad. E n ese club de hom bres que re­
sulta ser la ciudad, donde la m ujer es u n a etern a m enor, ella
encarna evidentem ente la inversión de los valores cívicos, la
m ujer libre e independiente tanto en palab ras como en com ­
portam iento; libertad e independencia adquiridas por la ven­
ta pública de su cuerpo, sin duda, pero una venta en la que,
h asta cierto punto, ella sigue siendo la dueña, sobre todo
cuando dispone de riqueza, que es, claram ente, la base en
últim a instancia de su libertad.
84 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

La esclava

Ya sabem os que la esclavitud es u n a de las características


fundam entales de las sociedades antiguas. No se tra ta ahora
de hacer un repaso a la historia. B asta con reco rd ar que en
A tenas es uno de los com ponentes básicos de la ciudad y
que su desarrollo se h a ido consolidando a lo largo de los
dos siglos de su apogeo. Los esclavos eran num erosos en A te­
nas, aunque todos los intentos de calcular su núm ero hayan
fracasado, y podem os encontrarlos tan to en las actividades
estrictam ente económ icas como en las dom ésticas. Pero lo
que los caracterizaba era ante todo ser objeto de propiedad,
m ercancía que podía com prarse, venderse, alquilarse, em pe­
ñarse, según las circunstancias. Si no puede precisarse el n ú ­
m ero total de esclavos (¿sesenta mil, cien mil, acaso m ás...?),
menos aún podem os calcular la proporción de m ujeres en el
total de la m asa servil. Es casi seguro que, a diferencia de
los hom bres, su cam po de actividad era relativam ente lim i­
tado. M ientras que un hom bre esclavo podía ser cam pesino,
obrero, agente com ercial, escribano, forense, policía, m ari­
nero, etc., las m ujeres esclavas tenían em pleos dom ésticos,
aunque circunstancialm ente podían vender fuera el producto
de su trabajo. La m ayoría de las m ujeres esclavas eran efec­
tivam ente sirvientas, som etidas a la d u eñ a de la casa. Ya he­
mos visto cómo en el Económico, Jenofonte describe las fun­
ciones de la d u eñ a de la casa, y que la m ás im p o rtan te de
todas consiste en o rganizar el trabajo de las sirvientas, en­
señarles a hilar la lana, a tejer los paños que h an de servir
p ara vestir a las personas de la casa, a am asar el pan, a do­
blar y g u ard ar las ropas y a m an ten er la casa en orden. En
la com edia, casi siem pre es la sirvienta la que p re p a ra la co­
m ida, au n q u e en las casas im portantes, y sobre todo a p a r­
LA M U JE R E N LA CIU D AD 85

tir del siglo IV, se recu rra a m enudo a un cocinero. F inal­


m ente, una de las actividades fundam entales de las m ujeres
esclavas consiste en ocuparse de los niños pequeños, y la no­
driza es, tanto en el teatro como en la vida real, un perso­
naje fam iliar.
Es posible que, ap arte de la dedicación al trab ajo dom és­
tico, se haya utilizado a m ujeres esclavas exclusivam ente
como obreras en m anufacturas p ara el m ercado. No aparece
en los alegatos ningún ejem plo concreto de talleres fem eni­
nos, pero en las Memorables, Jenofonte nos proporciona por
casualidad la p ru eb a de su existencia. S itúa la escena al fi­
nal de la g u erra del Peloponeso, cuando los T rein ta eran
dueños de A tenas: a un ateniense que se queja de los tiem ­
pos difíciles que le toca vivir y de la necesidad en que se en­
cuentra de albergar y alim en tar a las num erosas m ujeres de
su familia, Sócrates le sugiere que las haga trab ajar. Podría
de esta m anera vender el producto de su trabajo, harina,
pan, m antos, túnicas, etc., como hacen algunos atenienses.
A lo que le replica el otro: «Estas personas com pran a gente
incivilizada y p ueden obligarles a hacer el trab ajo propio de
los esclavos; pero yo tengo a m i cargo personas libres y ade­
m ás pertenecientes a la fam ilia» 37. Es probable — ya que J e ­
nofonte llam a por su nom bre al p an ad ero C irebo y a los sas­
tres Démeas y M enón— , que haya habido en A tenas, por lo
menos en el siglo IV , talleres de esclavas cuyo destino era
con seguridad m ás d u ro que el de las sirvientas destinadas
al trabajo dom éstico. Pero tan to obreras como trabajadoras
dom ésticas, las esclavas estaban d estinadas fu ndam ental­
m ente a las tareas de la cocina y a la fabricación de paños.
Estas m ujeres no tenían por supuesto vida fam iliar algu­
na. Ya hem os visto cómo Jenofonte contaba en el Económico
las intenciones de Iscóm aco, al aconsejar a su m ujer que pro­
86 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

cu rara que las habitaciones donde dorm ían hom bres y m u ­


jeres estuviesen separadas « p ara evitar que las esclavas ten­
gan hijos sin nuestro perm iso». Sin em bargo, las esclavas te­
nían hijos, pero la m ayoría de las veces estos niños «nacidos
en el oikos» eran fruto de las relaciones con el dueño. L a es­
clava, especialm ente la jo v en sirvienta, estab a a disposición
del que la h abía com prado y éste podía por lo tanto intro­
ducirse im punem ente en su cam a... o entregarla a sus am i­
gos en u n a noche de borrachera. Pero lo que p ara algunos
era sólo algo circunstancial era p a ra otros u n a fuente de in­
gresos. E n efecto, las p ro stitu tas eran la m ayoría de las ve­
ces esclavas, así como tam bién lo eran las flautistas y las bai­
larinas, habituales en todos los banquetes 38. E ra com pleta­
m ente lícito com prar esclavas p ara dedicarlas a la p ro stitu ­
ción y hacer de ello un m edio de vida. Y b asta con pensar
en la actividad del Pireo d u ran te los dos siglos de hegem o­
nía ateniense, en la m ultitu d de extranjeros, m arineros, via­
jeros que se ap iñ ab an en él, p a ra im aginar fácilm ente el pro ­
vecho que algunos podían sacar explotando la prostitución.
¿T enían estas m ujeres alguna posibilidad de liberarse de
su condición? A ntes hem os visto el ejemplo de N eera, que
pudo rescatar su libertad gracias a la generosidad de a n ti­
guos am antes. Pero N eera era u n a cortesana de altos vue­
los. Las pomai que callejeaban po r el Pireo tenían m uy po­
cas posibilidades de conseguirlo. En cuanto a las otras es­
clavas, su liberación dependía sólo de la bu en a voluntad del
dueño, y la decisión de éste podía ser d ictad a por el afecto,
a veces incluso po r el agradecim iento: un pleiteante recuer­
da con emoción a su vieja nodriza, m an u m itid a por él, pero
que continuaba viviendo en su casa, pues los vínculos que
les u n ían eran m uy fuertes 39.
Y vamos a term inar. La situación de la m ujer en A tenas
LA M U JE R E N LA CIU D AD 87

dependía ante todo de su inserción en el m undo ciudadano


o de su exclusión de él. No podem os h ab lar de m ujeres ate­
nienses, sino de atenienses que eran m ujeres o hijas de ciu­
dadanos, extranjeras y esclavas. Estas diferencias de condi­
ción eran tan fundam entales p ara las m ujeres como p a ra los
hom bres, lo que no im pedía, po r supuesto, que en la reali­
dad cotidiana a veces desaparecieran. La señora de buena
fam ilia vivía m ás cerca de sus sirvientas que de las que eran
como ella. L a m ujer del rico meteco apenas se diferenciaba
de la «ciudadana» de posición desahogada. L a cortesana po­
día m overse más librem ente que la m ujer de Iscóm aco. Pero
sobre todo, y como la ciudad era un club de hom bres, como
era tam bién y principalm ente u n a com unidad política, estas
diferencias de condición, po r esenciales que fuesen, se ate­
nu ab an en u n a exclusión com ún. Sólo u n a cosa seguía es­
tando a favor de la «ciudadana»: el hecho de que era indis­
pensable a la com unidad cívica, ya que garan tizab a su
reproducción.

C. La m ujer espartana

«H ola, querida laconiana, ¿cómo estás, Lam pitó? ¡Cómo res­


plandece tu belleza, querida! ¡Qué buen color! ¡Qué cuerpo
tan vigoroso tienes! Podrías estran g u lar a un toro.» C on es­
tas palabras recibe a su cóm plice esp artan a la protagonista
de la com edia de A ristófanes, Lisistrata, la cual, p ara poner
fin a la g u erra interm inable entre A tenas y E sp arta, pro p o n ­
d rá a las m ujeres de am bos bandos que hagan la huelga del
am or. El au to r cómico, que se dirigía a un público atenien­
se, repetía a su m an era lo que en A tenas era un lugar co­
m ún tratán d o se de m ujeres espartanas: a diferencia de las
88 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

dem ás m ujeres griegas, vivían volcadas al exterior, se adies­


trab a n p a ra las carreras y p a ra la lucha, en las que rivali­
zaban con los hom bres, por lo que sus características físicas
eran las m ism as que las de éstos: vigor físico y tez broncea­
da propias de deportistas como ellas.
A ntes de seguir, es im p o rtan te hacer u n a observación: en
esta prim era p arte del libro estoy esforzándom e todo lo po­
sible por dejar constancia de cuál era la situación real de las
m ujeres en la G recia antigua, tan to en el orden juríd ico como
en el ám bito de lo cotidiano. Y ni que decir tiene que cuan­
do en un alegato el o rad o r alude a u n a ley concreta sobre el
adulterio o m enciona el im porte de u n a dote, podem os con­
siderarlos, con toda razón, como hechos reales. C iertas p a ­
labras son igualm ente reveladoras de lo que podía ser la vida
cotidiana de las m ujeres en la A tenas clásica. Pero cuando
se tra ta de E sp arta, y no sólo de las m ujeres esp artan as, todo
se complica. En efecto, no tenemos prácticam ente ningún do­
cum ento de origen esp artan o relativo a la época clásica, ni
inscripción, ni discurso político o jud icial procedente de u n a
fuente espartana. C u an d o un espartano habla, siem pre es un
ateniense el que le hace h ab lar y el que le p resta las pala­
bras que él im agina que h ab ría utilizado el espartano. Así
sucede, por poner sólo un ejemplo, con el discurso que T u-
cídides pone en boca del rey A rquídam o a comienzos de la
guerra del Peloponeso. Pero aú n hay m ás. Por razones que
debido a la extensión de este libro no podem os detenernos
a explicar, E sp arta representó p ara algunos m edios atenien­
ses, desde finales del siglo V , u n modelo de ciudad perfecta,
caracterizada po r u n a originalidad absoluta que la conver­
tía, como m ínim o, en u n a anti-A tenas. El historiador debe
esforzarse po r lo tan to en descubrir a través de este «m ila­
gro espartano» la p arte de realidad que h ab ía en él. Intento
T.A M U JER E N LA CIUDAD 89

peligroso, que puede llevar a reconstrucciones m ás o menos


frágiles y siem pre hipotéticas 40.
Por lo que se refiere a las m ujeres, hay tres textos que
nos interesan especialm ente. El m ás antiguo d a ta de los p ri­
m eros decenios del siglo IV. Pertenece a Jenofonte, que,
como ya hem os visto, vivió en Laconia. Bien es verdad que
Jenofonte era un ad m irad o r incondicional de E sparta, h asta
el punto de llegar a traicio n ar por ella a su p atria. No obs­
tante, debem os ad m itir que conoció u n a innegable realidad
esp artan a y que nos inform a de ella, aunque em bellecida por
su plum a. El segundo texto está tom ado de la Políiica de A ris­
tóteles. P lantea num erosos problem as, como ya veremos,
pero corrige sustancialm ente la descripción de Jenofonte. El
tercer texto, por últim o, es un im p o rtan te pasaje de la Vida
de Licurgo de Plutarco. P lutarco es un escritor griego de fi­
nales del siglo I de nu estra era cuya obra m ás conocida es
esas Vidas paralelas de los grandes hom bres de la historia grie­
ga y rom an a a la que ya nos hem os referido. O b ra de m o­
ralista y no de historiador, pero que a nosotros nos interesa
porque recoge tradiciones, incluso docum entos cuya existen­
cia desconoceríam os com pletam ente a no ser por ella. La
Vida de Licurgo especialm ente, de ese legendario legislador al
que se atrib u ían las instituciones de E sp arta, contiene todo
lo que la tradición h a podido conservar sobre la historia de
E sp arta y sobre todo en lo relativo a la originalidad de su
constitución. Por lo que se refiere a las m ujeres, si bien re­
coge algunas observaciones hechas por Jenofonte en la Re­
pública de los lacedemonios, el largo espacio que les dedica (ca­
pítulos 14 y 15) es m ucho m ás preciso en algunos puntos,
especialm ente al tra ta r de la educación, de los ritos del m a­
trim onio y de otras cuestiones sim ilares.
C om enzarem os en prim er lugar por los textos de Jeno-
90 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

fon te y de Plutarco. Es en el p rim er capítulo de la República


de los lacedemonios donde ab o rd a Jenofonte el problem a de las
mujeres. Y en seguida especifica el prim er com etido de la
m ujer espartana: la procreación, función de la que se deri­
van las otras norm as a las que está obligada. «Los otros grie­
gos quieren que las jóvenes vivan como la m ayor p arte de
los artesanos que son sedentarios, y que trab ajen la lana en­
tre cuatro paredes. Pero ¿cómo puede esperarse que mujeres
educadas de esa form a tengan u n a m agnífica prole? Licurgo
pensó, por el contrario, que b astab a con los esclavos p ara
ocuparse de la vestim enta y, considerando que el quehacer
m ás im p o rtan te p ara las m ujeres era la m atern id ad , dispuso
prim ero que las m ujeres p racticaran los mismos ejercicios fí­
sicos que los hom bres; después estableció carreras y p ru e­
bas de fuerza tanto entre las m ujeres como en tre los hom ­
bres, convencido de que si los dos sexos eran vigorosos ten­
drían retoños m ás robustos» (I, 3-4).
Vemos, pues, que es una vida com pletam ente opuesta a
la de los «otros griegos» que encierran a sus m ujeres y las
obligan a tra b a ja r la lana; u n a vida volcada hacia fuera y
que no se diferencia en n ad a de la de los hom bres. P lutarco
ap o rta inform aciones com plem entarias a propósito de esta
educación de las jóvenes. «Por orden suya (de Licurgo), las
jóvenes se adiestraron en las carreras, en la lucha, en el lan ­
zam iento de disco y de ja b alin a ... D espreciando la b lan d u ra
de u n a educación hogareña y afem inada, acostum bró a las
jóvenes, lo m ism o que a los jóvenes, a m ostrarse desnudas
en las procesiones, a d an zar y can tar con ocasión de algu­
nas cerem onias religiosas en presencia de los m uchachos y
bajo su m irada» (X IV , 3-4). E sta desnudez no tenía n ad a
de llam ativo, pues era la desnudez del atleta. Pero P lutarco
siente necesidad de justificarla: «L a desnudez de las jóvenes
LA M U JE R E N LA CIU D AD 91

no tenía nada de deshonesto, ya que era pareja del pudor,


y no había lugar p a ra el libertinaje», aunque, como más ade­
lante señala, tam bién era «una form a de incitación al
m atrim onio» 41.
Jenofonte se lim ita a indicar dos cosas a propósito del
m atrim onio espartano: por u n a p arte, la obligación que te­
nían los hom bres de casarse al llegar a la plenitud de la vida,
y por otra, reglas estrictas referidas a las relaciones entre es­
posos. «V iendo que en los comienzos del m atrim onio los
hom bres se em parejan con sus m ujeres sin ninguna m ode­
ración, decidió que en E sp arta se h aría lo contrario, y dis­
puso que sería algo vergonzante que un hom bre fuera visto
entrando o saliendo de la habitación de su m ujer. E n estas
condiciones, los esposos se desean más el uno al otro, y los
hijos, si los tienen, son m ás fuertes que si los esposos estu­
viesen hartos uno del otro» (I, 5).
T am bién en este caso ap o rta Plutarco datos m ucho más
precisos y detallados. D espués de recordar que el celibato es­
ta b a prohibido, revela las curiosas condiciones del m atrim o­
nio espartano: «En E sp arta el m atrim onio se llevaba a cabo
rap tan d o a la m ujer, que no debía ser ni dem asiado peque­
ña, ni dem asiado joven, sino que debía estar en la plenitud
de la vida y de la m adurez. L a joven ra p ta d a era entregada
a u n a m ujer llam ada nympheutria, que le cortab a el cabello
al rape, le ponía vestido y calzado de hom bre y la tendía so­
bre un jergón, sola y sin luz. El recién casado, que no esta­
ba ebrio ni debilitado po r los placeres de la m esa sino que,
con su sobriedad acostum brada, h ab ía cenado en los phiditia
(com idas públicas donde se servía el famoso caldo negro),
entraba, le d esatab a el cinturón y, tom ándola en sus brazos,
la llevaba a la cam a. D espués de p asar con ella un breve es­
pacio de tiem po, se retirab a discretam ente y se iba a do r­
92 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

mir, según esa costum bre, en com pañía del resto de los jóve­
nes» (X V , 4-7).
E sta extraña cerem onia ha suscitado m uchos com enta­
rios entre los autores m odernos. Se ha querido ver en ella el
recuerdo de ciertos ritos de iniciación, tal como los encon­
tram os en otras sociedades, con inversión de papeles (la jo ­
ven rap ad a y vestida con ropa m asculina) y período de re­
clusión 42. A ñade P lutarco que tras este prim er acoplam ien­
to rápido, los encuentros entre esposos conservaban un ca­
rácter de clandestinidad, h asta el p u nto de que «a veces un
m arido tenía hijos antes de h ab er visto a su m ujer a la luz
del día». De nuevo nos encontram os con la indicación ap o r­
tad a po r Jenofonte, así como con la justificación de u n a p rác­
tica sem ejante: m an ten er el deseo entre los esposos p ara h a ­
cerlos m ás fecundos. Es interesante sin em bargo com probar
que P lutarco racionaliza menos que Jenofonte com porta­
m ientos de los que, evidentem ente, no llega a cap tar lo
esencial.
Porque no podem os dejar de co n statar que no siem pre
estas prácticas conseguían el fin p a ra el que estaban conce­
bidas, p o r lo que se tom aron m edidas que, u n a vez más,
iban en contra de lo que hacían los otros griegos: conseguir
al menos, si no que las m ujeres fueran propiedad com ún,
u na especie de legitim idad del adulterio, si éste tenía como
objetivo la procreación. «Podía suceder, no obstante, que un
anciano tuviese u n a mujei^joven. Entonces Licurgo, viendo
que a esta edad uno p ró te g e a su m ujer con celosa solicitud,
hizo u n a ley en contra^dejgstos celos, y dispuso que el an ­
ciano eligiese un hom bre cuyas cualidades físicas y m orales
le ag rad aran y lo llevase ju n to a su m ujer p ara que engen­
d ra ra hijos p a ra él. Si, por otro lado, un hom bre no quería
cohab itar con u n a m ujer y deseaba sin em bargo tener hijos
LA M U JE R E N LA CIU D AD 93

que le ho n raran , Licurgo le autorizó a escoger u n a m ujer


que fuese m adre de u n a gran fam ilia y de buena estirpe p ara
tener hijos con ella si obtenía el consentim iento del m arido»
(.República de los lacedemonios, I, 7-8).
P lutarco recuerda tam bién, en térm inos m ás o menos
idénticos, estas dos «leyes de Licurgo», y necesita una vez
m ás justificarlas: «Licurgo bu scab a an te todo que los hijos
no fuesen propiedad de sus padres, sino que fuesen un bien
com ún de la ciudad, y po r eso quería que los ciudadanos des­
cendieran de los mejores, no de cualquiera. D espués, sólo
veía estupidez y ceguera en las reglas establecidas po r los d e­
más legisladores en esta m ateria. H acen, decía, que las pe­
rras y las yeguas sean m ontadas po r los mejores m achos, que
piden prestados a sus propietarios, bien de favor o bien m e­
diante una can tid ad de dinero; por el contrario, a sus m u ­
jeres las m antienen bajo llave y las g u ard an , quieren que no
tengan hijos más que de ellos, aunque sean idiotas, viejos o
enfermos, como si los que tienen hijos y los educan no fue­
sen los prim eros en a g u an tar sus defectos, si son hijos de
padres defectuosos, o, po r el contrario, disfrutar de las cua­
lidades que por herencia les correspondan» (X V, 14-15).
Es conveniente analizar d etalladam en te esta cita. L a pri­
m era justificación es m uestra, evidentem ente, de u n a cierta
ideología de la ciudad a la que Platón, como más adelante
verem os, d a rá en el siglo IV un carácter sistem ático. Y Plu­
tarco «lee» la realidad esp artan a en esta ocasión a través de
Platón. Pero la segunda no es m enos elocuente, pues la com­
paración con las p erras y las yeguas vuelve a poner a la m u­
je r espartan a, a la que fácilm ente suponíam os m ás libre pues
era más viril, en el lugar que le correspondía: ser un in stru ­
m ento de procreación, un vientre fecundo donde lo que im ­
p o rta es in tro d u cir el m ejor semen.
94 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

¿En qué m edida estas reglas p reten d id am en te atrib u id as


a Licurgo existieron realm ente? Y si fue así, ¿hasta qué p u n ­
to estaban vigentes aú n en la época clásica? H e aquí dos p re­
guntas de m uy difícil respuesta. No hay por qué p en sar que
todo este discurso sobre la m ujer esp artan a sea p u ra inven­
ción. Es cierto que en E sp arta los ciudadanos eran en p ri­
m er lugar y ante todo soldados, y que hacían vida de cu ar­
tel h asta u n a edad avanzada, lo cual no favorecía sin duda
las relaciones conyugales. Es probable que las jóvenes espar­
tanas fueran fuertes y robustas como la L am pitó de A ristó­
fanes, ya que el ejercicio físico ocu p ab a un lugar m uy im ­
p o rtan te en su educación. F inalm ente, es posible que el m a­
trim onio haya traído consigo, h asta u n a época relativam en­
te tard ía, esos ritos tan peculiares relatados por Plutarco. En
cuanto a lo dem ás, es difícil pronunciarse, especialm ente en
lo relativo a los repartos de m ujeres, a los nacim ientos ile­
gítim os que justificarían p o r sí solos un régim en com unita­
rio de la propiedad. A hofa b^en, si la tradición atrib u ía a Li­
curgo bien un rep arto igualitario o bien un com unism o ab ­
soluto de los bienes, loViert© es que el régim en de la p ro ­
piedad y de la transm isión de los bienes en la E sp arta de los
siglos V y IV era de hecho sim ilar al que se conocía en otras
partes. Jenofonte por su parte, en un capítulo de la República
de los lacedemonios de cuya au ten ticid ad se ha dudado, pero
que sin em bargo parece adecuarse a la realidad, reconoce
que en su época las leyes de Licurgo «ya no se conservaban
en su integridad». A firm ación corroborada por el fragm ento
de la Política de A ristóteles al que ya hem os aludido. El fi­
lósofo, tras exam inar las instituciones espartanas, atribuye
su decadencia al «m al com portam iento de las m ujeres» que
se rebelaron contra las leyes de Licurgo y «viven sin norm as
y en la molicie», utilizando el poder erótico que tienen sobre
LA M U JE R E N LA CIU D AD 95

los hom bres p ara m anejarlos. Pero tam bién son las mujeres,
cosa m ás grave aún, quienes están en el origen del régim en
de la propiedad: «U nos llegan a poseer una fortuna excesi­
vam ente grande, m ientras que otros sólo consiguen u n a muy
pequeña; tam bién la tierra pasa de unas m anos a otras. La
culpa la tienen u n a vez m ás las leyes m al establecidas; el le­
gislador censura la com pra o v enta de la tierra, y tiene ra ­
zón; pero ha perm itido que el que quiera puede donarla o
legarla; ahora bien, de u n a form a u otra, el resultado es ne­
cesariam ente el m ism o. A proxim adam ente las dos quintas
partes del país pertenecen a las m ujeres, porque hay m uchas
herederas universales (epíkleroi) y po rq u e se d an dotes con­
siderables. A hora bien, hubiese sido m ejor suprim ir las do­
tes o perm itir sólo las que fueran escasas o como m ucho mó­
dicas; pero de hecho uno puede casar a su única heredera
con quien quiera, y, en caso de m orir sin h ab er hecho tes­
tam ento, el tu to r encargado de la sucesión puede casarla con
quien él desee» (Política, II, 9, 14-15). Este texto plan tea n u ­
merosos problem as, a los que u n a vez más sólo puede res­
ponderse con hipótesis. P lutarco, en la Vida de A g is y Cleóme-
nes, los dos reyes reform adores espartanos que in ten taro n res­
tablecer en el siglo III las «leyes de Licurgo», da el nom bre
del legislador que al parecer fue el causante de la concen­
tración de los bienes raíces en E sp arta, por p erm itir testar
librem ente: un tal Epitadeo, que parece hab er vivido a co­
mienzos del siglo IV y que, p a ra d esheredar a su hijo pro ­
mulgó, apoyándose en su condición de éforo, u n a ley «que
autoriza la donación de la casa o la tierra en vida del pro ­
pietario o dejarla en testam ento a quien se quiera». Pero esto
no m uestra lo que, según A ristóteles, era lo peor: la concen­
tración de la tierra en m anos de las m ujeres, por su condi­
ción de herederas y po r la práctica de la dote. P lutarco sin
96 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

em bargo insiste tam bién en esta riqueza de las m ujeres es­


p artan as, así como en su influencia política. H asta el punto
de que tal vez consiguieron hacer fracasar el proyecto del jo ­
ven Agis «pues resistieron, no solam ente porque ib an a p er­
der el lujo que po r desconocim iento de los bienes verdade­
ros ellas confundían con la felicidad, sino tam bién porque
veían que les iban a q u itar el respeto y la influencia, fruto
de su riqueza. Se dirigieron, pues, a Leónidas y le incitaron,
por ser el m ás anciano de los dos reyes, a lu ch ar contra Agis
y a obligar a éste a ab an d o n a r la contienda» ( Vida de Agis y
Cleómenes, 7).
P lutarco se inspira p ara hacer este relato en los escritos
de un tal Filarco, historiador ateniense del siglo III antes de
nu estra era, y por lo tan to contem poráneo de los aconteci­
m ientos que n arra. Por ello se puede pensar que h ab ía algo
de verdad en esta tradición de la riqueza de algunas m uje­
res espartanas, reconocida ya p o r A ristóteles a finales del si­
glo anterior. Sea como fuere, no deja de ser sorprendente la
enorm e transform ación que supone u n a situación sem ejan­
te. L a m ujer esp artan a, atítes ptotra rep ro d u cto ra seleccio­
nad a, p asab a ah o ra al rango de ^propietaria, viviendo lujo­
sam ente, pudiendo disponer d e s ú s bienes, y desem peñando
un a función política en la ciudad. Es cierto que la ciudad
tam bién h ab ía cam biado. El E stado orgulloso que asp irab a
a d om inar el m undo griego era ya sólo u n a pequeña ciudad
peloponesa obligada a im pedir la sublevación de los ilotas,
incluso a concederles la libertad y la ciu dadanía 43. Sin em ­
bargo, el cam bio h ab ía sido rápido y no es fácil valorar, b a­
sándonos en los relatos de la A ntigüedad, su alcance real y
sus consecuencias. E n todo caso, tam bién en esto se diferen­
ciaba E sp arta de los «otros griegos», pues si bien es cierto
que en la época helenística, y gracias a la decadencia de las
LA M U JE R E N LA CIU D AD

viejas ciudades, la situación de las m ujeres en el m undo grie­


go se ha visto m odificada, tam bién lo es que en ningún lu­
gar han podido em anciparse las m ujeres de la tu tela parte-
nal o conyugal. Y sobre todo, en ningún lugar h an conse­
guido desem peñar papel político alguno, a no ser — y en con­
diciones com pletam ente diferentes— ciertas reinas helenís­
ticas cuyas intrigas ib an a ser m uy pro n to la com idilla de
todos.
C O N C L U S IO N

H em os in ten tad o en las páginas precedentes poner de m a­


nifiesto la situación concreta de las m ujeres en el m undo grie­
go de los siglos V II al IV antes de nu estra era. H em os tra ­
tado de definir, de Penélope a A spasia, de H elena a Friné,
su puesto real en u n a sociedad esencialm ente m asculina.
A unque hayam os accedido a esta realidad por m edio de do­
cum entos fundam entalm ente literarios y políticos, el hecho
es que la m ujer griega, la m ujer libre, por supuesto, se en­
contraba situ ad a en un doble plano con respecto al hom bre.
En el seno del oikos, de la unidad fam iliar, su función con­
sistía en asegurar la transm isión del patrim onio por la pro­
creación de hijos legítimos, y la conservación del mism o me­
d iante una buena gestión de los asuntos dom ésticos. L a es­
posa se consagra, de Penélope a la m ujer de Iscóm aco, a las
100 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

m ism as actividades: hilar la lana, p re p a ra r las com idas, re­


cibir a los huéspedes, re p a rtir el trab ajo entre las sirvientas.
Es cierto que Penélope era adem ás reina, y su oikos, o m ás
bien el oikos de su esposo, se confunde en p arte con la ciu­
dad de Itaca. T am b ién es cierto que la m ujer de Iscóm aco
tiene num erosas sirvientas y confía u n a p arte de su tarea,
como si fuera u n a reina de la epopeya, a u n a despensera,
cosa que seguram ente no podían hacer el noventa po r cien­
to de las m ujeres atenienses. Pero la m ujer está consagrada,
de un extrem o al otro de la escala social, de u n a orilla del
m undo griego a otra, y d u ra n te cinco siglos, a las m ism as
tareas; a las tareas dom ésticas del interior, del oikos. E n cam ­
bio, en la ciudad que va configurándose a lo largo del siglo
IV sólo tiene un papel pasivo. O m ejor dicho, su única fun­
ción es la de aseg u rar a sus hijos, si es hija de ciudadano y
por la vía del m atrim onio, la condición de ciudadanos. Pero
ella no es responsable de dicho m atrim onio, ya que es su
kyrios, su tutor, p ad re o h erm an a, quien llega al acuerdo m e­
d ian te el cual ella en tra en el o'ifcys de su esposo. Por otro
lado, no tom a p arte a lg u n aV n jV vida de la ciudad, excepto
en el caso de que algún acontecim iento trastoque los valores
cívicos: es el caso, como ya hem os visto, de algunas situ a­
ciones de tiran ía en que se vieron m ezclados m ujeres y es­
clavos. T al vez la única excepción entre todas las ciudades
sea E sparta, donde la m ujer, liberada tan to del cuidado del
oikos como de la educación de los hijos, recibe un en tren a­
m iento físico com parable al de los hom bres, y donde el a tra c­
tivo físico, favorecido po r la desnudez atlética, tuvo sin d u d a
u n a gran im portancia en la resolución de los m atrim onios
(aunque ya hem os visto que hay q u e to m ar ciertas p recau ­
ciones a la hora de analizar el testim onio de las fuentes).
Así pues, menores de edad, m arginales, excluidas de ese
CONCLUSION 101

