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Cuadernillo de Ingreso – Modulo 2

LOS MARGINALES EN LA
HISTORIA 1
en El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del
individuo, Buenos Aires., Fondo de cultura Económica, 2010.

Robert Castel
La marginalidad social es particularmente difícil de circunscribir. El margen es frontera.
Pero ¿cuáles son las fronteras de grupos de identidad incierta, colocados en las orillas del
cuerpo social sin participar plenamente en él pero sin estar tampoco completamente
separados puesto que circulan en sus intersticios? No se pude percibir el campo de la
marginalidad en ausencia de una teoría, explícita o implícita, de la integración. Digamos,
pues, que una formación social está hecha de la interconexión de posiciones más o menos
garantizadas. Los individuos y los grupos inscriptos en las redes productoras de la riqueza
y el reconocimiento social están “integrados”. Estarían “excluidos” o desafiliados
aquellos que no participasen de ninguna manera en esos intercambios regulados. Pero
entre esos dos tipos de situaciones existe una gama de posiciones intermedias más o
menos estables. Caracterizar la marginalidad es situarla en el seno de ese espacio social,
alejada del centro de los valores dominantes, pero sin embargo ligada a ellos ya que lo
marginal lleva el signo invertido de la norma que no cumple. Marca una distancia.
¿Cuáles son las condiciones, los modos de existencia y los papeles representados por tales
posiciones “a distancia” en una sociedad?

En primer lugar trataré de establecer ese posicionamiento a partir de la manera en que fue
concebida la marginalidad en Eu- ropa antes de la revolución industrial y po- lítica de
fines del siglo XVIII. Será la ocasión para ejemplificar una representación de la
marginalidad particularmente estigmatiza- da en un tipo de sociedad caracterizada por la
permanencia de las categorías, la rigidez de las jerarquías y la dificultad de hacer lu- gar
a la movilidad y al cambio. Pero también habrá que preguntarse en qué medida esa
estigmatización de la diferencia se reorganiza y se recompone en una sociedad como la
nuestra, que pretende obedecer a principios muy diferentes, “democráticos”. Los
marginales siempre suscitaron reacciones mezcladas de rechazo y de fascinación. Sin
embargo, no resaltaré lo pintoresco de esas situaciones, sino que más bien me esforzaré
por deconstruir su singularidad para deslindar los lazos que vinculan la producción de la

1
Texto escrito a partir de “Les marginaux dans l’histoire”, publicado en Serge Paugam (dir.), L’exclusion.
L’état des savoirs, París, La Découverte, 1996.

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marginalidad con el funcionamiento global de una sociedad. Una manera de percibir uno
de los modos en que el cambio se produce en la historia, en esta circunstancia por el
conflicto, el desconocimiento y a menudo el dolor.

Un universo estigmatizado
La acepción actual del término “marginal” es reciente. El análisis de la marginalidad es
encarado por la Escuela de Chicago en los Estados Unidos de los años 1920-1930, donde
existen todavía poblaciones flotantes como el hobo, medio vagabundo, medio trabajador
itinerante, descripto por Neels Anderson 2. Robert E. Park introduce la noción de “hombre
marginal” a partir del estudio de biografías de inmigrantes judíos polacos en un contexto
urbano marcado por la inmigración y los contactos más o menos problemáticos de grupos
sociales y étnicos diferentes. La noción de marginalidad es asociada con la movilidad, las
situaciones sociales inestables y cierto cosmopolitismo 3. El término se vuelve popular
más allá de los círculos académicos en los años luego de 1968, como consecuencia del
interés entonces manifestado por las actitudes en ruptura con el “sistema”, como se decía
en ese momento 4. No obstante, en una perspectiva histórica de larga duración, remite a
las poblaciones cuyo modo de vida está marcado por el vagabundeo, la mendicidad, la
criminalidad y los oficios infames. Gueux franceses, rogues ingleses, Abenteurer
alemanes, pícaros españoles, tunantes, bellacos, goufaniers, mendigos, rufianes, truhanes,
bribones, malabaristas, comediantes, ribaldas, libertinas y putas pueblan esos territorios
mal señalizados, que sin embargo ocuparon un gran lugar en el espacio social. Es así
como Bronislaw Geremek, en su obra titulada precisamente Les Marginaux parisiens aux
XIVe et XVe siècles 5 , pasa revista a la triste condición de los mendigos, de los
vagabundos, de los criminales y de las prostitutas que se codean también con clérigos
insumisos, monjes errantes, estudiantes pobres, soldados desertores y peregrinos tentados
por el diablo. En otra de sus obras 6, evoca los bajos fondos de la Inglaterra isabelina, las
cortes de los milagros parisinos, las bandas de aventureros que causan estragos en
Alemania durante la Guerra de los Treinta Años, las organizaciones de mendigos que
recorren Roma, etcétera.

