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Y Usted,

¿de qué se ríe?


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antología de textos con humor

1
Una leyenda con aires correntinos
Alejandro Dolina

Vamos a Atenas que hace mucho que no vamos.


Ahí lo tenemos a Pandión, de la estirpe regia de los Ecrópidas o reyes serpientes. En
cierto momento hizo alianza con un señor Tereo que era hijo de Ares, Ares Dios de la
guerra por cierto. Pues, tereo tenía sus dominios en Tracia y estando Pandión en
conflicto con un señor Lardaco de Tabas y con unos asiáticos, hizo alianza con Tereo;
tereo lo ayudó, pudo prevalecer en la guerra y entonces quedó en deuda con Tereo.
"Mirá...", dice Pandión, "... te voy a dar en matrimonio a una de mis hijas. Tengo dos.
La mayorcita se llama Procne y la otra es un poco chica, se llama Filomela". Filomela,
como su nombre lo indica, la de la vos agradable, la de la voz melodiosa. "Bueno...",
dice, "... está bien. Me voy a casar con la más grande", dice tereo y vive cinco años
felices. Nace también un hijo de esa unión. Lo bautizaron Pirulo y eran felices los tres...
No... perdón, me equivoqué la historia... lo bautizaron Itis. En realidad no lo
bautizaron...
- Le pusieron Itis, digamos...
Le pusieron Itis y eran felices los tres.
En cierto momento Procne manifestó deseos de ir a ver a su hermana Filomela, que se
había quedado viviendo con su papá Paidón. Entonces el marido le dice "Vamos". "No,
mira..., yo no puedo ir ¿Por qué no haces una cosa, Tereo?", le dice la mujer, "¿Por qué
no la vas a buscar vos? Vas a casa de papá, la traes a Filomela así yo puedo verla que la
extraño mucho..."
- "... a la nena"
A la nena.
- Chiquita Filomela.
Chiquita Filomela... bueno ya no estaba tan chiquita porque habían pasado cinco años.
Tereo fue con sus navios a Atenas, desde Tracia a Atenas, donde estaba la casa de
Paidón, a buscar a Filomela. Y la ve, che... Una mina... Y le dice Paidón: "Qué crecidita
que esta la nena..."
Los mitoógrafos pretenden que se enamoró de la voz de Filomela…
- “¡qué linda voz!”, dijo el tipo.
- Incluso sin escucharla.
Dificulto. No conozco a nadie que se enamore de voces.
Bueno, dice “Yo la voy a llevar.” “Lávela…”, dice “…que…”
- “…que el viaje es largo”
“…que el viaje es largo…”

2
Paidón le pidió permiso. La sube arriba del barco y se las toma. Pero al llegar a las
costas de Tracia, tereo no la llevó a Filomela al Palacio Real, sino que se internó en el
bosque y la alojó en un edificio ruinoso. Y allí le pidió que fuera su esposa, ya que,
según manifestó, pensaba devolver a Procne, Bueh, la otra no quiso saber nada; le
decía: “Imagináte…” Además amaba mucho a su hermana, Filomela. No agarró viaje.
Dice “Yo quiero ver inmediatamente a Procne”. Y Tereo, aprovechando la soledad,
abusó de la joven… Pero ahí le agarró temor de que lo batiera. Dice “Mirá si ésta…”
- “… con esa voz tan linda…
Claro… Y decidió callarla y le cortó la lengua con su espada. Ya no tuvo más ocasión de
lucir su hermosa voz. Y además la dejó encerrada en ese lugar a cargo de algunos
servidores. Volvió al Palacio y le dijo a Procne: “Mirá, tu hermana se cayó al agua.”
Bueno, la reina hizo hacer un monumento a su hermana, empezó a usar vestidos
negros. Algunos aseguran que, por otra parte, tereo le mandó mensaje a Pandión
diciéndole que Procne había muerto y pidiéndole autorización para casarse con
Filomela. Pero esas son variaciones sobre la misma historia.
El caso es que Procne creía que su hermana estaba muerta, cuando en realidad estaba
encerrada con la lengua cortada. Filomela estaba encerrada y no sabía cómo
comunicar su desgracia a su padre o a su hermana; ni siquiera podía gritar. ¿Soborno?
Bueno, los guardias eran incorruptibles; escapar era imposible. Pero pidió permiso
para bordar y empezó a bordar unos vestidos y sobre una tela bordó el relato de lo
ocurrido. Y con el tiempo, pudo conseguir que una esclava accediera a hacer pasar
esos vestidos entre los guardias. Y finalmente los bordados de Filomela llegaron a
manos de Procne. Procne los leyó. Imagínese. “¿pero qué ha hecho este Tereo?”. Se
indignó, pero había otro dato. Tereo había recibido una advertencia del Oráculo (ya
saben, esa institución buchona de los mitos griegos). Un Oráculo le había advertido
que su hijo Itis iba a morir en manos de un pariente consanguíneo. Tereo empieza a
sospechar de su hermano Driante; pensó que iba a matar al hijo para apoderarse del
trono, vaya a saber qué. Entonces, anticipándose, tomó un hacha y lo liquidó al
hermano. Como se ve, el amigo de Tereo no andaba con chiquitas…
- O mejor dicho sí.
Sí… andaba con chiquitas.
Cierta vez, justo se celebraban las fiestas nocturnas de Baco; en los bosques y caminos
había mujeres coronadas de pámpanos y de hojas de hiedra y vestidas con pieles de
pantera, que danzaban y cantaban (para decir verdad) se entregaban a toda clase de
placeres, entregándose al primero que pasara (e incluso al segundo y al tercero…) Y
Procne entonces se vistió de vacante, se acerco al edificio donde estaba cautiva
Filomela. Estaban todos distraídos, imagínese… cómo estaría la guardia una noche en
que todas las minas andaban vestidas de panteras y regalándose al primero que
pasase… No hacían más que pasar y pasar. Y entonces le resultó relativamente fácil a
Procne rescatar a su hermana Filomela.
Se encontraron, hubo palabras emotivas (por parte de Procne, por cierto…), la condujo
al Palacio y la escondió. La otra lloraba pero Procne le dijo: “No es tiempo de llanto
sino de venganza” “¿qué haremos?”

