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Cátedra di Stefano
Cuadernillo 3.
Estilo, analogía y metáfora
2017
Índice
Abordar el tema del estilo implica inscribirse en la larga reflexión occidental sobre los
discursos, expuesta en los campos -más o menos antiguos, más o menos recuperados- de la po -
ética, la retórica, las artes de predicar, las artes de escribir, la filología, la estilística, la teoría li -
teraria.1 Es también recuperar una categoría desdeñada por sus imprecisiones pero siempre
presente y casi ineludible en el análisis discursivo. 2 Finalmente, nos enfrenta a una de esas zo-
nas donde el análisis lingüístico y el literario han confrontado o armonizado según los avatares
de la reflexión teórica.
Desde la Antigüedad clásica, se vincula el estilo con los modos de decir. Aristóteles, en su
Retórica (1985 [-350-335]) afirma al introducir el tema de la “elocución* 3, es decir, del espacio
textual donde se tratan las opciones expresivas: “no basta saber lo que hay que decir sino que
es necesario también dominar cómo hay que decirlo, lo cual tiene mucha importancia para que
el discurso parezca apropiado’'. La propiedad o adecuación considera la correspondencia con el
1 Jean.-Michel Adam (2002), al referirse al “regreso” de las disciplinas al que se asiste desde hace algu-
nos años y en particular al de la estilística, señala que ésta “aparece como un movimiento coyuntu -
ral de recuperación y de integración-articulación ecuménica de trabajos de lingüística enunciativa,
pragmática y textual, de semántica y de semiótica, de retórica y de poética”.
2 En ese sentido, el título de un artículo de Antoine Compagnon (1997) es significativo: “Chassez le sty-
le par la porte, il rentrera par la fenêtre”. También lo es el cierre de su trabajo: “Si el estilo no exis -
tiera habría, como quien dice, que inventarlo”.
3 El centramiento del estilo en la locución tiene una notable estabilidad. Recordemos que Bajtín al ha -
blar de género diferencia el estilo del tema y de la composición. Genette (1993: 116-117) en la misma
línea señala: “Por decirlo en términos clásicos, el estilo se ejerce de forma más específica en un nivel
que no es el de la invención temática ni el de la disposición de conjunto, sino el de la elocución, es
decir, del funcionamiento lingüístico”. Alain Rabatel (2007: 24) cuestiona esta tradición y señala que
al estudiar el estilo no hay que limitarse “al análisis de la elocutio, sino integrar en él la dispositio y la
inventio (incluso, la actio y la memoria, si uno se interesa en la puesta en voz/puesta en escena de los
textos)”
2
Un discurso podía combinar los tres estilos e, incluso, era conveniente que lo hiciera para man -
tener la atención del auditorio o para alcanzar a sus distintos sectores ya que la predicación se
dirigía, a menudo, a un público heterogéneo siguiendo el mandato evangélico: “Haced discípu-
los míos a todos los pueblos” (Mateo 28. 16-20).
4 En relación con el locutor, Aristóteles (19S5 [-350-335]: 192) contempla no sólo las pasiones que debe
exponer según las situaciones sino también los rasgos de género, cronolectales, dialectales y socio-
lectales: se debe, así, “acompañar la dicción adecuada a cada género y hábito. Llamo género al de
cada edad, como niñez, edad adulta o vejez, o si es mujer u hombre, y si de Laconia o de Tesalia; há -
bito, lo que es cada uno según su vida (no diría lo mismo del mismo modo el rústico y el educado)”.
5 Cicerón (1924 [-48-45]: 331-356) afirma: “Siempre fue norma del estilo de los oradores la cultura de
los oyentes. Todos los que quieren ser alabados tienen en cuenta la voluntad del auditorio y a ella y a
su arbitrio y gusto lo amoldan todo. [...] Como no busco a quien enseñar sino a quien aplaudir, alaba-
ré sobre todo a quien guarde el decoro o conveniencia de tiempos y personas. Porque no siempre ni
ante todos, ni contra todos, ni en defensa de todos, creo que se puede hablar de la misma manera”.
6 Al respecto, Quintiliano (1944 [95]: 516) plantea: “El tiempo y el lugar requieren también su propia
observación. Porque el tiempo unas veces es alegre, otras triste; unas veces libre y otras de mucha
ocupación. Así que a todas estas circunstancias debe acomodarse el orador. Y también importa mu-
chísimo atender a si se habla en lugar público o privado, concurrido o solitario, en una ciudad extra -
ña o en su patria y, finalmente, si en campaña o en la audiencia, y cada cosa requiere su estilo y su
modo particular de hablar”.
7 Cicerón (1924 [-48-45]: 356) afirma: “Será elocuente el orador que acomode a la conveniencia su dis -
curso, de suerte que las palabras correspondan bien a las cosas, y ni se diga áridamente lo que debe
ser ameno y agradable, ni con menudencias y pormenores lo que de suyo es grande”.
3
Si bien es con el desarrollo de la figura del autor 8 cuando el estilo se asocia más intensa-
mente con aquel y con su obra (para el idealismo alemán, por ejemplo, el estilo revela la matriz
creadora de un sujeto, es como una firma que asegura su autoría), la Antigüedad no dejaba de
reconocer el estilo individual. En Diálogos del orador (1951 [-55]: 185) Cicerón hace decir a Craso:
¿Qué cosa hay menos parecida que Antonio y yo en el decir? [...] Veis qué género es
el de Antonio: fuerte, vehemente, animado en la acción, apercibido y resguardado
por todas partes, agudo, claro; se detiene en cada cosa, cede cuando honradamente
puede cederse, y persigue y rinde al adversario, amenazando unas veces, suplican-
do otras, con una infinita variedad que jamás cansa nuestros oídos. [...] No me
atrevo a decir cuál es mi estilo, porque nadie se conoce a sí mismo y es muy difícil
juzgarse; pero se ve una diferencia en lo calmoso y reposado de mi acción y en que
suelo caminar siempre sobre las huellas que estampé al principio, y por lo mismo
que pongo más cuidado que él en elegir las sentencias y las palabras, ando siempre
temeroso de que parezca mi discurso afectado e indigno de la expectación del au-
ditorio y del silencio con que me escuchan.
Las relaciones del estilo con el género, el asunto, el destinatario, la tendencia artística, el
autor, la obra, han sido, entonces, consideradas a lo largo de la reflexión sobre los discursos
pero se ha acentuado el interés por una u otra según las preocupaciones teóricas o analíticas o
según la época. Carlo Ginzburg (2000: 146) habla, incluso, de una temprana conciencia histórica
respecto del estilo así como de la importante función de la reflexión sobre el estilo en el reco-
nocimiento y la “aceptación de las diversidades culturales”.
8 Bernard Cerquiglini (1989: 26) señala en relación con ello: “La emergencia de la noción de autor, del
siglo XVI al XIX, es un fenómeno complejo pero bien conocido. Corresponde a lo que se podría llamar
la «historia literaria interna». Se puede citar al respecto la importancia de la noción posclásica de
«Bellas Letras», que aparece con la fractura de la antigua retórica. Habiendo perdido progresiva-
mente la pronuntiatio y la memoria (en provecho del teatro), luego la inventio y la dispositio (pasadas a
la lógica), reducida a la elocutio, es decir a un arte de puro ornamento, la retórica devenida las «Be-
llas Letras», pone en valor el talento singular de aquel que sabe decir como ningún otro lo que todo
el mundo piensa”. En relación con una perspectiva histórica “externa” de la función-autor, véanse
Michel Foucault (1969) y Roger Chartier (2000).
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ejemplo, produce en mí una impresión no es porque implique algo afectivo en sí mismo [...]
sino porque evoca otro ambiente que el común, otra forma de actividad que la de la vida dia -
ria”. Bally considera, entonces, las variables estilísticas que sostienen la selección efectuada
por el hablante; es una estilística de la lengua.
Bajtín (1982b [1952]), desde una posición sociosemiótica, asocia el estilo a los géneros y
lo relaciona con los otros dos aspectos: el tema y la composición. Sienta, así, las bases de una
estilística de los géneros:
Tanto Bally como Bajtín plantean, entonces, el estilo como opciones socialmente reguladas,
sea desde la lengua o desde los géneros, y en el caso de Bajtín cuando se centra en la obra de un
autor particular tiende a mostrar cómo las opciones de contenido y forma “expresan una única
y misma evaluación social” (Voloshinov-Bajtín, 1981 [1926]: 203):
9 El análisis de los prólogos en las obras de Rabelais (Bajtín, 1994: 151) es particularmente significati -
vo. En relación con el Prólogo de Pantagruel señala: “está escrito del principio al fin con tonos vulga-
res, al estilo de la plaza pública. Se escuchan los gritos del charlatán de feria, del vendedor de drogas
milagrosas, del vendedor de libros de cuatro centavos, y los insultos groseros que siguen a los anun-
cios irónicos y a los elogios de doble sentido. (...] Pero al mismo tiempo, el prólogo es un disfraz pa-
ródico de los métodos eclesiásticos de persuasión”. Y en relación con el Prólogo de Gargantúa, señala:
“El vocabulario callejero se combina con los elementos de la ciencia libresca y humanista y con el re-
lato de un pasaje del Banquete de Platón”.