Estas realidades –o estas representaciones- ocupan el espacio europeo durante por lo


menos cuatro siglos, desde el XIV al XVIII. En una perspectiva estrictamente histórica,
habría que aportar por cierto algo más que matices según los tiempos y los lugares 7. Pero

2
Neels Anderson, Le Hobo. Sociologie du sans-abri, París, Nathan, 1993.
3
Robert E. Park, “Human Migration and the Marginal Man”, en American Journal of Sociology, núm. 23,
1928.
4
Bernard Vincent et al., Les Marginaux et les Exclus Dans l’histoire, París, UGE, 1979.
5
Bronislaw Geremek, Les Marginaux parisiens aux XIVe et XVe siècles, París, Flammarion, 1976.
6
Bronislaw Geremek, Les Fils de Caïn, París, Flammarion, 1991 [trad. esp.: La estirpe de Caín, Barcelona,
Mondadori, 1991.]
7
Véase Jean-Claude Smith, “Histoire des marginaux”, en Roger Chartier, Jacques Le Goff y Jacques Revel
(dirs.), La Nouvelle Histoire, París, Retz, 1978 [trad. esp.: La nueva histo- ria, Bilbao, Mensajero, 1988.]

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las constantes no son menos evidentes, ya se trate de las descripciones de esas


poblaciones, de las reacciones que suscitan o de las medidas tomadas en sentido opuesto.
En esas sociedades organizadas según los principios de la ley, el orden y la religión,
amplias zonas de turbulencia subsisten o se desarrollan. Es posible destacar cierta
cantidad de rasgos comunes a esas poblaciones.

Ante todo se trata de su exterioridad res- pecto del patrimonio y del trabajo regulado, que
los condena a vivir de argucias, en primer lugar de la mendicidad. La mendicidad, junto
con el vagabundeo, fueron la gran cuestión social de las sociedades preindustriales,
porque es el medio más corriente de asegurarse una supervivencia mínima cuando no se
dispone ni de recursos ni de trabajo para procurársela. De ahí los desesperados esfuerzos
desplegados para tratar de administrar ese inmenso problema. La tentativa más corriente
consiste en distinguir una mendicidad aceptable, o por lo menos tolerable, porque es
producto de pobres domiciliados e ineptos para el trabajo (los inválidos de todo tipo), de
la de los “indigentes válidos”, adeptos impenitentes de una vida consagrada a la ociosidad,
que hay que poner a la fuerza a trabajar o condenar a las penas más duras, el exilio, la
marca con hierro, la picota, las galeras, el encarcelamiento, e incluso la horca. Pero la
incesante reiteración de estas medidas muestra que se trata de un trabajo de Sísifo… Entre
el ejercicio de la caridad y la represión, el despliegue de las políticas de asistencia y la
criminalización de la ociosidad, casi siempre y casi en todas partes permanece una masa
de miserables que no tiene un lugar asignado en este tipo de sociedad. El universo de la
marginalidad es así, las más de las veces, el de la astucia, la maña, la “fullería”.

Observamos también la movilidad incontrolada de esas poblaciones, lo que las expone a


la persecución. El trabajo fija al colono a su tierra, al artesano a su tienda, o si no permite
formas de movilidad legítimas, o que terminan por serlo, como la del mercader 8. Pero
quien no está fijado a su tarea generalmente circula, se desplaza, vaga en busca de una
oportunidad. Corre su suerte o su mala suerte. Se encuentra “viviendo en todas partes”,
vale decir, en ninguna, como dicen con frecuencia los procesos de vagabundeo, y esa
caracterización a menudo basta para condenarlo. O, si no, se estable- ce de una manera
más o menos provisoria en los espacios urbanos más degradados, “cortes de los milagros”
o baldíos adosados a las murallas, cuyas descripciones –promiscuidad, suciedad,
violencia, vicio- evocan ya esas cloacas donde se amontonarán los primeros proletarios
de los comienzos de la industrialización. El marginal rompió sus vínculos con su
comunidad de origen. Es un desafilia- do. Por eso su condición difiere por completo de
la del pobre que vive en el lugar, en su lugar, en la mediocridad de su estado. Marginalidad
no es pobreza. En la mayoría de los casos el pobre está integrado, su existencia no plantea
problemas, forma parte del or- den del mundo. En cambio, el marginal es un extraño
extranjero.