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Pensaron mil formas de venganza. En ese momento se abrió la puerta y entró Itis, el
hijo de Tereo que era también parecido al padre. Bueno, lo mataron, lo cortaron en
pedacitos, lo cocinaron y se lo sirvieron a Tereo (Recordar el casi de Absirto, el caso de
Pelias, el caso de Penélope, que también fueron guisados oportunamente.)
Bueno, Tereo morfa tranquilamente, termina la fiesta, digo la comida, y tereo dice:
“Bueno, ya morfé fenómeno. Ahora quisiera ver a Itis”. Y Procne le dice: “Ahí lo tenés,
te lo acabas de lastrar”. Y entra Filomela y arroja sobre la mesa la cabeza de Itis que no
se había servido, mitad para que no lo reconociera…
Entonces Itis… bueno, Itis nada. En cambio tereo, se enoja… Vamos, qué otra cosa iba a
hacer. Y agarró el hacha con la cual había matado a su hermano y las corrió. Las minas
salieron rajando y el tipo por detrás con el hacha. “Yo te voy a dar…”, decía…,
“atorranta, cortarme en pedacitos…”
“… al pibe. Y a vos, muda de porquería…” Y cuando estaba a punto de darles alcance y
cometer otros dos crímenes, los dioses se apiadaron de estas mujeres y convirtieron a
los tres en diferentes pájaros. A Procne en golondrina, a tereo en abubilla (que es un
pájaro del cual hablaremos) y a Filomela en ruiseñor. Todos los cantos de estos pájaros
tienen una especie de traducción en griego. Así parece que la golondrina con su grito
“¡Puu!” “¡Puu!”, parece que dijera “Pou” “Pou”: “Donde”, “Donde”. Y Tereo convertido
en abubilla parece que grita “¡Ituu!” “¡Ituu!”, algo parecido a “Itis”, el nombre de su
hijo.
Pero yo no sé imitar pájaros y menos en griego…
Por otra parte, la abubilla dicen que es un pájaro (tiene una cresta) que acostumbra a
revelar secretos y según el Corán, le reveló a Salomón ciertos secretos mágicos.
Y Así termina esta historia, que más parecida a las historias correntinas y guaraníes,
donde siempre uno termina convertido en pájaro. Ya se sabe: un indiecito travieso se
ha caído de un árbol y se vuelve pájaro; otro se vuelve urutaú…
-Otro Crespín
… y otros se vuelven flor de ceibo. Es decir, saben que en la región guayra uno no
puede tropezar sin convertirse en algo. Tiene ese aire de leyenda, pero está llena de
sangre. Es una leyenda llena de sangre. Que uno le corta la lengua a la cuñada, de la
cual acaba de abusar (me refiero a la cuñada); el otro le pega un hachazo al hermano
para que no le mate el hijo; que la otra le mata el hijo y además lo corta en pedacitos y
se lo sirve; que la otra le tira el marote rodando por arriba de la mesa; que el otro las
corre a las dos con la misma hacha que mató al hermano… bueh…
-“Lo primero es la familia”, dicen
Sí… realmente…
Esta historia sirve a aquellos que están escuchando (y que están hartos de su familia) a
valorar lo que tienen.

4
El mellizo
Leo Masliah

Cuadro 1: Aún antes de conocer el significado de la palabra odio, yo odiaba


incondicionalmente a Franz, mi hermano mellizo.
El dibujo muestra a dos lactantes disputandose el pecho materno.

Cuadro 2: Cuando por fin me familiarizé con la lectura, el diccionario me proporcionó una
denominación adecuada para mis sentimientos.
El dibujo muestra al narrador con su dedo índice señalando la palabra Odio, en medio de
una página. A cierta distancia se ve la figura de Franz, idéntica a la del narrador. Los dos
son escolares.

Cuadro 3: Posteriores estudios de gramática, me dieron la posibilidad de articular la


expresión de mis sentimientos en unidades sintácticas completas.
El dibujo muestra al narrador diciendo "Te Odio" a su hermano.

Cuadro 4: La felicidad de mis primeras experiencias amorosas, no conseguía eclipsar la


innata aversión que me habitaba.
El dibujo muestra al narrador abrazado con su novia en el banco de una plaza. Ella le
pregunta "¿En qué pensás, mi cielo, que estás tan callado?" El contesta "Pienso un poco en
el amor que te profeso, pero más que nada, pienso en el odio que tengo a Franz"

Cuadro 5: El día en que Franz se casó, tuve la primera oportunidad de divulgar


públicamente mis oscuros afectos.
El dibujo muestra la boda de Franz. El cura pregunta "¿Alguien tiene algo que objetar a
esta unión matrimonial?". El narrador contesta "Si, yo. Considero al novio absolutamente
repudiable".

Cuadro 6: Cuando yo me casé, el cura tenía los papeles algo entreverados, y cuando se
dirigió a mí, lo hizo llamándome Franz. El hecho fue luego bastante lamentado por el
irreverente eclesiástico.
El dibujo muestra al narrador junto a su novia, abofeteando al cura y diciéndole "¿Que me
viste de parecido a Franz? Anormal."

