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El Banquete 8

El banQuete
Revista de Literatura
Año XII – N° 8 – Junio de 2009

Consejo de Dirección

Silvio Mattoni
Cecilia Pacella
Carlos Schilling
Carlos Surghi

Editor

Juan Carlos Maldonado

Colaboran en este número

María Arce Blanco


Diego Bentivegna
Walter Cassara
Cuqui
Guillermo Daghero
Nicolás Magaril
Anahí Mallol
Eloísa Oliva
Antonio Oviedo

Ilustración de tapa: Living, de Oscar Suárez


ÍNDICE

El banquete de la tribu Silvio Mattoni

Ensayos
Día sagrado y día profano Jean Starobinski
Infancia, poesía Anahí Mallol
En torno a Borges: una vida, de Edmund Williamson Nicolás Magaril
El otro y el monstruo: una lectura de Edipo Diego Bentivegna
Arnaldo Calveyra y su jardín alado María Arce Blanco

Poemas
A distancia Henri Michaux
Poemas nuevos Eloísa Oliva
Nostalghia Walter Cassara
e piso dios Guillermo Daghero
D. I. F. M. M. Cuqui

Escrita
Juego del escondite Lucio Piccolo

Reseñas
Un héroe de la escritura Silvio Mattoni
Variación constante Carlos Surghi
El banquete de la tribu*

Silvio Mattoni

Una vez más, El banquete se presenta, como si no acabara nunca de estar presente. Y
aunque quizás desde el principio, hace más de diez años, siempre pareció presentarse sola,
revista suficientemente variada, copiosa, como para atraer la mirada experta, de alguna
manera ese eterno retorno del comienzo que representa cada número parece exigir alguna
clase de ceremonia. Empezamos de cero cada vez, y ese vacío nos sorprende. Ahora, sigue
habiendo poetas, y parece que los habrá siempre. En este número hay uno, célebre y
traducido, junto a otro, joven y llegado por correo, que parecen unirse para expresar el
desencanto del mundo actual: los mensajes publicitarios, el ruido visual, la información
abundante que no significa nada… Sin embargo, ambos encuentran ahí la poesía, que nunca
habría sido entonces otra cosa que el presente, lo que vivimos, lo que es. En todo caso,
ninguna palabra sería simplemente intercambiable, algo que se comunica como quien pone en
la mano del otro una moneda. El poema no puede ser leído si no se transforma en algo más
que su simple estructura de palabras. Pero también cualquier voz, cualquier dicho, dada cierta
atención, se hace irreemplazable, no puede cambiarse. Una revista, hecha de múltiples firmas,
sería a la vez esa necesariedad del mensaje que a pesar de todo llega a su destinatario y esa
apelación incesante al más fructífero de los malentendidos: leer. Una revista está hecha por
gente que lee antes de escribir, que lee para escribir. Pero, ¿qué significa leer? ¿Sencillamente
confundirse entre la muchedumbre de los libros, proveedores de la droga más eficaz? ¿O
escuchar, como si fuera posible, lo que necesita expresarse y no se ha dicho nunca porque
pertenece a estos años y este lugar, la lengua en que vivimos? Leer… acaso sea buscar en la
insignificancia de unas palabras la propia opacidad, lo que no sabemos y somos. Leer
sabiendo que seremos leídos, porque nos leímos en un libro, que es como decir: sabiendo que
algún día no será el presente y estaremos –perdón por decirlo tan infantil y brutalmente–
muertos.
Pero este banquete no es del todo un análisis del fin de los tiempos, del nihilismo que
amenaza suspicazmente las creencias en el sentido vital de la literatura. Junto a esa lucidez,
que nos dice que toda poesía es innecesaria, en general, también está el juego serio de apostar
por la íntima necesidad particular de lo escrito y lo escribible. De ese modo, entre la risa y el
miedo, llegó a este volumen un banquete caníbal, que se escribe con los mismos ritmos con
*
Leído en la presentación de El banquete Nº 7 en Córdoba, el 9 de diciembre de 2008.
que los indios tupí, refinadísimos y analfabetos –o sea, libres de la abstracción de los sonidos
divididos hasta la insignificancia–, preparan a su primo hermano hecho prisionero durante
meses o años hasta que lo sacrifican y se lo comen.
Una vanguadia brasileña supo ver en esos ritos antropófagos, auténticamente
sudamericanos, la manera de leer los libros que nos llegan: devorarlos entonces, pero no sin
haberlos sacralizado antes, haber vivido un tiempo con ellos, convertirlos en lo más semejante
y lo más próximo a nosotros. Sólo así se produciría la íntima metamorfosis que modifica
nuestros nombres. El error antropológico –del que no está libre el relato de Alfred Métraux,
escrito en 1928, que ahora rescatamos– era ubicarse imaginariamente en el lugar del
prisionero, del objeto del hambre, el manjar. Es como el error literario de escribir pensando en
la gloria, que no existe, como si ya se hubiese sido leído, como si fuéramos muertos que
hablan. Si nos pensamos como el prisionero que van a comerse los ansiosos indios tupí, no
podremos leer. Deseamos más bien la carne, los libros, la belleza, las sensaciones y el
pensamiento; deseamos lo que no podemos dar. En este sentido, el relato etnográfico sobre la
antropofagia ritual puede parecer literario. Es lo que me dijo un escritor amigo cuando le
mandé por anticipado el texto de Métraux: “es todo un invento de los indios para asustar a los
jesuitas, es muy literario”. Claro, recuerda a Kafka, a Felisberto Hernández, a Marosa di
Giorgio –judíos y uruguayos que han conocido bien la antropofagia–, pero no deja de ser
verdadero, se refiere a algo que nos resulta cercano, misteriosamente. ¿Será que necesitamos
todavía, acá, asustar a los jesuitas?
Sin embargo, otra lectura del relato caníbal podría denominarse como un “miedo
fascinado”, rapto y suspensión a la vez, necesidad de seguir leyendo e imposibilidad de seguir
adelante. De alguna manera, tanto los que se comen al enemigo como el que va a ser comido
invocan la brevedad y la intensidad del cuerpo individual, al mismo tiempo que se refugian
del terror en las costumbres colectivas. Los parientes del muerto vengarán a su difunto
comiéndose a alguno de los que lo sacrificaron. Pero también el que mata a otro espera morir
como un valiente, es decir, en el país de los enemigos. El héroe sería aquel que deja algo entre
los propios, los amigos que lo recuerdan y lo vengan, y los ajenos, los enemigos que lo
devoran para apropiarse de su fuerza vital. ¿Y qué otra cosa es una revista sino esa fantasía de
que exista algo, literario en este caso, que vaya más allá de lo individual? Aunque escribir sea
fundamentalmente un acto solitario, contiene dentro de sí, como potencia oculta, como ritual,
un impulso de pluralidad; es un acto de interpelación, en cierto modo. Todo libro singular
sueña con ser más que un objeto aislado, acumulado con otros solitarios en los estantes de una
biblioteca; el sueño del libro está en los otros: los que nunca lo leyeron ni podrían leerlo y a
los que responde, y los que van a leerlo mañana, vana forma de la materia infinita que ya se
hace presente en la escritura y su alocución. En cambio, la revista impone de entrada esa
figura plural, heteróclita, miscelánea, y es como si abrigara al cuerpo individual de su
aislamiento inexorable. Porque, ¿no es algo parecido a la muerte ser sólo un nombre en un
libro? ¿No es la literatura una promesa de series, de continuidades y desplazamientos, es
decir, de cierta compañía? Modestamente acaso, toda revista promete esa ilusión de conjunto,
los rumores de un lugar y una época o momento, que a su vez se reflejan en otros lugares y
momentos. No es casual que otra revista cordobesa, Escrita, publicada en los ’80, sea citada
en El banquete. ¿Son vanos estos rituales? Quizás sí, aunque no por ello insignificantes.
Alfred Métraux, en el mismo libro sobre La religión de los tupinamba que he venido
citando, escrito unos años antes de venirse para acá, a vivir un tiempo a Tucumán, describe las
ceremonias fúnebres de los tupí. En una versión de esos funerales, el muerto es envuelto y
atado en posición fetal, después metido en una vasija de arcilla con tapa, para finalmente ser
enterrado. Otra forma de sepultura era cavar un pozo cuyas paredes se cubrían de cañas y
troncos para que no se derrumbaran; allí se ponían los bienes del difunto junto al cuerpo
profusamente ornamentado; sobre la tumba se colocaban luego vigas de madera, cuidando que
no tocaran al muerto, y encima ramas que se cubrían de tierra, que tampoco debía caer sobre
el cuerpo. Nuestro antropólogo nos explica que en ambos casos se procuraba evitar la presión
directa de la tierra sobre el muerto. “Que la tierra te sea leve”, como decían los latinos al
despedirse definitivamente de alguien.
Hagamos revistas, muchas, para que la tierra no aniquile a nuestros muertos. Incluso
reconocemos en nuestra tribu a los que no tuvimos la suerte de tratar, como a Carlos
Giordano, cuyos poemas vuelven a su lugar natal en el número 7 de esta revista. Devoremos a
nuestros enemigos si es que tienen la fuerza que buscamos. Apilemos la nada sobre la nada,
pero que el acto repetido sea la huella, el testimonio de que estamos celebrando. Lo leído, lo
traducido y lo escrito, por muchos, no son una mera invitación sino la ocasión y el objeto de
la fiesta.
Ensayos
Día sagrado y día profano*

Jean Starobinski

La jornada y la escansión de lo sagrado

El día es una de las experiencias fundamentales de nuestra existencia natural, en la


vasta extensión de las zonas templadas de la tierra. El ciclo visible del sol, la alternancia de la
vigilia y el sueño garantizan un lazo entre la vida del cuerpo y la gran regularidad que les
asigna a la luz y a las tinieblas su sucesión. Sólo una abstracción simplificadora nos permite
considerar el tiempo vivido como un flujo homogéneo. Nuestra existencia, en su propia
sustancia y en su entorno mayor, está dominada por el ritmo de los días y las noches. Nuestra
misma experiencia de la realidad de los objetos está vinculada a ello. El universo de las cosas
es tributario de la luz del día que lo revela; se difumina, se vuelve incierto cuando cae la
noche, que lo sustituye por los temores y los sueños. La evidencia que se ofrece bajo la
claridad del día no es del mismo orden que las apariciones que surgen contra un fondo de
tinieblas.
Por lo tanto, no resulta sorprendente que ese dato natural sea uno de los primeros que
se les ofrecen al asombro humano, a la formalización cultural, a la interpretación religiosa. El
hombre es el ser vivo que sabe que la serie de los días tendrá fin; se designa a sí mismo como
el efímero. Se interroga sobre el lugar donde ingresará cuando sus ojos ya no se abran a la
sucesión de los días y de las noches, según la ley que gobierna la tierra y sus paisajes usuales.
También se interroga sobre la manera en que comenzaron los días, las estaciones, las eras. Es
de lo que hablan las cosmogonías. En muchos textos sagrados, es la primera obra de la
divinidad: “Y hubo un día y hubo una noche.”
Probablemente no haya ninguna cultura, ninguna religión que no se distinga por un
sistema particular de señalamiento del tiempo. El año, las estaciones, el ciclo lunar, el día y
sus partes ofrecen hitos, más o menos precisamente medidos, que sirven de punto de anclaje
para la sacralización: fiestas, rituales, rezos, etc. Estudiar separadamente el día es
precisamente abstraerlo del contexto más vasto donde tal jornada particular adquiere su
sentido en contraste con los demás días del calendario. Sobre todo, es abstraerlo de un sistema
donde el feriado se opone al laborable o al ordinario… La cultura occidental está habituada a
la oposición entre la semana de seis días y el domingo. Pero en los tratados piadosos se
*
Extraído de la compilación La conciencia de sí de la poesía, dirigida por Yves Bonnefoy, París, Seuil, 2008.
recuerda que las horas del día ordinario se refieren a ciertos acontecimientos de la historia
santa más especialmente conmemorados, con fecha fija o móvil, en el transcurso del año. El
día ordinario puede entonces ser considerado como un espejo del año entero. La campana
matinal proclama, al salir el sol, un emblema de Navidad.
En el Occidente cristiano, la oposición entre la jornada religiosa y la jornada profana
es antigua. No está totalmente ligada a la oposición entre vida clerical y vida laica, aun
cuando el clero, secular o regular, sea más particularmente responsable de las celebraciones
prescriptas para determinadas horas1. Basta con mencionar De vita solitaria de Petrarca, que
comienza con una larga comparación entre la jornada del occupatus y la del solitarius. El
occupatus es el habitante de las ciudades, que busca por todos los medios placeres y riquezas.
A lo largo de las horas, comete todos los pecados capitales. El solitarius, en una campiña
apacible, emplea serenamente su jornada en la plegaria, la poesía, las distracciones frugales.
Dicho texto es revelador; no solamente pone en evidencia una forma literaria codificada,
aplicable también a la comunicación autobiográfica: la descripción del status vitae, del tipo de
vida que se lleva; sino que además nos hace comprender que “el orden del día” religioso,
puntuado por las “horas canónicas”, adquirió un valor paradigmático en la cultura medieval.
Dicho paradigma conoció una larga supervivencia en la literatura europea. Aunque los
historiadores en general hayan descuidado indagar las mutaciones del “sentimiento religioso”,
es allí donde el ámbito de la oposición entre lo profano y lo sagrado se nos muestra con una
claridad singular.
En el siglo XIX, y hasta nuestros días, no faltan los textos donde se manifiesta un eco
persistente, y a veces una nostalgia confesa, de la antigua escansión religiosa de la jornada.
Nostalgia tanto más intensa en la medida en que se ve confrontada a la temporalidad
indiferente y desordenada de la civilización contemporánea. Sin duda habría que distinguir, en
algo que se experimenta de manera frecuentemente confusa, el lamento por un tipo de
existencia regulada según los grandes ritmos naturales y el recuerdo del carácter sagrado que
las religiones otorgaron a esos ritmos. En Baudelaire, poeta de la ciudad, seguramente no es el
viejo orden de la vida agreste lo que será objeto de la nostalgia. Sólo la sacralidad perdida se
guarda en la memoria.

Baudelaire y Prudencio

1
Se puede consultar el excelente artículo “Jornada cristiana” de Émile Bertaud y André Rayez, en el Diccionario
de espiritualidad, t. VIII, 2, París, Beauchesne, 1974, col. 1443-1469. La importancia de Ambrosio fue
considerable para la fijación del ritual. Los himnos de Ambrosio no deben ser olvidados, aun cuando en las
páginas que siguen se centre la atención exclusivamente en Prudencio.
Para Baudelaire, como para tantos de sus contemporáneos, la antigua organización
religiosa de la duración cotidiana, el ritual que la escande siguen estando lo suficientemente
presentes como para constituir un recurso en las situaciones de desasosiego. Hasta en la
derivación del medio literario, Baudelaire ha probado su perfecta familiaridad con el latín del
breviario (por ejemplo, en Francisca meae laudes2) y con los autores, paganos o cristianos, de
los siglos latinos tardíos. (¿Qué libros le quedaron de la biblioteca de su padre, que había sido
cura?) Es porque siguió estando profundamente imbuido de tradición religiosa que pudo
realizar en tantas ocasiones la inversión satánica y proclamar su simpatía por los renegados y
los blasfemos.
En lo que respecta al orden del día, me detiene un primer indicio: son las notas
referidas a la higiene en los diarios íntimos, donde Baudelaire intenta definir una regla de vida
y unos medios de defensa eficaces para responder a la amenaza de desorganización que siente
en su cuerpo y en su mente. Las prescripciones que intenta imponerse son las mismas que
regían la existencia monástica. Establecen rituales matinales y verpertinos. Baudelaire, que en
un poema de “Spleen e Ideal” se había atribuido la figura del “mal monje”, del “monje
vago”3, se propone como remedios el trabajo y la plegaria. Ora et labora. Se le ocurre incluso
agregar – dandysmo obliga– el arreglo personal: “Una sabiduría abreviada. Peinado, rezo,
trabajo.”4 Ciertamente, el trabajo del que habla Baudelaire sólo tiene una remota analogía con
el “trabajo manual” al que se dedicaban los monjes, según las antiguas reglas (Reglas del
Señor, Reglas de San Benito, etc.), para concentrar su mente y para sustraerse a los maleficios
del Tentador. Baudelaire tiene razones más triviales para ponerse a trabajar: saldar sus deudas,
asegurar la subsistencia de Jeanne.
Para conjurar las noches atroces, los despertares difíciles, cree que el auxilio llegará si
enmarca cada jornada de trabajo mediante un acto de plegaria. ¡Y que esas sean en adelante
“las reglas eternas de [su] vida”!

Elevar todas las mañanas mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y de toda justicia
[…]5

2
Charles Baudelaire, Oeuvres complètes, 2 vol. (en adelante O. C.), ed. Claude Pichois, París, Gallimard, col.
“Bibliothèque de la Pléiade”, 1975-1976, t. I, p. 61.
3
O. C., I, p. 15. [El poema se titula precisamente “El mal monje”.]
4
O. C., I, p. 671.
5
O. C., I, p. 673. La anotación agrega: “Trabajar todo el día” […] “hacer todas las noches una nueva plegaria
[…]”
En otra nota, a la plegaria vespertina, de acuerdo con una función que la liturgia a
menudo le ha conferido, se le asigna como meta garantizar una protección contra las angustias
nocturnas y los sueños aterradores, cuya repetición era agotadora para Baudelaire. La nota que
sigue expresa una esperanza:

El hombre que ha hecho su plegaria de la tarde es un capitán que pone centinelas. Puede
dormir.6

Baudelaire recupera el método obsidional y la imagen del combate defensivo contra el


demonio que en la Edad Media, y especialmente en la práctica cisterciense, habían suscitado
el agrupamiento casi militar de la comunidad monástica en cada una de las horas canónicas.
La figura del centinela es precisamente la que encontramos en el himno Te lucis de las
completas del domingo:

Te lucis ante terminum


rerum Creator, poscimus,
ut pro tua clementia
sis praesul et custodia.

Procul recedant somnia


et noctium phantasmata
hostemque nostrum comprime,
ne polluantur corpora.

“A ti, antes de que se acabe la luz, a ti, Creador de todas las cosas, te rogamos; por
clemencia, concédenos tu protección y tu guarda. Que se desvanezcan, muy lejos, los
sueños y los fantasmas nocturnos. Y rechaza a nuestro enemigo, impide que nuestros
cuerpos sean mancillados.”

Las patéticas resoluciones que Baudelaire anota en sus cuadernos, y que no será capaz
de seguir, muestran hasta qué punto el recuerdo de la “jornada del cristiano” ha seguido vivo
en la mente del poeta, y cuánta atracción pudo ejercer la idea de una regla impuesta a las

6
O. C., I; p. 672.
actividades cotidianas sobre un hombre que sentía que su tiempo se disipaba en la acedia y la
procrastinación.
Los “Cuadros parisinos” en Las flores del mal son la parte del libro que más
claramente tiene la marca de la estética de la modernidad, tal como Baudelaire la formulara en
su gran ensayo sobre Constantin Guys, El pintor de la vida moderna. Excepto en el poema
liminar, “Paisaje”, Baudelaire no le dedicó un texto al desarrollo de una jornada completa.
Pero a menudo evocó los momentos cruciales del día. La mañana en “El cisne”, en “Los siete
viejos” y sobre todo en “Crepúsculo de la mañana”. El mediodía en “El sol”. La tarde en
“Crepúsculo de la tarde”7. La noche en “El juego” y en “Sueño parisino”. En otras secciones
de Las flores, poemas como “Alba espiritual”, “Armonía de la tarde”, “El final del día”
indican también claramente, por sus mismos títulos, la intención de darle expresión poética a
uno de esos momentos en que debe cruzarse, bajo la luz que surge o ante el día que se va, un
pasaje peligroso. No se ha advertido suficientemente que en esos admirables poemas –
expresión de una nueva “conciencia lírica” frente a la ciudad moderna– las reminiscencias de
la jornada religiosa constituían el contrapunto casi constante, o más bien el bajo armónico,
sobre el cual se desplegaban las imágenes de un presente de una radical y brutal novedad.
Baudelaire nunca nombró a Prudencio, el poeta latino cristiano del siglo IV. Su
Psychomachia –amplia alegoría del conflicto interior entre las pasiones, las virtudes y los
vicios– sirvió de ejemplo durante siglos, hasta Baudelaire. Por cierto, este último tenía
muchas razones para haber olvidado la fuente de un procedimiento que empleó tantas veces;
en el uso que hace de la personificación, hubiese podido valerse igualmente de otros
precedentes, empezando por Virgilio, al que también había podido recurrir el mismo
Prudencio.
Lo que conviene considerar es el Libro de horas (Cathemerinon liber). Esa
recopilación, donde el metro a menudo se emparenta con el de Horacio, estaba destinado –
según los historiadores– a los letrados antes que a la comunidad de los fieles. Los seis
primeros de esos doce poemas escanden la jornada. Su esquema no se puede superponer con
exactitud al de las horas canónicas tradicionales. Los dos primeros celebran las horas de la
mañana: I. “Himno al canto del gallo”, II. “Himno a la mañana”. Los dos himnos siguientes
están destinados a ser cantados antes y después del almuerzo. Los dos últimos son: V. “Para la
hora en que se enciende la lámpara”, VI. “Himno antes de dormir”. Aunque Prudencio no sea
un autor eclesiástico, algunas de sus estrofas fueron incluidas en el breviario.
7
Al que se añade, en El spleen de París, un “Crepúsculo de la tarde” en prosa. [Hemos traducido literalmente los
títulos de “Crepúsculo de la tarde” y “Crepúsculo de la mañana”, para conservar su oposición simétrica; en otros
contextos podrían traducirse por “El anochecer” y “El amanecer” (T.)]
En los poemas de la mañana de Prudencio, se proclama una certidumbre: Dios y
Cristo han triunfado. Se anuncian mediante toda una red de símbolos, que se organizan en
torno a imágenes de las luz, del canto del gallo que disipa las tinieblas y las brumas. Tales
símbolos son acompañados por las imágenes casi estereotipadas de las actividades de las
primeras horas del día… Ahora bien, al leer el “Crepúsculo de la mañana”, nos sorprenden un
grupo de imágenes que Baudelaire pareciera haber tomado de Prudencio, como si hubiese
deseado modificarlas e incluso pervertir su valor mediante nuevos efectos de contexto, de
sintaxis y de puesta en escena:

El clarín ya sonaba en patios de cuarteles


y el viento matinal soplaba los faroles.

Baudelaire recurre al imperfecto que tiñe su poema entero y le da el aspecto de una


narración de un momento pasado, lo que vuelve más impresionante el brusco surgimiento, en
los versos 9-11, de un presente frágil y una atmósfera percibida con agudeza, detrás de los
cuales no entrevemos ningún antecedente clásico o religioso; allí se anuncia algo sagrado
radicalmente nuevo:

Como un rostro llorando que las brisas enjugan,


el aire está lleno del temblor de cosas que se van,
y el hombre está cansado de escribir y la mujer de amar8.

Los poemas matinales de Prudencio se desarrollan en un presente intemporal, basado


en la reminiscencia de pasajes de la Escritura cuyo equivalente simbólico es el amanecer. Dos
estrofas del Himno II, sin embargo, adquieren el aspecto de un cuadro de la ciudad al
despertar. Y allí oímos resonar lo que en Baudelaire se convertirá en “el clarín”:

Haec hora cunctis utilis,


qua quisque, quod studet, gerat:
miles, togatus, navita,
hunc triste raptat classicum,
mercator hinc ac rusticus
avara suspirant lucra […]
8
O. C., I, p. 103.
“Esta es la hora útil para todos, cuando cada uno cumple los deberes de su condición:
soldado o civil, marinero, obrero, labrador o mercader. Uno es arrastrado por la gloria
del foro; otro por la trompeta siniestra; el comerciante y el campesino suspiran tras
ávidas ganancias.”9

Prudencio enumera las actividades, las profesiones, no para ofrecer una descripción de
la animación general, sino para oponer la sencillez cristiana a la vana agitación de los
profanos: “Pero nosotros ignoramos el beneficio y la usura, y todo el arte de la elocuencia,
nuestra fuerza no está en el arte de la guerra; sólo te reconocemos a ti, oh Cristo.” 10 Entre los
signos de la mañana evocados por el poeta latino, Baudelaire sólo conserva el llamado sonoro
de la trompeta: lo aisló para acentuar su fuerza expresiva, lo relacionó con su sitio urbano, “el
patio de los cuarteles”. Para él no se trata de una reminiscencia literaria, sino de una
experiencia vivida: durante su infancia, ligada a la carrera del general Aupick, muchas veces
oyó sonar la diana matinal. Y podríamos sostener que lo que perduró en su memoria es el
ritual y el orden del día militares, y no el texto de Prudencio. ¿Sería fortuito el encuentro entre
los dos poemas? No por ello sería menor el alcance revelador de esos ecos verbales. Hay
mucho que aprender sobre lo que ha persistido y lo que ha cambiado. Y una de las cosas que
cambiaron es que el poeta no se vanagloria, como lo hacía el cristiano del Cathemerinon, de
una fuerza superior a la de las armas. Denuncia más bien su propia debilidad, está “cansado
de escribir”. Cuando escucha la diana matinal, esa percepción auditiva no es más que un dato
en bruto, un acontecimiento sensorial entre otros; el poeta se limita a recoger ese signo,
seguramente sin alegría, de una “disciplina” que no le concierne. No puede buscar refugio en
ninguna promesa universal de salvación; no se apresta a pasar el día siguiendo una ley que se
opondría a la ley del mundo y le garantizaría la eternidad como herencia. Algo –esa señal
militar del día que comienza– ha persistido de una antigua imagen poético-religiosa. Con lo
cual se ilustra y se confirma la famosa definición baudelaireana de la modernidad: “La
modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo
eterno y lo inmutable.”11 Lo comprobaremos aún mejor leyendo más adelante en el
“Crepúsculo de la mañana”:

9
Prudencio, Cathemerinon liber (Libro de horas), texto establecido y traducido por M. Lavarenne, París, Les
Belles Lettres, 1943, p. 9.
10
Ibid.
11
O. C., II, p. 695.
Era la hora en que el enjambre de sueños molestos
retuerce en sus almohadas a los adolescentes;
cuando el ojo sangriento que palpita y se mueve
de la lámpara le hace una mancha roja al día;
cuando el alma debajo del cuerpo pesado y áspero
imita los combates entre el día y la lámpara.12

El primer verso del Himno de Prudencio –Ad Galli cantum– también evocaba los
sueños nocturnos, pero era para celebrar su desaparición, mientras que en los versos de un
dualismo exasperado que acabamos de releer, Baudelaire describe su perversa persistencia:

Ferunt vagantes daemonas,


laetos tenebris noctium,
gallo canente exterritos
sparsim timere et cedere.
[…]
Sat convolutis artubus
sensum profunda oblivio
pressit, gravavit, obruit
vanis vagantem somniis.