8
Véase Jacques Le Goff, Marchands et banquiers au Moyen Âge, París, PUF, 1956 [trad. esp.:
Mercaderes y banqueros de la Edad Media, Madrid, Alianza, 2004].

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Por último, son las formas atípicas de las relaciones familiares y sociales inducidas por
esos modos de vida las que hacen de la marginalidad un espantajo, aunque también
suscitan atracción. La inestabilidad de la vida afectiva, sexual y social es una
consecuencia de la imposibilidad de “establecerse”. Escándalo de las uniones ilegítimas
entre los “bribones” y sus “libertinas”, descripciones horrorizadas y fascinadas a la vez
de las tabernas, lugares de paso y de encuentro para todos los errantes, pinturas
complacientes de formas de contrasociedades con su argot, su jerarquía, sus formas
propias de gobierno que reproducirían las estructuras de la sociedad ordinaria y que
incluso en ocasiones tiene un monarca a la cabeza 9 : esas descripciones, en su
sistematicidad, son seguramente exageradas. Pero es concebible que esas poblaciones
suprimidas de las formas de vida comunes hayan tendido a chapucear por su cuenta
formas diferentes de sociabilidad. También es concebible que la buena gente haya tendido
a fantasear esos modos de vida liberados de las coerciones del trabajo y de la moral. La
marginalidad representa también la aventura, el revés del sistema de las normas
dominantes y una encarnación, a un precio muy caro, de la libertad en una sociedad donde
ésta tiene muy poco lugar.

Marginalidad, exclusión y vulnerabilidad social


Evidentemente no se trata de corregir tales representaciones, que expresan los valores
profundos de ese tipo de sociedades, pero se puede, por lo menos en parte, reconstruirlas
para deslindar las dinámicas sociales que expresan y a la vez disimulan. La
estigmatización de la marginalidad es general. Cubre con un manto de infamia una
multitud de situaciones heterogéneas. Pero bajo la diversidad de esos estados descrita en
abundancia es posible encontrar las lógicas sociales que alimentan semejante producción
de posiciones marginales. Yo veo dos posiciones principales: por un lado, la marginalidad
es el efecto de procedimientos concertados de exclusión; por otra parte, y sobre todo,
estigmatiza a las capas de la población más vulnerables, que no pueden encontrar un lugar
reconocido en este tipo de organización social. Aunque estas dos dinámicas mezclan sus
efectos, es esencial distinguirlas, porque son heterogéneas tanto con respecto a sus
condiciones de producción como al tipo de tratamiento del que podrían depender.

La exclusión no es la marginación, aunque pueda conducir a ella. Para dar un mínimo de


rigor a ese término hay que tener en cuenta los procedimientos ritualizados que sancionan
la exclusión. Son muy diversos, pero remiten a un juicio pronunciado por una instancia
oficial, que se apoya en reglamentos y que moviliza cuerpos constitudos.

Mencionemos, por ejemplo, una sociedad que practicó la exclusión a gran escala, la
España del siglo de oro, en la conjunción de la política de la nueva Inquisición que se

9
Véase Roger Chartier, Figures de la gueuserie, París, Montalda, 1992.

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establece a fines del siglo XV y de una monarquía católica particularmente intolerante 10.
Ella condujo a la expulsión de los judíos en 1492 y a la de los moriscos (musulmanes
convertidos pero sospechados de perseverar en su culto de origen de modo clan- destino)
en 1609. Pero los renegados, los apóstatas, los luteranos, los discípulos de Erasmo, los
adeptos a la brujería también padecieron la ira de la Inquisición. El Santo Oficio sanciona
también crímenes más “privados”, como la bigamia o la sodomía 11.

Es evidente que España no tiene el mono- polio de la exclusión, y que la Santa Inquisición
no siempre es su brazo armado. En toda Europa, sanciones crueles atacan a una multitud
de comportamientos calificados de heréticos, criminales o marginales, la heterodoxia
religiosa acarrea condenas de herejes y hogueras de brujas; la criminalidad de derecho
común es muy a menudo castigada con la pena de muerte, incluso para los crímenes
contra los bienes cuando son cometidos por gente de baja condición. La exclusión se
vincula también con desvíos de orden patológico como la locura o, anteriormente, la
lepra.

