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CAPÍTULO X

LA FAMILIA COMUNITARIA DEL TERCER MILENIO: LA PROPUESTA


CRISTIANA

1.- La familia en el pensamiento de Juan Pablo II

El cristianismo comienza con un hecho familiar: la Encarnación del Verbo (cfr. Tertio Milenio
Adveniente, 6). Juan Pablo II decía en 1994 : "...estamos viviendo el año de la familia, cuyo
contenido se vincula estrechamente con el misterio de la Encarnación y con la historia misma
del hombre (...). Es por esto necesario que la preparación del gran jubileo pase, en cierto
modo, a través de la familia. ¿Acaso no fue por medio de una familia, la de Nazaret, que el Hijo
de Dios quiso entrar en la historia del hombre?"(TMA, 28).

Juan Pablo II fue pionero en muchas cosas y aquí vamos a utilizarlo de referencia para hablar
de la propuesta familiar cristiana. Es, genuinamente hablando, un pensador revolucionario.
Entre sus muchas originales aportaciones al pensamiento contemporáneo está la llamada de
atención sobre la necesidad de reformular y hacer un hueco social a la familia soberana. La
familia, como el ámbito de equidad generacional básico y primordial, es el marco en el que la
reciprocidad social resulta en la muestra más palmaria de igualdad entre los seres humanos.
Donde más iguales somos es en familia.

Juan Pablo II ha rebatido mejor que ningún otro la crítica tantas veces vertida contra la religión
católica sobre el dicho de que el catolicismo tiene un modelo claro de vida buena en Jesucristo,
pero carece de modelo de sociedad. El Papa ha puesto repetidamente de manifiesto que la
familia de familias, la familia de naciones, de la que ha hablado en la ONU y otros foros
internacionales, y la familia singular, constituyen el modelo social cristiano por excelencia. El
catolicismo tiene un modelo de sociedad marcado por dos trazos gruesos que separan lo que
se afirma y lo que se niega. Se afirma la familia, se niegan las denuncias de que ha sido objeto
el orden social vigente a través de los documentos magisteriales que conforman la Doctrina
Social Católica y a la que Juan Pablo II ha contribuido con tres encíclicas. Pero, centrémonos
en lo que se afirma que es la familia.

¿Qué entiende el Papa por familia? Una comunidad de amor abierta a la vida y al resto de la
sociedad. "La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo
vivo y participación real del amor de Dios" (Familiares Consortio, 17). Este concepto de
comunidad con vínculos trascendentes que hacen necesaria referencia al Amor por excelencia,
es distintivo del pensamiento de Juan Pablo II. "Sin el amor, la familia no puede vivir, crecer y
perfeccionarse como comunidad de personas" (íbid.18). El Papa entiende la comunidad no
como un modelo rígido trasplantable a través de la historia, sino como fruto de la inventiva,
originalidad y juventud del amor. "La familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la
primera sociedad humana" (Carta a las Familias, 7). Ciertamente el amor es el motor de la
historia y las familias como iglesias domésticas son fundamentalmente transmisoras y
educadoras en el amor, entendido como donación y entrega de sí. "Este es el clima de la
comunidad familiar como Cristo la ha querido e instituido. Una familia nace con el sacramento
del matrimonio, en el que los esposos se entregan y se acogen recíprocamente prometiéndose
felicidad, amor y respeto para toda la vida, en la prosperidad y en la adversidad. Cuando se
intercambian esa promesa, los esposos se comprometen, en cierto sentido también en favor de
los hijos, pues también a ellos se dirige la promesa de felicidad mutua. Con ella contarán los
hijos, y de la experiencia que podrán hacer de su cumplimiento diario y perseverante
aprenderán lo que significa amarse de verdad y la alegría que puede existir en la entrega
recíproca sin reservas" (Homilía 31,XII,1995).

Juan Pablo II se refiere a la familia como sociedad primordial y, en cierto modo, soberana (cf.
CF,17). La familia es "la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre"
(CF,7). La familia es, por otro lado, un sujeto social específico como lo pueda ser el individuo,
y, sin duda más relevante que la Nación o el Estado, aunque estos tiendan a abrogarse el
monopolio de la soberanía (cf. CF,15). De ahí que la familia tenga derechos específicos,
innatos, que "no son simplemente la suma matemática de los derechos de la persona, siendo la
familia algo más que la suma de sus miembros considerados singularmente" (CF,17).