«club de hom bres» que es la ciudad, en cuya vida no p a rti­


cipan a no ser a través de las m anifestaciones religiosas. Y
sin em bargo constituyen, como señala A ristóteles, la m itad
de la ciudad. ¿Podem os desde este supuesto extrañarnos de
que la m ujer ocupe un lugar tan im p o rtan te en el m undo
de la im agen de los griegos? A hora es necesario in ten tar en­
contrar, a través de los escritos y los testim onios de los m is­
mos griegos, la im agen de esta m itad, inferior pero indispen­
sable, tem ida pero tam bién, a pesar del famoso «am or grie­
go», deseada, e incluso am ada.
Segunda parte

LAS R E PR E SE N T A C IO N E S
DE LA M U JE R EN EL M U N D O
IM A G IN A R IO D E LOS G R IE G O S
No se conoce u n a sociedad sólo po r los hechos jurídicos, so­
ciales o económicos. C on m ucha frecuencia, esta sociedad se
m uestra con m ás nitidez a través de la im agen que se hace
y que d a de sí m ism a que por medio de estadísticas o leyes,
por m uy estables que sean; con m ayor m otivo cuando no es
posible elab o rar dichas estadísticas, y cuando conocemos las
leyes de m odo em pírico y fragm entario. Esto es especialm en­
te cierto en el caso de la G recia clásica, que tan to h a h ab la­
do de sí m ism a y que tantos y tan atractivos testim onios nos
ha dejado sobre su form a de pensar. Por consiguiente, un es­
tudio de la m ujer en G recia im plica poner al día las im áge­
nes que los mismos griegos crearon y plasm aron en la epo­
peya, la poesía lírica, el teatro trágico y cómico, sin dejar de
lado las opiniones de los filósofos y los relatos de los histo­
106 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

riadores. Ello no es nin g u n a novedad. Este tipo de estudios


se lleva a cabo desde hace algunos años tanto en Estados
U nidos como en E u ro p a occidental. E n F rancia, sin ir más
lejos, h an aparecido últim am ente u n a serie de artículos que
se inscriben en esta línea. Ni que decir tiene que los ap ro ­
vecharem os cuando sea necesario.
No tratam os desde luego de dedicarnos a un estudio ex­
haustivo de toda la literatu ra griega. Nos centrarem os en al­
gunos aspectos y destacarem os algunos ejemplos. No volve­
rem os a hablar, o lo harem os solam ente por alusión, de los
poem as hom éricos, aunque éstos h ay an proporcionado a los
griegos la base fundam ental de un sistem a de valores que
nunca después se ha vuelto a discutir. Por o tra parte,. los
hem os utilizado al comienzo del libro, ya que era la única
fuente capaz de perm itirnos h ab lar de las m ujeres en los al­
bores de la historia griega p ropiam ente dicha.
Por consiguiente, com enzarem os con H esíodo esta incur­
sión en el m undo im aginario de los griegos.
C A P IT U L O 3

La estirpe de las mujeres

H esíodo nació en Beocia, en u n a fecha im posible de preci­


sar, pero que generalm ente se sitúa hacia m ediados del si­
glo V I I I , es decir, en un período en el que, como ya hem os
tenido ocasión de señalar, el m undo griego alcanza u n a gran
im portancia histórica. El mism o nos dice que su pad re p ro ­
cedía de la G recia asiática y q u e se estableció en A scra, d o n ­
de recibió (o tomó) u n a tierra que legó a sus dos hijos. El
resto com pete a la leyenda o a la hipótesis. No sabem os con
detalle cómo llegó H esíodo a ser poeta, un poeta cuyas dos
obras más im portantes h an llegado h asta nosotros: u n a de
ellas la Teogonia, donde H esíodo, inspirado por las M usas,
encuentra «acentos divinos p ara glorificar lo que será y lo
que fue», y, antes que n ad a, el origen de los dioses; la otra,
Los trabajos y los días, es u n a especie de calendario religioso
108 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

y agrícola que se ha in terp retad o com o un testim onio áobre


la vida del cam pesino griego en el com ienzo de su historia.
Pues bien, estas dos obras tienen u n a considerable im por­
tancia desde el punto de vista de nuestro estudio, pues He-
síodo desarrolla en ellas el m ito de P andora, de la creación
de la prim era m ujer, y del nacim iento del genos gynaikdn, de
la estirpe de las m ujeres. El pretexto de esta creación es el
robo del fuego a m anos de Prom eteo y la cólera de Zeus. «Y
al punto, a cam bio del fuego, p rep aró un m al p a ra los hom ­
bres: modeló de tierra el ilustre P atizam bo u n a im agen con
apariencia de casta doncella, po r voluntad del C rónida. La
diosa A tenea de ojos glaucos le dio ceñidor y la adornó con
vestido de resplandeciente blancura; la cubrió desde la ca­
beza con un velo, m aravilla verlo, bordado con sus propias
manos. En su cabeza colocó u n a d iad em a de oro que él m is­
mo cinceló con sus m anos, el ilustre P atizam bo, p a ra ag ra­
d a r a su pad re Zeus...». U n a vez engalanada, P an d o ra fue
entregada a los hom bres. «Pues de ella desciende la funesta
estirpe y las tribus de m ujeres, g ran calam idad p ara los hom ­
bres que con ellas viven»
El m ito de P an d o ra aparece de nuevo y de forma m ucho
m ás d etallad a en Los trabajos y los días. T am b ién aq u í se m a­
nifiesta al com ienzo la cólera de Zeus tras el robo del fuego,
cólera que ah o ra se exterioriza claram ente: «Yo a cam bio
del fuego les daré un m al con el que todos se alegren de co­
razón acariciando con cariño su propia desgracia». Asim is­
mo se nos m uestra el trabajo de Hefestos, «el ilustre P ati­
zam bo», quien tornea con agua y arcilla «una linda y en­
cantad o ra figura de doncella sem ejante en rostro a las dio­
sas inm ortales» 2. Pero A tenea no se conform a sólo con a ta ­
viar a la m ujer, sino que le enseña tam bién el arte de tejer.
Intervienen tam bién otras dos divinidades p ara concluir la
LA E S T IR P E D E LA S M U JE R E S 109

o b ra de Hefestos: A frodita, que infunde en ella «una irresis­


tible sensualidad», y H erm es, que pone en ella «una m ente
cínica y un carácter voluble». Sigue después la historia, co­
nocida por todos, de la ja r r a que al ser d estap ad a por la m u ­
je r deja escapar todos los males que azotan a los hom bres:
«los padecim ientos, la d u ra fatiga, las penosas enferm eda­
des que acarrean la m uerte a los hom bres» 3.
Este célebre m ito que he recordado brevem ente ha sus­
citado num erosas interpretaciones que no creemos necesario
repetir aquí. Solam ente recordarem os lo que, según el poe­
ta, caracteriza a la mujer: es un mal, un m al tanto más te­
mible cuanto m ás apasionadam ente lo buscan quienes lo p a ­
decen; un m al adornado con todo tipo de seducciones y ca­
paz de toda clase de artim añas; un m al del que sin em bargo
el hom bre no puede prescindir. «El que huyendo del m atri­
m onio y las terribles acciones de las m ujeres no quiere ca­
sarse y alcanza la funesta vejez sin nadie que le cuide...» 4.
L a m ujer es, en efecto, el receptáculo de la sim iente del hom ­
bre. Sin m ujer, el hom bre no puede tener un hijo al cual le­
gar su hacienda, y que sea por consiguiente el sostén de su
vejez. Sólo Zeus se libra de la d u ra ley a la que están some­
tidos todos los m ortales.
Pero si el m atrim onio es p a ra el hom bre un m al necesa­
rio, no deja nunca de ser u n a fuente de torm ento. Pues la
m ujer es un ser inútil, como inútiles son los zánganos en las
colm enas, «no se conform a con la odiosa pobreza», sino que
sueña sólo con engalanarse. Su avidez sexual es inagotable,
y la im agen de la « tram p a profunda y sin salida» encierra
evidentes connotaciones eróticas.
Este florilegio de citas extraídas de los dos grandes poe­
m as de H esíodo no deja n inguna d u d a acerca de la misogi­
nia que en ellas se m uestra. Lo que nos obliga a form ular­
110 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

nos la siguiente pregunta: ¿esta m isoginia la siente sólo el


poeta o éste, al «decir» la verdad que las M usas le inspiran,
expresa una opinión com partida por sus contem poráneos? 5.
P regu n ta de difícil respuesta, ya que no podem os confrontar
los poem as de H esíodo con nin g u n a o tra fuente contem po­
ránea, excepto con los poem as homéricos. A hora bien, el
tono de éstos contra las m ujeres es, como ya hemos tenido
ocasión de ver, sensiblem ente diferente. L a m ujer es, sin
duda alguna, un ser inferior que no puede com pararse al
hom bre, al héroe. Su dom inio se reduce al oikos y a los tra­
bajos dom ésticos, y cuando in ten ta d a r su opinión se le re­
cuerda rápidam ente cuál es su lugar. Pero al menos se nos
m uestra al m ism o tiem po como un signo de prestigio y, si
no como un objeto erótico, como la esposa y m adre que m a­
rido e hijos deben am ar. Por o tra parte, si bien H esíodo se
distingue de los aedos contem poráneos suyos po r su misogi­
nia, tendrá, como verem os, num erosos seguidores. Por con­
siguiente, no se puede reducir esta m isoginia sólo al m al h u ­
m or de un cam pesino am argado. Podríam os m ás bien p re­
guntarnos, como recientem ente lo ha hecho u n a historiado­
ra am ericana 6, si no h ab ría que relacionar dicha m isoginia
con las transform aciones que la sociedad griega experim en­
ta a finales de los «tiem pos oscuros»: el paso de u n a agri­
cultura «nóm ada» y pastoril a u n a ag ricultura sedentaria in­
tensiva, con fuerte crecim iento dem ográfico y «crisis» ag ra­
rias. L a m ujer, objeto an tañ o de prestigio y g u ard ian a del
oikos, se convierte en este m undo desgarrado en u n a boca
que alim entar, en un vientre insaciable tanto en la alim en­
tación como en la sexualidad, y tan to m ás inútil cuanto que
incluso su función reproductora se vuelve peligrosa. No hay
que olvidar que u n a de las recom endaciones que hace H e­
síodo a su herm ano es la de tener sólo un hijo 1.
LA E ST IR P E D E LAS M U JER ES 111

Dicho esto, no es erróneo p ensar que si las palabras m i­


sóginas de H esíodo h an tenido tan buena acogida es porque
respondían a algo profundam ente arraigado en la concien­
cia griega. En la elaboración del m ito de P andora encontra­
mos efectivam ente las parejas de opuestos que estructuran
el pensam iento del hom bre griego. Al hom bre le correspon­
den la cultura y la civilización, la guerra, la política, la ra ­
zón, la luz; a la m ujer, la naturaleza, la insociabilidad, las
actividades dom ésticas, la falta de m oderación, la noche.
Volverem os sobre esto al tra ta r de los autores trágicos, pero
no hay d uda de que este tipo de oposiciones se encuentran
en todos los niveles. No podem os extrañarnos por lo tanto
de que H esíodo em plee p ara designar al sexo femenino el tér­
m ino genos, de difícil traducción sobre todo en el contexto de
la época, y que im plica que las mujeres son un género a p a r­
te, distinto del «género hum ano» (constituido por el conjun­
to de los hom bres), un género que, al m enos en el ám bito
del mito, se reprodujo «en circuito cerrado», según la expre­
sión de Nicole L oraux 8.
De todos modos, encontram os de nuevo esta misoginia
en un texto célebre, el Yambo de las mujeres, de Simónides de
Amorgos, poeta de una generación posterior a H esíodo que
fue seguram ente «uno de los prim eros lectores de H esíodo»,
según indica tam bién Nicole L oraux 9. Simónides enum era
en este largo poem a los diez tipos de m ujeres creadas por
los dioses «en el principio». O cho de estos diez tipos corres­
ponden a anim ales (el cerdo, el zorro, el perro, el asno, la
com adreja, el m ono, la yegua, la abeja), y los otros dos a ele­
m entos de la n atu raleza (la tierra y el m ar). Solam ente uno
se considera digno a los ojos del poeta: la m ujer-abeja. Lo
cual no es ninguna novedad, ya que la abeja aparece ya en
H esíodo como un modelo... m asculino, que éste contraponía
112 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

al zángano, identificado con la m ujer. T odas las dem ás «tri­


bus» de las m ujeres están cargadas de defectos: la m ujer-pe­
rro se caracteriza po r su im pudor, la yegua es u n a «herm o­
sa calam idad» p ara quien la posee, la m ujer-tierra es estú­
pida, la m ujer-m ar, m arrullera, la m ujer-cerdo es u n a p u er­
ca, la m ujer-m ono, el colmo de la fealdad, etc. Pero como
señala una vez más Nicole Loraux, m ás allá de estos defec­
tos aparentem ente ligados a cada especie anim al, es «la m u ­
je r total» la que se recrea: «En lo m ás profundo, los criterios
de la buena conducta: no tra ta r de saber dem asiado, sino
pensar sobre todo en el trabajo, no com er dem asiado, no go­
zar dem asiado, sino hacer hijos p a ra su m arido; en la lista
de las especies, la verdadera natu raleza de la m ujer: un ser
curioso, m aligno, perezoso, glotón, cuya sexualidad incon­
trolable se m anifiesta p o r la indiferencia o el exceso» 10. «De­
cir m ujer es decir ham bre» (en francés, «la femme, c’est la
fain)» concluye Nicole Loraux, y en esta afirm ación encon­
tram os de nuevo la queja de H esíodo. En cuanto a la única
m ujer digna de veneración, la m ujer-abeja, hay que darse
cuenta de que las cualidades que el poeta le reconoce son,
en sum a, de la m ism a n atu raleza, ya que la mélissa (abeja)
es an te todo el modelo de las virtudes dom ésticas, «la espo­
sa virtuosa a la que todas las dem ás ayudan a cincelar».
Se h a querido ver en el poem a de Sim ónides u n a especie
de b u rd a farsa ru ral, incluso la expresión de los valores nue­
vos de una «clase m edia» que tal vez se enfrentaban a los
valores aristocráticos transm itidos po r la poesía épica, en la
que la m ujer era considerada como un objeto de prestigio y
estaba po r lo tanto protegida co n tra tales ofensas. Y a hemos
visto al h ab lar de H esíodo la hipótesis de u n a explicación se­
m ejante p ara su m isoginia. A hora bien, au n q u e no se puede
ignorar que los profundos cam bios acaecidos en la sociedad
LA E S T IR P E D E LA S M U JER ES 113

griega a finales del siglo VIII y d u ran te el siglo VII hayan


podido producir un im pacto sobre la condición real de la m u ­
je r, es evidente que el trastorno ha sido más lento tanto en
el ám bito de las representaciones como en el de los sistem as
de valores. Y si la m isoginia de H esíodo o la de Simónides
pueden considerarse como un eco de las transform aciones de
la sociedad, la perm anencia de los valores aristocráticos no
es menos evidente, como lo m uestra, sin ir más lejos, la obra
de un poeta nacido algunos decenios después de Simónides
en la m ism a G recia insular: la o b ra de u n a m ujer, la de la
cclcbre Safo.
U n papiro de la ciudad de O xirrinco, en Egipto, nos pro ­
porciona un fragm ento de una biografía de la poetisa, redac­
tad a sin d u d a en el siglo IV, es decir, m ás de dos siglos des­
pués de su m uerte y cuando ya se h ab ía forjado la leyenda
en torno a su persona y sus am ores: «Safo era de M itilene,
ciudad de Lesbos. Su p ad re se llam ab a E scam andrónim o;
tuvo tres hermanos, Erigió, Lárico y Caraxo, su herm ano m a­
yor, que se fue a Egipto y dilapidó la m ayor p arte de su for­
tu n a por una tal D órica. El m ás joven, Lárico, fue su prefe­
rido. T uvo una hija, Ciéis, a la que puso el nom bre de su
m adre. H a sido criticada por algunos, que la han tildado de
desordenada y apasionada por las mujeres; se dice que tenía
un físico ruin y m uy feo, pues su tez era m orena y su esta­
tu ra m uy pequeña» n . O tros testim onios indican que su fa­
m ilia pertenecía a la aristocracia de M itilene. E ra la época
en que ab u n d ab a n en las islas del m ar Egeo disturbios que
conducían a la im plantación de tiranías, y seguram ente Safo
se vio obligada a exiliarse p ara h u ir de un tirano. Se cree
que term inó su vida en Sicilia. No es extraño en co n trar en
este medio aristocrático, alim entado por la epopeya, u n a m u ­
je r con una gran personalidad: el poeta, inspirado por los dio­
114 LA M U JE R E N LA GRECIA CLASICA

ses, gozaba de un estatuto aparte, y u n a m ujer podía por ta n ­


to ser una poetisa sin ser por ello m otivo de escándalo. Por
otra parte, Safo no es la única poetisa cuyo nom bre nos ha
transm itido la tradición, pero sí la única cuya o b ra nos ha
llegado no de form a fragm entaria. Pero el escándalo venía
provocado por el hecho de que Safo ensalzaba en sus versos
a sus com pañeras las m ujeres y se ponía bajo la protección
de Afrodita. De ahí el acento apasionado de los versos que
les dirigía y en los que se m anifestaba u n a ardiente sensua­
lidad. Y tam bién porque, al ensalzar a la m ujer y a su cuer­
po, sentía que podía rech azar al m ism o tiem po, y sin rene­
gar por ello de los valores aristocráticos, lo que constituía el
núcleo de los mism os, el heroísm o guerrero. Es elocuente a
este respecto un poem a que com ienza con los versos siguien­
tes: «Dicen unos que un ecuestre tropel, la infantería otros,
y esos, que u n a flota de barcos resulta lo m ás bello en la os­
cura tierra, pero yo digo que es lo que uno am a» 12.
T eniendo esto en cuenta, no es extraño que la tradición
haya destacado ante todo el am or de Safo por sus am igas y
las relaciones «contra natu ra» que m an ten ía con ellas, ya
que la «naturaleza» de la m ujer era, en prim er lugar, la de
asegurar la continuidad de la fam ilia y la transm isión del p a ­
trim onio a través de la institución m atrim onial. Y a hemos
visto en la prim era p arte de este estudio que será precisa­
m ente el m atrim onio uno de los pilares de la sociedad civil
que va conform ándose a lo largo del siglo VI. La im agen de
la m ujer ya n u n ca se p o d rá sep arar de esta realidad. Pero
por o tra parte no podem os olvidar que si bien la posteridad
iba a convertir a Safo en el prototipo de las «m ujeres m al­
ditas», de las «lesbianas» que rechazan a los hom bres, la
poetisa de M itilene, por su parte, se casó, tuvo u n a hija y
com puso epitalam ios, es decir, cantos de boda.
LA E S T IR P E D E LA S M U JER ES 115

Pero la época de Safo, la de la poesía lírica, anuncia el


final de lo que conocemos como época arcaica, así como el
final de la sociedad aristocrática. Y au n cuando los valores
aristocráticos siguen siendo fundam entales en la ética ciu­
dad an a, las realidades nuevas no dejan de im ponerse con el
triunfo de ese «club de hom bres» que es la ciudad. Se ha vis­
to anteriorm ente que es en A tenas donde estas nuevas rea­
lidades se asientan con más fuerza, y tam bién donde mejor
se m anifiesta la condición de la m ujer, eterna m enor cuya
única posibilidad de integración en la vida cívica es el m a­
trim onio. A hora bien, A tenas será tam bién en el siglo V el
lugar de nacim iento de u n a invención genial, el teatro, que
fue en sus inicios u n a m anifestación más, ju n to con otras,
del culto a Dionisos, pero que m uy pronto iba a desarrollar­
se y a convertirse en uno de los modos de expresión más ca­
racterísticos de la ciudad ateniense. D u ran te un siglo, con
Esquilo, Sófocles y E urípides como autores trágicos, sin ol­
vidar a Aristófanes como au to r cómico, se desarrolla un arte
cuya m agia sigue hoy conm oviéndonos. Pues bien, este tea­
tro ofrece una am plia galería de personajes femeninos — cu­
yos papeles, no lo olvidemos, eran desem peñados por hom ­
bres— , lo cual nos obliga a tra ta r de concretar cómo fueron
las representaciones de la m ujer en la G recia clásica.
C A P IT U L O 4

El te atro , espejo de la ciu d ad

A n te todo, q u ie ro d e ja r claro lo q u e e n tien d o p o r espejo: el


espejo envía de n u ev o su p ro p ia im ag en al q u e se c o n tem p la
en él, p ero u n a im ag en q u e no es la re a lid a d . P o r eso no he
u tiliz ad o el té rm in o «reflejo», ta n m a n o sea d o . In clu so c u a n ­
do M e n a n d ro p o n e en escena, a finales de la ép o ca clásica,
a « burgueses» aten ien ses e n fren tad o s a p ro b lem as de h e re n ­
cia, d e reco n o cim ien to o de ra p to , éstas no son n u n c a sitú a-
ciones q u e reflejen p o r co m p leto la re a lid a d . Y esto es m ás j
ev id en te c u a n d o nos acercam o s a la tra g e d ia , q u e ex tra e de ,
los m itos el n úcleo de sus in trig as. Y sin em b arg o , este te a ­
tro q u e v a d irig id o al p u eb lo re u n id o con o casió n de las fies­
tas d e D ionisos no p u e d e p o r m enos d e e x p resar los sen ti­
m ien to s d e los aten ien ses. P o r co n sig u ien te, a u n q u e no h ay -■
q u e b u sc a r en el te a tro , com o a veces se h a h ech o , in fo rm a-
LA M U J E R E N LA G RE C IA C LASIC A

ciones sobre la co n d ició n real d e la m u je r aten ien se, sí está


al m enos p erm itid o b u sc a r en él im ág en es de la m ujer.

A. La tragedia

E n el siglo V, A te n a s asistió al flo recim ien to del te a tro tr á ­


gico y vio cóm o d e s ta c a b a n los tres g ra n d e s au to re s: E sq u i­
lo, Sófocles y E u ríp id es, cuyas o b ra s ta n b ie n conocem os.
A clarem os, sin em b arg o , q u e estam o s lejos de p o seer la to ­
ta lid a d de las o b ras q u e se p re s e n ta b a n con o casió n de los
concursos trágicos. S in em b arg o , y a ten ién d o n o s sólo a los
arg u m e n to s de las m ism as, este te a tro p arec e h a b e r co n ce­
d id o a las m u jeres u n lu g a r de h o n o r. L as hijas d e D án ao
en L as suplicantes, la m a d re d e J e rje s en Los Persas, C litem -
n e stra en L a Orestíada d e E sq u ilo , D e y a n ira en L as traqui-
nias , A n tíg o n a y E le c tra en las o b ra s de su m ism o n o m b re,
de Sófocles. E n c u a n to a E u ríp id es, las p ro ta g o n ista s de su
te a tro son casi ex clu siv am en te m ujeres: A lcestis, M ed ea, A n-
d ró m a c a , H é c u b a , Ifig en ia, E lectra , así com o las fenicias, las
tro y a n a s y las b aca n tes.
N o sólo estas m u jeres e stá n en el cen tro d e la in trig a ,
cosa fácilm en te ex p licab le p o r la referen cia a los m ito s de la
época h ero ica, sino q u e a trav és d e las p a la b ra s q u e les p re s ­
ta el p o eta se nos m u e stra n sen tim ien to s y op in io n es q u e n a ­
die e sp e ra ría o ír en A ten as. T o m em o s el ejem plo d e las Su­
plicantes de E squilo: las hijas de D á n a o h u y en de E g ip to y
d el m a trim o n io con sus p rim o s y v a n a refu g iarse a G recia,
d o n d e son aco g id as p o r el rey de A rgos. L os p rim ero s v e r­
sos d e la o b ra son elocuentes: « O ja lá q u e Z eus S u p lic an te
se d igne m ira r con b en ev o len cia a este g ru p o e rra n te cuya
n ave zarp ó de las b ocas de finas a re n a s del N ilo. V ag am o s
E L T E A T R O , ESP EJO D E LA C IU D A D

d e ste rra d a s, lejos d el p aís d e Z eus q u e lim ita con S iria, no


p o rq u e a lg u n a c iu d a d nos h a y a co n d en a d o al d estierro p o r
a lg ú n delito de san g re, sino in v a d id a s p o r u n a av ersió n in ­
n a ta h a c ia el h o m b re, p o rq u e ab o rrecem o s la b o d a con los
hijos de E g ip to y su sacrileg a d em en cia»
E s u n ejem plo d e m u c h a c h a s q u e re c h a z a n el m a trim o ­
nio, u n ac to d e re b e ld ía im p en sab le... si el p o eta no nos a c la ­
rase q u e es su p a d re q u ie n las h a in c ita d o a la rebelión. Y
a lo larg o d e la o b ra este p a d re a p a re c e com o el p ro tec to r,
el kyrios in d isp e n sa b le...: «N o m e dejes sola, p a d re , te lo su ­
plico, ¿qué es u n a m u je r sola? A res no h a b ita en ella» 2. F i­
n alm en te , lo q u e el p o eta c o n d en a y lo q u e ju stific a el re ­
chazo del m a trim o n io es el c a rá c te r inciv ilizad o de los hijos
d e E g ip to y la vio len cia q u e d e m u e stra n con resp ecto a las
h ijas d e D á n a o . Se c o n tin ú a esta n d o , p o r lo ta n to , en la ideo­
logía trad icio n a l. L a m u je r no tien e ex isten cia real fu era de
la casa de su p a d re o de la de su esposo.
Si p asam o s a L a Orestíada nos h allam o s an te u n p ro b le ­
m a m ás com plejo, p u es el p erso n aje de C h t^ m n e stra es a m ­
biguo: es, desde luego, u n a m u jer, p ero u n a m u je r q u e re i­
v in d ica el p u esto de u n h o m b re. E lla es, tras la p a r tid a de
A g am en ó n , la v e rd a d e ra d u e ñ a del p alacio . Y si b ie n al co­
m ienzo de Agamenón se p re s e n ta com o la fiel g u a rd ia n a del
h o g a r conyugal, d escrib e ella m ism a el d estin o de la m u jer
q u e esp era el regreso del esposo q u e se h a m a rc h a d o lejos
con claros acen to s en los q u e se m ezclan la cólera y la iro ­
nía: « Q u e u n a m u je r se q u ed e en el h o g a r sin esposo, a b a n ­
d o n a d a , es de p o r sí u n a te rrib le d esg racia. P ero si ad em ás
v a n lleg an d o u n o tra s o tro m en sajero s tra y e n d o c a d a u n o
peores n o ticias q u e el a n te rio r y todos con d o lién d o se del in ­
fo rtu n io d e la casa... Si m i m a rid o h u b ie ra recib id o ta n ta s
h erid a s com o ru m o res al resp ecto lleg ab an a la casa p o r di-
120 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

versos m edios, su cu erp o te n d ría a h o ra m ás ag u jero s q u e


u n a red. Y si h u b ie ra m u e rto ta n ta s veces com o los ru m o res
p re g o n a b a n , p o d ría eno rg u llecerse, com o u n nu ev o G erió n ,
de h a b e r ten id o tres cu erp o s y de h a b e r a rro p a d o a los tres
con el m a n to de la tu m b a , luego de h a b e r su cu m b id o u n a
vez p o r c a d a u n a de las tres form as» 3. N o p o d ría rid ic u li­
zarse m ejor el id eal h ero ico , y fácilm en te se c o m p re n d e la
a m a rg a re sp u e sta de A g am en ó n , al re b a ja r a su esp o sa a la
c ateg o ría d e las m u jeres y de los b á rb a ro s: «N o m e rodees
con esa m olicie, com o h ace u n a m u jer, no m e recib as com o
u n b á rb a ro , con las ro d illas en tie rra y g rita n d o » 4. Lo q u e
no im p id e a C lite m n e s tra d ecir la ú ltim a p a la b ra en el to r­
neo o ra to rio q u e m a n tie n e c o n tra su esposo, así com o lo h a rá
al final de la o b ra , u n a vez llev ad o a cab o el asesin ato , c u a n ­
do, tra s im p e d ir q u e E g isto re s p o n d a con las a rm a s a las a c u ­
saciones del coro, le dice: « Ju n to s tú y yo, y d u eñ o s d e este
p alacio , serem os cap aces d e re sta b le c e r el o rd en » .
P ero esta m u je r ex cep cio n al, q u e reiv in d ica las a tr ib u ­
ciones exclusivas del h o m b re , no es u n m odelo p a r a el p o e­
ta. S u d e sm e su ra ju s tific a el castig o q u e le esp era en la se­
g u n d a p a rte d e la trilo g ía, la m u e rte q u e recib e d e m an o s
de su hijo. Y a p ro p ó sito de esta in v ersió n de p ap eles e n c a r­
n ad o s p o r C lite m n e stra , m u c h a s reflexiones q u e su rg en a lo
larg o de la o b ra d a n fe d e cu ál d e b e ser el lu g a r de las m u-
Y je re s, « p e rm a n e c e r en el h o g ar, esp e ra n d o q u e los h o m b res
vu elv an del co m b ate» , así com o de los rasg o s q u e las c a ra c ­
terizan : la c re d u lid a d , los ap etito s sexuales («la u n ió n q u e
ju n ta los cu erp o s es v en c id a con traició n p o r el deseo d esen ­
fren ad o q u e se a p o d e ra d e las h e m b ra s, ta n to e n tre los h u ­
m an o s com o e n tre los an im ale s» ), sin o lv id ar, com o ta m b ié n
vim os en H esío d o , la o cio sid ad («el tra b a jo d el m a rid o ali­
m e n ta a la m u je r ociosa»). Y el te m a m ism o d e la ú ltim a p ar-
E l. T E A T R O , ESP EJO D E LA C IU D A D 121