Cuadro 7: Debí rechazar numerosas posibilidades de empleo por no querer llenar los
formularios de inscripción en aquellas partes en que estos requerían una lista de familiares
cercanos.

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El dibujo muestra al narrador provocando la ingestión forzosa de un formulario arrugado
por vía oral al funcionario que lo atiende.

Cuadro 8: Mi profesora de piano tuvo que arrepentirse de proponerme la ejecución de


piezas de Liszt y de Schubert, y aplacar mi ira con una apología de Chopin y Schumann.
El dibujo muestra al narrador estrangulando a la profesora de piano exclamando "¿Qué me
querés hacer tocar, yegua insensata?" En el piso se ve una partitura encabezada con el
nombre de Franz Schubert.

Cuadro 9: Me fue necesario huir rápidamente de una librería en cierta ocasión en que,
mirando distraidamente el contenido de una mesa de ofertas, vomité escandalosamente
sobre un volumen de Kafka.
El dibujo muestra al narrador corriendo calle arriba, mientras el librero desde la puerta de
su comercio, le grita "Vení a limpiar eso, chancho existencialista."

Cuadro 10: Mi inconmensurable odio se multiplicó por 10, cuando descubrí que mientras
yo ocupaba mi tiempo libre en seducir a la mujer de Franz, mi indigna esposa se iba a
hacer el amor precisamente con él.
El dibujo muestra al narrador acostado con su amante en una pieza de un telo. Mientras
de la habitación contigua se oye una voz que dice "Oh Franz."

Cuadro 11: Un fétido sentimiento empezó a oscurecer cada momento de mi vida, a partir
de que, habiéndonos divorciado tanto Franz como yo, y habiendo perdido ambos nuestros
empleos por malas referencias cruzadas y cursadas por nosotros mismos a nuestros
respectivos jefes en correspondecia inversa, nos vimos obligados a volver a ocupar el
mismo dormitorio en casa de nuestros padres.
El dibujo muestra a los dos mellizos en sus respectivas camas, con rostros acusadamente
bélicos.

Cuadro 12: La noche que decidí aniquilar de una vez por todas a Franz, descubrí que yo no
era el inventor de la pólvora.
El dibujo muestra a los mellizos en sus camas, asomando cada uno desde sus respectivas
mantas, sus respectivos revolveres.

Cuadro 13: Hoy en día sin embargo, me encuentro tratándome con un psicoanalista que
intenta convencerme de que mi propio nombre es Franz, y de que nunca tuve un hermano
mellizo.
El dibujo muestra a Franz.

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Rebeca, una mugeR inolvidable
césaR brutO

Los otros días me largué a caminar por la cálie floridA en egersisio de la libertá de
tránsito y dispuesto a disfrutar con el egersisio de otras libertades, como ser la libertá
de mirar los modelitos de las muchachas primaverales, la libertá de ser enpujado por
esos tipos que arrastran portafolio (1), y la libertá de los que ofresen a gritos
ballenitas, pañuelos, estatutos, periodicos, fotografías, peines, lapiseras, frutas y otras
yerbas, todo lo cual le da color, animación y sinpatía a la cálie mas elegante y fina de
buenoS aireS.
A las 2 cuadras y pico, cansado como un bueY -metafóricamente hablando sentiende-,
me metí en el gran sine florida, a donde iba a enpesar la funsión titulada "Rebeca, una
muger inolvidable", a cargo de yoN fontéN y lorenzO olivieR en anbos papeles
protagónicos. En el programa desía: "Vuelve la mujer inolvidable, Ninguna mujer
quisiera vivir tan tumultuosa aventura de amor. Entre dos cuerpos palpitantes de vida,
se agita la sombra de la muerte. Duración, 115 minutos."
-¿Cuánto vale la entrada?- le pregunto a ese honbre que todos los sines tienen
enserrados atrás de las rejas para que no sescapen con la plata.
-Quinse pesos con 95, contantes y sonantes...
Después de un rápido cálculo mental llegué a un final asonbroso:
-¡He, la vacA! ¡Si la sinta dura 115 minutos y me cobran 15 con 95, el asunto me sale a
más de 10 guitas por minuto!
-¡Si la quiere la saca, y si no la deja! ¿no ve quel programa ofrese una copia nueva y
visión panorámica?
Como uno va a divertirse y no a buscar pelos en la leche -con permiso del sindicatO de
tanberoS, no sea que se ofendan y declaren estado de alerta en las ubreS-, pagué,
entré, me saque el saco para tener un poco de refrijerasión y enpesé a ver la película
con gran atensión, calculando que cada vez que parpadeaba perdía 7 o 6 sentavos. Así
me vine a enterar que la muger inolvidable, o sea la rebecA propiamente dicha, no
trabaja en la sinta por que había muerto en un naufrajiO, y quel artista lorensO olivieR
hasía el papel de un viudo triste que para consolarse agarra y se casa con la yoN
fontéN, y juntos se van a vibir a un amplio y sólido castillo lleno de sirvientes y lleno de
recuerdos de la finadita...Durante más de la mitá de la sinta, o sea unos 9 $$$$ y pico,
la vemos a la pobre FontéN sufriendo por culpa de una sirvienta que viene a ser la
delegada de los mucamos, la cual a cada rato le refriega por la cara la memoria de la
difunta...