Así, la exclusión tomó formas muy diversas, erradicación total mediante la ejecución o
expulsión de la comunidad, encierro 12, atribución de marcas y de un estatuto especial que
privan del derecho de ejercer ciertas funciones. Puede ser provisional o definitiva, como
en los casos de destierro o de envío a las galeras, por un tiempo o de por vida, pero supone
un acto de separación que se apoya en reglamentos y se ejecuta a través de rituales. Habría
que acordarse de esto hoy en día, ya que se hace un uso imprudente de la noción. La
marginalidad no es la exclusión, aunque haya margina- les que puedan convertirse en
excluidos, y excluidos o ex excluidos que se encuentren en el seno de las poblaciones
marginales.

Pero la dinámica esencial que alimenta la marginalidad es muy diferente. Comencemos


por ilustrarla con un ejemplo. Lazarillo de Tormes, héroe de la primera gran novela
picaresca española, representa un prototipo de marginal 13. Se trata de un joven de baja
extracción, obligado a abandonar una familia disociada y sin recursos, que vaga de ciudad
en ciudad en la España de Car- los V en busca de un empleo, mendigando ocasionalmente
e inventando cada día una argucia para vencer el hambre que lo atenaza. El drama de
Lazarillo es que no hay lugar para el perfil sociológico que él encarna en el país que
habita, en este caso la España del siglo de oro, dominada por sacerdotes codiciosos y

10
Véase Bartolomé Bennassar, L’Inquisition espagnole, París, Hachette Pluriel, 2001 [trad. esp.:
Inquisición española. Poder político y control social, Barcelona, Crítica, 1984].
11
Véase Agustín Redondo (dir.), Les problèmes de l’exclusion en Espagne, XVIe et XVIIe siècles, París,
Publications de la Sor- bonne, 1983.
12
Véanse Michel Foucault, Folie et déraison à l’âge classique, París, Plon, 1961 [trad. esp.: Historia de la
locura en la época clásica, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1979] y Surveiller et punir, París,
Gallimard, 1975 [trad. esp.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo XXI, 1994].
13
Anónimo, La Vida de Lazarillo de Tormes y sus infortunas y adversitas [1554]; trad. fr. en Romans
picaresques, París, Gallimard, col “Bibliothèque de la Pléiade”, París, 1968 [ed. Esp.:
El Lazarillo de Tormes, Madrid, Aguilar, 1972].

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nobles que prefieren la ruina al ejercicio de la menor actividad productiva. Esta


monarquía de grandezas estereotipadas no puede ofrecerle más que empleos como criado
que, por añadidura, no logran alimentarlo. Industrioso y sagaz, él representa las
potencialidades del cambio den una situación en la que el cambio es imposible. Entonces
juega en los márgenes, porque el margen es el único espacio donde puede desplegar sus
talentos. Finalmente, demasiado prudente para cometer delitos graves y demasiado
inteligente para hacerse condenar, Lazarillo se integrará a la perfección probando de ese
modo que la marginalidad no siempre es irreversible. Pero su integración es la que pude
promover una sociedad de ese tipo: se convierte en pregonero gracias a la protección de
un archipestre con cuya antigua criada y siempre actual amante se casa.

Se trata por cierto de una ficción, pero con admirable lucidez crítica, profundamente
arraigada en la historia social del siglo XVI español, y cuyos rasgos ideales típicos son
corroborados por análisis más prosaicamente históricos o sociológicos. Así, en sus
trabajos, donde el análisis de la marginalidad constituye un eje central, Bronislaw
Geremek da un amplísimo lugar a los criminales y bribones que parecen instalados en
una suerte de subcultura delincuente. Pero comenta de este modo esos datos: “más bien
nos enfrentamos aquí con situaciones límite reveladoras del carácter fluctuante de la
división en el mundo del trabajo y en el mundo del crimen. La miseria, la desventura en
la vida o incluso la tentación de mejorar la situación material llevan a los arte- sanos, a
los domésticos asalariados o a los campesinos a robar” 14.

