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El budismo mahayana y la civilización del siglo XXI

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, págs. 169-183.
Conferencia brindada en la Universidad de Harvard, Boston, Estados Unidos, el 24 de septiembre de
1993.]

Nada podría hacerme tan feliz como este regreso a la Universidad de Harvard, para hablar frente a los
profesores y estudiantes de una institución tan venerable, dueña de una trayectoria académica sin igual.
Quiero ofrecer mi sincera gratitud a los profesores Nur Yalman, Harvey Cox y John Kenneth Galbraith, y
a todos los que hicieron posible esta visita.

La continuidad de la vida y la muerte

Fue el filósofo griego Heráclito quien afirmó, con su célebre panta rhe, que todo estaba sometido a un
fluir constante y que el cambio constituía la naturaleza esencial de las cosas. En verdad, todo cambia
continuamente, a cada momento, se trate del mundo de los fenómenos naturales o de los asuntos
humanos. Nada conserva exactamente el mismo estado, ni siquiera al cabo de un brevísimo instante: hasta
las rocas y los minerales de aspecto más compacto y sólido están sujetos a la erosión del tiempo. Pero
durante este siglo de guerras y de revolución, el proceso normal de cambio parece haber adquirido una
magnitud y una velocidad apabullantes. A decir verdad, hemos sido testigos de las transformaciones
sociales más extraordinarias.

El budismo denomina "transitoriedad de todos los fenómenos" (shogyo mujo, en japonés) a este aspecto
efímero de la realidad. En la cosmología budista, la idea se describe como un ciclo incesante de
formación, continuidad, declinación y desintegración, por el que pasan todos los sistemas. En nuestra vida
como seres humanos, experimentamos dicha transitoriedad por medio de cuatro sufrimientos: el
sufrimiento de nacer (que implica el dolor de la existencia cotidiana), el sufrimiento de la enfermedad, el
de la vejez y, por último, el de la muerte. Ningún ser humano puede considerarse exento de estos pesares.
Podría decirse que la angustia y, en especial, el problema de la muerte fueron lo que condujo a la
formación de sistemas filosóficos y religiosos.

Se dice que Shakyamuni se sintió compelido a buscar la verdad a partir de una serie de encuentros
accidentales con estos sufrimientos, en los portales del palacio en que había sido criado. Platón señaló que
los auténticos filósofos siempre abordaban la cuestión de la muerte. Y Nichiren, fundador de la escuela de
budismo en la cual basa sus actividades la Soka Gakkai Internacional, nos aconseja "primero estudiar la
muerte, antes de estudiar cualquier otro asunto". (1)

Esta cuestión pende gravemente sobre el corazón del hombre, cual recordatorio ineludible de la
naturaleza finita que posee nuestra existencia. Y por ilimitados que parezcan ser los poderes o la riqueza
que el ser humano es capaz de acopiar, hay algo que se presenta como una certeza y es la seguridad de
que habremos de morir algún día. Consciente de su propia mortalidad, el género humano ha tratado de
controlar el temor y la aprensión que circundan la muerte, buscando formas de participar en lo eterno.
Gracias a esta búsqueda, el hombre aprendió a trascender las formas instintivas de vivir y desarrolló,
precisamente, las cualidades que hoy conocemos como "humanas". Este enfoque nos permite comprender
por qué la historia de la religión obviamente coincide con la historia del hombre.

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La civilización moderna trató de ignorar la muerte; hemos apartado la mirada de este problema
fundamental. El morir, cubierto por un manto de sombras, pasó a contarse entre las cosas de las cuales
sólo cabe aborrecer. Para la humanidad moderna, la muerte es la simple ausencia de vida, el vacío, la
nada. La vida pasó a identificarse con todo lo bueno, con lo que es, con lo racional, con la luz; la muerte
sólo es el mal, la nada, lo oscuro y lo irracional. Desde todo punto de vista, lo que prevalece es una
percepción negativa de la muerte.