Todo esto tiene una trascendencia notable y que puede devenir en cambios estructurales que
ahora son difíciles de imaginar. Realmente, la concepción de la familia como sujeto soberano
tiene implicaciones que desbordan la imaginación. Por eso, las políticas familiares están
todavía en su infancia. Si profundizamos en esta propuesta de la familia soberana de Juan
Pablo II podemos llegar muy lejos y producir transformaciones sociales de singular relevancia.

Ciertamente, la realidad del ser humano es primariamente familiar: antes que ciudadanos,
electores, consumidores, etc., somos seres familiares. Podemos afirmar sin miedo a
equivocarnos que la familia es anterior al matrimonio aun cuando cronológicamente sea al
contrario: si una pareja que se casa decide no tener hijos podemos decir que se trata de un
matrimonio no válido, y por tanto no hay familia; el matrimonio se “inventa” para preservar la
familia, para proteger al débil. Sin embargo, esta realidad está mayoritariamente ignorada.
Entre otras cosas porque los condicionamientos de la afirmación del individuo sobre la
comunidad, una de cuyas manifestaciones es la permisividad del divorcio, impide a la familia
personarse como sujeto de derechos en la mayoría de los foros dispensadores de justicia del
mundo. La legalización de la disolución familiar merma su consideración como sujeto social y
facilita la negación de su soberanía y de sus derechos.

Aquí late un conflicto entre individualismo y comunitarismo. Si la formalización del matrimonio


no cambia la consideración del individuo como sujeto de derechos, no resta derechos
individuales para sumar derechos colectivos, entonces, la familia no tiene hueco en ese
conflicto irredento de soberanías entre el individuo y el estado. Ambos tienen que ceder poder
a la familia para que ésta encuentre su hueco social, no solamente legitimado por la costumbre,
sino también por la ley, de manera que pueda tener iniciativas, protegerse y servir, que esta es
su finalidad, al bien común global.

Esta visión es, sin lugar a dudas, revolucionaria. También es, sin embargo, tan antigua como el
hombre mismo y la Iglesia no hace sino llamar la atención sobre esta tremenda disfunción
social que supone el emparedamiento de la familia entre el individuo y el estado.

En esta tesitura, parece claro que la familia necesita protección. Las invasiones en el área de
discreción familiar son múltiples. "El deber de proteger a la familia exige hoy realizar un
esfuerzo especial para garantizar a los esposos la libertad de decidir responsablemente, sin
ningún tipo de coacción social y legal, cuántos hijos quieren tener y cómo quieren espaciar los
nacimientos" (Audiencia, 18,III,1994). Sin embargo en nuestra sociedad lo que podemos
observar es la “incorrección social” para un matrimonio afirmar que no utiliza métodos
anticonceptivos, que las viviendas están pensadas para familias con no más de dos hijos y sin
ancianos a su cargo, que no existen ayudas estatales reales para la familia, que el mercado de
automóviles difícilmente provee de medios de transporte a las familias numerosas, que el
mercado laboral rechaza a las mujeres casadas con hijos... Junto con esto, a nivel internacional
se atenta contra este derecho fundamental de los esposos de muy diversos modos: se han
realizado esterilizaciones forzosas a cambio de alimento, por ejemplo, en numeroso países del
Tercer Mundo como Perú, India o Brasil, el ACNUR rápidamente establece campamentos
médicos para llevar a cabo esterilizaciones en las zonas de refugiados (Bosnia, Afganistán,
Ruanda...), en China se han llegado a alcanzar más abortos que nacimientos en el 2002, la
ONU intenta establecer una política global de Derechos Reproductivos (planificación familiar,
anticoncepción y aborto) incluyéndolos en la Declaración Universal de Derechos...

