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Mi tío el Che

Médico, formado en Cuba y asmático como su tío Ernesto, Rafael


Guevara se crió en la revolución cubana, combatió en Nicaragua y
finalmente regresó al país, donde tuvo una fugaz participación en el
programa de Canal 7 Médicos por naturaleza.
Por Nacho Levy
Fotos Eduardo Carrera
La lúgubre medianoche de un encierro clandestino hacía temblar las
manos de Rafa Guevara, tendido en el suelo de un séptimo piso,
sobre un colchón y una almohada estrujada por sus abrazos
aterrados, ante el golpeteo insoportable del ascensor amenazante
que acechaba cada noche. “Cuando estaba listo para dormir,
escuchaba ese ruido, ‘tucutuc, tucutuc’, y sentía un cagazo bárbaro,
porque ya era conciente de lo que sucedía y tenía claro que si nos
agarraban nos hacían cagar”. No había cumplido los 16, pero ya sabía
que los buscaban y que un paso adolescente, un movimiento sin
pensar, ponía en riesgo su vida y la de su padre.
“Salía del colegio a las seis de la tarde y daba 275 mil vueltas, en el
subte, en el colectivo, aquí y allá, para desorientar a quien pudiera
seguirme, y llegaba a casa, en Boedo, a las 11 de la noche”.
Desde la clandestinidad, entre amenazas y su labor como defensor de
presos políticos, su padre, Roberto, hermano del Che, improvisaba
una pedagogía quizá no tan acertada: “El viejo me decía: ‘Mirá Rafa,
no tengas miedo. Yo me pongo acá; vos ahí, y hacemos ruido. Hay
que tirar nomás’. ¡Dejé de tomar la sopa porque me temblaba el
pulso! Ese fue el mensaje tranquilizador del señor Freud Roberto
Guevara”. Temprano, demasiado temprano, descubrió Rafael la
historia de lucha que portaba su apellido y precedía su existencia.
Años antes del exilio forzado por la Triple A, su infancia se escurrió
entre la angustia familiar por el asesinato del tío Ernesto y una
incesante sucesión de llamados misteriosos.
—¡Hola!— decía Rafita, con solo ocho años, en sus primeras
incursiones telefónicas. —¡Comunistas hijos de puta, los vamos a
matar! De amenazas como esa y otras tantas que morían en el oído
de mamá, cuando atendía y cortaba sin hablar, empezó a nutrirse
otro Guevara revolucionario, también asmático, y médico, y militante,
y latinoamericanista, y escritor.
“Sí, sí, sí —interrumpe—, pero pará, pará. Te voy a decir una cosa: yo
escribo cuentos y novelas. Ernesto nunca escribió una novela, ni un
cuento. ¡Así que no me rompan las pelotas!, porque sabés qué…
¡Sabés qué, Ernesto! ¡Ahí te rompí el culo, viejo!”
Se ríe casi todo el tiempo y convida ron, mientras reniega de alguna
foto que atenta contra su perfil subterráneo. Pero el paralelismo brota
inevitable por tantas huellas rehundidas en el camino. “Mis decisiones
fueron siempre propias —remarca— y, de hecho, mi faceta literaria
viene de mi abuela Celia, que escribía buenos cuentos”. No admite
comparaciones, Taco, porque “nadie puede llegar a los tobillos de
Ernesto como pensador”.
—Al margen de esa admiración, ¿padecés a Ernesto pisándote los
talones, como un superyó omnipresente?
—No, ni en pedo. Hay una gran influencia suya sobre mí, pero
también del exilio, de la revolución, de Cuba… Y Che hubo uno solo.
“Pioneros en el comunismo, seremos como el Che”; es bárbaro, pero
debería decir: “Ojalá pudiéramos ser como el Che”. Rafael nunca
cortó el cordón con Cuba. A los 11 años, leyó Pasajes de la Guerra
Revolucionaria para conocer mejor a ese tío asesinado, por el que su
padre había viajado a Bolivia: “No lo dejaron ver el cuerpo, alegando
que ya lo habían quemado —recuerda—, y entonces la revista Gente
publicó fotos de Ernesto. Ahí tomé dimensión de que era un tipo
conocido”. Desde entonces, Taco fue enamorándose de la esencia de
la revolución cubana: “Que no tiene nada que ver con la de Hungría,
Polonia o Checoslovaquia, porque es una revolución autónoma, real.
Los cubanos pelearon, sufrieron, sangraron, murieron y triunfaron.