10 En su libro sobre Dostoievski (Bajtín, 1986: 156) afirma: “El género es siempre el mismo y otro simul-
táneamente, siempre es viejo y nuevo, renace y se renueva en cada nueva etapa del desarrolle litera-
rio y en cada obra individual de un género determinado. En ello consiste la vida del género. Por eso
el arcaísmo que se salva en el género no es un arcaísmo muerto, sino eternamente vivo, o sea, capaz
de renovarse. El género vive en el presente pero siempre recuerda su pasado, sus inicios, es repre-
sentante de la memoria creativa en el proceso del desarrollo literario y, por eso, capaz de asegurar la
unidad y la continuidad de este desarrollo”.
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den de un único y mismo acto que instituye la posición fundamental del autor y
por lo cual se expresa una única y misma evaluación social.
Leo Spitzer (1968: 60), en el otro polo, es decir en el estudio del estilo individual asociado a una
obra y a un autor, va a interrogar los rasgos que definen un estilo y su presencia en los distin-
tos niveles de la obra atendiendo a los modos de inscripción del sujeto en la producción tex -
tual. Su método consiste en ir
...de la superficie basta el centro vital interno de la obra de arte: observar, en primer
lugar, los detalles en la superficie visible de cada obra en particular; [...] luego
agrupar esos detalles y tratar de integrarlos en un principio creador que pueda ha-
ber estado presente en el espíritu del artista, y finalmente, intentar un hábil ata-
que por la espalda sobre los otros grupos de sus observaciones para comprobar si
la “forma interna”, que ha reconstruido por vía de ensayo, da cuenta del conjunto
de la obra.
“Principio creador”, “centro vital interno” y “forma interna’’ sostienen las opciones estilísticas
que han sido relevadas “en superficie” y deben dar cuenta de ellas en su totalidad para poder
afirmar la pertinencia del recorrido.
11 Benveniste (1974: 83) cierra su artículo señalando los desarrollos posibles que él no ha abordado:
“Muchos otros desarrollos deberían estudiarse en el contexto de la enunciación. Habría que conside -
rar los cambios léxicos que la enunciación determina, la fraseología que es la marca frecuente, y tal
vez necesaria, de la «oralidad». Habría que distinguir también la enunciación hablada de la escrita.
Esta se mueve en dos planos: el escritor se enuncia al escribir y, dentro de su escritura, hace que los
individuos se enuncien. Amplias perspectivas se abren a las formas complejas del discurso, a partir
del marco formal esbozado aquí”.
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clase, una escuela (como familia de obras), un género (como familia de textos his-
tóricamente situados), un período (como el estilo Luis XIV), un abanico de procedi-
mientos expresivos, de medios entre los cuales elegir. El estilo remite a la vez a
una necesidad y a una libertad.
La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, lé-
xico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los auto-
matismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico
que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la
palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se ins-
talan de una vez por todas los grandes temas verbales de su existencia. [...]
Pero toda forma es también valor; por lo que entre la lengua y el estilo hay espacio
para otra realidad formal: la escritura. En toda forma literaria, existe la elección gene-
ral de un tono, de un ethos, si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza clara-
mente porque es donde se compromete. [...] Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escri-
tura es un acto de solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la escritura es
una función: es la relación entre la creación y la sociedad. (18-22)
Jean-Michel Adam (2002: 73), por su parte, se refiere a otra tensión que identifica a partir
de la siguiente consideración de Benveniste (1974: 229): “la lengua-discurso construye una se-
mántica propia, una significación de lo intentado producida por sintagmatización de las pala-
bras donde cada palabra sólo retiene una pequeña parte del valor que tiene en cuanto signo”.
Adam comenta entonces: “Esta «significación de lo intentado» permite pensar el acto de enun-
ciación (y, por lo tanto, el hecho de estilo que de él resulta) como una tensión consciente/in-
consciente, una intención de sentido”.
Retomando lo dicho, podemos decir, así, que a partir de las diversas posibilidades lin-
güístico-discursivas, el sujeto produce sus enunciados optando a lo largo de la cadena dentro
de familias parafrásticas (Culioli, 1999): 47), 13 es decir, dentro de conjuntos de posibilidades
enunciativas que implican perspectivas semánticas distintas de contenidos próximos. 14 Sobre
12 Barthes (2006 [1953]: 64) al hablar de las escrituras en relación con la sociedad burguesa de la segun-
da mitad del XIX señala: “En ese momento comienzan a multiplicarse las escrituras. En adelante,
cada una, la trabajada, la populista, la neutra, la hablada, se quiere el acto inicial por el que el escri-
tor asume o rechaza su condición burguesa”. Compagnon (1997: 6) destaca la proximidad de esta re-
flexión con los tres estilos retóricos.
13 Antoine Culioli (47) afirma: “Por un lado, no existe enunciado aislado: todo enunciado es uno entre
otros, tomado por el enunciador en el paquete de enunciados equivalentes posibles, es decir, todo
enunciado integra una familia de transformados parafrásticos. Por el otro, no existe enunciado que
no sea modulado, es decir, que no sea un fenómeno único”.
14 Schaeffer (1997: 20) señala en relación con ello: “la variación estilística no consiste en elegir entre
un enunciado neutro y un enunciado marcado sino más bien entre diversos enunciados siempre di-
ferencialmente marcados”. Y Compagnon (1997: 12-13) propone, matizando el problema de la sino-
nimia, “sustituir al principio absolutista -hay diversas maneras de decir lo mismo- una hipótesis más
liberal: hay maneras diferentes de decir más o menos lo mismo”. Yuri Lotman (1982: 30) plantea res -
pecto de esto: “la lengua natural posee en sí misma una determinada jerarquía de estilos que permi -
te expresar el contenido de un mismo mensaje desde diferentes puntos de vista pragmáticos. La len-
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las selecciones operadas por el hablante inciden factores diversos y heterogéneos: la represen-
tación del otro, la “intención de significación”, las circunstancias en las que el enunciado es
producido, las imposiciones genéricas, el tipo de escritura que rige su decir, el campo al cual
remite el enunciado, los posicionamientos sociales. Son, así, opciones enunciativas sobre las
que operan diversas restricciones pero, para el analista, son las regularidades que se desplie-
gan en el juego sintagmático los indicios de los que parte para definir el estilo. Es decir, son sus
recurrencias, convergencias,15 contrastes16 o tensiones17 los que, al particularizar la discursivi-
dad,18 definen el estilo:
“Cuanto más frecuente es una propiedad de la obra, más tiende a ejemplificarse en «ras-
gos de estilo» que orientan la recepción hacia un reconocimiento de su carácter estilísticamen-
te pertinente” (Jenny, 2000: 110).
Algunos autores más radicales plantean que toda opción es, al menos potencialmente,
'‘pertinente estilísticamente”. Así lo sostiene Schaeffer (1997: 20), quien señala que “toda op-
ción lingüística es significante, luego estilísticamente pertinente. De esto deriva que todo texto
y más generalmente todo discurso posee una dimensión estilística”. Bajtín (1982b: 255) ya ha-
bía señalado que “la sola elección que opera el hablante de una forma gramatical determinada
es ya un acto estilístico”. Y, por su parte, también Genette (1993: 109) había afirmado: “El estilo
gua construida de este modo modeliza no sólo una determinada estructura del mundo, sino también
el punto de vista del observador”.
15 Anne Herschberg Pierrot (2005: 43) se refiere a la convergencia planteando que “la idea presupone
que el estilo no puede caracterizarse por la enumeración. Ella contribuye a vincular configuraciones
estilísticas locales a un efecto global de la obra, identificable como su especificidad. Sin embargo im -
plica la dirección hacia un mismo objetivo, o hacia un efecto general, y tiende a alisar las disconti-
nuidades, las tensiones de la obra, a privilegiar su unidad en detrimento de su historicidad. Y no es
seguro que se pueda aplicar a toda obra. [...] Ahora bien, ciertas obras están basadas en la disonan-
cia, la divergencia de series, la tensión de contrarios. Se debería más bien recurrir a la imagen de
una configuración cuyos elementos están organizados, sin estar forzosamente orientados hacia un
mismo objetivo”.