Después viene la genuina libertad de educación, terriblemente amenazada en tantos lugares,


por lo que Juan Pablo II pide "para que las familias perseveren en su deber educativo con
valentía, confianza y esperanza, a pesar de las dificultades tan graves que parecen
insuperables" (CF,16). En este terreno, el derecho-responsabilidad de la familia cada vez está
más atacado: graves dificultades para elegir libremente centro educativo para los hijos,
bombardeo a los niños con conductas violentas, de dominación, de banalización y comercio de
la sexualidad a través de los medios de comunicación social (principalmente la TV),
autorización legal a menores para poder abortar sin necesidad de contar con el permiso
paterno (en Francia, por ejemplo), instalación en los institutos de enseñanza (donde estudian
menores sujetos a la responsabilidad familiar) de expendedores de profilácticos, realización de
sesiones de educación sexual para niños y adolescentes, muchas veces llevadas a cabo por
colectivos de homosexuales, sin autorización paterna... En definitiva, hoy podemos
interrogarnos acerca de si el Estado está conduciendo a la siguiente generación por la
instrucción en el vicio y no en la virtud.

En seguida, la batalla por la dignidad: el reconocimiento de las tareas domésticas como trabajo
activo y su equiparación laboral con otras ocupaciones que se desarrollan fuera del hogar. Más
adelante viene la conceptualización de la deuda filial que es una pieza fundamental para que
haya una genuina equidad generacional: el cuidado de los mayores también debe de tener su
reconocimiento formal de igual manera que el papel que están jugando hoy en día los abuelos
en la educación de los niños (principalmente por la ausencia de los padres por motivos
laborales) junto con la riqueza que supone para una sociedad poseer jubilados con experiencia
y gran cantidad de tiempo, que debería aprovecharse y gestionarse en beneficio de la
comunidad y de los propios pensionistas. Todos estos pasos son sucesivos avances que hay
que emprender a través de las políticas familiares para consolidar la soberanía de la institución
familiar.

Pero las políticas familiares no se agotan en sí mismas. Es necesario también hacer una
política desde la familia. Es decir, orientar la política global, la económica, la exterior, la social,
etc., a los condicionamientos que impone el reconocimiento de la soberanía de la familia. Así,
dice el Papa, "la razón de ser de la familia es uno de los factores fundamentales que
determinan la economía y la política del trabajo. Estas últimas conservan su carácter ético
cuando se toman en consideración las necesidades de las familias y sus derechos" (Homilía,
6,VII,1979).

La paulatina incorporación en diversas legislaciones nacionales de la ley del divorcio, se ha


visto en algunos foros como una consecuencia lógica de la consolidación del régimen de
libertades. Esta actitud esconde un grave prejuicio y causa grandes perjuicios. El prejuicio es
pensar que solamente los que tienen personalidad jurídica reconocida como individuos
mayores de edad son sujetos de libertades. Los perjuicios son fundamentalmente dos: la
feminización de la pobreza y las disfunciones causadas en el proceso de crecimiento afectivo
de niños y jóvenes. Es decir, el divorcio ignora a los más débiles y daña como resultado a la
sociedad en su conjunto.

La Iglesia, que siempre ha estado al lado de los más débiles, ha hecho valer su voz siempre
que ha podido en defensa de los niños, de las mujeres, y, en definitiva, de la estabilidad
familiar, denunciando las falacias del divorcio. Falacias que también se extienden a los mismos
contrayentes del vínculo matrimonial que de iure, son privados de la libertad de casarse
indisolublemente. Efectivamente, en los países donde está vigente la ley del divorcio, no se da
opción a los que quieren casarse indisolublemente a ejercer esa libertad: el divorcio les
amenaza a ellos tanto como a los que lo eligen implícita o explícitamente. Hablemos ahora de
ello.

2.- El divorcio y el homosexualismo

Los males producidos por el divorcio, son, por otro lado, manifiestos. En los Estados Unidos,
país que tiene la cifra más alta de inestabilidad familiar con un 50% de matrimonios rotos, se ha
probado que la violencia juvenil está más relacionada con la situación familiar que con otros
factores como la raza o la pobreza. En Inglaterra, con un tercio de divorcios del total de
matrimonios celebrados, se ha comprobado que en la mayoría de los casos, el estatus
socioeconómico del varón sube tras el divorcio, mientras que el de la mujer baja
dramáticamente. El divorcio igualmente, incide de un modo negativo en la vida personal: se ha
comprobado en EE.UU. que en los hombres casados el estrés laboral no se asocia al
incremento de la mortalidad debida a otras causas mientras que en varones divorciados sí, y
que las adolescentes cuyos padres se divorcian y los niños que no viven con ambos
progenitores incrementan espectacularmente sus posibilidades de divorciarse una vez llegan al
matrimonio, el divorcio “se hereda”.