No obstante, ¿cómo ignorarla? La disolución física, imposible de negar, le ha cobrado una agobiante
retribución a la humanidad moderna. El clima horrendo e irónico de esta civilización moderna es lo que
Zbigniew Brzezinski ha dado en llamar el "siglo de la megamuerte". Más en lo inmediato, una serie de
tópicos de variada índole reclaman que se evalúe y se examine el auténtico significado de la muerte. Entre
ellos, la muerte cerebral, el derecho a morir con dignidad, la atención de los enfermos con cuadros
terminales, las diferentes modalidades funerarias y las investigaciones sobre la muerte y el fallecimiento
que llevaron a cabo autores como Elisabeth Kübler-Ross.

La humanidad parece estar a punto de reconocer, por fin, el error fundamental de las nociones que
veníamos albergando sobre la vida y la muerte; parece dispuesta a comprender que el morir es más que la
ausencia de vida; que la muerte --junto con la vida activa-- es necesaria para la formación de un todo más
grande y esencial. Ese todo más amplio que menciono refleja la profunda continuidad de la vida y la
muerte que experimentamos como individuos y expresamos mediante la cultura. Uno de los desafíos más
imperiosos que nos aguardan en el siglo venidero es establecer una cultura basada en la comprensión de
la vida y la muerte, y en la eternidad esencial de la vida. Esta actitud no implica desestimar la muerte, sino
enfrentarla en forma directa, para situarla dentro del contexto más amplio de la vida.

El budismo habla de una naturaleza intrínseca, que en japonés se denomina hossho y, a veces, se traduce
como "naturaleza del dharma". Existe en las profundidades de la realidad fenoménica; depende de las
condiciones ambientales y responde a ellas; esta naturaleza intrínseca manifiesta estados alternos de
aparición y de latencia. Todos los fenómenos --entre ellos la vida y la muerte-- pueden ser vistos como
fases cíclicas de aparición (en estado manifiesto) y de repliegue (al estado de latencia).

Los ciclos de vida y muerte se asemejan a los períodos alternos de sueño y de vigilia. La muerte, de tal
forma, puede ser concebida como una fase de descanso y recuperación, antes de una nueva vida, así como
el sueño nos prepara para las actividades del día siguiente. Cuando uno logra ver la muerte desde esta
perspectiva, lejos de repudiarla, encuentra en ella, al igual que en la vida, un beneficio digno de apreciar.
El Sutra del Loto, esencia del budismo mahayana, señala que el propósito de la existencia, del ciclo eterno
de vida y muerte, es "sentirnos felices y en paz". Además, enseña que la fe y la práctica constantes nos
permiten experimentar, en la muerte (y no sólo en la vida), una profunda e intensa alegría; es decir,
sentirnos igualmente "felices y en paz" (2) tanto en una como en otra fase de la existencia. Nichiren
describe el logro de esta condición como "la más grande de todas las alegrías". (3)

Si las tragedias de este siglo de guerras y de revolución nos han dejado alguna enseñanza, seguramente ésta
fue la inutilidad de ver como único determinante de la felicidad humana la reforma de factores externos --
como, por ejemplo, los sistemas sociales--. Estoy convencido de que, en el siglo venidero, se dará
prioridad a la transformación interior, inspirada en una nueva comprensión de la vida y de la muerte.

Sobre las premisas que acabo de citar, quisiera analizar tres áreas específicas en las que, siento, la

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civilización del siglo XXI podría beneficiarse con el enfoque y el abordaje del budismo mahayana.

