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El grito de qué...?

Juan Villoro 2008

¡Qué nacionalistas son ustedes!", me dijo una azafata colombiana mientras


despegábamos de México un 16 de septiembre. La noche anterior había visto la
ceremonia de El Grito y estaba sorprendida de nuestra capacidad de expresar
amor a la patria con cornetas y lluvias de confeti.

Su comentario no era crítico sino admirativo. En vísperas del Bicentenario de la


Independencia, ¿qué estado de salud guarda nuestro sentido de la identidad?

Por principio de cuentas habría que considerar que el nacionalismo hecho en


México no es defensivo ni reivindicativo como la mayoría de los movimientos
étnicos o culturales que subdividen Europa en tiempos de globalización. Se trata
de un nacionalismo fiestero. Cuando gritamos "¡Viva México!" no pensamos en
reconquistar Texas ni expulsar a los argentinos que ocupan puestos en las
pasarelas de la moda o la delantera de la Selección nacional. Nos entregamos a
la ceremonia para preservar la muy mexicana costumbre de estar juntos y de
preferencia apretujados.

Aunque las banderas tricolores de tamaño S, M, L o XL vengan de Hong Kong,


sirven de eficaz salvoconducto para lanzar cohetes, comer esquites, tomar las
plazas. Sólo el 15 de septiembre la vida pública se interrumpe por frenesí. Ser
patriota en esa noche significa aplastar un cascarón de huevo relleno de confeti
en la nuca de tu compadre y que él sonría, agradecido por el guamazo fraternal.

La dimensión del suceso es íntima, del todo ajena a la conducta del Producto
Interno Bruto, los precios del petróleo o la actuación del presidente. No se festeja
el estado de la patria sino nuestro gozo de gritar en nombre de la patria.

El 15 de septiembre nos fundimos en un tejido articulado por el agua de horchata;


las pepitas atenazadas entre el índice y el pulgar; los hules que la lluvia convierte
en una segunda piel; el olor agrio de la multitud matizado por vapores ricos en
cilantro y epazote; las exclamaciones de "¡no empujen!" seguidas de las de "¡Mé-
xi-co, Mé-xi-co!" (que sirven para empujar); la olla providente de los tamales y el
silbido náutico de los camotes; las demasiadas chelas; el urgente uso de suelo
que permite orinar a la intemperie; la inconfundible presión de un palito de elote
en las costillas; el zumbante rehilete tricolor; el merolico que anuncia "llévese su
máscara de Salinaaaaaaas"; el esplendor de la piratería (en el ojo del huracán
humano, alguien vende pilas para cámaras digitales o mini calcetines para
proteger el iPod); el gran bazar de la quincalla y la bisutería; los muchos objetos
-todos ellos provisionales- que nos permiten reconocernos como parte de la tribu.

Al igual que las concentraciones del Ángel de la Independencia, la grey del 15


llega al Zócalo, las embajadas mexicanas en el extranjero y las plazas movida
por el entusiasmo. Sin embargo, en este caso no está respaldada por una insólita
victoria deportiva ni por haber conseguido un esforzado empate (variante local
del triunfo épico). En la noche de El Grito, la patria puede atravesar su peor
momento, competir con Irak en índice de secuestros y periodistas asesinados,
sin que eso detenga las serpentinas. No celebramos la excepción, el mérito
inaudito, sino la norma, ser como somos, o como semos, que no es lo mesmo.

Los requisitos del 15 de septiembre son sentimentales; la remota promulgación


de un derecho hace que nos suba la bilirrubina. Nadie revisa con rigor histórico
lo que pasó en 1810 ni lo que habría sucedido si Hidalgo hubiera tomado la
capital cuando pudo hacerlo. El motivo original -los insurgentes de patilla
egregia-se borra ante las necesidades del presente, consagradas a echar relajo.

Para participar en el convite no se requiere de otra seña de identidad que la


estruendosa carcajada ni otro pasaporte que pronunciar "chiquitibum". No es
necesario conocer la letra del Himno ni estar enterado de quién fue el Pípila. En
ese momento se es mexicano con la sencilla y afrentosa naturalidad con que se
agita una matraca o se usa un sombrero de un metro de diámetro. El linaje no
depende del jus soli o el jus sangui sino del derecho a echar montón, a ser uno
con los muchos otros.

Una figura esencial del desmadre mexicano es el colado. En la fiesta de El Grito


abundan los que no son de aquí, pero se naturalizan con buches de tequila y
alaridos de triple impacto. ¿Importaría que un despistado gritara "¡E-cua-dor!" en
medio del coro vernáculo? La verdad, no nos daríamos por enterados, o
volveríamos a escuchar "Mé-xi-co", la palabra que es como el bombo de la
batería, la base sonora de la noche, el tam-tam que se oye más con el estómago
que con los oídos, por encima del reggaeton, la quebradita tex-mex, el estallido
ponchis-ponchis, los ritmos híbridos incapaces de acallar la sangre devota que
cita en sus latidos a Ramón López Velarde.