En el tema de las cifras, es importante introducir también el factor tiempo, puesto que cuando
damos datos de matrimonios y separaciones / divorcios en un año, realmente no es correcto
ponerlos en relación ya que las separaciones / divorcios de hoy son los matrimonios de ayer (5,
10 ó 20 años). Además, en nuestro país la estadística no sabe lo que es la familia, en ningún
sitio podemos encontrar la medición de las víctimas del divorcio que es lo que nos interesa.
¿Cuántos niños son hijos de divorciados? La víctima del divorcio lo es también de la posibilidad
del análisis social. En Inglaterra, en 1999 en el 55% de los divorcios realizados se involucraba
a hijos menores de 16 años, y en España en el 2000, con 100.000 sentencias de ruptura,
120.000 niños fueron separados de su padre. Igualmente en nuestro país, de dos millones de
hogares con niños ese mismo año, 265.500 estaban encabezados por un solo miembro,
preferentemente mujeres (9 de cada 10).

Por todo ello, no deja de ser curioso que haya todavía personas que defiendan la bondad social
del divorcio. Cuando esto se da entre católicos, la paradoja se agiganta. Efectivamente,
Jesucristo, como nos recuerda Juan Pablo II, lo dejó muy claro: "a la objeción de los fariseos
que defienden la ley mosaica, responde Jesús: Moisés, teniendo en cuenta la dureza de
vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así (Mt. 19,8).
Jesús se refiere 'al principio', encontrando en el origen de la creación el designio de Dios, sobre
el que se fundamenta la familia y, a través de ella, toda la historia de la humanidad. La realidad
natural del matrimonio, se convierte por voluntad de Cristo, en verdadero y propio sacramento
de la Nueva Alianza, marcado por el sello de la sangre redentora de Cristo. ¡Esposos y
familias, acordaos del precio con el que habéis sido comprados!(...). Queridas familias:
vosotras debéis ser también valientes, dispuestas siempre a dar testimonio de la esperanza
que tenéis (...). ¡No tengáis miedo a los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que
vuestras dificultades!" (CF,18).

Juan Pablo II ha sido inequívoco al respecto. Para el gran Papa, el divorcio es una plaga social
que "aunque en muchos casos está legalizada, no deja de constituir una de las grandes
derrotas de la civilización humana" (Ángelus, 10,VII,1994). En esa misma ocasión, apostillaba
Juan Pablo II: "la Iglesia sabe que va contra corriente cuando anuncia el principio de
indisolubilidad del vínculo matrimonial. Todo el servicio que debe a la humanidad le exige
reafirmar constantemente esa verdad, apelando a la voz de la conciencia que, a pesar de los
condicionamientos más serios, no se apaga completamente en el corazón del hombre (...).
Alguien podría objetar que eso solo es comprensible y válido en un horizonte de fe. ¡Pero no es
así! Es verdad que, para los discípulos de Cristo, la indisolubilidad se refuerza aún más gracias
al carácter sacramental del matrimonio, signo de la alianza nupcial entre Cristo y su Iglesia. Sin
embargo, este gran misterio no excluye, es más, supone la exigencia ética de la indisolubilidad
también en el plano de la ley natural. Desgraciadamente, la dureza del corazón, que Jesús
denunció, sigue haciendo difícil la percepción universal de esta verdad, o determinando ciertos
casos en los que parece imposible vivirla. Pero cuando se razona con serenidad y mirando al
ideal, no es difícil estar de acuerdo en que la perennidad del vínculo matrimonial brota de la
esencia misma del amor y de la familia. Solo se ama de verdad y a fondo cuando se ama para
siempre, en la alegría y en el dolor, en la prosperidad y en la adversidad. ¿No tienen los hijos
gran necesidad de la unión indisoluble de sus padres? y ¿no son ellos mismos, muchas veces,
las primeras víctimas del drama del divorcio?".