"Que la rebecA era linda y hermosa...", "que la rebecA era intelijentA...", "que la
rebecA rea elegantA...", que la rebecA era patatín y patatán...", o sea que la pobre
desgrasiada anda toda asustada de un lado para el otro y sin tener el consuelo de su
marido, el cual anda sienpre con cara de enfermo del hígado a causa de no poder
olvidar a la difunta. Menos mal que, cuando faltan un par de $$$$ para terminar la
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película, se aclara todo: resulta que la rebecA, aparte de haber sido una coqueta,
caprichosa, burlona, anbisiosa y descocada, se portaba como una chanchA
enganiándolo al lorensO olivieR con otro tipo....¡Andá vos y confiate en algunas
finaditas que trabajan de mosquitas muertas!
Y faltando 40 o 35 sentavos para el thE enD, se produce un insendio en el castillo, y al
fuerte resplandor de vorás elemento se unen en un fuerte abraso los 2 protagonistas,
sellando con un beso largo y sin pausa la felisidá que se meresen después de tanto
sufrimientos. En fin: 16 $$$$ gastados para ver una rebecA que no aparesió por
ninguna parete, igual que la copia nueva y la visión panorámica...¡La verdá es que no
somos nada!

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Los Crímenes De Londres
(A la manera de Arthur Conan Doyle)

Conrado Nalé Roxlo

La mañana del 16 de enero de 18…, Sherlock Holmes se sentó alegremente a tomar el


desayuno. [...].
-¿Hay algo interesante en el diario?
-El diario viene tan estúpido como de costumbre, pero algo me anuncia… -dejó la frase
en suspenso y se precipitó a una ventana. Observó un instante la calle y luego me
llamó:
-¿Qué ve usted, Watson?
-Niebla y un policeman que se pasea tranquilo como si todos los delincuentes de
Londres hubieran sido ahorcados ayer.
-Watson, es usted un legañoso incapaz de ver nada que valga la pena. ¿No ve usted
aquel hombre, que parece ocultar algo bajo el impermeable amarillo?
-¿Ese que cruza la calle y parece venir hacia esta casa?
-El mismo. Y ahora escúcheme bien, amigo Watson; ese hombre no trae nada bueno.
-Me parece cara conocida…
-Habrá visto usted su prontuario. Esperemos.
El hombre misterioso entró en el portal de nuestra casa y a poco volvió a salir; se
acercó a la puerta de una casa de enfrente, penetró en el portal y a los pocos instantes
lo vimos reaparecer y doblar en la esquina.
-Voy a darle alcance-dijo mi maestro *…+. Desde la ventana lo vi doblar la misma
esquina que el misterio desconocido del impermeable amarillo. Presa de gran
inquietud, me puse a hacer un solitario para calmar mis nervios mientras esperaba el
regreso del gran detective. Una hora después estaba ante mí, pero tan cubierto de
barro, que tardé mucho en reconocerlo. Se cambió de ropa, sin decir palabra luego
tomó su violín y ejecutó una tarantela, señal de que estaba muy preocupado. Yo
guardaba un respetuoso silencio. Por fin dejó el instrumento en el paragüero y me dijo:
-Watson, ese hombre se me ha escapado.
-Lo sospechaba.
-Veo con placer, Watson, que su inteligencia se despierta.
Aquellas palabras en su boca me llenaron de satisfacción, pues era siempre muy parco
en los elogios. Animado por su aprobación, me atreví a preguntarle:
-¿El barro de que venía cubierto?...
-Es el barro de Londres. Alguien puso en mi camino esto, resbalé y caí. ¿Sabe lo que es
esto, Watson?

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-Una cáscara de banana.
-Ahora siga usted mi razonamiento. En la casa de enfrente a la que penetró como a la
nuestra el siniestro personaje del impermeable amarillo, vive Lord Brandy, cuyo padre
fue casado en primeras nupcias con Manolita Gutiérrez, noble dama española, cuyo
abuelo vivió largos años en la isla de Cuba. Ahora bien, la banana es una fruta que
abunda en la isla de Cuba. ¿Ve usted la relación que existe entre los dos hechos?
Quedé un momento abismado en la admiración que me producía su claridad mental, y
luego exclamé:
-¡Ah!...
-Ahora, dígame, Watson. ¿Qué le parece la actitud de ese policeman, ante cuyos ojos
ocurren hechos criminales como el que nos ocupa y permanece indiferente? ¿No
cree usted que el misterioso desconocido del impermeable amarillo debe tener
cómplices poderosos, tal vez dentro del mismo Scotland Yard?
-Ese asunto se complica, pero si el hombre fuera inocente…
-¿Cree usted que me habría lanzado sobre su pista?
No, Watson, ese desconocido no ha podido traer nada bueno. Llame usted a nuestra
patrona.
Pocos instantes después entraba nuestra fiel hospedera secándose las manos. *…+.
-Señora, se trata de un asunto muy grave, están en juego la vida, el dinero y el honor
de muchas personas, y por eso le ruego que haga memoria: ¿Vio usted hace
aproximadamente dos horas a un hombre misterioso, que oculto por un impermeable
amarillo penetró sigilosamente en el portal de esta casa?
-Sí, señor Holmes.
-¿Y no notó usted nada extraño en su actitud?
-No, señor Holmes, era el de siempre.
-¿Le ha visto usted otras veces?
-Hace un año lo veo todos los días.
Holmes dio un salto en la silla y fijó sus ojos de milano en los mansos ojos de la mujer
que, como hipnotizada, agregó:
-Es el lechero, hace un año que deja todos los días su botella de leche.
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero la expresión grave del rostro de Holmes
me contuvo.
-Traiga usted esa leche-ordenó. Cuando se la trajeron, se encerró en su laboratorio, y
no salió hasta bien entrada la noche. Yo comí solo, hondamente preocupado por aquel
asunto, que era uno de los más extraños casos que se nos habían presentado en los
cinco últimos años.
Holmes me invitó a ir al teatro y durante toda la función estuvo alegre como un
escolar. Cuando regresamos a casa me dijo:

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-Watson, ¿Qué le dije yo cuando vimos por primera vez al misterioso personaje del
piloto amarillo?
-Que ese hombre no podía traer nada bueno.
-Y así es, querido Watson, he analizado la leche y contiene un treinta y cinco por ciento
de agua y un quince por ciento de cal. ¿Tenía o no razón?
Una vez más tuve que inclinarme ante el genio de Sherlock Holmes.