Al fragor de las cornetas de plástico, los talismanes nos congregan mejor que los
héroes. Aldama, Mina y Allende importan menos que el penacho azteca, la
melena afro tricolor y el jorongo de chiles serranos que identifican a Pedro, María
y Juan como protagonistas de la jornada. Noche del disfraz y la artesanía, del
exvoto y el souvenir, el 15 de septiembre sigue el decurso del carnaval sin sus
implicaciones religiosas o esotéricas. La gente se conoce y desconoce, se pinta
las mejillas de verde, blanco y colorado, accede a arrebatos pánicos, llega a la
catarsis de los fuegos de artificio sin otra causa que la pasión republicana. ¿No
es raro estar frenético en nombre de la ley? El mismo país que ignora la
Constitución y refuta la normatividad convierte un principio jurídico, un acto de
soberanía, en causal de gran pachanga.

A diferencia de las muchas ceremonias nacionales que alternan el cristianismo


con la sensualidad pagana y justifican tesis sobre el sincretismo religioso, el 15
de septiembre es carnavalesco de un modo cívico, sin pedir el apoyo de los
mitos. No incluye otro rito de paso que gritar los apellidos de los héroes. Su
protocolo es el de la juerga aderezada con lo que juzgamos nuestro, del ponche
al mariachi loco.

Si el pretexto de la fiesta es un decreto que puede olvidarse pasada la


medianoche, su cumplimiento involucra a los cinco sentidos en una apropiación
privada, orgánica, de lo público: la Constitución es el evanescente motivo para
probar el agua de jamaica y el agradable escalofrío de los toques eléctricos. En
la intensidad sensorial de la noche se producen los gestos unitarios del faje
rápido y la manita de puerco, el pisotón y el albur, la caricia entibiada por el jarrito
de atole, la espalda de junto que sirve para limpiar el agua que cayó del cielo y
tal vez era de riñón.

El festejo es inquebrantable por la forma en que lo íntimo se vuelve compartible.


¿Qué identidad cristaliza ahí? Hace mucho que el paisaje dejó de ser
homogéneo. Las plazas se llenan de mexicanos tatuados, mexicanos torcidos,
mexicanos rubios (oxigenados, o no, o nomás tantito), mexicanos con piercing,
mexicanos pirata, mexicanos jodidos, mexicanos gallones, mexicanos
alienígenas, mexicanos exprés, mexicanos de siempre, mexicanos de
exportación, mexicanos típicos, mexicanos raros, mexicanos de calendario,
mexicanos hartos de ser mexicanos, mexicanos de dibujos animados,
mexicanos como no hay dos, los muchos modos que tenemos de ser La Raza,
cuya única estadística se expresa así: "¡Somos un chingo y seremos más!".

La macroeconomía, es decir,

el virreinato

La variopinta multitud del día 15 sabe que la gesta tuvo un origen remoto, pero
lo que se conmemora a través del gozo sólo depende del instante. Acaso el
Bicentenario obligue a repasar las cosas con más calma, no durante la noche de
los cohetes, sino antes o después de quemar la pólvora.

Los países de América Latina que hace 200 años decidieron correr su propia
suerte son hoy un teatro de las paradojas. Con ánimo bolivariano, los equipos de
futbol de la región se unieron en la liga Libertadores. De acuerdo con los tiempos
que corren, el empeño ha recibido patrocinio español. La justa se ha rebautizado
como la copa "Santander-Libertadores" para honrar a la entidad bancaria que la
hace posible. Tal vez en el futuro cristalicen otros proyectos que apelen de
manera simultánea a la independencia y la dependencia, como el "Hotel
Soberanía Nacional-Meliá", el "Museo de la Patria-Corte Inglés" o la cadena de
comida rápida "Albóndiga de Granaditas-Ybarra".

Que el futbol latinoamericano dependa de un banco español podría ser un detalle


baladí. Por desgracia, es la metáfora perfecta de países donde algunas de las
empresas más rentables se llaman Repsol, Gas Natural, Endhesa, Telefónica,
Iberia, Caja Madrid o Mapfre. Los tres principales grupos editoriales que operan
en la región son españoles y el principal periódico del idioma es español. La
Torre del Bicentenario, que estuvo a punto de erigirse en la Ciudad de México
con apoyo de la compañía española Zara, hubiera aportado otra ironía al festejo.
¿Virtud de ellos o culpa nuestra?

No se le puede regatear méritos a una sociedad democrática como la española,


que supo erradicar la pobreza, combatir la corrupción y unir su destino al
europeo. Por desgracia, mientras España se convertía en un próspero país de
clase media, México se dividía en 40 millones de pobres, una casta de
empresarios impunes que operan con dinámica de monopolio y, en medio de
ellos, una vacilante población que paga impuestos.