En EE.UU. la sociedad ha empezado a plantearse seriamente el coste social que están


produciendo los divorcios masivos de tal manera que algunos estados empiezan a introducir
medidas. En el estado de Wisconsin se han introducido las listas de espera para poder
divorciarse de modo que se establece un período en el cual la administración busca a toda
costa la permanencia del matrimonio que busca su anulación. Se trata de lo que podemos
denominar una “tecnología de adición”, añadimos un elemento que aminora o retarda el
problema del mismo modo que en los problemas medioambientales se buscan parches que
retarden los efectos de nuestras conductas muchas veces aberrantes. Frente a este tipo de
medidas debemos plantear “tecnologías sociales de sustitución”: una vez comprobado que el
divorcio produce víctimas y hace disminuir la salud de la sociedad en el que se halla legitimado
es imprescindible que “sustituyamos”, que planteemos sin cortapisas la supuesta bondad del
divorcio y reduzcamos el hecho a la mínima expresión. Se trata de no seguir produciendo
víctimas, de defender al pequeño.

Salvando la separación para los casos pertinentes un matrimonio con hijos menores no debería
divorciarse, precisamente en función de estos hijos que tienen derecho a tener padre y madre.
Las cifras están ahí, y no queremos ser parcos en esta realidad que cada vez está más
legitimada en nuestra sociedad. Un estudio ha determinado que sólo el 53% de padrastros y el
25 % de las madrastras tienen “sentimiento de padres” para con sus hijastros. Otro estudio,
éste de la Kent State University, mostró que, comparados con hijos de matrimonios estables,
los hijos de padres divorciados obtienen peores resultados en sus relaciones con los demás,
hostilidad hacia adultos, ansiedad, falta de atención y agresiones. Robert Sampson, profesor
de sociología de la Universidad de Chicago, ha mostrado que las tasas de divorcio predicen el
rango de robos en cualquier área, sin importar las razas o las economías familiares. Sampson
estudió 171 ciudades en Estados Unidos con población mayor a 100.000 habitantes. En estas
comunidades encontró que, a menores índices de divorcio, mayor control social (por ejemplo,
supervisión de los hijos) y menor es la tasa de criminalidad. Otro trabajo en Estados Unidos,
que hizo el seguimiento de más de 6.400 niños en un período de 20 años (incluso dentro de su
edad adulta), encontró que los hijos sin sus padres biológicos en la casa cometen crímenes
con penas de encarcelamiento tres veces m á s que los hijos de familias intactas. Resultados
similares se han visto en estudios de otros países. Sólo dos tercios de los hijos de familias
divorciadas lleguen a la universidad, en comparación con el 85 % de los hijos de familias
intactas, según un estudio realizado en Estados Unidos. En Gran Bretaña una investigación a
nivel nacional encontró un estrecho vínculo entre el divorcio de los padres durante los 7 y 16
años de los hijos y una baja en el promedio de salud mental de los adultos jóvenes, con un 39
% de riesgo de padecer una psicopatología. Un estudio finlandés señala que a la edad de 22
años los hijos de padres separados experimentan con mayor grado de frecuencia la pérdida de
trabajos, son más conflictivos con los empleadores, padecen m á s separaciones y divorcios, y
recurren m á s al aborto. Resultados similares se encuentran en investigaciones realizadas en
Suecia, Alemania y Australia. La tasa de abuso sexual en niñas a manos de sus padrastros es
al menos seis o siete veces mayor que a manos de sus padres biológicos en familias con
matrimonios estables. Un equipo de profesores de psicología en la Universidad Mc Masters, en
Canadá, concluyó que los niños menores de dos años de edad tienen de 70 a 100 veces m á s
posibilidades de ser asesinados a manos de sus padrastros que a manos de sus padres
biológicos.

La experiencia en otros lugares debe llevarnos a pensar que en nuestro país no es necesario
llegar a los niveles de EE.UU. para darnos cuenta de los efectos negativos que supone el
divorcio. No podemos seguir experimentando socialmente cuando poseemos datos fehacientes
del incremento de víctimas que supone el aumento de las cifras de divorcio de padres con hijos
a su cargo.

Junto a la necesidad de repensar el divorcio, afirmamos que un reconocimiento público de la


soberanía familiar pasa primero por una profunda reforma fiscal, pasa, después, por una
profunda reforma jurídica, sobre todo en lo que se refiere a la sustitución del uso de razón por
la ya vieja concepción de la mayoría de edad, y en tercer lugar y consecuentemente, pasa por
una reforma de la ley electoral. Estamos hablando, como se podrá percibir, de una genuina
revolución ideológica. Ante los cambios de nuestra sociedad, una familia “débil” va a ser presa
del determinismo científico-técnico, ¿van a poder rechazar los padres de un niño enfermo un
tratamiento basado en terapias génicas realizadas con la destrucción de embriones humanos?
Posiblemente no, con el posible agravante del abandono en la investigación de vías
alternativas a este tipo de terapias basadas en las células madre embrionarias. Es
imprescindible junto con el mencionado reconocimiento público de la soberanía familiar una
profunda instrucción a la familia de hoy.