El énfasis budista en el diálogo

Desde sus inicios, la filosofía budista se relacionó con la paz y el pacifismo. Esto, en mi opinión, deriva
principalmente del constante rechazo a la violencia que postula el Budismo, sumado a un permanente
énfasis en el diálogo y el intercambio como medios para resolver conflictos. La vida de Shakyamuni es
buen ejemplo de ello: la suya fue una existencia totalmente libre de dogmas, signada por el diálogo
abierto, como emblema de apertura espiritual. El sutra que narra los viajes con que Shakyamuni culminó
su práctica budista comienza con un episodio que nos muestra al Buda, a los ochenta años, valiéndose del
poder de la palabra para evitar una invasión. (4)

Magadha era un extenso país ansioso de concretar sus metas hegemónicas a través de la conquista del
vecino estado de Vajji. Pero Shakyamuni, en lugar de amonestar frontalmente al ministro de Magadha,
expuso de modo convincente los principios por los cuales las naciones prosperan o declinan. Así, logró
disuadir al ministro de la invasión que planeaba ejecutar. El capítulo final de este mismo sutra concluye
con una conmovedora descripción de Shakyamuni en su lecho de muerte. En el umbral de su último
aliento, urge a los discípulos a que le formulen sus preguntas sobre la Ley budista (dharma) o sobre la
práctica, para que no se lamentaran de tener dudas irresolubles, después de su muerte. Hasta su último
minuto de vida, Shakyamuni activamente buscó el diálogo; la epopeya de su última travesía, desde el
comienzo hasta el fin, aparece iluminada por la luz del lenguaje, talentosamente esgrimido por quien fue
un genuino "maestro de la palabra".

¿Por qué pudo Shakyamuni emplear el lenguaje con tal libertad y provocar semejantes efectos? ¿Qué lo
llevó a ser un maestro incomparable del lenguaje? Para mí, su elocuencia se debía a la expansión
abarcadora de su estado iluminado, absolutamente libre de todo prejuicio, dogma o apego. Sirven de
ejemplo las siguientes palabras que se le atribuyen: "Percibí una flecha única e invisible, incrustada en el
corazón de los hombres". (5) Esta "flecha" alude a la saeta de la conciencia discriminatoria, el interés
irrazonable en aquello que nos diferencia. La India de su época pasaba por un período de transición y de
caos; el horror del enfrentamiento y de la guerra se imponía sobre la vida de todos, como una realidad
ubicua y permanente. Pero los ojos sagaces de Shakyamuni veían con certeza la causa subyacente de dicho
conflicto en el apego a diferencias como, por ejemplo, las de etnia o de nacionalidad.

En los primeros años de este siglo, Josiah Royce, uno de los importantes filósofos que Harvard brindó al
mundo, declaró lo siguiente:

Con respecto a tales cuestiones, la transformación debe provenir, en todo caso, del interior. [...] El pueblo,
como un todo, es lo que determinan los procesos --positivos o negativos-- que tienen lugar en la mente de
los individuos. (6)
Como Royce señala, la "flecha invisible" del mal que debemos superar no se encuentra en las razas o
clases --categorías externas a los hombres--, sino incrustada en nuestro propio corazón. La conquista de
nuestro propio pensamiento prejuicioso, de nuestro apego a la diferencia, es el principio rector del
diálogo abierto. A su vez, la posibilidad de dialogar así es condición esencial para establecer la paz y el
respeto universal por los derechos humanos. Lo que le permitió a Shakyamuni exponer la Ley con tal
libertad y adaptar su estilo de enseñanza a la capacidad y personalidad de sus interlocutores fue su
completa liberación de los prejuicios.

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En los diálogos de Shakyamuni hallamos una cualidad distintiva: el afán de hacer que los demás tomen
conciencia de la "flecha" de su mal interior, ya fuese al intermediar una disputa comunitaria sobre
derechos fluviales, al convertir a un violento criminal o al amonestar a quien se oponía a la práctica de la
limosna. Fue el poder de su personalidad extraordinaria lo que hizo decir a un soberano coetáneo de
Shakyamuni: "A aquellos a quienes no pudimos obligar a rendirse a través de las armas, los habéis vencido
desarmados". (7)

Una religión puede elevarse y trascender el enfoque meramente tribal sólo cuando supera el apego a la
diferencia y ofrece una perspectiva amplia e integral de la fe. Cuando, por ejemplo, Nichiren reprueba a
las autoridades del sogunato japonés que se ensañaban con él, dice que son "los regentes de esta pequeña
isla". (8) Su visión es mucho más amplia, y apunta a establecer un espíritu religioso capaz de encarnar
valores universales y de trascender los confines de una sola nación.