Puede compararse a Cuba con Vietnam, o con la URSS, con las
diferencias propias del acervo latinoamericano, pero no con países
satélites de revoluciones ajenas. Los cubanos dependerán, o no,
económicamente de unos u otros, pero la revolución no se las regaló
nadie. Se rompieron el culo y la hicieron”.
—¿Cuánto de la persecución incesante a tu padre se la adjudicás al
parentesco con Ernesto y cuánto a su labor como abogado de presos
políticos?
—En la época de la Triple A, todo lo que oliera a marxista estaba en
peligro. Y digo marxista para no mezclar a un partido comunista
Moscúdependiente con un movimiento de liberación nacional.
Separemos los tantos. Y también separemos esto de terrorismo,
porque el pelotudaje unipolar pierde la memoria y, con ella, toda
concepción histórica. Mi viejo defendía presos políticos, y a la vez mi
tío Juan Martín, que repartía quesos, ya estaba en cana. Supongo que
lo habrán amenazado por su activismo y por el parentesco también.
Con cierta conciencia política y apenas 16 años, Rafael se exilió de la
Argentina después de tomarse el colectivo 86 hasta Ezeiza, con
destino final en Cuba. “Primero, pasé por lo de un compañero en
Perú. Y la señora que me recibió dijo: ‘Uh, qué chiquito’; asombrada,
porque yo le llevaba una carta en la boca, envuelta en cinta scotch,
como un caramelo. Ya me habían advertido que si había quilombo,
me la tragara”.
—¿En Cuba te recibieron con honores por ser el sobrino del Che o te
pusieron a prueba los genes?
—La segunda opción, absolutamente. Tener que dejar el país, y solo,
fue una mierda, pero por otro lado me reencontré con mi abuelo,
Ernesto. Con él, me llevaba de re puta madre, y además en Cuba me
sentía local.
—¿Cuánto duró la bienvenida en Cuba y cuándo empezaste a vivir al
ritmo de la revolución?
—Me alojaron primero en el Habana Libre, donde pasaba el tiempo
con Mario Benedetti. Y ahí también estaban Cortázar, García
Márquez… Pero a los 11 días, entré a un pupilo. ¿Dónde me pueden
mandar? Al Instituto Preuniversitario del Campo Ernesto Che Guevara.
—¿Cómo reaccionaron tus compañeros de clase en Cuba, cuando
dijeron “Guevara”?
—Lo primero fue recibir el uniforme. Un pantalón azul, una camisa
azul y unos zapatos de plástico. Me sentía un sopre, pero para los
pibes era un extranjero más. Era todo nuevo, incluso las jodas. Yo
decía “boludo”, y todos se ponían a gritármelo, porque allá no era una
malapalabra. Y yo no les podía gritar “comemielda”.
—¿Te tocó sudar el trabajo voluntario?
—Sí, a contraturno, trabajaba en el campo recolectando frutillas y me
daban terribles ataques de asma. Lo bueno era que, como la comida
era un cucharón de harina con medio jarrito de azúcar, ¡me morfaba
todo! Después, volví a comer frutillas veinte años más tarde. En la
siembra de conciencia, tomaba fuerza el trabajo voluntario del Che,
incluso como ministro de Industria, edificando al Hombre Nuevo.
“Porque Ernesto tenía bien clara su dimensión histórica”, asegura
Rafael, quien remarca que “el Che se quitaba el poder de arriba,
como se quitaba los cargos del traje. Y está claro qué rol jugó desde
la actitud personal, desde el ejemplo. Ese propio crecimiento, sin
joda, sin baile, sin ron, con su pensamiento, el trabajo voluntario y la
formación de la conciencia revolucionaria, le permitieron ver que la
URSS se iba a la mierda”. Su historia cuenta esporádicas, casi nulas,
apariciones mediáticas y un rigor inalterable en la disciplina
revolucionaria que absorbió en Cuba, estudiando medicina, para
volcarla luego en Nicaragua, donde eso que olía a marxista tomó
aroma sandinista, tras haber hecho lo imposible por convencer a los
líderes cubanos de su necesidad imperiosa de vivir en carne propia la
revolución nicaragüense.
—Además de tu orientación hacia la medicina, ¿qué otro legado
tomaste?
—¿Te referís al asma, no?— ironiza. Prefiere no hablar de su
experiencia en la guerra: “No quiero cargarme ningún traje de héroe”.
Realmente nunca habló. Su participación activa en la revolución
nicaragüense resultó una bisagra que no le gatilla declaraciones
épicas, pero que todavía le hace brillar la mirada.