“Se dice que los demonios vagabundos, felices en las tinieblas de la noche, con el canto
del gallo se asustan, se dispersan y huyen […] Por bastante tiempo, mientras nuestros
miembros estaban recogidos, un olvido profundo oprimía, entorpecía, agobiaba nuestra
mente, vagando a merced de vanos sueños.”13

La imagen del enjambre, la de los miembros doblados ya están claramente inscriptas


en el texto latino. El mal está ligado a la torsión. En la plegaria de la tarde (Himno IV), donde
Prudencio rechaza lo que Baudalaire llama “los sueños molestos”, el demonio es dueño de
prestigios (praestigiator), aparece como reptil (tortuosus serpens): “¡Lejos, bien lejos de
nosotros los monstruos de esos sueños vagabundos! ¡Vete, demonio mago, con tu engaño
obstinado! Demonio, oh serpiente tortuosa, tú que agitas los corazones apacibles, aléjate

12
O. C., I, p. 103.
13
Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 5.
[…]”14 Cuando la noche baudelaireana cubre la capital, en “Crepúsculo de la tarde”, ninguna
profilaxis religiosa ha expulsado a los demonios; andan errando, como lo teme Prudencio, e
invaden el espacio:

Sin embargo demonios malsanos en la atmósfera


se despiertan pesados como gente de negocios,
y golpean volando aleros y postigos.15

Al amanecer, no habrán dejado una presa escogida –“los adolescentes”. El crepúsculo


matinal de Baudelaire es por lo tanto lo contrario de la teofanía triunfal cantada en los dos
primeros himnos de Prudencio. “La aurora que tirita con ropa rosa y verde” 16, en su
conmovedora belleza, no anuncia más que el advenimiento del trabajo –de esa “hora útil” que,
según Prudencio, es el camino que olvida la salvación. “Hora utilis”. Baudelaire, a través de
una figura alegórica, recurrió precisamente a la imagen de los utensilios, los útiles:

Y el oscuro París, frotándose los ojos,


agarraba sus útiles, anciano laborioso.17

En “Alba espiritual” (poema XLVI de Las flores del mal), Baudelaire ciertamente
recuerda el motivo de la teofanía de la aurora, pero sólo para reemplazar heréticamente el
surgimiento del Dios por el del claro “recuerdo”, el “fantasma” solar de la mujer amada,
“querida Diosa, Ser lúcido y puro”18.
Cuando Baudelaire evoca los “faroles” o “los combates entre la lámpara y el día”, la
referencia “realista” es a primera vista indiscutible. Pero aun así, el lector del Cathemerinon
sabe que la lámpara tiene un lugar fundamental en esa poesía religiosa.
La lámpara es el fuego que se enciende para iluminar la vivienda. Es por lo tanto uno
de los primeros objetos de que se rodea la existencia humana, cuando construye sus refugios
elementales. El Himno V de Prudencio, Ad incensum lucernae, da cuenta perfectamente de
que se le atribuye un valor sagrado, que por sí misma es el foco de una irradiación sagrada. El
fuego que encendemos al anochecer toma el relevo de la luz diurna, simboliza a Cristo
14
Ibid., p. 37, versos 137-145.
15
O. C., I, p. 94.
16
O. C., I, p. 104.
17
Ibid. [En este caso, outils debería traducirse por “herramientas”, pero preferimos mantener la literalidad por
razones rítmicas y etimológicas.]
18
O. C., I, p. 46.
presente dentro de la misma noche; la lámpara es comparada con la columna luminosa que
guiaba a los judíos al salir de Egipto; dentro de la casa, a través del vidrio transparente,
representa al cielo entero. “Algo digno de serte ofrecido, oh Padre, por tu rebaño, al comienzo
de la noche que hace caer el rocío: la luz, el más preciado de los bienes que nos das; la luz,
gracias a la cual percibimos todos tus otros dones” (versos 149-153) 19. Prendida por manos
piadosas, la lámpara es continuación del día. En el dualismo sencillo de Prudencio, una vez
más es la prueba de un Bien que hace retroceder al Mal. Consciente o inconscientemente,
Baudelaire conserva ese antiguo símbolo, aunque para invertirlo. En “Crepúsculo de la tarde”,
lo que “se enciende en las calles” es “la Prostitución” (verso 15) 20. En “Crepúsculo de la
mañana”, la lámpara ya no es el sustituto de la luz del día, sino su adversario, en una
oposición de tipo pictórica, donde el “rojo” de la lámpara no es simplemente un color
contrastante, sino un valor inquietante. Y si en una comparación que sucede a dicha imagen,
“el alma” debe ser considerada el homólogo de la lámpara, será entonces al “cuerpo pesado y
áspero” al que se le atribuya, momentáneamente, la analogía del “día” –analogía reforzada por
efecto de la rima*. La resurrección matinal del cuerpo está gravada de desgracia y de
infelicidad. Y el alma, en el combate que le corresponde, no ve que se le prometa victoria
alguna. Lo sagrado de épocas anteriores parece haberse perpetuado en el sentido del mal y del
pecado, que obsesiona al poeta. Más evidentes son pues las figuras de la derrota, el dolor, la
muerte:

Aquí y allá las casas empezaban a humear.


Las mujeres de placer, con los párpados lívidos,
la boca abierta, dormían su sueño estúpido;
las pobres arrastraban senos flacos y fríos,
soplaban sus braseros y soplaban sus dedos.
Era la hora en que con el frío y la mugre
se agravan los dolores de las parturientas.
Como un llanto cortado por una sangre espesa
el canto lejano del gallo rompía el aire brumoso;
un mar de nieblas bañaba los edificios,
y los agonizantes dentro de los hospicios
daban su último aliento en espamos desiguales.
19
Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 30-31.
20
O. C., I, p. 95.
*
En el original, lourd (“pesado”) y jour (“día”), que están en finales de verso, riman y forman un pareado.
Volvían los libertinos, quebrados por sus trabajos.21

En muchos aspectos, este admirable “cuadro” es incomparable. No obstante, algunos


de sus componentes admiten que de nuevo se los confronte con las estrofas de Prudencio,
aunque éstas parezcan pertenecer a otro mundo, donde predominan la abstracción, el
esquematismo, la referencia escritural, el impulso de la oración y de la súplica. En las
tinieblas exteriores de la noche, Prudencio ve que se extiende el espacio del pecado; dicho
espacio está habitado por tipos o por entidades, designadas por un singular genérico: fur, el
ladrón; fraus, el fraude; adulter, el hombre adúltero; libido, el desenfreno; nugator, el
libertino. Baudelaire, aunque se sienta tentado por el tipo y por la alegoría, dirige su
pensamiento hacia la singularidad, hacia los seres vivos que constituyen la población de
ciertos barrios de París. Pero es forzoso constatar también que, aun cuando se pretenda
enfrentado a la diversidad viviente, el poeta evoca conjuntos genéricos, en plural, a medio
camino entre la figura arquetípica y lo que hubiera sido la realidad irreemplazable de una
existencia única. Sus plurales definen categorías: las “mujeres de placer”, las “pobres”, las
“parturientas”, los “agonizantes”, los “libertinos”. Su tipología es más rica que la de
Prudencio, pero sigue siendo una tipología, y sus elementos comunes resultan evidentes, y
numerosos. En este caso, no consiste solamente en la enumeración de las variedades del
pecado; Baudelaire acumula todos los aspectos de la Caída y de la finitud: el pecado, la
miseria, el dolor, la muerte. Esas potencias siniestras ocupan la escena matinal del cuadro
parisino, mientras que Prudencio proclama la superación del reino nocturno del pecado: las
estrofas 4 y 8 del Himno II atestiguan la desaparición de todas las maldades que habían
podido beneficiarse por la protección de las tinieblas. En los versos 89-92, la imagen de los
miembros quebrados del libertino es recuperada y contrastada en analogía con el combate
entre Jacob y el ángel, que le da la victoria a Dios:

Erit tamen beatior,


intemperans membrum cui
luctando claudum et tabium
dies oborta invenerit.

21
O. C., I, p. 103-104.
“Pero será más feliz aquel cuyos miembros lujuriosos se hallaran, al nacer el día,
quebrados, extenuados por la lucha.”22

La derrota de Jacob era la contrapartida de una victoria divina. La derrota inscripta en


el cuadro parisino, en cambio, no implica ninguna contrapartida. Es simple degradación.
Ninguno de los apaciguamientos que pedía, que anunciaba incluso la plegaria prudenciana, y
cuya expectativa comenzaba formulando el “Crepúsculo de la tarde” baudelaireano, se ha
producido. En el Hymnus ante somnum (Himno IV), leemos:

Flexit labor diei


redit et quietis hora
blandus sopor vicissim
fessos relaxat artus.

Mens aestuans procellis


curisque sauciata
totis bibit medullis
obliviale proclum.

Serpit per omne corpus


Lethea vis, nec ullum
miseris doloris aegri
patitur manere sensu.

Lex haec data est caducis


Deo iubente membris,
ut temperet laborem
medicabilis voluptas.

“El trabajo del día termina, llega la hora del descanso, un blando sueño va a relajar los
miembros agotados. El alma, agitada por las tormentas, lastimada por las
preocupaciones, bebe toda la copa del brebaje del olvido. En todo el cuerpo se
introduce la potencia del Leteo, que les impide a los desdichados seguir sintiendo el
22
Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 11.
aguijón del dolor. Por voluntad de Dios, nuestros miembros mortales pueden obtener
apaciguamiento mediante un placer que pone remedio a su cansancio.”23

Prudencio despliega la imagen tranquilizadora del sueño que alivia los cansancios y
los dolores del día. Esa imagen es un lugar común, cuyo primer inventor ciertamente no es
Prudencio, aunque lo expresa con una real intensidad poética. En “Crepúsculo de la tarde”,
Baudelaire comienza con el mismo sentimiento de alivio prometido, pero singularizando, de
manera antitética, al “sabio” y al “obrero”:

Es la noche que alivia


a mentes devoradas por un dolor salvaje,
al sabio tenaz cuya frente se entorpece
y al obrero doblado que se acuesta en su cama.24

Pero el sueño y la noche no tendrán una potencia apaciguadora sino para aquellos que
tienen derecho a decir, al final del día: “¡Hemos trabajado!” Como hemos visto, la noche
baudelaireana no tarde en llenarse de demonios, prostitutas, ladrones. El dolor y la muerte
prevalecen. La imagen de los moribundos en el hospital –edificio “moderno”, construido por
la ciencia y por la filantropía del siglo XIX– muestra la ausencia o la ineficacia de las antiguas
plegarias protectoras:

Es la hora en que se agravan los dolores de los enfermos.


La Noche oscura los agarra del cuello; terminan
su destino y van hacia el pozo común;
el hospital se colma de suspiros […]25

¡Cuánta diferencia entre la noche protegida del poeta latino cristiano y la noche no
protegida que reina en la metrópolis moderna! En Baudelaire, la enfermedad y la muerte
desconocen la frontera entre la noche y el día. A los muertos de la noche les siguen los
“agonizantes” de la mañana (verso 22).
El canto del gallo, en “Crepúsculo de la mañana”, tiene el mismo valor de realidad
percibida que el clarín militar. El “barrio” parisino, tan apreciado por Baudelaire, todavía
23
Ibid., p. 32-33.
24
O. C., I, p. 94.
25
O. C., I, p. 95.
conservaba un aspecto semi-rural, y los gallos vivos no eran raros en las plazas de mercado.
No obstante, me parece poco verosímil que el gallo aparezca en el crepúsculo matinal de
Baudelaire con el solo fin de aportar un nuevo toque de pintoresquismo musical. Trasciende
ese efecto reactualizando de manera irónica y cruel un motivo de la antigua liturgia. En
efecto, en toda la simbólica cristiana, el despuntar del día está signado por el canto del gallo y
por la referencia a la negación de Pedro. ¿Acaso Baudelaire lo recuerda conscientemente? No
importa. Basta con que su texto, evidentemente, lo ofrezca como materia de comparación.
En Prudencio, el canto del gallo traza con vivacidad un umbral. Su estallido es por así
decir consustancial con la luz. Es el signo viviente del despertar. De modo que Prudencio, en
su primer Himno, propone de inmediato la analogía con la venida de Cristo, excitator
mentium (verso 3), “despertador de almas”26. El gallo matinal es la alegoría de un
acontecimiento sagrado. Por el contrario, el canto del gallo parisino no es en absoluto
portador de luz, lo que desgarra es un “aire brumoso”. Y desgarrar, en el contexto
baudelaireano, implica agresión, dolor, conflicto; no queda nada de la gloria luminosa de un
umbral cruzado victoriosamente. Comparado con un “llanto cortado por una sangre espesa”,
el canto del gallo se relaciona con el “último aliento” lanzado por los “agonizantes”. Lejos de
señalar una brecha decisiva entre el reino tenebroso del mal y el luminoso del bien, garantiza
la transición o, mejor dicho, el desborde del sufrimiento nocturno en el de un nuevo día. El
“llanto”, la queja, han sustituido al canto de triunfo. Y si la “sangre espesa” puede hacer
pensar por un instante en el sacrificio, se trata de un sacrificio sin una verdadera virtud
sagrada, sin promesa de salvación. Ya no estamos sino frente a una contingencia abandonada a
sí misma como el clarín –nada más que ingredientes variadamente dosificados de una
atmósfera profana y polifónica, percibida por una conciencia hiperestésica. En la alegoría
final del poema, se despierta un “oscuro París”. Las tinieblas de la noche no han sido
rechazadas, subsisten en la gran vida colectiva urbana en la primera hora de su actividad –y
tal vez por el resto del día. Tras haberse perdido el poder de los centinelas sagrados que
expulsaban las tinieblas y a sus demonios, éstos se trasvasan y se vierten sobre todo el espacio
diurno. Pero si la jornada de la gran ciudad baudelaireana está a tal punto poblada de brumas,
de sueños, de tinieblas, muy probablemente sea porque el poeta no ha perdido completamente
la memoria del ritual cuya función era fortificar el emplazamiento humano, proteger al pueblo
fiel contra los asaltos de las tinieblas exteriores. Lo cierto es que los crepúsculos cuyos
“cuadros” pinta siguen siendo, en el modo de la oposición y de la inversión, tributarios de las
antiguas horas canónicas y de su función de exorcismo –en adelante sin eficacia.
26
Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 4.
“Paisaje”, el poema liminar y programático de los “Cuadros parisinos”, bajo la mirada
del poeta acodado en la ventana de su “mansarda”, despliega el ciclo del día y el de las
estaciones. En la ciudad moderna, tal como se extiende frente a él, campanarios y chimeneas,
imágenes emblemáticas del antiguo orden del día religioso y de la nueva actividad industrial,
de la eternidad y de lo cotidiano productivo, se yuxtaponen de manera deliberada y
significativa:

Miraré el taller que canta y que conversa:


los caños, las campanas, mástiles de ciudad,
y los cielos abiertos que hacen pensar en la eternidad.

Al espectáculo de la mañana le responde el de la noche, donde las imágenes cargadas


de memoria sagrada (la estrella, el azul, la lámpara) son obnubiladas, veladas por los “ríos de
carbón” que ascienden de la capital. El contraste no podría ser más notorio entre los humos
negros de la civilización moderna y los “himnos solemnes” pregonados por los campanarios.
Pero en ese mundo conflictivo, donde la realidad del trabajo profano compite con la
regulación sagrada de la existencia, hasta suprimirla, el poeta no ha expulsado la memoria de
lo sagrado. Se compara con los “astrólogos”, es decir, sabios de otra época, que mantenían un
comercio sospechoso con los signos de lo alto. Su proyecto proclamado es el de una
anacoresis; su deseo es construir, por sí solo, la celda de la existencia monacal:

Y cuando llegue el invierno de nieve monótona,


cerraré todos los postigos y persianas
para armar en la noche mis palacios de magia.27

La regla de esa vida eremita es la del sueño creador, y lo sagrado que la justifica ya no
pertenece a la religión, sino al arte, donde el poeta hace prevalecer su “voluntad”, que en la
dimensión imaginaria no deja de rivalizar con la voluntad divina, tal como describe su labor el
Génesis. El artista que extrae “un sol” de su “corazón” renueva el fiat cosmogónico.

La forma del día en el siglo XX:


persistencia y renovación
27
O. C., I, p. 82.
Sin duda que era inevitable encontrar, al estudiar las transformaciones culturales de la
organización del día, el fenómeno que caracterizó la respuesta de un gran número de
pensamientos frente al dominio de la ciencia y la industria sobre el mundo, y por ende sobre
las representaciones del mundo: la remisión a la estética, al arte, de los valores sagrados
anteriormente ligados al culto religioso y a las prácticas de obediencia. Y sin duda que no
sería difícil mostrar que, desde la revolución copernicana, la salida del sol, la caída de la
noche adquirieron un sentido relativo y mecánico, que cuanto menos debilitaba las grandes
interpretaciones simbólicas de los momentos del día.
Conocemos el uso que la literatura moderna hizo de la “forma del día”. El marco temporal
(“el espacio de un transcurso del sol”) que la poética aristotélica veía prevalecer en la
tragedia, y que la época clásica francesa convirtió en una prescripción, es un dato
estructurante al que los novelistas del siglo XX recurrieron con insistencia. Entre las obras
más notables, bastará mencionar: Ulises, de James Joyce, La Sra. Dalloway, de Virginia
Woolf, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, Un día de Iván Denissovitch, de Alexandre
Soljenitsyne. Habría que agregar una cantidad considerable de films. Lo importante no es
realizar una lista exhaustiva, sino constatar que la forma del día, por razones que no todas
obedecen a la memoria cultural, se presta a un retorno de lo sagrado, a menudo de manera
inesperada.
Seguramente habrá que atribuírselo en parte, sobre todo en los poetas, a la fidelidad o
a la nostalgia que los ligan con la tradición religiosa. W. H. Auden escribió unas Horae
canonicae (The Shield of Achilles, 1955), con más audacia y menos candor de como lo hiciera
Marie Noël en Francia. Pero resulta más sorprendente ver que escritores cuyas obras sólo
tienen una relación lejana con el universo tradicional de lo sagrado se interesan en la forma
literaria del día, y debido a ello se relacionan nuevamente, aunque sólo sea de manera
intelectual, con el orden religioso que escandía el tiempo de la comunidad, imponiéndoles sus
ejercicios a quienes cumplían los deberes de una vocación. En un Cuaderno de 1943,
retomando una vieja idea suya, Paul Valéry escribió:

¿Por qué una “novela” no podría ser el diario de una jornada de alguien?

Sería ese encadenamiento incoherente y sin embargo encadenamiento de sustituciones


de momentos y fases bien diferentes lo que constituye –aunque para una determinada
mirada, de cuando en cuando– una jornada nuestra –que habría que estudiar primero
abstractamente.28

En una página de 1936, Valéry había evocado las invenciones de la Iglesia, aunque
para tomarlas en cuenta a los fines de una disciplina del espíritu independiente de toda
ortodoxia:

Honores de la Iglesia
Sus invenciones admirables –(en principio) y de valor universal en cuanto a la
formación de los espíritus. Hay que hacer todo un estudio “psicológico” de sus
invenciones.
Creó ejercicios –un horario mental.
El breviario es una idea admirable.
La “meditación” a una hora fija.
La jornada bien dividida. La noche no abandonada.
Entendió el valor del amanecer.29

De hecho, el proyecto inicial de La joven Parca se había formulado como una


“psicofisiología a lo largo de un día” (1913). Y hasta el final de su vida, Valéry trabajó en los
veinticuatro poemas en prosa de Alfabeto, cuya secuencia debía corresponder a la de las horas
de una jornada completa. Es una jornada totalmente profana, pero que concluye con un
éxtasis interrogativo, donde la pregunta dirigida hacia la posibilidad de algo sagrado choca
con su negación:

Cenit
en el seno de la honda noche.

El agua profunda del mundo a esta hora es tan tranquila, el agua de las cosas en el
Espíritu tan transparente como espacio tiempo puro, no alterado, que se debería percibir
a Aquel que sueña todo esto.

28
Paul Valéry, Cahiers, ed. por Judith Robinson, 2 vol., París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1973.
29
Cahiers, t. I, p. 369.
Pero no hay nada sino lo que es y nada más, nada sino lo que es y fluye
uniformemente30

Tan pronto como se evoca el testimonio de un poeta, hay otros nombres que acuden a
la memoria: Claudel, Saint-John Perse, Breton, Bonnefoy, Jaccottet, Butor –para no
mencionar más que el ámbito francés. Y si ellos también recurren a la “forma del día”, por
supuesto que no es para responder a las mismas preocupaciones que Valéry. No obstante, creo
que es posible discernir, de manera muy general, un dato común que se relaciona con la forma
del día y que se refiere a la oposición de lo sagrado y lo profano.
El tiempo diurno y lo sagrado están en una estrecha relación de materia y forma. Si lo
sagrado y lo profano constituyen, como afirman los antropólogos, una estructura contrastiva,
¿qué mejor representación simbólica se podría imaginar, si no el día de conmemoración o de
fiesta, que se aísla dentro de la serie de los días? ¿A menos que sea el instante, que irrumpe en
la serie de las horas? Se ha sostenido que el surgimiento, la súbita iluminación son la primera
manifestación de lo sagrado, que luego requiere ser fijado en la inscripción, la estatua, la
regla, etc. El hilo del tiempo cotidiano teje ampliamente la trama de luz y sombra que espera
ser recortada en horas, las cuales son, en las personificaciones tardías de la Antigüedad, otras
tantas apariciones femeninas sucesivas. Esa trama es también el fondo sobre el cual puede
bordarse, en su resplandor o en su punta angustiada, un instante de más alta verdad. Si
actualmente la tarea que se le asigna a la poesía fuera recoger ese instante de verdad, prestarle
una voz, la poesía entonces tendría la función, en un mundo profano, de ser la guardiana de lo
sagrado.

Traducción de Silvio Mattoni

30
Alfabeto, París, Blaizot, 1976 (sin números de página). Letra Z [Zénith es la primera palabra del poema en
francés].
Infancia, poesía

Anahí Mallol

Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz,
a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta
arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas,
porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera
rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
Franz Kafka: “El deseo de ser piel roja”

Tal vez no haya mejor modo de comenzar a hablar de la infancia y de la poesía que a
partir de este pequeño texto de Kafka. En primer lugar porque no se sabe, como ocurre a
menudo en Kafka, si es de la infancia de lo que habla, del deseo en la infancia y de su juego,
pero sí se siente claramente que “hace” la infancia, que la hace comparecer, porque nos
traslada a un ser infante o nos hace, por decirlo con Deleuze, devenir niños.
Lo que Kafka presenta con su economía singular es la pregnancia del puro deseo en
tanto tal, no su mecánica sino su potencia, deseo que sabe desasirse de sus oropeles para
brillar en todo su esplendor como deseo de nada, esplendor que es el esplendor de un vacío,
un campo que es una pradera rasa, de la que desparece todo objeto como no sea el deseo puro
que la puebla, como no sea esa tensión. Es ese el desierto que algo, colmado y capaz de
colmar, atraviesa con su fulgor: la infancia.
Porque la infancia es esa tensión en su estado puro: deseo no domesticado, aún no
domesticado.
¿Podría decirse otro tanto de la poesía? No de cualquiera, por supuesto. Pero si hay
una poesía que cruza, con su fulgor, la lengua desierta, la lengua como vacío, y si el poema es
lo que colma y lo colmado, lo es sólo en la medida en que es un juego de vaciamiento de ese
vacío. Por eso no se trata de la infancia como tema, ni de la reconstrucción de la voz infantil,
sino de hacer del poema el espacio del deseo en su estado infante y de construir el deseo del
poema como espacio que da lugar a una lengua infante (no domesticada).
La relación entre la poesía y la infancia pudo pensarse, y de hecho se pensó, de
muchas maneras diferentes. Por ejemplo el poeta infante como aquél que posee la clave de un
lenguaje adánico que nombra las cosas como si fuera por la primera vez, o el poeta demiurgo
que puede reinstalar en el poema la reconciliación de la infancia como paraíso perdido.
Más cerca del conflicto que anida toda infancia, entre el jardín edénico y el jardín de
las delicias y sus entrecruzamientos, varios poetas del siglo XX se han preguntado por la
consistencia y la constitución de la infancia en tanto tal, no sólo como hecho de lenguaje y
hecha de lenguaje, sino todavía y más allá, por lo que el lenguaje hace de ella al hacer lo que
el lenguaje, como sistematización de una materia viva, el habla, hace: vehiculizar, hasta el
tatuaje, los mandatos. De ahí el poder que los poetas le otorgan a ciertas zancadillas que la
poesía puede hacerle al lenguaje como sistema, sin caer en una mera opción del habla: las
repeticiones, las aliteraciones, los balbuceos, la a-sintaxis, hasta el sinsentido (“es Rimbaud,
no es Saussure”, dice Arturo Carrera en el poema “Libretitas”).