El diálogo, nótese, no se limita a un plácido intercambio que va y viene como la caricia de una brisa
primaveral. En ocasiones, para aflojar la arrogancia que cierra a una de las partes, el discurso ha de ser
como una lengua de fuego. Es típico que se relacione a Shakyamuni y a Nagarjuna con una imagen de
mansedumbre; pero fue por la ocasional contundencia implacable de su discurso que se los conoció, en
sus respectivas épocas, como "aquellos que lo niegan todo". (9)

Del mismo modo, Nichiren, tan dispuesto a conceder afecto familiar y cálida preocupación a la gente
común, jamás hizo concesiones en su enfrentamiento con la autoridad corrupta y perversa. Siempre
inerme en el Japón exacerbadamente violento de su época, confió a cada momento en el poder de la
persuasión y de la no violencia. Fue tentado por la promesa del poder absoluto, si renunciaba a su fe, o
amenazado con la decapitación de sus padres, si mantenía sus convicciones. Así y todo, su coraje en la fe
jamás tambaleó. El siguiente fragmento, escrito mientras se hallaba exiliado en una remota isla, de donde
nadie esperaba que regresase vivo, ejemplifica su tono valeroso, como el rugido de un león. "Por muchos
obstáculos que encuentre, mientras los sabios no demuestren que mis enseñanzas son falsas, ¡nunca me
rendiré! Para mí, cualquier otra preocupación es como polvo en el viento". (10)

La fe de Nichiren en el poder del lenguaje fue absoluta. Si más y más personas resolvieran entablar el
diálogo con la misma confianza inclaudicable que él demostró, seguramente hallarían solución armoniosa
las inevitables reyertas de la vida humana. El prejuicio cedería paso a la empatía, y la guerra daría lugar a la
paz. El diálogo genuino conduce a la transformación de las perspectivas opuestas; éstas dejan de ser cuñas
que separan, y se convierten en puentes que unen.

Durante la segunda Guerra Mundial, la Soka Gakkai --organización basada en las enseñanzas de Nichiren-
- desafió abiertamente las fuerzas del militarismo japonés. A raíz de su postura, fueron arrestados muchos
de sus miembros; entre ellos, su fundador y primer presidente, Tsunesaburo Makiguchi. Una vez allí,
lejos de claudicar, Makiguchi siguió explicando a sus guardianes e inquisidores los principios del budismo,
esos mismos conceptos por los cuales se lo consideraba un "criminal ideológico". Murió entre rejas, a los
setenta y tres años.

Josei Toda fue heredero del legado espiritual que dejó Makiguchi y segundo presidente de la Soka
Gakkai. Sobrevivió a la odisea de dos años de cárcel y, ya libre, reafirmó su confianza en la unión de la
familia humana global. Se consagró al diálogo amplio junto a las filas de los ciudadanos anónimos, que
padecían las secuelas devastadoras de la guerra. Toda también nos legó a nosotros, sus jóvenes discípulos,

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la misión de construir un mundo libre de armas nucleares.

Con esta base histórica y filosófica, la Soka Gakkai Internacional reafirma, en cada una de sus actividades,
la función del diálogo en pro de la paz, la cultura y la educación. Actualmente, estamos dedicados a crear
lazos de solidaridad entre los ciudadanos de ciento quince países y regiones del globo. En lo que a mí
respecta, mi compromiso es seguir esforzándome en el diálogo; quiero entablar intercambios con
personas de todas partes del mundo, para contribuir, aunque más no sea de esta pequeña manera, a una
mayor felicidad del género humano.