—Te costó convencer a alguien para poder sumarte al Frente
Sandinista de Liberación Nacional, ¿no?
—Sí, a la mamá de mi hijo. No solo a ella. Para Cuba, para Fidel, era
delicado poner a un extranjero, y a un Guevara, a disposición de la
lucha armada en otro país, por las herramientas que ofrecía una
posible captura a la contra de la revolución. Pero también de esa
información, se reserva Taco.
—¿Por qué en primera instancia no te dejaban viajar como médico de
guerra?
—Porque Cuba me cuidaba, pero yo quería ir. Estaba estudiando y
veía los bunker de Somoza saliendo de los libros; no me podía
concentrar. En el 79 no fui porque se triunfó antes de que viajara mi
camada. Y después, quise ir a Angola, pero tampoco pude. “Hasta la
victoria. Siempre patria o muerte.” Esa es, según Rafael, la frase. “Así
lo escribió Ernesto, en realidad —recalca—. Como no le puso el punto,
Fidel lo leyó mal y quedó ‘Hasta la victoria siempre’, pero mirando la
mayúscula se nota dónde está el corte”. Y con esa insignia,
finalmente logró Taco irse a Nicaragua en 1987. “Le mandé una carta
a Tomás Borge, que me aceptó al toque. Y me fui”.
—¿Tuvo algo que ver lo que viviste en esa lucha armada con lo que
teóricamente podías prever?
—No, porque en Nicaragua encontré contradicciones y actitudes
impensadas en la disciplina de la revolución cubana.
—¿El deterioro de aquella guerrilla nicaragüense se lo adjudicás a
esas actitudes de la dirigencia?
—Sí. Hubo sandinistas que dieron el corazón, y otros que no. A un
comandante lo vi borracho en una fiesta, mientras los demás se
hacían los boludos. Si eso hubiera sucedido en Cuba, Fidel le hubiese
pegado una patada en el orto que todavía estaría dando vueltas en el
espacio.
—¿Qué te golpeó de esa experiencia?
—Viví situaciones duras, de las que no voy a hablar. Pero en Cuba
había otro nivel de respeto y humanidad, en la misma guerra. Fidel
había logrado, con brillantez, que nunca hubiera grandes matanzas, e
iba ganando prisioneros. En cambio, en Nicaragua yo no vi
prisioneros… Volaban todos. La violencia, a mi criterio, era excesiva,
brutal. Al regreso de Nicaragua a Cuba, en 1989, Rafael cerró su ciclo
fuera de la Argentina: “Porque yo nunca me había ido; me habían
echado”. Y volvió, entonces, para validar su título en Córdoba y
radicarse finalmente en Buenos Aires. Ya reintegrado a sus pagos y a
través de su relación con Tristán Bauer, se encontró este año con la
posibilidad de participar en Médicos por naturaleza, un programa
matutino de Canal 7, por el que tuvo un paso fugaz. “Realmente, no
me gustó —asevera—, porque no tolero el mundo salvaje de la
televisión. Ahí está la medicina versus el medio, la solidaridad versus
los tiburones. Y es feo estar ante cámaras. Lo acepté como un
desafío, por lo educativo, pero… ¿Se puede llevar un mensaje claro a
las zonas rurales en tres minutos? No, por ahora no”. Tal vez por esa
envidiable incapacidad de adaptar el discurso a la circunstancia,
tampoco incurrió nunca en la política. “No podría —afirma—, porque
diría lo que pienso y me volarían a patadas”. Guevara pura cepa; ni
un gramo de diplomacia: “El Che, en Argel, dijo que la URSS era una
porquería porque le estaba vendiendo armas a movimientos de
liberación nacional. ¡Qué diplomacia! Muy por encima del
revolucionario que pelea contra el Imperialismo, Ernesto peleó para
que no se cayera el socialismo”, resalta. Saca pecho de ser Guevara,
pero sin flashes. Y se levanta a buscar “las cosas de Ernesto, que
tengo ahí, escondidas”, en una pared, documentos escritos a mano,
libros dedicados. “Él repartía su material de lectura en las mochilas y,
cuando caía un combatiente, elegía con qué libros seguir. Y a la
noche se ponía a escribir, cosas como estas”. Abre por fin el cofre,
una carpeta llena de hojas plastificadas. “Esto es de puño y letra de
Ernesto. ¿Ves? Lukacs, Trotsky, Rosenthal, y más. Leía, leía, el hijo de
puta, y hacía un análisis después de cada autor. Esto lo escribió en
Bolivia, a la par del diario. Pronto, Tristán estrenará un documental
con estos manuscritos”. En rojo, azul y verde, cada párrafo tiene una
conclusión, prolija, sin tachaduras. “Sus viajes los leí de unos
cuadernos Gloria, de tapa naranja”, detalla. Para Rafael, Cuba es
Cuba. Y Fidel es Fidel, a quien tuvo la posibilidad de conocer en
alguna ocasión. “Un día, Fidel dijo: ‘El internacionalismo humanitario
es saldar nuestra deuda con la humanidad’. Eso es Fidel”.