te de la trilo g ía, el ju ic io del m a tricid io llevado a cab o p o r


O restes, p e rm ite al p o e ta d e sa rro lla r, p o r boca de A polo, y
d e A te n e a d esp u és, u n a teo ría ace rca d e la p ro creac ió n q u e
seg u ram e n te e ra a d m itid a en to n ces p o r todos: «N o es la m a ­
d re, dice A polo, la q u e e n g e n d ra al q u e llam a su hijo; no es
m ás q u e la n o d riz a del g erm en se m b ra d o en ella. E l q u e en ­
g e n d ra es el h o m b re q u e la fecu n d a; ella p ro teg e com o u n a
e x tra ñ a al tiern o b ro te, con ta l de q u e los dioses no lo m a ­
logren» 5. Y en ap o y o d e su tesis — «se p u ed e ser p a d re sin
la a y u d a de u n a m a d re » — , cita el ejem plo de A ten ea , la cual
p ro c la m a a su vez: «N o he ten id o m a d re q u e m e tra je ra al
m u n d o . M i co razó n está, al m enos h a s ta m i b o d a, c o n sa g ra ­
do p o r co m p leto a l h o m b re: soy, sin reserv as, p a r tid a r ia del
p a d re» 6. O re ste s es, p o r ta n to , ab su e lto del a se sin a to de su
m a d re , d e esta m u je r q u e, al m a ta r a su esposo, al d a r aco­
g id a en p alacio a su a m a n te , h a v iolado la ley del m a trim o ­
nio, h a in v e rtid o los pap eles respectivos del h o m b re y de la
m u je r e in c u rrid o p o r ello en u n ju s to castigo.
Se p u e d e o b je ta r, sin em b arg o , q u e C lite m n e stra , la m u ­
j e r a d ú lte ra , no p o d ía re p re s e n ta r a la m u je r a n te los a te ­
nienses del siglo V. Y si bien E sq u ilo h a u tiliz ad o razo n es
enérgicas p a r a c o n d e n a rla , Sófocles p o r su p a rte , al h ace r de
A n tíg o n a la a tre v id a a d v e rs a ria d e la ra z ó n de E sta d o e n ­
c a rn a d a p o r C re o n te , nos h a d e ja d o u n a im ag en d e la m u je r
m u y d iferen te y m u c h o m ás p o sitiv a. Es la ú n ic a q u e se a tre ­
ve a e n te rra r el cu erp o de su h e rm a n o , es la ú n ic a q u e le
h ace fren te a su ad v ersario , y lo so rp re n d e n te es c o m p ro b a r
q u e C re o n te la a c u sa no so lam en te d e « h ace r caso om iso de
las leyes estab lecid as» , sino ta m b ié n , al hacerlo , d e co m p o r­
tarse com o un h o m b re: «D e a h o ra en a d e la n te y a no seré yo
el h o m b re, sino ella, si p u e d e co n seg u ir im p u n e m e n te u n
triu n fo sem ejan te» 7. N o h ay n in g u n a d u d a d e q u e el te m a
122 L A M U J E R E N LA G R E C IA C LASIC A

de la in trig a le sirve al p o eta p a r a p ro c la m a r m u y alto los


p rin cip io s de la d em o c ra c ia de Pericles fren te al p o d e r tir á ­
nico e n c a rn a d o p o r C reo n te. T a m b ié n se s u ste n ta a q u í la
id ea d e que ser c iu d a d a n o consiste a n te to d o en p o d e r ta n to
m a n d a r com o ser m a n d a d o , d esp u és en c o m p o rta rse com o
u n so ld ad o leal y v alien te , y d em ás de q u e « u n a c iu d a d no
d eb e ser p ro p ie d a d d e u n o solo». P ero no es A n tíg o n a q u ie n
m a n tie n e estas afirm acio n es fren te a C reo n te, sino H em ó n .
N o se p la n te a en ab so lu to la p o sib ilid a d de co n ced er a u n a
m u je r la m ín im a in terv en ció n en el sistem a político. P o r lo
d em ás, lo q u e A n tíg o n a defiende en p rim e r lu g a r son los v ín ­
culos de san g re. M erece la p e n a c ita r u n frag m e n to p a ra d a r ­
nos c u e n ta de q u e Sófocles, com o E squilo, tam p o co p o n ía
en tela de ju ic io la im ag en tra d ic io n a l d e la m u jer. R eco r­
d a n d o a su p a d re , a su m a d re y a sus h erm a n o s, con q u ie ­
nes irá a reu n irse en el H a d e s, A n tíg o n a se ju s tific a p o r h a ­
berles ren d id o h o n ra s fú n eb res, p a g a n d o con su v id a las d e ­
d ic a d a s a P olinice: «Sin em b arg o , o b ré d e b id a m e n te al re n ­
d irte estas h o n ras fú n eb res, en o p in ió n de to d a s las gentes
de bien. Si h u b ie ra ten id o hijos y h u b ie se sido m i m a rid o el
q u e estuviese allí, p u d rié n d o se en el suelo, no h a b ría c ie rta ­
m e n te to m ad o e sta decisió n c o n tra la v o lu n ta d d e m i ciu ­
d a d . ¿A q u é p rin cip io , p u es, m e h e so m etid o ? E scú ch alo : u n
m a rid o m u e rto p o d ría su stitu irlo p o r o tro y te n e r u n hijo de
él, si h u b ie ra p e rd id o a m i p rim e r esposo; p ero u n a vez en
la tu m b a m i p a d re y m i m a d re , n in g ú n o tro h e rm a n o m e h a ­
b ría n acid o ja m á s ...» 8. Y m ás a d elan te : «N o h a b ré co noci­
do ni el lecho n u p c ia l n i el can to d e b o d as; no h a b ré ten id o
un m a rid o com o las d e m á s, ni hijos q u e crec ieran a n te mis
ojos; m as al c o n tra rio , d escien d o m ise rab lem en te, v iv a aú n ,
sin m iram ien to s, a b a n d o n a d a p o r los m íos, a la m a n sió n
s u b te rrá n e a d e los m u e rto s» 9. L a im p la c a b le h e ro ín a a sp i­
E L T E A T R O , ESP EJO D E LA C IU D A D 123

r a b a p o r lo ta n to al d estin o co m ú n d e las m u jeres, y el p o e­


ta e x p re sa b a u n a vez m á s, al h a c e r q u e se la m e n te d e no h a ­
b er conocido el m a trim o n io , el se n tim ie n to de todos en lo re ­
lativo al lu g a r q u e las m u jeres d e b ía n o c u p a r en la ciu d ad .
D e y an ira , la p ro ta g o n ista de L as traquinias, q u e m a ta a
p e s a r suyo a su esposo h acién d o le q u e se p o n g a la tú n ic a im ­
p re g n a d a con la san g re del c e n ta u ro N eso, g racias a la cual
e s p e ra b a re c o n q u ista r su am o r, sirve ta m b ié n d e ejem plo
a c e rc a d e la fu n ció n esencial del m a trim o n io en la ciu d ad .
Al com ienzo de la o b ra , c u a n d o ella desconoce a ú n si H e ra ­
cles h a salido v en ce d o r en su ú ltim a p ru e b a , h ace u n a o b ­
servación m u y in te re s a n te ace rca de la in stitu ció n m a trim o ­
nial: « L a ú ltim a vez q u e el d u eñ o de e sta casa, H eracles, se
fue de ella, dejó u n a a n tig u a ta b lilla con in stru c cio n es in s­
critas, cosa q u e n u n c a a n te s se h a b ía p re o c u p a d o de h ace r
c u a n d o nos a b a n d o n a b a p a r a irse a o tro s co m b ates. Y es
q u e entonces s a b ía q u e ib a cam in o d el triu n fo , y no a la
m u e rte. P o r el c o n tra rio , e sta vez, com o si y a no existiera,
h a d ejad o in d ic a d o q u é bienes d e b ía yo h e re d a r a títu lo de
esposa, así com o ta m b ié n la p a rte de su p a trim o n io q u e asig ­
n a b a a sus hijos» 10. S in em b arg o , H eracles h a salid o v en ­
c ed o r y vuelve. P ero tra e consigo a u n a c a u tiv a d e la q u e se
h a e n a m o ra d o . D e y a n ira , a n te este hecho, finge al p rin cip io
e sta r d isp u e sta a a c e p ta r la situ a ció n , y las p a la b ra s q u e dice
p o d ría n ser las d e c u a lq u ie r m u je r aten ien se: «El a m o r go­
b ie rn a a los dioses según su cap rich o , com o lo h ace co n m i­
go: ¿por q u é no p u ed e h ace r lo m ism o con o tra s q u e son
com o yo? P o r lo ta n to , sería a b s u rd o p o r m i p a rte c u lp a r a
m i esposo c u a n d o p ad ec e el m ism o m al; o in clu so a esa m u ­
c h ac h a, con el p rete x to de q u e es la c a u sa n te de lo q u e, d es­
p u és d e todo, no es ni u n d e sh o n o r ni u n d esastre» u . Y m ás
a d e la n te : « H eracles h a p o seíd o a m u c h a s o tra s: ¿alg u n a de
124 LA M U J E R E N LA G R E C IA C LA SIC A

ellas oyó de m í a lg u n a vez u n re p ro ch e, u n a ofensa?» 12. N o


p o d ría ju stific a rse m ejo r lo q u e era la re a lid a d c o tid ia n a de
A ten as, la p resen cia, ju n to a la m u je r leg ítim a, de la pallaké,
de la co n cu b in a. N o o b sta n te , D e y a n ira d esea re c o n q u ista r
a su esposo d e nuevo: « A h o ra som os dos las q u e estam o s es­
p e ra n d o bajo la m ism a m a n ta q u e u n h o m b re nos to m e en
sus b razo s... Y éste es el salario q u e a c a b a d e p a g a rm e el
q u e e ra p a r a m í el no b le, el leal H eracles, a cam b io de h a ­
b e r cu id a d o su casa d u ra n te ta n to tiem p o . Y o no p u e d o cier­
ta m e n te e sta r re s e n tid a c o n tra él p o r el h ech o de q u e reca i­
ga con ta n ta frecu en cia en este m al. P ero p o r o tra p a rte ,
¿qué m u jer p u ed e te n er el v alo r d e v iv ir con esa m u c h ach a?
¿Q u é m u je r a c e p ta ría c o m p a rtir el m ism o esposo? C o n te m ­
plo p o r u n lad o u n a ju v e n tu d en p len o vigor, m ie n tra s q u e
p o r o tro se m a rc h ita , y cóm o la v ista se co m p lace en recoger
la flor de u n a en ta n to q u e se a p a r ta d e la o tra . T en g o m u ­
chas razones, p u es, p a r a te m e r q u e a u n q u e H ercales sigue
siendo m i esposo de n o m b re, sea el a m a n te de la jo v e n ...
Pero, lo rep ito u n a vez m ás, in d ig n a rse no es lo q u e convie­
ne a u n a m u jer razo n a b le» 13. P o r eso in te n ta rá c o n q u ista r
de nu ev o el a m o r de su esposo h acien d o q u e se p o n g a la tú ­
n ica q u e ella cree q u e e stá re c u b ie rta con u n filtro d e am o r,
y q u e se rá m o rtal.
M e p arec e excesivo v er en el p erso n aje d e D e y a n ira el
sím bolo de las m u jeres en g a ñ a d a s. Lo q u e nos in te re sa en
este caso es q u e el p o eta, al tra s p o n e r el m ito a la re a lid a d
c o tid ia n a d e los esp ectad o res, p re s ta a la p ro ta g o n is ta p a la ­
b ras q u e p o n en de m an ifiesto la fo rm a en q u e los h o m b res
y las mujeres de A ten as co n ce b ían sus resp ectiv as o b lig acio ­
nes. L a re a lid a d q u e h em o s in te n ta d o p o n e r d e relieve en la
p rim e ra p a rte de este tra b a jo se m o s tra b a ta m b ié n , y se
a c e n tu a b a , en el te rre n o d e lo im ag in ario . Y si b ien es cierto
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 125

q u e ta n to el lu g a r co n ced id o a la m u je r en la c iu d a d com o
la fid elid ad al m ito im p e d ía n re tro c e d e r a los sarcasm o s de
Sim ónides o a la m iso g in ia d e H esío d o de fo rm a ta n b ru ta l,
la im ag en d e la m u je r c o n tin u a b a siendo, sin e m b arg o , la
de u n ser inferior, p elig ro sa h a s ta el m áx im o e in c a p a z de
do m in arse.
E sta hybris fem en in a, esta d e sm e su ra , la e n c o n tra m o s de
nuevo am p lificad a en el te a tro d e E u ríp id es. N o n os q u e d a
m ás rem edio q u e a b o r d a r a q u í la fam o sa cu estió n d e la co­
rrie n te fem in ista q u e al p a re c e r se d esarro lló en A te n a s a fi­
n ales del siglo V . Los ú ltim o s añ o s de este siglo re p re se n ta n
u n m o m en to fu n d a m e n ta l en la h isto ria del m u n d o griego
en g en eral y de A ten as en p a rtic u la r. L a g u e rra del P elopo-
neso en fren ta, del 431 al 404, a las p rin cip ale s ciu d ad es g rie­
gas, u n a s a lia d a s a los e sp a rta n o s y o tra s a los aten ien ses.
A b u n d a n los saq u eo s, las razias y las rev oluciones in te rn a s.
E stos d esó rd en es se v en inten sificad o s p o r u n a crisis q u e
vuelve a p o n e r en d u d a el sistem a de valo res de la ciu d ad ,
p rim e ro d e los valores religiosos, p ero ta m b ié n de los v alo ­
res cívicos. Se llega in clu so a p la n te a r la ex isten cia de los d io ­
ses, a p o n er en tela de ju ic io los m ito s trad icio n a les. Se d is­
c u te n los fu n d a m e n to s de los reg ím en es políticos y de la o r­
g an izació n social 14. E n este co n tex to g en eral, q u e ta n b ien
te stim o n ia n los aco n tecim ien to s de la g u e rra del P eloponeso
re la ta d o s p o r T u c íd id e s, los p an fleto s p o líticos su rg id o s de
los m edios hostiles a la d em o c ra c ia y las co m ed ias de A ris­
tófanes, o c u p a u n lu g a r esp ecialm en te im p o rta n te el te atro
de E u ríp id es. A u n q u e , sig u ien d o el m odelo d e sus p re d e c e ­
sores, el p o e ta to m a d e los g ra n d e s m ito s los te m as de sus
o b ras, los tr a ta con frecu en cia con u n a g ra n lib e rta d . Y si
b ien los dioses a p a re c e n al final de la o b ra, a p a re n te m e n te
p a r a reso lv er la co n tra d icció n q u e existe en el n ú cleo del con-
126 LA M U J E R E N L A G RE C IA C LA SIC A

flicto trág ico 15, no p o r ello d eja d e d iscu tirse c o n sta n te m e n ­


te su p o d er, com o si las p asio n es h u m a n a s p rev alecie ran en
d efin itiv a so b re la v o lu n ta d de los dioses. P ues b ien, com o
las m ujeres son las p rin cip ale s p ro ta g o n ista s del te a tro de
E u ríp id es, según h em o s visto, alg u n o s h a n q u erid o v er ta m ­
b ién al p o e ta com o u n o d e los defensores de u n a co rrie n te
fem in ista q u e al p a re c e r se d esarro lló en A ten as en el m arco
L _de e sta crítica de los valo res tra d ic io n a le s d e la ciu d ad .
C ie rta m e n te se p o d ría h a c e r u n florilegio d e citas e x tra í­
d as d e las d iv ersas tra g e d ia s de E u ríp id es, y en to d as ellas
a p a re c e a firm a d a la m ise ria d e las m u jeres. E scogeré so la­
m e n te dos frag m en to s. E l p rim e ro lo p ro n u n c ia C litem n es-
tra en Elecíra. L a esp o sa de A g am en ó n , al ev o car las razo ­
nes d e su crim en , re c u e rd a las circ u n sta n c ia s del m ism o: « H e
a q u í q u e m e lleg a con u n a loca e n d e m o n ia d a , u n a m é n a d e
(C a s a n d ra ), y la in tro d u c e en m i lecho: éram o s dos esposas
viviendo bajo el m ism o techo. L a m u je r es sen su al, no lo nie­
go. P ero u n a vez sen ta d o esto, c u a n d o el esposo es c u lp ab le
y d esp recia el lecho co n y u g al, la m u je r q u ie re im ita r al h o m ­
b re y to m a u n a m a n te . Y en to n ces es c o n tra n o so tras c o n tra
q u ien es e stallan los rep ro ch es, y el v e rd a d e ro cu lp ab le, el
h o m b re , no recib e n in g u n a re p ro b a c ió n » 16. A d iferen cia de
la D e y a n ira de Sófocles q u e a c e p ta b a su su e rte y so ñ a b a so­
la m e n te con p o d e r c o n q u ista r d e nu ev o a su esposo, la C li-
te m n e s tra de E u ríp id e s ju stific a su v e n g a n z a y se q u e ja de
ser ju z g a d a p o r no h a b e r h ech o m ás q u e p a g a r a su esposo
con la m ism a m o n e d a. T a m b ié n en M edea es u n a m u je r en ­
g a ñ a d a la q u e la n z a su la m e n to , u n la m e n to q u e v a m u ch o
m ás a llá d e su p ro p io d ra m a : «D e to d o lo q u e tien e v id a y
p en sam ien to no h ay n a d a m ás d ig n o d e co m p asió n q u e n o ­
so tras, las m u jeres. E n p rim e r lu g a r, ten em o s q u e p u ja r p a ra
co m p ra rn o s u n m a rid o q u e será el am o de n u e stro cu erp o ,
E L T E A T R O , E SP E JO D E L A C IU D A D 127

d esg racia m a y o r q u e el p recio p a g a d o p o r ella. P ues a h í re­


side el m a y o r riesgo, en a d q u irir a u n o b u en o o a u n o m alo.
P a ra las m ujeres es u n a d e s h o n ra se p a ra rse del m a rid o , y
les e stá p ro h ib id o re p u d ia rlo s. A l e n tra r en u n m u n d o d es­
conocido regido p o r leyes n u ev as q u e no h a p o d id o a p re n ­
d e r en su casa, u n a jo v e n d eb e ser a d iv in a en el a rte de sa ­
b e r co m p o rta rse con su c o m p a ñ e ro d e lecho. Si ella llega a
conseguirlo, si su esposo a c e p ta la v id a en co m ú n c o m p a r­
tien d o de b u en g ra d o el yug o con ella, su v id a será en v id ia­
ble, p ero si no es p referib le m o rir. P ues u n h o m b re, cu an d o
su h o g a r le re su lta a b u rrid o , no tien e m ás q u e irse fu era y
c a lm a r su d isg u sto v isitan d o a u n am igo o alg u ien d e su
ed ad . N o so tras, en cam b io , sólo p o d em o s m ira r a u n solo
ser. D icen q u e llevam os en n u e s tra s casas u n a v id a ex en ta
d e peligros. ¡Q ué estupidez! P referiría tres veces e s ta r a pie
firm e q u e d a r a luz u n solo hijo» 17.
E s ta tira d a d e versos, co m p u e sta en A ten as en el añ o 431
an tes d e J .C ., s o rp re n d e p o r sus reso n an cias m o d e rn a s. Y
no se e lim in a rá n los p ro b lem as q u e p la n te a p o r re c o rd a r q u e
M ed ea, com o C lite m n e stra , es u n a crim in al, e x tra n je ra p o r
a ñ a d id u ra . Es p ro b a b le q u e al p o n e r en b o ca d e sus h e ro í­
n as sem ejan tes p a la b ra s , E u ríp id e s se e n fre n ta b a a las ideas
trad icio n a les, q u e su « co m p asió n p o r las m u jeres» e ra real.
P ero eso no im p lic a b a en ab so lu to q u e su con d ició n se so­
m e tie ra a ju ic io , de la m ism a m a n e ra q u e alg u n o s p a rla m e n ­
tos p ro n u n c ia d o s p o r esclavos en ese m ism o te a tro de E u rí­
pides no su p o n ía n u n a d iscu sió n del sistem a esclavista. Po-_
d ríam o s m u ltip lic a r las citas q u e p o n e n de m an ifiesto q u e la
m u je r seguía sien d o p a r a el p o e ta p rim e ro y a n te to d o la
g u a rd ia n a del h o g ar, u n ser m e n o r d e e d a d d e p en d ien te
co m p le ta m e n te d e los h o m b res q u e la ro d ean , el p a d re , el
h e rm a n o , el esposo. A sí p o r ejem plo, Ifig en ia, ex iliad a en
128 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LA SIC A

T á u rid e p o r A rtem is tra s h a b e rla lib ra d o d e la m u e rte, se


la m e n ta d e v iv ir «sin h e rm a n o , sin p a d re ..., a b ru m a d a p o r
las d esg racias» , «... en lu g a r de c a n ta r a H e ra la A rg iv a (p ro ­
te c to ra del m a trim o n io ), en lu g a r de b o rd a r con m i la n z a ­
d e ra sobre la tela, con colores to rn aso lad o s, la im ag en d e P a ­
las A ten ea y de los T ita n e s ...» 18. T a m b ié n es el caso d e Elec-
tra , q u e se ex p resa así al d irig irse a su esposo el cam pesino:
« T ú tienes su ficien te con el tra b a jo d e fu era, p ero yo d ebo
o c u p a rm e de las ta re a s d e la casa; al tra b a ja d o r le g u sta,
c u a n d o vuelve al h o g ar, e n c o n tra r to d o en o rd e n en su
casa» lo q u e se ve m á s c la ra m e n te en la o rd e n te rm in a n ­
te q u e C lite m n e stra le d a a A g am en ó n en Ifigenia en Aulide:
« V ete a d a r ó rd en es fu era; soy yo q u ie n d irig e la casa y se
o c u p a del m a trim o n io de m is h ijas» 20.
^ P ero las h ero ín a s d e E u ríp id e s no son sólo fieles a su co n ­
dició n d e g u a rd ia n a s d el h o g ar. In c lu so las q u e se m u e stra n
m ás in d e p e n d ie n te s a su m e n la re sp o n sa b ilid a d d e la im ag en
tra d ic io n a l de la fem in id ad . L a m u je r re c u rre fácilm en te a
las lá g rim as y a las la m en ta cio n es. P ero so b re to d o es h áb il
con to d a clase d e a rtim a ñ a s. In c lu so la in o c en te Ifig en ia es
ca p a z d e e n g a ñ a r, y el m e n sajero q u e llega a a n u n c ia r al rey
de T á u rid e la h u id a d e su p risio n e ra exclam a: «Y a veis q u é
p é rfid a es la ra z a d e las m u jeres» 21. H elen a , cu rio sam en te
re h a b ilita d a p o r el p o eta, q u e la co n v ierte en m odelo de las
m ujeres fieles y a q u e, según él, sólo fue u n a so m b ra d e sí m is­
m a la q u e siguió a P aris h a s ta T ro y a , re c u rre ta m b ié n a la
a stu c ia p a ra h u ir de E g ip to , y M e d e a ex clam a a su vez: «L a
C n a tu ra le z a no nos h a c a p a c ita d o a las m u jeres p a r a h ace r el
bien; en cam b io , som os las m ás sab ias artífices d el m al» 22.
E l p re te n d id o «fem inism o» d e E u ríp id e s d e ja de te n e r v alo r
c u a n d o hace d e c ir a J a s ó n : «¡Ay, si todos los m o rtales p u ­
diesen p ro c re a r sin a y u d a d e las m ujeres!; nos ev itaríam o s
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 129

así todos los m ales» 23, y al h éro e «positivo» q u e es H ip ó li-1


to: «¡O h, Zeus! ¿P o r q u é h as p u esto e n tre n o so tro s a esos se­
res falsos, las m u jeres, m al q u e d e s h o n ra a la m ism a luz? Si
q u ería s p e rp e tu a r la ra z a h u m a n a , no e ra n ecesario h a c e rla
n a c e r d e ellas. Sólo te n íam o s q u e d e p o s ita r en los tem p lo s
ofrendas de oro, p la ta o b ro n ce p esad o p a r a c o m p ra r la si­
m ien te de los hijos, c a d a u n o en p ro p o rció n al d o n ofrecido
y v iv ir así, en las casas, libres de m u jeres. P o r el co n tra rio ,
em pezam os p o r arru in arn o s p a ra llevar a nuestros hogares ta ­
m a ñ a d esg racia. H e a q u í la p ru e b a de q u e la m u jer es u n
g ra n m al. E l p a d re q u e la h a e n g e n d ra d o y criad o le d a u n a
d o te p a r a e stab lecerla en o tra casa y lib ra rse de ella. El es­
poso q u e recib e en su casa ta l p a rá s ito se recrea a d o rn a n d o
el funesto ídolo y se a rru in a con h erm o so s v estidos, d esd i­
c h ad o d e él, co n su m ien d o poco a poco los bien es de la fa­
m ilia. Sólo tien e dos p o sib ilid ad es: o c a rg a r con u n a m u jer
d e s a g ra d a b le p o r la v e n ta ja q u e le a p o r ta el e m p a re n ta r con
u n a b u e n a fam ilia, o te n er u n a b u e n a esp o sa p ero cuyos p a ­
rien tes son p erso n as an o d in a s. E n am b o s casos se c o n tra ­
rre s ta el p ro v ech o con el in c o n v en ien te. L o m ejo r de to d o es
in s ta la r en su casa a u n a m u je r q u e es u n a n u lid a d , p ero
q u e es inofensiva p o r su sim pleza. O d io a la m u je r in teli­
g ente. Q u e n u n c a e n tre en m i casa u n a m u je r con ideas d e­
m a siad o elevadas p a ra su sexo. P u es es en las d o ta d a s de sa ­
b id u ría d o n d e C ip ris in fu n d e la m a y o r p erv ersid a d » 24.^
El recu e rd o de H esío d o está p re se n te en estas p a la b ra s
llenas d e odio, p ero ta m b ié n h allam o s en ellas co n sid eracio ­
nes m ás a ras de suelo, m ás ev o cad o ras de las re alid ad es de
la época, q u e el te a tro cóm ico v a a re c re a r de u n a fo rm a m u ­
cho m ás co n creta. Sólo q u e d a p o r d ecir q u e el p re te n d id o
«fem inism o» d e E u ríp id e s q u e d a m u y m a lp a ra d o tra s la lec­
tu r a d e este texto.
130 LA M U J E R E N L A G RE C IA C LA SIC A

Y no p o d ía ser d e o tro m odo. P ues a u n q u e los au to re s


trágicos se h a n visto o b lig ad o s a llev ar a la escena a m u jeres
excepcionales y a q u e to m a b a n los tem as de sus o b ras d e los
g ra n d e s m itos del p a sa d o , re a lm e n te estas m u jeres n u n c a
h a n d ejad o de c u m p lir im p u n e m e n te con su fu n ció n tra d i­
cional. Y c u a n d o h a n q u e rid o h acerlo , h a n p u esto en u n g ra n
co m p ro m iso el o rd e n d el un iv erso . E sto es al m en o s lo q u e
c a n ta el coro en la M edea de E u ríp id es: «L os ríos sag rad o s
v u elven a sus orígenes; el o rd e n d el u n iv erso q u e d a tra s to ­
cad o , así com o la ju s tic ia . L a p e rfid ia re in a en tre los h u m a ­
nos y se ven in v a lid ad o s los ju ra m e n to s hechos en n o m b re
de los dioses. L a fam a m e so n reirá y a lu m b ra rá m i destin o .
El h o n o r re to rn a a la estirp e de las m u jeres. Y a no se las des-
* / / 25
p re c ia ra m as» .