Restaurar el humanismo

¿Qué papel puede desempeñar la filosofía budista en la restauración del humanismo y en el


rejuvenecimiento del ser humano? En una época de amplio renacimiento religioso, siempre es necesario
preguntarnos: ¿Fortalecen las religiones al hombre o, más bien, lo debilitan? ¿Alientan las religiones lo
bueno que hay en el hombre o lo malo que hay en él? ¿Se torna más o menos sabio el hombre, a partir
de la religión?

Si bien la autoridad de Marx como profeta social se vio bastante socavada por el colapso del socialismo en
Europa oriental y en la ex Unión Soviética, hay una importante cuota de verdad en su analogía de la
religión con el opio de los pueblos. De hecho, hay razones para preocuparnos: no pocas de las religiones
que están surgiendo en el último tramo de este siglo llevan el sello de un dogmatismo y un aislamiento
contrarios a la veloz tendencia actual, que se orienta hacia la interdependencia y la interacción
"transcultural".

En tal sentido, es útil examinar, en los diferentes sistemas religiosos, el equilibrio que se produce entre
dos posturas polares: confiar en nuestros propios poderes o en poderes externos al hombre. Ambas ideas
corresponderían, más o menos, a lo que en el Cristianismo se denomina "libre albedrío" y "gracia de Dios".

Si trazamos, a gruesas pinceladas, la transición que vivió Europa entre el Medioevo y la Modernidad,
observamos un firme distanciamiento del determinismo teocéntrico y un énfasis mayor en el libre albedrío
y en la responsabilidad humana. Se dio cada vez más importancia a las facultades del hombre, mientras
que se fue restando prioridad a los poderes externos. Nadie negará los grandes avances que
experimentaron la ciencia y la tecnología en los tiempos modernos, pero también es cierto que la fe mal
enfocada en la omnipotencia racional condujo al género humano a creer que no había nada fuera de su
alcance. Si la anterior confianza en una fuerza externa nos llevó a subestimar la plena dimensión de
nuestras posibilidades y responsabilidad, la fe excesiva en nuestros poderes generó una peligrosa
hipertrofia del ego.

Hoy, la civilización busca un tercer camino, un nuevo equilibrio que combine la fe en nuestros propios
poderes y el reconocimiento de aquello que se extiende más allá de nosotros. Estas palabras de Nichiren
ilustran el sutil y sugestivo enfoque del Mahayana sobre el acceso a la iluminación: "Ni sólo mediante el
propio esfuerzo [...] ni sólo mediante el poder de los demás". (11) El convincente argumento del budismo
es que, a partir del equilibrio y de la fusión dinámica entre ambas fuerzas, se obtiene el máximo bien.

En una tónica similar, John Dewey, en A common faith (Una creencia común), afirma que lo importante
y vital es "lo religioso", más que las religiones específicas en sí. A diferencia de las religiones, que tan
fácilmente incurren en dogmatismos fanáticos, "lo religioso" tiene el poder de "unificar intereses y

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energías"; "dirigir la acción, generar el calor de la emoción y la luz del intelecto". Del mismo modo, "lo
religioso" permite la concreción de aquellos bienes que Dewey identifica con "los valores del arte en todas
sus formas, del saber, del esfuerzo y del reposo tras la labor, de la educación y la hermandad, de la
amistad y el amor, del crecimiento de mente y cuerpo". (12)

Dewey no identifica un poder externo específico. Para él, "lo religioso" es un término general para definir
aquello que sostiene y alienta a los hombres en su aspiración activa hacia el bien y los valores positivos.
"Lo religioso", tal como lo define Dewey, sirve de asistencia a quienes se ayudan a sí mismos.

Sin contar con cierto respaldo, somos incapaces de manifestar plenamente todo nuestro potencial, como
lo evidencia, lamentablemente, el resultado del culto que el hombre se ha rendido a sí mismo. Sólo a
través de fusionarnos y de tomar contacto con lo eterno --con lo que yace más allá de nuestra condición de
individuos finitos--, podemos expresar el espectro completo de nuestro potencial. Aunque necesitamos
ayuda, no obstante, dicho potencial no nos es ajeno o extraño: se encuentra en nosotros, es nuestro y lo ha
sido desde siempre.