Stevie Smith

¿Cómo es que los grandes no comprenden a los niños? Esto es algo muy
sorprendente para los niños: primero porque creen que los grandes saben todo,
hasta el día en que, preguntando sobre la muerte, se dan cuenta de que los grandes
o bien tienen miedo de hablar de la muerte, o, si dicen la verdad, no saben nada
acerca del tema; entonces, a partir de ese día, los niños saben que los grandes, si
no los comprenden, no lo hacen a propósito. Los niños aprenden ese día que la vida
tiene algo divertido, ya que nadie sabe realmente lo que quiere decir. A partir de
entonces, o tratan de olvidar que no comprenden lo que es vivir, y simulan
comprender todas las pequeñeces de cada día para interesarse en eso y huir, como
los grandes, o bien permanecen de alguna manera en estado de poetas, y todo lo
misterioso forma parte de lo que los hace vivir: aman lo misterioso, lo que no se
puede tocar, lo que no se comprende.
Así presentaba la cuestión la psicoanalista francesa Françoise Dolto en su propia
autobiografía, Infancias. Dolto se dedicó al análisis de niños: el sufrimiento en la infancia, los
momentos de caída de la infancia, pero también la posibilidad de su permanencia en un estado
intermedio, que no es del todo adulto ni del todo niño.
¿Y a qué se refería con ello? En parte a una negativa, más lúdica que sistemática, más
existencial que clínica, a participar en los juegos del semblante, los juegos sociales de la
apariencia. Lo que no puede ir de la mano sino de un estado de interrogación permanente
acerca de las cosas más profundas y que son también las más elementales: aquéllas a las que
el niño se enfrenta cuando avizora el fin de la infancia, aquellas mismas sobre las cuales
trabajó Lewis Carrol en su querida Alicia. Sin embargo, como afirma la misma Dolto, no es
ésta una relación que se de siempre, ni siempre del mismo modo. Reconoce que hay pocos
escritores que hayan sabido captar exactamente la voz del infante en su particularidad (porque
si algo hace Dolto es otorgarle a los niños un estatuto propio que difiere, y por mucho, del de
un pequeño adulto o adulto en potencia).
Hablar de la voz de los niños es hablar de aquella voz que se cuestiona las cosas, que
desconfía de lo que ve, que no lo comprende porque no comparte los juegos de las mentiras y
los compromisos sociales, que otras veces pregunta lo que no debe, y que otras veces, y de
este modo lo proponen también Deleuze y Guattari, se deja ir, pierde sus contornos, en una
facilidad de deriva o de fusión característica que permite otros lazos y otros flujos de
intensidades entre sujetos, o entre sujetos y objetos.
Todos lugares que explora la poeta británica Stevie Smith en sus primeros poemarios:
A Good Time Was Had By All (1937); Tender Only to One (1938); y Mother, What Is Man?
(1942)31, con un humor a veces cáustico, a veces alegre, que produce como efecto una lectura
que resulta cómica e incómoda a la vez, como cuando dice en el poema “Girls”:

Girls! although I am a woman


I always try to appear human

En primer lugar hay que hacer notar que los poemas parecen en una primera instancia
inscribirse en la tradición del non-sense, en el mejor estilo de Edward Lear, de la que toman
no sólo el uso de la rima, la tendencia al poema breve (aunque los hay también bastante
largos) y el acompañamiento con dibujos de trazo simple, el juego de las homofonías y los
juegos de palabras, el forzamiento de la rima difícil en ocasiones, o el juego entre el sentido y
el sin sentido, o , para decirlo de otro modo, la tensión entre la prevalencia fónica y el
contenido semántico, sino también por lo que atañe a la construcción de un modo lateral, o
mejor dicho lateralizado por medio del humor y figuras retóricas de las consideradas de
segundo grado, de la crítica social. Entonces desde esta primera instancia es ya visible que lo
infantil entra en conjunción o disyunción con otros elementos.
Es habitual considerar la prevalencia del elemento fónico por sobre el semántico en la
literatura y en la poesía poesía popular e infantil, como un hecho que adviene desde los datos,
o desde la experiencia con el lenguaje del infante, constituido en la etapa previa a la
31
Lee, Hermione (ed). (1983). Stevie Smith. A selection. London: Faber and Faber.
simbolización, de modulaciones, tonos, cantinelas, intensidades, variaciones fónicas y
rítmicas.
Smith usa el subterfugio del género lírico y del subgénero del nonsense para decir lo
que de otro modo no estaría permitido, o lo estaría muy mal: transitamos así las historias de
amor de aspecto inocente pero que arriban antes a la muerte que a un happy end, la denuncia
de la tontería de los cuadros militares y religiosos, la muerte del cisne, símbolo de la belleza,
que ha perdido toda esperanza, pero, por sobre todo, dos cosas: la presencia constante de la
muerte como anhelo, o como interlocutora, una muerte estrechamente ligada a la experiencia
infantil y que sólo puede decirse en relación con ella, en intimidad con ella, desligada de
dramatismo, como experimentación y acaso como juego, y el abandono o la soledad en que la
sociedad, incluso la más estrecha sociedad, la del triángulo edípico, deja a los niños.
Aparecen así niños perdidos y felices en su vagabundeo, como en “Little boy lost”,
que allí, en la oscuridad del bosque, paseando donde no llega la luz, se pregunta:
Did I love father, mother, home?
Not very much; but now they’re gone
I think of them with kindly toleration
Bred inevitably of separation.
Really if I could find some food
I should be happy enough in this wood
poema en que la ilusión del amor entre padres e hijos se resquebraja y queda reducida a su
función de necesidad, versión descarnada y casi cruel, vaciada de trascendentalismo, de los
bellísimos y líricos poemas de William Blake, “The Little Boy Lost”, “The Little Boy found”,
en los cuales esta tensión, si bien ya notable en la oposición entre “Infant Joy” e “Infant
Sorrow” tenía un carácter más dialéctico o menos disruptivo.
También en el poema “Bag-Snatching in Dublin” la niñita discreta y recatada que
marcha con pequeños pasos por la vereda es “raptada” por el río Liffey.
Y en el poema “One of many” presenta la situación de un niñito que es enviado a la
horca tras haber arrojado a sus compañeros a la zanja por aquellos mismos que intentaron,
inútilmente, trabajar su mente como si fuera un “diapasón”, palabra que da título al poema.
Pero este niño salvaje, nunca rendido a la docilidad, mientras el capellán recita en la oración
previa a la ejecución que Cristo ha muerto por los pecados, con voz amarga (y que otra vez es
una voz infantil sabia, más sabia que la de los adultos) grita: “I die one of many”. Da a
entender así que son sus educadores, los que pugnan por domesticar su ser de infante, los
primeros pecadores.
Siempre del lado de estos niños, que conocen la muerte, que perciben la gratuidad o
inutilidad, también la hipocresía y la futilidad de muchos de los juegos de lenguaje que los
grandes juegan, se ubica la voz poética de Smith en estos primeros poemarios, (y no sólo en
ellos), para describir, en esa experiencia del que está en la infancia, pero casi en su borde,
como un observador desinteresado pero atento, que enuncia su verdad como quien no tiene
compromisos, nada que perder ni que ganar, el absurdo cotidiano del desamor disfrazado de
otra cosa, de la violencia, (en un sentido general que abarcaría también lo que Althusser
denominó los aparatos ideológicos del estado y que afectan sobre todo a los niños, como la
educación y los medios culturales, pero también desde antes las normas de conducta, las
construcciones de género que se imprimen sobre los cuerpos, y antes aún, el lenguaje), que
delatan la aspiración a un imposible mundo reconciliado.
En ese contexto la rima, las aliteraciones, los juegos de palabras, pueden leerse a la
vez como un elemento disruptivo del orden del sentido, lo simbólico y lo institucional, y
como un elemento resistente, como lo pensaba Mallarmé y con él otro gran poeta de la
infancia, Arturo Carrera, quien lo fijó en la figura del sonido monótono del grillo que al
insistir en el verso con su repetición convoca a la muerte y a la vez ahuyenta su silencio
fúnebre.
Como en el poema “Croft”
Aloft,
In the loft,
Sits Croft;
He is soft.
Pero para construir esa voz Smith ha debido operar el rapto (tal como lo entienden
Schérer y Hocquenghem en ese maravilloso libro que se llama Co-ire, Album sistemático de
la infancia), rapto en este caso de la voz del niño, liberación de su deseo de las redes del
“envolvente pensamiento parental, del lento camino de la pedagogía y el crecimiento que se le
prepara para poder adquirir el derecho de empezar a existir”. No sin pagar el precio de un
desgarro: para Stevie Smith la escasa repercusión que tuvieron en principio sus textos, de los
cuales no se pudo o no se quiso leer más que lo banal, y la dificultad para publicarlos
acompañados de sus dibujos; para el niño, al precio del rechazo incluso de su madre. Porque
no son fáciles las relaciones de los niños de Smith con sus madres: en general niños no
deseados, niños que parecen cínicos32, niños que intentan escapar a la tristeza de la madre para
32
Me refiero al poema “Infant”: It was a cynical babe / Lay in its mother’s arms / Born two months too
soon / After many alarms / Why is its mother sad / Weeping without a friend / Where is its father –say?
/ He tarries in Ostend. / It was a cynical babe. Reader before you condemn, pause, / It was a cynical
poder decir, con la voz chiquita, yo, yo quiero, ahí donde la novela infantil se evade de la
novela familiar. Sustraerse como signo, juego y engranaje, y valor de cambio entre la familia
y sus cómplices sociales, ahí donde los cuerpos se reinventan y se figuran investiciones
nómadas sobre bestias y cosas. Sin embargo el anudamiento con la muerte parece no poder
superar, en la visión de Smith, el mandato tanático que subyace a este ordenamiento social de
los cuerpos infantes, o a la idea de castigo por la desobediencia. En este sentido es que no
puede afirmarse que el resultado de la aventura sea feliz o exitoso, a menos que se considere
al humor presente en el poema, aún bajo la forma del humor negro, como una transición
posible o estado intermedio entre el ser infante y el adulto, no menos que el ataque a la gran
poesía, cuya tradición, se ve, puede leerse por detrás de los textos Smith, pero subvertida, en
la búsqueda de una salida para la infancia distinta de la primeramente adoptada por la
burguesía y luego por el proletariado: o el trabajo en las fábricas, o la escolarización
“liberadora”, ambas igualmente en relación con la represión del auge pasional, con la
disciplina y la privatización del niño dentro del círculo familiar, único lugar en donde al niño
se le permitirá realizar sus deseos y sus sueños.
El niño, sin embargo, sueña con el Flautista de Hamelín; la fanerogamia, es decir, la
abierta eclosión del sexo y el amor, lo atren, antes que repugnarle; el camino es su dominio
propio, los ribetes fantasiosos que llevan la imaginación hacia las regiones de lo extraño.
“Escúchame, Pinocho, vuelve atrás, le dice el Grillo. –No, no, quiero continuar. -Se hace
tarde. –Quiero continuar. –El camino es peligroso. –Quiero continuar.”
En los pasitos de un niño que intenta conocer el mundo que lo rodea Stevie Smith
vislumbra toda la posibilidad de elaborar una mirada renovada sobre el mundo, que no es ni
idílica ni ingenua, sino penetrante, y que, a veces lúdica, incluso juguetona, a veces cáustica,
imprime en letras en sus pequeños versos y dibujos, una mirada propia: lo que dice aquel,
que, entre un parpadeo y otro de la muerte, los mandatos que lo rodean, y sobre todo el
imperativo de la sumisión, se hace tiempo para festejar un no-cumpleaños, jugarse la vida en
un partido de cricket con una reina loca, o tomar el té, a tiempo y no, con Madame Lamort,
como lo hace la niña de Alejandra Pizarnik, quien conversa con ella hasta que se queda
dormida, y por cierto que, la muerte “dormida, quedaba hermosa” (“A tiempo y no”).

Seamus Heaney
babe. Not without a cause.//
pero también a su contrario: “Human Affection”: Mother, I love you so. /Said the child, I love you more than I
know. / She laid her head on her mother’s arm, / And the love between them kept them warm.
Hay, en el primer libro de poemas de Seamus Heaney, Muerte de un naturalista, doce
poemas que presentan, de maneras diversas, una figura de infancia, es decir que un tercio del
poemario está vinculado con esta imagen.
Luego del primer poema, “Cavando” (“Digging”), que funciona como un ars poetica y
que presenta a un yo lírico que observa a su padre en la tarea de cavar la tierra para cosechar
papas y que culmina con el siguiente terceto:
Entre el pulgar y el índice
La regordeta pluma se acomoda.
Yo cavaré con ella33.
nos encontramos con diez poemas seguidos en que el trofeo que aparece como
resultado del trabajo de excavación son escenas de infancia. El primero de ellos, “Muerte de
un naturalista” (“Death of a Naturalist”), es el que da título al libro. Allí, en pasado, el yo
lírico narra un suceso de infancia: un yo niño que, después de haber tomado unas huevas de
rana y haberlas guardado en un frasco, se encuentra con una gran cantidad de ranas en una
charca. El niño, al observar sus sonidos y movimientos, siente asco y miedo, y sale corriendo.
Allí muere el naturalista en potencia para dar nacimiento, podríamos decir, al poeta.
Pero lo más interesante, lo poco común, más allá de la anécdota en la que se cruzan
también el característico paisaje pantanoso de Irlanda, su flora, fauna, su sonografía, es el
modo sutil en que el yo se desliza (y nos lleva a nosotros con él) desde su visión de adulto
hacia el estado infante, resaltado el recorrido por los dos últimos versos del remate del poema,
y condensado en la elección del verbo:
Sentí náuseas, me di la vuelta y salí corriendo. Los grandes reyes del légamo
Se habían reunido allí para vengarse y yo sabía
Que si hundía la mano, la atraparían las huevas34.
Es ese “yo sabía” (“I knew”), esta precisa elección léxica que manifiesta toda la actitud de
Heaney hacia la infancia, la que puede leerse como un núcleo fundamental de su poética: la
infancia como territorio multivalente, nudo de imágenes, sensaciones, afectos, una
cartografía de intensidades variables.

Así si Françoise Dolto afirmaba que “para el adulto es un escándalo que el ser humano en
estado de infancia sea su igual” y que de allí provenía toda la incomprensión de los adultos
hacia los niños y todo el sufrimiento de éstos, para Heaney el niño es incluso alguien

33
Between my finger and my thumb / The squat pen rests. / I’ll dig whit it.
34
(...) The great slime kings/ Were gathered there for vengeance, and I knew / That if I dipped my hand the
spawn would clutch it.
superior al adulto, portador de una sabiduría específica. De ahí su capacidad para escribir
desde el punto de vista de la subjetividad del niño, su capacidad para devenir niño, y en su
mismo movimiento, invitarnos a devenir niños a nosotros mismos.

Con ello revierte también una larga tradición en que los niños en la literatura aparecían
como objetos dichos por otros. Dice Dolto: “Aunque se conmueva con la infancia, aunque
considere al niño un personaje de novela, la literatura del siglo XIX ofrece de él una
representación sólo social y moral o bien hace una recreación poética del verde paraíso
perdido o de la inocencia escarnecida. Es nada más que un discurso adulto sobre lo que se
ha convenido en denominar ‘el niño’”. Y Julia Kristeva apunta: “Mucho antes que Freud,
Wordsworth había escrito que ‘el niño es el padre del hombre’. Dos modelos de la infancia
se disputaban el imaginario inglés: por un lado John Locke, con sus Pensamientos acerca
de la educación y J.-J. Rousseau con el Emilio o el mito purificado de la inocencia infantil.
(...). El niño parece ser el objeto de deseo por excelencia del imaginario inglés, que
calificaríamos de buena gana de paidófilo si el término pudiera aún vestirse de una cierta
inocencia puritana”.

Nada de esto puede verse en la mirada de Heaney, en cuyo devenir niño lo que puede
apreciarse una y otra vez es la reconstrucción de una vida cotidiana, una vida de contacto:
entre el hombre y la naturaleza, entre las personas, una vida plena de sentido, un sentido
incluso pautado por los quehaceres y las estaciones. Porque no se trata, en absoluto, de la
experiencia del niño urbano, no hay algo así como la reconstrucción neurótica de una
identidad, en el triángulo cerrado de la casa burguesa y la célula asfixiante de la relación
mamá-papá-el nene, sino de remover y actualizar capas en una construcción más esquizo,
como la teorizada por Guattari, según la cual la subjetividad es producida por instancias
individuales, colectivas e institucionales. La subjetividad no es dada como un en-sí, sino un
proceso de toma de autonomía o una autopoiesis.
Heaney realiza un recorrido que establece paradas en esa cartografía de intensidades
variables: hay un poema dedicado al granero y las ratas que circulaban por los tirantes (“El
granero”, “The barn”), otro a la recogida de moras (“Recogida de moras”, “Blacberry-
picking”), otro al día de batir la manteca (“El día de batir la mantequilla”, “Churning day”),
otro al trabajo de arar (“Aprendiz”, “Follower”), pero también los juegos infantiles, las
bolitas, la pelota, ir de pesca, salir a cazar, volver de la escuela cantando, los miedos y las
relaciones con los animales. No falta por supuesto aquel momento en que la infancia toca su
límite: la muerte del hermanito (“Interrupción a mitad del trimestre” “Mid-term Break”), la de
la amiga (El verano en que perdimos a Raquel” “The Summer of Lost Rachel”, éste de La
linterna del espino).
Pero lo que Heaney subraya sobre todo como característica de la infancia es su
capacidad de funcionar como flujo: la decodificación que posibilitan al cuerpo y al espíritu su
remisión a un estado de la materia permeable y maleable que permite una relación de
inmediatez, de mezcla, con otros flujos: la naturaleza y sus tiempos, los otros seres humanos,
el paisaje, la vida de una comunidad rural con sus ritos que pautan el tiempo a la vez que lo
detienen. En ese intento todo el trabajo de la escritura se vuelve un devenir niño como
programa poético, en más de un sentido: el último poema de Muerte de un naturalista, que
cierra circularmente el libro como una respuesta-eco del primero, y que se llama “Helicón
personal” (“Personal Helicon”), dice:
De niño, no me podían alejar de los pozos
Ni de las viejas bombas con sus baldes y poleas.
Me encantaba el oscuro vacío, el cielo atrapado,
El olor a algas, a hongos y húmedo musgo.

La última estrofa termina:


Ahora, fisgonear en las raíces, manosear el limo,
Contemplar todo ojos cual Narciso en la fuente
Sobrepasa la dignidad adulta. Rimo
Para verme a mí mismo arrancar ecos a la oscuridad35.

Es decir que la actividad poética, otra vez bajo la imagen de la tarea de cavar, es un
eco de esa actividad infantil, la duplica enriquecida, la retoma y la recarga de sentido, lo que
dignifica y a la vez da sencillez a ambas, en un delicado equilibrio. Porque nos se trata de la
reconstrucción melancólica de un pasado perdido, sino de un estricto trabajo de interpretación
(que es siempre una reinterpretación) de una memoria que es, a la vez que individual,
comunal.
Heaney es perfectamente consciente del espacio que se abre entre la experiencia del
infante y su retorno, y da cuenta de ello en varias oportunidades.

35
As a child, they could not keep me from wells / And old pumpd with buckets and windlasses./ I loved the dark
drop, the trapped sky, the smells / Of waterweed, fungus and dank moss. (...) Noe, to pry into roots, to finger
slime, / To stare, big-eyed Narcissus, into some spring / Is beneath all aduly dignity. I rhyme / To see myself, to
set the darkness echoing.
El poema “Tres dibujos” (de Viendo visiones), cuya primera parte, “Anotación”,
comienza con los versos
Qué días aquellos...
pateando una pelota de cuero
¡con más confianza y más lejos
de lo que uno jamás imaginó!

termina con una reflexión:


¿Eras tú

o la pelota que seguía y seguía


más allá de ti, increíble,
a más y más altura
y lastimosamente libre?
El poema, en su movimiento particular, plantea un círculo: parte de la pelota que se
eleva, y a ella regresa. En ese recorrido han transcurrido varias décadas, pero de la
exclamación a la pregunta lo que hay no es melancolía o desilusión, sino un trayecto que lleva
desde el entusiasmo inicial, revivido por el poema con toda su alegría y potencia, a la
constatación de una posibilidad nueva de sentido, que no desarma lo anterior sino que amplía
su gesto y lo reinterpreta en una dimensión existencial: es el círculo hermenéutico planteado
como círculo de la comprensión existencial por Heidegger y replanteado como movimiento
semántico del poema entonces lo que se reinscribe en ese trayecto. La pasión ontológica del
dasein, la pasión por dar sentido, a lo que se suma la idea de que el sentido es siempre un
proceso o work in progress, de modo que no puede arribar a certezas para no clausurar el
movimiento permanente del círculo hermenéutico sino que lo que hace es volver a plantearse
como pregunta, vuelta aquí interpelación, lo que se destaca como trabajo estricta y
auténticamente poético.
El regreso a la infancia no es entonces una vuelta a la inocencia como estado
primigenio sino una recuperación de un estado de gracia, una recuperación que implica un
reordenamiento de la experiencia, los valores, los modos de mirar y aprehender el mundo,
para rescatar su nudo de perceptos y afectos desde el lugar de la sabiduría: hacerse niño para
volver a fundirse con el otro, para derribar murallas, para reescribir en clave doble una
historia que es siempre sangrienta pero puede tensar su sentido hacia delante. Volver a “mirar
de soslayo desde un tragaluz del mundo” (Viendo visiones) porque no era esa mirada desde el
tragaluz la mirada deformante sino la mirada que no había escindido aún el afecto del
percepto y del concepto: mirada a la vez inteligente, sensitiva y amorosa, del paisaje y de las
relaciones humanas. En el camino, algo se ha perdido, algo se ha ganado.
En ese conflicto, a partir de él, una identidad se construye como desgarro, pero en ese
contexto la vuelta a la infancia no es un camino de olvido de lo aprendido, como si se
regresara sobre los mismos pasos borrando las huellas, sino todo lo contrario: dar la vuelta,
mirando las huellas, conscientemente al rescate de lo que ha quedado atrás visto ahora con los
ojos del viajero adulto, en una dimensión que antes era desconocida: la experiencia del infante
abierto a los devenires, en estado de deseo y de fusión amorosa con lo que lo rodea, en estado
también de asombro, en la vida comunitaria, abierta a las experiencias de lo otro y de los
otros. Para que la poesía se eleve con argumento sincero y tono leve, como el Cántico de
Francisco: bello y sencillo.

Arturo Carrera
La obra poética de Arturo Carrera se erige también en gran medida sobre esta triple
equivalencia entre infancia, deseo y poesía. Así, en su libro más reciente, La inocencia, dice
del niño que fue:
“… el mismo que
en la fotografía de la tapa de este libro
es el punto de fuga; hacia donde se mueve
el hombre que va caminando displicente,
apurado, enérgico pero
quizá perdido…

… y el niño o deseo que avanza


parece que desanda nuestro propio decir…”

y se pregunta, refiriéndose al adulto:


¿En qué umbral dejó apenas
un yo que parecía un tú a cada palabra,
un poco de futuro deseo?
Lo que convoca por un lado lo vital en su estado puro, la tensión que yergue los
cuerpos y los pone en movimiento, pero también su pequeño fracaso a cada paso en la lucha
contra la muerte que persiste en su llamado36. De allí la necesidad de celebrar continuamente a
la infancia, de convocarla, de concitarla como un estado al que hay constantemente que
advenir y que devenir. Lo valioso del lado de la infancia como de el del deseo y el de la poesía
es que no se trata nunca de territorios definitivamente conquistados, sino que aparecen,
siempre y en cada caso, bajo la forma de fulguraciones, instantáneas y efímeras partículas de
felicidad en un contexto hostil. Así puede verse el intercambio de interlocutores en la poesía
de Carrera, en que las voces, fragmentadas, marcado el recurso por la aparición de puntos
suspensivos al inicio de estrofa, pero puntos suspensivos cuyo antecedente no se encuentra,
guiones, cambios tipográficos, o aún la alternancia de estilos o niveles de lenguaje, desde el
diálogo característico de la narrativa, el lenguaje cotidiano, a los impromptus más
marcadamente líricos, y el intercambio entre voces infantiles y la voz del adulto, a veces no
exenta de nostalgia, pero también consciente de la maravilla y el misterio de la infancia como
estado otro.
Porque no se trata de afirmar la existencia de un posible niño que habitaría dentro de
cada uno, sino de una dimensión que atraviesa, en todas direcciones, en primera instancia la
materia significante, el lenguaje y su operatoria, pero también las voces, situaciones y escenas
presentadas: el niño-campo como una dimensión transversal que hace campo, que hace
infancia, es decir, que instala la potencia del devenir, del deseo, allí donde aparezca, como un
estado diferencial, movimiento o flujo. En ese contexto la poesía es ese espacio privilegiado
que permite la fluctuación en la tensión, nunca estable ni pasible de ser estabilizada, que lleva
el sentido hacia el sinsentido, con sus recursos específicos. Es característica de la poética de
Carrera, por ejemplo, la aparición de la misma palabra en contextos siempre diferentes, de
modo que a la vez que se exploran todos los posibles sentidos de la misma, es imposible situar
un sentido fijo, y la palabra significa tantas cosas, se repite tantas veces, que luego de una
lectura prolongada permanece como resto a-significante: el significante (¿primordial?) sin
otro significado que el de funcionar como una firma impropia. La palabra se atomiza así, sus
sentidos se pulverizan tanto como sus sonidos.
La infancia es otra cosa: lo había señalado Françoise Dolto en un ensayo en el que
llamaba la atención, refiriéndose a las artes plásticas, sobre el hecho de que durante mucho
tiempo los niños se representaron en los óleos como adultos pequeños, sin respetar las
proporciones corporales que les son propias: mientas que en el adulto la cabeza tiene una
relación de uno a ocho con el tamaño del cuerpo, en los niños es de uno a cuatro. Esto

36
Para un estudio más detallado Pacella, Cecilia. Muerte e infancia en la poesía de Arturo Carrera. Ediciones
Recovecos, Córdoba, 2008.
demuestra toda una concepción acerca de la infancia. La cuestión sólo se simplifica si se
piensa, siguiendo a Philippe Ariès, que ello carece de importancia dado que la infancia es un
invento burgués del XVIII. Siempre ha habido niños y la conciencia de una diferencia, como
lo prueban obras de la cultura popular: lo que ha cambiado es el modo de considerarla, pero
no el hecho de su cualidad diferencial, agravada cuando se considera al estado propiamente
infante que es aquél previo a la adquisición del lenguaje.
Heráclito, que era el mejor poeta entre los filósofos de la Antigua Grecia, aquél que
dijo que no se baña uno dos veces en el mismo río, filósofo-poeta del perpetuo movimiento,
poeta de los fluires, también escribió que “el nacimiento y el desarrollo del universo es el
juego de un niño que mueve las piezas en un damero, porque el destino está entre las manos
de un niño que juega. Y Heidegger se preguntó: “¿Por qué juega el niño al que Heráclito
atribuye el juego del mundo? Y responde: Juega porque juega. El por qué desaparece en el
juego. El juego no tiene por qué. Juega mientras juega.
Arturo Carrera, el poeta de la infancia, retoma esta imagen en Potlacht para decir
El peso global del mundo en la mano del dios
y el contrapeso,
la moneda levemente gastada
en la mano de un niño.
Por eso, por ese azar, y por ese gasto de la moneda que adjudica, da y quita, rueda y
juega, y es, sobre todo ofrenda, se da la reunión íntima de la infancia y la poesía, que permite
celebrar la infancia de la poesía. Y celebrar, en la poesía, la infancia. Infancia como territorio
del todo-posibilidad: lo que aún está por hacerse, por sentirse, lo que aún está por decirse-
escribirse: ese mundo por venir y que verán sus ojos. Pero también la infancia y su mudez:
¿qué mundo será ese, ahora imposible de imaginar para nosotros, en que las palabras no
definen los contornos de las cosas, de las sensaciones, de los colores, ni siquiera de los
cuerpos, anterior al tuyo-mío?