B. La com ed ia

L a tra g e d ia , com o hem os visto, se in sp ira en los m itos p a ra


e x p resar los conflictos de la c iu d a d triu n fa n te ; la co m ed ia,
p o r su p a rte , se m a n tie n e m u ch o m ás cerca de la re a lid a d co­
tid ia n a de A ten as, h a s ta el p u n to d e q u e h a p o d id o ser u ti­
liz a d a p a r a h a c e r u n a sociología d e la c iu d a d 26. Lo q u e el
p o eta p o n e en escen a son h o m b res y m u jeres d e A ten as, in ­
cluso p ro c u ra s itu a r la in trig a en u n m u n d o im ag in ario (Las
aves, de A ristó fan es), y c o n sta n te m e n te se in tu y e n en u n se­
g u n d o p la n o los aco n tecim ien to s co n tem p o rán eo s, sobre
todo la g u e rra del P elo p o n eso q u e ta n m a ltre c h a dejó a A te­
n as. A ristófan es no es el ú n ico a u to r de co m ed ias del ú ltim o
tercio d el siglo V. P ero fue el q u e m ás g a la rd o n e s recibió, y
p o r ello sus p rin c ip a le s o b ra s h a n lleg ad o ín te g ra s h a s ta n o s­
otros. P ues b ien , de las once q u e conocem os, tres p o n en en
E L T E A T R O , ESP EJO D E LA C IU D A D 131

escena a m u jeres q u e d e se m p e ñ a n en la in trig a u n p ap el


esencial: Lisístrata , Las tesmoforias y la Asamblea de las m u -
jeres 27 .
E s bien conocido el te m a de Lisístrata, co m ed ia re p re s e n ­
ta d a en el añ o 411, c u a n d o a c a b a b a de re a n u d a rs e , tras u n a
c o rta in te rru p c ió n , la g u e rra e n tre A te n a s y E s p a rta . L a a te ­
n ien se L isístra ta p ro p o n e a las m u jeres de G recia q u e h a ­
g a n la h u elg a del a m o r m ie n tra s los h o m b res n o p o n g a n fin
a la g u e rra . S itu ació n b u rle sc a q u e d a pie a b ro m a s a tre v i­
das m u y frecuen tes en la co m ed ia, p ero q u e en n in g ú n caso
d eb e en te n d e rse com o u n a d em o stració n del « p o d er fem en i­
no». Y de hecho , si b ien la o b ra te rm in a con u n a tre g u a g ra ­
cias a la acción de las m u jeres, tra s d ic h a tre g u a se im p o n e
la re sta u ra c ió n clel o rd e n no sólo en la c iu d a d , sino en c ad a
casa. A sí lo dice L isístra ta d irig ién d o se al a ten ien se y al es­
p a rta n o : « In te rc a m b ia d v u estro s ju ra m e n to s y v u e stra fe.
D espués, c a d a u n o d e vosotros to m a rá d e nu ev o a su m u jer
y se irá» 28. Es m ás, A ristó fan es se co m p lace p o n ie n d o en
boca de las m u jeres p a la b ra s rev elad o ras de su « n a tu ra le ­
za»: ellas son a s tu ta s , sen su ales, c o q u etas, y es esta m ism a
c o q u etería la q u e v a n a u tiliz ar: « E sto es p re c isa m e n te lo
q u e nos sa lv a rá , d ice L isístra ta , las p e q u e ñ a s tú n ic a s color
a z a frá n , los p erfu m es, las p e rib á rid e s, la o rc a n e ta , los vesti­
dos tra n s p a re n te s » 29. Les g u sta el vino y los ju e g o s a m o ro ­
sos. P ero lo q u e d a a la o b ra sen tid o es q u e la acció n de las
m u jeres no es en ab so lu to u n a acción «po lítica» a p e sa r de
las ap a rie n c ia s 30. P u es las m u jeres p ie n sa n a c a b a r con la
g u e rra ap lic a n d o a la ciu d ad e n te ra u n a s a b id u ría « dom és­
tica» , su stitu y e n d o las a rm a s p o r el h u so y la ru eca . «¿C óm o
p o d réis conseg u ir, p re g u n ta a L isístra ta el je fe d e la Boulé\
a p la c a r ta n to s d esó rd en es com o h a y en el p aís y a c a b a r con
ellos?». A lo q u e re sp o n d e L isístra ta : «D e la m ism a m a n e ra
132 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

q u e hilam o s: c u a n d o u n hilo se nos h a en re d a d o , lo coge­


m os a sí y lo le v an tam o s con n u estro s husos h acia a q u í y h a ­
cia allá. D e la m ism a m a n e ra p o n d rem o s fin a esta g u e rra ,
si nos d ejan , d e s e n re d a n d o la m a d e ja p o r m ed io d e e m b a ­
ja d a s en v iad as acá y allá» 31. L a m u jer, in clu so c u a n d o as­
p ira a g o b e rn a r, sigue siendo a n te to d o u n a señ o ra d e la
casa, y si b ie n las m u jeres se a p o d e ra n de la A crópolis, es
en p rim e r lu g a r p a r a p o n e r a salvo el tesoro d ila p id a d o p o r
los h o m b res. P ero el e sp e c ta d o r a ten ien se d el siglo V sa b ía
m u y bien q u e al final to d o vo lv ería a la n o rm a lid a d , q u e el
m u n d o q u e e s ta b a « p a ta s a rrib a » sería e n d ere zad o de n u e ­
vo, y q u e las m u jeres e n c o n tra ría n o tra vez el cam in o de la
casa.
L a seg u n d a o b ra «fem enina» d e A ristó fán es, L a s tesmofo-
rias, nos lleva d e n u ev o a E u ríp id e s. L as tesm o fo rian tes e ra n
u n a s fiestas en h o n o r d e D em éter y de su h ija P erséfone, en
las q u e p a rtic ip a b a n so lam en te las m u jeres c a sa d a s y a te ­
n ienses. D u ra n te los tres d ías q u e d u r a b a la fiesta, n in g ú n
h o m b re te n ía d erec h o a te n er relaciones con las m u jeres, q u e
c e le b ra b a n el cu lto de las dos d io sas con p ro cesio n es, d a n ­
zas, m isterio s, etc. A ristó fan es im a g in a qu e, con o casió n de
e sta fiesta, las m u jeres aten ien ses h a n ju r a d o v en g arse de E u ­
ríp id es y de los a ta q u e s pro ferid o s p o r él c o n tra las m u jeres
(cuya a m b ig ü e d a d hem os se ñ a la d o ). E l p o e ta convence a
u no d e sus p a rie n te s p a r a q u e se d isfrace d e m u jer y p u e d a
de esta m a n e ra e n tra r en el s a n tu a rio de las tesm oforias. E ste
es el p u n to de p a r tid a de u n a in trig a q u e A ristó fan es a p ro ­
vecha p a r a p a ro d ia r a E u ríp id e s y b u rla rse d e él. A h o ra bien,
¿acaso A ristó fan es, p re se n tá n d o se a sí m ism o com o d efen so r
de las m ujeres, to m a com o b la n co de sus b u rla s los a ta q u e s
del p o e ta trág ico c o n tra las m u jeres, su m isoginia? P e rm íta ­
senos d u d a rlo y d ecir q u e lim ita rse a alg u n a s fó rm u las ais­
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 133

la d as es q u e d a rs e sólo en lo su perficial. P o rq u e in clu so tales


fó rm u las tien en u n d o b le sen tid o c u a n d o se tr a ta de A ristó ­
fanes. A sí p o r ejem plo, c u a n d o la p rim e ra m u je r m an ifiesta
su in d ig n ació n al v e r «a las m u jeres a rra s tra d a s p o r el b a rro
p o r E u ríp id es, el hijo d e la v erd u le ra , y ex p u estas p o r su cu l­
p a a to d a clase d e in ju rias» , lo h ace so b re to d o p o rq u e , al
c a lu m n ia r a las m u jeres, h a d e sp e rta d o las so sp ech as d e los
m a rid o s y de esta m a n e ra «ya no p o d em o s h a c e r n a d a d e lo
q u e h acíam o s an tes» 32, es d ecir, b eb er a esco n d id as o a b rir
la p u e rta a u n a m a n te . Y c u a n d o el p a rie n te de E u ríp id es
to m a la p a la b ra p a r a d efen d erlo es p a r a d ecir q u e el p o eta
no h a d ich o to d a la v erd ad : «¿Por q u é ten em o s q u e acu sarlo
de esta fo rm a e in d ig n a rn o s p o rq u e h a rev elad o dos o tres
de n u e s tra s fechorías, c u a n d o él sab e b ien q u e son in n u m e ­
rab le s las m a la s acciones q u e com etem os?» 33. Y e n u m e ra a
c o n tin u ació n esos in n u m e ra b le s vicios a los q u e se en tre g an
las aten ien ses, tras lo q u e concluye d icien d o q u e si E u ríp i­
des no h a llevado a la escen a a P en élo p e, el m odelo d e la
m u jer v irtu o sa , es p o rq u e «es im p o sib le e n c o n tra r u n a sola
P enélope e n tre las m u jeres de hoy: to d as, a b so lu ta m e n te to­
d as, son F ed ras» 34. In c lu so la la rg a tira d a del coro q u e in ­
te n ta re b a tir el q u e las m u jeres sean « u n azo te p a r a los h o m ­
b res» se hace carg o a su vez — p resen tá n d o lo s, p o r su p u e s­
to, con u n m atiz positivo— de todos los rasgos q u e tra d ic io ­
n a lm e n te c a ra c te riz a n la im ag en de la m ujer: golosa, co q u e­
ta, sen su al, la d ro n a . Y el p o e ta re d u ce esta su p e rio rid a d q u e
las m ujeres se a rro g a n a u n a sim p le cu estió n de g ra d o en su
c o m p o rta m ie n to d esh o n esto : «N o se v e rá a u n a m u jer, d es­
p ués de h a b e r ro b a d o c in c u e n ta ta le n to s al tesoro p ú b lico ,
lleg ar en u n c a rro a la A crópolis; el m a y o r h u rto q u e h a y a
p o d id o h ace r, u n a m e d id a d e trig o ro b a d a al m a rid o , la d e ­
vuelve el m ism o d ía» 35.
134 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LASICA

El p ro b le m a se co m p lica u n poco m ás en la te rc era co­


m e d ia «fem enina» de A ristófanes. E n Lisístrata, en efecto, las
m ujeres se a p o d e ra b a n d e la A crópolis so lam en te p a r a o b li­
g a r a sus m arid o s a a c a b a r con la g u e rra , y no p e n s a b a n en
n in g ú n m o m en to c o n tin u a r allí u n a vez co n seg u id o su p ro ­
pósito; p ero en la Asamblea de las mujeres nos h allam o s c la ra ­
m e n te a n te u n a rev o lu ció n p olítica: las m u jeres aten ien ses,
d isfra z a d a s de h o m b res, se h a c e n d u e ñ a s del p o d e r e in s ta u ­
ra n en la c iu d a d u n rég im en co m u n ista. P ero si m iram o s con
m ás aten ció n , nos d arem o s c u e n ta de q u e lo q u e ju stific a el
p o d e r fem enino se in scrib e en el m a rc o de la im ag en tr a d i­
cional de la m u jer. O ig am o s a P ra x á g o ra , la « cabecilla» q u e
p ro m u ev e la o p eració n : «Y o creo q u e d eb em o s d e ja r la ciu­
d a d en m a n o s de las m u jeres, de la m ism a m a n e ra q u e en
n u e stra s casas les en co m en d am o s las funciones de a d m in is­
tra d o ra s y d e sp e n se ra s... Q u e sus co stu m b res son m ejores,
es lo q u e os voy a d e m o stra r. E n p rim e r lu g a r, to d a s sin ex­
cepción m o jan sus lan as en a g u a calie n te a la a n tig u a u s a n ­
za, y no las veréis in te n ta r c a m b ia r. A h o ra b ien, la c iu d a d
de los aten ien ses, a u n q u e se en c o n tra se b ien en la p rá c tic a
de a lg u n a co stu m b re, no se c o n sid e ra ría salv a d a si no se las
ingeniase p a r a h a c e r a lg u n a in n o v ació n . E llas h ace n los a sa ­
dos se n ta d a s com o a n tes; llev an la c a rg a so b re la cab e za
com o an tes; c eleb ran las T esm o fo rias com o an tes; h a c e n los
pasteles com o an tes; fastid ian a sus m a rid o s com o an tes; tie ­
nen a m a n te s d e n tro de casa com o an tes; se b u sc a n golosi­
nas com o an tes; les g u s ta el v in o p u ro , com o an tes. A ellas,
pues, oh ciu d a d a n o s, confiém osles el E sta d o sin d iscu tir, y
no nos p reg u n te m o s lo q u e v a n a h ace r, sino d ejém oslas sim ­
p le m en te g o b e rn a r. C o n sid erem o s so lam en te esto: en p rim e r
lu g a r, q u e al ser m a d re s, p o n d rá n to d o su em p eñ o en salv ar
a los soldados. D esp u és, en c u a n to a los víveres, ¿q uién m e­
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 135

jo r q u e u n a m a d re se los e n v ia rá con m á s rap id ez? P a ra co n ­


seg u ir d in e ro no h a y n a d a m ás ingenioso q u e u n a m u jer; go­
b e rn a n d o n u n c a se d e ja rá e m b a u c a r, p o rq u e ellas m ism as
está n a c o s tu m b ra d a s a e n g a ñ a r» 36, T o d o s los elem entos es­
tá n presentes: la fu n ció n d o m é stica tra d ic io n a l de la m ujer,
g u a rd ia n a del h o g a r, y sus no m en o s trad icio n a les defectos:
la astu c ia , la m e n tira , la afición al vino y a las golosinas, la
sen su alid ad .
Q u e d a a ú n p o r in s ta u ra r u n sistem a « co m u n ista» , y P ra-
x ág o ra d e c re ta lo siguiente: « D isp o n g o q u e h a y a u n a ú n ic a
fo rm a de vivir, com ú n a todos, p a r a todos la m ism a» . L a tie­
rra , el dinero, las p ro p ie d a d e s de to d o tip o ... « to d o será de
todos» 37. M u c h a s cu estio n es se h a n p la n te a d o en to rn o a
este «com unism o» de la Asamblea de las mujeres. Se h a q u e ri­
do v er en él u n a s á tira de las teo rías q u e al p a re c e r se p ro ­
p a g a ro n en to n ces en A ten as, y m á s c o n c re ta m e n te u n a ta ­
q u e c o n tra la c iu d a d id eal d e sc rita p o r P lató n en la Repúbli­
ca, en especial c o n tra la c o m u n id a d de m u jeres p ro y e c ta d a
p o r el filósofo 38. E n la A ten as de P ra x á g o ra , en efecto, to­
d as las m u jeres serán p ro p ie d a d de todos los h o m b res, con
u n a sola condición : q u e p a r a co n seg u ir u n a m u je r bella, h ay
a n tes q u e ac o sta rse con u n a fea. P ero to d os los h o m b res se­
rá n com unes ta m b ié n a to d as las m u jeres, en las m ism as co n ­
diciones. Es ev id en te q u e, al h a c e r esto, A ristó fan es se b u r ­
la b a de todos los cread o res de u to p ías. P ero no está claro a
p rio ri la relació n en tre las m u jeres en el p o d e r y el e stab le­
cim ien to de este co m u n ism o in teg ral. Sí ap are ce, sin e m b a r­
go, c u a n d o a la p re g u n ta de su esposo: « ¿Q ué clase d e v id a
d isp o n d rás?» . P ra x á g o ra resp o n d e: « Ig u a l p a ra todos. P re ­
te n d o h a c e r d e la c iu d a d u n a sola casa ro m p ien d o h a s ta la
ú ltim a to d a s las c e rra d u ra s, de m a n e ra q u e to d o s p u e d a n ir
a casa de todos» 39. P o r ello, los lu g ares d o n d e e sta b a n los
136 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

trib u n a le s, los p ó rtico s b ajo los q u e se d e b a tía n e n tre h o m ­


bres las cu estio n es im p o rta n te s, se rv irá n com o com edores.
Se co lo carán los c á n ta ro s en la trib u n a d esd e d o n d e los o ra ­
dores a re n g a b a n al p u eb lo . D e esta m a n e ra to d a la c iu d ad
se c o n v ertirá en u n in m en so oikos, cu y a g u a rd ia n a será, p o r
su p u esto , P ra x á g o ra , a la q u e a y u d a rá n las d em ás m u jeres.
L a o b ra a p a re n te m e n te m ás « rev o lu c io n aria» de A ristó ­
fanes no p u e d e in clu irse en ab so lu to , com o se ve, en el dos-
sier d e n in g ú n m o v im ien to fem in ista. A n tes al co n tra rio , el
p o eta cóm ico re c u p e ra to d a s las im ág en es trad icio n a les de
la m u je r y las u tiliz a com o veh ícu lo de su c rític a de la d e ­
m o c ra cia co n te m p o rá n e a . P a rtid a rio de u n sólido co n serv a­
d u rism o , b u sca en la fu n ció n d o m é stica de las m u jeres a r ­
g u m e n to s fav o rab les p a r a u n re to rn o al p a sa d o con el q u e
su e ñ a u n a p a rte d e la intelligentsia a ten ien se a l fin aliza r la
g u e rra del P eloponeso. Y com o lo q u e im p o rta a n te to d o es
h ace r reír, e n c o n tra rá en las m u jeres — a s tu ta s, c h a rla ta n a s,
aficionadas al v in o y al a m o r— la m ejo r excusa.
A ristófanes nos ofrece, com o an tes lo h a n h ech o los p o e­
tas trágicos, u n a im a g e n de la m u je r q u e no se d iferen cia
a p en a s de la e la b o ra d a p o r la tra d ic ió n d esd e H o m ero y
H esíodo.
L as ú ltim a s co m ed ias d e A ristó fan es se re p re s e n ta ro n en
los p rim ero s decenios d el siglo IV, c u a n d o la p o te n cia a te ­
n iense ib a la n g u id ecien d o le n ta m e n te . Y a hem os v isto en la
p rim e ra p a rte de este lib ro q u e, en este p erío d o de «crisis»,
la condició n de la m u je r « c iu d a d a n a » p re s e n ta b a alg u n o s
rasgos nuevos q u e se co n so lid a rá n en la ép o ca h elen ística,
a u n q u e su situ a c ió n no h a b ía ev o lu cio n ad o d e fo rm a clara;
u n o d e ellos es u n a m a y o r in d e p e n d e n c ia «económ ica», ta n ­
to en la m u je r p o b re , o b lig a d a a g a n a rse la v id a y e m p u ja d a
p o r ello a sa lir d e su casa, com o en la m u je r rica, q u e d is­
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 137

p o n e m ás lib re m e n te de su d o te, en la m e d id a en q u e el d i­
n ero se co n v irtió en u n criterio de in d e p e n d e n c ia social. D es­
de luego no se d eb e d a r m a y o r im p o rta n c ia a estas c irc u n s­
ta n c ia s ap en a s d ig n a s de d e sta c a r, q u e son sín to m a m ás de
u n a crisis de lo q u e se c o n sid e ra b a tra d ic io n a lm e n te com o
c iu d a d a n ía q u e d e u n a evolución de la co n d ició n d e la m u ­
je r. Sólo en la m e d id a en q u e este « clu b d e h o m b res» q u e
es la c iu d ad asiste al re s q u e b ra ja m ie n to d e sus e s tru c tu ra s ,
la posición m a rg in a l de las m u jeres tien d e a h acerse m ás re ­
lativ a. Se h a q u e rid o v e r u n a co n firm ació n de esta situ ació n
en lo q u e se conoce com o co m ed ia n u ev a, es d ecir, el te a tro
cóm ico de los últim o s decenios del siglo IV. P ocas o b ras de
este te a tro h a n lleg ad o h a s ta n o so tro s, si ex cep tu am o s a lg u ­
n as d e M e n a n d ro , el m ás fam oso d e los au to re s d e la co m e­
d ia nueva.
M e n a n d ro nació en A ten as h a c ia el añ o 340. E s decir,
su e n tra d a en la e d a d a d u lta coincide con el m o m en to en
q u e A ten as p ie rd e d efin itiv am en te la esp e ra n z a de e m a n c i­
p a rse de la tu te la de M a c e d o n ia , y ta m b ié n con el m o m en to
en q u e la ciu d ad , a tr a p a d a en las lu ch as q u e e n fre n ta n a los
sucesores de A lejan d ro e n tre sí, ve cóm o su rég im en c a m b ia
v a ria s veces en pocos añ o s. U n rég im en ce n sa ta rio im p u esto
p o r los m aced o n io s y a en el a ñ o 322 h a b ía a p a rta d o d e c u a l­
q u ie r a c tiv id a d p o lític a a m ás de la m ita d de los c iu d a d a ­
nos. D espués se restab leció la d em o cracia , q u e fue de nuevo
re e m p la z a d a p o r u n rég im en c e n sa ta rio m enos riguroso q u e
el p rece d en te, a u n q u e C a s a n d ro , el m aced o n io , señ o r e n to n ­
ces del P ireo y de u n a p a rte de G recia, im p u so q u e al fren te
de la c iu d ad e stu v ie ra u n d iscíp u lo de A ristó teles, D em etrio
de F alero , am ig o d e M e n a n d ro 40.
N o es d e e x tra ñ a r, d a d a s las c irc u n stan cias, q u e los a c o n ­
tecim ientos políticos p resen te s siem p re en el te a tro de A ris­
138 LA M U J E R E N L A G R E C IA CLASICA

tófanes p rá c tic a m e n te no a p a re z c a n en el de M e n a n d ro , u n
te a tro q u e lleva a escen a a aten ien ses de co n d ició n aco m o ­
d a d a , com o lo m u e stra esp ecialm en te el im p o rte de las d o ­
tes co n ced id as a sus hijas, y cuyas in trig a s co n ced en u n lu ­
g a r im p o rta n tísim o a los sen tim ien to s am o ro so s. Los p r o ta ­
g o n ista s de la o b ra son la m a y o ría de las veces dos jó v en es,
h o m b re y m u jer, a los q u e todo, a p a re n te m e n te , se p a ra (for­
tu n a , n acim ie n to , co n d ició n ju ríd ic a ), p ero q u e a c a b a rá n c a ­
sán d o se tras u n a serie d e lances afo rtu n a d o s. E sta im p o rta n ­
cia co n ce d id a a los sen tim ien to s es y a re v e la d o ra p o r sí m is­
m a. L a m u je r y a no es sólo la g u a rd ia n a d el h o g ar, la p ro ­
v eed o ra de hijos legítim os. Se co n v ierte a h o ra en d e s tin a ta -
ria de u n tiern o cariñ o , y los o b stácu lo s q u e se in te rp o n e n
en tre el e n a m o ra d o y la a m a d a p ro v o can d esesp eració n o
cólera.
V eam o s alg u n o s ejem plos. E n Díscolo o E l misántropo> la
o b ra m ejor co n se rv a d a de to d as las d e M e n a n d ro , el jo v e n
S ó strato se e n a m o ra de u n a jo v e n q u e ve ju n to a u n a g ru ta
c o n sa g ra d a al dios P an . E s ta jo v e n vive con su p a d re , u n m i­
sá n tro p o , av a ro p o r a ñ a d id u ra , q u e se n ieg a a rela cio n arse
con n ad ie. El jo v e n , hijo de u n rico la b ra d o r, explica de la
sig u ien te m a n e ra sus in ten cio n es: «V i a u n a jo v e n a q u í y m e
e n am o ré de ella. Si llam as a esto u n crim en , soy sin d u d a
u n crim in al. ¿Q u é o tra cosa p u ed o decir? Si vengo a q u í no
es p a ra e n c o n tra rm e con ella, sino p a ra v er a su p a d re . P ues,
lib re com o soy p o r n acim ie n to y te n ien d o suficientes p ro p ie ­
d ad es p a ra vivir, estoy d isp u esto a to m a rla sin d o te, com ­
p ro m etién d o m e ad em ás a q u e re rla s ie m p r e » 41. I n te n ta rá ,
con a y u d a del h e rm a n a s tro de la jo v e n , d o b le g a r al a n c ia ­
no, p a ra lo cu al se p o n e ro p a s d e cam p esin o y se h ace p a s a r
p o r u n m o d esto tra b a ja d o r. L a c a su a lid a d será su alia d a ,
p ues gracias a ella a y u d a rá al b u e n h o m b re a salir de un
E L T E A T R O , E SP E JO D E LA C IU D A D 139

pozo en el q u e h a b ía caído, co n sig u ien d o com o re su lta d o la


m a n o de la jo v en .
T a m b ié n en E l escudo el núcleo de la o b ra lo co n stitu y e
u n a in trig a am o ro sa. E l jo v e n Q u é re a s está e n a m o ra d o de
u n a jo v e n q u e es ta m b ié n la s o b rin a del seg u n d o m a rid o de
su m ad re. U n h e rm a n o de la jo v e n p a rtió a g u e rre a r a A sia
al servicio de u n o d e ta n to s m aced o n io s q u e se d is p u ta b a n
la h e ren c ia de A lejan d ro . H e a q u í u n rasg o c ara cterístico de
la época: jó v e n es am b icio so s y deseosos de h a c e r fo rtu n a se
a lis ta b a n com o m ercen ario s al servicio de u n o d e estos ge­
nerales con la esp e ra n z a de vo lv er con u n a b u n d a n te bo tín .
P ero el jo v e n , C le ó stra to , d esap arec ió d u ra n te u n a b a ta lla y
se p ensó q u e h a b ía m u erto . S in em b arg o , su esclavo p u d o
e sc a p a r y llev ar a A ten as el precio so b o tín qu e, ló g icam en ­
te, fue a p a r a r a su h e rm a n a ; ésta se co n v ierte, p o r consi­
g u ien te, en u n a ric a h e re d e ra . A h o ra b ien , la ley aten ien se
no p e rm ite q u e la m u c h a c h a , « epíclera» lib re, se case con
q u ie n q u ie ra . D eb e h acerlo g e n e ra lm e n te con su p a rie n te
m ás cercano. E n el caso q u e nos o c u p a , el p a rie n te m ás p ró ­
xim o es u n viejo tío av aro , a b so lu ta m e n te d ecid id o a h a c e r
v aler sus derech o s. T o d a la in trig a g ira rá , pues, en to rn o a
la b ú s q u e d a d e los m edios posibles g racias a los cuales Q u é ­
reas, su p a d ra s tro Q u e ró s tra to y su esclavo D aos p u e d a n h a ­
cer d esistir al viejo av a ro d e su p ro p ó sito , h a s ta q u e la v u el­
ta de aq u e l q u e creían m u e rto p e rm ita q u e los dos e n am o ­
ra d o s se casen. Lo q u e llam a la a ten ció n en esta h isto ria es
q u e u n h o m b re se n sa to com o Q u e ró s tra to , el p a d ra s tro de
Q u é re a s, h o m b re rico y re sp e ta d o , se reb ele c o n tra u n a ley
q u e c o n d en a a u n a m u c h a c h a jo v e n a casarse con u n viejo
av aro . D irig ién d o se a éste, q u e es ta m b ié n su h e rm a n o , le
re p ro c h a qu e q u ie ra casarse a su ed ad con u n a jo v en : « S a­
bes p e rfe c ta m e n te q u e la p e q u e ñ a vive en n u e s tra casa con
140 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LA SIC A

Q u é re a s, q u e v a a to m a rla p o r esposa. ¿M e p erm ites u n co n ­


sejo? T e ofrezco u n a so lución q u e te p e rm ita no q u e d a r en
u n a situ a ció n d e sa ira d a : p u ed es q u e d a rte con to d a la h e re n ­
cia de la m u c h a c h a , te la cedem os; h az con ella lo q u e m e­
jo r te p arezca. P ero, p o r favor, no te o p o n g as a q u e la p e­
q u e ñ a te n g a u n p ro m e tid o a d e c u a d o a su ed ad » 42.
P ero ta l vez el n u ev o len g u aje u tiliz ad o p o r M e n a n d ro
con relació n a las m u jeres se m u e stra con m ás c la rid a d aú n
en o tra s dos co m ed ias q u e se c u e n ta n e n tre las m ejo r co n ­
serv ad as: L a doncella de Santos y E l arbitraje . L a in trig a d e la
p rim e ra es y a de p o r sí so rp re n d e n te , p u es el am o r, m o to r
de la m ism a, no co n ciern e sólo a dos jó v e n es, sino ta m b ié n
a>dos ad u lto s. C risis, la d o n cella de S am os q u e d a n o m b re
a la o b ra , es la co n c u b in a d e D ém eas, u n rico aten ien se. E ste
tien e u n hijo a d o p tiv o , M o sq u ió n , al q u e a m a con te rn u ra .
M o sq u ió n p o r su p a rte está e n a m o ra d o d e la jo v e n P lan -
gón, a la q u e h a co n v ertid o en su a m a n te , p ero con q u ien
p ie n sa casarse. D u ra n te la au sen cia de D ém eas, q u e se h a
ido de viaje al P o n to E u x in o con el p a d re de P lan g ó n , las
dos m ujeres d a n a luz. P ero el hijo de C risis no sobrevive.
P lan g ó n , q u e tem e la có lera d e su p a d re c u a n d o éste se en ­
tere d e q u e h a ten id o u n hijo ilegítim o, confía su b eb é a C ri­
sis, q u e lo h a c e p a s a r p o r hijo suyo. D ém eas está d isp u esto
a reconocerlo, p ero s o rp re n d e u n a co n v ersació n en tre las sir­
v ie n tas p o r la q u e se e n te ra de q u e M o sq u ió n es el p a d re
del niño. D e a h í a rra n c a el equívoco: él cree q u e su a m a n te
y su hijo ad o p tiv o se h a n b u rla d o d e él. F in a lm e n te , to d o v ol­
v erá a su cauce: M o sq u ió n se c a sa rá con P lan g ó n y D ém eas
p e rm itirá q u e C risis, a la q u e h a b ía a rro ja d o de su casa,
v u elv a a ella. L o in te re s a n te d e esta o b ra es q u e los v e rd a ­
d ero s p ro ta g o n ista s son D ém eas y C risis, es d ecir, u n a p a ­
reja ileg ítim a, y a q u e C risis no p u e d e ser le g alm e n te la es­
E L T E A T R O , ESP E JO D E LA C IU D A D 141

p o sa de D ém eas p o r ser e x tra n je ra . Sin em b arg o , esp era co n ­


seguir q u e éste reco n o zca al n iñ o c o n ta n d o con q u e está e n a ­
m o rad o de ella, « lo cam en te en a m o ra d o » com o u n jo v e n . D e
hecho, c u a n d o él d e sc u b re lo q u e cree su d e sd ic h a se la m e n ­
ta d e la d esg racia q u e le aflige. E s cierto q u e d irig e p a la b ra s
m u y d u ra s a la m u je r q u e c o m p a rte su v id a. P ero d esd e el
m o m en to en q u e se d e sc u b re la v e rd a d , ésta vuelve a ser la
v e rd a d e ra d u e ñ a de la casa. E n c u a n to a la jo v e n , q u e tiene
un p ap el p asiv o en la o b ra , h a y q u e d e s ta c a r q u e p u e d e te ­
n e r lib rem en te u n a m a n te sin q u e su p a d re lo sepa. Es, d es­
de luego, u n a jo v e n p o b re. P ero q u e d a claro d esd e el co­
m ienzo de la o b ra q u e M o sq u ió n p ie n sa c o n v e rtirla en su es­
posa, y si re n u n c ia a v en g arse de las so sp ech as d e su p a d re
a d o p tiv o a listá n d o se com o so ld ad o , es p o rq u e a p re c ia d e m a ­
siad o a «su q u e rid a P lan g ó n » .
L a tra m a de E l arbitraje es a ú n m ás c o m p lica d a q u e la
de L a doncella de Samos. T a m b ié n a q u í g ira en to rn o a u n hijo
ilegítim o, pero co n ceb id o en circ u n sta n c ia s m u c h o m ás d r a ­
m áticas, y a q u e se tr a ta de u n a violación. C arisio y P án fila
llevan casados cinco m eses. C arisio , a la v u e lta d e u n a c o rta
au sen cia, d e sc u b re q u e P án fila h a d a d o a luz u n hijo al q u e
h a a b a n d o n a d o en seg u id a. D eja furioso su casa y se re ­
fugia en casa d e u n am ig o en c o m p a ñ ía d e u n a jo v e n c o rte ­
s a n a esclava, H a b ró to n o n , cuyos servicios h a req u erid o . Sin
em b arg o , esta esclav a de C arisio reconoce e n tre los objetos
en co n trad o s ju n to a u n recién n acid o a b a n d o n a d o y recogi­
do p o r u n ca rb o n e ro y su m u je r u n an illo q u e h a b ía p e rte n e ­
cido a su am o y q u e éste h a b ía p e rd id o u n a n o ch e en q u e
se c e le b ra b a la fiesta d e las T a u ro p o lia s c u an d o , estan d o
ebrio, h a b ía violado a u n a jo v e n . A l final d e la o b ra se d es­
cu b re, g racias a H a b ró to n o n , q u e P án fila es la jo v e n q u e C a ­
risio violó a q u e lla noche, y q u e el n iñ o es hijo de am bos.
142 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