16 Jean-Michel Adam (1997: 31) sostiene que “un hecho de textura «estilístico» parece poder ser defini-
do como el producto percibido de una recurrencia y/o de un contraste, de una diferencia respecto
de regularidades microlingüísticas observadas y esperadas en el marco de una unidad de dimensión
variable: texto, producción de un autor, de una escuela o de un género”. Y Gérard Genette (1993:
110) señala: “No cabe duda de que una frase muy breve o muy larga atraerá más inmediatamente la
atención que una frase media, un neologismo que una palabra normal, una metáfora audaz que una
descripción trivial. Pero la frase media, la palabra normal, la descripción trivial, no son menos «esti-
lísticas» que las demás [...]. En un texto no hay palabras o frases más estilísticas que otras; segura-
mente hay momentos más «llamativos» (el disparador spitzeriano) que naturalmente no son los mis-
mos para todos, pero los otros son a contrario llamativos por su notable ausencia de marca pues el
concepto de contraste o desviación es eminentemente reversible”.
17 Anne Herschberg Pierrot (2005: 44), desde la perspectiva de la genética textual, agrega a lo señalado
en la nota 18 que percibir el estilo en tensión es “considerar el texto de la obra como un continuo,
una continuidad accional y reaccional consigo mismo y con los otros textos. La obra está en acción y
reacción con ella misma en la medida en que se escribe en el movimiento de sus relaciones internas,
de su ritmo y de su memoria, de la dinámica de los contrastes y las analogías, de las repeticiones y de
las variaciones. [...] Y esta tensión-memoria puede también ser intertextual”.
18 Laurent Jenny (1997: 101) al referirse a la estilística literaria señala que ésta “analiza la manera
como rasgos de estilo, por su configuración convergente (o, eventualmente, en tensión) dibujan una
especie de autógrafo estilístico global que toma su sentido participando del funcionamiento simbóli-
co de la obra”
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es la vertiente perceptible del discurso, que por definición lo acompaña de cabo a rabo sin inte -
rrupción ni fluctuación”.
Si bien aceptamos que todo discurso tiene una dimensión estilística, desde la perspectiva
del análisis es pertinente aquel haz 19 de rasgos lingüístico-discursivos 20 que comparten un
principio constructor, que podemos asociar con una determinada singularidad en relación con
el recorrido interpretativo adoptado. Insistimos en hablar de “haz de rasgos” porque si bien és-
tos pueden corresponder a fenómenos de diverso nivel -entre otros, verbal (fónico o gráfico),
sintáctico, semántico (léxico, figuras), enunciativo (enunciados referidos, actos de habla, regis -
tros)-, comparten un principio de base, una ‘lógica de conjunto”, que los articula y que permite
reconocer cierta especificidad en esa “vertiente perceptible del discurso”, principio que orien-
ta los efectos de lectura y de escucha. En ese sentido “el rasgo de estilo se deja aprehender
como una autorreferencia del discurso a su singularidad de uso de la lengua” (Jenny, 1997: 97).
Desde la perspectiva del analista del discurso, ¿cuándo puede ser operativo el uso de una
categoría como la de estilo? Creemos que son diversas las situaciones en las que el reconoci-
miento del estilo puede desencadenar la actividad interpretativa. Por ejemplo, cuando analiza-
mos formaciones discursivas, el estudio del estilo puede remitirnos tanto a matrices discursi -
vas diferentes que compiten o se cruzan como a transformaciones en el régimen de los géneros
discursivos propios. Asimismo, al abordar obras particulares, puede ser significativa la tensión
entre búsquedas expresivas individuales y los estilos de género, de época, de tendencia artísti -
ca dominantes. O también, frente a los discursos de un político cuya palabra tiene incidencia
en sectores amplios de la población o ha transformado los modos de percibir y evaluar el uni -
verso social, estudiar el estilo asociándolo con representaciones políticas más abarcadoras pue-
de darnos algunas claves para comprender su capacidad de movilización o de construcción de
nuevas subjetividades o de conformación de grupos de pertenencia fuertes. 21 O, incluso, el es-
tudio del estilo de un político puede dar pistas al analista para comprender el fracaso de una
estrategia o la incapacidad de generar una corriente de aceptación a las medidas que propone.
19 Georges Molinié (1997: 21) recuerda que “ninguna determinación lingüística, en sí, expresa unívoca-
mente algo: es un ramo o un haz asociado a otros elementos de órdenes diferentes, que constituye
una significatividad”. Y agrega: “es fácil mostrar cómo la misma determinación lingüística (por
ejemplo, un movimiento de frase segmentado, o un tuteo) puede marcar efectos perfectamente va -
riables (exaltación o distancia, familiaridad o majestad)”.
20 Si bien abordamos los textos verbales y en su expresión escrita, debemos señalar que en el estudio
del estilo se pueden considerar otras dimensiones como la gestual, que puede adquirir importancia
en otros recorridos interpretativos. En ese caso, deberíamos hablar de “rasgos semióticos” para dar
cuenta de esos diversos elementos intervinientes. En relación con este tema se puede consultar Ge-
névièves Calbris (2003).
21 Al respecto es interesante recordar lo que señala Norman Fairclough (2005: 78) al hablar de las tres
formas en las que la semiosis actúa en las prácticas sociales: primero como parte de la actividad so-
cial, construye géneros. Segundo, la semiosis actúa en las representaciones y constituye discursos:
los discursos son diversas representaciones de la vida social que difieren según las posiciones socia -
les de los actores. En tercer lugar -y esto es lo que nos interesa-, “la semiosis actúa en los modos de
ser, en la constitución de las identidades; por ejemplo, la identidad de un líder político como Tony
Blair en el Reino Unido es en parte un modo de ser constituido semióticamente [...] La semiosis como
parte de los modos de ser constituye estilos”.
9
El primer paso, del que dependen todos los demás, nunca puede ser ideado. Está
ahí previamente y nos lo da la conciencia de un detalle que nos llama la atención
junto con la convicción de que ese detalle guarda una relación fundamental con el conjun-
to de la obra artística. Ello significa que hemos hecho una “observación”, punto de
partida de una teoría; que nos hemos dirigido una pregunta a la cual hay que ha-
llar respuesta. El comenzar omitiendo este primer paso malogrará cualquier inten -
to de interpretación [...]. El primer paso es anterior a toda condición. Vemos que
de hecho leer es haber leído, y comprender quiere decir haber comprendido.
22 La estilística estructural, por ejemplo, “identifica los hechos lingüísticos y muestra su representati -
vidad estilística apoyándose en las marcas reiteradas que permiten constituir las isotopías. [...] el es-
tilo es un efecto de discurso, resultante de su forma y que se asienta en fenómenos de equivalencia y
de contraste. Sólo puede ser definido en función del lector, dependiendo de su propio código de lec-
tura” (Détrie, Siblot y Verine, 2001: 324).
10
En relación con lo señalado, podemos preguntarnos, entonces, ¿por qué determinado haz
de rasgos le resulta al analista estilísticamente pertinente? ¿Por qué uno y no otro?
Aquí interviene también la posición del analista, el objetivo de su investigación y los vín-
culos que se van estableciendo entre los rasgos estilísticos y el sistema de representaciones
(modos de percibir y evaluar tanto la acción política o los vínculos personales, como la natura -
leza o la literatura). Genette (1993: 122) destaca la manera como Marcel Proust analizaba el es -
tilo de Gustave Flaubert: “Preguntándose no dónde o cuándo aparecen en sus novelas «fenóme-
nos estilísticos», sino qué estilo se constituye con su uso constante de la lengua y qué visión del
mundo, singular y coherente, se expresa y se transmite mediante este empleo tan particular
del tiempo, de los pronombres, los adverbios, las preposiciones, las conjunciones”. Por supues-
to que no es una decisión a priori sino que sigue el decurso del trabajo analítico. Si lo que se de-
sea es definir una poética o si es reconocer representaciones de género (masculino/femenino)
o determinar estilos de comunidades discursivas o definir una autoría, los rasgos a los que se
les prestará atención serán distintos.
Sin embargo, debemos considerar que el estudio del estilo aspira a cierta globalidad, es
decir, a encontrar principios que se manifiesten en distintos niveles, a delimitar una conver-
gencia que se pueda asociar, como señalamos, con determinada singularidad. En ese sentido,
Georges Molinié (1997: 99) plantea que el analista busca anudar el haz significativo:
François Rastier (2001), por su parte, prefiere oponer los procedimientos identificatorios
a lo Morelli23 -es decir, por aquellos rasgos secundarios, discontinuos, periféricos, menores,
que no constituyen lo central del decir y que “se distribuyen regularmente, se repiten de obra
en obra y no se distinguen por una conectividad semántica particular”, el estilo en el sentido
barthesiano- a la caracterización spitzeriana, atenta más a formas de organización del texto, a
rasgos “singulares, con alto grado de conectividad y que son objeto de transposiciones a todos
los estadios de complejidad de la obra”, 24 lo que permite encontrar un principio de unidad
(“principio arquitectónico de la obra”, Spitzer, 1942: 101). Esto lleva a Rastier a diferenciar los
rasgos “de factura” (modos de hacer), que podrían definir un “estilo de autor”, de los “fenóme -
nos de estilo propiamente dichos”, que remiten al “estilo de una obra”:
23 Giovanni Morelli, en artículos publicados entre 1874 y 1876, propuso un nuevo método para la atri -
bución de cuadros antiguos. Sostenía que no había que basarse en los rasgos más evidentes y por ello
más fácilmente imitables sino en los detalles “menos trascendentes y menos influidos por las carac-
terísticas de la escuela pictórica a la que el pintor pertenecía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la
forma de los dedos de manos y pies” (Ginzburg, 1999: 139).