Las franjas extremas de la marginalidad que caen en la exclusión, por lo tanto, no


representan un medio separado de las posiciones menos estigmatizadas, pero inestables,
que tienen su origen en la precariedad de las situaciones de trabajo y la fragilidad de las
inscripciones sociales. Es ese continuo de situaciones vulnerables compartidas por
amplias capas populares lo que constituye el caldo de cultivo de la marginalidad social.

Por mi parte, me esforcé por reconstruir el perfil sociológico de los vagabundos a partir
de un material histórico bastante amplio para el período que va del siglo XIV al XVIII15.
En la gran mayoría de los casos, el estado de vagabundo es el desenlace de una trayecto-
ria que comienza con una ruptura respecto de un primer arraiga- miento territorial y que
prosigue con una serie de vagabundeos en busca de un trabajo, itinerario caótico marcado
por tentativas de instalación más o menos provisorias, y que a menudo concluyen con un
arresto y una condena, ya que el vagabundeo es un delito. Pero es un delito que amenaza
a numerosas categorías de pobres. El proceso comienza cuando los desdichados se ven
obligados a abandonar su territorio para sobrevivir. Esta desafiliación impacta a la vez a
las capas pauperizadas de las poblaciones campesinas y a los pequeños oficios urbanos

14
Bronislaw Geremek, Les Marginaux parisiens aux XIV et XVe siècles, op. cit.
15
Robert Castel, Les Métamorphoses de la question socale. Une chro- nique du salariat, París, Fayard,
1995; reed. París, Gallimard, col “Folio”, 1999 [trad. esp.: Las metamorfosis de la cuestión social.
Una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós, 1997].

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que no están protegidos por las reglamentaciones corporativas. Estos itinerarios son
escogidos con poca frecuencia, contrariamente a la representación fantaseada del
vagabundo aficionado a las aventuras. Son marginados y producen marginalidad. En
efecto, en el curso de esos vagabundeos, el individuo se desocializa. Rompe con sus
primeros vínculos, los que restringen y protegen a la vez. Contrae otros nuevos, más
inestables y a menudo más peligrosos. Así, sin entrar en la mitologización de una
subcultura delincuente, es concebible que hubieran podido construirse formas de
sociabilidad diferentes, marcadas a la vez por la falta y la exigencia de movilizar recursos
para sobrevivir. Pero ante todo ellas remiten a condiciones que hay que calificar en ver-
dad de prosaicas. La mayoría de las veces es la imposibilidad de construir posiciones
seguras en este tipo de sociedad, cuando no se dispone de otros recursos que su fuerza de
trabajo –contraria- mente a lo que, mucho más tarde, permitirá la instauración de un
salariado estable-, lo que alimenta la marginalidad social. La marginalidad es el nombre
que puede darse a las formas más frágiles de la vulnerabilidad popular. No obstante,
puede existir otro tipo de marginalidad, en la cumbre de la pirámide social, donde ciertas
posiciones pueden ser igualmente aleatorias y mal garantizadas. 16

Marginalidad y cambio social


La marginalidad –más bien debería decirse la marginación- es así una producción social
que encuentra su origen en las estructuras de base de la sociedad, la organización del
trabajo y el sistema de valores dominantes a partir de los cuales se distribuyen los lugares
y se fundan las jerarquías, atribuyendo a cada uno su dignidad o su indignidad social. Los
marginales a menudo pagaron muy caro su alejamiento del centro de esos valores
dominantes. Pero esto no significa que siempre hayan sido condenados a un papel pasivo.
Por cierto, ocuparon los patíbulos, alimentaron las hogueras, poblaron las prisiones y las
galeras, y permitieron que la justicia de los poderosos desplegase sus ceremoniales
crueles. Pero al mismo tiempo constituyeron un factor esencial, y sin duda el más
importante, de cambio histórico. Cuando los marginales proliferan, la mayoría es la que
corre el riesgo de volverse marginal. La marginalidad es una masa agitada de
movimientos brownianos que ejerce presión sobre las estructuras estables de una
sociedad, las socava, y finalmente impone su recomposición. Podría mostrarse de este
modo que es la multiplicación de esas situaciones inciertas, cuyo peso se hace cada vez
más insistente con el tiempo, lo que progresivamente impuso la consigna del libre acceso
al trabajo contra las regulaciones rígidas de la organización del trabajo en las sociedades
preindustriales 17. Entonces aparece la novedad en la historia y se despliega un nuevo
horizonte de revelaciones sociales.