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MI DISCURSO A LOS GRADUADOS
Woody Allen

Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una
encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la
desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría
para elegir lo que más nos conviene. No inspira mis palabras la futilidad, dicho sea de
paso, sino un frenético convencimiento en el absurdo irremediable de la existencia,
que podría fácilmente parecer pesimismo. No se trata de eso. Se trata, sencillamente,
de una sana preocupación ante el trance por el que atraviesa el hombre moderno.
(Quede aquí definido el hombre moderno como toda persona nacida después del
edicto de Nietzsche "Dios ha muerto", y antes del éxito pop "I Wanna Hold Your
Hand"") Tal "trance" puede enunciarse de una manera o de otra, si bien ciertos
filósofos del lenguaje prefieren reducirlo a una ecuación matemática, fácil no ya de
resolver sino de llevar en la cartera.
Planteado en su forma más sencilla, el problema es: ¿Cómo es posible que tenga
sentido un mundo finito que viene determinado por las medidas de mi cintura y
cuello? Esta cuestión se hace particularmente ardua cuando vemos que la ciencia nos
ha burlado. Cierto, ha vencido muchas enfermedades, ha roto el código genético,
hasta ha enviado seres humanos a la Luna, pero si metemos a un hombre de ochenta
años en un dormitorio con dos camareritas de dieciocho, nada ocurrirá. Porque los
problemas auténticos no cambian. A fin de cuentas, ¿podemos escrutar el alma
humana a través de un microscopio? Tal vez, pero en todo caso será ineludible
emplear uno de ésos que son muy caros y tiene dos oculares. Sabemos que la
computadora más avanzada del mundo no tiene un cerebro tan complejo como el de
una hormiga. Cierto, lo mismo podríamos decir de la mayoría de nuestros parientes,
pero no hemos de soportarles más que en las bodas o las grandes ocasiones. En todo
momento dependemos de la ciencia. Si noto un dolor en el pecho, he de hacerme una
radiografía. Pero ¿y si la radiación de los rayos X me crea un problema mayor?
Supongamos que me tienen que operar. Y supongamos que mientras me dan oxígeno,
a un interno se le ocurre encender un cigarrillo. La próxima cosa que ocurriría es que
yo saldría proyectado en pijama sobre las torres de la Bolsa. ¿Para eso sirve la ciencia?
Cierto, la ciencia nos ha enseñado cómo pasteurizar el queso. Lo cual puede ser
divertido en compañía femenina, también es cierto. Pero ¿y qué pasa con la bomba H?
¿Habéis visto alguna vez lo que ocurre cuando una de esas cosas se cae al suelo
accidentalmente? ¿Y dónde queda la ciencia cuando uno se interroga sobre los
enigmas eternos? ¿Cómo se originó el cosmos? ¿Lleva en danza mucho tiempo? ¿Se
formó la materia con una explosión o por la palabra de Dios? Y de ser este último el
caso, ¿por qué no puso Él manos a la obra un par de semanas antes, cuando el clima
era más templado? ¿Qué queremos dar a entender exactamente al decir "el hombre
es moral"? A todas luces no se trata de un cumplido.
También la religión se ha olvidado de nosotros, por desgracia. Miguel de Unamuno
escribe gozosamente sobre "la eterna persistencia del conocimiento", pero no es esto
proeza fácil. Sobre todo cuando se lee a Thackeray. Pienso con frecuencia en lo
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cómoda que debía de ser la vida para el hombre primitivo, gracias a su fe ciega en un
Creador todopoderoso y benevolente que veía por sus criaturas. Imaginad su
desilusión al ver cómo su mujer se ponía hecha una vaca. El hombre contemporáneo
carece de esa paz interior, desde luego. Se descubre sumido en plena crisis de fe. Se
halla, como decimos elegantemente, "alienado". Ha visto los desastres de la guerra, ha
padecido las catástrofes naturales, ha visitado los bares de enrrolle. Mi buen amigo
Jacques Monod solía referirse a la aleatoriedad del cosmos. Estaba convencido de que
todo en la existencia ocurría por azar con la posible excepción de su desayuno, el cual
atribuía con toda certeza a una iniciativa de su ama de llaves. La fe espontánea en una
divina inteligencia inspira tranquilidad. Pero ello no nos libera de nuestras
responsabilidades humanas. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Si. En lo que a
mi respecta, detalle interesante, comparto tal honor con el zoológico de Prospect Park.
Al sentirnos, pues, privados de dioses, hemos convertido a la tecnología en Dios. Pero
¿puede la tecnología constituir la respuesta válida cuando un Buick nuevo, con mi fiel
colega Nat Zipsky al volante, embiste la vitrina de un Wimpy, obligando a cientos de
clientes a dispersarse? Mi tostadora no ha funcionado bien una sola vez en cuatro
años. Según las instrucciones, meto dos rebanadas de pan en las ranuras, y salen
disparadas segundos después. En cierta ocasión le fracturaron la nariz a una mujer que
yo quería entrañablemente. ¿Confiamos en las clavijas, los tornillos y la electricidad
para resolver nuestros problemas? Sí, el teléfono es una gran cosa —y la nevera— y el
aire acondicionado. Pero no todos los acondicionadores de aire. El de mi hermana
Henny no, por ejemplo. Hace mucho ruido, pero no enfría. Cuando llega el técnico para
arreglarlo, aún es peor. O ocurre eso o le recomienda que se compre uno nuevo. Si mi
hermana protesta, él responde que no vuelva a molestarse en llamarle. He aquí un
hombre en verdad alienado. Y no sólo está alienado, sino que no puede dejar de
sonreir.
El conflicto radica en que nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad
mecanizada. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o
son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece
insensible ante las necesidades de los humildes. Después de las cinco, es rarísimo que
nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. Y no pretendo negar que la
democracia permanezca como la mejor de las formas de gobierno. Las democracias, al
menos, defienden la libertad individual. Ningún ciudadano puede, injustificadamente,
ser torturado, encarcelado o forzado a presenciar ciertos espectáculos de Broadway.
Son derechos que en la Unión Soviética aún se está lejos de conseguir. De acuerdo con
el totalitarismo, por el simple hecho de ser sorprendida silbando, una persona puede
verse condenada a treinta años de trabajos forzados. Y si a los quince no ha dejado de
silbar, es pasada por las armas. A esa manifestación brutal de fascismo hay que unir su
homóloga, el terrorismo. En ninguna otra época de la historia ha sido tan aguda en el
hombre la prevención de trinchar la chuleta de ternera, por temor a que explote. La
violencia engrendra violencia y los pronósticos coinciden en afirmar que hacia 1990 el
secuestro será la fórmula imperante de relación social. El exceso de población será
causa de que el problema más sencillo tenga consecuencias gravísimas. Las cifras
indican que hay ya en el planeta mucha más gente de la que se precisa para mover
hasta el piano más pesado. Si no se pone freno a la natalidad, hacia el año 2000 ya no
quedará espacio libre para servir las comidas, como no se monten las mesas encima de
desconocidos. Quienes además tendrán que permanecer inmóviles mientras