U n a vez m ás nos en c o n tra m o s a n te p erso n ajes fem eninos v a ­


lo rad o s p o sitiv am en te. L a c o rte sa n a H a b ró to n o n es u n ejem ­
plo de g en ero sid ad , y g racias a ella se resuelve felizm ente el
d ra m a . P án fila p o r su p a rte se nos m u e stra , en la ú n ic a es­
cena en q u e ap are ce, com o u n m odelo d e n o b leza y de m a g ­
n a n im id a d , y c u a n d o su m a rid o la a b a n d o n a al d e sc u b rir
q u e es m a d re de u n hijo q u e él cree q u e es d e o tro , ella se
n ie g a a a b a n d o n a rle a él, c o n tra v in ie n d o las ó rd en es p a te r ­
nas, c u a n d o d escu b re, sin s a b e r q u e se tr a ta del m ism o niño,
q u e él es cu lp ab le d el m ism o delito.
El te a tro de M e n a n d ro nos ofrece, pues, u n a im ag en de
la m u j ^ a l g o d iferen te d e la q u e e n c o n tra m o s en el co n ju n ­
to de la /literatu ra griega: co n cu b in as y co rte sa n as g en ero ­
sas, jó y én es nobles y d e sin te re sa d a s q u e d is fru ta n a p a re n te ­
m e n te de u n a c ie rta lib e rta d . Es difícil d e te rm in a r si esto es
señ al de u n a evolución o resp o n d e a u n a a c titu d p e rso n al de
M e n a n d ro . Es po sib le q u e esta rev alo rizac ió n de la im ag en
de la m u je r — cu y a situ a ció n «oficial» no m u e stra , p o r o tra
p a rte , cam b io alguno: sigue siendo el p a d re o el h e rm a n o el
en c a rg a d o de su casam ien to , sus hijos son legítim os sólo en
el caso de q u e ella sea aten ien se— resp o n d e a u n a evolución
d e la socied ad de la q u e sólo p o d em o s a d iv in a r d e sg ra c ia ­
d a m e n te alg u n o s asp ecto s ya señ alad o s. Es poco p ro b a b le
q u e la cond ició n de la m u je r a ten ien se h a y a ex p erim en tad o
cam bios p ro fu n d o s, ta n to en el á m b ito real com o en el im a ­
gin ario , com o lo m u e stra el lu g a r q u e le re serv an los filóso­
fos y los p en sad o res políticos en sus co n stru ccio n es ideales.
C A P IT U L O 5

L a m u jer en la ciu d ad u tó p ica

N o creem os q u e sea este el m o m en to de ev o car todos los p ro ­


blem as q u e p la n te a la u to p ía g riega, esp ecialm en te sus re ­
laciones con los m ito s de la e d a d de oro. N os lim itarem o s a
in te n ta r ex p licar el lu g a r q u e los p en sad o res co n ced en a las
m u jeres — pues de ellas tra ta m o s en n u e stro estu d io — en
sus co n stru ccio n es ideales *.
H a y que co n fesar q u e desconocem os la m a y o r p a rte de
éstas. T a n to de l a politeia im a g in a d a p o r u n ta l F aleas de C a l­
ced o n ia com o d e la p ro p u e s ta p o r el a rq u ite c to H ip ó d a m o
d e M ileto, co n te m p o rá n e o de P ericles, sólo sab em o s lo q u e
nos dice A ristó teles en el lib ro I I d e la Política, c u a n d o se p ro ­
p o n e c ritic a r los m odelos de « co n stitu cio n es» co nocidas, ta n ­
to las q u e existen re a lm e n te (E sp a rta , las ciu d ad es cre te n ­
ses) com o las ofrecidas p o r los teóricos. E n n in g u n o de los
144 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

dos se h a b la ni d e las m u jeres ni d e la in stitu c ió n m a trim o ­


nial, pues el d e b a te su sc ita d o p o r A ristó teles se c e n tra en el
p ro b le m a de la p ro p ie d a d y del re p a rto de la m ism a en tre
los m iem b ro s de u n a c o m u n id a d cívica 2. E n cam b io , A ris­
tóteles reconoce q u e la con d ició n de las m u jeres o cu p ó un
lu g a r im p o rta n te en el p e n sa m ie n to p la tó n ico . P ero sólo se
d etien e en aq u ello q u e le p arec e in a d m isib le y lleno d e p e­
ligros, la c o m u n id a d d e las m u jeres en la c iu d a d d e la R e­
pública y h ace caso om iso de to d o lo q u e d e o rig in al a p o rta
el fu n d a d o r de la A ca d e m ia en este asp ecto 3.
^ " S a b e m o s q u e P la tó n , d iscíp u lo d e S ó crates y cu y a o b ra
se co m p o n e en la p rim e ra m ita d del siglo I V , co n stru y ó dos
m odelos de c iu d ad id eal. El p rim e ro , ex p u esto en la Repú­
blica ., co n sid era cóm o d e b e ría ser la c iu d a d perfecta. L a co­
m u n id a d cívica e stá d iv id id a d esd e u n p rin c ip io en dos g ru ­
pos: los tra b a ja d o re s y los g u errero s. El filósofo d eja d e in ­
te re sa rse m u y p ro n to p o r los p rim ero s. P o r el c o n tra rio los
g u errero s, u n a vez d e te rm in a d a su fu n ció n , c o n stitu y en el
cen tro de la p re o c u p a c ió n de P la tó n , y a qu e, p o r el hecho
de te n e r a su cargo la s a lv a g u a rd ia de la ciu d a d , es n ece sa­
rio q u e re c ib a n u n a ed u cació n a p ro p ia d a y h ay q u e ev itar,
p o r o tr a p a rte , q u e s u rja n d esav en e n cias en tre ellos. P o r esta
ra z ó n , n in g u n o d e ellos « te n d rá n a d a q u e le p e rte n e z c a com o
p ro p io , excepto los o b jeto s de p rim e ra n ecesid ad » 4. D e la
c o m u n id a d d e los bienes se p a s a con to d a n a tu ra lid a d a la
c o m u n id a d de las m u jeres. C o n tra esto se re b e la A ristóteles,
no ta n to p o rq u e se relegue a la m u je r a la co n d ició n de o b ­
je to de p ro p ie d a d , sin o p o rq u e re c h a z a el p rin c ip io m ism o
de u n a p ro p ie d a d co m ú n . A h o ra b ien , a u n q u e en P la tó n v an
u n id a s co m u n id a d d e bien es y c o m u n id a d d e m u jeres, sin
em b arg o las cosas no son ta n sim ples. P o rq u e el filósofo p a r ­
te en p rim e r lu g a r d e la fu n ció n de la m u je r en la ciu d ad
L A M U J E R E N L A C IU D A D U TO P IC A 145

ideal. Si h a y h o m b res, d ice P la tó n , q u e re ú n e n las c u a lid a ­


des re q u e rid a s p a r a ser g u errero s, ¿p o r q u é no p u ed e h a b e r
ta m b ié n m u jeres d o ta d a s con las m ism as cu alid ad es? D e la
m ism a m a n e ra q u e no se e n c ie rra a las h e m b ra s de los p e ­
rros g u a rd ia n e s en la casa «com o in c ap aces de o tra cosa q u e
de p a rir y c ria r a los cach o rro s» , no h ay razó n ta m p o co p a ra
o b lig ar a las m u jeres « g u erreras» a lim itarse sólo a las a c ti­
v id a d es d o m ésticas 5. Es cierto q u e el h o m b re y la m u je r son
de n a tu ra le z a d iferen te. P ero si b ien esta diferen cia de c a ­
rá c te r fisiológico im p lica u n a cie rta in ferio rid ad de la m u jer
con relació n al h o m b re , si el sexo m ascu lin o p rev alece a m e­
n u d o so b re el sexo fem enino en to d o s los terren o s y en to d as
las especies, no es m en o s cierto q u e «al e sta r las facu ltad es
re p a rtid a s p o r ig u al en los d os sexos, la m u je r e stá c a p a c i­
ta d a com o el h o m b re p a r a d e se m p e ñ a r to d a s las funcio­
nes» 6. H a y m u jeres d o ta d a s p a r a la m ed icin a, o tra s p a ra la
m ú sica, o tra s p a r a la g im n asia y p a ra la g u erra; h ay incluso
m u jeres filósofas. ¿P o r q u é no p u ed e h a b e r en to n ces « m u je­
res a p ta s p a r a p ro te g e r la ciu d ad » q u e c o m p a rtie ra n la e d u ­
cación y los privilegios d e los h o m b res g u errero s?
P la tó n no d u d a , p u es, de la in ferio rid ad d e las m ujeres
con relació n a los h o m b res. P ero al a firm a r q u e e sta in ferio ­
rid a d no es c u a lita tiv a , sino sólo c u a n tita tiv a , a d m ite la p o ­
sib ilid ad d e q u e las m u jeres a cc ed an en su c iu d ad id eal a
los dos ám b ito s q u e en la c iu d a d real son p riv ativ o s de los
hom bres: la g u e rra y la p o lítica. E sta s co m p a ñ e ra s de los
g u errero s, m u jeres p riv ileg iad as, e s ta rá n exim id as, com o los
m ism os g u errero s, d e c u a lq u ie r a c tiv id a d q u e no sea «la g u e­
rra y to d as las ta re a s re la c io n a d a s con la p ro tecció n d e la ciu ­
d a d » 7. H a rá n su v id a fu era d el h o g a r, com o ellos; com o
ellos, se e n tre n a rá n d e sn u d a s, «ya q u e la v irtu d les serv irá
de vestidos». L a im ag en de la m u je r q u e P la tó n nos ofrece
146 L A M U J E R E N LA G R E C IA C LASIC A

en la República, es, p u es, c o m p le ta m e n te d iferen te d e la de


la m u je r trad icio n a l; es, desde luego, u n a im ag en ap licab le
sólo a las m u jeres del g ru p o d o m in a n te en la c iu d a d — de
las o tra s, de las m u jeres de los tra b a ja d o re s , n i siq u ie ra se
h a b la — , p ero q u e no p o r ello d eja de rev elarse com o co m ­
p le ta m e n te n u ev a. P o rq u e si b ien es ev id en te q u e P la tó n se
h a servido del m o d elo e s p a rta n o p a r a d e sc rib ir a las g u e rre ­
ra s q u e se e n tre n a n d e sn u d a s en el g im n asio , en cam b io n u n ­
ca se h a h a b la d o d e m u jeres e s p a rta n a s com o g u e rre ra s y
m enos a ú n , excepto alg u n as rein as, com o «políticas».
D e igual fo rm a, a u n q u e es vero sím il q u e el «m ilag ro es­
p a rta n o » esté p resen te , b ien q u e en seg u n d o térm in o , en la
seg u n d a p ro p u e s ta re la tiv a a las m u jeres — «las m u jeres de
n u estro s g u errero s se rá n p ro p ie d a d to d a s d e todos»— , ta m ­
b ién P la tó n v a m u c h o m ás allá de lo q u e tal vez se to le ra b a ,
en ciertas circ u n sta n c ia s, en la c iu d a d la ced em o n ia 8. P o r­
q u e e sta c o m u n id a d de las m u jeres, q u e d is g u s ta rá a sus
oyentes — el filósofo es co n scien te de ello— , está al m ism o
tiem p o m u y v in c u la d a al hecho de q u e está p ro h ib id a a los
g u errero s c u a lq u ie r tip o d e p ro p ie d a d así com o a las p rá c ­
ticas d e eug en esia d e stin a d a s a p e rp e tu a r la su p e rio rid a d del
g ru p o d o m in a n te . Q u e d a en esto p a te n te lo q u e la d iferen ­
cia d e las b ro m as d e A ristó fan es en la Asamblea de las mujeres,
d o n d e la c o m u n id a d d e las m u jeres e ra sin ó n im o d e lib e r­
ta d ab so lu ta . P ero ta m b ié n está claro q u e P la tó n , al h ace r
esto, in v e rtía u n a vez m ás las reglas b ásicas de la so cied ad
aten ien se, a s e n ta d a en el m a trim o n io y la p ro p ie d a d p riv a ­
da. L a in stitu ció n m a trim o n ia l y a no te n ía com o fin alid ad
la p ro creac ió n de hijos legítim os a los q u e leg arles el p a tr i­
m onio, y a q u e p a r a los g u a rd ia n e s no ex istía y a la p ro p ie ­
d a d p riv a d a . S in em b arg o , las relacio n es sexuales no se d e ­
ja b a n al aza r, y sólo p o d ía n n a c e r hijos legítim os de las unió-
LA M U J E R E N L A C IU D A D U TO PIC A 147

nes co n tro la d a s p o r la c iu d a d , hijos q u e serían ta m b ié n p ro ­


p ie d a d de todos, g u errero s y g u e rre ra s 9. Sólo u n a vez so­
b re p a s a d a la e d a d de co n ceb ir (c u a re n ta años p a r a la m u ­
je r, c in c u e n ta y cinco p a r a el h o m b re) se les d e ja rá lib e rta d
p a r a la u n ió n sexual: « C u a n d o las m u jeres y los h o m b res h a ­
y an so b re p a sa d o la e d a d d e d a r hijos al E sta d o , d ejarem o s
a los h o m b res la lib e rta d d e u n irse a q u ie n q u ie ra n , excepto
a sus h ijas, sus m a d re s, las h ijas d e sus hijas y las ascen ­
d ien tes de sus m a d re s; d arem o s a las mujeres la misma libertad ,
e x c e p tu a n d o a sus hijos, a sus p a d re s y a sus p a rie n te s en
la lín ea d escen d e n te y ascen d e n te. P ero al m ism o tiem p o q u e
les d ejam o s esta lib e rta d , les reco m en d arem o s a n te to d o q u e
to m en to d a clase de p reca u cio n es p a r a no d a r a luz a un
solo niño, a u n q u e h u b ie se sido co n ceb id o ...» 10.
V em o s así d e q u é m a n e ra in tro d u c ía P la tó n d e nu ev o la
noción d e leg itim id ad . Lo q u e ya no está ta n claro es cóm o
en u n a c iu d a d sem ejan te, d o n d e n a d ie p o d ía sa b e r de q u ié n
era hijo o p a d re , se p o d ría n ev ita r las u n iones in cestu o sas.
P o r o tra p a rte , P la tó n era co n scien te de tal objeción y p e n ­
s a b a en la p o sib ilid ad de e stab lecer m e d id as d ra c o n ia n a s
p a ra im p e d ir la u n ió n d e u n p a d re con su o sus hijas, de
u n a m a d re con su o sus hijos, p e ro tales m e d id as difícilm en ­
te h u b ie ra n p o d id o im p e d ir el in cesto e n tre h e rm a n o s y h e r­
m a n a s. Sea lo q u e fuere, lo ún ico q u e re a lm e n te le im p o rta ­
b a e ra co n seg u ir el fin: g racias a la ex isten cia d e la p ro p ie ­
d a d en co m ú n d e b ienes, m u jeres y n iñ o s en tre los g u e rre ­
ros, la ciu d ad se v ería lib re p a r a siem p re de procesos, de la
d esig u ald ad de las riq u ez as y d e los perju icio s de la p o b re ­
za. S ería d efin itiv am en te u n a, en lu g a r d e e s ta r d iv id id a en
dos c iu d ad es en em ig as, la de los ricos y la de los p o b res.
P ero, p a r a lle g a r a este fin, P la tó n lle g a b a al ex trem o de co n ­
ceder, si no a to d as las m u jeres al m enos a sus g u e rre ra s, un
148 LA M U J E R E N LA G R E C IA C LA SIC A

lu g a r c o m p leta m en te d iferen te al q u e les co rre sp o n d ía en la


sociedad griega.
A h o ra b ien, no d eja de ser in te re sa n te c o m p ro b a r q u e
c u a n d o P lató n , al escrib ir las Leyes, se aleja del m odelo ideal
p a ra in te n ta r co n ceb ir u n a c iu d a d realizab le y re n u n c ia ex­
p líc ita m e n te al co m u n ism o d e la República, n o d e ja p o r ello
de m a n te n e r u n p a rtic u la r p u n to de v ista en lo rela tiv o al
lu g a r o c u p a d o p o r las m u jeres en e sta c iu d a d posible. Se d e ­
clara, en efecto, firm em en te en c o n tra de las p rá c tic a s vig en ­
tes en su época, se in d ig n a c o n tra los tracios y otros p u eb lo s
q u e'o b ^ ig an a las m u jeres a re a liz a r las m ism as ta re a s ser­
viles q u e h a c e n los esclavos. E n c u a n to a n o so tro s, dice,
a m o n to n am o s to d a s n u e s tra s riq u e z a s e n tre c u a tro p a re d e s
y en ca rg am o s a las m u jeres q u e las a d m in is tre n , y « q u e se
o cu p en ad e m á s d e la d irecció n d e los telares y de to d o el tr a ­
b ajo d e la la n a » n . In c lu so los e sp a rta n o s c o n d e n a n a las jó ­
venes a la v id a d o m é stica d esp u és d el m a trim o n io , a p e sa r
d e h a b e r c o m p a rtid o con los jó v e n es la m ism a ed u cació n .
P ero no h ay q u e o lv id ar q u e las m u jeres co n stitu y en la m ita d
de la p o b lació n u rb a n a , c irc u n sta n c ia q u e el leg islad o r no
p u e d e p a s a r p o r alto , y m enos a ú n d e s c u id a r su ed u cació n .
V olvem os a e n c o n tra r, p u es, las ideas y a ex p resad as en la
República rela tiv a s a la n e ce sa ria ed u ca ció n co m ú n d e los jó ­
venes. P ero e sta vez se refiere a to d o s los « ciu d ad an o s» de
la c iu d a d cuyas leyes se e stá n re d a c ta n d o , a todos los ciu ­
d ad a n o s, h o m b res y m u jeres. Y P la tó n no u tiliz a este té rm i­
no de form a casu al, y a q u e in te g ra a las m u jeres en la co­
m u n id a d cívica 12. P o r co n sig u ien te, éstas re c ib irá n e n tre n a ­
m ien to físico y ed u ca ció n m u sic al ig u al q u e los h o m b res,
a u n q u e en la p rá c tic a h a y a q u e in tro d u c ir alg u n as m odifi­
caciones. «N o d ejarem o s de e x ig ir — co ncluye P lató n , o m ás
b ien el aten ien se q u e es su p o rtav o z en el d iálogo— que, en
LA M U J E R E N L A C IU D A D U TO P IC A 149

la m e d id a de lo posible, la m u je r c o m p a rta las ta re a s del


h o m b re ta n to en lo referen te a la ed u ca ció n com o en todo
lo dem ás» 13.
E n tre estas « tareas» se incluye, p o r su p u esto , la activ i­
d a d g u errera. Y a hem os v isto q u e P la tó n co n sid e ra b a a las
m ujeres a p ta s p a r a la m ism a. Y no es q u e éstas te n g a n q u e
ir a la g u e rra ; p ero al m enos tien en q u e ser cap aces de d e ­
fen d er la c iu d a d en caso de a ta q u e . P ero lo q u e h ace q u e el
lu g a r de la m u je r en la c iu d a d d e las Leyes sea a ú n m ás o ri­
g in a l es q u e se le reconoce el d erec h o a u n a activ id a d p ú ­
blica, q u e existen m a g is tra tu ra s fem en in as (p rin c ip a l dife­
ren cia ésta con la c iu d a d de la República) 14. L as m u jeres p u e ­
d en acc ed er d e e sta fo rm a — com o in sp ecto ras d e los m a tr i­
m onios, su p erv iso ras d e la ed u ca ció n d e los n iñ o s— a los ar-
chaí, a los p u esto s oficiales, p u esto s específicam en te fem en i­
nos, es cierto, p ero q u e les facilitan u n a p a rc e la d e p o d e r en
la ciu d a d , q u e les p e rm ite n p a rtic ip a r con el m ism o d erech o
q u e los h o m b res en los « h o n o res» , e n tre los q u e d e sta c a
com o m ás s o rp re n d e n te la asiste n cia a co m id as en co m ú n ,
sem ejan tes a los syssitia de los h o m b res, y con u n a fin alid ad
d e co n fratern iza ció n a risto c rá tic a sem ejan te a la de éstos. F i­
n alm en te , y a u n q u e el re sta b le c im ie n to d e la m o n o g a m ia las
s itú a b ajo la kyria d e sus esposos, las m u jeres tien en la p o ­
sib ilid ad , c u m p lien d o cierto s req u isito s, d e in ic ia r acciones
ju d ic ia le s.
D icho re stab lecim ien to del m a trim o n io com o b ase de
la c o m u n id a d cívica no significa u n re to rn o a la re a lid a d a te ­
niense. E l m a trim o n io , así com o to d as las d em ás ac tiv id a ­
des llev ad as a cab o en la c iu d a d de las Leyes, está so m etid o
a u n a e stre c h a v ig ilan cia. P ero, p a ra d ó jic a m e n te , d ic h a vi­
g ilan cia o to rg a a la m u je r u n tip o d e v id a q u e no te n ía en
la re a lid a d aten ien se c o n te m p o rá n e a . A sí p o r ejem plo, P ía-
150 LA M U J E R E N LA G R E C IA C LASIC A

ton p revé q u e los fu tu ro s esposos p u e d a n elegirse u n o al o tro


p a ra q u e las u n io n es sean m ás co n v en ien tes, y q u e «se co­
nozcan» an tes del m a trim o n io . El am o r, en efecto, d eb e u n ir
a am b o s esposos, y sólo las relaciones conyugales son « con­
form es a la n a tu ra le z a » . F in a lm e n te , y ésta es u n a a firm a­
ción q u e v a en c o n tra de to d as las p rá c tic a s aten ien ses, el
a d u lte rio m ascu lin o es ta n c o n d en a b le com o el de la m u jer,
y ni siq u ie ra está p e rm itid o el d isfru te tra d ic io n a l de las pa-
llakaíy de las co n cu b in as. « N ad ie se a tre v e rá a to c a r a n in ­
g u n a o tra p e rso n a n a c id a lib re q u e no sea su p ro p ia esposa,
ni a se m b ra r u n a sim ien te ileg ítim a en las co n cu b in as o in-
fértil en los v aro n es c o n tra n a tu ra le z a » I5. U n a vez m ás nos
^ e n c o n tra m o s al n iñ o en el cen tro del p ro b le m a , com o en las
ley§s q u e c astig an el a d u lte rio en A ten as. S in em g arg o , es­
tas /disposiciones rela tiv a s ta n to a la p rá c tic a d el co n c u b in a ­
to com o a la de la h o m o sex u alid ad v a n en c o n tra d e todas
las p rá c tic a s h a b itu a le s en to n ces en la so cied ad aten ien se.
Y su rg e la p re g u n ta in ev itab le: ¿debem os c o n sid e ra r a
P la tó n u n fem inista? S ería arrie sg a rn o s d em asiad o , y p o d ría ­
m os e n tre sa c a r, a veces a d iv in a n d o e n tre lín eas, m u ch o s co n ­
ceptos que m u e stra n h a s ta q u é p u n to la im ag en tra d ic io n a l
seg u ía estan d o p re se n te incluso en u n p e n sa d o r ta n poco
conform ista. L as m u jeres, a p e sa r d e ser « u n a m ita d de la
ciu d ad » , son, sin em b arg o , seres inferiores. A u n q u e p a rtic i­
p a n en la ed u ca ció n y en la v id a de la ciu d a d , ni recib en la
m ism a ed u cació n n i acced en a los m ism os pu esto s. T ie n e n
u n com etid o en la g u e rra , p ero pasiv o , y las aten cio n es q u e
la esposa recib e del esposo e stá n d irig id a s so b re to d o a ase­
g u ra r en las m ejores con d icio n es la p ro creac ió n de hijos le­
gítim os. F in a lm e n te , si bien en la c iu d a d id eal d e la Repúbli­
ca la m u je r g u e rre ra e s ta b a lib e ra d a d e to d a a c tiv id a d d o ­
m éstica, en la c iu d a d « seg u n d a» de las Leyes la m u je r sigue
L A M U J E R E N L A C IU D A D U TO PIC A 151

siendo esen cialm en te la déspoina en oikía, la señ o ra de la casa.


N o es m enos cierto, sin em b arg o , q u e la m u je r o cu p a un
lu g a r a p a rte , in h a b itu a l, en la u to p ía de P lató n , y q u e no es
fácil sa b e r si ello se d eb e a la o rig in a lid a d del p en sam ien to
del filósofo o ex p resa u n a re a lid a d n u e v a q u e el filósofo su p o
c a p ta r.
L a o rig in alid ad es ev id en te. B asta, p a r a co n v en cerse de
ello, con re c o rd a r a su d iscíp u lo m ás fam oso y ta m b ié n u n o
de los ta len to s m ás sólidos d e todos los tiem p o s, A ristóteles.
E ste no d u d a en h a c e r u n a c rítica en la Política de los m o ­
delos p ro p u esto s p o r su m aestro . H a y u n h ech o sig n ificati­
vo: p rá c tic a m e n te no se d etien e en las disposiciones re la ti­
vas a las m u jeres, ex cep to p a r a c ritic a r la c o m u n id a d in s­
ta u ra d a en la República . Y c u a n d o él m ism o ela b o ra u n p ro ­
yecto de c iu d a d id eal, las m u jeres no a p a re c e n p a r a n a d a ,
a u n q u e h a y a d ich o p rev ia m en te, re to m a n d o la fó rm u la de
su m a estro , q u e c o n stitu ía n la m ita d de la ciu d ad . L a fu n ­
ción q u e tien e la m u je r es,-«según él, fu n d a m e n ta lm e n te d o ­
m éstica: tiene a su carg o la co n serv ació n de los bienes a d ­
q u irid o s p o r su m a rid o , es tra d ic io n a lm e n te la señ o ra del oi-
kos , y su « v irtu d » , d iferen te d e la del h o m b re , no le p e rm ite
bajo n in g ú n co n cep to d e s a rro lla r a c tiv id a d a lg u n a en la ciu ­
d ad . Y el ejem plo de E s p a rta , cu y a d e ca d en cia se im p u ta a
la riq u e z a y a la in flu en cia de las m u jeres, viene a co n firm ar
este p la n te a m ie n to 16.
H a lla m o s de nu ev o estos tem as en u n tex to a trib u id o al
m ism o A ristóteles, el Económico, a p e sa r d e h a b e rse co m p ro ­
b a d o q u e no es suyo. E ste texto, fech ad o p o r los c o m e n ta ­
rista s en los ú ltim o s decenios del siglo IV, recoge en el libro
I las id eas m ás im p o rta n te s d e s a rro lla d a s p o r Je n o fo n te en
su Económico . E n él se p re s e n ta al h o m b re y a la m u je r com o
co m p lem e n tario s en el seno d e la fam ilia: « L a n a tu ra le z a h a
152 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

c rea d o u n sexo fu erte y u n sexo d éb il, d e fo rm a q u e u n o sea


m ás d a d o a e s ta r so b re aviso p o r c a u sa de su te n d e n c ia al
te m o r y el o tro sea m ás cap az, en ra z ó n de su v irilid a d , de
rep eler al ag reso r; q u e u n o p u e d a tra e r los bienes de fuera,
qu e el o tro cu id e de lo q u e h ay en casa; y en c u a n to al re ­
p a rto del tra b a jo , u n o es m ás a p to p a r a llev ar u n a v id a se­
d e n ta ria y carece d e la fu erza suficiente p a ra o c u p a rse de las
ta re a s d e fu era, m ie n tra s q u e el o tro , m enos d a d o a la tr a n ­
q u ilid a d , consigue a lc a n z a r la p le n itu d v ital en los tra b a jo s
activos. F in alm en te, p o r lo q u e co n ciern e a los hijos, los dos
sexos p a rtic ip a n en su co n cep ció n , p ero el b ien d e los m is­
m os req u ie re d e c a d a u n o d e los dos p a d re s u n co m etid o p a r ­
ticu lar: u n o se c u id a rá de criarlo s, el o tro d e ed u carlo s» 17.
E n el lib ro I I I d el m ism o tra ta d o , u n a co m p ilació n d e ép o ­
ca ta rd ía , ap a re c e la tra d ic io n a l oposición e n tre la m u jer
co n sa g ra d a a las ta re a s d e la casa y el h o m b re , cu y a activ i­
d a d está v o lc ad a p o r co m p leto fu era de la m ism a. Y se ex­
h o rta im p e ra tiv a m e n te a la m u je r a o b ed ecer a su m a rid o
«sin o c u p a rse p a ra n a d a d e los asu n to s dé la ciu d ad » 18. Se
h ace referen cia a los g ra n d e s héroes del m ito y de la ep o p e­
ya, y es p o r su p u esto P enèlope la q u e se p o n e com o ejem plo
de m odelo de las v irtu d e s fem en in as, m ie n tra s q u e U lises,
p o r su p a rte , se p re s e n ta com o el esposo m odelo, cap a z de
resistir a los en can to s d e C alip so p a r a vo lv er ju n to a su q u e ­
rid a esposa.
N o se p u ed e n eg ar, p u es, la o rig in a lid a d de P la tó n con
resp ecto al p e n sa m ie n to co n tem p o rán eo . A l co n ced erle a la
m u je r u n lu g a r en la ciu d ad , ro m p ía a cien cia cie rta con los
valores trad icio n a les. ¿A caso h ay q u e ir m ás lejos y su p o n e r
q u e e s ta r u p tu r a no e ra sino la ex p resió n d e u n a re a lid a d
n u e v a , p resag io d e la ép o ca h elen ística, q u e P la tó n su p o c a p ­
ta r m ejo r q u e los d em ás? E s difícil decirlo. C ie rta m e n te h e­
L A M U J E R E N L A C IU D A D U TO PIC A 153

m os p o d id o d e sc u b rir, al e s tu d ia r la con d ició n real de la m u ­


je r en la A ten as del siglo IV, alg u n o s signos de u n a m a y o r
a u to n o m ía con relació n a su fu nción d o m é stica secu lar. P ero
esta a u to n o m ía se s itu a b a al m a rg e n d e la so cied ad cívica
trad icio n a l: la m u je r p o b re o b lig a d a a tr a b a ja r fu era p a ra g a ­
n a rse la v id a, la c o rte sa n a e x tra n je ra , alg u n a s ricas « ciu d a­
d a n a s» . E sta s desv iacio n es con resp ecto al m odelo de la m u ­
je r señ o ra d el oikos reflejan la ex isten cia d e tran sfo rm acio n es
en el seno de la so cied ad , d esd e luego, p ero no p o n e n en a b ­
soluto en tela de ju ic io la con d ició n de la m u je r en la ciu d ad .
N o so rp re n d e , p u es, q u e en estas co n d icio n es las re p re ­
sen tacio n es de la m u je r se h a y a n q u e d a d o a n q u ilo sa d a s en
la tra d ic ió n q u e se elab o ró en los inicios de la h isto ria de la
c iu d a d griega. D e d ic a d a ex clu siv am en te a las ta re a s d o m és­
ticas, ex clu id a d e las decisiones p o líticas, in ferio r al h o m b re
ta n to en el te rre n o m o ral com o en el in telec tu al, llen a d e vi­
cios específicam en te fem eninos com o la astu cia, la m e n tira ,
la em b riag u ez, u n a sen su a lid a d ex ac erb ad a: así se nos m u e s­
tra la m u je r g rieg a a trav és de la po esía, el te a tro , el d isc u r­
so político o ju ríd ic o . Sólo a veces se d ejan o ír alg u n as voces
aislad as, no p a r a d efen d e rla, sino p a ra reco n o cerle alg u n as
cu alid ad e s q u e p o d ría n ser ú tiles a la c o m u n id ad , p a r a re ­
c o rd a r q u e, d esp u és d e to d o , las m u jeres c o n stitu y en la m i­
ta d d e la c iu d a d y q u e sería p elig ro so h a c e r caso om iso de
esta re a lid a d . P ero es ev id en te ta m b ié n lo q u e im p lica d ic h a
p reo cu p a ció n : q u e en las elab o racio n es de alg u n o s teóricos
la c iu d a d h a g a n a d o la p a r tid a d efin itiv am en te a la a n tig u a
e s tru c tu ra fa m ilia r del oikos, en la q u e la m u je r o c u p a b a u n
lu g a r m u y preciso. N o es u n a c a su a lid a d el h ech o d e q u e P la­
tón, c re a d o r d e u n a c iu d a d « to ta lita ria » , sea ta m b ié n el p r i­
m ero en o to rg a r a las m u jeres u n lu g a r en la ciu d ad . Y así
com o las reflexiones so b re la c iu d a d y el c iu d a d a n o a p a re ­
154 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

cen en el m o m en to en q u e la c iu d a d a n ía g rieg a se v acía de


su co n ten id o real, así ta m b ié n es a h o ra c u a n d o la m u je r d eja
de ser co m p eten c ia exclu siv a del á m b ito « p riv ad o » p a r a co n ­
v ertirse, p a r a alg u n o s teóricos, en p a rte in te g ra n te de la ciu ­
d a d , y c u a n d o a p a re c e sim u ltá n e a m e n te en el len g u aje j u r í­
dico y en el d iscu rso filosófico, com o signo co n creto de d i­
ch a in teg ració n , el té rm in o politis, fem en in o d e polites, q u e
h ace d e la m u je r g rieg a, v e rb a lm e n te a l m en o s, u n a « ciu­
dadana».
C O N C L U S IO N