La intensidad infante
La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para
escribir?.
Gilles Deleuze

Infancia que es una pura intensidad fluida, territorio que todo el tiempo cambia sus
límites, que se desterritorializa, fuga hasta de sí mismo, estaciona sólo fugazmente en otra
intensidad o variación, para volver a retomar su ritmo, su movimiento perpetuo, su arrullo. Y
ésa es su invitación, tal vez, parte de su misterio: la poesía con su infancia nos invita a
dejarnos atravesar por esas intensidades, a perder los límites, incluso del yo, para dejarnos
sumergir en la indiferenciado del puro presente, el puro tacto, el contacto, como de primera
vez, con lo que nos rodea: esa maravilla.
Infancia que estalla en la risa o se desddice en el balbuceo, consustancialidad, en un
breve punto, de la infancia y la poesía, ahí donde el verso, que vuelve sobre sí mismo una y
otra vez y se reescribe en sus variaciones, balbucea, babea, se pierde, retrocede y avanza
como una marea, e invita a explorar otros itinerarios desperdigados, sin dirección fija, que
anteceden o exceden a la verticalidad del sentido.
Porque desde esa intensidad; la poesía nos mira, nos transmite sus entusiasmos, nos
interroga.
Un puro presente de sensación, un cuerpo a cuerpo anterior a toda pulsión por el
sentido: cuando no hay que significar, dar o buscar sentido a cada gesto, sensación, grito o
llanto, tampoco dar palabra, el amor es una inmanencia, como el calor de los cuerpos, un calor
animal que ellos saben transmitirse entre sí. Lo que hay es un goce perpetuo y errante, de ahí
su alegría, su misterio intransmisible.
Hace unos meses un psicoanalista, José Ioskyn, interrumpía su conversación telefónica
conmigo al escuchar el modo en que mi primer hijo, todavía no advenido al lenguaje, jugaba
con los tonos y las modulaciones de una materia apenas significante, y me preguntó (se
preguntó). ¿cómo puede ser que esa belleza se transforme después en un neurótico obsesivo?.
Es decir, cómo puede ser que ese empuje de lo vital que sabe gozar de los flujos y variaciones
en su movilidad propia se transforme en un ser regulado por rituales repetitivos de detención
de flujos, que recortan devenires, los clasifican y les otorgan un sentido definitivo?
Alrededor de esta pregunta y de esta tensión, a veces con tono lírico, a veces lúdico, a
veces divertido y otros triste, reflexivo o perceptivo, o todo a la vez, estos poetas construyen
lo mejor de sus poéticas.
Entonces la poesía invita a desandar ese camino para ser, por un rato, “huéspedes de
una edad parecida a la infancia / pero que contiene todavía el habla / que desconocimos” ,
como define Arturo Carrera al “Niño portátil”, para volcarnos hacia este gozo y esta errancia,
este puro placer del sinsentido para sí (sin iglesia, sin escuela y sobre todo, sin esa institución,
la familia burguesa), para comprometernos con esa intensidad y sus flujos, para preservar al
niño, a la poesía y a nosotros devenidos niños otra vez por su inmensa gracia, aún y sobre
todo, después de que hemos dejado técnicamente de ser un niño.
En torno a Borges: una vida, de Edmund Williamson
Nicolás Magaril

Ninguna “vida” de la literatura argentina (o acaso hispanoamericana) parece haber sido


contada tantas veces como la de Jorge Luis Borges. Precisamente la suya, proverbialmente
situada en la serenidad de la lectura y la memoria incesante de lo leído, desprovista de
alternativas intensas fuera de la metafísica, el lenguaje, la imaginación y, como prefería decir
en sus últimos años, la ética. Ese lugar común (un tipo insípido fuera de su cerebro, su
bibliofilia o su incorrección política) es equívoco, es en todo caso la proyección deliberada de
una imagen de sí: “pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído”, escribió en el epílogo a
El hacedor. El detalle no es menor. Borges refirió en varias oportunidades y en relación a
diversos autores la importancia derivada de la imagen que un escritor proyecta a través de su
obra. Esa idea acude reiteradamente a sus ensayos: “propendemos a olvidar que Carriego es
(como el guapo, la costurerita y el gringo) un personaje de Carriego”; “más importante que la
importante literatura premeditada y realizada por él es este Flaubert, que fue el primer Adán
de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote”; “harto más firme y duradera
que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los
hombres”. Hay otros ejemplos (Lugones, Wilde). Esta cuestión le preocupaba particularmente
en relación a Quevedo, aquel que no había podido dar con un símbolo que se “apodere de la
imaginación de la gente”.
Aunque pareciera que para desmontar un mito (que es el buen servicio que debería
prestar toda biografía que no sea también una hagiografía) hubiese que promover su
contraparte: ya basta del Borges que fascinó al estructuralismo francés o a la novela gótica
italiana o al New Criticism, ahora un Borges real, menos cerebral que visceral, pero cuyo
atributo fuese la humillación y la culpa, el trauma infantil sublimado iterativamente, el
desastre sentimental crónico, el rencor y la vergüenza genital.
Edmund Williamson hace un recuento exhaustivo y documentado de la carrera de
Borges, y a lo largo de sus largas más de 600 páginas hay información valiosa, pero confía la
originalidad (explosiva) de su contribución en ese otro terreno, especialmente en torno a la
figura tabú (según entrevió a raíz de una conversación telefónica con Bioy Casares) de Norah
Lange. Pero el vuelco radical y duradero de su vida, su literatura y su idea de la misma a raíz
de ese fracaso puntual que lo habría llevado a concebir por primera vez hacia 1927, y
definitivamente en 1940, “una idea que seguiría acompañándolo hasta el fin de su vida: la
idea de la salvación por la escritura” 37. La clave de esa interpretación es a su vez una
interpretación del modo como Borges interpretó la Divina Comedia, a saber: “de un modo
profundamente personal, proyectando en ella la congoja que él mismo había sufrido como
resultado de su rechazo por Norah Lange” (p. 274). Ese rechazo habría tenido no sólo
consecuencias inmediatas en la lectura del clásico italiano, sino también de orden estético-
programático (“después de la pérdida de Norah Lange, Borges estaba proponiendo una
estética de la desconfianza radical”, p.205), y asimismo ontológicas (“la pérdida de Norah
Lange había destruido su fe en la realidad esencial del yo”, p.239). La transformación que
experimenta su obra y su pensamiento (sobre todo en relación a la poesía) a fines de la década
del ´20 es innegable y obedece a un complejo de factores que exceden el objetivo de estas
páginas. Williamson busca, encuentra y postula la mustia fuente sentimental, rebosante de
humillaciones, rencores y recelos, la herida narcisística fundamental desde la cual se
desangrará irremediablemente el resto de la obra: “la señal más conmovedora del rechazo de
Borges por parte de Norah Lange fue la pérdida de su voz poética” (p. 195) 38. Pero en esa
búsqueda, según intentaremos demostrar, el hallazgo se confunde ingeniosamente con la
invención del documento probatorio, con lo cual la discusión se mantiene en un vaivén entre
la hermenéutica razonable y la ética de la praxis biográfica. El rechazo parece haber sido
realmente dramático: Williamson recuerda en más de una oportunidad que Borges encaró la
idea del suicidio (en un punto refiere la “agonía de su crisis suicida por la pelirroja Norah
Lange”, p. 282). Pero ya antes de la crisis ella dominaba sectores importantes su literatura. La
paradoja de Zenón no era lo que habíamos creído: “servía para articular la ansiedad de que
Norah permaneciera para siempre –atormentadoramente- fuera de su alcance” (p.219). Como
sea, Williamson afirma que hacia 1940 Borges dio expresión cabal a ese principio literario
redentor con la figura, dice, de una “nueva Beatriz que le daría lo que Norah había prometido
pero nunca entregado: un amor que lo inspiraría para escribir la obra maestra autobiográfica
que justificaría su vida como hombre y como escritor. Leer la Divina Comedia condujo así a
Borges a inventar un mito poético de su propia salvación” (275). Y se propone avalar
semejante hipótesis “a partir de una selección de alusiones y símbolos en la escritura de
Borges” (Idem). Vale decir: interpretará y organizará la vida (episodios cruciales de la vida)
en función de indicios encriptados. Borges habría “descontruido” todos sus reveses

37
Williamson, Edwin: Borges: Una Vida, Seix Barral, Bs.As., 2006 (traducción de Elvio E. Gandolfo. Primera
publicación inglesa en 2004), p. 170. De aquí en adelante, para las citas de esta obra se indicará entre paréntesis,
en el texto principal, el número de página correspondiente.
38
Véase un lúcido análisis de esa discontinuidad, en términos de “ateísmo literario”, en el libro de Sergio
Pastormerlo: Borges crítico, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007, p. 55 y ss.
biográficos en su obra. Así, a partir de la pelirroja (“Beatriz primaria de su mitología personal,
p.433) Williamson hará desfilar a las sucesivas mujeres borgeanas en términos de nuevas
Beatrices que ilusionan y frustran sistemáticamente tales expectativas de íntima consagración:
Haydée Lange (hermana, para colmo, de la primera que disparó la cosmogonía), habría hecho
“colapsar” en su momento el mito dantesco, más tarde les asignaría el papel a Estela Canto y
a Magarita Guerrero (esta última habría “hecho añicos su esperanza de encontrar la salvación
por la escritura”, p.356), con un intermedio bastante bochornoso que de dantesco tenía
principalmente el infierno, es decir, Elsa Astete, y final -o providencialmente, María Kodama:
“la separación inminente de Elsa Astete abría una vez más la perspectiva de realizar el
proyecto dantesco de la salvación” (p.431). ¿Será posible?
Desde el “Prefacio”, esta biografía se define como un intento deliberado por romper
con un estereotipo, muy favorecido por el biografiado (jugó a su modo con cierta
automitografía que moduló toda una tradición biográfica en torno a Whitman, por ejemplo
-“desconcertante discordia” que era uno de sus tópicos preferidos al hablar del poeta
norteamericano). “En vista de esta leyenda del Borges intemporal, no es de extrañarse que
muchos críticos situaran sus escritos en una especie de utopía literaria” (p. 11). Estela Canto, a
quien Williamson sigue de cerca en diversos aspectos y en cierto espíritu como de revelación
de la verdad verdadera de una existencia siempre malentendida, indicó ese punto ya en 1989:
“las nuevas generaciones han aceptado la imagen de Borges como la de un hombre que vivía
en las nubes, entre libros e imaginaciones fantásticas, incapaz de frivolidad” 39. Por su parte,
Williamson estaría polemizando indirectamente, ente otros, con Gerard Genette, que incluyó
en Figuras un capítulo sobre Borges titulado precisamente “La utopía literaria”, y en el cual
sostiene que “desde hace más de un siglo, nuestro pensamiento -y nuestro uso- de la literatura
se hallan afectados por un prejuicio cuya aplicación siempre más sutil y más audaz no ha
dejado de enriquecer, aunque también de pervertir y finalmente empobrecer el comercio de las
Letras, el postulado conforme al cual una obra está esencialmente determinada por su autor y
en consecuencia lo expresa”40. La lectura de Borges en clave biográfica parece moverse entre
esos extremos: el enriquecimiento lícito y la perversión. Su propia vida, lo que eso sea que
fuese, sustraída o reputada como marco de referencia analítica. Williamson agota el método
de determinación plena de la obra por las alternativas vitales del autor, una especie de
deduccionismo fundamentado, establece “un juego dialéctico entre experiencia y escritura”
(p.13), busca “la infraestructura psicológica y vivencial de su obra” (p.16). En muchos casos
39
Canto, Estela: Borges a contraluz, Espasa Calpe, Bs.As., 1989, p.184.
40
Genette, Gerard: “La utopía literaria”, incluido en VVAA: Borges y la crítica, Centro Editor de América
Latina, Bs.As., 1992, p.102.
su lógica es consecuente, plausible únicamente en el nivel de análisis donde a él le interesa
que funcione. Fatalmente en los cuentos de Borges o de cualquier otro aparece materia prima
de la vida. En el epílogo al Libro de Arena, refiriéndose al relato “El Congreso” (texto central
en la argumentación de Borges, una vida), se lee: “en su decurso he entretejido, según es mi
hábito, rasgos autobiográficos”41. El esfuerzo de decodificación erudita de ese entretejido es
notable, Williamson es un avezado sabueso del indicio. Una especie de reduccionismo al
revés: nos devuelve al autor de carne y hueso, pero de los cuentos más impresionantes de
Borges y, por lo tanto, de la literatura universal (“Las ruinas circulares”, “La biblioteca de
Babel” y “La lotería de Babilonia”) se limita a decir: “los tres cuentos reflejaban la
destrucción del sueño de salvación dantesco” (p.288). Williamson prescinde de toda
precaución oratoria, usa poco el potencial (que es el tiempo verbal más propicio a la
biografía) y está perdidamente enamorado de su propia hipótesis: “la desesperación pura que
sentía por tener que renunciar al mito dantesco de la salvación produjo un nuevo cuento, El
Milagro secreto” (p.298). Sí, también “El milagro secreto”. Y así por doquier: “Las hojas del
ciprés, un cuento breve [incluido en Los Conjurados], da prueba de la profundidad de la
desesperación de Borges después del colapso de su fe en el plan dantesco de la salvación”
(p.470). Dispuesto a corroborar compulsivamente ese patrón dantesco (como lo hará con el
otro patrón complementario de su aproximación: Espada vs. Puñal), Williamson se lo atribuye
con idéntica persistencia a su propio biografiado. Esa atribución, tratándose justamente de una
biografía, es un problema delicado. Primero aparece como una conclusión atendible (y de
paso añadimos un ejemplo a la ya suficiente ejemplificación de recién): “El Congreso,
entonces, representa el mito dantesco de la salvación en Borges” (p.285), pero más adelante,
en un tipo de desplazamiento discursivo que, como veremos, puede pasar de la suspicacia a la
fraudulencia, lo hace extensivo al autor: ahora es “Borges”, el que “estaba interpretando una
vez más su vida según el molde dantesco de salvación expresado en El Congreso” (p.461). De
nuevo: Williamson ha desentrañado el subtexto y las múltiples alusiones, sin producir, en ese
movimiento, ningún efecto de pensamiento sobre el texto, convertido en una especie de
anecdotario morse. Tampoco imaginamos a Borges interpretando su vida según ningún
molde, cuando a esa altura lo ostensible es su biógrafo haciendo eso mismo por enésima vez.
La inteligencia de Borges es vertiginosa, escéptica, paradójica, deliberadamente
contradictoria, huidiza y humorística; Williamson la vuelve a su favor en algo terco, penoso y
sublime. Véase, por contrapartida, el notable ensayo de Ezequiel de Olaso sobre el mismo

41
Obras completas III, Emecé, México, 1989, p.72.
relato, en el cual no descuida, por cierto, el entretejido autobiográfico de marras 42. Se dirá que
la biografía de un escritor no contrae con el texto literario en cuanto que tal ninguna
obligación crítica, que puede servirse de él abiertamente para despejar asuntos pertinentes y
razonablemente descuidar otros. Pero Williamson no es Freud, y es contundente en sus
declaraciones: los cuentos son en función de una mínima parte, en el bueno de los casos, de
los elementos que “reflejan”.
Recientes publicaciones, como el Borges de Bioy Casares o las Cartas del fervor.
Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sured, permitieron conocer detalles
indispensables de diversos períodos (y, ciertamente, esa capacidad para la frivolidad que
reclamaba Estela Canto). Y la muy discretísima edición que Borges realizó en Autobiografía
(publicada en inglés en 1970) y en diversas conversaciones fue más o menos respetada.
Biografías testimoniales, como las de Estela Canto, Alicia Jurado o María Esther Vázquez,
biografías-entrevista como la de Roberto Alifano y, de nuevo, M.E.Vázquez, biografías más
convencionales en español, como la de Horacio Salas, Volodia Teitelboim, y literarias como la
de Emir Rodríguez Monegal o Alejandro Vaccaro; otras en inglés, como la de James Woodall,
e infinidad de artículos y conversaciones que conciernen de una u otra forma a la relación
vida-obra43. Ninguna puede honestamente atribuirse el mérito que suele agotar investigaciones
y pesquisas en este campo, es decir, su carácter “definitivo”. Cada una de estas contribuciones
es valiosa a su manera, parcial y polémica. Queda pendiente la ubicación específica del
trabajo de Williamson en ese contexto bibliográfico.
Una investigación seguida durante diez años por un prestigioso hispanista de Oxford
sobre una de las figuras literarias más importantes del siglo XX merece indudablemente una
consideración atenta. Una revisión de algunas reseñas publicadas tras a la aparición de
Borges: una vida permite corroborar rápidamente esa atención. Esta biografía ha generado
partidarios y veredictos casi equitativamente a favor y en contra. Michael Dirda, por ejemplo,
expresó en un artículo publicado el 8 de agosto de 2004 en el “Washington Post”, su disgusto:
“It doesen`t take long, then, for a reader of these pages to conclude that Latin Amercia`s most
important 20th-century writer was essentially a wimp, probably impotent, certainly indecisive
42
“El Congreso”, en De Olaso, Ezequiel: Jugar en serio. Aventuras de Borges, Paidós, México, 1999, pp.137-
155.
43
Una interesante aproximación a este fenómeno es el libro de Robin Lefere: Borges entre el autorretrato y la
automitografía, Gredos, Madrdid, 2005. La relación vida-obra ha dado lugar también a experimentos críticos
como el de Alan Pauls: El factor Borges, Anagrama, Barcelona, 2004: una mezcla de observación aguda,
conocimiento de causa y buena prosa con una innecesaria debilidad por cierto tipo de lenguaje derivado del
marketing y la gestión institucional: Alan Pauls revela al “Borges on stage”, que “usa y hace rendir al pasado”,
el “estratega tortuoso”, el que construye su figura de escritor, pero en términos de “gestión literaria”, el que
elabora “un sofisticado dispositivo de puesta en escena”, el “profesional por excelencia de la falsificación” para
quien la “verdadera pasión literaria de su vida” es “el arte de la fraudulencia”.
and weak-willed, thoroughly self-pitying, surprisingly vindicative and often cowardly” 44.
Como contrapartida de ese interés por el achaque emocional de la persona, Dirda se pregunta
algo básico: “When, by the way, did the man do all this reading? Or writing, for that matter?
We´re told seemingly everything about his social life and hardly anything about his desk
habits”45. Es decir, alguien que debió pasar buena parte de su vida sentado, leyendo,
escribiendo y dictando: una cantidad impresionante de prólogos y selecciones, traducciones,
artículos polémicos, manifiestos, revistas murales y manuales, contribuciones de diversa
índole a decenas de publicaciones desde la década del `20 hasta sus últimos días, ensayos,
reseñas, antologías, participaciones como jurado para concursos de literatura, colecciones
editoriales, guiones cinematográficos, biografías sintéticas, entrevistas y conferencias,
poemas, cuentos… “Me abruman las tareas”, le escribía a Estela Canto en una carta de 194446,
y cabe suponer que tal era el sistema de trabajo semanal que llevó toda su vida (la dinámica
que siguió en sus últimas décadas de ceguera como conferencista y multipremiado
internacional fue distinta, pero incesante. Él, sin embargo, se consideraba un “haragán”). En
fin, ese trabajo intelectual (“desk habits”, como dice Dirda), no afecta mayormente el
esquema trazado por Williamson, que se dedica largamente a interpretar en clave textos de
Borges y otros como la novela de su padre (El Caudillo) o de Norah Lange (La voz de la
vida). Por supuesto, vale la pena saber aproximadamente lo que pasó entre la Lange y
Girondo: se reconstruyen detenidamente las fases de ese noviazgo, con idas y vueltas a
Europa, un tira y afloje de ambas partes hasta que por fin se casaron (Borges habría
precipitado el matrimonio con una movida fuerte a favor de Norah mediante una dedicatoria).
Williamson es agudo a la hora de localizar al enemigo de Borges en su escritura: es
representado de manera más o menos oblicua por Twirl, personaje del cuento “El Congreso”47.
Advierte esa rivalidad en “El encuentro”, en “El otro duelo” y en “El duelo” (pp.406-407).
Observa asimismo que el drama de Jaromir Hladík en “El milagro secreto”, titulado
44
Dirda, Michael: Borges: A Life, http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/articles/A44108-2004Aug5.html
45
Alejandro Vaccaro ha destacado este hecho en sus diversas aproximaciones biográficas (crf. el capítulo titulado
“Un lector infatigable” en Una biografía en imágenes: Borges, Ediciones B, Bs.As., 2005, p.7. y Borges, vida y
literatura, Edhasa, Bs.As., 2006, p. 201). Por otra parte, Vaccaro y Williamson constituyen extremos
metodológicos: el segundo presuponiendo coordenadas de adecuación, el segundo enfilando dato sobre dato en
un inmenso currículum vitae sin ritmo narrativo.
46
Esta y otras cartas fueron reproducidas por la destinataria en Borges a contraluz, p.125 y ss. Estas tareas ya
eran abrumadoras (y políglotas) en 1920. Fragmentos como el siguiente abundan en las cartas a Sureda y
Abramowicz: “Leo cosas dispersas: Autobiografía de Benvenuto Cellini, De rerum natura traducido en versos
españoles, una vida de Goethe, Historie de la littérature de La Harpe, poemas de August Stramm, artículos en el
Gran Larousse (ed. de 1870), cuentos de Kipling…”, Cartas del fervor, p.101.
47
“Cuando Twirl se traduce al español como girar la alusión a Girondo se vuelve más obvia. El verbo girar se
había llegado a asociar con Girondo gracias a un festejado epigrama burlesco que apareció en el “Parnaso
Satírico”, columna del Martín Fierro del 24 de enero de 1925: A veces rotundo / Y a veces muy blando / Se va
por el mundo / Girando girando” (p.281).
precisamente Los enemigos, reproduce la pugna con Girondo por Norah. Williamson pudo
haber agregado que el argumento del drama era para Hladík, “la posibilidad de rescatar (de
manera simbólica) lo fundamental de su vida” y que por lo tanto, según cierta lógica
derivativa que informa todas sus argumentaciones, la rivalidad con Girondo era lo
“fundamental de la vida” de Borges.
Cabe mencionar también la reseña de David Foster Wallace, publicada el 16 de enero
de 2005 en el suplemento Radar del diario “Página 12”. Uno de sus reparos es el siguiente:
“Williamson es un lector atroz de la obra borgeana; sus interpretaciones son una variante
simplista y deshonesta de la crítica psicológica (…), Borges: A Life pisa fuerte cuando repasa
la historia y la política argentinas, pero patina de manera lamentable cuando Williamson
analiza textos específicos a la luz de la vida personal de Borges” 48. Wallace observa cierta
tendencia a forzar y distorsionar lecturas y denuncia la reducción de todos los conflictos del
escritor a uno sólo: las mujeres. El mismo sesgo, a contraluz, había ofrecido Estela Canto:
“una de las características de la obra de Borges es que cada uno de sus libros está unido a un
grupo de personas que giran alrededor de una determinada mujer. (A su manera, era un
homme à femmes)”49. En el mismo suplemento de Radar hay otra nota, breve y desfavorable,
de Rodrigo Fresán: reprueba el tratamiento dado al último período, reclama un examen más
exhaustivo de su ruptura con Bioy Casares y “bastantes menos apreciaciones
psico/criptográficas a la hora de decodificar y conectar, cueste lo que cueste, todo texto de
Borges con algún acontecimiento personal”. Pero principalmente observa que se trata de “un
libro correcto y funcional y pertinente para el lector inglés, pero por completo innecesario
para nosotros”. La observación es atendible: para alguien suficientemente familiarizado con la
historia política y literaria del país, las explicaciones del catedrático inglés son por momentos
de manual (se entiende además que un porteño se fastidie con descripciones de tour por la
Avenida 9 de Julio; quien no conozca suficientemente Buenos Aires puede que las sepa
apreciar, como uno agradecería algún dato de urbanización dublinesa en una biografía de
Joyce). Pero es necesario para nosotros también (siempre que sea necesario saber qué piensan
los académicos consagrados de nuestros escritores en libros de circulación mundial: 5000
ejemplares en la primera edición española en Siex Barral). ¿Y porqué esta biografía sería
“correcto, funcional y pertinente” para el “lector inglés” y no para el hispanoparlante?
Tampoco convendría desviar la atención, como hace Fresán, de una necesaria crítica a
Williamson hacia otro tema (“el modo en que Borges influyó y afectó a los escritores en
48
Foster Wallace, David: Un escritor en el diván, http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radas/9-
1953.html
49
Op.cit., p. 235.
inglés”) y hacia la imposibilidad misma del género: “Borges se merece y necesita no una
biografía sino una enciclopedia. Una -a ver quién se anima- Encyclopaedia Borgeanna”. Si la
biografía (ese “arte noble y aventurado”, según dijo León Edel) sobrevivió a personajes no
menos complejos y enciclopédicos como una composición discursiva específica no tendría
porqué claudicar ahora. Existen otras apreciaciones negativas, como la de Bob Balisdell
(publicada el 8 de agosto en el “San Francisco Chronicle”), pero conviene escuchar la otra
campana. Una calificada es la de Julio Ortega, que publicó el 1 de agosto de 2004 en “The
Boston Globe” una reseña titulada “Beyond the labyrinth”. Aunque es prudente a la hora de
aceptar sin más las consecuencias que Williamson extrae del corpus en cuestión y advierte
que pudo haber sido más escéptico a la hora de utilizar algunas informaciones, destaca que
“his vast store of testimonies, recollections, and correspondence, and his piecing together of
material, seem to reveal the probable face of the Argentine master”. Ortega hace otra
observación válida, que define asimisimo un rasgo central de toda investigación biográfica:
“Williamson, though, proves to be a honest biographer because his objective is not the final,
elusive truth but the plotting of a character”50. En ese sentido, ciertamente, su honestidad es
irreprochable: ha construido un personaje, una cara probable y ha conseguido ese “piecing
together of material”. Lo que estaría en juego (y bajo sospecha), es el método que habilita y
justifica esa probabilidad como tal.
Williamson arma un esquema, bastante sinóptico, y subordina todo su material
(abundante) a los parámetros del mismo. Sus ejes transversales son La Espada (del honor, de
Madre) vs. El Puñal (del coraje, de Padre) y la salvación individual por obra y gracia de una
obra literaria confesional en una teología laica y romántica de corte netamente dantesco. Las
evidencias literarias recabadas se integran en una maciza narración que va engarzando
eventos emblemáticos, su contexto histórico correspondiente, y su repercusión artística.
Williamson sigue su propio sistema con paciencia y pericia. No le preocupan mayormente los
textos de Borges sino la importancia sentimental que estos tuvieron para el autor. Refiriéndose
a Historia de la eternidad (1935), escribe: “¿Qué lectores podría haber tenido en mente
Borges para esta miscelánea de textos extravagantes? Privado de una clave de su contexto
autobiográfico, nadie podría haber captado el vívido significado que estos textos tenían
realmente para el autor” (p. 246). Sin al menos considerar la posibilidad de que tal miscelánea
podría haber tenido “realmente”, además, un “vívido significado” que sus lectores podrían
eventualmente haber captado. El autor supone una reversibilidad dócil, una mutua explicación