24 François Rastier ejemplifica con la hipálage en Borges: “El uso singular de la hipálage remite en Bor -
ges a su antología negativa y a la estructura metafísica de toda su obra. [...] La hipálage forma parte
de los rasgos spitzerianos: más exactamente, el trueque irresoluble de atributos, que se traduce por
hipálages, se traduce en el nivel secuencial (táctico) por formas en quiasmo, en el nivel narrativo
(dialéctico) por relatos en los que los actores intercambian sus propiedades, en el nivel enunciativo
(dialógico) por la indistinción entre lector y narrador, etcétera”.
11
Este autor plantea, además, que los rasgos spitzerianos son propios de los textos artísti -
cos mientras que los morellianos también se reconocen en otros discursos. En relación con es-
tos últimos, señala:
Desde la perspectiva del analista del discurso, esos rasgos a lo Morelli que reconoce en
los materiales que aborda están sujetos también a la actividad interpretativa, que es incluso la
que va orientando la selección de aquellos. Para identificarlos como estilísticamente pertinen-
tes deben resultar significativos, sea por una reiteración que opera el efecto de “estilización” o
por un desvío en relación con los “modos sociales de factura”; por otra parte, no debemos olvi-
dar que en esa selección el analista los va considerando ejemplos/ejemplares que remiten a un
principio constructivo u organizador de la discursividad que, a su vez, debe ser asociado (las
opciones no agotan las posibilidades) con aspectos ideológicos o con prácticas sociales particu-
lares o con modos de posicionarse de los sujetos en relación con el lenguaje.
Respecto de la división entre discursos literarios y no literarios, más allá de las dificulta -
des que conlleva una oposición de este tipo, resultaría más productivo considerarlos polos de
un continuum, lo que permitiría también articular la entrada a los materiales “a lo Morelli” o
“a lo Spitzer” ya que una y otra intervienen en el proceso de definición e interpretación de un
estilo. Habitualmente -y Spitzer lo sostiene- es un ir y venir entre rasgos periféricos o “rasgos
de factura”, en algunos casos, o “formas de organización de la textualidad” (Rastier, 2001), en
otros, y lo que el analista considera el principio constructor/creador o aquello que da sentido a
los rasgos que se delimitan (de uno u otro tipo). En todos los casos, está la voluntad de delimi-
tar una matriz estilística, considerar la “singularidad discursiva” (Jenny, 1993) sin olvidar, por
un lado, que esta singularidad se construye en diálogo con los estilos socialmente disponibles
en una esfera de la actividad social -asociados, particularmente, a los géneros- y, por otro, que
el estilo no es una entidad rígida y estable sino que es un proceso susceptible de transformacio-
nes25 ya que la subjetividad se transforma en relación con los modos de habitar el mundo y vin -
cularse con los otros.
Para trazar esta línea retórica de reflexión sobre la metáfora nos hemos detenido en tres
momentos, significativos desde el punto de vista de la historia de la retórica y desde la
perspectiva actual del análisis del discurso. Comenzamos con Aristóteles, un punto de partida
ineludible por la amplitud de matices que contempló en el tratamiento del tema, cuyas deriva-
ciones se encuentran presentes en los abordajes posteriores, incluso en muchos de los desarro-
llados a partir del siglo XX.
Nos centraremos, después, en la propuesta de dos lingüistas del siglo XX que retomaron
la reflexión sobre la metáfora en el marco de un resurgimiento del interés por la retórica. El
primer caso es M. Le Guern, un autor que, entendemos, articula en su mirada sobre la metáfora
dos perspectivas en auge en los años posteriores a la segunda guerra mundial, que dieron lugar
–conjuntamente, aún cuando no tuvieran lazos entre sí- a la llamada nueva retórica: por un
lado, los estudios lingüísticos del Grupo μ, cuya Rhétorique générale aparece en Francia en 1970;
y por otro, los estudios filosóficos de C. Perelman y L. Olbrechts-Tyteca -cuyo Tratado de la ar-
gumentación. La nueva retórica, se publica en 1958- y de S. Toulmin, autor de The uses of argument,
del mismo año.
Como veremos, Le Guern indaga en el valor argumentativo de la metáfora desde las he-
rramientas que le provee la semántica estructural.
El último caso en que nos detendremos es M. Angenot, cuya obra, 5 ya en los años 80, en
pleno desarrollo del Análisis del Discurso, representa un intento por integrar la dimensión re -
tórica a una teoría del discurso, pero ya no la retórica restringida, sino la aristotélica. De la Re-
tórica de Aristóteles rescatará la teoría de la argumentación, en particular la reflexión sobre la
tópica -por las herramientas que aporta para el análisis ideológico de los discursos- y sobre el
estilo, entre cuyos componentes se ubica a la metáfora, a la que no considera como un hecho
meramente de lenguaje, sino como parte de un todo en relación con el resto de las dimensiones
discursivas. Desde esta revalorización de la retórica, Angenot abordará el estudio sobre la fun -
ción polémica de la metáfora.
“La metáfora consiste en trasladar a una cosa un nombre que designa otra, en una
traslación de género a especie, o de especie a género, o de especie a especie, o se -
gún una analogía.”(Poética, 1457b, 3-6)
El ejemplo que ofrece de traslado del género a la especie, es decir, de expresión en la que
un término genérico sustituye al más específico, es:
Según Aristóteles, se ha usado aquí la forma general “estar” en lugar de la especie “estar
anclado”. El ejemplo que ofrece de traslación de especie a género, es decir, de sustitución de un
término que indica el género por el que indica la especie es el siguiente:
en donde la especificación “diez mil” está por el genérico “muchas”. En cuanto a la susti -
tución de especie por especie, da dos ejemplos:
Laugsberg explica este ejemplo: el verbo “sajar” significa cortar en la carne, para produ-
cir desangrado, usado especialmente en referencia a animales. Es el verbo específico para indi-
car la acción que se realiza con el instrumento lanceta. Por otro lado, “cortar” es el verbo usa -
do para especificar la acción que se realiza con la espada. “Cortar” y “sajar” son formas especí-
6 La Poética fue compuesta en torno del año 334 a.C. y es la más antigua teoría sistemática de la litera -
tura que conocemos. Junto a la Retórica, es la obra de Aristóteles que mayor y perdurable influencia
ejerció en la cultura occidental. Ver Sinnot, E., “Introducción”, en Aristóteles, 2004a.
7 Eduardo Sinnot, en sus notas a la edición crítica de la Poética (ver Aristóteles, 2004 a), señala que
Aristóteles desarrolla las características de los nombres corrientes, metafóricos, dialectales, inventa-
dos y modificados, pero omite la explicación acerca de los nombres ornamentales, por lo que no que-
dan claros sus rasgos. De todas formas, esta clasificación resulta interesante porque parece diferen-
ciar la metáfora del nombre puramente ornamental. Los nombres abreviados y alargados son formas
de los modificados por agregado o falta de consonantes o vocales, que en algunos casos recuperan
formas dialectales.
8 Seguimos en la traducción de los ejemplos dados por Aristóteles en su Poética a Lausberg, H. (1984).
15
ficas del genérico “quitar”. De modo que, en los ejemplos dados ha habido reemplazo de una
especie por otra especie.
Por último, Aristóteles considera un caso más de metáfora que es la analogía, a la que de -
fine como una metáfora de cuatro términos, esquema que ha servido de fundamento a la ma-
yor parte de las teorías posteriores. Dice Aristóteles:
“Dejar caer la semilla se dice ‘sembrar’ pero dejar caer rayos el sol carece de nombre; sin
embargo, se relaciona esto con el sol como el sembrar con la semilla, por lo que se dice
‘Sembrando el divino rayo.’”(1457b 25-30)
Paul Ricoeur, uno de los más prestigiosos investigadores del tratamiento de la metáfora
en la obra aristotélica, arriba a una serie de conclusiones a partir de la definición de metáfora
que el filósofo desarrolla en la Poética –que acabamos de exponer. El considera relevante notar
que en Aristóteles:
1) la metáfora es algo que afecta al nombre. Es decir, Aristóteles vincula la metáfora con la
palabra y no con el discurso, lo que derivará en los siglos siguientes en que quede ligada a las
figuras de palabras, y por lo tanto a las taxonomías de figuras y tropos.