U n a vez fin alizad o este reco rrid o a trav és de la lite ra tu ra


griega, ¿qué con clu sio n es p o d em o s sa c a r en lo relativ o a la
condición de la m u je r g rieg a y a la fo rm a en q u e los m ism os
griegos p e rc ib ía n d ic h a condición? L a p rim e ra es d e u n a evi­
d en cia irrefu tab le: el m u n d o g riego a n tig u o es a n te todo un
m u n d o de h o m b res, y la v id a p ú b lic a del h o m b re griego se
m ueve en tre dos polos, la g u e rra y la p o lítica. D esd e la épo­
ca de los héroes h a s ta la de A lejan d ro son los h o m b res q u ie ­
nes h ace n la g u e rra , y es ésta la q u e tien e en sus m an o s el
d estin o de las ciu d ad es, la evolución de las so cied ad es,, las
heg em o n ías y las d eca d en cia s. C o n ta r la h isto ria del m u n d o
griego es c o n ta r u n a h isto ria q u e tien e com o únicos p ro ta ­
g onistas a los h o m b res, u n a h isto ria re la ta d a p o r h o m b res
p a ra h o m b res.
156 LA M U J E R E N LA G R E C IA C LASIC A

D esde luego la m u je r no es algo in ú til en este m u n d o de


h o m b res. El h o m b re no p u e d e rep ro d u c irse sin su a y u d a ni
a s e g u ra r la tra n sm isió n de su p a trim o n io y la c o n tin u id a d
de la ciu d ad . Y a u n q u e es p osible im a g in a r u n a re p ro d u c ­
ción a s e x u a d a en el m u n d o del m ito o la ley en d a, en el m u n ­
do real h ay q u e c o n ta r con lo q u e hay : es en el v ie n tre de
la m u je r d o n d e se d e sa rro lla la sim ien te m a scu lin a. P ero este
« m al necesario » e s ta rá m a rc a d o p a r a siem p re de u n estig ­
m a negativ o . E n la c iu d a d de los h o m b res se sitú a a la m u ­
je r al la d o de to d o aq u ello q u e p o n e en peligro el o rd e n es­
tablecido: lo salvaje, lo in m a d u ro , lo h ú m e d o , lo b á rb a ro , lo
som etido, lo tira n iz a d o r.
A h o ra b ien, al p a s a r del m u n d o de las rep resen tacio n es
al m u n d o real, no se p u e d e o b v ia r el h ech o d e q u e las m u ­
je re s co n stitu y en « la m ita d d e la ciu d ad » . E s n ecesario , p o r
consiguien te, con ced erles u n lu g a r d e n tro d e la so cied ad , y
es así com o el m a trim o n io se co n v ierte en u n o de los fu n d a ­
m en to s de la le g itim id ad cívica. S in em b arg o , y a hem os vis­
to q u e la in stitu ció n m a trim o n ia l no recib ió n u n c a la san -
ciórj ju ríd ic a q u e sí le h a n o to rg ad o o tra s sociedades. El m a ­
trim o n io sigue sien d o u n a c to p riv a d o q u e u n e dos «casas»,
a u n q u e so b re él se fu n d a m e n te la leg itim id ad . D eb em o s, no
o b sta n te , h a c e r dos o bservaciones: p o r u n lad o , el m u n d o
griego de la ép o ca clásica no llegó n u n c a a e la b o ra r u n d e­
rech o c o m p a ra b le a lo q u e será el d e re c h o ro m a n o d e la ép o ­
ca im p erial. D e a h í las d ificu ltad es con las q u e se en fren ta
el h isto ria d o r q u e tr a ta d e re c o n s tru ir ra c io n a lm e n te u n d e ­
rech o griego e in clu so un d erec h o aten ien se. P ero p o r o tro
lado, n o es m en o s cierto q u e, al m en o s en A ten as y a p a r tir
d el siglo IV, se elab o ró u n a legislación a la q u e re m itirse a n te
los trib u n ales, legislación q u e re g la m e n ta b a la tran sm isió n
de bienes en el seno de la fam ilia y d e n tro del m a rc o de las
C O N C L U SIO N 157

co stu m b res m a trim o n ia le s a n tig u a s, el d estin o d e la m u jer


v iu d a , d iv o rc ia d a o jo v e n h ered e ra . A los aten ien ses les com ­
p lacía, sin d u d a alg u n a , h a c e r re m o n ta r e sta legislación a So­
lón e incluso a D ra c ó n , y no se excluye la p o sib ilid ad de q u e
alg u n as disposiciones se h a y a n ela b o ra d o d esd e los co m ien ­
zos de la ciu d ad . P ero , p o r lo q u e se d ed u ce, p o r ejem plo,
d e los aleg ato s de los o rad o res d e finales del siglo V y del
IV, p arec e claro q u e el d erech o es el re su lta d o de p rá c tic a s
m ás o m enos h a b itu a le s q u e se h a n ido co n v irtien d o poco a
poco en ley.
G racias a todo lo a n te rio r se h a p o d id o d e sc rib ir cu ál era
la condición de la m u je r aten ien se, a u n q u e siguen ex istien ­
do n u m e ro sas lag u n as. P ero , ¿qué su ced e con las d em ás? A
p e sa r de c o n ta r con alg u n o s d a to s e x tra íd o s d e a q u í y d e
allá, la m a y o ría d e las veces h em o s d e co n fesar n u e s tra ig ­
n o ra n c ia al respecto. D ejem os d e lado, com o u n a excepción
q u e es, el caso de E s p a rta , y ta l vez el d e c iu d ad es cretenses
com o G o rtin a , cuyas in scrip cio n es a p o rta n a lg u n a luz sobre
la o rg an iz ació n fam iliar, y so b re to d o so b re la tran sm isió n
y le g itim id ad de los bienes. P o r lo q u e resp ecta al resto del
m u n d o griego, sólo se p u e d e n ofrecer h ip ó tesis.
P ero nos q u e d a n las im ág en es, las q u e a d o rn a n las p a ­
redes d e los vasos, las q u e ev o can las fig u ras d e las diosas
v e n e ra d a s p o r d o q u ie r, las m ás m o d e stas de los relieves fu­
n e ra rio s o d e las tu m b a s . El m u n d o griego e ra u n conglo­
m e ra d o de p u eb lo s y de ciu d ad es y c a d a u n o de ellos te n ía
sus p ro p ia s leyes y sus p ro p ia s co stu m b res. P ero to d as ellas
te n ía n en co m ú n u n a c ie rta concepción del h o m b re y de lo
divino. B a sta leer a H e ro d o to p a r a co n v en cerse d e q u e, fren ­
te al m u n d o b á rb a ro , los griegos fo rm a b a n u n c o n ju n to de
pueblos q u e se reco n o cía en u n m ism o sistem a de valores,
valores q u e los aedos h a b ía n ido e la b o ra n d o d esd e los o rí­
158 LA M U J E R E N L A G RE C IA C LASIC A

genes de la c iu d a d g rieg a. Es cierto q u e la c iu d a d h a b ía in ­


tro d u c id o elem en to s p e rtu rb a d o re s en el seno de los valores
aristo crático s. P ero am b o s tipos de v alo res, los nuevos y los
an tig u o s, se fu n d ía n en u n o p a r a h a c e r de la fam ilia en el
seno d el oikos el fu n d a m e n to de la so cied ad . U n a fam ilia a
la vez d iferen te y c e rc a n a a la q u e n o so tro s conocem os. D i­
ferente p o rq u e , a u n q u e la m o n o g a m ia era la n o rm a casi ge­
n eral, no p o r ello q u e d a b a ex clu id a la ex isten cia de co n cu ­
bin as y de hijos ilegítim os en el seno del oikos. P ero c erc an a
en el sen tid o de q u e los vínculos q u e u n ía n a m a rid o y m u ­
je r, a p a d re s e hijos, no e ra n sólo ju ríd ic o s, y a q u e e sta b a n
p resen tes sen tim ien to s com o el afecto, los celos o el re sen ti­
m iento. N o es u n a co in cid en cia el h ech o d e q u e los m itos
griegos se h a y a n u tiliz ad o d esd e este p u n to d e v ista p o r
aquellos q u e e s c ru ta n los m isterio s d el alm a, psicólogos y
psico an alistas.
Q u e d a u n ú ltim o p ro b le m a q u e hem os a b o rd a d o sólo su-
/pgffi^ialm ente, el de la sex u alid ad . C reo q u e h a y q u e d es­
p re n d e rse de la a b s u rd a convicción de q u e «a los griegos no
les g ü s ta b a n las m u jeres» . P o rq u e a u n q u e existe, y a lo h e­
m os visto, u n a tra d ic ió n m isó g in a en el p e n sa m ie n to griego,
a u n q u e ad em ás to d o lo q u e se h a d ic h o y escrito so b re la p e ­
d e ra s tía o la h o m o sex u alid ad g rieg a se b a s a en ev idencias,
no es m enos cierto q u e los griegos de la A n tig ü e d a d eran
h o m b res com o los d em ás, y q u e las m u jeres no e ra n sólo
p a ra ellos m eras re p ro d u c to ra s n ecesarias p a r a la su p e rv i­
vencia d e la especie, sino ta m b ié n seres a tra c tiv o s, sed u cto ­
res, am ab les, objetos de p la c e r p ero ta m b ié n d e p asió n a m o ­
rosa. T a l vez A fro d ita no era g rieg a d e n acim ien to . N o p o r
ello se le n e g a b a u n lu g a r im p o rta n te en el p a n te ó n de los
griegos, y las co rte sa n as no e ra n las ú n icas en re n d irle cul­
to. E sto no q u ita n a d a a la o rig in a lid a d d e la con d ició n fe­
C O N C L U SIO N 159

m e n in a en el m u n d o griego; so lam en te in v ita a ser p ru d e n ­


tes c u a n d o se a b o rd a u n te m a com o éste.
Y llegam os al final. L a m u jer, d e sp ro v ista d e e s ta tu to p o ­
lítico p erso n al, está c o n sid e ra d a com o u n a m e n o r en el m u n ­
do de las ciu d ad es griegas. Y seg u irá siendo u n a m e n o r h a s ­
ta el final d e la ép o ca clásica. P ero com o g a ra n tiz a la re p ro ­
d u cció n d e la c iu d a d al d a r a su esposo hijos legítim os, la
m u je r « c iu d a d a n a » o c u p a en la so cied ad cívica u n lu g a r es­
pecial q u e p a ra d ó jic a m e n te se h a r á m á s firm e a m e d id a q u e
los valores políticos v a y a n d e b ilitá n d o se en la ciu d ad . E n
c u a n to a las d em ás m u jeres, aq u ellas q u e p o r n acim ie n to o
p o r o tra razó n e s ta b a n m a rg in a d a s de la ciu d ad , no e sta b a n
ni m ejor ni p e o r c o n sid e ra d a s q u e las o tra s categ o rías de
m a rg in a d o s. E n re su m id a s c u en tas, es in te re sa n te reco n o cer,
al té rm in o d e u n e stu d io so b re la m u je r grieg a, lo q u e sigue
siendo lo esencial d e la civilización griega: la C iu d a d .
.-jfom j’fc tì.óii-'hii ^¿U iym t.;■>;?*■;k fu - w n

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f#sis? r. o isa ÌK i'ìiM ^ W -à U d ^ d j!;;i<r,sr?i b « 3 .« £ f•&vìdx*ncj&:ì,-
f ^ ' «ss . rc'-<m>s 'c ì r H t q v e \<>% p i v ^ c 'i d e ìii. Aimgwe<Sad •,«?«.«
civìv«> ?ì;' cU;m&»V-y; *j.w lu& Jutujem . .«u» o*im *ófo
iwtpa •r c p r ^ & o i t ì i ^ -v u ^ ^ a ria s wir& ia -Ht^K ?v;-
’X fm n - ¡»i«-.
■ s*d >.h-4ìv-.
ffis. p.riìiib'j-i«,.- <sì'^ix-.< de i? ia « r p--.ui> u m b i é » djs'-;P?-s.t‘érv a ^ n :^
r » . i '. J /v!;t.*d?!.v •••.••/ ra:.-gTK:«;t ^ ..H a c ì» ^ '> - m N o p o r
"i;o %t- fe^-R^i}?a.,'Ur1 Uitóav Ì!Wpoj;'an».«i co «•! s*
; y j s t > rra^.-.Us tt/w i' ì cìtI-
.to. .Exiò.vi^» %uj.6a.-./Wkdit a^ i^ o fig iiìa'iiJ ¡.ì -J. iitrfxm U ciiK k. fi>
A péndices

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U radíia s dks* y 4 foj. ¡ ' w ? -, .*
q¡n-: &?*<•>£ fujptr «UflCC BltS!-w rórtttW .«* d f •'.!!<«.■■;■ aíct-,'«•*'-
#e í.:Pe?«*fctwy:aí*it*. «váfewdfc iitf Msúiatifel*.' .& •5M’<r;‘-v• fm cr* ^
t'a-rm d r íu ^ á c t ? . y «/.. p ad iá -d fep 'w ;< i. lifesr^ K ^ .-s <?.:■• .-ha., <**.;>,-..jM-
-'■’rtc-gü®; dl'4&*««*©ü*tó dfc. i^'i¡íiMíe¡íss-f'- ík>í»us:í'>:2Úí. > IV
A P E N D IC E I

H edna, pherné, p ro ix: el p ro b lem a de la dote en la


G recia a n tig u a

La dote aparece en la época clásica como uno de los elementos


del matrimonio griego: es la proix que el padre de la joven entrega
a su futuro yerno. Pero éste sólo goza el usufructo. Si por alguna
razón llega a repudiar a su mujer, ésta recupera normalmente su
dote. Para ello, el kyrios de la mujer impone sobre los bienes del
marido una hipoteca. Si la mujer muere antes que su esposo y si
deja hijos varones, la dote pasa a formar parte del patrimonio fa­
miliar y revierte en los hijos. Si por el contrario muere sin haber
tenido descendencia, la dote vuelve normalmente a su oikos de ori­
gen. N o es difícil imaginar que dichas prácticas provocaron segu­
ramente numerosas protestas. Gracias a ellas y a los procesos a
que dieron lugar conocemos nosotros el sistema de dote atenien­
se Pero hay una evidencia indiscutible: la mujer no era propie­
taria de su dote y no podía disponer libremente de ella, cosa que
— según el testimonio de Aristóteles— no sucedía en Esparta. En
164 LA M U J E R E N L A G RE C IA CLASICA

Gortina, la dote representaba la parte de la herencia que recaía


sobre la joven, por lo que ésta tenía la propiedad absoluta de la
misma. N o sabemos gran cosa de las demás ciudades, pero pode­
mos suponer que, en general, el sistema funcionaba como en
Atenas.
En cuanto al siglo IV, período para el cual contamos con da­
tos numéricos, la dote podía estar formada tanto por bienes raíces
como por dinero en metálico, objetos preciosos, joyas, vestidos. Al­
gunos autores piensan que el «ajuar» con el que la joven entraba
en la casa de su esposo no se contabilizaba como parte de la dote 2.
Las pruebas aportadas no son del todo convincentes. Pero es di­
fícil pronunciarse sobre este punto. Es evidente que un ajuar rico
aumentaba de hecho, si no de derecho, el valor de la dote, lo que
explica que algunos pleiteantes tengan interés en valorarlo y otros,
por el contrario, en silenciarlo. En todo caso, no parece que haya
llegado a constituir un elemento distintivo que, como algunos han
supuesto, habría sido denom inado con él término de phemé 3. Más
bien parece, en efecto, que phemé es sobre todo un término poéti­
co, que a menudo encontramos en las obras de los trágicos. No
obstante, fuera de Atenas y a partir de la época helenística, llega­
rá a ser de uso común para designar la dote, lo que explica que
ambos términos hayan podido confundirse en una misma de­
finición.
Ya hemos dicho que la dote era uno de los elementos consti­
tutivos del matrimonio. ¿Quiere esto decir que era necesaria para
asegurar la validez del mismo? Los importes de las dotes que co­
nocemos se escalonan entre quinientas dracmas y tres talentos
(dieciocho mil dracmas), lo que representa un amplio a b an ico4.
Pero las investigaciones que han podido realizarse sobre el por­
centaje que representaba la dote con relación al patrimonio fami­
liar, bien es verdad que basadas en datos fragmentarios, prueban
que dicho porcentaje era enormemente variable: veinte por ciento
e incluso tal vez más en algunos casos, menos de cinco por ciento
en otros, ya que la cuantía de la dote no dependía necesariamente
de la fortuna. Sea lo que fuere, un hombre que podía entregar a
A P E N D IC E I 165

su hija una dote de quinientas dracmas tenía que poseer él mismo


un patrimonio de al menos dos mil dracmas. Si tenemos en cuen­
ta que, en el año 322, doce mil de los veintiún mil atenienses con
los que entonces contaba la ciudad tenían un patrimonio cuyo va­
lor era inferior a dicha suma, estamos tentados de pensar que la
dote no era obligatoria, y que especialmente los más pobres casa­
ban a su hija áproikos, sin dote. Sabemos no obstante que, en al­
gunos casos, se ocupaba de dotar a las huérfanas de guerra. Tam ­
bién se podía contar con la generosidad de parientes o amigos
para dotar a una joven pobre. Finalmente, la ley preveía que la
muchacha heredera de una fortuna pequeña recibiría de su pa­
riente más próximo, si éste se negaba a casarse con ella, una dote
proporcional a la fortuna de dicho pariente 5. Por consiguiente, la
dote estaba bastante generalizada, y por ello constituía una prue­
ba evidente de la legitimidad de una unión.
Pero se plantea entonces el problema del origen de esta cos­
tumbre, y, como consecuencia de ello, el problema de su signifi­
cación real. En los poemas homéricos, en efecto, sólo en dos oca­
siones se hace referencia a los proix (Odisea X II I , 15; X V II, 413),
y el significado del término es el de regalos, sin relación alguna
con el matrimonio, y este término designa tanto los regalos que el
futuro esposo entrega al padre de la joven, como los bienes con­
cedidos por el padre de ésta a su futuro yerno. Gomo ha señalado
J. P. Vernant 6, este doble significado del término hedna es una
prueba de que el matrimonio no se ha institucionalizado todavía
como práctica social. A sí por ejemplo, asistimos en la Ilíada al ofre­
cimiento que hace Agam enón a Aquiles, para conseguir que vuel­
va al campo de batalla de los aqueos, de una de sus hijas junto
con abundantes regalos (Ilíada, IX , 132 ss.) que pueden conside­
rarse como el equivalente de una dote, a pesar de que él mismo
no exija de su futuro yerno los hedna tradicionales, es decir, los pre­
sentes que el pretendiente debe ofrecer normalmente al padre de
la joven. De igual forma, el héroe troyano Otrinoeo que combate
junto a Príamo le pide a su hija anáednos, sin hedna, pero con la pro­
mesa de realizar una gran hazaña (X III, 365 ss.). Pero precisa­
166 L A M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

mente el hecho de que se insista en la ausencia de los hedna prue­


ba que estamos ante casos excepcionales que se justifican por el
valor del héroe (Aquiles) o por los servicios que puede ofrecer
(Otrinoeo). La práctica habitual para quien quiere unirse en ma­
trimonio con la hija de un héroe es el ofrecimiento de los hedna3
regalos que consisten en objetos preciosos (trébedes, joyas), cabe­
zas de ganado o esclavos. Pero ¿acaso se puede hablar, como a ve­
ces se ha hecho, de «matrimonio por compra»? La fórmula ha sido
muy criticada por M. I. Finley 7: la noción misma de compra
— que supone un equivalente— es desconocida en el mundo ho­
mérico. Los intercambios se hacen sobre la base de entrega y re­
cepción de regalos, y dependen no del valor de los productos in­
tercambiados sino de aquellos que practican el intercambio. El de
las mujeres responde a los mismos principios, y la presencia o la
ausencia de hedna está en función del valor respectivo de las fami­
lias que participan en él. Si Agamenón ofrece a su'hija sin hedna
es porque en el intercambio establecido con Aquiles el valor de
éste es superior al suyo. Pero la mayoría de las veces es la situa­
ción inversa la que prevalece: el joven que quiere conseguir la
mano de la hija de un héroe, o de la supuesta viuda de un héroe
en el caso de Penélope, debe ofrecer regalos a aquel cuyo valor es
superior al suyo. Esto viene también a justificar el empleo del mis­
mo término para designar tanto los dones que ofrece el preten­
diente a su futuro suegro como los bienes entregados por el padre
de la joven a su futuro yerno. Este último empleo es desde luego
más raro. Pero no es necesario para justificarlo imaginar interpo­
laciones tardías, así como tampoco suponer que la coexistencia de
las dos prácticas en apariencia opuestas refleja una evolución tar­
día. En realidad ambas prácticas son una muestra, como ya se ha
visto, de un sistema de valores, el de la sociedad aristocrática de
los poemas, y no existe entre ellas y la proix de la época clásica
una relación directa.
Esta última se inscribe, en efecto, en el marco del sistema cí­
vico. N os gustaría poder precisar el momento en que se imponen
los valores cívicos, pues es entonces cuando la proix sustituyó en
A P E N D IC E i 167

cierta forma a los hedna. Desgraciadamente poseemos sólo pocos


indicadores. Nos ocuparemos de dos de ellos. El primero hace re­
ferencia al matrimonio de la hija del tirano Clístenes de Sición,
matrimonio que podemos localizar con toda verosimilitud en la
primera mitad del siglo VI. Ya se ha dicho que este matrimonio
remitía a las prácticas de la época heroica: Agarista fue consegui­
da por el ateniense M egacles al término de un agón, de una lucha
entre los pretendientes, que duró un año entero. Cuenta Herodo-
to que a la corte del tirano acudieron todos los jóvenes nobles que
había en Grecia, quienes rivalizaron entre sí tanto por sus haza­
ñas como por los presentes ofrecidos 8. El segundo es una indica­
ción de Plutarco en la Vida de Solón. Según ésta, parece ser que el
legislador ateniense prohibió las dotes y decidió que «la desposa­
da sólo llevaría consigo tres vestidos, objetos de poco valor y nada
más. N o quería que el matrimonio se convirtiese en un negocio lu­
crativo y un comercio» 9. Es de todos conocido que Plutarco ha
novelado en bastante medida las Vidas de sus hombres ilustres.
Sin embargo, lo que hace es recoger tradiciones que no pueden re­
chazarse pura y simplemente. Y la medida que él atribuye a So­
lón se inscribe en un conjunto de medidas suntuarias destinadas
a hacer más real la igualdad entre los miembros de la comunidad
cívica, sin perjudicar por ello la propiedad. Señalemos también
que Plutarco emplea el término de phemé en lugar de proix .
Tal vez nos sea más fácil, con estos datos, intentar alguna ex­
plicación. El matrimonio de Agarista no nos remite solamente a
la época heroica. Es también el reflejo de una realidad: que en el
siglo VI la institución matrimonial no estaba aún consolidada ni
se regía por las reglas que adoptará en la época clásica. El hijo
de Agarista no es otro que Clístenes, el legislador ateniense, el fun­
dador de la democracia. Y tenemos otros ejemplos de uniones pa­
recidas entre miembros de la aristocracia ateniense y extranjeras
nobles. En realidad, sólo a partir del 451, año de la famosa ley de
Pericles, las únicas uniones legítimas serán las que se lleven a cabo
entre un ateniense y la hija de un ateniense. No obstante, la me­
dida atribuida por la tradición a Solón nos permite pensar que de
168 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LA SIC A

hecho, y exceptuando a algunos miembros de las viejas familias


aristocráticas, la mayoría de los atenienses se casaban sometién­
dose a las normas de la comunidad. Ahora bien, esta comunidad
es, teóricamente al menos, una comunidad isonómica, una com u­
nidad de iguales. Por consiguiente, el intercambio de regalos ya
no tiene razón de ser en las relaciones entre miembros de dicha
comunidad. Por otro lado, la costumbre del reparto de los patri­
monios, que al parecer funcionaba desde comienzos del siglo VI,
hasta el punto de habérsele atribuido a veces el origen de la crisis
agraria que afecta a Atenas en vísperas del arcontado de Solón,
tal vez desempeñó un papel importante, ya que la dote constituía
una especie de compensación que permitía mantener el equilibrio
en el régimen de la propiedad. Lo que explicaría a la vez las me­
didas tomadas para evitar que dotes dem asiado considerables lle­
guen a romper dicho equilibrio, pero también el cometido que los
autores antiguos atribuían a las dotes, a las que consideraban un
elemento determinante en la evolución de los bienes raíces. Final­
mente, no hay ninguna duda de que la dote se inscribe en un sis­
tema de evaluación de los bienes que nos remite una vez más, al
menos por lo que Atenas se refiere, al siglo VI.
A P E N D IC E I I