50
Ortega, Julio: Beyond the labyrinth, http://boston.com/ae/books/articles/2004/08/01/beyond_the_labyrinth?
pg=full (subrayado mío).
correlativa entre el acaecer psico-emocional y la economía interna del relato, el ensayo y el
poema.
La lectura, por ejemplo, que hace de la prosa breve titulada “El hacedor” es
emblemática, y vale la pena detenerse en ella, puesto que el episodio que involucra tendrá una
importancia vitalicia en el “plotting of a character” de que habla Julio Ortega: hacia marzo de
1911 los Borges decidieron mandar a su hijo a una escuela de la calle Thames, en Palermo.
Un año después su único amigo Roberto Godel fue cambiado de escuela, dice Williamson,
“dejando a Georgie librado a sus propios medios para enfrentar a los demás chicos”. En
efecto, Borges le había contado a Antonio Carrizo en una de las conversaciones radiales luego
publicadas con el título de Borges el memorioso, que tomó parte en algunas “peleas a
trompadas”, frase citada por Williamson. Asimismo, Borges refiere rápidamente en su
autobiografía estos altercados: “padecía las burlas y bravuconadas de la mayoría de mis
compañeros, que eran aprendices de matones”51. Entonces Williamson escribe lo siguiente:
“unas semanas después del comienzo del año escolar, debe haberse visto envuelto en un
episodio especialmente violento de intimidación, y creo que fue ése el incidente en el que
pensaba Borges cuando escribió El hacedor” (p. 68 y ss., subrayado mío). Cita a continuación
el pasaje de dicho relato en el cual el padre de Homero le entrega al hijo un puñal de bronce,
bello y cargado de poder, puesto que lo había injuriado otro muchacho y que termina con
estas palabras del Padre del Padre de la Poesía: Que alguien sepa que eres un hombre. Si
Borges -debió haberse visto envuelto en un lance de violencia escolar, razona el biógrafo, el
padre -debió haberle dado el puñal para que, digamos, azuzara a sus compañeritos, pero el
doctor Borges, queremos creer, era suficientemente sensible como para saber que ofrecía al
hijo una representación de su propio bochorno. Williamson todavía sigue siendo cauto cuando
dice “esta historia [la de Homero niño] suena auténtica como recuerdo de la propia infancia”.
En efecto, (y siguiendo la perífrasis que articula la conjetura) Borges la -debe haber pasado
mal en la escuela sin su único amigo. En todo caso lo sacaron de allí. Más adelante dice
Williamson, ya sin cautela de ningún tipo y trasladando alevosamente una fantasía literaria al
dominio de la vida familiar: “aún más potente que el recuerdo de la intimidación propiamente
dicha [la de los compañeritos] era el recuerdo de su padre tendiéndole el puñal y diciéndole
que fuera un hombre. Esto se convertiría en un motivo imperioso de sus cuentos, porque, al
tenderle el puñal…” [y al introducir a continuación la mayúscula Williamson establece una
suerte de Alegoría Psicológica que aparecerá consiguientemente] “…Padre estaba invitando
en efecto a Georgie a ser tan bravío como el tigrero que enfrentaba al tigre”. Pero va todavía
51
Borges, Jorge Luis: Autobiografía (1899-1970), El Ateneo, Bs.As., 1999, p. 31.
más lejos en ese plan, Borges “recordaría la sensación de poder intoxicante que sintió cuando
tuvo el puñal en la mano. Trató de expresarlo en palabras en El hacedor”. Más adelante
Williamson reúne y estratifica sus argumentos en un programa interpretativo sin fisuras: “el
doctor Borges se convirtió en una figura contradictoria para su hijo. Por una parte, le había
dado un puñal, instándolo a ser hombre, mientras que por el otro, impedía que el chico se
comprometiera con el mundo, confiándolo en cambio a la biblioteca”. El desplazamiento
sintáctico y verbal que hemos señalado llega a su fin: a esta altura ya se trata de un hecho
incontestable: en “El hacedor”, en fin, “había descrito tanto el episodio trascendente en que
sintió por vez primera el poder mágico del puñal del padre como su fracaso siguiente en
realizar ese poder en su escritura” (p.381). ¿O sea que “El hacedor” es en realidad la prueba
de un doble fracaso, vital y literario? Como sea, ese episodio se ata con otro anterior, la figura
de Carriego recitando versos de Almafuerte en la casa de Palermo, decisivo en la formación
de su vocación literaria. En el diagrama de Williamson, ambos confluyen en una especie de
operación supletoria en un “ideal de escritura como éxtasis”: “fue la revelación de Carriego de
la magia de la poesía al joven Georgie lo que alentó a Borges a capturar con su pluma la
energía mágica que había sentido en el preciso momento en que aferraba el puñal que el padre
le había ofrecido. La pluma, en pocas palabras, se volvería el sustituto del puñal, que era el
arma de los gauchos y compadritos que Carriego tanto había admirado” (p. 72) 52. Es
sorprendente que Williamson haya concedido a esta anécdota tan sumamente improbable un
puesto tan sumamente decisivo: la decisión del joven Borges de consagrar su vida a la
literatura aparece como filtrada y definida para siempre a través de ella. De un fragmento
literario, entonces, pasamos a un hecho hipotético confirmado en virtud de la perífrasis verbal
y allí justificando en calidad de dato fiable, una idea vitalicia sobre el arte de la palabra. Una
vez postulada la escena del puñal, ésta aparecerá cuantas veces sea necesario, como el mito
dantesco de la propia salvación según la Beatriz de turno. En el cuento “El rey de la selva”,
que Georgie publicó en la revista del Colegio Nacional, por ejemplo, “el muchacho estaba
tratando de poner en palabras la sensación de poder que sintió cuando sostuvo el puñal que el
padre le había dado después de haber sido intimidado en la escuela” (p.73). Casi trescientas
páginas más adelante, seguirá insistiendo en el papel trascendental de esta escena fraguada.
Hablando del cuento “El Sur” dirá: “el motivo del viejo gaucho que le tira un puñal a
Dahlmann recuerda el episodio de cuando el doctor Borges le tendió a Georgie un cuchillo
urgiéndolo a demostrarles a los matones de la escuela que él era un hombre” (p.355).
52
En la Autobiografía, sin embargo, será precisamente el padre el primero en revelarle la poesía: “Él me reveló
el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos
mágicos y música” (p.20).
Williamson, un tanto envalentonado, exagera: eran aprendices de matones (hay allí una ligera
ternura). Todavía saldrá a la superficie, elevada esta vez a la categoría de “escena primordial
de la infancia” a propósito de Historia de Rosendo Juárez (p.405).
Una de las fuentes que Williamson siguió es Borges a contraluz, de Estela Canto,
publicado en 1989: libro que ventiló la confesión de Borges al psicólogo Cohen-Miller (con
quien ella conversó varias veces del tema) sobre la iniciación sexual fallida en Ginebra, a
instancias del padre, con una prostituta con la que, razonó el joven Georgie según la
costumbre de la época, el mismo doctor Borges debía haber estado primero. El diagnóstico de
impotencia, del cual a duras penas pudo desembarazarse el resto de sus días, también queda
claro. “La humillación”, dice la autora, “fue un secreto que muy pocas personas habríamos de
conocer”. Y sobrevolando el texto: lo que no pasó en la cama entre ellos (“la realización
sexual era aterradora para él”). Una mujer inteligente, independiente y liberal (en lo que
respecta a los hombres), certera cuando describe los convencionalismos de la alta burguesía
argentina, flirteando con una especie de ñoño que por añadidura era un excelente escritor,
sometido al despotismo de su madre. Estela Canto pareciera especialmente interesada en
mostrar las diversas humillaciones (Williamson prefiere hablar de “desesperaciones”) que a lo
largo de su vida aquejaron al amigo-novio-ex novio: “era bastante ridículo que un hombre de
más de cuarenta y cinco años tuviera que dar cuenta a su madre de todos sus movimientos. No
le evité la humillación de decírselo”. Recordando una vez que los detuvo sin motivo la
policía, dice: “para mí el incidente de la comisaría fue absurdo, cómico, y eso era todo; para
Borges fue humillante”, al referir el mencionado episodio ginebrino, ella alude a “la más
humillante de las palabras: impotencia”, el peronismo, naturalmente para él, “era humillante”,
su matrimonio “fue causa de sufrimientos, humillaciones y pérdida de dinero”, etc. Borges a
contraluz no adolece en principio de mitomanía y su valor histórico tampoco es desdeñable.
Es el testimonio de una de las tantas personas que se creyeron (y fueron legión)
“evidentemente propietarias de Borges” (la frase es de Ezquiel de Olaso). La ridiculización
del humillado también está bien lograda: “Me quería. Yo lo admiraba intelectualmente y
gozaba de su compañía”, menos mal. Y más adelante: “tenía la actitud del festejante
inoportuno que teme ser rechazado por la señorita cortejada. Esto era irritante. Él tenía
cuarenta y cinco años; yo, veintiocho. Edad suficiente para prescindir de estas tonterías”.
Hablaban de literatura, polemizaban en largas caminatas: ella alude a “la espina insidiosa que
yo había plantado en sus opiniones”. La historia de la literatura universal sabrá recompensar
ese servicio. Estela Canto no era tonta, y citaba a Bernard Shaw en inglés, cosa que a Borges
evidentemente le gustaba. Y más adelante, con solvencia poco menos que insufrible, escribe:
“La actitud de Borges hacia mí me conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él veía
en mí. Sexualmente me era indiferente…, ni siquiera me desagradaba” (83), ese ni siquiera
es, ciertamente, desagradable. Su propio librito es una prueba flagrante de que la sexualidad
de Borges le era todo menos indiferente, y no se evitó la humillación de decírselo -pero a todo
el mundo. La autora deriva un placer especial en describir los mofletes un poco fláccidos de
Georgie y cierta complexión rechoncha que la vejez y la sabiduría estilizaron. Su tono se
aviene hacia una irónica piedad por el vate. Y alcanza momentos dignos de la madre de
Norman Bates. Aquí el libro da lo mejor de sí: el retrato de la invencible Leonor Acevedo
como sólo una pretendiente, muy consciente de sus dotes, involucrada en sus teje manejes
estaba en condiciones de hacer. Pero Canto baja el tono, busca nuestra complicidad y nos dice
más de una vez que se portó mal con Georgie, que fue injusta o egoísta con él.
Entre una madre así y un padre que humilla a su hijo miope y débil poniendo en
evidencia su poca virilidad (coraje + sexo) se abre paso, tímidamente, por fin, el genio
argentino. El siguiente pasaje de Borges a contraluz es muy significativo por su elocuencia
gential y reminiscencias traumáticas: “hay que dejar algo en claro: no fue doña Leonor quien
castró a su hijo. Quien lo hizo fue su padre. Pero ella aprovechó las debilidades de Georgie y
lo hizo desdichado como ser humano. A fin de cuentas, él nunca habría podido ser el Jorge
Luis Borges que conoce el mundo sin la rudeza, la crueldad, la devoción, la atención total, la
inquebrantable sed de poder de su madre” (121). Es interesante la intriga femenina: para
María Esther Vázquez, Leonor Acevedo “tenía sentido de la autoridad y sensatez pero nunca
pesó demasiado en las decisiones del hijo”53. Borges, el castrati, pretendió salvar para la
posteridad la memoria de sus progenitores en una imagen benigna, pero ya era tarde. En la
Autobiografía, la madre será “una amiga comprensiva y tolerante” y el padre era “como todos
los hombres inteligentes, muy bondadoso”54.
Junto con la escena homérico-escolar del puñal, el incidente prostibulario siguió
operando, penosamente, a lo largo de toda la vida. Según Williamson, Borges “se enamoraba
de mujeres inaceptables para Madre”, y aunque eso sea probable, agrega lo siguiente: “era
atraído como una mariposa a la llama por mujeres que avivarían la vergüenza y la culpa que
asociaba con su encuentro en Ginebra”, y aunque eso es ya suponer demasiado, Williamson
hace un pase de magia increíble y termina afirmando que “así, al estremecimiento de la

53
Borges esplendor y derrota, Tusquets, Barcelona, 1996, p. 30. Al final de Borges a contraluz, Estela Canto
reconoce que “hay mujeres que fueron más o menos importantes en su vida”, algunas, agrega, “tienen los
instrumentos literarios requeridos para contar ellas mismas su relación con él”. Ya lo había hecho Alicia Jurado
en 1964 y así lo hizo María Esther Vázquez.
54
Autobiografía (1899-1970), pp.19-22.
rebelión se agregaba el estremecimiento del peligro mortal, y ambos convergían en la figura
del compadrito, el cuchillero delincuente, que se convertía en la encarnación de la pasión viril
en su escritura” (pp.336-337). ¿En la figura del compadrito “converge” su problemática vida
sentimental y la vergüenza de su malhadada iniciación sexual? Si ya deberíamos hablar lisa y
llanamente de impunidad interpretativa, todavía hay más. Cerca de sus ochenta años, ya
flamantemente incorporada María Kodama al esquema dantesco en calidad de nueva Beatriz
(“que compensaría el rechazo de Norah Lange [!] y guiaría a Borges desde el infierno del
solipsismo hasta el paraíso donde la rosa del amor inspiraría un libro que justificaría su
existencia”, p.444)55, la vuelta final a Ginebra sería entendida en estos términos, de férrea
esclavitud psicológica: “el hecho de que hubiera regresado a Ginebra con María Kodama
equivalía a un exorcismo de sus desdichados recuerdos del encuentro en la place du Bourg-
de-Four” (474).

55
Cfr. esa proyección celeste de Kodama con la caricatura de la relación por Estela Canto: “de alguna manera no
eran amigos: se mantenía entre ellos la distancia entre el Bardo Profético y la Discípula Reverente” (p.279). Es
notable la red de rencores destilados en torno a su persona. Williamson las evita pero no le hace justicia
enmarcándola en el sueño de salvación dantesco. Por su parte, la subestimación irónica de Canto llegará a ser
macabra en la biografía de María Esther Vázquez. Dice que una vez Borges le habría dicho (y aquí, como a lo
largo de todo su libro, tenemos que encomendarnos a su voluntad de reconstruir la vida del escritor “sin dejarme
llevar por la pasión y exenta de parcialidad”) Borges le habría dicho que María Kodama le había propuesto “una
mutua prueba de afecto: un día prefijado y a la misma hora, cada uno de ellos debía matar a su gato” (p.323).
El otro y el monstruo: una lectura de Edipo

Diego Bentivegna

El abismo al que me arrojas está dentro de ti.


La Esfinge en Edipo Re, de P. P. Pasolini.

Empecemos por el final de la saga, por Edipo en Colona, la tragedia de Sófocles representada
por primera vez después de su muerte, con la que el trágico de Atenas cierra el ciclo edípico.
En ella, Sófocles reelabora algunas de las versiones que narraban los últimos días del héroe
tebano. Expulsado de su patria luego de que se devela como asesino de su padre y esposo de
su madre, Edipo es condenado a vagar, pobre y extranjero, fuera de los límites de Tebas y de
su territorio.

Hija de este anciano ciego –son las palabras de Edipo, las palabras con las que se abre
la tragedia-, ¿a qué región hemos llegado? ¿Qué gente habita en la ciudad? ¿Quién
hospedará en el día de hoy al errante Edipo, que no lleva más que pobreza? 56

Incluso al borde de la muerte, el tyrannos, ahora mendigo, es la expresión más


palpable, más corporizada, del miasma y, por lo tanto, debe permanecer fuera de los límites de
la ciudad, si es que se la quiere preservar de los males que el infecto trae consigo. Sin
embargo, el trágico de Atenas agrega un dato que complejiza la herencia del mito. A través de
la tragedia, Apolo afirma que, aun en plena desgracia, lleva consigo los signos de la fortuna:
la tierra en la que su cuerpo yazca, predijo el oráculo de Apolo, será una tierra invulnerable.
Dice Edipo a Teseo, el jefe político de Atenas:

“Y nunca digas a ningún hombre el lugar donde quede sepultado este cuerpo mío ni el
paraje en que se halla, para que de este modo te proporcione siempre, en contra de tus
vecinos, la fuerza que puedan darte muchos escuderos y tropa extranjera”

56
Las citas de Edipo en Colono se efectúan por la edición de Luis Alberto de Cuenca, Sófocles, Tragedias,
Madrid, Edad, 1985, trad. de F. Brieva. Para Edipo Rey seguimos la traducción de Leandro Pinkler: Sófocles,
Edipo Rey, Bs. As., Biblos, 2006.
En La hospitalidad, Jacques Derrida ha insistido en la importancia de Edipo en Colona
como texto en el que se escenifica al héroe como el-fuera-de-la-ley, como el extranjero que no
se constituye en cuanto a su lugar de nacimiento, sino en cuanto a su lugar de muerte. “La
problemática del extranjero –afirma Derrida- atañe a lo que sucede en la muerte y cuando el
viajero reposa en tierra extranjera”57. Para Derrida, la tragedia de los últimos momentos de
Edipo es la tragedia del secreto político, de la cripta fundacional de la polis ateniense: del
secreto sobre el lugar de la sepultura de Edipo, que sólo Teseo conoce y que dará en herencia
a sus descendientes, como garantía de la invulnerabilidad de Atenas. Algo que tiene que
permanecer oculto. Un lugar profundo en la tierra que, tal vez, como el altar que encuentra
San Pablo en su paso por Atenas, resta como un lugar vacío.
Poniendo en escena los últimos días de la vida de Edipo, que terminará yaciendo en un
lugar no marcado, en una tumba secreta en el bosque de las Erinias, en Colona, en las puertas
de la ciudad de Atenas, Sófocles narra la gloria de su propia patria: evidencia hasta qué punto
la tragedia es el modo en que la polis de Atenas se narra a sí misma: escenifica su propia
condición de ciudad hegemónica, de puerto dominante, de lugar de conducción de ese
territorio fragmentado, quebrado, que es el archipiélago griego. El coro de anciano
“extranjeros” (la tragedia los denomina así, adoptando la perspectiva de Edipo y de su guía,
Antígona) entonan, así, un canto de alabanza de Atenas y de su tierra:

Has venido, extranjero, a la mejor residencia de esta tierra, región rica en caballos, al
blanco Colono, donde trina lastimeramente el blanco ruiseñor, que casi todo el año se
halla en sus verdes valles morando en la hiedra de color de vino, y en la impenetrable
fronda de infinitos frutos consagrada al dios, donde no penetra el sol ni los vientos de
ninguna tempestad

Sigue la descripción de esa porción del Ática como un verdadero locus amoenus, un
paisaje casi virgiliano en el que las plantas por sí mismas y en las que las fuentes manan
fresca agua durante todo el año. El coro canta, además, al árbol de Atenea: al olivo, que

también crece aquí, cual yo nunca lo he oído ni de la tierra de Asia, ni tampoco de la


gran dórica isla de Pélope: el árbol que nunca envejece, nacido espontáneamente y
terror de enemigas lanzas…
57
Jacques Derrida, La hospitalidad, Bs. As., De la Flor, 2006, p. 92.
Las Erinias (llamadas también las Euménides, esto es, las bondadosas) las deidades a
quienes está dedicado el bosque de Colono, son, en la tragedia, las dioses de la tierra, de la
muerte y de la justicia. A diferencia de los olímpicos, que reinan en las alturas, las Erinias son
diosas terrenales, son diosas de la autoctonía, seres arraigados en un estadio más antiguo, más
primitivo y monstruoso que el estadio apolíneo en el que brillan los dioses olímpicos. Como
ha estudiado en un texto enorme, Los dioses de Grecia, el filólogo alemán Walter Otto,58 los
dioses de la fe antigua, de la que hay numerosas huellas en la poesía de Homero y Hesíodo, se
enraízan en la tierra, como la existencia misma del hombre. “Tierra, procreación, sangre y
muerte son las grandes realidades que la dominan”, dice Otto.
Más recientemente, el teórico ruso Michael Yevzlin, recuerda que para los griegos, al
menos para Hesíodo, la tierra es al mismo tiempo gaia y cton: madre generadora, en el primer
caso, y cuerpo que contiene en su seno al Tártaro, el reino de los monstruos, en el segundo.
“Gea –afirma Yevzlin- se define como pélore: “monstruosa”, “prodigiosa”, “de enorme o
desmesurado tamaño”, “inmane”, “espantosa”; es decir, es el monstruo arquetípico o cuerpo
monstruoso que genera por sí mismo cielo, montes y mares”.59 El triunfo de los dioses
olímpicos, con Zeus y con su hijo Apolo, el dios solar, a la cabeza, no representa el
borramiento absoluto de los dioses primitivos, de las antiguas deidades de la tierra. La nueva
religión desplazó a las deidades ctónicas, pero las dejó permanecer, inexorables como las
Euménides, en su fondo. De alguna manera, su memoria persiste incluso en las divinidades
extraolímpicas, las divinidades de los bosques, del “mar infecundo” y, sobre todo, de la tierra:
en Hades, en Perséfone, que todos los años hacía florecer las espigas en una explosión de
flores y de sangre blanca y que, cíclicamente, regresa cada año al seno la tierra, a la región
oscura de la muerte de la que nadie puede jamás liberarse.
En ella, en la tierra primordial, no se muere del todo. De ella brota toda vida y toda
abundancia. En palabras de Walter Otto. “Nacimiento y muerte le pertenecen, cerrando en ella
misma el círculo sagrado”.
Edipo funciona en las tragedias de Sófocles como un lugar de acumulación de
sentidos. René Girard se ha detenido en El chivo expiatorio en Edipo como un “auténtico
conglomerado de signos”60, que dan forma, más que a un documento histórico, religioso,
antropológico o psicoanalítico, a un texto paradigmático de persecución. Edipo rey, en este

58
Walter Otto, Los dioses de Grecia, Madrid, Siruela, 2003.
59
Michael Yevzlin, El jardín de los monstruos. Para una interpretación mitosemiótica, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1999.
60
René Girard, El chivo expiatorio, Barcelona, Anagrama, 1986.
punto, constituye para Girard un texto ejemplar: comienza con una forma de crisis colectiva
de sentido. Comienza, pues, con la peste, cuyas causas remiten a formas más profundas de
indiferenciación: Edipo ha matado a su padre y se ha casado con su padre. Además, Edipo
constituye para Girard un lugar de acumulación de sentido en un tercer aspecto: en él se
articulan”marginalidad interior” y “marginalidad exterior”. Es mendigo, suplicante, monarca
y extranjero.
En la saga sofoclea, Edipo muere como xénos. Muere precisamente entregándose a las
diosas de la tierra (que, por ser anteriores a Zeus y a su orden solar, están más allá del poder
del monarca de los dioses, exceden a su jurisdicción) a las Erinias, nacidas cuando la sangre
de Urano, mutilados sus genitales por Cronos, cayeron en el seno de la tierra. Edipo, muerto,
habita en la tierra que, como le advierte el ateniense que encuentra en la entrada del bosque,
nadie puede habitar, pues “es posesión de las terribles diosas, hijas de la tierra y de la
tiniebla”. El héroe avejentado se pone en las manos de estas diosas primitivas: volviendo, en
cierto sentido, al seno de la tierra. Recordemos, además, que las Erinias protegen, entre las
cosas sagradas, las obligaciones de hospitalidad “frente a los indigentes, los desamparados y
los errantes” (Otto), en los que Edipo, sin ninguna duda, se ha transfigurado.
Según se narra fuera de la tragedia de Sófocles, la Esfinge, el monstruo que, como el
propio Edipo, está marcado por su condición extranjera (¿egipcia?), había planteado a Edipo
la pregunta por el hombre. En la respuesta de Edipo, el ánthropos es, en principio, aquello que
parece identificarse con la tierra: “Aunque no lo quiera –habría sido la respuesta de Edipo,
según lo registra Aristófanes el Gramático -, Musa de mal agüero de los muertos, oye de
nuestra voz el fin de tu extravío: te referiste al ser humano, que al principio se arrastra por la
tierra en cuatro pies como un infante salido del vientre”.
La Esfinge es llamada, a lo largo del Edipo rey, con una batería de expresiones que
connotan monstruosidad: la “dura cantora”, “la virgen cantora de los enigmas, de curvas
garras”; es llamada, también, la “virgen alada”: es, en este último sentido, un monstruo
infecundo, incapaz de procrear, de reproducirse. En la tragedia, el ciclo vital de la tierra se
presenta trastocado, violentado en algún punto por una fuerza eminentemente negativa: por
una mancha, que se transforma en peste y en desolación. La tierra de Tebas es, como el
espacio entre el mar Egeo y Troya en el comienzo de La Ilíada, asolada por las flechas de
Apolo, el que hiere de lejos, una tierra baldía, de malaria (también en el sentido porteño de la
expresión) que se contrapone a la tierra feliz del Ática que el coro de ancianos alaba en Edipo
en Colono.
En la versión fílmica de Pier Paolo Pasolini (Edipo Re, Italia/Marruecos, 1967), el
mensajero que conduce al xenos Edipo a través de la tierra desolada y le señala la pendiente
en la que habita la Esfinge, le dice al héroe que el monstruo ha sido enviado desde el abismo
de la tierra, recordando quizá que Hesíodo daba a la Esfinge como producto de Etiopía, el
cálido límite meridional del mundo entonces conocido, tierra de enfermedades endémicas y de
quemazón perenne. Habría que poner en relación esta afirmación del mensajero del Edipo
pasoliniano con las escenas del nacimiento y de los primeros días de Edipo, en las que su
madre, Yocasta, interpretada por Silvana Mangano, deposita al bebé en la superficie de la
tierra. Desde allí, una cámara subjetiva nos muestra cómo se ve desde la posición del chico, el
mundo: un mundo deformado, alterado en sus dimensiones habituales. Un mundo que aparece
- como el mundo del mito en el que, según el Quirón pasoliniano de Medea, todo es santo-
animado por una especie de movimiento permanente, de muchachas y de árboles –son álamos,
parecen personas delgadas y melancólicas- que huyen hasta un lugar en el que el ojo, recién
separado de la tierra, apenas pueden percibirlos. Un mundo en el que el niño habita como en
un extraño sueño.
La versión de Pasolini enfatiza que el seno de la tierra, que es pródigo de frutos, es
fuente de vida y de riqueza, pero que, por su mancha, se ha transformado en un vientre seco.
De la tierra nace, como de un abismo materno, el monstruo, que, como recuerda Yevzlin
apelando a la etimología latina (monstruo, del verbo monstro: señalar, indicar), es el
equivalente al signo. Su función fundamental es, según Yevzlin, señalar, indicar. Es una cosa
diversa que indica diversidad. La acción heroica consiste en desentrañar el complejo sígnico
que el monstruo representa: en operar en ese magma significante una serie de distinciones
categóricas, de polaridades binarias (animal / humano; hombre / mujer; sujeto / objeto; aire /
tierra, superficie / profundidad) que restituyen el orden del sentido que el monstruo altera.
En la versión de Pasolini, la Esfinge es un ser acentuadamente ctónico y primordial.
Su cabeza está cubierta con una máscara monstruosa, una máscara que, como las que cubren a
la Gorgona, remiten por su forma a un desmesurado miembro femenino. El ser del film
pasoliniano se entronca, en este punto, con una tradición figurativa que se separa de la
representación de la Esfinge como un engendro inquietante, pero bello. En la célebre
representación del ánfora, que muestra a Edipo en actitud pensativa frente al extraño ser, la
Esfinge posee el cuerpo de un león, las alas de águila y un hermoso rostro femenino. Según
Aristófanes el Gramático, Edipo la habría llamado “musa”, encantado por la voz melodiosa
del engendro, como el Odiseo homérico ante las sirenas. En la iconografía posterior, la
Esfinge es, incluso, un ser sensualmente sugestivo, que tienta con su belleza a los viajeros que
se le acercan (recordemos a la esfinge como mujer de senos tentadores que pinta Gustave
Moreau).
En el film, la Esfinge es definitivamente un monstruo. No se puede, en este punto,
hablar de un “rostro” o de una “cara” de la Esfinge: el ser se presenta ante la cámara cubierto
por una máscara africana, una máscara que, como la máscara de la Gorgona, produce un
efecto monstruoso que oscila entre lo aterrador y lo grotesco. 61 A pesar de su máscara vaginal,
la Esfinge es, en las tradiciones míticas de Grecia, un monstruo estéril. Es una encrucijada de
la evolución: un lugar en el que la cadena vital, en el que la procreación, se presentan como
interdictas. Leemos, así, en el célebre comienzo del Edipo rey, en boca del anciano que dirige
el coro de los suplicantes: “Pues la ciudad, como tú mismo adviertes, se encuentra ya sacudida
en demasía y no puede sacar la cabeza de los abismos de esta ola sanguinaria” Y es que, a
través de Creonte, habla Apolo, el solar, según Otto el dios olímpico por excelencia, aquel que
mata distanciadamente con el arco y que “siente la repugnancia más profunda ante los
espectros que chupan sangre humana y celebran sus fiestas monstruosas en los lugares de
tormentos y horrores” (DG, p. 37). El dios que, según el Himno Homérico, mata con su
flechas a la serpiente Pitón que asolaba la tierra en la que, más tarde, surgiría el templo de
Delfos. Dice el dios en el Himno homérico:

“Ahora púdrete aquí sobre el suelo nutricio de varones,


pues tú malvada causa de ruinas para los vivientes hombres ya no
serás, los que comen el fruto de la tierra muy fértil
aquí han de traer perfectas hecatombes;
a ti de muerte angustioso ni Tifón
te apartará, ni Quimera innombrable, sino que aquí mismo
te pudrirá la negra Gea y el resplandeciente Hiperión”.62

Claude Levi-Strauss, en su Antropología estructural, se ha detenido en la insistencia


en la renguera como un mitema central del ciclo tebano. En efecto, Lábdaco, el abuelo
paterno de Edipo, es rengo, como su hijo Layo y, por supuesto, como el propio Edipo, cuyo
nombre, como se sabe, significa “pies hinchados”. Para Levi-Strauss, el defecto en el pie, la
dificultad para caminar, remite a otra cosa: al problema del origen de la vida. La pregunta que
está implícita en el mito de Edipo, o al menos en la versión del mito que presente Sófocles, es
61
Jean-Pierre Vernant, La muerte en los ojos. Figuras del Otro en la antigua Grecia, Barcelona, Gedisa, 2001.
62
Citamos por la versión de Lucía Linares y Pablo Ingberg: Himnos homéricos-Batracomiomaquia, Bs. As.,
Losada, 2007.
la pregunta acerca del origen del naciminento. Según Levi-Strauss, aquello que el mito de
Edipo narra es el pasaje de la teoría de la autocotonía al “hecho de que cada uno de nosotros
ha nacido de un hombre y de una mujer” 63 (AE, 239). Saber quién es el que eres, como le
advierte Tiresias a Edipo, es saber de dónde se nace. ¿Se nace de uno o de dos? ¿Se nace de la
unión sexuada de lo doble, de los cuerpos que funcionan como progenitores, o, por el
contrario, se nace por la disolución de la unidad de una madre única, total y primitiva, de una
madre que se identifica con la tierra?
Un paso más allá de Lábdaco, y nos encontramos con Cadmo, quien parece tener una
respuesta algo inquietante acerca del origen de la vida. No se nace, tal vez, por unión de dos o
por la división dual de lo uno, sino más bien por proliferación, por diseminación: por
contagio. No se nace como un individuo, como un sujeto, sino como una horda. Cadmo, el
padre de Lábdaco, es el nombre del fundador de la ciudad de Tebas. Según la tradición, Apolo
le había revelado, a través del oráculo de Delfos, que debía fundar una nueva ciudad en el
lugar preciso donde una vaca, hallada al azar, se detuviera. Cadmo encontró la vaca, la siguió
y, cuando el animal se detuvo, lo sacrificó. Mató además (como el mismo Apolo, nos recuerda
Marcel Dufrenne64) al dragón, el reptil de Ares, el dios de la guerra, que asolaba ese lugar.
Arrojó sus dientes a la tierra y de esa tierra nacieron los espartoi (es decir, los hombres
sembrados, los hombres salidos de la semilla), que, enloquecidos, comenzaron a luchar entre
sí hasta que quedaron tan sólo cinco sobrevivientes: los primeros habitantes de la ciudad de
Tebas que, con razón, podían llamarse hijos de la tierra. Cadmo, el extranjero, el fenicio,
había dado origen, mediante la siembra y la separación de lo uno, la dispersión desaforada de
los dientes en el vientre de la tierra, a uno de los pueblos autóctonos de Grecia. Los
autóctonos que están encarnados, en la tragedia, en una voz colectiva: en una voz coral, que
permanece como un fondo presubjetivo y múltiple, un canto que pone en escena una forma
discursiva colectiva de la verdad.
Se trata de pensar, con Cadmo, formas imaginarias de proliferación que funcionan de
manera contrapuesta, si se quiere monstruosa, a la procreación sexuada, a la procreación
matrimonial. La serie en la que se inserta Edipo es, en este punto, una serie que pervierte las
relaciones familiares. Que las disloca. En este sentido, la simiente de los labdácidas, de los
descendientes de Cadmo, es una serie sexualmente “anómala” en relación con las formas
consabidas de reproducción. En efecto, según lo ha puesto en evidencia Vernant, Layo, en una
tragedia perdida de Eurìpides, también había sido separado de Tebas siendo aun niño y,

63
C. Levi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Altaya, 1994.
64
Marcel Dufrenne, Cómo ser autóctono. Del puro ateniense al francés de raigambre, Bs. As., FCE, 2003.
recogido en la corte de Pélope, se enamora del hijo de éste, Crisipo, a quien termina
violentando sexualmente. El padre de Edipo quebranta así las leyes de la hospitalidad. La
Esfinge, hija según algunas genealogías habría sido engendrada por el gigante Tifón (esto es,
de uno de los seres ctónicos hijos de Gea y del Tártaro, a quien Zeus mató arrojando sobre él
el monte Etna), habría sido enviada a la región de Tebas por Hera, la celosa esposa de Zeus,
como castigo por el acto de Layo. Según los antiguos, además, Layo era quien había
introducido la homosexualidad en Grecia. Como recuerda Leandro Pinkler, Cicerón hace
referencia al padre de Edipo en la cuarta Tusculana cuando trata el amor de Zeus por
Ganímedes y Platón, en las Leyes, habla de “las cosas que vienen desde Layo” para referirse a
la homosexualidad masculina.65
El jesuita vasco Ignacio Errondanea, uno de los grandes editores en castellano de la
producción de Sófocles, recuerda en un ensayo sobre Edipo publicado en La Plata en 1952 un
aspecto algo controvertido en la historia de los Labdácidas 66: la historia de la disputa entre
Layo y Edipo por los favores de Crísipo. En esta versión de la historia, la muerte de Layo a
manos de su hijo sería consecuencia de esa disputa, de la maldición de Pélope hacia la familia
de Layo y de la cólera de Hera. Según se cree, la maldición de Pélope hacia Layo contenía, in
nuce, el argumento de la historia de Edipo: “que jamás tengas un hijo y que, si lo tienes, sea el
asesinado de su padre” Es una maldición que involucra pues el orden de la generación, de la
procreación.
En todo caso, en Edipo, la serie generativa aparece de nuevo, fatalmente, quebrada.
Las mujeres de Tebas, como la tierra en la que viven, ya no producen fruto de su vientre. Para
colmo, la amenaza que Edipo cierne sobre la ciudad es la amenaza misma de la esterilidad: “y
para los que no cumplan con lo dicho, pido a los dioses no surja cosecha en sus tierras, ni
hijos de sus mujeres, sino que perezcan por la calamidad actual e incluso por otra mayor”. La
tierra es generadora ya no de vida, sino de la putrefacción que Apolo, mediante sus flechas,
había sanado. Duramente, Creonte, el cuñado de Edipo que terminará ocupando el lugar de
rey dejado vacío por Edipo y por su progenie, le advierte al tyrannos de manera severa, no
bien ha vuelto a poner pie en Tebas luego de su viaje al templo de Apolo, en Delfos: “Diré
entonces lo que escuché de parte del dios. Febo nos ordena claramente, señor, echar de la
región el miasma crecido en esta tierra, que no aumente hasta lo irremediable”.
Edipo en Colona narra, finalmente, el encuentro entre el tebano y el héroe de Atenas,
Teseo. La narración del exilio de Edipo se entrelaza, así, con la narración “nacional” del
65
Cfr. L. Pinkler, ”El Edipo Rey de Sófocles”, en V. Julia (ed.), La tragedia griega, Bs. As., Biblos, 1996.
66
Cfr. I. Errandonea, El estásimo segundo de Edipo Rey de Sófocles, Universidad Nacional de la Ciudad de Eva
Perón [La Plata], 1952.
Ática, con el héroe que, según Nicole Loraux, a partir de la tiranía de Pisístrato comienza a
ocupar un lugar cada vez más relevante en los relatos míticos de Atenas. Teseo, en efecto, es
el rey político que procede al sinecismo, mediante el cual se reúne en una única ciudad a los
habitantes esparcidos por el Ática. Es, también, el rey guerrero, que encabeza la campaña
contra unas extrañas mujeres guerreras, las amazonas, que han asolado la región de Atenas y
que, en el mito, han llegado a ocupar por un tiempo el espacio sagrado de la Acrópolis. Ha
instaurado la polis y ha delimitado la diferencia de género. 67 A diferencia de Edipo, el espacio
de las mujeres guerreras contra las que lucha Teseo no es el espacio del xenos, del forastero en
el que se reconoce un semejante que debe ser siempre hospedado, sino el espacio
desarticulado del bárbaros, la zona que ocupa, por ejemplo, Medea (la bruja del Cáucaso,
ligada a los ritos de la tierra y de la fecundidad seminal, como lo escenifica Pasolini en su
película de 1969) o las amazonas que están inscriptas, de manera velada, en el interior mismo
de la tragedia de Sófocles, en las palabras de Edipo, en las que su lugar es ocupado por los
egipcios, de donde habría surgido, recordemos, la leyenda de la Esfinge:

¡Ay de ellos, que en su vida y en su carácter se parecen en todo a la manera de ser de


los egipcios! Allí los hombre permanecen en casa fabricando tela, y sus consortes
trabajan fuera, proveyendo siempre a las necesidades de la vida. Asimismo, hijas mías,
vuestros hermanos, que debían tomar a su cargo los cuidados que las dos tenéis, se
quedan en casa como doncellas; y vosotras sufrís, en lugar de ellos, las miserias de
este desdichado padre.

Es el disloque de las diferencias. Es el otro absoluto con respecto a la autoctonìa que


Atenas, con Sófocles y con el resto de los trágicos, reivindican. Un momento en el que el
corte diferencial parece estar diluido.
En su análisis del segundo estásimo de Edipo Rey, Errandonea recuerda la importancia
del tema de la hospitalidad en la construcción de la historia de Edipo. El crimen de Layo es,
fundamentalmente, el quiebre del orden de la hospitalidad y esa quiebra atraviesa toda la
historia de los Labdácidas, hasta Edipo en Colona. En cierto sentido, las historias de Teseo y
de Edipo aparecen entrelazadas mucho tiempo antes del encuentro que la tragedia de Sófocles
escenifica. Por parte de madre, Etra, el linaje de Teseo se entronca con el de Pélope, el padre
de Crísipo que había maldecido a Layo y a su descendencia. Además, como Edipo o como

67
Sobre el lugar de Teseo y las amazonas en las narraciones míticas atenienses, cfr. William B. Tyrrell, Las
amazonas. Un estudio de los mitos atenienses, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
Paris, Teseo es un niño expulsado de su entorno, menos violentamente que Edipo, por su
padre, el rey Egeo, quien, temiendo que sus sobrino aspirasen a ocupar el trono de Atenas,
decidió dejar al niño en Trecén, con su abuelo materno, el rey Piteo. Lo dice él mismo en la
tragedia de Sófocles, en sus primeras palabras:

Por haber oído tantas veces en los pasados años la sangrienta pérdida de tus ojos, ya
tenía noticia de ti, hijo de Layo; y ahora, por los rumores que he oído durante el
camino, me he convencido de que tú eres. Tus vestidos y desfigurada cara me delatan
efectivamente quién eres; y compadecido de tu suerte, vengo a preguntarte, infeliz
Edipo, qué auxilio vienes a implorar de este ciudad y de mí en tu favor y en el esta
desgraciada que te acompaña. Dímelo, que muy difícil ha de ser el asunto que me
expongas para que me abstenga de complacerte, yo, que nunca me olvido que me crié
en tierra extraña, como tú, y que en el extranjero he sufrido como el que más, teniendo
que enfrentar los mayores peligros, arriesgando mi existencia”.

Teseo es, en la tragedia, el kataxenoo, el que recoge el huésped pero el que, en última
instancia, permanece como xenos, como extranjero. Es el hospes-hostis, en la red de sentidos
que el término despliega en latín: el que hospeda a Edipo, el hospedado (durante su período de
permanencia en el extranjero) y el enemigo, el rey de una ciudad potencialmente hostil a
Tebas. Es, también, un héroe en el que pervive, como en Edipo, un elemento ctónico.
Pertenece, en efecto, a la simiente de Ericotnio o de Erecteo, el padre mítico de los áticos,
nacido de las gotas de esperma de Hefaistos, amante desairado por la virgen Atenea. Los
atenienses, como la estirpe cadmea, es la estirpe de los nacidos de la tierra: la estirpe que
puede reivindicar, a diferencia de la mayor parte de los pueblos de la antigua Grecia (y, sobre
todo, de los dorios de Esparta) un origen estrictamente autóctono. 68 La autoctonía, negada
según Levi-Strauss en el plano de la lucha victoriosa del hombre contra el monstruo,
permanece sin embargo en el plano de la legitimación de la primacía política de Atenas por
sobre el resto de Grecia. Son las formas de lo monstruoso que, en última instancia, se niegan a
ser superadas del todo.
Según el mito, Cadmo, el fundador de Tebas, fue expulsado de la ciudad junto con su
esposa, Harmonía. En Iliria, la tierra hospitalaria en la que la pareja termina sus días, Cadmo
y Harmonía son transformados, antes de morir, en serpientes. El final del fundador de Tebas

68
Cfr, al respecto Nicole Loraux, Nacido de la tierra. Mito y política en Atenas, Bs. As., El cuenco de plata,
2007.
se enlaza, así, con su momento de apogeo, cuando venció al monstruo que reptaba en la tierra
donde surgiría la ciudad de Edipo. Como los tebanos, también, Teseo ha sabido procurarse su
propio monstruo: el minotauro. Al vencerlo, ha desligado el nudo que ataba a Atenas con
Creta, que ataba a la ciudad de Atenea con la isla primitiva y con sus dioses cavernarios (en la
isla se encontraba el monte Ida, en el que Cronos engullía a los hijos que procreaba con Rea).
Como el tebano, en la tragedia de Sófocles Teseo oscila entre ser el rey, el soberano de
Atenas, el autóctono y el extranjero. El hospes que está siempre al límite de transformarse en
hostis.69 Como los seres con los que se han enfrentado, ambos héroes son un intrincado
conglomerado de sentidos. Son zonas de articulación de series opositivas (lo humano y lo
animal, lo masculino y lo femenino, lo ctónico y lo olímpico, el individuo y la horda, el hostis
y el hospes) cuyo equilibrio es precario. Edipo, Teseo, Cadmo y, en general, los héroes de
Grecia, enseñan que hay una distancia entre el yo y el otro, entre el yo y el monstruo, que en
ciertas circunstancias puede ser franqueada. Enseñan, como afirma el Teseo que imagina
Pavese en sus Diálogos con Leucó, que uno se termina pareciendo a aquello a lo que mata.

69
Cfr. al respecto Massimo Cacciari, El archipiélago. Figuras del otro en Occidente, Buenos Aires, EUDEBA,
1999.
Arnaldo Calveyra y su jardín alado
María Arce Blanco

Un hombre, parecido a todos los hombres, deambula por la ciudad, entra a un jardín en
donde se refugia a la espera de evadirse de su ser de hombre, de la soledad de las sombras que
andan por la ciudad pensativas, contempla el jardín y hace florecer un mundo de luces y
destellos como efecto de suspender y disolver con palabras lo concreto de este mundo.
Quitando peso a la ciudad, al jardín contemplado, pero sobre todo al relato, da luz a lo
invisible y a su fantasía. Tras fundir su yo con la naturaleza descubre suaves figuras que
anotará en su borrador ¿es acaso el hombre del Luxemburgo un explorador de la levedad del
mundo?
Nos hace entrar en un estado de interrupción, de detención en el tiempo, como si eso
que observa fuera visto por primera vez. A la vez, el movimiento no se suspende, va
transformando "con cautela, con delicadeza infinita" los pasos del hombre en palabras, con
ritmo andante busca a través del fulgor de las palabras hacer aparecer los espíritus que habitan
el recuerdo. Silencios, aleteos, más un borrador. Un poeta oyente del manantial de palabras
que se descubren al pulverizar la realidad y liberarla de sus ataduras. Pareciera que intenta
proteger el susurro que escucha en la contemplación de la naturaleza, sonidos que recrea en la
experiencia de la escritura explotando la luminosidad del lenguaje, haciendo resonar en el
lector un sentimiento de extrañeza, extrañeza del lenguaje y de las cosas. Como si fuera un
lento proceso de alejamiento de los actos cotidianos transcribe pequeñas imágenes que
contienen algún misterio, ese que difícilmente podríamos nombrar sino bordeándolo. Rozando
con diminutas palabras que evoquen el instante de la presencia, de eso que se fuga.
Mientras camina transforma el tiempo en palabras, imagina entre los árboles y el
sonido del agua espacios de poesía, sutiles, que se deslizan a nuestro lado y nos dan la
sensación de la hojarasca rodeando un cuerpo olvidado, olvidado de la locura de la ciudad que
lo rodea en un estado de tranquila contemplación de los detalles, menudas escenas que
descubren, también, los íntimos silencios de los rincones donde hace mucho no sentimos.
Saca a relucir el misterio de la lengua, de la existencia y del tiempo. Usa el recuerdo, para
abrirlo, hacerlo sangrar hasta colorear un eterno atardecer de palabras presentes. Ellas se
deslizan y dejan entrever el secreto de melodías que hacen florecer la respiración de los
árboles en imágenes de sueños en movimiento, palabras en las que algún interior se vuelve
afuera y se confunde y se nos hace extraño. Mientras despierta el espíritu lúdico de la lengua
enlazado a la naturaleza, que se vuelve poesía a través de un imperceptible acto de violencia
sobre el lenguaje.
Ítalo Calvino piensa el uso de la palabra "como persecución perpetua de las cosas,
adecuación a su variedad infinita."70, elige esta vía para pensar la escritura y no tanto a lo que
él llama una conclusión quizás, demasiado obvia, que sería la de la escritura como modelo de
todo proceso de realidad o como única realidad conocible.
Tal vez el poeta piensa lo mismo cuando escribe:

"Un hombre en su costumbre


de ambular por la ciudad, de caminar como caminan las
personas que se dirigen a alguna parte
en su costumbre de volver a
casa, por figurar, al acostarse, en el libro de cuentas de
las noches
cuyos pasos lo van retrasando,
ocultando a los sucesos de la calle, ¿en este preciso
instante no se están transformando en palabras?"71

Pareciera que el poeta va caminando detrás de este hombre y origina el poema como
un acontecimiento en el tiempo horizontal; en el transcurrir de la escritura despliega escenas
de continuidad del paso de una forma a otra, transformación que lleva a la revelación del
poeta como alguien que se detiene en los rastros; en mínimos rastros que crean imágenes de
algo que parece inalcanzable ¿acaso no es ésa la potencia del lenguaje?
En la espera, contempla, y hace aparecer la búsqueda de esos pasos que se vuelven
palabras y empiezan a flotar, a evaporarse en ese instante. Está lo que transcurre pero también
hay cosas tangibles y cotidianas ya que sólo lo existente puede provocar un efecto. En la
espera, en la expectación, el poeta devela la intensidad del presente en donde el tiempo no
sería un proceso real sino la potencia vital concentrada en el poema. Captura puntos alejados
en el tiempo y el espacio, como un vuelo a otra dimensión, continúa:

"Pensando en algo que le sucedió hace mucho.


Con cautela, con delicadeza infinita, por centésima, por milésima vez,

70
Calvino, Ítalo. Seis propuestas para el próximo milenio. Ed. Siruela. Pág. 40.
71
Calveyra, Arnaldo. El hombre del Luxemburgo, en Poesía reunida, Adriana Hidalgo, p. 163.
como si desempaquetara una joya envuelta en papel de diario,
se dedica a dibujarlo en el borrador de la memoria."72

Cuánta delicadeza se necesita para desenvolver e intentar dibujar una vez más esa
sustancia-recuerdo muy preciada, parece algo tan fino que pudiera romperse en ese relámpago
del tiempo, un pasado que no puede ser retenido y que duele pero que en el verso va
pacientemente desenredando. Buscando ese objeto –joya– situado probablemente muy lejos,
en otro reino.
Es que acaso podía ¿sacárselo como una espina alojada en plena mente, su
ramalazo, a fuerza de ir tan adentro, buscara doler más allá de su cuerpo? Por no
encontrarse con fantasmas frena el galope del caballo en medio de la noche. Figura de la
velocidad y del movimiento de la memoria se pregunta: ¿sería capaz de atravesar la
frondosidad sin nadie?
El poeta es una mariposa que se detiene sobre situaciones cotidianas para anotar el
instante que le habla y al que hace hablar, es una costumbre que le resulta grata sentirse en
confidencia. Dice, "de entre el borbollón íntimo recupera unas imágenes. Como ante el
oráculo, se apresura a darles un orden, ritmo acaso, sentido acaso: ‘lo único eterno, los
deseos...’."73
¿Es este el material evanescente con el que poeta arma sus palabras?, ¿el deseo? ¿O es
el lenguaje el que provoca y condiciona el deseo? Esa sustancia tan corporal y privada que
nos es imposible de decir y se nos escapa a cada paso. ¿Es el deseo del poeta o es el deseo de
las palabras en movimiento? Quizás se trate de jugar con ellas y escucharlas en cualquier
detalle para hacer aparecer el deseo, ¿podríamos desear sin las palabras? ¿Sería posible que
las cosas –nuestros cuerpos– tengan algún sentido diferente de ananké –la necesidad– sin
ellas?
Nos encontramos con el misterio: las palabras como secuencia de sonidos de valor
imprevisible por donde se cuelan todas las posibilidades y sonidos, con los efectos más
diversos. Son las letras y sus movimientos como átomos las que permiten jugar con el polvillo
del mundo y hacerlo estallar o volverlo luz mediante el proceso de magnificarla y hacerla
brillar. Calveyra dice que le gustan las palabras en las que pese a ellas el silencio es más
fuerte. Elige para su escritura múltiples sustantivos ya que piensa que los adjetivos envejecen
rápido.

72
Ibid., p. 164.
73
Ibid., p. 171.
"A lo largo, a lo ancho del espejo de la fuente alivianado por nubes, la mancha de
aceite, la palabra. Cunde, es página –precipicio en blanco y negro–, encierra el arrojo, encierra
la intrepidez de significar, ser agua que corre, agua de una fuente, pasión imposible de
contener..."7 4 Agua que corre y se va ¿el deseo de las palabras o del poeta?
Búsqueda de lo imperecedero, esperanza de encontrar el murmullo de la
vida y de su corazón es el acto que le permite situarse en este mundo,
levemente.
"...¿no había estado a punto de capturar –sabor intacto de las palabras en el paladar de
la mente-, de pronunciar las vocales atentas a un absoluto?..."75
Leía y releía buscando figuras de la levedad –las que me mostró Ítalo Calvino– y lo
que aparecía a cada momento eran estampas del tiempo, de aquello que se nos va como el
agua entre las manos, del rumor de la naturaleza, de los secretos de las palabras y del deseo.
Deseo que no tiene porqué asociarse a alguna categoría de lo bueno o de lo bello, en el
hombre del Luxemburgo está cerca de lo mágico como presencia invisible y, tal vez, sea esta
la amplia figura de levedad que pasa como un río y atraviesa todo el libro.
Las palabras aletean y mágicamente aparece su jardín, alado, su levedad. es quizás
como reacción al peso de vivir que se transporta en una "...canción que ha de ser de agua y
de deseos..."

74
Ibid., p. 191.
75
Ibid., p. 195.
Poemas
A distancia

Henri Michaux

Poemas tomados del libro À distance (textos reunidos por Micheline Phankim y Anne-
Élisabeth Halpern, Mercure de France, París, 1997), que reúne manuscritos y textos
publicados en revista que el autor no incluyó en sus libros, y que abarcan desde 1922
probablemente hasta papeles cercanos a la muerte del autor en 1984.
Lugares lejanos

Aquí vienen a vivir los muertos desembarcados de otros planetas, los que no
encontraron lugar en otra parte. Llegan silenciosos, lejos de los exigentes, de los eternos
exigentes, a encerrarse para volver a morir, para volver a morir suavemente.
Aquí nadie trata de poseer la carta ganadora. Nadie le hace sombra a nadie. El vivo es
amigo del difunto y, si es preciso, su padre, o si es preciso, su hijo. Todo igual, con una pizca
de todo que colma la vida eterna.
El agua sumisa nos envuelve. ¡Qué hermosas son las noches antes del entierro!
Olvido, olvido bajo las palmas.
Los espíritus nos guían, nos arrebatan el corazón y la voluntad, nos muestran la
grandeza detrás de la pequeñez, la grandeza.
A consecuencia de nuestro abandono, los espíritus nos sostienen, súbitos a veces como
rinocerontes que embisten, intensos a veces, hasta hacernos gritar, enloquecidos a veces,
como un baile en una red de fulgores.
Hay que dejar de luchar. La prudencia, la experiencia, la sed por lo insensato lo
ordenan. A través del golfo, el mundo lejano.
………………………………………………………………………………………………
Aquí está la patria de los que no encontraron patria, cabellos del alma que flotan
libremente.
Tachadores

Fustas de fuego, de cacheo, de hiel


fusta sobre los bienes y los males
sobre las órdenes y los ojos
sobre las manos que sostienen el mango

Brasa en la camisa del Rey


brasa en la boca del cura

Chasquido en los mil espejos


chasquido en los pantanos de laca

Matraca en la Musa
matraca en el coro de los ángeles
graznidos en las asambleas

Verrugas sobre las doctrinas


callos sobre las doctrinas
escupidas sobre las doctrinas

Tapón sobre la voz anónima


sobre la hinchazón de la voz anónima
sobre los molinos para hacer estrellas

Llagas en el acero
llagas en las estructuras
llagas en los planes del futuro

Tachadura

sobre los hermanos y los padres


y sobre los nuevos padres disfrazados de hijos
sobre la clase de paz
que vuelve acuarteladas a las almas

sobre las calles que espían


sobre las filas que aplauden

sobre las voces de terciopelo


sobre los lavamiserias
que preparan una más innoble miseria

sobre las voces de mando de la ciencia momentánea


sobre los liquidadores de Edipo

sobre los discípulos, los discípulos de discípulos


nacidos esclavos ávidos de otros esclavos

Tachón sobre los rasgos del rostro


sobre la huella del objeto
sobre el rastro del hecho

sobre los innumerables enemigos nunca bastante vomitados


tabla rasa hecha no una vez sino mil veces mil veces

sobre el origen
sobre los desarrollos
sobre lo proliferante
sobre el mejoramiento, pez piloto de la próxima negación

sobre uno mismo


sobre vos
sobre el eje

tachón
tachón
tachón

Catedrales del ansia


de la rabia
de la bosta
del abceso
de la injuria
de la herida interna
del ofidio traidor que se distiende como se suelta la flecha

del submarino que se hunde asfixiado


de la rata envenenada
del pene ardido
del anzuelo en la aorta

espinosas
verrugosas
apofiseadas
amorfas
polimorfas
locas
arrebatadas
inflamadas
Catedrales no benditas no salseadas

del absurdo
de la exasperación
del sufrimiento
del hambre en la fiera
de la sed en el traicionado
de la superación imposible
del rechinar de dientes
del grito
del grito
del grito
catedrales, ¿cuándo las veremos?