4) en la metáfora el nombre extraño sustituye al ordinario. Según Ricoeur, puede decirse que
esta idea está en Aristóteles, aunque podría tratarse de un matiz no previsto ni trabajado espe -
cíficamente por el filósofo. En verdad, la idea de sustitución puede entreverse solamente en la
ejemplificación, en la que suele aparecer la expresión “en lugar de”: “Homero dice ‘miles’ de
acciones heroicas en lugar de ‘muchas’”; “se puede emplear el segundo término en lugar de el
cuarto” en el caso de la analogía. Las consecuencias que se derivan de la idea de sustitución son
las que más van a influir en la tradición posterior, que va a considerar que si la metáfora es un
término sustituido, la información que proporciona es nula y que por lo tanto solo tiene un va -
lor ornamental. Por eso, sostiene Ricoeur: “Rechazar estas consecuencias comportará un re-
chazo del concepto de sustitución, ligado a su vez al de un desplazamiento que afecta a los
nombres.”10
Queda por despejar, en esta definición aristotélica del concepto de metáfora, la idea de
semejanza que involucra. La cuestión de la semejanza en la metáfora ha dado pie a múltiples
teorizaciones; en muchos casos, con ligereza se ha sostenido que “la retórica antigua” supone
que hay una semejanza entre las cosas designadas por el nombre metafórico y el corriente, y
que esa semejanza está dada, es natural, evidente y por lo tanto no discutible. Sin embargo, la
idea de semejanza en Aristóteles es más compleja. En el caso de los tres primeros tipos de me-
táforas que menciona, la traslación de un nombre a otra cosa está acotada al sistema de rela-
ciones entre géneros y especies, el cual se apoya ya y consolida a su vez un sistema de semejan -
zas, que el filósofo naturaliza. En estos casos, puede aceptarse que está en la concepción aristo -
télica la idea de una semejanza dada. Pero el cuarto tipo de metáfora (la analogía) y el caso del
símil no se limitan a ningún esquema clasificatorio previo. En este punto es necesario conside -
rar un párrafo de la Poética –el único en el que Aristóteles se refiere explícitamente a la cues-
tión de la semejanza- en la que detalla las cualidades que debe reunir la expresión lingüística
de la tragedia para alcanzar la excelencia. Allí sostiene que, para ello
Para Aristóteles, entonces, saber metaforizar es lo más importante, pero a la vez es una
habilidad que no se puede aprender, sino que depende del propio genio. No hay límites, enton -
ces, para la metaforización, ni leyes dadas, más allá de los que impone el estilo; en su origen
10 Ver op.cit., Capítulo 1
17
está el individuo dotado, el poeta –también el productor de discursos políticos y jurídicos, tal
como agregará en la Retórica-11 que para destacarse deberá encontrar semejanzas sutiles, que no
resultan evidentes a la mayoría. La semejanza está en la base de este tipo de metáforas, pero es
una semejanza no prevista, que -como veremos- entre otras, tendrá la función de sorprender.
En el caso de la tragedia, Aristóteles considera que su estilo debe atenerse a dos caracte-
rísticas: debe ser claro y elevado. Estos dos rasgos plantean una paradoja al poeta ya que la cla-
ridad, según el filósofo, se alcanza con el uso del lenguaje corriente que es indispensable para
que haya entendimiento. Pero el lenguaje elevado es aquél que se aparta del uso corriente
(nombres alargados, formas dialectales y metáforas) y que por tal razón puede resultar oscuro,
poco transparente. Se tratará de que la poesía combine la dosis justa del lenguaje corriente y
del elevado, de modo que no resulte ni trivial ni inentendible. Sobre el lenguaje elevado, alerta
sobre el posible abuso de las formas dialectales, que llevarían al barbarismo, 12 cuando la exce-
lencia en el estilo poético requiere del uso correcto del griego. Y señala que ese equilibrio ideal
entre la claridad y la elevación se logra con la metáfora.
¿Por qué la superioridad de la metáfora respecto del resto de las formas de extrañamien -
to del lenguaje? Si tenemos en cuenta el comentario de Aristóteles respecto de la importancia
de ser “buen productor de metáforas” (Poét. 1459a5-10), observamos que para el filósofo esta –
además de apartarse del uso corriente del lenguaje- es la expresión en la que se pone de mani -
fiesto la creatividad y singularidad del poeta, que es además un sujeto que también se aparta
de lo corriente por su capacidad perceptiva y expresiva. La elevación tiene que ver con lo for-
mal (es una expresión inusual) pero también con la profundidad en la percepción del mundo.
Esta forma de elevación de la expresión lingüística parece ser la necesaria para llevar a cabo la
“... imitación de una acción elevada y completa (...)” que realiza la tragedia.13
11 Ver Retórica, Libro III, 1412a 13-14. Allí incluso afirma que la buena metaforización es “expresión de
la sagacidad necesaria también en la filosofía”.
12 “Lengua bárbara” se denomina a la lengua extranjera, y se entiende por “barbarismo” al uso inco-
rrecto o impreciso, en este caso, del griego que podría formular el hablante de otra lengua, cuyo co -
nocimiento del griego sea escaso. Aristóteles señala que en estos casos, pese a que habría un elemen-
to extraño, que siempre es llamativo en la expresión, su abundancia atentaría contra la claridad. Ver
Poética 1458a 25.
13 Ver la definición de tragedia en Poética, Cap. VI, 1449b21-31.
18
Por otro lado, en tanto producto de la creatividad del poeta, la metáfora participa del ca-
rácter de artificio e invención que tiene toda obra de arte para Aristóteles, quien parte en la
Poética de la idea heredada de Sócrates de que el arte es mimesis. 14 En este sentido, Ricoeur sos-
tiene que, en la Poética “la metáfora está al servicio de la mimesis”: 15 contribuye a crear esa
tensión entre mostrar e inventar la realidad, entre ser claro y producir extrañamiento, y por lo
tanto, elevación. En esto consiste la función poética de la metáfora en la obra de Aristóteles.
Queda por comprender por qué el filósofo le atribuye a la metáfora la cualidad de ser cla-
ra. Para ello, necesitamos remitirnos a la Retórica, que es la obra en la que desarrolla esta idea.
Para Aristóteles, la retórica era una técnica de la elocuencia cuyo fin era lograr la per -
suasión del auditorio. El desarrollo de este tipo de estudios en la Antigua Grecia estuvo vinculado
al desarrollo de formas democráticas de organización social, en las que la palabra adquiere valor
en la medida en que algunos conflictos intentan resolverse a través del acuerdo y el consenso y
no a través del ejercicio de la fuerza o la violencia. En sus estudios sobre la retórica antigua, Nie-
tzsche sostuvo que “hubo retórica porque hubo elocuencia pública y la elocuencia es republica-
na”.18 En este marco político, la retórica de Aristóteles, señala Ricoeur, no solo se propone descri-
bir la técnica que logrará como producto al discurso persuasivo, sino que además buscará sentar
las bases filosóficas de lo verosímil –aspecto clave de la persuasión- que regularán el uso de la pa-
labra pública, trazarán la línea que separa el uso del abuso, lo admisible de lo que no lo es, que,
14 La crítica rechaza actualmente la traducción del término “mimesis” por imitación, ya que en Aristó-
teles está presente la idea de arte como representación y como producción de apariencias. El arte no
es imitación de la realidad sino una invención sobre ella, una representación o construcción de lo
real. Sobre este punto, ver Poética, Cap. I, Ricoeur (2001), Sinnot (en Aristóteles, 2004 a).
15 Ricoeur, 2001, pág.61.
16 La Retórica parece ser levemente posterior a la Poética, aunque hay posturas confrontadas al respec-
to. Ambas obras son el resultado de anotaciones del filósofo para las clases que dictaba en Atenas. La
Retórica fue publicada después de la muerte de Aristóteles, por sus alumnos de la Escuela Peripatéti-
ca, que él había fundado. Ver Hill, F. (1983), págs. 34-36.
17 Retórica, Libro III, Capítulo 1. Aristóteles (2004 b), pág. 229.
18 Nietzsche destaca que solo con la forma política de la democracia comienza la sobrevaloración del
discurso que se convierte en el mayor instrumento de poder interpares. En su historización del desa-
rrollo de los estudios y prácticas retóricas describe la situación ante los tribunales: todos podían
acusar pero cada uno debía defenderse a sí mismo. El orador que tenía a su cargo la defensa era el
mismo acusado, de modo que el saber retórico era muy importante. Destaca Nietzsche la existencia
de los llamados “logógrafos”, asesores jurídicos y oradores adiestrados que elaboraban los discurso
al acusado. Con el tiempo los discursos que resultaron exitosos se fueron publicando y pronto adqui-
rieron interés como piezas artísticas; un público distinguido se deleitaba en leerlos, con lo cual se
comenzó a tener en cuenta al lector: el logógrafo corregía estilísticamente su discurso, conciente de
las diferencias que entraña dirigirse a oyentes o a lectores. Ver F. Nietzsche, “Historia de la elocuen -
cia griega”, 1872-1873, parágr. 369-372, en Nietzsche, 2000.