16
Para una ilustración de esta marginalidad “de alta gama” a partir de las figuras ejemplares de Tristán e
Isolda, véase el capítulo precedente.
17
Véase Robert Castel, Les Métamorphoses de la question sociale, op. cit., caps. I y II.

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Con la doble revolución industrial y política de fines del siglo XVIII, efectivamente se
desplegó un nuevo horizonte, y también se transformó la propia marginalidad. La
industrialización produjo un tipo de posiciones vulnerables homólogo y muy diferente a
la vez del que había producido la salida de la sociedad feudal.

En efecto, fue también la liberación de sus ataduras tradicionales, la pérdida de las


protecciones cercanas y de las relaciones directas de subordinación en un marco territorial
restringido las que alimentaron de mano de obra a las primeras concentraciones
industriales. Porque ¿quién habría entrado en esas “fábricas de Satán” (satanic mills),
como se decía entonces en Inglaterra, si no hubiera habido individuos completamente
desafiliados, empujados por la necesidad de sobrevivir? Las primeras formas de
industrialización descansan así en una extraña paradoja, ya que el corazón de la
modernidad representado por el nuevo proceso de producción es sostenido por
poblaciones que ocupan una posición socialmente marginal. En efecto, las nuevas
condiciones de trabajo no sólo son miserables sino también precarias en extremo, y no
permiten la integración de los trabajadores industriales que a menudo, hasta muy
avanzado el siglo XIX, son casi nómadas. En cuanto a las condiciones de vida de esos
obreros y sus familias, las descripciones del “pauperismo” amplifican las pinturas de la
asocialidad, el vicio cercano al crimen, que ya conocemos. “Clases laboriosas, clases
peligrosas”: encontramos un mismo continuo de posiciones, de la criminalidad
consumada a las posiciones de precariedad del trabajo asociadas a modos de vida
desastrosos 18. Esos proletarios que “se plantan en medio de la sociedad occidental sin
estar establecidos” 19 , para retomar una fórmula de Auguste Comte, ofrecen una
representación bastante buena de la marginalidad tal y como la hemos reconstituido.

Sin embargo, es ese proletariado el que conformará el núcleo de la clase obrera. Aunque
su integración se haga en el dolor y la subordinación, ya no se puede hablar entonces de
marginalidad, porque es alrededor de la clase obrera donde va a gravitar esencialmente la
historia social durante un siglo. Pero en sus bordes deja un Lumpenproletariat que sigue
encarnando la vie- ja asociación de miseria, crimen y asocialidad.

Para percibir la especificidad de la situación actual, se podría partir de una proporción


que parece ser atestiguada por el análisis bosquejado más arriba: la reestructuración de
una sociedad en el sentido de su modernización acarrea una marginación de ciertos grupos
sociales. Esto ocurrió durante la lenta transformación de la sociedad feudal, así como en
los comienzos de la industrialización. En la actualidad, desde hace unos veinte años, las
reestructuraciones industriales, la recomposición de la relación de trabajo, las
reorganizaciones del aparato productivo para hacer frente a una competencia
internacional exacerbada, etc., acarrean efectos del mismo tipo. Más precisamente, se

18
Véase Eugène Buret, De la misère des classes laborieuses en France et en Angleterre, París, 1840.
19
Auguste Comte, Système de politique positive, París, 1929 [trad. esp.: Ensayo de un sistema de
política positiva, México, universidad Autónoma de México, 1979].

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observa un doble movimiento. Por un lado, una desestabilización, a través de la


desocupación masiva y la precarización creciente de las condiciones de trabajo, de grupos
que habían estado totalmente integrados. Por otro lado, una dificultad paulatina para
entrar en relaciones reguladas de trabajo y para sacar partido de las formas de
socialización que le estaban asociadas. En particular es lo que ocurre con una parte
importante de la juventud. El ingenio, el hecho de acudir a varios tipos de recursos que
en ocasiones son argucias (un poco de solidaridad familiar, un poco de ayuda social, un
poco de trabajo precario o en negro, y a veces un poco de tráfico o de delincuencia) se
convierten en necesidades para sobrevivir. ¿Hay que ver en esto una actualización de esas
“fullerías” que siempre estaban asociadas a los modos de vida de las antiguas categorías
margina- les? Algunos discursos sobre el desvío de la ayuda social (los “falsos
desocupados” o la “instalación en la cultura del Ingreso Mínimo de Inserción [RMI]”) en
efecto retoman la eterna estigmatización de los “malos pobres”. Sin embargo, no había
“falsos desocupados” cuando casi no había desocupados, es decir, cuando el desarrollo
económico y la organización del trabajo garantizaban el casi pleno empleo. No son los
desocupados, verdaderos o falsos, los que escogieron las reestructuraciones industriales
y las reglas de la competencia internacional; así como no son los pequeños arrendatarios
ingleses del siglo XVI los que escogieron el sistema de los enclosures que convirtió a
muchos de ellos en vagabundos estigmatizados.