Por otra parte, creo que el equilibrio que trace cada tradición religiosa entre las fuerzas externas y las
inherentes influirá decisivamente en su viabilidad futura. Todos aquellos dedicados a la religión debemos
estar muy atentos a este equilibrio, para no tener que repetir otra historia de esclavitud humana a los
dogmas y a la autoridad religiosa; para cerciorarnos de que el impulso religioso sirva como vehículo capaz
de restaurar y rejuvenecer a la humanidad.

Acaso porque nuestro movimiento budista está tan centrado en el hombre, el profesor Harvey Cox, de la
Facultad de Teología de Harvard, lo ha descrito como una lucha por definir la dirección humanística de la
religión. En efecto, el Budismo no es una mera construcción teórica; por el contrario, lo que pretende es
ayudarnos a conducir nuestra propia vida hacia la felicidad y la creación de valores, mientras la vivimos a
cada instante. Por eso, Nichiren afirma:

Cuando uno concentra el esfuerzo de cien millones de eones en un solo instante de la vida, se manifiestan
en cada uno de sus pensamientos y acciones las tres propiedades inherentes al estado de Buda. (13)
La expresión "el esfuerzo de cien millones de eones" indica la actitud de confrontar cada uno de los
problemas de la vida con todo nuestro ser, habiendo despertado la integridad total de nuestra conciencia y
sin dejar de tomar contacto con ninguno de nuestros recursos interiores. Al abordar de frente y de lleno
los desafíos de la existencia cotidiana, extraemos desde nuestro ser interior las "tres propiedades
inherentes al estado de Buda". Lo que alienta y guía a cada instante nuestros actos hacia lo correcto y
verdadero es la luz de esta sabiduría interior.

En tal contexto, la mención polifónica y vibrante de tambores, cuernos y otros diversos instrumentos
musicales en diversos momentos del Sutra del Loto se interpreta como una exhortación metafórica a que
el hombre manifieste su voluntad de vivir. La función de la naturaleza de Buda siempre es alentarnos a ser
fuertes, buenos y sabios; el mensaje es, siempre, de restauración humana.

La interrelación de todos los fenómenos

El Budismo brinda una base filosófica para postular la convivencia simbiótica de todos los seres. Entre las
muchas imágenes del Sutra del Loto, una que encuentro especialmente poderosa es la de una lluvia
imparcial que humedece, con benevolencia, la vasta extensión de la tierra, para que brote nueva vida de

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todos los bosques y brotes, grandes o pequeños. Esta escena, plasmada con la vivacidad, grandeza y
exquisitez que caracterizan al Sutra del Loto, simboliza la iluminación de todas las personas que toman
contacto con la Ley budista. A la vez, es un magnífico himno triunfal a la rica diversidad de la existencia
humana, y de todas las formas de vida animada e inanimada. Cada una de ellas manifiesta la iluminación
intrínseca de su naturaleza, y todas florecen y armonizan en un espléndido concierto de simbiosis. Para
describir las relaciones simbióticas, el Budismo emplea el término "origen dependiente" (engi). Nada ni
nadie existe en forma aislada. Cada existencia individual cumple la función de dar vida al ambiente, y éste,
a su vez, sustenta las otras formas de existencia. Todos los entes, en relación recíproca de sostén, forman
un cosmos viviente; para decirlo con los términos de la filosofía moderna, establecen un "todo semántico".
Este es el marco conceptual desde el cual el budismo mahayana considera el universo natural.