Doscientos años después de la Colonia es más barato comprar en España un


paquete turístico a la Riviera Maya que hacerlo en México, y una llamada
telefónica de Madrid al DF cuesta lo mismo que el IVA de una llamada en sentido
inverso. ¿Qué ha pasado?

El retorno de la dependencia peninsular llega a reforzar la que ya tenemos de


Estados Unidos. Las calles del México independiente son escenarios donde
prosperan uno, dos, tres Starbucks. ¿Llegaremos a la utopía de Los Simpson en
la que toda una cuadra sea ocupada por cafeterías Starbucks?

¿Basta mantener los límites de la geografía política y las 200 millas de derecho
marítimo para impedir que se desnacionalice un país? El maíz, origen del hombre
en las cosmogonías prehispánicas, es la planta nacional que ahora importamos
de Estados Unidos, donde se utiliza para hacer etanol (quizá por eso Speedy
González corre tanto) y donde viven los paisanos cuyas remesas mantienen a
flote nuestra economía.

¿Qué tan independiente es un país donde el dinero circulante proviene en su


mayoría de los migrantes, el narcotráfico y el subsuelo que, tarde o temprano,
dejará de dar petróleo? No sólo la autosuficiencia económica, sino la soberanía
misma parecen estar en entredicho. Por eso la polémica sobre el futuro del
petróleo ha despertado tanto interés y tanto encono.

Estamos acostumbrados a definirnos de manera reactiva ante los extraños, no a


partir de lo que somos sino de lo que ellos nos deben o de la forma en que nos
molestan: hemos sido botín de los españoles, los gringos y los extraterrestres (a
juzgar por nuestro récord de avistamientos de ovnis).

Provenimos del mestizaje, las ciudades más "típicas" de México tienen un casco
colonial (Zacatecas, Oaxaca, Guanajuato, Morelia) y el nombre más común del
país no es Ilhuicamina sino José Hernández. Sin embargo, en las escuelas la
Independencia se sigue enseñando como un extraño regreso a las esencias:
éramos mexicanos puros, dejamos de serlo en la conquista y volvimos a serlo
cuando sonó la campana de Dolores.

La visión patriotera del origen ha tenido una función ideológica compensatoria


para explicar el fracaso: la NASA no está en México porque Pedro de Alvarado
degolló a los astrónomos vernáculos. En el discurso oficial, la conquista ha
servido de pretexto para justificar un presente empantanado. En su libro Mis
tiempos, el presidente López Portillo señala que sintió toda la fuerza de su poder
cuando ordenó destruir una manzana de edificios coloniales en el DF para
explorar las ruinas del templo mayor. La solución ecuménica hubiera sido hacer
una arqueología subterránea, respetando ambas culturas, pero esto habría
impedido la demoledora exhibición del Ejecutivo y su gesto de supremacía
identitaria, es decir, su extraña modernidad prehispánica. Al establecer contacto
con un esplendor pretérito, el nuevo emperador azteca buscaba, a un tiempo,
encarnar la tradición y recordar que los agravios del pasado justifican la crisis del
presente.

Aceptar las mezclas de las que estamos hechos pertenece a la misma operación
política y cultural que enfrentar el colonialismo contemporáneo. En El laberinto
de la soledad, Octavio Paz planteó el desafío de reconocer la identidad para
vencer complejos. Al propio autor, ese enfoque le pareció esquemático y lo
matizó en Posdata: "El mexicano no es una esencia sino una historia". Abierto al
tiempo, se somete a nuevas realidades. En La jaula de la melancolía, Roger
Bartra cerró el tema de la identidad vista como algo unívoco e inmanente. Somos
mixtos y no siempre lo somos del mismo modo.

Sólo desde la seguridad de lo nuestro -la cambiante pluralidad que nos


conforma- podemos distinguir lo ajeno. "Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc", dice
el dicho que hace falta poner en práctica.

En su obra de teatro Dirección gritadero, el dramaturgo francés Guy Foissy


propone la creación de un espacio donde la gente se desahoga con alaridos. No
estaría mal que tuviéramos un lugar así para los días hábiles, un Gritadero cívico
donde verter nuestras propias inconformidades. Nadie nos escucharía, por
supuesto, pero al menos nos serviría de terapia. Por ahora disponemos de una
fecha incontrovertible para unirnos en el desfogue y transfigurar las ganas de
tantas cosas en jolgorio y hedonismo. El 15 de septiembre no ha perdido brío ni
lo perderá. El entusiasmo en que se basa se alimenta de sí mismo y no requiere
de más evidencia histórica para ocurrir que el calendario.

No hay modo de mermar nuestra íntima noción de pertenencia. Sin embargo, en


la cruda del 16 de septiembre convendría revisar qué le pasó a un país donde la
Independencia se celebra con banderas hechas en China, donde compramos
mole en Wal-Mart y donde pagamos los tragos y las botanas de El Grito con una
tarjeta BBVA.

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