19
La retórica aristotélica es, entonces, la descripción de una técnica que permitirá reunir
pruebas verosímiles, en primer lugar, y además, componer el discurso y enunciarlo de modo
que resulte persuasivo. En este sentido, articula tres campos: una teoría de la argumentación,
de la elocución y de la composición del discurso.
Estas características que enmarcan la Retórica aristotélica son indispensables para com-
prender la función de la metáfora en esta obra ya que –como vimos en el caso de la poesía- su
valor no reside en constituir un elemento estilístico aislado, sino en que participa activamente
en el proyecto global que anima a cada tipo de discurso. La metáfora es tratada en esta obra
como un aspecto de la elocución, pero está al servicio de la persuasión.
En el Libro III, Aristóteles indica que “los recursos de la prosa son muchos menos que los
de la poesía” y entre ellos la metáfora es uno de los esenciales. En primer lugar, porque es ne -
cesario crear la impresión de que se está hablando de un modo natural y no elaborado, planifi -
cado, ya que esto último podría predisponer en contra al oyente, por pensar que puede estar
ante una trampa. De modo que no se debe advertir la preparación del discurso, para lo cual hay
que usar “la palabra usual, la apropiada y las metáforas (...) ya que estas son las que todos utili -
zan, (...) todos nos valemos en la conversación de metáforas.” 19 Y recomienda estrategias para
buscar metáforas que sean apropiadas para los fines de la argumentación: “si se quiere embe-
llecer algo se buscará la metáfora en lo mejor del mismo género; si se lo quiere desmerecer, ob-
viamente en lo peor.” Y ofrece como ejemplo el designar “mendigo” a uno que peticiona, si se
lo quiere desmerecer, o por el contrario, “peticionante” a uno que mendiga. Recomienda no
caer en metáforas exageradas ni toscas, por ejemplo: Soberano del remo (es un verso de Eurípi-
des) es excesivo para aquello de lo que se está hablando, mientras chirrido de Calíope, como lla-
ma un poeta a la poesía, es inapropiado. El objetivo es que la metáfora sea apropiada “de mane -
ra que el parentesco parezca obvio inmediatamente después de que se haya dicho”. 20 Cuando la
metáfora es inapropiada produce frialdad, o sea, distanciamiento, lo cual no es positivo para la
persuasión, agrega el filósofo.
Pero la metáfora, a la vez que dota al discurso de un aire natural, contribuye a su majestuo-
sidad, ya que el discurso no debe ser tosco ni ramplón. Pero en la Retórica, a diferencia de la Po-
ética, lo majestuoso no es lo elevado sino aquello que asombra. El estilo es majestuoso cuando
hay un “desvío de la expresión normal” que le da “un tono insólito”, fuera de lo común, “que
resulta agradable y admirable”.21
Aristóteles insiste en esta obra en que crear metáforas “es cosa de talento y práctica” 22 ya
que se trata de “advertir la semejanza incluso en cosas que se diferencian ampliamente, y esto
es propio de una mente aguda.”23 Es decir que para Aristóteles las metáforas facilitan la per-
suasión a partir de un doble efecto: por un lado, la impresión de que el discurso es natural, ya
que todos hablan con metáforas, y lo natural es verosímil; y por otro, el asombro ya que el dis -
curso resulta ingenioso. Esta doble función es importante, según el filósofo, porque la persua -
sión requiere no solo conmover sino también explicar, enseñar: hay que mostrar el punto de
vista propio; el otro, de algún modo, debe aprender a ver los hechos como el orador los ve.
19 Retórica, Libro III, Cap. 2, pág.234.
20 Op.cit., Libro III, Cap. 2, pág. 237.
21 Op. cit, Libro III, Cap. 2, pág. 233.
22 Op.cit., Libro III, Cap. 10, pág. 269.
23 Op.cit., Libro III, Cap. 11, pág. 278.
20
Por último, Aristóteles señala como rasgo de la metáfora el que es una forma de convertir
lo inanimado en animado, y por lo tanto de “poner el asunto ante los ojos del oyente”, 26 lo que
en retóricas posteriores aparece generalizado como lo caracterizador de la metáfora, a la que
se describe como un procedimiento que convierte lo abstracto en concreto.
Uno de los autores que, siglos después de Aristóteles, reflexionó sobre el valor argumen-
tativo de la metáfora ha sido M. Le Guern, un autor que –paradójicamente- encaró sus prime-
ros trabajos sobre este tema desde el marco teórico del análisis semántico, una perspectiva
orientada a describir las unidades mínimas del significado de una palabra, muy distante, por lo
tanto, de la problemática de la argumentación y de la perspectiva retórica que requiere con-
templar la relación entre el discurso y sus contextos de producción.
el lexema “hierro” es una metáfora en la que están suspendidos algunos de los semas
constitutivos de “hierro” en su significado literal (como: metal/ color gris/ maleable) mientras
permanecen en acto otros semas del término (dureza/ resistencia).
Desde esta descripción del fenómeno metafórico, años más tarde, Le Guern se propone
explicar el valor argumentativo de las metáforas. 29 Hay que señalar que se trata también de
una etapa en la que los estudios sobre la argumentación se han retomado y comienzan a proli -
ferar. El punto de partida de Le Guern es para él una comprobación eviden te en la vida cotidia-
na: la fuerza argumentativa de un lexema es superior en los empleos metafóricos que en los li-
terales.
Para demostrarlo, analiza el caso en que se utilizan metafóricamente términos que de-
signan animales para designar personas. El autor señala que, por ejemplo, la palabra ‘burro’ es
menos peyorativa cuando sirve para designar al animal de largas orejas que cuando es emplea-
da para referir a un colega; de la misma manera que la palabra ‘águila’ es menos elogiosa cuan-
do designa al ave que cuando sirve para calificar a una persona. Y esto ocurre aún cuando los
semas aplicables a un ser humano (en el caso de burro: poco inteligente/ torpe) están presen -
tes en el uso literal del término. Pero sin embargo, en ese caso no tienen un valor peyorativo, o
en todo caso lo peyorativo está atenuado. De modo que los semas que se conservan en el uso
metafórico producen mayor efecto cuando son los únicos que se seleccionan y mantienen, a di -
ferencia de cuando están insertos en la constelación sémica correspondiente al empleo literal
del lexema.
El descripto es el procedimiento a partir del cual se constituye una metáfora que conlle -
va un juicio de valor. Pero además, el autor destaca que esas metáforas ejercen sobre el desti -
natario del discurso una presión más fuerte que la que ejercería el mismo juicio de valor expre -
sado en términos literales. Esta presión, según Le Guern, se debe a que es más difícil refutar un
término metafórico que uno literal.
29 Ver Le Guern, 1981.
30 Agradecemos la traducción de Irene Brousse, realizada especialmente para la asignatura Semiología
de la Maestría en Sociología de la Cultura, IDAES, UNGSM, ya que no hay traducción editada de este
artículo de Le Guern.
22
resulta más sencillo refutar la primera –según el autor- porque en ella el juicio de valor
está afirmado explícitamente por el locutor. En cambio, en el segundo caso es el destinatario
quien debe interpretar la metáfora y deducir el juicio de valor que esta encierra. Le Guern des -
taca que es más fácil negar lo que es afirmado por el interlocutor en forma explícita, que lo que
puede deducirse a partir de un trabajo de interpretación. De todas formas, aclara que esta no
es libre sino que está regulada, convencionalizada socialmente, de modo que el interlocutor
ante el empleo metafórico de "burro" operará la selección sémica que opera en su comunidad.
En términos semánticos, la selección de los semas que deben mantenerse en una metáfo-
ra poética es difícil, en muchos casos se trata de un particularismo del poeta, de su lecto poéti -
co, lo cual le otorga originalidad, un rasgo considerado valioso en el arte.
Nótese que esta reflexión sobre la metáfora argumentativa emparienta a Le Guern con
Aristóteles, no solo porque estudiaron a la metáfora en relación con su función en el discurso,
sino porque para ello necesitaron contemplar las características del destinatario, tanto lingüís-
ticas como en cuanto a su sistema de valores y creencias, ya que estas son el punto de partida
que el locutor/orador deberá contemplar en su despliegue persuasivo.