—¿Toda la familia tiene una mirada positiva de Ernesto? ¿No hay una
Alina de Fidel en la familia del Che?
—No, en la familia directa no. Puede haber algún primo menos
interesado en política, pero no hay nadie a favor de la invasión yanqui
en
Irak, por poner un ejemplo.
—¿Y de la parte De la Serna?
—No lo sé. Realmente no los conozco.
—Entre tantos que han escrito del Che, ¿qué palabra legitimás?
-La de Orlando Borrego, porque fue viceministro de Industria con
Ernesto como ministro. Cuando otros se iban a tomar ron, él se
quedaba con el Che trabajando, sacando cuentas… Para mí, el Borre
ha sido un tío presente.
—¿Por dónde va la batalla de ideas, en esta coyuntura, con tantos
años de educación en el capitalismo?
—Nosotros medimos la historia en tiempos biológicos, pero las
evoluciones se gestan en tiempos históricos. Hay una acumulación de
sucesos y una memoria que va quedando y que es un fogonazo
tremendo a la hora de levantarse. Las condiciones objetivas pueden
alterarse por los sujetos. Y en esta coyuntura, no hay nada que
impida seguir haciendo el trabajo voluntario y la invalorable tarea de
concientización que hacía Ernesto.

Sobre
Hilda Molina
Médico formado en Cuba, donde vivió quince años, Rafael Guevara
fue perdiendo el respeto por la médica Hilda Molina —actualmente
en la Argentina, adonde visita a su madre— . “Es una traidora, por la
que no siento ni el más mínimo respeto”, dice. “Como jefa del
Servicio de Neurocirugía del Hospital Ameijeiras era autoritaria, se
decía híper-revolucionaria y después se dio vuelta como un
panqueque. Fue siempre autoritaria, jodida. Y de repente apareció
llorando, hablando en contra de Fidel, llena de crucifijos… Mientras
los mejores estudiantes de medicina estaban haciendo residencias en
pequeños pueblos, su hijo se quedó como residente de neurocirugía y
enseguida tuvo un Lada. Quizá el error haya sido darle tanto lugar en
su momento, pero a mi criterio, es un desastre”.

“Se está volviendo al capitalismo”


Ha visto y oído, Rafael Guevara, casi todo lo publicado sobre el
pensamiento de su tío Ernesto. “Pero me mató esto —asegura, frente
a una hoja tipeada a máquina, en 1964—: Se está volviendo al
capitalismo. En el curso de la práctica de nuestra investigación
teórica, llegamos a descubrir al gran ‘culpable’ con nombre y apellido:
Vladimir Ilich Lenin”. Un párrafo más abajo, el Che amplía y exculpa a
Lenin, en el prólogo de la crítica al dogma edificado a partir de su
muerte desde los manuales de Política Económica de la URSS. “Tal es
la magnitud de nuestra osadía, pero quien tenga la paciencia de
llegar hasta los últimos capítulos de esta obra, podrá apreciar el
respeto y la admiración que sentimos hacia ese ‘culpable’ y hacia los
móviles revolucionarios de los actos, cuyos resultados últimos
asombrarían a su realizador”. Rafael destaca ese texto, entre otros,
como la lectura categórica de una realidad que explotó años después.
“A Lenin le pegaron un tiro en la cabeza, creo que en 1922, y con él
se fueron muchas de sus ideas —expresa—. Ese modelo de desarrollo
económico que él presentó como una opción momentánea fue
perpetuado por otros como un sistema hermético, y hacia ahí va la
crítica de Ernesto”. No obstante la cosmovisión del Che en aquella
coyuntura, la historia sigue exhibiéndolo con el traje de Guerrillero
Heroico. “Y se tapa así al pensador —enfatiza—. Se ve al tipo pintón,
más ligado al combate que al pensamiento”. Presente la imagen
inmortalizada por Korda en cada vidriera, Taco celebra “que aparezca
y aparezca”, pero añade: “Lo importante es llenarla de contenido,
para que lo tengamos presente un día en la currícula escolar”.

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