Por fin construidas


por fin a imagen de nuestra desmesurada medida
dominando vertiginosamente metrópolis y pueblos
unidos, ellas y nosotros, a pesar de su masa y su dureza
como hermanos gemelos pegados por la boca
por la rabia, por los riñones, por el ano
por la abyección común que no podemos olvidar
por todo lo que ha fracasado implacablemente desde el principio

por la mala posición


por todo el viejo pegamento reumático
por el nuevo emplazamiento más dañino
más deformante aún
y sin embargo por la inextinguible tendencia a sublimar

catedrales
monstruosamente caladas en la faz del cielo
nuestras catedrales
¿cuándo las veremos?
En el último momento

El frío está en mí, ustedes gritan cerca de mí


Dejo la casa de mil gamas
En mis nervios sin grasa
la carretilla de sus ruidos se hunde perversamente

Derrota, derrota, extraña cuestión


En pleno día, me acuesto, árbol abatido
El tigre no se hace más viejo que el ciervo
pero el tigre siempre llega a tiempo para matar al ciervo

Por error el cuchillo de un irritado


entró en mi pecho pero
sigue siendo una sombra
que caza una sombra, para alcanzar las sombras

No te agites, ser mío, no te lamentes, no me rompas


Acordémonos de contenernos
En la amistad del silencio
hundámonos solos en la noche inmensa.
Por los cabellos del alma, la sostenía mientras ella sacudía dentro de sí vanos
proyectos de resistencia, mientras se debatía con vanos movimientos, con vanos retornos, con
vanas desataduras, a pesar suyo deslizándose, deslizándose ya casi por completo suspendida,
sin apoyo, por encima del foso del deseo compartido.
Puertas que dan al fuego

El agua ya no corre para mí


La vida no tiene más días para mí
Vasallo de un brazo roto, vivo insularmente

Mis puertas dan al fuego


Arrancada la ropa interior de mi carne, mi piel ya no me envuelve
Ya nada me envuelve
Furiosa batalla que se libra dentro de mis fronteras

¡Qué frágiles son las patas de los teros!


Pero les bastan

Como una herramienta caída de una carreta


me quedé en la ruta

Mis pájaros ya no vuelan


Un solo hueso roto apresó mi vida

Escucho los informes chillones de mi cuerpo


El dolor en mi herida sumerge su escorpión marino

Hospital y momias matinales


¡Oh, qué profundamente cerrado está todo!

Noches sin fin


Lentamente, lentamente las agujas convierten la noche en alba

Tiempo inexorable que debo recorrer sin perder un minuto


¿Quién me regalaría uno solo?

Noches como un toldo sobre una herida


Cuando el sufrimiento se refleja en sufrimientos
cuando el sufrimiento en mil espejos rebota y repercute
… y todos los grados que todavía le falta subir

Nada de cielo
Arrancamos las vendas

Una quilla caída, todas las quillas oscilan

Sufrimiento que sigue sin domesticar


su fanfarria loca
su trompeta desgarradora sólo para mí
entre nosotros, telones bajos

Sufrimiento que sobrevive a todo, como un culto inepto,


transmitido incomprendido,
al que seguimos estando sometidos
Brasa

Brasa y perforaciones
¡Qué horribles brasas!
Ahí estaba mi brazo, antes

Fuego. Fuego. Fuego. Fuego incesantemente fuego

La lengua fría del cuchillo de trinchar


vaga sola entre los labios del hombre solo

Abejas que están libando flores de hierro


Pájaros que vuelan entre árboles de hierro

Perros que muerden. Jaurías de perros


incesantes oleadas de perros

En pleno día, espero la salida del sol


Una chica sumisa

La boca todavía no fue usada por la depravación


la mirada recogida no se apagó
la larga nariz en la cara
que sigue el recorrido del aire respirado
se diría que escucha
que está oyendo lo escondido

La provincia todavía la envuelve, la familia…


sigue siendo una hermana
En el lugar libertino adonde fue arrastrada, la chica sumisa
se ve ofrecida
como por milagro, y espera sumisa
a hombres que sueñan con una hermana para tener en los brazos bajo las sábanas
Ella, ausente, permanece distante, soñando con otro mundo
sin golpes, sin brusquedad
donde no se presenciara ninguna codicia
En el rostro, el pueblo
sigue estando
el pueblo, los follajes,
el apaciguamiento por pocos ruidos
poca gente
poca agitación
desnudada la chica sumisa todavía está velada
largos años de discreción la mantienen abrigada
y tapan a la demasiado groseramente descubierta
Llamados incestuosos que ella suscita sin pensar y el trastorno
hace crecer los sexos
hacia ella, inaccesible…
entrar en ella, a la que hay que respetar
introducir el órgano prohibido que más había que esconder
introducirlo entre sus piernas refinadas, bajo la mirada intrusa
en ella siempre un poco ausente la recogida
en ella que no se defiende
en ella mancillar a la religiosa, profanar, vieja aspiración

Luego hacia ella siempre calmada


el culpable (secreto) se inclina ya tranquilizado
y se confían palabras, a ella que olvida
que olvida
Miradas de niño

El cerebro del niño que imagina, cuando su mirada se dirige hacia su padre, el hombre
grave de torso ancho

Cuando con una mirada sin reparos, contempla desnudo el amplio pecho paterno, la
carne debajo, desteñida, muerta, parecida a una capa de yeso

Cuando la mirada vuelve del niño decepcionado a las masas fláccidas

A escondidas una vez más, cuando se dirige de nuevo hacia su padre color embutido
blanco

Al verlo detenido, en el cuadrante de un reloj secreto

Cuando taciturno, el niño con cara de enojo intenta descifrar en esa visión su propia
existencia y toda existencia, el misterio de la vida que al realizarse solapadamente se retira.

Vida como un libro abierto, exhibido sobre una mesa, y que es lo único que importa,
ante el cual sin leerlo pasaríamos, sin detenernos, sin pensarlo, sin poder hacerlo.

Cerebro infantil, cerco infantil. Círculos. Círculos…

Traducción de Silvio Mattoni


Poemas nuevos

Eloísa Oliva

Eloísa Oliva nació en Buenos Aires en 1978. Publicó Humus (2005).


James Lawrence vive en Sault Saint Marie
tiene una voz
afelpada y grave
y sueña con ser
el galán de la tarde.
Una mujer contesta el teléfono,
pregunta cómo está el tiempo en Ontario.
Está ventoso, dice James, la nieve
ha comenzado a deshacerse
y se insinúa en el aire
la próxima primavera.
No hay
ruidos de fondo
en la llamada grabada,
sólo la voz de la mujer,
pregunta cosas y espera.
Después del tiempo, los problemas
con otra compañía,
y luego los antiguos
viajes de la mujer a Ontario.
La mujer pregunta por bares
desaparecidos hace tiempo,
el parque y algunos nombres
de calles
que James no conoce. Entre ellos
nace algo
parecido a la seducción.
James sabe
que sus jefes lo escuchan
intenta
retomar el guión, pero ella
no se resigna y arriesga
un toque más personal
tenés dos nombres, dos apellidos
Disculpe?
tenés dos nombres, dos apellidos
los dos ríen
con una risa tonta
y se despiden.
El número se desvanece,
pero antes
de la próxima llamada, James imagina
un instante las rutas
que lo llevarían a Alberta,
las líneas de cobre
temblando en los postes,
mientras grandes pájaros oscuros
sobrevuelan los bosques de pinos.
Tiene una voz nasal
y pronuncia el inglés con dureza.
Vive en Manila, o trabaja
en Manila
hace dieciséis semanas, desde un cubículo
disca números canadienses.
Nunca sabe con quién habla, pero sí cómo
tiene que hablar, lo mismo da si está en Manila,
en Córdoba o en Winnipeg.
Dooper tiene veinte años
va en una moto roja hasta el trabajo.
Sobre la autopista que lleva
al centro de la ciudad, Dooper trata
cada mañana
de quebrar
la barrera del tiempo.
Y no consigue
llegar a su línea de producción,
No sabe escuchar, dicen sus jefes.
No detecta
las necesidades del cliente.

Pero Dooper no contesta, él


tiene un secreto que lo tranquiliza

llueve en el centro de Manila


el agua aleja las bocinas
de los autos.
Kathy tiene una granja
donde crecen en verano
frutillas, alcauciles
y otros frutos
delicados
que prepara con empeño
cada domingo
a su familia.
Y en invierno, algún frutal madura
en el sol más oblicuo
del continente.
Kathy tiene grandes ojos azules,
un pelo débil que se está poniendo canoso
y a veces peina en un rodete.
Pero es joven. Cada día
toma su bici
para ir a la oficina, donde su sonrisa
eficiente es el timón
de la jornada.
Un día Kathy faltó
porque su hija se graduaba del college
(no son lujos que se permita así como así)
Otro día porque su marido
volvía de Irak,
Kathy cocinó toda la mañana,
desplegó
el mantel bordado
por su abuela y lavó
una a una
las copas de cristal

el hombre volvía cuando despuntaban


los primeros brotes
de la granja.
Zyrus Buensuceso es
un chico promedio
estatura promedio, inteligencia
promedio
tampoco ha tenido
una suerte especial
ni una vocación
ni una fantasía.
Cada uno de sus días
está dividido en tres.
El primer tercio
lo pasa sentado en un box, aislado
acústicamente
Uno de los quinientos boxes
que la compañía para la que trabaja
tiene en su oficina
de Welland, Ontario, Canadá.
No es amable ni tampoco
agresivo, llega a su tope
de producción y está contento.
Tiene una hija pequeña
y un buick modelo 72
estacionado en la entrada
de su hogar prefabricado.
El segundo tercio de su día
suele pasear en su auto,
recorrer los suburbios
de la gente más rica.
Los domingos
lleva a su familia
hasta los lagos cercanos,
a ver los patos salvajes que ahí
se reproducen y nadan.
Las noches de verano se sienta en el porche,
ve pasar a los chicos de la cuadra.
Sabe que envejece, y su hija también
pero todo es tan
tranquilizador.
Destapa su cerveza
y espera
a que la noche
se termine de evaporar.
NOSTALGHIA

Walter Cassara

Walter Cassara nació en Buenos Aires en 1971. Publicó Juegos apolíneos (1998), Rígida
Nieve (2000), El paseo del ciclista (2001) y Máquina de trinar (2006).
“Los pájaros vinieron y desaparecían.
Regresan las palabras a su sueño remoto.
¿Quién habla de esperanza? Siento frío.”

Alfonso Costafreda

A menudo en el zoom de la música

días o noches sepias del más adherente


y centrífugo invierno, vuelvo algo borracho
resbalo como un zueco en la trinchera
cansado y cansado, pero más todavía de trucos
cetrerías, pájaros adiestrados por algún brujo
medio zahorí, stalker o impostor a secas.

Y cómo cuesta reconciliarse con la claridad


de la mañana, cuesta pensar en la estepa
sin pensar en algo sucio y a la vez imposible
por ejemplo en la paz, la arena, el sol, las rocas
todo eso para lo cual también fuimos hechos.

Cuesta sí eludir el pozo subterráneo


el tambor ya agrietado seguramente
con que el niño se calienta las yemas,
y el ermitaño se duerme en su caverna.
En sueños, hablo una lengua muerta

o recién rescatada de las cenizas.


Lavo mis fístulas con el agua colada
del único pozo que no se escurrió.
Después, por la noche, enciendo un fueguito
y pongo a secar mis medias. En sueños, es invierno
pero un invierno para siempre, y ella duerme
--o así me lo parece--entre los restos
del fuselaje de un avión que se estrelló.
Toda la noche sopló un viento helado

y cuántas almas monitoreadas en la lluvia,


cuántos capotes hablando apenas por un resuello.
En todas partes, como un espejismo
escucho ladrar a los perros hambrientos
y un trineo lleno de fantasmas se desliza
en el aire periclitado de noviembre.
A treinta y dos grados bajo cero
la mente empieza a alterase.

Prueba una gota de esta fiebre,


equivale a varios siglos de historia.
Debo apurar el paso, trenes rigurosamente vigilados
parten cada noche hacia la frontera.
Ossip Emilievich: la historia es

¿un cuervo picoteando con insidia


tu cansado capote?
¿la nieve barrida incautamente
bajo tus esquíes flojos?
¿el zumbido molotov que te duró dos semanas?
¿aquella perrita de afilados rasgos cirílicos?
¿el futuro sustraído al aire
de tus débiles pulmones?
¿tus rápidos trazos batiéndose
en retirada con la noche?
¿tus precarios espondeos
filosos como una hoja de navaja?
Ossip Emilievich: deja de correr, párate
y contesta, la mitad de la noche se refleja
en un vaso roto.
Vi desplomarse una estrella

y cinco minutos después el cielo


abierto en que Natacha se lavaba el pelo
con el agua milenaria que juntó en un bol.
Igual de triste, el peso molecular
de cada palabra rumiada entre dientes.
No se calma esta fiebre apretando
una aguja de pino contra el viento del malestrom.
Ateridas y rasposas márgenes del Neva

donde yo fui un invierno Alexandr


Blok petrificado en la nervadura de una hoja.
Dachas boyando entre otras cosas más o menos
nobles e inútiles, tenias que cantan al terror
de no sé qué cíngaras venidas de Marte.
Todo sustraído de golpe, puesto más allá, caído
en el cepo acmeista ; todo tan intangible, dudoso
problemático, tan ego o eco-futurista.
Todo tan que se apaga y no, tras la cortina blanca
de aquella música que ahora hace glú-glú en el barro.
Vi bosques calcinados, lagos color turquesa

Montañas colosales me quitaron el aliento


Vi formas y gestos que nunca llegaré a descifrar
Aquí donde la única palabra adecuada es “Nostalghia”
Como la figura embalsamada de un puma
En una tienda de reliquias o baratijas
La sombra que fui, a veces, me hizo sonreír
e piso dios

Guillermo Daghero

Guillermo Daghero nació en Oliva, provincia de Córdoba, en 1967. Publicó La construcción


(1996), Buenos días a todos menos a uno (1998), la eme (2000), h (de hombre, de silla) junto
a Natalia Blanch (2003) y 9 pág. a Haroldo de Campos (2007).
la resistencia, la persistencia y la repetición forman
parte de un conjunto de escritos (epigramas, collages, sin sentidos,
asociaciones, etc, etc) relacionados a las companías espirituales,
que llevan por título “e piso dios” _ guillermo daghero
la resistencia

x la noche oscura e inviernal un conejo x los alderredores de la casa


de familia no pasa nada andaba nadie merodeaba cesped piedras
luz lejana y arriba

sólo el conejo blanco brinquea hace movimientos como si nada


libre
_ _ _
_ _ _

se echa arma un contexto sin pertenencia sin pertenencia? no creo sea


cc de esto sí puede dirigirse hacia la izquierda hacia la derecha x meros
obstáculos del orden del peligro vive … ojo! –no es poca cosa–
es un gran instrumento blanco en medio de la noche
un gran costado de la realidad pudiéndose manifestar un silencio
movil un epsabrupto una salida un permiso una bola del color
de una página algo algo de la naturaleza descontrolada un rabbit un
lapin –tal vez– un pedasito de dios un bocado un bombon un
blanco una comida

« si yo escribo a un amigo mío para invitarlo a comer, la carta que le


dirija, es ante todo una comunicación. ahora bien, cuanto más insista yo
en la forma de la escritura, tanto más vendrá a convertirse en una obra
de caligrafía, y cuanto más insista yo en la forma de mi lenguaje, tanto
más tenderá a transformarse en una obra de literatura

o de poesía » pierre bourdieu, rev lápiz 187-188, pág 58


un conejo no es una obra de arte si una cosa pura nosotros depuramos
intentamos trabajamos una idea de percepción percibimos tenemos
una forma determinada de tratar las hojas

o las nubes

« no hay duda que la literatura entra en nosotros cada vez menos por los
oídos, sale de nosotros cada vez menos por la boca… no hay duda de que
ella pasa (entra y sale) cada vez más por los ojos… pero también no hay
duda, me parece, que ella pasa ante nuestros ojos cada vez menos en
forma manuscrita… » ponge, del arco iris blanco, haroldo de campos, pág 130

salta unalarma cc e icc


cc e icc
ecualiza las defensas de quién hay que
escapar
de qué custodia
dónde ubicar el peine

noche negra + conejo blanco

= la noche = el conejo arman una cosa qué cosa? la cosa mentale

« un cielo negro y muy estrellado se extendía por doquier. me hundí en él.


fue extraordinario. despojado instatáneamente de todo, como de un
abrigo, entré en el espacio. me sentí proyectado a él, precipitado en él,
lanzado. asido violantamente por él,

sin resistencia » henri michaux, las grandes pruebas del espíritu y las innumerables pequeñas, pág 114
la persistencia

eso que está ahí es un burro?

noooooooooh! eso no es un burro


eso es una mula es distinto el aspecto la morfología la cruza

ese animal habla?

tiene orejas grandes


–nos nos acercamos de a poco y cuando estamos prevenidos que sus
patas traseras estén maneadas le decimos cosas al oído

“cositas” – [ hablarle bajo, susurrarle al oído del otro ]

ese otro amimal que está ahí …

es algo tuyo

es cierto que a tu mamá la agarró


un caballo
a mí me contaron que cuando
andás por la montaña y se hace
de noche te parece mejor
quedarte quieta no dar pasos en
lo oscuro … es cierto eso?

porque tenés tanta paciencia?

« actúa en lugar de preguntar

…preguntas demasiado
cuando en realidad deberías pasar a la acción, en este caso ponerte a
escribir sin más. en cuanto lo hagas sin preguntarte tantas cosas te
encontrarás de frente con el registro lingüístico » enrique vila-matas, paris no se acaba
nunca, pág 56/57

la repetición

x las mañanas
alderredor de las 9hs del invierno llegan pájaros a tomar agua
agüita _aniñamiento común que generalmente expresamos cuando un pájaro bebe o
come_
_aguita comidita piquito _

insisto

x las mañanas
alderredor de las 9hs del invierno llegan pájaros a tomar agua
después se bañan
practican un mismo ritual todos los días = = de acuerdo a la estación
de cauerdo a sus apareceres cambian la hora del ritual

spés is de plés (“space is the place”) “el espacio es el lugar” sun ra, space is

the place
yo lo que se entiende x yo no existe yo está frito yo le destino
horas a este mirar observo los sucesivos pasos el
acercamiento
árbol rama rama + baja descenso dos tres saltos zigzagueados

fuente con agua


dar en la fuente
una fuente _decía la vecina en voz alta a su hija enviándola a buscar cosas sueltas
en
un recipiente_ es una caja de herramientas

ahí el peligro la lectura

“el lenguaje de los pájaros es un lenguaje de signos transparentes en


busca de la transparencia dispersa de algún significado

los pájaros cantan en pajarístico, pero los escuchamos en español. (el


español es una lengua opaca, con un gran número de palabras fantasmas;
el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras” juan luis martínez, la nueva
novela, pág 89

yo le destino horas a este mirar


x más que yo no importa nadie paga este mirar yo lo mismo
yo le doy el destino a este a este punto de vista

x ahí pasa un avión a chorro


x ahí pasa una bandada de aves que dibujan _la gran mayoría de las veces_ una
letra
en el cielo

x ahí no pasa nada sólo esta el color del cielo


no lloro x eso x eso no hay que llorar las estrellas vienen van y
desaparecen

estar en forma de qué _ me


pregunto en el zigzagueo _ no estar
estar en suspenso

“el espacio es el lugar” spés is de plés (“space is the place”) sun ra, space is the

place

remedo remedo de esos días en que caminamos mirando el cielo


perdiendo el suelo del sentido
y alguien dice yo yo quiesiera vivr acá ay!! amí
mencantaría vivir acá yo yo me haría una casa
acá

spés is de plés (“space is the place”) el espacio es el lugar” sun ra, space is the

place
D. I. F. M. M.

Cuqui

Cuqui nació en Córdoba en 1977. Publicó Cuando explota un globo (1999), Naranja verde
amarillo/naranja verde rojo (2002),Lavados vaginales (2003), Actriz de reparto (2004),
Masturbación (2005), A mí me picó una araña (2005), Singlista (2006), Fruta fermentada
(2006) y Kiki (2008).
M A R I L Y N M A N S O N
bienvenido a mi cerebro

290499dc

(sueño real n 1)
manson canta en el escenario
yo estoy parada arriba de una mesa
mi pollera vuela como la clásica foto de marilyn monroe
él me dice: “se te ve la bombacha”
300499dc

adorarlo es tan instintivo en mí


como en un mamífero tomar la teta

no me gustaría que él muriera ahora


pero tampoco que viva mucho más
los músicos deben retirarse dignamente
como kurt cobain

brian nació y superó la debilidad de no poder pararse


para hacerlo al fin
y caminar junto a los más grandes
030599dc

hoy mientras comía arroz pensaba en la pija de marilyn


al hervirse aumenta de tamaño
me pareció interesante masticar
y no lastimar a nadie

en muchas fotos parece un niño indefenso y miedoso


050599dc

(sueño real n2)


abro una puerta
tras ella hay muchos regalos
uno es para mí
me lo envía el niño dios que está en una cunita
en realidad es marilyn manson
tiene unas pestañas grandes de papel glasé brillante color dorado
y los ojos muy grandes también
060599dc
(sueño real n 3)
yo lo beso o él a mí
es casi como tomar agua
su boca está llena de saliva fresca
es como una máquina de segregar saliva

dónde mierda estás


un animal mecánico(1) quiere descuartizarme
para poner sangroso el gran mundo blanco(2)
la gente hermosa(3) se ríe de mí

dónde mierda estás


que sepas
tenés que saberlo
los brazos con dibujitos
apenas si puedo escuchar tu voz cantando
estoy escondida tras una silla apocalíptica
quiero desaparecer(4) cuando pienso que no te importo
quiero desaparecer por otras cosas además
y también permanecer para gritar gritar y gritar

esto huele a niños(5) es que soy una niña


quisiera ser ágil como un mono(6)

un animal mecánico quiere descuartizarme


dónde mierda estás marilyn

si me acuchillan en el recital
le voy a mandar a manson mi vestido manchado con sangre
(parezco monica lewinsky)

..................................................
(1) mechanical animals
(2) great big white world
(3) the beautiful people
(4) I want to desappear
(5) smells like children
(6) my monkey
281199dc

VOGUE ITALIA (set. ’96 n 553)


la del dedo en la boca no era la modelo twiggy
rose mcgowan by michel comte: “ritrati da hollywood”

¿hay que creerle a manson cuando sermonea a la gente en la entrega de


los premios mtv y luego canta “the beautiful people”?

un hombre rojo abre su boca


se le ven los dientes
incide en mí su mirada chupasangre

esto de las rock-stars es una mierda porque fomenta la idea de dios


061299dc

ahora no sé si iría a un recital


de MM
no me gusta ser parte de la masa
a veces es inevitable?
no quiero
no quiero
y no no y no

¿las críticas son importantes?


que c/u vea por sí mismo y
reaccione

he tenido pósters de marilyn en mi pieza


no es suficiente
quiero su cadáver en formol vestido por gaultier
y sentarme a mirarle los defectos
mientras me aturdo con “portrait of an american family”
291299dc

COMODIDAD

¿festejan por inercia 2.000 qué?


¿2.000 vueltas alrededor del sol? ah, yo pensé que eran algunas más,
ok, pude haber contado mal.
¿2.000 años del nacimiento de un tipo que dijo ser ‘hijo de dios’? ah,
qué tal, deben sentirse regios sabiendo que cuando mueran físicamente
tendrán su pascua, que “dios padre todopoderoso, creador del cielo y de
la tierra sabe que existen, les escucha las plegarias y los protege del
resto del universo. ¿entonces 2.000 años después de cristo?
cierta parte de la humanidad va a esta feliz alucinándose comunista
entre los petardos, para olvidar que la verdad absoluta es el capitalis-
mo (alias lo comúnmente conocido como ‘la ley del más fuerte’ o ‘ del más
apto’).
ser ateo. tienen la posibilidad de no comprar de ningún modo la fiesti-
ta, pueden decirles “NO” a sus familiares y amigos, estar encerradas/os
en su casa la noche del 31 y no hacer nada en particular (por ahí con
la guita que ahorran pueden comprarse un ataúd de mejor categoría para
que no se desfonde cuando sus controladores los lleven hasta el nicho).
Escrita
Para esta sección, destinada a recuperar textos que fueron publicados en la revista Escrita
aparecida en la ciudad de Córdoba entre 1980 y 1986, dirigida por Antonio Oviedo, hemos
seleccionado el poema de Lucio Piccolo (1901- 1969) “Juego de escondite”, publicado en la
revista Escrita Nº 7 de junio de 1985.

CP

En un encuentro sobre la poesía y la novela –al que asistieron escritores como Ungaretti,
Bassani, I. Calvino–, realizado en julio de 1954 en la localidad de san Pellegrino Terme,
Eugenio Montale, de acuerdo al criterio de los organizadores, presentó al desconocido barón
Lucio Piccolo de Calanovella (nacido en 1901 en Palermo, Sicilia), de quien había recibido su
libro 9 Liriche tres meses antes. La carta de Piccolo (redactada en realidad por su primo,
GiuseppeTomasi de Lampedusa) que acompañaba el envío declaraba el propósito de “…
hablar de ese mundo de iglesias barrocas, de viejos conventos, de almas en armonía con tales
lugares, cuya vida transcurre sin dejar huella”. Y agregaba: “Más que una evocación, lo que
intento es una interpretación a la luz de mis recuerdos de infancia”. Estudioso de todas las
corrientes filosóficas, asiduo lector de Husserl y Wittgenstein en su idioma original, notable
helenista, conocedor al detalle de la poesía europea antigua y moderna, Lucio Piccolo había
elaborado, recluido en sus tierras de Capo d’Orlando, una obra poética no muy extensa y casi
secreta. En el prólogo de Canti Barrochi e altri lirichi Montale destaca, precisamente, ese
topos de la soledad propicio para desencadenar el “vertiginoso movimiento de las máscaras”
que deslizan innumerables visiones del sueño y la vigilia y se traducen en un ritmo de
escritura poética, conseguido por “este hombre siempre en fuga … al que la crisis de nuestra
época ha colocado fuera del tiempo”. La muerte de Lucio Piccolo ocurrió en 1969, en Capo
d’Orlando, Messina.