Digamos, pues, de una manera más objetiva, que asistimos una vez más al desarrollo de
una “cultura de lo aleatorio” y a la proliferación de “espacios intermedios” en los cuales
se experimentan modos de actividad desfasados respecto de las formas de trabajo
clásicas 20 . Aquí, nuevos marginales “las pasan moradas”, a veces zozobran en el
desamparo o la delincuencia, y en ocasiones también buscan alternativas a la sociedad
salarial e innovan. ¿En qué condiciones la marginalidad, estado frágil e inestable, pero a
menudo también dinámico y movilizador, conduce a atolladeros (el vuelco en la
exclusión), permite formas de “ingenio” individual (como en el caso del lazarillo de
Tormes), o es un factor de cambio social global (como lo fue la formación de la clase
obrera a partir de las franjas desocializadas del proletariado)?

Es imposible responder de una manera perentoria a estas cuestiones hoy en día, pero ellas
formulan uno de los desafíos esenciales de la situación actual. Así como una salida feliz
de las situaciones de indignidad social estigmatizadas en las sociedades preindustriales
fue la constitución de un salariado extendido, reconocido y protegido, una salida
honorable a la crisis de la sociedad salarial podría manifestase por lo me- nos en parte en
la posibilidad de construir nuevos modos de integración a partir de posiciones hoy
calificadas de marginales. Mientras que la degradación de las posiciones fundadas en un
trabajo estable corrompe nuestro modelo de sociedad, ¿puede esperarse que una

20
Chantal Nicole-Drancourt y Laurence Roulleau-Berger, L’Insertion des jeunes en France, París, PUF,
1995.

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producción de normas y de prácticas nuevas adquiera una consistencia suficiente para


salvar a los náufragos de la sociedad salarial? Hay nuevos marginales porque una franja
importante de la población flota entre el empleo y el no empleo, actividades
institucionalizadas y formas diversas de ingenio que pueden ir del trabajo en negro a la
delincuencia. Pero también se desarrolló, como una tentativa de respuesta a esta nueva
coyuntura, toda una gama de intervenciones igualmente novedosas, políticas de inserción,
política de la ciudad, empresas de inserción a través de lo económico, etc. Hasta ahora
dieron resultados limitados y ambiguos. Es grande el riesgo de que en lugar de promover
de este modo una verdadera integración que marque la salida de la marginalidad se
constituyan suertes de analogon: un analogon del trabajo en actividades degradadas, un
analogon de la comunidad en asociaciones circunstanciales, un analogon de la
sociabilidad real haciendo ocupacionalismo para todos aquellos que no están ubicados en
marcos fijos… Estas prácticas se despliegan en una línea divisoria frágil. No obstante,
sostienen un desafío estratégico. De su éxito o su fracaso depende en parte la cuestión de
saber en qué medida el porvenir será vivible para una parte importante de la población
que no llega ya a inscribirse en las formas de integración construidas a partir del empleo
regular.

Así, para bien o para mal, el porvenir de la marginalidad, como su pasado, interpela a la
estructura social en su conjunto. En ningún caso es posible reducir las relaciones de la
integración y la marginalidad a una oposición entre los in y los out. Como dice Georg
Simmel, cuya figura del extranjero anticipa la temática de la marginalidad: “Aunque sus
lazos con el grupo no sean de naturaleza orgánica, el extranjero ya es miembro del grupo,
y la cohesión del grupo está determinada por la relación que éste mantiene con ese
elemento” 21 . Es todavía más cierto cuando el marginal no es un extranjero sino un
miembro autóctono de la sociedad, y que lleva su marca.

21
Georg Simmel, “Digression sur l’étranger [1908], en Yves Grafmeyer e Isaac Joseph, L’École de
Chicago, París, Aubier, 1984.

10

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