Es la conciencia del nosotros lo que en definitiva construye marcos de dignidad pública donde
los individuos se realizan o se dignifican en la medida en que participan y son conscientes de
su identidad colectiva. Observamos aquí un acento peculiar y distintivo cuando referimos todo
este discurso a la justificación de los derechos. No nos hemos planteado de entrada qué es el
ser humano ni cuáles son sus mínimos de dignidad en base al examen de su constitución
ontológica. En este sentido, no hemos llegado a la realidad desde la especulación. Más bien al
contrario, nos hemos preguntado qué es la sociedad y cómo la conforman los individuos a
través de las sociedades intermedias. La propuesta comunitaria nace desde abajo, del hecho
social. En nuestra opinión, éste punto de vista está fuertemente influido por la metodología
propia de la sociología y nos parece que constituye una reflexión importante a tener en cuenta
en el debate moderno sobre los derechos humanos, sobre todo, para darnos cuenta de lo
mucho que nos queda todavía por recorrer. En este recorrido el camino que conduce al
progreso social pasa necesariamente por la consideración del derecho a la soberanía de
nuevos sujetos, y no, por donde parece que van muchos, intentando consolidar la irredenta
autonomía individual. En definitiva, nosotros apostamos en este discurso por el descubrimiento
de nuevos sujetos y no por la sucesión de nuevas generaciones de derechos.

Creemos que hemos podido comprobar con estas elucidaciones, a la luz de los presupuestos
del paradigma comunitario, hasta qué punto Juan Pablo II se adelantó al tercer milenio con su
propuesta de la soberanía familiar.

Junto al grave problema del divorcio, otra de las realidades sociales que se van abriendo paso
es el homosexualismo, ese proceso legitimador, de aceptación social de la homosexualidad
que busca su parangón en el reconocimiento como familia. Existen grandes presiones sociales
a favor del reconocimiento público de la homosexualidad, introduciendo este tipo de relaciones
en el ámbito del concepto de familia y equiparándola a una opción de vida de igual estatus que
la representada por el matrimonio entre hombre y mujer con referencia a la crianza y educación
de prole adoptiva.

Este proceso de regulación social de la homosexualidad que se inició con la segunda


revolución sexual es de base individualista en la medida en que se reclaman derechos para la
autonomía individual y en este caso para la expresión sexual de esa autonomía. El problema
surge cuando de ahí pasamos a entender la familia, que es de base colectiva, también como
reclamo de derechos individuales de personas adultas y aquí no tienen fácil encaje los niños
pues no podemos entenderlos como el objeto del derecho de los padres sino como sujetos en
sí mismos de derecho. Ciertamente los individuos que quieran vivir como homosexuales deben
ser aceptados y respetados. Sin embargo la exclusividad del amor sexuado que conforma el
matrimonio tiene su razón de ser en que la familia lo es para los hijos y sancionar un único
matrimonio para homosexuales y heterosexuales como disfrute de su derecho pone en
segundo plano, como antes lo ponía el divorcio, el derecho de los hijos y así lo entiende la
propuesta familiar cristiana.

CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN

⇒ ¿Qué nexos se establecen entre familia, comunidad y sociedad en el pensamiento de Juan


Pablo II?

⇒ ¿Qué se quiere decir con la afirmación de la familia como previa al matrimonio?

⇒ Si orientamos las políticas generales desde el reconocimiento de la soberanía familiar,


¿atentamos contra el individuo y sus derechos básicos? Además de la propia familia, ¿qué o
quiénes saldrían favorecidos en este giro político?

⇒ Explica la realidad social del divorcio utilizando los conceptos de diacronía, sincronía e
individualismo.

⇒ ¿Por qué cree que hoy en día “no se puede” hablar públicamente sobre la homosexualidad
desde el conocimiento científico, tal y como aparece en el texto?

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