Antonio Oviedo
Juego del escondite

Lucio Piccolo

Cuándo comienza, cuándo acaba


el juego no sabemos. Tal vez
era de día… Sólo
que adentro o afuera es casi lo mismo.
Adentro sobre urdimbres de galerías,
de corredores, de escaleras, afuera
entre vahos del día sumergido
y jirones de luna, un compás
dúctil y vigoroso, veloz y cauto,
nos apresa, nos lleva
a lo alto por tramos de escalinatas,
lejos, sin peso, en vuelo por pasadizos–
y afuera están las parvas, las gavillas,
el heno que respira denso,
el aire inmóvil que tienta
con verbena o estramonio desde lechos de flores…
y giran, tuercen los senderos
sobre fondos de tiempos suspendidos
entre sueño y memoria:
elástico oscilar
entre dos platillos de balanza, uno
hacia raíces de la oscuridad,
hacia bodegas, otro
en lo alto, en lo alto, detrás
de la ventana abierta a los tejados
donde se sienten cercanas, vigilantes,
la noche, las estrellas (una crepitación),
y de día se extienden llanuras surcadas
por caminos puentes, ciudadelas,
rías de vidrio, lejanos collados, litorales…
si somos imágenes
del espejo que un soplo se lleva,
sin espesor ni sonido,
el mundo alrededor tampoco es firme:
es una escurridiza pared pintada,
un juego engañoso, un equívoco
de sombra y resplandores,
formas que evocan y que niegan un sentido
–como la pantalla que hay dentro de nosotros,
el torbellino que se apodera de nosotros
si cerramos los ojos, perenne
rotación en fragmentos veloces,
reflejos, vislumbres de vida o de sueño–
y transcurridos, despojos inertes,
de instante en instante, de ola en ola,
sin que el día naciente, sin que la luz
que dibuja las cosas nos detenga.
Pero el juego
nada es en sí… aunque nos ponga alerta
al segundo y haga que vibren
fibras, diafragmas ocultos (fábulas
de sobresaltos en los bosques,
de persecuciones y eludidas aduanas).
Escurrimos por bordes
de móviles elipses, de espirales aéreas,
hacia peligros que la sombra configura,
y vive la casa
con respiración diferente (ignorábamos
la profusión de curvas
en las que un refugio se abre)
con oscuro murmullo; pende
inmenso giroscopio
palpitante de rumbos desconocidos,
se enmaraña, se concentra y de pronto
se estira en planos vacilantes,
galerías en fuga, tejados muertos
donde el Viento se escondió
y guarda enjambres secretos
en oquedades, entre las cañas,
y de las pesadas vigas extrae
voces débiles, espiral
que asciendes, asciendes y espiras
como un silbido
en tenues cambios de corrientes de aire,
terraza sobre tejas
que navegas las noches de mistral;

y ahora en busca de un punto


donde el espacio se oville, donde sea
sólo nosotros. Pero un grito
rompe el círculo, precipita el espacio,
de nuevo invade…
rostros ficticios
de cartón o de tela en escondites
descubiertos por la mano que explora,
arrumbados fantoches que gobierna
la oscuridad, caen deshojados,
se aflojan con pliegues de colgaduras
desprovistos de huesos y de contorno;
agujeros, recovecos, recintos
disimulados entre bastidores,
donde espejos en sombra acogieron
en su monomanía sedimentos
de épocas apagadas, desteñidas etapas
que han sumido el reflejo de los días
en un letargo, fuera del sol:
perpleja lechuza embalsamada
a la espera de una escapatoria
nunca otorgada en vida; menudencias
descartadas, sombrero de copa
agujereado, abanicos, fuelle
que ya no sabes respirar,
filelíes de galas espectrales
o de extinguidos lutos
adheridos aún por un hilo de araña
al tiempo gris de las fotografías
–fue olvidado
en el frasco el medicamento…
y en el crepúsculo verdoso, turbio,
tentáculos se alzaron vacilantes
del inmundo pantano, blandas
eflorescencias a flote, frondas…
pero en estas maquinaciones
de fermentos malsanos
en las que perdura la huella
de una duda o de un recuerdo maligno,
cobra forma tal vez
la larva de un destino siniestro:
se alzará cuando quiera la Noche
en asunción sobre las bóvedas,
y las ancianas, huso en mano,
darán la señal de los péndulos
a los cuadrantes del Aqueronte.

Pero esa palidez momentánea


en vestíbulos donde se abisman
escaleras e imperios de yeso,
¿quién la infunde?
Sospecho que la luna
aun distante y velada no posterga
sus infiltraciones, traspasa
las paredes, y lentamente
deposita capullos de algodón, guedejas
de blancos vapores, y lo sabe
la falda suspendida en el sueño
del alcanfor (su oficio es desbordarse
ahora que este limbo ha restaurado
la fluidez de los orígenes)…
haces surgir, muelle pantomima,
figuras de los muros: túnicas
de ceniza, vanas panoplias,
afectados mohines en rostros centenarios
que enmarcan cofias emplumadas,
dijes de jade negro…
Hay aún en las muertas cabelleras
centelleos de mica en élitros
de libélulas extintas
–interminable corredor de sábanas,
de lacias camisas que escurren,
de vestidos que cuelgan, negado el cuerpo
que encrespa a la tela:
tal vez sólo un disfraz… No pensadas
bisabuelas descienden ahora sin pasos
por escaleras de años: frusfrús, caricias
que dan escalofríos, y hasta una sensación familiar
de límites traspuestos
(sólo tienen un pliegue y un reflejo)…
¿Y estas oscilaciones? Busca
el tiempo alguna de sus fases,
y si un espejo se desnuda nos refleja
como fuimos o seremos; rostros
que desfilan, fijados un día sus contornos
por la ansiedad, por lo desconocido,
nos contemplan… Rostros sin memoria
ni relieve –tal vez un parpadeo–,
rostros que bajo el sol
supimos vivos, simulacros
de otros (¿o de nosotros?) que son irremediables
lejanías cuando los rozas,
cuya huella es un leve despertar del dolor
o un remordimiento sin culpa,
formas ilusorias de la marea
arrastró entre luces efímeras
hacia la órbita de sombra
que en derredor se cierne…
De los luidos lazos de las sedas
Cuelgan las guitarras –remoto,
Gris, inasible el mundo.

Ahora es tiempo de hablar de las habitaciones, de los lugares que no existen, que
aparecen al sesgo, por instantes, y que siempre están allí donde aún no miramos o donde
percibimos hemos dejado de mirar; proyecciones, reflejos, que en un prolongamiento del
espacio afloran fugazmente y flotan en los sueños del sueño, o en aquellos que fluyen en
nosotros, incesantes, y sólo por momentos percibimos: no termina allí la escalera, en el
descanso, bajo el tragaluz; se abre el en muro la puerta de otra pieza –oh la escasa luz de los
postigos cerrados, el aliento a tinta seca, el polvo de los libros y la polilla, la fastidiosa
máquina de copiar y el pariente que nunca existió, a no ser en una fotografía amarillenta (¡qué
era de nosotros!).
Así una noche, apagadas las luces todavía, la tapa calada de una estufa convocó el
ingreso de una fuga de aposentos en el muro.
Y el juego se prolonga,
no tiene fin el juego;
al escondite sigue
descubrimiento súbito
(burbujas de aire emergimos
en las albas polares
del tragaluz…), late
otra vez leve en lo alto,
resbala hasta el más íntimo
recinto, y los salones que atraviesa
refulgentes de mármoles,
ornados con cristales
o sibilas absortas
en las colgaduras de los pórticos,
giran sobre el pivote de la sombra
como pesadas barcas
(un espectro de hojuela de estaño,
el gesto de un fanal
repta se quiebra se extingue),
desmesuradamente
alargados surgimos
de debajo de un diván
exigua cinta, y no mirados,
sentimos como los muertos,
o como la gran hoja
que asoma triangular
por entre velos de aire
(ojos convergentes del vacío,
boca de un tajo),
gira un momento sorprendida
gira y mira y desaparece,
y el paso es siempre más veloz;
al unísono con las paredes,
con el polvoso aliento
de las alfombras, se desliza
la desprendida farándula,
la loca ronda que no tiene centro,
y lo que fuera vivo
clamor de juego, ahora
es terror…
de minuto en minuto
se espera que aparezca
en el mudo bostezo de la vitrina
el arco del negro contrabajo…
pero en esta fuga del mundo ilusorio
que quiere eludir el espacio,
en lo alto, en lo alto, se ha desatado un nudo
de límpidos astros que las nubes
escondían, y oscila su esplendor:
una dulce, tranquila veladora,
¿arde para nosotros todavía
allá en el promontorio?

Traducción de Ulalume González de León


Reseñas
Un héroe de la escritura

Osvaldo Lamborghini, una biografía, por Ricardo Strafacce, Mansalva, Buenos Aires, 2008,
847 páginas.

Si las biografías de escritores son un género, y lo parecen, sin dudas que este libro de
Strafacce puede considerarse uno de sus ejemplos más logrados, quizá el mejor que se haya
escrito sobre un autor argentino. ¿Era necesario convertir a Osvaldo en un Marcel para
acompañar una obra fragmentaria que no aspiraba a la totalidad ni a la recuperación del
tiempo de una vida? Vemos que sí, de otro modo no se explica el placer, la adicción infidente
que provoca este voluminoso libro. Más aún, la Recherche puede prescindir de Marcel mucho
más de lo que a partir de ahora podrán hacerlo los diversos escritos de Lamborghini con
respecto a su biografía. Los poemas en servilletas de bar, dispersos, la saga inconclusa,
inconcluible de los Tadeys, la obsesa colección de fotos porno anotadas del “Teatro proletario
de cámara”, e incluso los pocos libros editados en vida, encuentran ahora no sólo una
interpretación nueva sino también un lugar dentro de un itinerario vital. Y aunque la
intensidad de los excesos en la biografía no sea una explicación de las innovaciones escritas,
esboza una sombra que transforma de algún modo la figura de su autor.
¿Acaso no buscamos siempre una voz en los escritores que elegimos leer? Entonces,
gracias a la minuciosa indagación de Strafacce, ahora escuchamos un registro más auténtico,
más fidedigno: ya no el grito estentóreo de un vanguardista impenitente que siempre
pretendería escandalizar, sino el lamento y hasta la canción de alguien que conoció la vida
sabiendo a cada instante que terminaba en la muerte (¡qué pavada!, diría Osvaldo).
No es el menor de los encantos de esta biografía su fraseo largo, parentético, con gran
cantidad de subordinadas que van incorporando datos, confirmaciones, declaraciones, o
incluso las interpretaciones y valoraciones que el mismo biógrafo hace de las obras de
Lamborghini. De alguna manera, retorna aquí la fascinación que provocaba en el lector aquel
narrador decimonónico, omnisciente (es una forma de decir), que opina, avanza, comenta. Y
en este caso sobre todo informa, plantea conjeturas. Como una gran novela rusa o francesa, la
épica se dedica a contar y cantar los detalles de una vida, cuatro décadas y media, un origen y
un final. Los episodios de esa vida nos enseñan también sobre sus momentos más de un hecho
crucial, fundamental precisamente porque podría no haber pasado, como la historia de la
revista Literal o la bizarra fundación por Lamborghini de una escuela freudiana en Mar del
Plata, donde llegó a ejercer el papel de psicoanalista. Con un ritmo magnificente, año por año,
lugar por lugar de residencia o de paso, se despliega el abanico de esa vida que va dejando en
su aletear rastros, esparce papeles, se funda en un primer libro que lo define todo, se encierra
en una etapa última de producción ansiosa, múltiple. El tono varía, entretiene, con
testimonios, prensa de la época, impactos y fantasías de una vanguardia que no admitía la
ingenuidad de expresarse, pero también con las generosas transcripciones de las cartas del
biografiado, otra parte de su obra, o su vida-obra, que sigue descubriéndose.
Desde Joyce, si algo caracteriza a un escritor moderno que importa, es su inacabable, o
al menos prolongado, desciframiento. Los 400 años que el irlandés pensaba que iba a llevarles
a sus exégetas investigar sus libros tal vez fueran una exageración –la mayor gloria de Dios
que invocan los jesuitas se mide en siglos, de imaginación. Pero es cierto que Osvaldo
Lamborghini sigue ocupando a los comentaristas, y sobre todo sigue publicando: sus cientos
de páginas de poesía editadas hace pocos años, el teatro proletario aún inédito, las cartas no
reunidas, sin mencionar la duplicación de las novelas y cuentos en variantes, reversiones,
posibilidades de fantaseo crítico infinito. Veinte años no es poco para inquietar e imprimirse
en una literatura mala y breve, pero rara, como la pergeñada en dos siglos en la gran llanura
de los chistes.
Aunque faltaba algo, y esa falta era determinante, era la variopinta serie de viñetas que
circulaban como mitos, sus respuestas, las boutades que lanzaba, la conversación de Osvaldo.
También al respecto esta biografía añade un mosaico más, un nuevo pliegue y un nuevo tema,
a la obra. Y si bien fue una vida que buscó la muerte con cierta rapidez, no descansó un
minuto en su proceso de intensificarse –más breve todavía, Rimbaud, de quien Lamborghini
dijera algo así: “cuando él, Rimbaud, dice que se va, no se está yendo, se viene, cruza el mar,
África o la Argentina, es lo mismo para Rimbaud”–, y extremar el deseo de escribirse,
sorteando los comunes lugares de la grandeza, de la redondez perfecta, de la unidad. Por eso
el libro terminará siendo lo imposible, lo interminable; nuestro héroe publica entregas de algo
cuya inminencia asombra pero que no ocupa el espacio, el ancho apretujado del estante de una
biblioteca.
Esta biografía, indudablemente un trabajo de años, contiene también la porción de
vida que el biógrafo le habrá consagrado. Y ese sacrificio que la admiración gratuita le
impuso finalmente contagia su potencia. Del mismo modo, se explica la aventura emocional
que es leer este gran relato, cuánto nos afecta en sus momentos tristes o celebratorios, cuando
el protagonista se cae o cuando se levanta para volver a escribir convencido de ser un genio.
Las últimas páginas, con la muerte del héroe, pueden contagiarnos incluso las lágrimas con
que César Aira dice que escribe un homenaje póstumo en un diario de entonces. En el mismo
diario, Fogwill había profetizado que la literatura argentina en adelante no dejaría de referirse
a su huella, porque la expandió terriblemente, leyéndola desde su íntimo exotismo, por decirlo
de alguna manera. Japón, Suecia, Rusia, el ducado de Ohm, todo cabe en esta gran llanura. Y
es un imperio vasto para una sola vida. Por eso, en la minuciosa narración de su heroísmo,
puramente literario, ni una de las más de 800 páginas construidas por Strafacce se deja leer sin
interés, más aún, las hojas corren, vuelan, a la velocidad de una intriga que sólo pregunta por
lo único de alguien que sencillamente existió, escribió, sin esperar casi nada a cambio, con la
soberbia absoluta de negarse a esperar.
¿Cómo querés que te sorprenda la muerte?, decía un viejo adagio. Escribiendo,
siempre escribiendo, contesta un héroe local.

Silvio Mattoni
Variación constante
Retomas de Hugo Gola, Alción, Córdoba, 2008.

Afirmar que el motivo del poema es el poema, no es para nada una afirmación que se
agota en el mismo reflejo que la anuncia como la verdad oculta en un espejo. Es más, si algo
en ella aún sigue llamando nuestra atención es justamente su carácter enigmático; cierto
anuncio misterioso que se propone y que no se cumple pues la revelación, para alegría de un
lector imposible, está destinada a la suerte del poema como interrogación esencial de las
palabras que están por venir. Desde las transfiguraciones de Baudelaire sobre la naturaleza del
artista, hasta las alquimias del verbo celebradas por Rimbaud, el espejo del artificio poético se
ha visto una y mil veces consultado por el rostro que en las preguntas no deja de dibujar sus
confusos relieves. La pregunta entonces por detrás de la reflexión que acompaña a la
contemplación y al impulso que lleva hacia el terreno de la escritura, es la siguiente: ¿en que
momento la poesía se ha vuelto el lugar abierto donde pensar las mismas posibilidades que la
hacen posible?
En ese sentido este nuevo libro de Hugo Gola retoma el hilo delgado que desde Dante
hasta Pound se tensa sobre una misma afirmación que en realidad esconde una constante
interrogación, la cual, es practicada en la variación que se vuelve constante: “el tema del
poema / es el poema”, señala la voz que Gola construye con la ya acostumbrada economía de
palabras que sólo tienen como pretensión dejar al descubierto un ritmo característico que
indica la fragilidad de lo que se busca. Pero que también señala por otro lado ese factor de la
poesía, el cual podríamos denominar como la borradura en el centro mismo del lenguaje: su
imposibilidad. Palabras que por momentos suplantan la cosa por su deseo perdido, que
cambian el objeto por su anhelo o que simplemente reconstruyen la posibilidad cierta de esa
misma lengua en otra posibilidad que es en definitiva el reino señalado por el poema, abundan
en motivos reiterados en este libro: “y cuando llegan / las palabras / nada te dicen / sólo
habla / el fervor / que deja atrás / todas las / cosas / y los nombres”. Tal vez ese mismo fervor
se consolide, se vuelva obsesivo y busque invadir los temas del libro; yacer oculto tras otros
registros de lo real asaltado por el misterio o herido de suerte por una imposibilidad superior
que corre la misma suerte de la voluntad que transforma el mundo sin llegar a ver los
resultados de su empeño. Pues aunque parezca paradójico, en el mismo espacio donde Gola
intuye posible y cercano el poema, también intuye y escribe su revés donde una negación
constante y precisa hace las veces de verdadero imperativo poético: “si me fuera / posible /
apegarme al objeto / recorrerlo / ceñirme a él / lo haría // pero / el objeto en mí asoma / y
pasa / despierta / toca / sacude / y huye” ¿En base a qué entonces un posible origen de la
poesía se hace presente aquí si el motivo del poema es la negación de lo que la poesía puede?
Parecería como si el repertorio de occidente, los ensayos de prudencia, los artefactos
de fe y las palabras de la tribu no pudiesen dar cuenta de nada más allá de su propia pobreza.
¿Qué ocurre entonces en el lenguaje espejado del poema que el mundo tal cual es se retira y
viene a nosotros bajo una versión que se ve reñida con su asombro, exiliada de sus elementos
de ensueño, divorciada de su resplandor inalcanzable? Es como si Gola leyera lo que Juanele
situara en la anterioridad a la alegría del poema, esa orilla que debe abismarse y que acaso sea
el pedido más alto de la poesía; es como si de esa tierra baldía donde la poesía pide cierto
estoicismo, Gola decidiese hacer la torre más alta a la que aspira su palabra y en ella nos
mostrase su lección de renuncia como si la poesía se tratase al final de una afección elevada.
Si pensáramos figuras, o meras comparaciones con las cuales acercarnos a esa tierra de
fantasmas, podríamos apreciar que la certidumbre con la que se escribe Retomas es la
delimitación del abismo de las palabras con las que aspiramos a esa alegría que, por ser
verbal, no es menos certera. Cierta dialéctica en la cual se evidencia una renuncia asumida le
da por momentos a la huella con que seguimos uno y otro poema, el perfil más contundente:
“muchas veces / quise ser / de otro modo / intenté / descubrir / el vértigo / de lo que estaba
afuera / borrar mis propios límites (…) intenté recibir / las olas / las renovadas / marejadas /
limpias / el tráfago / la respiración / entrecortada / de los objetos / y los seres / y volví / a lo
que apenas / sé / a la sombra / inaprensible / a aquel desvelo / que sin querer / disuelve / la
claridad / que queda / más allá”
Sin embargo, la aventura del espíritu que supone la poesía al afirmar que “nada hay
más / que el poema” permite buscarlo no sólo en los espejos retóricos de un brillo constante
sino también en los accidentes profundos de cualquier “recuerdo borroso” que a ella llame.
Aquí es donde la poesía presta su atención a una interrogación mucho más ambiciosa, ya que
más que entrelazar fragmentos de un proceso poético en los desiertos del secreto, ahora se
trata de preguntarle a la imposibilidad misma por el mundo perdido de la infancia. La poesía
entonces como contracara de la memoria sin llegar a ser un suplemento del olvido, es tal vez
la apuesta más alta de este libro; pues en ella quedan atrás las fórmulas del lenguaje en
procura de un idioma que ahora Gola sabe construir con las imágenes difusas, la
insignificancia misma del propio origen y cierto tono intimista con el que jamás llega a
celebrar una unión que lo delate, pero que nos acerca su experiencia mas honda. Se trata
entonces de la falta de la memoria que los “sucesos dispersos” traen al presente por medio de
la ausencia de los nombres como signos o palabras de un alto aprecio. Pero más que una
palabra, más que una estructura compositiva prefigurada en el persistente ritmo que
singulariza a Gola, ahora el verso recupera “días fulgurantes / -de eso me acuerdo- / que
persisten / alados / que respiran / y me hablan”. Ni nombres ni rostros son el resultado del
poema, pareciera como si cualquier saber se redujese, por mas distante que estuviese, a esa
sensación de cierto presente aún intacto que no pertenece a lo imaginario pero que no termina
de negar plenamente lo real; pues éste se encuentra presa de cierta evocación fantasmal que
nada evoca o detiene y que deja acontecer en la confusión misma del recuerdo: “si escarbo en
la memoria / si desciendo / para atrapar la imagen / de aquella gente / nada traigo a la
superficie / todas / o casi todas / están definitivamente / borradas / aunque las calles / las
callecitas tortuosas / y los amaneceres / y los crepúsculos / y algunos árboles / -paraísos y
pinos- / allí están todavía”
Proust señalaba que toda felicidad ante la cual nos sentimos complacidos es en cierto
modo inestable pues depende de nuestra voluntad para que nada la desplace o la modifique.
Habrá que tener en cuenta entonces esa voluntad por hacer de la propia experiencia una
guardia constante con la cual resguardar la poesía, la infancia recobrada y las sensaciones
perecederas que originan un atisbo de sensibilidad en la palabra empleada, pues como el
mismo Gola lo señala “de allí proviene / de allí deriva / pienso ahora / toda permanencia /
¿qué más?”

Carlos Surghi
Año I – Nº 1 – Octubre de 1997

Aira: El último escritor – Magris: Robinson y los libros – Dapuez: Ar – Serrichio: Un lento
aprendizaje – Thonis: Hay algo más que Jonás aquí – Pablos: Perfil del crítico literario –
Battán: Sensualismo y poesía en Poliziano – Agamben: El final del poema – Mattoni: Idea de
la poesía – Mandelstam: Pushkin y Scriabin – Celan: Coacción de la luz – Marteau: Estudios
para una musa – Carrera: Vespertillos de marzo – Schmidt: Observaciones – Vera: Panta Rei
– Browning: Poemas - Cassara: Tres poemas – Char: En una noche sin ornamento – Fogwill:
Sonetos – Oviedo: Relaciones – Géza Csáth: El silencio negro – Schilling: Diana y Nadia –
Tatián: Object trouvé – Bonnefoy: Las tumbas de Ravenna – Mié: Acción y justificación

Año II – Nº 2 – Octubre de 1998

Adorno: ¿Es jovial el arte? – Pacella: Orfandad y escritura – Orosz: Las infinitas moradas de
Dios – Jesi: Lectura del Barco Ebrio de Rimbaud - Mié: El conocimiento de las Horas –
Pablos: De los escritores – Carrera: Niños-Artaud – Garbino Guerra: Sueño y vigilia – Merrill:
Cuatro poemas – Thonis: No vienen avispas – Garay: Tiempo suspendido – Nappo: Género –
Lukin: El libro de las preguntas – Seguí: Estación – Szwarc: Bailen las estepas – Schilling:
Formas de ver el mar – Mattoni: Canéforas – Flaubert: Bibliomanía – Dapuez: Escatología –
Baron Biza: Leyes de un silencio – Serrichio: La luz blanca – Damiani: Salvo el poder todo es
ilusión – Quignard: Sucede que las orejas no tienen párpados – Gasquet: Bajo el cielo
protector – Zugarrondo: La poesía en el envite de la ética – Buchanan: La casa de la
escritura

Año III – Nº 3-4 – Septiembre de 2000

Oviedo: ¿La literatura suspende la vida? – Szondi: Intento sobre lo trágico – Pablos:
Gombrowicz, un emblema menor – Mallarmé: Cartas a Eugène Lefébure – Mattoni:
Naufragio – Lelong: La doble relación mallarmeana – Fogwill: Lo dado – Bossi: Fiel a una
sombra – Ammons: Tres poemas – Anónimo: La vigilia de Venus – Merini: El pantano de
Manganelli – Freidemberg: Cantos en la mañana vil – Cassara: El colorado – Bompiani: Las
especies del sueño – Tatián: Tres cuentos – Taeko: Pez de metal – Calveyra: Palinuro –
Duperey: El velo negro – Thonis: El caballero del Louvre – Garbino Guerra: El jardín
cercado de Dios – Orosz: Elogio de la arena

Año X – Nº 5 – Diciembre de 2007

Mattoni: Poesía y melancolía – Giordano: Las víctimas de la desesperación – Pacella: La


felicidad de los sentidos en Felisberto Hernández – Milone: Mística y soledad – Bonnefoy:
Jorge Luis Borges – Veneciano: Selección de Ezra Pound – Carrasco: Veraneo y otros poemas
– Pavón: Vos & yo – Surghi: La equivocación de Eros – Gadda: Viajes de Gulliver o sea de
Don Gaddus – Schilling: Poesía filial

Año XI – Nº 6 – Julio de 2008

Del Barco: Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole – Bataille: Aforismos – Lorio:
Acefalía, mimetismo y escritura – Surghi: Vermeer, o la geometría de las pasiones – Mattoni:
Memorias de un poeta ruso – Biset: Niebla. Una lectura de Jorge Luis Borges – Robles:
Joaquín Giannuzzi: secretismo – Bonnefoy: Sobre el concepto de hiedra (Prolegómenos) y
Notaciones sobre el horizonte – Boétie: Sonetos – Wittner: Lluvias – Lamberti: Expreso
Córdoba-San Francisco – Oyarzábal: Escritos en la cama – Walser: Viaje en globo y otros
relatos – Fogwill: Sueños – Reseñas

Año XI – Nº 7 – Diciembre de 2008

Meschonnic: Para terminar con esa moneda del sentido – Link: Esas poderosas cantantes
Mattoni: El exceso sublime del yo – Munaro: Robert Walser. Un mundo feliz – Surghi: Viel
– Pacella: Movimientos poéticos de Fogwill – Montale: Cuaderno de cuatro años – Llach:
Pequeña editorial de vanguardia – Césari: Hechos – Crespi: Árboles alineados – Santanera:
Sampling – Giordano: Tres poemas – Métraux: La antropofagia ritual de los tupinamba –
Reseñas

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