L a m u jer griega y el am o r

¿Qué lugar ocupaban el amor y la sexualidad en la vida de la mu­


jer griega? Es una pregunta de difícil respuesta. Por un lado, los
griegos eran menos discretos que nosotros en todo lo referente a
la sexualidad. La representación de los órganos sexuales masculi­
nos y femeninos era algo corriente, como lo atestiguan pinturas
de vasos y esculturas. Algunas fiestas religiosas en honor de Dio-
nisos se acompañaban de una procesión fálica, y las mujeres ha­
cían pasteles en forma de órganos sexuales masculinos y femeni­
nos para dárselos en ofrenda al dios. El carácter licencioso de al­
gunas bromas en el teatro de Aristófanes y en la comedia en ge­
neral es un ejemplo elocuente de que no había ninguna prohibi­
ción que impidiera las alusiones a las diferentes manifestaciones
de la sexualidad.
Pero si bien los griegos hablaban del amor físico con una total
franqueza, eran menos locuaces en lo relativo al sentimiento amo­
roso. M ás aún, si alguna vez accedían a hablar de ello, era casi
170 LA M U J E R E N LA G RE C IA C LASIC A

siempre para evocar los vínculos que unían a parejas del mismo
sexo. Y esto no sólo por lo que se refiere a los hombres, sino tam­
bién a las mujeres. N o olvidemos que la única expresión de un sen­
timiento amoroso procedente de una mujer que ha llegado hasta
nosotros se la debemos a Safo, la famosa poetisa de Lesbos, que
dedicaba versos encendidos de pasión y de deseo a sus jóvenes
compañeras I0.
Antes de determinar el lugar que tenía el amor en la vida de
las mujeres griegas, es necesario interrogarse sobre la importancia
que pudieron tener en el mundo griego las relaciones homosexua­
les. Partiremos de un texto muy conocido, el Banquete de Platón,
cuyo tema es precisamente el amor. U no de los participantes en
el diálogo es el poeta cómico Aristófanes, que interviene en el de­
bate de forma burlona recordando que en una época pasada exis­
tían tres epecies de humanos: el varón, la hembra y el andrógino.
Estos humanos tenían una forma extraña, «redonda, con la espal­
da y los costados redondeados, cuatro manos, cuatro piernas, dos
caras completamente parecidas sostenidas sobre un cuello redon­
do, y sobre estas dos caras opuestas entre sí una sola cabeza, cua­
tro orejas, dos órganos genitales y todo lo demás en la misma pro­
porción» H. Estos singulares seres humanos quisieron atentar con­
tra los dioses, y Zeus, para castigarlos, los cortó en dos. Pasemos
por alto los detalles de esta operación quirúrgica, pero detengá­
monos en las consecuencias: desde ese momento, cada cual sueña
con encontrar de nuevo su «mitad»; dicho de otra manera, «todas
las mujeres que son una mitad de una hembra primitiva no pres­
tan ninguna atención a los hombres y prefieren interesarse por las
mujeres»... «Los que son una mitad de varón se interesan igual­
mente por los varones», y «cuando llegan a la edad viril aman a
los muchachos, y si se casan y tienen hijos, no es por seguir una
inclinación de la naturaleza, sino porque están constreñidos por
la ley». Solamente «los hombres que son una mitad de aquellos
seres compuestos de dos sexos que se llamaban andróginos aman
a las mujeres», «así como también todas las mujeres que aman a
los hombres» 12.
A P E N D IC E I I 171

Es evidente que para el poeta cómico, al menos tal como se


expresa en el diálogo de Platón, sólo la relación homosexual es
una relación «normal»; la otra, la que une al hombre y a la mu­
jer, deriva de esos seres híbridos que son los andróginos. Poco im ­
porta saber si Aristófanes dijo alguna vez tales palabras. Pero el
hecho de que estén presentes en el diálogo atestigua que los grie­
gos no consideraban la homosexualidad como una desviación con
respecto a una sexualidad normal.
El problema de la homosexualidad griega ha sido objeto de es­
tudios recientes, todos los cuales ponen de relieve el carácter so­
cial de un comportamiento sexual 13. La parte fundamental de di­
chos trabajos se centra, por supuesto, en la homosexualidad mas­
culina. Los testimonios sobre la homosexualidad femenina son, en
efecto, escasos, y si exceptuamos los poemas de Safo y algunas pin­
turas de vasos, estamos muy mal informados sobre un fenómeno
a cuyo desarrollo debían seguramente contribuir la existencia del
gineceo y una cierta reclusión de las mujeres. Por el contrario, el
conocimiento de la homosexualidad masculina, especialmente en
la modalidad «pederàstica», nos llega a la vez a través de nume­
rosos testimonios literarios y de no menos numerosos testimonios
iconográficos. Es necesario, en efecto, distinguir la pederastia de
la homosexualidad propiamente dicha. Sólo la primera disfrutaba
de una situación social bien considerada y tenía una función pe­
dagógica. El hombre mayor que se ataba afectivamente a un ado­
lescente, a un pais, se convertía en cierto modo en su mentor, aquel
que le ayudaba a pasar de la adolescencia a la edad viril. No fal­
taban las referencias míticas o épicas que justificaban tales am o­
res — Zeus y Ganimedes, Aquiles y Patroclo— , y sólo algunos pen­
sadores ingenuos o conformistas como Jenofonte podían imaginar
que ese tipo de relaciones no tenían un carácter sexual 14. El ob­
jetivo fundamental de Platón en el Banquete consiste en distinguir
el amor profano, el amor de los cuerpos, del amor divino, el diri­
gido al espíritu. Y esto es precisamente así porque el amor de los
cuerpos existía también en las relaciones entre hombres. Dicho
esto, la relación entre hombre mayor y adolescente, entre erastés y
172 L A M U J E R E N LA G RE C IA C LASIC A

eromene, fuese o no de naturaleza sexual, se integraba en un marco


social muy determinado, el de la ciudad aristocrática. Siguiendo
con el Banquete, Platón hace decir a Pausanias, uno de los interlo­
cutores de Sócrates, que considerar al amor entre muchachos como
algo vergonzoso es algo propio de bárbaros o de tiranos: «Los ti­
ranos, desde luego, no pueden permitir que entre sus súbditos sur­
jan personas de gran valor, ni amistades ni uniones sólidas que el
amor es especialista en formar* Los tiranos de Atenas lo aprendie­
ron por experiencia. El amor de Aristogitón y la amistad de Har-
modio, sólidamente cim entados, destruyeron su poderío» l5. La re­
lación de pederastia estaba teñida, pues, para los griegos, de un
cáracter formador. Ligada al gimnasio — y es evidente que la des­
nudez de los cuerpos favorecía allí los acoplamientos— , también
lo estaba a todo un sistema de valores aristocráticos. Pero no por
ello excluía otras relaciones de naturaleza heterosexual. U n mis­
mo hombre podía haber estado unido en su juventud a un aman­
te mayor que él, haber servido después, ya convertido en hombre
adulto, de mentor a un adolescente, y no solamente podía casar­
se, por supuesto, sino también buscar placer en la relación amo­
rosa con una o varias mujeres. Por lo demás, es significativo que
sea precisamente este amor, el amor heterosexual, el que con más
frecuencia es llevado al teatro, sea éste trágico o cómico. Y hemos
visto que en la epopeya la mujer era ya también un objeto eróti­
co, fuese esposa o cautiva. Es m ás,j la desconfianza hacia las mu­
jeres, cuya intensidad hemos podido comprobar en Hesíodo, Aris­
tófanes y otros, es la contrapartida de su atractivo sexual, y pre­
cisamente por esta razón, porque los hombres no podían luchar
contra esta atracción, consideraban a la mujer como un ser temi­
ble, llena al mismo tiempo de astucia, de metis, y de hechizo.
El objeto de este amor, de este deseo, era en primer lugar la
esposa, la que había sido elegida para tener herederos legítimos.
Ya hemos visto, desde luego, que el matrimonio se presentaba pri­
mero como una alianza entre dos familias, entre dos oikos3 y que
la futura esposa se contentaba la mayoría de las veces con ver por
primera vez el día de su matrimonio a aquel con quien iba a unir­
A P E N D IC E I I 173

se. Pero aunque la elección de una esposa venía dictada casi siem­
pre por consideraciones de orden material en las que no interve­
nía la atracción física, no hay que excluir sin embargo que dicha
atracción física haya podido también ser determinante. Hacer hi­
jos no era solamente un deber social y político, y no podemos de­
jar de recordar a este respecto el célebre pasaje del Banquete de Pla­
tón, en el cual Diotim a, la extranjera de M antinea, define para Só­
crates lo que es el amor y de qué forma está ligado a la reproduc­
ción, pero también cómo sólo es posible esta reproducción si va
precedida del deseo: «Cuando llegamos a cierta edad, dijo Dioti­
ma, nuestra naturaleza siente el deseo de engendrar, pero sólo pue­
de engendrar en la belleza, no en la fealdad; y en efecto, la unión
del hombre y de la mujer es concepción. Esta concepción es obra
divina, y el ser mortal participa de la inmortalidad por la fecun­
dación y la generación; pero esta mortalidad es imposible de al­
canzar en lo que es discordante; ahora bien: lo feo no armoniza
con lo divino, en tanto que lo bello sí lo hace. La belleza es, pues,
para la generación una Moira y una Ilitiya. Por ello, cuando el
ser impaciente por dar a luz se aproxima a lo bello se vuelve go­
zoso, y, en su júbilo, se dilata y da a luz y produce; en cambio,
cuando triste y ceñudo se aproxima a lo feo, se da la vuelta y no
engendra; retiene su germen y sufre. Ahí se origina el éxtasis que
siente el ser fecundo y lleno de vigor en presencia de la belleza,
porque ésta le libera del profundo sufrimiento del deseo...» I6. D io­
tima habla aquí como un hombre y lo que describe es el deseo mas­
culino, pero un deseo que va dirigido a la mujer, y pues de lo que
se trata es de concepción, a la mujer de la cual se espera una des­
cendencia legítima.
Este deseo de la esposa legítima es también el motivo funda­
mental de la comedia de Aristófanes, Lisístrata . Son innumerables
las citas que muestran de manera cruda la situación en la que se
encuentran, en la obra, los pobres atenienses, incapaces de conte­
ner su deseo e incluso de disimularlo delante de los espectadores.
Es muy elocuente a este respecto el diálogo que mantienen Mirri-
na, una de las compañeras de Lisístrata, y su esposo:
174 LA M U J E R E N LA G RE C IA C LASIC A

«CINESIAS: Ya no encuentro ningún aliciente en la vida desde


que se fue de casa. Siento m ucha pena cuando entro en ella; todo
me parece desierto; y los manjares que como no tienen para mí
ningún sabor. Porque estoy en erección.
M IR R IN A (al foro): Yo le amo, sí, le amo. Pero a él no le im ­
porta mi amor. N o me obligues a ir a su lado.
CINESIAS: Mi dulcísima Mirrinita, ¿por qué haces eso? Baja has­
ta aquí.
M IRRINA: No, por Zeus, no iré.
CINESIAS: ¿No vas a bajar si te estoy llamando, Mirrina?
M IRRINA: M e llamas sin ninguna necesidad.
CINESIAS: ¿Yo, sin necesidad? Di más bien que no puedo
más» 17.
En un registro diferente, muestra Jenofonte en el Económico el
mismo entendimiento físico entre marido y mujer, con ese tono
moderado de hombre de bien que le es habitual. Iscómaco, el ate­
niense modelo del diálogo, tras contemplar a su mujer «llena de
afeites de albayalde para aclarar la tez más de lo natural, muy m a­
quillada con orcaneta para aparentar un color más rosado del que
en realidad tenía, con zapatos de altos tacones para parecer más
alta de lo que naturalmente era», se propone demostrarle la su­
perioridad de la belleza en estado natural sobre una belleza arti­
ficial a base de afeites. Para lo cual, empieza preguntándole:
«¿Acaso no nos hemos casado para que nuestros cuerpos formen
también una comunidad?» Y al recibir una respuesta afirmativa
de su esposa, continúa diciendo: «En esta comunidad de nuestros
cuerpos, ¿cómo crees que merezco más tu amor: tratando de ofre­
certe un cuerpo sano y vigoroso gracias a mis cuidados y que veas
que el color de mi piel es por eso natural, o embadurnándome de
bermellón o m aquillándome con rosicler debajo de los ojos para
aparecer ante ti y tomarte en mis brazos, y engañarte así, ofre­
ciendo a tus ojos y a tus caricias bermellón en lugar de mi piel
con su color natural?» í8.
Pero no todos los hombres pensaban como Iscómaco, y gra­
cias a numerosos testimonios sabemos que las cortesanas no eran
A P E N D IC E / / 175

las únicas mujeres que se servían de artimañas para seducir a los


hombres. En la comedia antes aludida, Lisístrata> se mencionan to­
dos los medios utilizados por la esposa de un ateniense para des­
pertar el deseo de su marido... o de su amante. A su amiga Cleó-
nice, que se pregunta qué pueden hacer las mujeres por la salva­
ción de la ciudad «... si nos pasamos la vida inactivas con nuestro
colorete, ataviadas con túnicas de color azafrán, muy emperifolla­
das con mantos cimbéricos talares y con peribárides», le responde
Lisístrata: «Esto es precisamente lo que nos salvará, las pequeñas
túnicas color azafrán, los perfumes, las peribárides, la orcaneta,
los vestidos transparentes» 19. De esta manera, despertando el de­
seo de sus esposos, pero negándose a satisfacerlo, les obligarán a
firmar la paz.
El amor, el deseo, incluso la pasión, desempeñaban un papel
no desdeñable en las relaciones entre hombres y mujeres, incluso
en el marco de la vida conyugal. Adem ás, es significativo que a
finales del siglo IV, y en relación con la decadencia de la vida po­
é tic a , cuando se incrementa la importancia de la esfera privada,
el amor se convierte en uno de los motivos principales de las in­
trigas teatrales, un amor cuyo desenlace normal y deseado es el
matrimonio. Así es el amor que siente Sóstrato por la hija de Cne-
món el misántropo, en la obra del mismo título de Menandro, E l
misántropo, amor que nace desde el mismo m omento en que ve a
la joven y que él experimenta como un mal que sólo podrá ser mi­
tigado cuando su padre se la entregue y pueda quererla siempre 20.
Tam bién lo es el que une a Dém eas con su concubina Crisis en
¡ La doncella de Sumos del mismo Menandro, y el que provoca la de­
sesperación de Quéreas en el Escudo, cuando se entera de que la
hermana de su amigo Cíeos trato, de quien está locamente enam o­
rado, tiene que casarse, por su condición de muchacha heredera,
C con su viejo tío. Puede objetarse que aquí nos movemos en el te­
rreno de la ficción, y que las cosas no eran lo mismo en la reali­
dad. Pero entre los discursos que han llegado hasta nosotros atri­
buidos a Dem óstenes, hay un texto que demuestra que el amor
apasionado también se daba en la buena sociedad ateniense del
176 L A M U J E R E N L A G RE C IA C LA SIC A

siglo IV. Se trata del alegato pronunciado por un tal Mantíteos


contra su hermanastro Boeto. El primero era el hijo legítimo del
ateniense Mandas; el segundo, un hijo natural que M antias había
tenido con una tal Plangón, amante suya a la que mantenía. D i­
cha Planglon era también ateniense, hija de ciudadano, y no una
pallaké\ una concubina, ya que tenía su propia casa. El orador dice
que las relaciones que m antenía con M antias eran «apasionadas»,
siendo esta pasión culpable de que M antias hubiera desatendido
a su familia legítim a21. Poco importa ahora la buena o mala fe
del orador. Pero el hecho de mencionar una situación semejante
muestra de por sí la existencia del amor-pasión entre un ateniense
y una ateniense de pleno derecho y que ésta no era su esposa. Con
mayor motivo podía sentirse un amor así por una cortesana, por
una de esas mujeres profesionales del amor. Ya hemos recordado
el caso de Pericles y el amor que sentía por Aspasia. Es evidente
que la atracción física era aquí fundamental, más aún que en la
relación conyugal. Hem os señalado en capítulos precedentes el lu­
gar especial que estas mujeres ocupaban en la sociedad griega, y
muy especialmente en ciudades como Atenas o Corinto. La razón
misma de su importancia era el deseo que despertaban en sus
amantes. Eran, por lo general, hermosas, y era su belleza lo que
primero utilizaban para atraer a los hombres. U n fragmento de
la obra de un poeta cómico nos sirve de muestra del conocimiento
que tenían de todas las estratagemas que podían hacerlas más y
más atractivas, estratagemas que las viejas cortesanas enseñaban
a las más jóvenes: «U na vez que comienzan a ganar dinero, se in­
teresan por las jóvenes que están empezando a dar los primeros
pasos en el oficio. Las moldean a su manera y cambian su aspecto
exterior. ¿Que ésta es bajita? Le ponen corcho en los zapatos.
¿Aquélla es dem asiado alta? Se calza unas delgadas zapatillas y
camina con la cabeza inclinada entre los hombros, lo que reduce
su tamaño. ¿Aquella otra no tiene caderas? Se pone un miriñaque
y los espectadores se extasían ante su hermoso trasero. Tienen se­
nos postizos como los actores. Se los colocan muy erguidos, y cuel­
gan sus vestidos de ellos como si fueran perchas. ¿Las cejas son
A P E N D IC E I I 177

demasiado ralas? Se las riñen con hollín de lámpara. ¿Son dem a­


siado oscuras? Las untan con albayalde. Sí la cortesana tiene la
piel demasiado blanca, se pone colorete. Si hay alguna parte de
su cuerpo especialmente atractiva, la deja al descubierto. ¿Tiene
dientes bonitos? Se pasa el tiempo provocando la risa para que el
acompañante pueda admirar la boca de la que tan orgullosa está.
Si no tiene ganas de reír... sostiene una fina rama de mirto entre
los labios, de manera que no le quede más remedio que sonreír
aunque no quiera» 22.
Pero los reproches dirigidos por Jenofonte a su joven esposa de­
muestran que las mujeres de la buena sociedad también recurrían
a estratagemas semejantes para retener a sus esposos. Los afeites,
los vestidos provocativos, las túnicas transparentes a las que alu­
de Lisístrata, tantas armas utilizadas por las mujeres para atraer
a los hombres, maridos o amantes, a los que querían seducir o re­
tener. Y una vez más comprobamos que también en este terreno
había una cierta distancia entre la condición social de la mujer
— eterna menor que pasa de la tutela de su padre a la de su ma­
rido— y su condición real 23. El discurso de Lisias Defensa de la
muerte de Eratóstenes, una de las fuentes que nos proporciona infor­
mación sobre la legislación relativa al adulterio en Atenas, es asi­
mismo un testimonio elocuente de las tretas a las que una mujer
podía recurrir para satisfacer su deseo y engañar al marido. Sin
duda alguna, la iniciativa en este enredo partió de Eratóstenes,
quien, tras haber visto a la joven mujer con ocasión de los fune­
rales de su suegra, sobornó a la joven esclava que iba al mercado
para entrar en contacto con la mujer codiciada 24. Pero ésta, una
vez que se convirtió en la amante de Eratóstenes, sólo pensaba en
facilitar las visitas nocturnas de su amante, y con el pretexto de
que tenía que ocuparse de su hijo recién nacido, instaló en la plan­
ta baja de la casa el cuarto de las mujeres y relegó a su marido
al piso alto. Pues bien, si Eufileto, el marido engañado, no hubie­
se sido alertado «solícitamente» por una antigua amante de Era-
tóstenes, celosa por verse desdeñada, nunca se habría enterado de
su infortunio. Primero hizo confesar a la joven sirvienta que ser-
178 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

vía de intermediaria entre los dos amantes. Después, tras conocer


por medio de la sirvienta que Eratóstenes iba a venir a su casa
una noche, reunió a varios amigos y consiguió sorprender a su mu­
jer en flagrante delito: «Al empujar la puerta de la habitación, los
primeros que entraron conmigo, y yo mismo, tuvimos tiempo de
ver al hombre acostado junto a mi mujer; los que venían detrás
lo vieron completamente desnudo en la cama» 25. Esta escena de
vodevil acabaría trágicamente con el asesinato del culpable, pues
Eufileto utilizó como pretexto la ley que permitía al marido que
sorprendía a su mujer en flagrante delito de adulterio matar a su
cómplice sin mediar proceso alguno. De todas maneras, el proce­
so se llevó a cabo, pero contra Eufileto, y gracias a la defensa que
. él mismo pronunció en su defensa conocemos esta historia. A tra-
? vés de la misma podemos adivinar también una realidad cotidia-
na diferente de la imagen bastante desdibujada que un simple aná­
lisis de la vida de las mujeres a partir de su condición social y ju-
( rídica nos permite contemplar.
\í Las mujeres griegas no eran por lo tanto simples reproducto-
^ ras destinadas a dar hijos legítimos a sus esposos y ciudadanos a
la ciudad. Y la distinción que hace el orador del discurso Contra
Neera entre las cortesanas dedicadas al placer y las esposas legíti­
mas consagradas a la procreación era bastante simpliíicadora, y
destinada más a apoyar su demostración que a reflejar la reali­
dad. Es cierto que el comportamiento de las mujeres frente a la
pasión amorosa y al deseo nos ha llegado a través de las palabras
^ de hombres. Pero lo que Safo, única mujer que ha descrito la pa-
V sión amorosa, sentía por sus jóvenes compañeras, podían otras ex­
perimentarlo por el hombre que amaban. No podemos dejar de ci­
tar algunos encendidos versos de la poetisa. Esto le decía a una
tal Agalis: «Apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego me co­
rre bajo la piel, por mis ojos nada veo, los oídos me zumban, me
invade un frío sudor y toda entera me estremezco, más que la hier­
ba pálida estoy y apenas distante de la muerte me siento,
infeliz» 26.
A P E N D IC E 11 179

Y a otra: «Viniste, hiciste bien, te anhelaba a mi lado, a ti,


que enfriaste mi corazón ardiente de deseo» 27. Pero Safo no sólo
aludía a «Eros turbador de los sentidos» cuando hablaba del de­
seo que sentía hacia sus compañeras. En boca de una joven pone
las siguientes palabras: «Dulce madre mía, no puedo ya tejer mi
tela, consumida de amor por un joven, vencida por la suave Afro­
dita» 28. Por consiguiente, no está de más reconocer algún valor
a las palabras que un poeta como Eurípides pone en boca de sus
protagonistas, que haga hablar a M edea llorando el amor de Ja-
són, o a Fedra muriendo de amor por Hipólito. Y poco importa
que para el poeta sea Cipria, es decir, Afrodita, la única respon­
sable del fuego que las consume; la realidad de esta pasión per­
manece, de este Eros que «vierte gota a gota el deseo en los ojos,
el deleite en el alma».
Terminemos con la descripción de una mujer que se dispone
a reunirse con su esposo en el lecho: «Lava su adorable cuerpo
con ambrosía y a continuación lo unta con un aceite graso, divino
y suave, de perfume inimitable; al agitarlo en el palacio de Zeus,
de puertas de bronce, el cielo y la tierra se colman de su fragan­
cia. U na vez ungido el hermoso cuerpo, se peina los cabellos con
sus propias manos y forma unas lustrosas trenzas, bellas y divi­
nas, que cuelgan de la cabeza inmortal. Se cubre después con un
manto divino labrado para ella por Atenea, engalanado con nu­
merosos adornos, y lo sujeta al cuello con broches de oro. Se pone
un ceñidor ornado con cien flecos, y en los lóbulos perforados de
ambas orejas cuelga unos pendientes de tres piedras preciosas, de
aspecto granuloso, en los que resplandece un encanto infinito. Fi­
nalmente, la divina por excelencia se cubre la cabeza con un velo
hermosísimo, nuevo, tan blanco como el sol, y calza sus tersos pies
con bellas sandalias» 29.
Esta mujer que se prepara para el amor es Hera, y el esposo
con quien va a reunirse es Zeus, el señor de los dioses y de los
hombres.
I

H
NOTAS

CAPITULO 1
3 J. P. Vernant, «Le Mariage», Mythe et Société en Grèce ancienne, Paris,
1974, p. 62; cf. igualmente E. Scheid, «II Matrimonio omerico», Dialoghi
di Archeologia, I, 1980, 60-73.
2 litada, IX, 146; 288-290.
3 Sobre el carácter particular del reino de Alcínoo, lugar de paso en­
tre el mundo real y el mundo mítico de los relatos, cf. C. P. Segal, «The
Phaeacians and the Symbolism of Odysseus’ Return», Arion, 1 (4), 1962,
pp. 17-63, y P. Vidal-Naquet, «Valeurs religieuses et mythiques de la te­
rre et du sacrifice dans L ’Odyssée», Problèmes de la terre en Grèce ancienne (M.
I. Finley éd.), Paris, 1973, pp. 285 ss. En cuanto al caso de Nausícaa, J.
P. Vernant cree que manifiesta una crisis del sistema «normal», que pue­
de resolverse mediante la práctica de la endogamia; lo mismo sucede en
el caso de Esqueria, ya que el mismo Alcínoo tiene como esposa a su so­
182 L A M U J E R E N L A G RE C IA C LASIC A

brina Areté. Vernant (op. cit., p. 74) da otros ejemplos tomados del mito
y de la leyenda, en los que ve reflejado el modelo mítico de lo que será
en la época clásica el epiclerato.
4 Cf. litada, XVI, 325 ss. Vernant, op. cit., p. 70; cf. igualmente M.
I. Finley, «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», Revue Inter­
nationale des Droits de l ’Antiquité , 3.a serie, II, 1955, pp. 167-194.
5 Sobre el derecho matrimonial de la época clásica, cf. Vernant, op.
cit., pp. 55 ss., y A. R. W. Harrison, The Law o f Athens. The Family and
Property, Oxford, 1968, pp. 1-60.
6 Odisea, IV, 12-15.
7 /¿¿¿/XIV, 203.
8 litada, II, 296-297.
9 I b i d IX, 338 ss.
10 Ibid., VI, 450-455.
11 Odisea, V, 153-154.
12 Ibid., V, 209-210.
13 lbid., XIII, 42-45.
14 Para este problema, conviene releer el libro de M. L Finley, The
World of Odysseus, 2.aed., Nueva York, 1977, y más especialmente pp. 100 ss.
15 Ilu d a , VI, 85-91.
16 Odisea, XXIII, 353-360.
17 Riada, III, 125 ss.
18 Ibid., VI, 490 ss.
19 Odisea, IV, 297 ss.
20 Ibid., III; 465 ss.
21 Ibid., XXI, 5 ss.
22 Ibid., XV, 376 ss.
23 Ibid., IV, 50 ss.
24 Volveremos sobre el tema más adelante, en el capítulo dedicado a
la mujer ateniense.
25 Sobre el concepto del buen jefe tal como se desarrolla en el siglo IV,
y especialmente en la obra de Jenofonte, cf. Gl. Mossé, La Fin de la dé-
mocratie athénienne, París, 1962, pp. 375 ss.

CAPITULO 2
1 Sobre las transformaciones del mundo griego en la época arcaica,
consúltese principalmente M. I. Finley, Les Premiers Temps de la Grece, Pa-
NO TAS 1 83

ris, Maspero, 1973; A. Snodgrass, Archaic Greece, Londres, 1980; O. Mu-


rray, Early Greece, Glasgow, 1980.
2 Sobre la Jonia, cf. G. L. Huxley, The Early Ionians, 1966; sobre el
nacimiento del pensamiento griego y las primeras especulaciones filosó­
ficas, existe una importante bibliografía. La obra más sugestiva sigue
siendo la de J. P. Vernant, Les Origines de la pensée grecque, París, PUF,
1962.
3 Sobre la colonización griega, remito a mi libro La Colonisation dans
F Antiquité, Paris, Nathan, 1970, donde puede encontrarse una bibliogra­
fía más detallada.
4 Es interesante citar a este respecto una afirmación de Aristóteles,
Política, III, 2-3: «La definición del ciudadano como alguien nacido de
un ciudadano y una ciudadana no puede aplicarse a los primeros habi­
tantes o fundadores de una ciudad».
5 Sobre las tradiciones relativas a los orígenes de Locros Epizefirios
y su relación con la «ginecocracia», cf. el artículo de P. Vidal-Naquet,
«Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le mythe, Putopie», en Le
chasseur noir, Paris, Maspero, 1981, pp. 276 ss.
6 Sobre esta «crisis agraria» y sus implicaciones, cf. Ed. Will, «La
Grèce archaïque», Deuxième Conférence internationale d ’histoire économique3 vol.
I, Commerce et politique dans VAntiquité, Paris, Mouton, 1965; M. Detienne,
Crise agraire et Attitude religieuse chez Hésiode, Latomus, vol. LXVIII, Bruse­
las, 1963.
7 Cf. mi libro La tyrannie dans la Grèce antique, Paris, PUF, 1970.
8 L. Gernet, «Mariages de tyrans», en Anthropologie de la Grèce antique,
Paris, Maspero, 1968, pp. 345 ss.
9 Herodoto, VI, 126-130.
10 Id ., 1,61; V, 94; Aristóteles, Constitución de Atenas, 17, 3.
11 Herodoto, III, 50-53.
12 Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, VII, 8.
13 Justino, Historias filípicas, XVI, 4, 2 ss.
14 Polibio, XVI, 3; Tito Livio, XXXIV, 31.
15 Sobre la historia de Atenas en la época clásica, ver Ed. Will, Le
Monde grec et l'Orient, t. I, Le V Siècle, Paris, PUF, 1972; Ed. Will, Cl. Mos-
sé, P. Goukowsky, id., t. II, Le IVeSiècle et l ’époque hellénistique, Paris, PUF,
1975.
16 Se puede sacar esta conclusion gracias a una indicación hecha por
Plutarco en la Vida de Poción: cuando, en el año 322, se privó de la ciu­
184 LA M U J E R E N L A G RE C IA C LASIC A

dadanía «activa» a todos aquellos cuyos bienes no alcanzasen el valor de


dos mil dracmas, doce mil de los veintiún mil atenienses que constituían
entonces la ciudad fueron seguramente afectados por esta medida.
17 Sobre el lugar y la importancia de los esclavos en Atenas, se han
formulado opiniones contradictorias. Cf. para estos problemas el libro de
M. I. Finley, Esclavitud antigua e ideología moderna. Barcelona, Crítica 1982
y el de Y. Garlan, Les Esclaves en Grece ancienne, París, Máspero, 1982.
18 Sobre la importancia de este empleo nuevo, cf. infra, donde volve­
mos a tratar el tema.
19 Contra Afobo, I, 4-5.
20 Sobre este punto, remitimos a A. R. W. Harrison, The Law o f At-
kens, I, The Family and Property, Oxford, 1968, así como al reciente artícu­
lo de J. Modrzejewski, «La Structure juridique du mariage grec», Scritti
in .onore di Orsolina Montevecchi, Bolonia, 1981, pp. 231 ss.
21 Demóstenes, Contra Macártato, 54.
22 Sobre el problema de la dote y de las garantías hipotecarias que
la acompañaban, remitimos al libro de M. I. Finley, Studies in Land and
Credit in Ancient Atkens} New Brunswick, 1952, pp. 44 ss. Cf. igualmente
H. J. Wolff, Real Encyclopádie, XXIII A, 1957, pp. 133-170; D. M. Schaps,
Economic Rights o f Women in Ancient Greece, 1979, y más adelante, Apén­
dice I.
23 En el discurso Contra Neera, del que volveremos a hablar, se men­
ciona a un tal Estéfano que emprende una demanda contra su yerno.
Este, en efecto, ha repudiado a su esposa, pero se ha negado a restituir
la dote con el pretexto de que su mujer no era la hija legítima de Estéfano.
24 En el artículo citado supra n. 20, J. Modrzejewski señala (pp.
244-246) que para la pallaké, la concubina, no existe transferencia de la
kyria, que sigue estando en posesión del padre, del hermano o del tutor
legal. Se daría en este caso una disparidad absoluta con el caso de la es­
posa legítima. Me pregunto si la posibilidad que tiene la mujer de inten­
tar una demanda de divorcio por mediación de su kyrios primitivo no im­
plica que incluso en el caso de la esposa legítima hubiera transferencia
total de la kyria.
25 La ley, atribuida a Dracón y citada por Demóstenes en el discurso
Contra Aristócrates, 53, establecía que aquel que matase a un hombre sor­
prendido en flagrante delito con su esposa, su madre, su hermana, su
hija o su concubina no sería perseguido. Se colocaba de esta manera a
la concubina a la misma altura que las demás mujeres del oikos, pero por
NO TAS 185