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comemos. La energía tendrá que racionarse, naturalmente, y cada coche no tendrá
derecho a gasolina más que para retroceder unos centímetros.
En vez de hacer frente a estos desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales
como la droga y el sexo. Vivímos en una sociedad demasiado tolerante. Nunca la
pornografía había llegado a extremos tan desenfrenados. Y esas películas están tan
poco iluminadas! No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos
faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva
en el cosmos, y nos atormentamos mutuamente con una violencia que nace de
nuestras frustraciones y de nuestro dolor. Por suerte, no hemos perdido el sentido de
la proporción. Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades.
Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en
esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis
de la tarde.

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No comeré lechuga en verdes pétalos...
Vinícius De Moraes

No comeré lechuga en verdes pétalos


Ni zanahoria en hostias deslavadas
Pienso dejarle el pasto a las manadas
Y al mundo de los sanos y dietéticos.

Voy a chupar cajú, mango y guayaba


Tal vez poco elegantes en un poeta
Ya peras y manzanas, que el esteta
Las coma a su placer, con su ensalada.

Rumiante no nací como las vacas


Roedor menos que menos; yo nací
Omnívoro: a mí denme mucho guiso

Y bife, y queso fuerte, y paratí


Y he de morir de infarto, entusiasmado
De haber vivido sin comer en vano.

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El Camaleón que finalmente no sabía de qué color
ponerse
Augusto Monterroso

En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo
en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de
total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían
enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los
bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e
hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del
momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a
través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado,
aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones
especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo
tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que
con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales
para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o
de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres,
cuatro o cinco superposiciones de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición,
adoptó también el sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a
medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas
prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de
las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina
general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran
dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el
orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho
consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si
alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para
descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos
para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía
entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros,
aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
De esa época viene el dicho de que
Todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.

16
Necrológica
María Elena Walsh

Hondo pesar ha causado


el deceso inesperado
a los 95 años de edad
del ilustre caballero
–Orden de la Cruz del Cuero–
Don Saturnino Pérez del Peral.

Como sus antepasados,


a la cría de ganado
sacrificó su juvenil afán.
Luego halló en el Viejo Mundo
campo vasto y más profundo
para estudiar Heráldica y viajar.

En su mocedad casose
con doña Celedonia Pesos Posse,
dama de alcurnia y humildad sin par.

Autor de fuste y sin pausa,


profesor honoris causa,
ex secretario de la Liga Austral,
con austera fe cristiana
el Licor de las Hermanas
probó en el éxito y la adversidad.

Por el eterno reposo


del alma de tan piadoso
señor, se oficiarán en el Pilar
Misa de cuerpo presente,
Misa diaria, Misa urgente.

17
Y Misa hasta en la Sociedad Rural

para ver si Dios se apiada


de este viejo cabrón
que no hizo nada más
que estafar a media humanidad.

18
El día del arquero
Juan Sasturain

De pibe, uno es arquero por vocación o por descarte: "Atajo yo" o "Vos, gordo, andá al
arco". Pero predomina el descarte o el negociando ir y venir de incesantes arqueros
siempre renovados: "Viejo, un gol cada uno… Ahora te toca a vos". Es decir que la
vocación pateadora es primeriza, natural, instintiva. La atajadora, no. La primera tiene
que ver con la ardorosa actividad infantil, la participación directa sólo limitada por el
grado de iniciativa para correr como un desaforado detrás de la pelota. La arqueridad,
en cambio, se vincula a un cierto grado de madurez. El que ataja es porque ha vivido.
Aunque sea un poquito.
Y vivir es tener conciencia de la malaria –entre otras cosas–; trascender el juego y
asumir que se puede perder: el arquero apuesta siempre y no tiene empate. Tanto el
gordito que se banca las puteadas porque no le salió al habilidoso que venía con pelota
dominada, como el vocacional que la perdió en un lujo y también es masacrado sin
piedad, ambos aprenden de salida eso de "el puesto más ingrato". Como el referí, el
arquero suele ser bueno cuando pasa inadvertido, cuando hace fácil lo difícil, cuando
simplifica. Se repara en él cuando se equivoca y su error no es suyo solamente: todos
los demás lo pagan por él y él paga por todos. Pobre, maneja culpas.