Goethe, en boca de Fausto, expresa una visión semejante. "Todo teje una urdimbre; todo infunde poder/
en cuanto existe, para desenvolverse y vivir". (14) El poeta, que hoy nos deja azorados por su penetración
tan afín con el budismo, fue criticado por su joven amigo Eckermann, por "no tener con qué confirmar
sus intuiciones". (15) Los años que transcurrieron desde entonces nos brindaron un coro de asentimiento
cada vez más enfático, para subrayar la certera visión deductiva que hay tanto Goethe como en el
budismo.

Tomemos como ejemplo el concepto de causalidad. Si analizamos las relaciones causales desde el punto
de vista del origen dependiente, difieren fundamentalmente de la idea mecanicista de causa y efecto que,
según la ciencia moderna, controla el mundo objetivo natural. En el modelo científico, la realidad está
separada de las preocupaciones humanas subjetivas. Cuando ocurre un accidente o un desastre, por
ejemplo, las teorías mecanicistas de la causalidad pueden ser útiles para identificar y explicar cómo
sucedió el accidente, pero quedan mudas a la hora de responder por qué ciertos individuos --y no otros--
se vieron involucrados en el trágico acontecimiento. Realmente, para sostener una visión mecanicista de la
naturaleza es imprescindible dejar a un lado, en forma deliberada, los interrogantes existenciales.

En cambio, la noción budista de la causalidad abarca una naturaleza de índole mucho más amplia, que
incluye y contiene la existencia humana. Este enfoque busca responder directamente aquellos urticantes
porqués, como lo demuestra el siguiente intercambio protagonizado por Shakyamuni a comienzos de su
trayectoria religiosa: "¿Cuál es la causa de la vejez y de la muerte? El nacimiento es lo que las origina a
ambas". (16)

En una época posterior, mediante un proceso de exhaustiva disquisición personal, Zhiyi --fundador de la
escuela china de budismo tiantai-- desarrolló una estructura teórica que comprende conceptos como el de
los "tres mil estados que integran cada instante de la vida". Dicho sistema de pensamiento no sólo es
vastísimo en su enfoque y riguroso en su formulación, sino íntegramente compatible con la ciencia
moderna. Y, aunque el tiempo me limita para explayarme sobre este tema, sí vale la pena mencionar que
muchos campos contemporáneos de investigación --entre ellos, la ecología, la psicología "transpersonal" y
la mecánica cuántica-- son notablemente similares al budismo en cuanto a enfoque y a conclusiones.

Cabría objetar que se podría perder de vista la identidad individual, si se les otorga tanto énfasis a la
interdependencia y a la relación de reciprocidad. Los siguientes fragmentos de las escrituras budistas son
dignos de citar, al respecto:

Eres tu propio maestro. ¿Quién podría serlo sino tú? Cuando hayas podido controlar tu propio yo, habrás

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encontrado un maestro de rarísimo valor. (17)
Otro pasaje sostiene:

Sé tu propia lámpara. Confía en ti mismo. Aférrate a la Ley como antorcha; no te fíes de ninguna otra
cosa. (18)
Ambos pasajes nos exhortan a vivir independientemente, fieles a nosotros mismos y no a merced de los
demás. Sin embargo, el "yo" al que se hace mención no es lo que el Budismo llama "yo inferior" (shoga),
capturado en las redes del egoísmo. El texto, en cambio, habla del "yo esencial o superior" ( taiga), que se
fusiona con la vida universal, y mediante el cual las causas y los efectos se entrelazan en los infinitos
confines del tiempo y del espacio.

Este yo cósmico y esencial resuena profundamente con el "yo" integrador y unificador que Jung percibió
en las profundidades de la vida. También es similar al que describió Emerson: "La belleza universal, con
la cual cada fragmento y cada partícula se hallan relacionados; lo eterno". (19)

Estoy firmemente convencido de que los hombres podríamos construir un mundo de convivencia creativa
y simbiótica en el siglo venidero, si tomáramos conciencia generalizada de este yo superior. Recordemos
los versos que compone Whitman para cantar loas al espíritu humano:

Mas cuando el Yo
se dirigió a Tu alma,
Tú fuiste mi auténtico Yo.
Y ¡hete aquí que
fuiste amo del orbe,
hete aquí que sojuzgaste al Tiempo,
que sonreíste, satisfecho,
en la contemplación de la Muerte,
y que henchiste,
que colmaste hasta rebosar
el vastísimo espacio celeste! (20)

El "yo esencial" que elucida el budismo mahayana es otra forma de expresar la apertura y la amplitud que
puede alcanzar la personalidad humana, cuando es capaz de abrazar el sufrimiento de todos los seres
como si fuese el propio. Este yo siempre busca la forma de aliviar la congoja de los semejantes y de
aumentar su felicidad, aquí, en medio de las circunstancias llanas de la vida cotidiana. Unicamente la
solidaridad nacida en esta nobleza natural del ser humano logrará romper el aislamiento del "yo"
moderno, para abrir horizontes de nueva esperanza en la civilización venidera. Es más, lo que nos permite
experimentar la vida y la muerte con idéntico deleite es el latido dinámico y vital de este yo superior. Por
eso, como dijo Nichiren: "Adornamos la Torre de los Tesoros de nuestro ser con los cuatro aspectos [del
nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte]". (21)

Mi oración y mi deseo más sincero es que, en el siglo XXI, cada miembro de la familia humana extraiga el
esplendor natural de esa "torre de los tesoros" que lleva dentro de sí. Entonces, la humanidad envolverá
este planeta azul con los acordes del diálogo abierto y, por fin, avanzará sin desvío hacia el nuevo milenio.

(1) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, edit. por Nichiko Hori, Tokio, Soka Gakkai, 1952, pág. 1404.

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(2) Taisho Issaikyo, edit. por J. Takakusu, Tokio, Taisho Issaikyo Publishing Society, 1925, vol. 9, pág.
43c.

(3) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, pág. 788.

(4) Nanden Daizokyo, edit. por J. Takakusu, Tokio, Taisho Shinshu Daizokyo Publishing Society, 1935,
vol. 7, pág. 77 y ss.

(5) Nanden Daizokyo, vol. 24, pág. 358.

(6) ROYCE, Josiah: The Basic Writings of Josiah Royce (Escritos fundamentales de Josiah Royce),
Chicago, University of Chicago Press, 1969, vol. 2, pág. 1122.

(7) Nanden Diazokyo, vol. 11a, pág. 137.

(8) “Sobre el comportamiento del Buda”, Los principales escritos de Nichiren Daishonin, Buenos Aires,
Soka Gakkai Internacional de la Argentina, 1985, vol. 1, pág. 180.

(9) Taisho Issaikyo, vol. 30.

(10) “La apertura de los ojos – Parte Dos”, Los principales escritos de Nichiren Daishonin, vol. 2, pág.
188.

(11) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, pág. 403.

(12) DEWEY, John: A Common Faith (Una creencia común), New Haven, Yale University Press, 1934,
págs. 50 a 52.

(13) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, pág. 790.

(14) GOETHE, Johann Wolfgang von: Faust: A Tragedy (La tragedia de Fausto), Nueva York, The
Modern Library, 1967, pags. 17a 18.

(15) GOETHE, Johann Wolfgang von: Conversations of Goethe with Eckermann (Conversaciones entre
Goethe y Eckermann), Londres, J. M. Dent and Sons, Ltd., 1930, pág. 101.

(16) Nanden Daizokyo, vol. 13, págs. 1 y ss.

(17) Nanden Daizokyo, vol. 23, pág. 42.

(18) Taisho Issaikyo, vol. 1, 645c, 15b.

(19) EMERSON, Ralph Waldo: Essays and Poems of Emerson (Ensayos y poemas de Emerson), Nueva
York, Harcourt, Brace and Company, 1921, pág. 45.

(20) WHITMAN, Walt: Leaves of Grass (Hojas de hierba), Garden City, Doubleday & Company, 1926,
pág. 348.

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(21) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, pág. 740.

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