Angenot reclama acercar esta dimensión de análisis a los estudios discursivos, pero ad-
vierte que mientras para Aristóteles la tópica es universal, hoy es necesario considerar su rela-
tividad histórica y social, ya que en los discursos sociales operan diversos sistemas ideológicos,
cada uno de los cuales se articula en torno a máximas tópicas diferentes, que le otorgan cohe-
rencia y autoridad. Angenot propone llamar al “lugar común” de la antigua retórica “ideologe-
ma”: máxima ideológica que subyace a un enunciado. Estas máximas están ausentes del discur -
so mismo, porque no requieren demostración, pero son un componente activo, que circunscri -
ben un campo de validez.33
Así, el análisis del nivel tópico, para Angenot, consiste en identificar esa “estructura pro -
funda” ideológica (los ideologemas) sobre la que se apoya el enunciado, cuyas “modulaciones
de superficie” dejan ver la configuración ideológica del discurso y su rol sociocultural. Utiliza
32 El Análisis del Discurso es una disciplina de las Ciencias del Lenguaje, que surge en Francia a fines de
la década del sesenta y que se desarrolla, como ha señalado D. Maingueneau, “como parte de un pro-
yecto marxista de lucha contra la ideología dominante”. En el marco de los estudios althusserianos
sobre la estructura social y los de M. Foucault sobre las formas del poder, los trabajos llevados a cabo
se propusieron como una forma de intervención en los conflictos ideológicos y en los procesos de
transformación social. El objetivo de las investigaciones estuvo, en general, orientado a desmontar
la construcción discursiva de lo real y a reflexionar sobre los dispositivos de comunicación verbal,
considerando la articulación entre enunciación y configuración social. M. Pêcheux, y más reciente-
mente D. Maingueneau y P. Charaudeau son solo algunos de sus representantes más importantes.
Ver Maingueneau, 1999.
33 Ver op. cit., págs. 179-182.
24
“ ... las figuras y los rasgos del discurso son síntomas que convergen en el conjunto
discursivo de un proyecto ideológico general ...; (...) todo discurso tiene marcas
ideológicas que se apoyan en una base tópica: una metáfora puede ser tan plena-
mente ‘política’ como un postulado explícito.” 34
Angenot aclara que su objetivo no es tratar a los elementos del nivel retórico del discur -
so panfletario como un “ornatus que se agrega al nivel argumentativo del discurso, sino como
aspectos que influyen en la intensidad persuasiva que este logra”.
Dado que la polémica es una de las funciones centrales del género panfleto, el autor se -
ñala que la metáfora en este tipo de discursos aparece orientada hacia la función polémica, y
analiza los modos a través de los cuales se emplea la metáfora polémica.
En primer lugar, señala rasgos negativos de este tipo de metáforas y riesgos que implica
su uso. Por un lado, la abundancia de metáforas estereotipadas en el discurso polémico. En la
medida en que toda ideología está constituida, en parte, por una fraseología que recurre a imá -
genes que reitera una y otra vez, esto repercute en la metaforización, cuya expresividad se ve
desgastada de tanto emplearla: “las metáforas se suceden en monótonas letanías de invectivas
y su potencial expresivo es frecuentemente anulado por su débil originalidad: para generacio-
nes de hombres de derecha, si la República era ‘la Pordiosera’, las instituciones republicanas
eran ‘rameras’.”35
Por otro lado, destaca las dificultades interpretativas que implica. Sostiene que la metá-
fora, para ser interpretada, requiere que el lector establezca una serie de homologías implíci -
tas, lo cual, en algunos casos, puede tornar oscura a la metáfora y por lo tanto hacer que esta
no cumpla la función que debería. Pone como ejemplo:
“P. Bouvard habla de ‘proxenetismo intelectual’. (...) ‘Mis ideas son mis rameras’,
decía Diderot. El intelectual indigno de este nombre que ‘hace la carrera de la ca -
lle’ lanzando al público tesis ‘busconas’, merece entonces ser acusado de ‘proxene-
tismo intelectual’. La imagen es clara pero es necesario que el contexto conduzca a
ella y elimine las oscuridades potenciales.”
Por ello, advierte que las metáforas que transponen un objeto concreto en un contexto
abstracto son de lectura más fácil y de una eficacia polémica más inmediata. El ejemplo que
propone es la frase de un autor francés que llamó al Reader's Digest la "Coca-Cola de la literatu-
ra" (Morvan-Lebesque, Crónicas, 43). Según el autor, esta metáfora, que recurre a un elemento
concreto y tan conocido de la cultura moderna, insinúa una serie de connotaciones ideológicas
que están condensadas en ella: anti-americanismo, paradigma implícito "Coca-Cola vs. vinos de
Francia", desvalorización de la Coca-Cola (brebaje insignificante, estimulante, anodino y dul-
zón, consumible sin provecho pero sin riesgo). El acercamiento Reader's Digest- Coca-Cola esbo-
za una crítica global de la "civilización norteamericana".
La analogía produce los mismos efectos que la metáfora común, aunque es más sencilla
su interpretación porque los términos comparados están presentes: aporta una proposición
concreta que sustituye a una abstracta, realiza una transferencia de las connotaciones del com-
parante al comparado e introduce en el discurso una discordancia semántica cuya intensidad
hace las veces de fuerza persuasiva.
“ Presenta a Béranger como ‘el caso clásico del crack póstumo en literatura’; en otra parte
constata que ‘la circulación fiduciaria de los valores literarios empieza a superar exage-
radamente el ingreso de caja’ que ‘esta clase particular de inflación’ puede explicar que,
en las relaciones entre autor y editor, ‘se trabaje desde el principio a largo plazo con las
mismas tradiciones de rendimiento débil y de considerable seguridad que son las del pe-
26
queño ahorro’. ‘Es que –asegura- las perspectivas del mercado a término no son particu-
larmente optimistas’.”36
Son casos en los que el panfletario no discute con el otro oponiendo sus propias ideas,
sino que retoma irónicamente imágenes estereotipadas de la fraseología adversa. Otro ejemplo
que ofrece es el razonamiento de J.Sternberg:
Hay primero una concesión, para después refutar la supuesta imagen prestigiosa del ad-
versario, para degradarla.
Uno de los objetivos del Análisis del Discurso –que como señalamos enmarca la investi-
gación de Angenot- es identificar en el enunciado las huellas del espacio social e ideológico
desde el que este fue enunciado, para poder apreciar su pertenencia a una tradición discursiva
y evaluar su relación con el discurso dominante. En este sentido, para Angenot, la metáfora es
un síntoma que se hace presente en la superficie del discurso y que devela uno o más ideologe-
36 Op. cit. pág. 258. Angenot cita la obra de Julian Gracq, Literatura en el estómago, Pauvert, págs. 66, 53,
13.
27
mas, que –como vimos- están implícitos pero conforman el sistema ideológico en que se apoya
el enunciado.
A veces –destaca Angenot- hay que considerar al campo metafórico como un síntoma
ideológico o como un acto fallido que revela que el enunciador asume ciertos presupuestos,
aún cuando no lo explicite ni fundamente, o incluso, niegue la aceptación de estos. Hay ciertos
postulados axiológicos que el enunciador no asumiría en forma explícita, pero que sin embargo
se hacen presentes en el desplazamiento metafórico. Propone dos ejemplos, en los que los cam-
pos ideológicos seleccionados poseen un componente profundo del pensamiento de derecha:
las metáforas biológico-médicas y las metáforas sexistas.
Con respecto a las primeras, toma las metáforas que designan a las transformaciones so -
ciales, y todo lo que esté vinculado a ellas, como “agentes patógenos en el cuerpo de la Na-
ción”. Considera que se trata de metáforas propias de una ideología reaccionaria:
“Ya en 1792, Rivarol denuncia el ‘pueblo gangrenado de malas máximas’, imagen que la
derecha retomará hasta nuestros días con constancia: ‘La familia, las costumbres, el traba-
jo, el placer, todo ha sido gangrenado’ (Rivarol, Lettre a la noblesse francaise: Dominique,
Etat, 8). La expresión puede variar. Hacia 1930, se hablaba de la ‘democracia podrida’, de
la ‘prensa podrida’, del psicoanálisis que había ‘intoxicado tantos cerebros’, de la ‘fiebre
demagógica’... Pero sobre todo de la ‘peste judía’, de los ‘parásitos judíos’, del ‘abceso ju-
dío’: el virus hebraico, el virus de este espíritu judío, la lepra judía...
Sin olvidar el otro virus, ‘el virus moscovita’, que deviene bajo la pluma de Jules Monnerot
‘una toxi-infección epidémica’ que corre el riesgo de hacer de toda una generación ‘lisiados
mentales’."37
Angenot señala que esta biologización de la historia produjo también imágenes antoní-
micas, que reivindicaron la "salud política" y los "remedios políticos" necesarios para “curar a
la Nación”, lograr “talentos sanos", entre otros. En la medida en que el adversario es transfor-
mado en un mal absoluto, la reacción se convierte en una cura médica.
Con respecto a las metáforas sexistas, estas en general han reforzado estereotipos del
hombre y degradado a la mujer:
Es probable que estos enunciadores se nieguen a aceptar los presupuestos de sus propios
discursos, pero la metaforización, como síntoma, revela los ideologemas implícitos, que en es-
tos casos, podríamos explicitar del siguiente modo:
1. la virilidad (cualidades del varón) es positiva; para que el país funcione es neces -
ario que tenga cualidades propias del varón.