La figura en el marco

El arquero está bajo el arco de triunfo, bajo las maderas de la horca. Enmarcado, listo
para el fusilamiento o el paspartout de la gloria, el arquero es el único protagonista
trágico del fútbol. No tiene ninguno de los yeites que suministra el respiro, la borrada
ocasional de tirarse un rato a la punta o devolverla rápido, como los volantes y
delanteros. El arquero, no: los postes son muy finos para esconderse, la red es
transparente… No es casual que en los "Grafodramas" de Medrano –aquella
memorable tira gráfica unitaria de "La Nación"– los motivos deportivos fueran casi
siempre protagonizados –agonizados– por el arquero: balinazo en el travesaño, pique
en falso, fogonazo de fotógrafo enceguecedor. Porque hay una verdad espantosa: los
goles se los hacen al equipo, pero el vencido es el arquero. Y fíjense si no: hay un
premio para el goleador pero no para el hombre del arco… Los goles los hace uno, la
valla menos vencida la defienden todos.
Que el arquero suele ser el hijo de la pavota está demostrado por la iconografía
deportiva de todos los tiempos: los suplementos de los lunes se ufanan en mostrarlos
en posición botella de jardín, abrazados a un palo como a un rencor, tomándose
medidas para hacerse gorras… Alguna vez, si no es cuando atajan un penal definitivo,
¿se ve a un guardavalla abrazado, abrazador, sonriente o colgado del alambrado?
Never, never. El arquero, masoca vocacional, listo para la crucifixión, es –además– el
"culpable" del no gol y, casi siempre, el sospechable responsable del gol convertido.
Como a Pascual Angulo, la rima; el arquero la culpa lo persigue.

19
Nomenclaturas

La cosa empieza ya en el nombre que describe su oficio, ambiguo si los hay: arquero.
¿Arquero de qué arco? Cualquier abombado sabe que en el fútbol no hay arcos sino,
cuanto mucho, marcos… Los misterios de la semántica futbolera convirtieron un
rectángulo en arco, transmutaron el receptor de los envíos en sinónimo de prodigador
de dardos… El arquero nace ya con esa contradicción.
Hay otros nombres, claro. Como el Dios de Abraham, yo sospecho que tras tantas
denominaciones no se pretende hallar la precisa sino ocultar el verdadero, el
innombrable: cuidapalos –que no guardabosques–, guardavalla, el imbécil e
incontrastablemente galaico de portero, el cajetilla guardameta, el vetusto goalkeeper,
el insólito golero –¿por qué, dioses del Alumni, por qué?–, más todos los circunloquios
de "el número uno" que se le ocurran al relator de turno, pasando por todos los
epítetos de la tribuna. Tanta variedad sólo esconde la pobreza: nadie puede abarcar la
singularidad total del que empilcha distinto, la maneja con la mano y, en el fondo, ni
siquiera juega al fútbol: juega de arquero.
Y el arquero es el último en salir/entrar, al túnel y a la cancha. Papelitos y puteadas,
sobre sus espaldas cargadas… Sobrelleva esas responsabilidades con la misma estoica
entereza con que asimila sin onomatopeyas los apodos animales de los bichos que lo
remedan: hay innumerables arqueros a los que llamaron "mono", como Blazina o
Guibaudo, "oso", como Díaz o el actual Ferrero, o "araña" como Lev Yashin. Pero los
arqueros han sido habitualmente "gatos", a lo Mussimessi o a la manera de Andrada.
Ágiles, grandotes o de brazos largos, la red y los postes invitan a adivinar la jaula a su
alrededor.
Y en esa especie de los arquéridos hay dos géneros, en las clasificaciones más
difundidas: los atajadores y los jugadores. El primero, ataja; el segundo ataja y juega.
Por la función redundante, al primer grupo suele denominárselo de los arqueros-
arqueros, algo ya decididamente surrealista que a Linneo hubiera espantado. Pero a
los arqueros, bichos de dura caparazón, no.
Por todas estas razones creo que ha llegado el momento de darle al arquero el lugar y
la importancia que se merece: nos sacamos guantes y rodilleras del alma y, con el
corazón y la pelota en la mano, instituimos el 27 de octubre "Día del Arquero".
Nunca más chanzas con la celebración que hasta ahora remitía al infinito. Que de aquí
en más, de Ormeño a Camarattam del "Pato" Filliol al goleado goalkeeper de San
Lorenzo de Mar del Plata, todos se encuentran bajo los palos del afecto en este día
glorioso: no en vano, hace muchos años ya, ese día de octubre perdí dos dientes
contra el poste de la canchita municipal de mi pueblo, pero la saqué. Sí señor, la saqué.
Y ganamos.

Suena el silbato, señoras y señores…

20
ULPIDIO VEGA
Roberto Fontanarrosa

Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo


por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te
persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte,
mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura
misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero
gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a
bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San
Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te
alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la
ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y
Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde cuando algún
fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el
caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la
faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas
animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el
meñique.
Pero eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro que también
trabajó en el frigorífico.
Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era
también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se
levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era
una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que
ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto
frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume
dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina
aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!

21
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una
perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin
palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que
rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la
faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la
bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa, desde chicos les acariciara la frente, les
planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a
Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato" se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan "sólo es por ella". "Si no te enfrío"
le contestaba Juan, que no era lerdo "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y
encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labia, de sus promesas vanas,
de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el
campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar
al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna
sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!" se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el
campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca
se supo quién le pasó el dato. Tal vez, fue esa mágica intuición de madre la que la llevó
hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca, una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso
sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire
asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío,
ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió
tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que
lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos
porque le pegó media hora, de corrido.