el hecho de haber sido escogida «para tener hijos libres». Así pues, lo
más importante era la legitimidad del hijo con relación al padre. Gf. asi-
mismo Lisias, Defensa de la muerte de Eratóstenes, 31.
26 Eso fue precisamente lo que hizo el pleiteante del discurso de Li­
sias. Pero el hecho de que se haya interpuesto una demanda contra él es
un indicio de que, en la época clásica, era cada vez más difícil admitir
que un individuo pudiera hacerse justicia por su mano sin recurrir a las
instancias jurídicas de la ciudad.
27 El discurso Contra Neera aporta la prueba de ello: cuando Estéfano
sorprende en flagrante delito a un tal Epainetos con la que él hace pasar
por hija suya, le reclama también dinero (Contra Neera, 65).
28 Demóstenes, Contra Eubúlides, 35; 45.
29 Lisias, Contra Filón, 21.
30 Demóstenes, En defensa de Formión 14.
31 Demóstenes, Contra Espudias, 3-4; 9; cf. las observaciones de Louis
Gernet, Notice, pp. 53-54.
32 Sobre los metecos atenienses y su situación, consúltese en esta oca­
sión Ph. Gauthier, Symbola. Les Etrangers et la Justice dans les cites grecques,
París-Nancy, 1972, y D. Whitehead, The Ideology o f the Athenian Metic,
Cambridge, 1977.
33 El discurso Contra Neera nos aporta una prueba esclarecedora. El
pleiteante cuenta que Lisias, tras hacer venir a Atenas a su amante, la
cortesana Metanira, con ocasión de las fiestas de Eleusis, no quiso reci­
birla en su casa, porque le habría dado vergüenza presentársela a su ma­
dre que vivía con él (Contra Neera, 22).
34 Plutarco, Vida de Pericles, 5 ss., 9-10; Platón, Menéxeno, 235 ss.
35 Plutarco, Vida de Foción, 22, 1-3.
36 Entre los numerosos estudios dedicados a la comedia nueva, des­
tacaremos dos artículos: el de Claire Préaux, «Ménandre et la société at-
hénienne», Chroniques dEgypte, XXXII, 1957, y el de L. A. Post, «Wo-
men’s Place in Menander’s Athens», TAPA, 1940, así como el libro de
A. W. Gomme y H. Sandbach, Menander, A Commentary, Oxford, 1973.
37 Jenofonte, Memorables, II, 7, 6.
38 Es el caso de Neera, que fue comprada por Nicarete junto con
otras seis muchachas para dedicarla a la prostitución (Demóstenes, Con­
tra Neera, 18).
39 Demóstenes, Contra Evergoy Mnesíbulo, 55-56.
40 Existe una bibliografía considerable sobre Esparta. Se puede con-
186 L A M U J E R E N LA G R E C IA C LASIC A

sultar, en último término, P. Oliva, Sparta and her Social Problem, Praga,
1971, y el artículo de M. I. Finley, «Sparta and Spartan Society», en Eco-
nomy and Society in Ancient Greece, Londres, 1981; sobre el «milagro espar­
tano», sigue siendo muy interesante el libro de P. Ollier, Le Mirage Spar­
tiate, París, 1933.
41 De hecho Plutarco recoge aquí las disposiciones imaginadas por
Platón en la República y en las Leyes, y las aplica a las mujeres esparta­
nas. Cf. Infra p. 144 ss.
42 Sobre los rasgos particulares de los ritos de iniciación en Esparta,
cf. H. Jeanmaire, Couroi et Cornetes, París, 1939, pp. 463 ss.; cf. igualmen­
te las observaciones de P. Vidal-Naquet, «Le Cru, l’Enfant grec et le
Cuit», Le Chasseur noir, pp. 200 ss.
43 Sobre la degradación de la vida espartana y la necesidad de recu­
rrir a los ilotas, es de gran interés la lectura del libro de Plutarco, Vida
de Agis y Cleómenes. Sobre Nabis, rey de Esparta a finales del siglo III, cf.
CL Mossé, La Tyrannie dans la Grèce antique, pp. 179 ss.

CAPITULO 3
1 Teogonia, v. 569 ss. Ed. española de A. Pérez y A. Martínez. Ed. Gre-
dos, Madrid, 1983.
2 Los trabajos y los días, v. 57 ss. Ibid.
3 Ibid., v. 65 ss.; 90 ss.
4 Teogonia, v. 603 ss.
5 Sobre el papel del poeta «maestro de verdad», cf. M. Detienne, Les
Maîtres de vérité dans la Grèce archaïque, Paris, Maspero, 1967.
6 Cf. Linda S. Sussmann, «Labor, Idleness and Gender Définition in
Hesiod Beehive», Arethusa, XI, 1978. Sobre la importancia de las «eda­
des oscuras» para el desarrollo de la agricultura, cf. A. Snodgrass, The
Dark Age o f Greece, Edimburgo, 1971, pp. 379-380.
7 Los trabajos..., v. 376.
8 «Sobre la estirpe de las mujeres y algunas de sus tribus», Arethusa,
XI, 1978, pp. 43-87, reproducido en Les Enfants d3Athéna, Paris, Maspe­
ro, 1981, pp. 75 ss.
9 Les Enfants d ’Athéna, p. 97.
10 Ibid., p. 106.
11 Cf. Safo, Alcée, París, CUF, 1937, Notice, p. 163.
NO TAS 187

12 Safo, Poesías(Ed. de G. García Gual, Antología de la poesía lírica grie­


ga. Siglos VI1-IV a.C,,Alianza Ed., Madrid, 1983).

CAPITULO 4
1 Suplicantesi v. 1-11.
2 Ibid., v. 748-749.
3 Agamenón, v. 861-873.
4 Ibid., v. 918-920.
5 Euménides, v. 658-661.
6 Ibid., v. 736-738.
7 Antígona, v. 484-485.
8 Ibid., v. 904-912.
9 Ibid., v. 916-918.
10 Traquinias, v. 155-163.
11 Ibid., v. 443-448.
12 Ibid., v. 459-463.
13 Ibid., v. 539-553.
14 Sobre el clima político en Atenas a finales del siglo V, cf. Ed. Will,
Le Monde grec et l ’Orient, t. I, Le V siècle, pp. 359 ss., 470 ss.
15 Sobre el conflicto trágico y su alcance, cf. J. P. Vernant, «Tensions
et ambiguïtés dans la tragédie grecque», en J. P. Vernant y P. Vidal-Na-
quet, Mythe et Tragédie en Grèce ancienne, Paris, Maspero, 1972, pp. 19 ss.;
cf. igualmente S. Said, La Faute tragique, Paris, Maspero, 1978.
16 Electra, v. 1032-1040.
17 Medea} v. 230-251; sobre este paralelo entre la guerra y el parto,
cf. N. Loraux, «Le Lit, la Guerre», L ’Homme, XXI, I, enero-marzo 1981,
pp. 37-67, y más especialmente pp. 43 ss.
18 Ifigenia en Tâuride, v. 220-225.
19 Electra, v. 74-76.
20 Ifigenia en Aulide.
21 Ifigenia en Tâuride, v. 1298.
22 Medea, v. 407-409.
23 Ibid., v. 573-575.
24 Hipólito, v. 616-642.
25 Medea, v. 410-420.
188 LA M U J E R E N LA G RE C IA C LASIC A

26 Es el título mismo del libro de W. Gomme, The People o f Aristop-


.
hanes A Sociology o f Oíd Attic Comedy, 2.a ed., Oxford, 1951.
27 Cf. Sobre este aspecto de la obra de Aristófanes, «Aristophane, les
femmes et la cité», Cahiers de Fontenay, n.° 17, París, 1979.
28 Lisístrata, v. 1185-1186.
29 Ibid., v. 46-48.
30 Cf. el artículo de N. Loraux, «L’Acropole comique», en Les En­
fants d ’Athena, pp. 157-196.
31 Lisístrata, v. 567-570.
32 Tesmoforiantes, v. 385 ss. j
33 Ibid., v. 473 ss.
34 Ibid., v. 549 ss.
35 Ibid ., v. 780 ss.
36 Asamblea de las mujeres, v. 210-238.
37 Ibid., v. 597-598; 605.
38 Cf. infra p. 144 ss. Se admite generalmente que la Asamblea de las
mujeres se representó en las leneas del año 392, es decir, seis años antes
de que Platon compusiera el diálogo de la República. No hay por lo tanto
una crítica directa de las ideas del filósofo. Pero es posible que el asunto
de la comunidad de las mujeres haya sido un tema debatido en los me­
dios intelectuales de Atenas a finales del siglo V y a comienzos del siglo IV
39 Asamblea de las mujeres, v. 673-675.
40 Sobre los acontecimientos de este período, consúltese W. Fergu-
son, Hellenistic Athens, Londres, 1911, pp. 1-94; Cl. Mossé, Athens in De­
cline, Londres, 1973, pp. 102-119.
41 Misántropos v. 302-309.
42 Escudo, v. 262-267.

CAPITULO 5
1 Sobre la utopía griega, cf. el artículo de M. I. Finley, «Utopianism
ancient and modern», en Tke Use and Abuse o f History, Londres, 1975, pp.
178-192 (trad, española. Barcelona, 1977).
2 Política, II, 1260 b 27 ss.; sobre Faleas de Calcedonia, 1266 a 30
ss.; sobre Hipodamo de Mileto, 1267 b 22 ss.
3 Política, II, 2, 1261 a 9 ss.
4 República, III, 22, 416 d.
NO TAS 189

5 I b i d V, 3, 451 d.
6 Ibid., V, 5, 455 d-e.
7 Ibid., V, 6, 457 a.
8 Cf. supra, p. 91 ss.
9 República, V, 7, 457 c-d.
10 Ibid., V, 9, 461 b-c.
11 Leyes, VII, 805 e.
12 Ibid., VII, 813 c, donde se habla de los«ciudadanos, hombres y
mujeres». Sobre el empleo del términopolítispara designar a lamujer
«ciudadana», cf. Cl. Mossé, R. Di Donato, «Status e/o Funzione, Aspetti
della condizione della donna-cittadina nelle orazioni civili di Demoste­
ne», Quaderni di Storia 17, 1983, p. 151 ss.
13 Leyes, VII, 805 d.
14 Sobre las supervisoras de los matrimonios, cf. VI, 784 a. Para el
término arché aplicado a las funciones específicamente femeninas, cf. VI,
785 b y VII, 794 b.
15 Leyes, VIII, 841 d.
16 Política, II, 9, 1269 b, 12—1270 a, 29. Para Aristóteles, el «desen­
freno» de las mujeres espartanas es la causa de la decadencia de la ciu­
dad lacedemonia, a pesar de que en lo relativo al manejo de las dotes y
de las herencias, es en sus manos donde se concentran los bienes raíces.
17 Psudo-Aristóteles, Económico, I, 4.
18 Ibid., Ili, I.

APENDICES
1 Cf. H. J. Wolff, «Marriage, Law and Family Organization in An-
cient Athens», Traditio, 2, 1944, pp. 43-95; Harrison, The Law o f Athens,
I, The Family and Property, pp. 45-60; D. M. Schaps, Economie Rights ofW o-
men in Ancient Greece, pp. 74-88; 99-107.
2 Cf. la discusión en Schaps, op. cit., pp. 101-105.
3 Ibid., p. 100.
4 De hecho, los importes de las dotes conocidos gracias a los orado­
res o a las inscripciones, especialmente las limitaciones hipotecarias ate­
nienses, raramente sobrepasan un talento. Solamente en la comedia nue­
va aparecen mencionadas dotes superiores a un talento, lo que ha lleva­
do a algunos críticos a suponer que eran una muestra de la exageración
190 L A M U J E R E N L A G RE C IA C LASIC A

propia del género cómico. Pero también se ha podido demostrar que los
personajes representados en el teatro de Menandro pertenecían a las ca­
pas más ricas de la sociedad: cf. L. Casson, «The Athenian Upper Class
and New Comedy», TAPA, 106, 1976, pp. 29-59.
5 Cf. Lisias, XIX, 59, donde el pleiteante recuerda las sumas gasta­
das por su padre para dotar a las hijas o a las hermanas de ciudadanos
pobres; la ley sobre las epícleras pobres es citada por Demóstenes, Contra
Macártato, 54.
6 «Le Mariage», en Mythe et Société en Gréce ancienne, París, 1974, pp.
65 ss.
7 «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», R ID A , 3.a serie,
2, 1955, pp. 167-194 (Economy and Society in Ancient Greece, Londres, 1981,
pp. 233-248).
8 Herodoto, VI, 126 ss. Como los héroes de la leyenda o de la epo­
peya, Clístenes había organizado entre los pretendientes a la mano de su
hija concursos gimnásticos y musicales que duraron un año entero.
9 Plutarco, Vida de Solón, 20, 6.
10 Ver S. Pomeroy, Goddesses, Whores, ¡Vives and Slaves. Women in Clas-
sical Antiquiiy, Nueva York, 1975 (trad. española, Madrid, 1987); puede
consultarse también R. Flaceliére, UAmour en Grece, París, 1950. Sobre
Safo, además de la edición francesa de sus poesías en la colección de las
Universidades de Francia (ed. de Th. Reinach), consúltese el libro de D.
Page, Sapho and Alcaeus, Oxford, 1955.
11 Platón, Banquete, 189 c—190 a.
12 I b i d 191 d.
13 Sobre la homosexualidad griega, ver el libro de K. J. Dover, L ’Ho-
mosexualité grecque, Ginebra, 1982 y el de F. Buffiére, Eros adolescent. La pé-
dérastie dans la Gréce antique, París, Belles-Lettres, 1980.
14 Eso es al menos lo que dice a propósito de los espartanos en la Re­
pública de los lacedemonios3 II, 12-13: «Creo que debo hablar también del
amor entre muchachos, pues es algo que concierne a la educación. Aho­
ra bien, entre los otros griegos, por ejemplo entre los beocios, los hom­
bres adultos y los niños forman parejas y viven juntos; entre los eléatas,
por medio de regalos se compran los favores de muchachos en la flor de
la edad; y en otras partes, está absolutamente prohibido a los pretendien­
tes dirigir la palabra a los niños. Licurgo incluso mantenía principios
opuestos a este respecto. Si un hombre honesto por naturaleza, enamo­
rado espiritualmente de un adolescente, aspiraba a convertirse en su ami­
NO TAS 191

go incondicional y a vivir con él, le elogiaba y veía en esta amistad el


modo más hermoso de formar a un joven. Pero si alguno daba muestras
de estar solamente prendado de su cuerpo, Licurgo lo declaraba indigno.
De esta manera consiguió que en Lacedemonia los amantes fuesen tan
moderados en su amor hacia los niños como los padres lo eran con sus
hijos o los hermanos con sus hermanos».
15 Banquete, 182 b-c. Harmodio y Aristogitón habían preparado real­
mente el asesinato de Hiparco, el hijo de Pisístrato, quien tras la muerte
de este último había heredado el poder junto con su hermano Hipias. En
el origen del complot existió una rivalidad amorosa, ya que Hiparco ha­
bía intentado en vano conseguir el amor de Harmodio, que estaba unido
a Aristogitón. El asesinato de Hiparco no acabó con la tiranía de Hipias,
que duró aún cuatro años. Pero tras la caída de los tiranos, los dos hom­
bres, que habían sido torturados y muertos por orden de Hipias, fueron
objeto de un verdadero culto; en su honor se erigió una estatua que los
representaba como los tiranicidas,y todavía en el siglo IV sus descen­
dientes gozaban de privilegios especiales.
16 Platón, Banquete, 206, c-d.
17 Aristófanes, Lisístrata, v. 865 ss.
18 Jenofonte, Económico, X, 2; 5.
19 Lisístrata, v. 41 ss. Las cimbéricas eran vestidos largos, sin ceñi­
dor; las peribárides, sandalias elegantes.
20 Menandro, Misántropo, v. 54; 302 ss.
21 Demóstenes, Contra Boeto, I, 27; Pseudo-Demóstenes, Contra Boeto,
II, 51.
22 Alexis, fragmento 18.
23 Cf. supra, p. 54 ss.
24 Lisias. Defensa de la muerte de Eratóstenes, 8-9.
25 I b i d 24.
26 Safo, Poesías (Ed. de C. García Gual, op. cit., p. 66-67).
27 Ibid., p. 69.
Ibid., p. 71.
29 Homero, litada, XIV, 170 ss.
B IB L I O G R A F I A

Obras generales

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IN D IC E A N A L IT IC O

adúltera, 21 ss., 60 ss., 88, 92-93, Antigona, 118, 121, 122.


120 s., 150, 177 ss. Antipatros, 82.
Afrodita, 109, 114, 158, 179. Apolo, 121.
Agamenón, 19, 21, 27,28, 32, 119, Apolodoro, 71, 77.
120, 126, 128, 165, 166. Aquiles, 19, 23, 24, 33, 165, 166,
Agarista, 50, 167. 171.
Agis, 96. Ares, 119.
Agrigento, 50, Areté, 16, 25-30.
Alcandra, 26. Argos, 118.
Alcestis, 118. Aristodemo de Cumas, 51.
Alcibiades, 58, 59, 70, 71. Aristófanes, 10, 64, 80, 87, 115,
Alcinoo, 16, 19, 21, 26, 31. 125, 130, 137, 169, 173.
Alejandro, 80, 137, 139, 155. Aristogitón, 172.
Andócides, 58. Aristóteles, 46, 54, 66, 89, 94, 95,
Andromaca, 10, 17, 20, 23, 28, 30, 96, 101, 137, 143, 144, 151, 163.
Antifanes, 64. Arquídamo, 88.
198 LA M U J E R E N L A G RE C IA C LASIC A

Artemis, 128. concubina (pallaké)j 22 ss., 60 ss.,


Ascra, 107. 65 ss., 124, 140, 142, 150, 158,
Aspasia, 68, 69, 70, 78, 99, 176. 176.
Atenas, 10, 16, 34, 36, 42 s., 49 ss., Corinto, 49, 50, 71, 72, 176.
61, 67 ss., 80 ss., 115, 118, cortesana, 37, 58 ss., 65 ss., 87,
124-127, 130 ss., 150, 153, 156, 141, 142, 152 s., 158 s., 176.
164, 172, 176, 177. Creonte, 121, 122.
Atenea, 26, 108, 121, 128, 179. Crisis, 82, 140, 175.
banquete, 26, 33, 37 s., 68, 71 ss., Dánao, 118, 119.
78, 83, 86. Daos, 139.
Baquis, 83. Démeas, 85, 140, 141, 175.
Beoda, 107. Deméter, 132.
Boeto, 65, 176. Demetrio de Falero, 137.
Calipso, 24, 152. Demóñlo, 82.
Caraso, 113. Demóstenes, 54, 57, 59, 64, 71, 78,
Carisio, 141. 79, 175.
Casandra, 126. despensera, 31 ss., 37 ss., 99, 100,
Casandro, 137. 134.
cautiva, 17 ss., 23, 32, 123. Deyanira, 122-124, 126, 128.
Céfalo, 67. Dionisos, 7, 115, 117, 169.
Cinesias, 174. Diotima, 173.
Cipris, 129. divorcio, 59 s., 156.
Cípselo, 49. dones, regalos, 18, 19, 26 s., 32, 35,
Circe, 131. 36, 50, 165 ss.
Cirebo, 85. Dórica, 113.
ciudadana, 53 ss., 66, 87, 136 s., dote, 53 ss., 75, 77, 88, 95, 129,
148, 152 ss., 159. 137 s., 163-168.
Ciéis, 113. Dracón, 61, 157.
Cleónice, 175. Egipto, 26, 113, 118, 119, 128.
Cleóstrato, 139, 175. Egisto, 120.
Clístenes, 49, 50, 167. Electra, 118, 128.
Clitemnestra, 10, 17, 19, 22, 27, 30, Eleusis, 72, 80.
118, 119, 121, 126-128. engye, 55 ss., 61 s.
Cnemón, 175. Epainetos, 76.
comedia antigua, 64, 69, 74, 80 s., epíkleros, 56, 62, 66, 95, 139.
125, 130 ss., 169. Epitadeo, 95.
comedia nueva, 55, 74 s., 80 ss., Eratóstenes, 177, 178.
136 ss., 175. Eros, 179.
IN D IC E A N A L IT IC O 199

Erigió, 113. Harmodio, 172.


Escamandrónimo, 113. Harpalo, 80.
esclava, 30, 33, 35 s., 42, 46 s., 51, Héctor, 20, 21, 23-25, 33.
54, 60 s., 73, 80, 84 ss., 90, 100, Hécuba, 17, 23-26, 118.
127, 139, 148, 156, 166. hedna, 19 ss., 163-168.
Espudias, 66. Hefestos, 108.
Esparta, 10, 42, 49, 51, 52, 63, 73, Helena, 10, 16, 17, 21, 22, 26-30,
87-96, 100, 131, 143, 157, 163. 99, 128.
Esqueria, 16, 28. Heleno, 25.
Esquilo, 10, 115, 118, 121, 122. Hemón, 122.
Estéfano, 71, 73-78. Hera, 24, 128, 179.
Eubulo, 76. Heraclea Póntica, 51.
Eufileto, 177, 178. Heracles, 123, 124.
Eumeo, 30, 33. Hermes, 109.
Eupolis, 69. Hermione, 22.
Euriclea, 31, 32, 33. Hermipo, 70.
Eurinome, 32. Herodoto, 49, 50, 157, 167.
Eurípides, 63, 115, 118, 125-130, Hesiodo, 44, 106-113, 120, 125,
132, 133, 179. 129, 136, 172.
extranjero (-a), 54, 56, 67 ss., 74, hijos legítimos, 21 ss., 55, 60 ss.,
79, 87, 140. 78, 99, 138, 142, 159, 172 s.
Paleas de Calcedonia, 143. hijos ilegítimos, 22, 61 s., 65 ss.,
Fano, 74-77. 94, 140 ss.
Fedra, 179. Hipareta, 58-60.
Fila, 80. Hipérides, 79-80.
Filipo de Macedonia, 79. Hipias, 71.
Filipo de Queronea, 80. Hipódamo de Mileto, 143.
Finley, M. I., 20, 25, 166. Hipólito, 129, 179.
Fitarco, 96. Homero, 18, 38, 39, 136.
Foción, 80. Ifigenia, 118, 127, 128.
Fràstor, 75, 76. Ilitiya, 173.
Friné, 79, 99. Iscómaco, 16, 34-36, 38, 87, 99,
Frinión, 72-74. 100, 174.
Ganimedes, 171. Itaca, 16, 22, 27, 31, 100.
Gerión, 120. Italia, 46, 47, 51.
Gernet, L., 19, 50, 51, 66. Jasón, 128, 179.
Gortina, 157, 164. Jenofonte, 11, 34, 36, 70, 84, 85,
Habrótonon, 141, 142. 89-92, 94, 152, 171, 174, 177.
200 LA M U J E R E N L A G R E C IA C LASIC A

Jerjes, 118. Menelao, 21, 22, 26, 31.


Jonia, 78. Menón, 85.
kyrios, 55, 58 ss., 75, 82, 100, 119, Micenas, 27.
163. Mileto, 49, 68, 143.
Lacedemonia, 27, 28, 31. Mirrina, 80, 173, 174.
Laconia, 89. Mitilene, 44, 113, 114.
Laertes, 31, 33. Moira, 173.
Lampitó, 87, 94. Mosquión, 140.
lana, trabajo de la, 26 ss., 32, 33, Nabis, 51.
35 ss., 67, 84, 90 s., 100, 131 ss., Nausícaa, 16-19, 21, 27.
148. Neera, 71-79, 82, 85.
Larico, 113. Neoptólemo, 22.
Leónidas, 96. Neso, 123.
Lesbos, 10, 33, 44, 113, 170. Néstor, 29.
Licurgo, 92-95. Nicarete, 68, 71, 72.
Lisias, 64, 67, 177. Nilo, 118.
Lisíeles, 70. nodriza, 31 ss., 64, 68, 84 ss.
Lisístrata, 64, 87, 131, 173, 175, oikos, 15 ss., 25, 27 ss., 44, 47, 62 s.,
177. 86, 99 s., 110, 136, 151,158, 163,
Locros, 47, 51. 172.
Locros Epizefirios, 46. Orestes, 121.
Loraux, N., 111, 112. Ortágoras, 49.
Mantias, 65, 176. Otrinoeo, 165, 166.
Mantinea, 173. Oxirrinco, 113.
Mantíteos, 65, 176. Pan, 138.
Marsella, 46. Pandora, 108, 111.
matrimonio, 18 ss., 23, 35, 49 ss., Pánfila, 141, 142.
55, 61 ss., 90s., 94, 100, 114ss., Pánfilo, 82.
119 s., 123, 128, 139, 146 ss., París, 21, 128.
164 ss. Pasión, 65.
Medea, 118, 127, 128, 179. Patroclo, 171.
Megacles, 50, 51, 167. Pausanias, 49, 172.
Megapentes, 22. pederastia (homosexualidad), 158,
Mégara, 73, 74. 171 ss.
Melanio, 32. Peleo, 19, 20.
Melisa, 50. Peloponeso, 52, 78, 84, 88, 125,
Menandro, 82, 83, 117, 137, 138, 130, 136.
140, 142, 175. Penèlope, 10, 16, 17, 20, 24, 25,
IN D IC E A N A L IT IC O

27-30, 32, 34, 35, 38, 51, 99, 100, Safo, 10, 44, 113-115, 170, 171,
133, 152, 166. 178, 179.
Periandro, 40, 50. Samos, 49, 140, 141.
Pericles, 52, 53, 68-70, 78, 122, Sicilia, 50, 113.
143, 167, 176. Sición, 49, 50, 167.
Perséfone, 132. Simónides de Amorgos, 111-113,125.
phemé, 163-168. Siracusa, 50.
Pireo, el, 53, 80, 85, 137. Siria, 119.
Pisistrato, 50, 51. Sócrates, 11, 34, 35, 69, 70, 143,
Pitonica, 80. 172, 173.
Platón, 69, 93, 135, 144-153, Sófocles, 115, 118, 121, 122, 126.
170-173. Solón, 49, 53, 157, 167, 168.
Piangoli, 65, 140, 141, 176. Sostrato, 138, 175.
Plauto, 81, 82. Tais, 82.
Plutarco, 58, 69, 89-96, 167. Táuride, 128.
Polibio, 46. Tebas, 26.
Pólibo, 26. tejer, 28 ss., 33 ss., 67, 84 s., 108,
Policas, 29. 128.
Policrates, 49. Telémaco, 20, 26-29, 31, 33.
Polieucto, 66. Teodota, 70, 71.
Polinice, 122. Teógono, 77.
Ponto Euxino, 140. Terencio, 81-83.
Poseidón, 16. Tersites, 18.
Praxàgora, 64, 134, 136. Tesalia, 78.
Praxiteles, 79. Timeo, 47.
Priamo, 20, 21, 23-25, 165. tragedia, 111 s., 117 ss.
proixy 163-168. Trasíbulo, 49.
Prometeo, 108. Troya, 10, 23, 26, 28, 128.
prostituta, 68 ss., 86. Tucídides, 52, 88, 125.
Quéreas, 139, 140, 175. Vernant, J. P., 18, 20, 165.
Queróstrato, 139. violación, 141 s.
reina, 17 ss., 25 ss., 33, 38, 51, 77, Vidal-Naquet, P., 47.
99 s. Ulises, 21-24, 26-32, 34, 152.
religión, 70, 72, 77, 79, 132. Zeus, 24, 108, 109, 118, 119, 129,
sacerdotisa, 77. 170, 171, 179.
Fue en Grecia donde se pusieron los cimientos de nuestra civilización
occidental, donde comenzó a configurarse una concepción de la
mujer que ha llegado con mayor o menor fuerza a nuestro siglo, y que
seguramente seguirá existiendo en el próximo. Con un extraordinario
conocimiento de la historia y la literatura griegas, la autora — profe­
sora de historia en la Universidad de París VIII— va ofreciéndonos
la situación de la mujer en Grecia desde los tiempos homéricos hasta
lá época helenística, reconociendo el papel secundario de la mujer en
la vida antigua, limitado a la procreación y el gobierno de la casa.
Las grandes figuras femeninas como Helena, Andrómaca, Penélópe,
Clitemnestra, Hécuba, Areté y muchas otras, por no citar a las
diosas, tienen tanta cabida en esta obra como las cortesanas— Neera,
Aspasia, Teodota— las sirvientas y esclavas y las guerreras esparta­
nas, resultando de todo ello una visión rigurosa de la mujer en la
Antigüedad.

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W. J. Callahan: Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874.
Carlos Gómez-Centurión: La Invencible y la empresa de Inglaterra.
Georges Minois: Historia de la vejez. De la Antigüedad al Renacimiento.
Margaret Wade Labarge: La mujer en la Edad M edia.
Vito Fumagalli: Cuando el cielo se oscurece. La vida en la Edad Media.
D. Bushnell y N. Macaulay:E/ nacimiento de los países latinoamericanos.
Geoffrey Parker: España y la rebelión de Flandes.
R. Fletcher: E l Cid.
B. y L. Bennassar: Los cristianos de Alá.
R. Harrison: España en los albores de la historia.

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