22
Temores injustificados
Fernando Sorrentino

Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras casi
dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a un amigo que
sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al caso: pongamos que se
llama —es un decir— Enrique Viani.
Cierto sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
Resulta que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón,
Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato
derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había
visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le
introdujo, por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
Enrique Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan
desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a
saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen veneno, y
la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando se consideran
agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal tendría, por fuerza,
abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque tal concepto es erróneo, ya
que las más letales suelen ser las arañas más pequeñas —por ejemplo, la tristemente
célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó que lo más sensato era quedarse inmóvil,
pues, al menor estremecimiento suyo, la araña le inyectaría una dosis de ponzoña
definitiva.
De manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de
que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia
derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás
encontraría qué comer.
Al formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se ponía en
marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo percibir —y
contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas— sobre la erizada piel
de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba: por el contrario, instaló su nido,
tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen, en la concavidad que todos tenemos
detrás de la rodilla.
Hasta aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le
siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani, en el
temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el tiempo que
fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le impartieron su
mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto en que ningún
progreso fue posible.
Entonces Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía
resolver el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta
semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la gente que
no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré una escena
23
patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado forzada, parecida a la
del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las muchachas lloraban.
Logré mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a
Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar con toda
facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no transmitir el
mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
—¿Qué plan?
Le expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo arriba, la
pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla, a la araña. Una vez
realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un golpe de un periódico
arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle muerte o capturarla.
—No, no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón
va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
A la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era
perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el lujo de
rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
—Entonces no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche
le festejamos los quince años a Patricia...
—Felicitaciones —dije, y besé a la afortunada.
—... y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
—Además, qué va a decir Alejandro.
—¿Quién es Alejandro?
—Mi novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
—¡Tengo una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
Me apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo
tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a él
con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró más
entusiasmo que nadie.
De manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas
palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa
y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y delgado. La
estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a Enrique Viani dormir
de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la posición vertical. Luego don Nicola
revocó prolijamente la construcción, le aplicó enduido y la pintó de color verde musgo,
para que armonizara con el alfombrado y los sillones.
Sin embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco
producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida, una
lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
—Que por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.

24
Para que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de
Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados nuestros
jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la precaución de
confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos de Enrique Viani,
quien así podría divertirse contemplando ciertas irregularidades advertibles en la
pintura de la pared. Viendo, pues, que todo era normal, me despedí de los Viani y de
don Nicola, y regresé a casa.
En Buenos Aires y en estos años, todos estamos abrumados de tareas y compromisos:
lo cierto fue que me olvidé casi por completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince
días, logré hacerme de un ratito libre y fui a visitarlo.
Me encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de
que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de
campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través de la
ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la pregunta que
yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por una suerte de sabia
adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había eximido a Enrique Viani de
necesidades físicas de toda índole.
No quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a Enrique
Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin duda la famosa
araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la obra de don Nicola
y...
Enrique Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a
negar desesperadamente con los ojos.
Cansado y, quizás, un poco triste, me retiré.
En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los últimos tiempos, recordé dos o
tres veces su situación, y me encendí en una llama de rebeldía: ah, si esos temores
injustificados no fueran tan poderosos, ya verían cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa
ridícula construcción de don Nicola; ya verían cómo, ante la elocuencia de los hechos,
Enrique Viani terminaría por convencerse de que sus temores son infundados.
Pero, después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy cuenta
de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a despojar a
Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.

25
Del que no se casa.
Roberto Arlt

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las
cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de
casarse “debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el co­nocerse uno no
tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío
me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es
negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso
que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto “ella” como yo nos acordamos que para casarse
se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de
empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A
todo esto, mi novia y la madre andaban a la gre-ña. Es curioso: una, contra usted, y la
otra, a su favor, siempre tiran a lo mis-mo. Mi novia me decía:
-Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de de-cirme cuándo
se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una
furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Cha-plín nació de la conjunción
de dos miradas así. El estaría sentado en un ban-quito, la suegra por un lado lo miraba
con fobia, por el otro la novia con pa-sión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa
torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase du-rante el
noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando con-siguiera empleo me
casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto!… ¡ciento cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al
cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el ma-trimonio hasta que me
ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son
novias, las mujeres pasan por un fenómeno cu-rioso, aceptan todo los razonamientos;
cuando se casan el fenómeno se in-vierte, somos los hombres los que tenemos que
aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia
era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que
ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de
paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Dos, más dos, más
dos, seis años. Mi novia puso cara de “piola”, y entonces con gesto dig­no de un héroe

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hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas grie-gas que, según me han
dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los
muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era
imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de tres-cientos pesos, cuando menos,
doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas
podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental su-mamente
curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato triple. Al mismo
tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñala-das con los ojos. Yo la
miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudi­nario que espera “morir por su
ideal”. Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabe­za meditando en las broncas intestinas,
esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado
se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se
moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y
no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera.
Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba,
propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: “Le llevaré
flores”. Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En
fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me
aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir el aumento de setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y
amenazador:
-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento. Y cuando le iba a
contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la eviden-cia que se está
loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades men-tales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elec-ción y a que
resuelva si se reforma la Constitución o no. Una vez que el Con-greso esté constituido y
que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente
al cumplimiento de mis compromisos. Pe-ro hasta tanto el Gobierno provisional no
entregue el poder al Pueblo Sobe-rano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que
pueden dejarme cesante.

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