2. la mujer es un ser de sensibilidad poco estable (se excita fácilmente) y de con -
ducta poco estable, imprevisible (se caracteriza por los abandonos); la política
debe sostenerse en rasgos varoniles; el varón no debe desestabilizarse (hundirse)
ante las características negativas de la mujer(excitación, abandono).
3. Analogía de cuatro términos:
el hombre de la masa totalitaria = hembra
el militante = macho
Bibliografía
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Ricoeur, Paul (2001) La metáfora viva, Madrid, Ed. Trotta y Ed. Cristiandad.
29
Analogía y metáfora
Chaïm Perelman
Pase lo que pase, para conservarla en su especificidad, será preciso interpretar la analo-
gía en función de su sentido etimológico de proporción. Ella difiere de la proporción puramente
matemática, en tanto que no plantea la igualdad de dos relaciones, sino que afirma una seme-
janza de relaciones. Mientras que en álgebra se afirma:
a c c a
lo que permite afirmar por simetría: =
=
b d d b
y efectuar sobre estos términos operaciones matemáticas que conducirán a ecuaciones como:
ad - cb = 0, en la analogía se afirma que a es a b como c es a d. No se trata ya de una división,
sino de una relación cualquiera que se asimila a otra relación. Entre la pareja a-b -el tema de la
analogía- y la pareja c-d -el foro de la analogía-, no se afirma una igualdad simétrica por defini -
ción, sino una asimilación que tiene por fin aclarar, estructurar y evaluar el tema gracias a lo
que se sabe del foro, lo que implica que el foro proviene de un dominio heterogéneo, puesto
que es mejor conocido que el del tema.
En esta perspectiva, la analogía tiene que ver con la teoría de la argumentación y no con
la ontología, pues en ciertos casos, después de que la analogía habrá permitido al sabio orien -
tar sus investigaciones y que éstas le habrán permitido obtener resultados experimentales,
gracias a los cuales estructurará el tema de manera independiente del foro, podrá abandonar la
analogía como el constructor que desmonta un andamio después de haber acabado la construc-
ción del inmueble. Es así como la analogía establecida entre la corriente eléctrica y la corriente
hidráulica, habiendo orientado las primeras experiencias en este dominio, pudo desarrollarse
posteriormente de manera independiente. En otros casos la analogía será superada, tema y
foro serán reemplazados ambos por una ley más general. Pero en los dominios en donde el re -
curso a métodos empíricos es imposible, la analogía es algo ineliminable; la argumentación uti-
lizada tenderá sobre todo a sostenerla, a mostrar su carácter adecuado.
30
Cuando un niño introduce el brazo en un vaso de boca estrecha para sacar higos y
nueces y llena su mano, ¿qué le sucederá? No podrá sacar la mano y llorará; suelta
algunas -se le dice- y podrás retirar tu mano. Tú haz de la misma manera con tus
deseos. No desees sino un pequeño número de cosas y las obtendrás. 1
Leibniz, queriendo aclarar la dependencia de las otras mónadas con relación a la mónada
divina, escribe en el Discurso de metafísica:
Todas las demás sustancias dependen de Dios, como los pensamientos emanan de
nuestra sustancia.2
Finalmente, Juan Escoto Eriúgena se sirve de la relación de los ojos con la luz para hacer -
nos comprender las relaciones entre la gracia divina y la libertad humana:
Estos tres ejemplos ilustran el papel de la analogía, que es el de aclarar el tema por el
foro, ora explicando una relación desconocida por otra más familiar, ora guiando a los hom-
bres gracias a un foro sacado de la infancia y que es objeto de acuerdo unánime de los adultos.
La analogía de cuatro términos puede expresarse por medio de tres, uno de ellos puede
ser repetido en el tema y en el foro; su esquema será: B es a C como A es a B: “el hombre con re -
lación a la divinidad -escribe Heráclito-, es tan pueril como el niño lo es con relación al hom-
bre”.4 Esta misma estructura a tres términos es la que se encuentra en el pasaje ya citado de
Leibniz, así como en el “mito de la caverna” descrito en el libro VII de La República de Platón.
Para que la analogía cumpla con su papel de aclarar el tema por el foro, es preciso que
sus dominios no sean homogéneos como en una proporción matemática. Mientras que en una
proporción no hay ninguna interacción entre los términos, éste no es el caso en la analogía.
A propósito de la elección como Papa de Aymé, duque de Saboya, elección que fue anula-
da, Calvino escribe: “el tal Aymé fue apaciguado con un sombrero cardenalicio, como un perro
que ladra por un trozo de pan”. 5 La aproximación entre un duque frustrado y un perro que la-
dra devalúa a la vez al Papa destituido y la satisfacción que le fue concedida.
Es un bravo [el rey Guillermo] ¡Por Dios, exclamó mi tío Toby, y merece la corona!
Tan dignamente como un ladrón la cuerda -gritó Trim [el cabo leal]. 6
Decir que toda proeza merece una recompensa como todo crimen merece un castigo, es
una afirmación seria, pero decir que el rey Guillermo merece la corona como un ladrón la cuer -
da, es una afirmación que hace reír a causa del carácter incongruente de la relación.
Sucede a menudo que un elemento u otro del foro sean modificados para aproximarlos al
tema y hacer la analogía más convincente. En la medida en que el artista medieval quería pre -
sentar a Moisés como la prefigura del Cristo, mostrará al profeta montado sobre un asno y su
mujer siguiéndole a pie, y esto contrariando el texto de la Escritura, para poder poner mejor en
paralelo la escena con la Entrada de Cristo a Jerusalén.7 De la misma manera Bossuet, hablando de
los batallones compactos de la infantería española, dice que eran tan invencibles como torres,
pero torres “que eran capaces de reparar sus brechas”.8
Si se tomasen literalmente estas modificaciones del foro, se afirmaría ora una contraver-
dad, ora se describiría una realidad fantástica. Pero hay un límite a tales procedimientos; cuan -
do la afirmación referente al foro parece inadmisible porque es chocante para el sentido co-
mún, se obtienen expresiones, que Quintiliano ya había ridiculizado, como:
5 Calvino, Institution de la religión chrétienne, 1888, pág. 13. Citado en T.A., pág. 508.
6 L. Sterne, Vie et opinions de Tristram Shandy, L. XIII, cap. XIX. Citado en T. A., pág. 509.
7 Cf. L. Réau, “L’influence de la forme su l’iconographie médiévale” en Formes de l’art, formes de l’esprit,
1951. Citado en T. A., pág.510
8 Bossuet, “Oraison fùnebre de Louis de Bourbon, prince de Condé”, en Oraisons Fùnebres, Pléiade, pág.
218. Citado en T. A., pág.
9 Institution Oratoire, L. VII, cap. III, §76. Citado en T.A., pág. 511.
32
Una analogía rica es aquella que puede ser prolongada de manera fecunda. La Bruyère
supo sacar de ello efectos bastante afortunados:
Las ruedas, los resortes, los movimientos están escondidos; nada parece de un reloj
sino su aguja, que avanza insensiblemente y acaba su vuelta, imagen del cortesano,
tanto más perfecta, que después de haber hecho bastante camino, vuelve a menu-
do al mismo punto del que partió.10
Oponiendo el uso normal de una barca, a aquel al que la ha reducido Hume, Kant subraya
por analogía la superioridad de su filosofía crítica sobre el escepticismo.
Toda analogía pone ciertas relaciones en evidencia y deja otros caracteres en la sombra.
Max Black subraya con razón que “al describir una batalla en términos tomados del juego de
ajedrez, se elimina todo lo que se refiere a los horrores de la guerra”. 12
Admitir una analogía es, pues, suscribir una cierta escogencia de aspectos que importa
poner en evidencia en la descripción de un fenómeno. A menudo, al criticar a un autor, sere-
mos conducidos, al mismo tiempo, a oponernos a las analogías de las que se sirve. W. Moore,
oponiéndose a las ideas de Wittgenstein en lo que se refiere a las relaciones entre los enuncia-
dos y los hechos, escribe: “Si un enunciado representase al hecho como una línea sobre un dis -
co el sonido, entonces deberíamos probablemente estar de acuerdo con la tesis de Wittgens-
tein”.13
Al criticar una tesis ilustrada por una analogía, se deberá entonces, o bien adaptar esta
última para que corresponda mejor a sus propias concepciones o bien se deberá reemplazar
por otra analogía juzgada más adecuada. Los dos procedimientos se encuentran en las contro-
versias.
Es así como Leibniz, en su discusión con Locke, no acepta la concepción según la cual el
espíritu, en el conocimiento, desempeñaría un papel análogo al de una piedra de mármol sin fi-
sura, sobre la cual la experiencia dejaría sus huellas; su papel sería -más bien-, análogo al de
una piedra de mármol que tendría venas y estaría, por eso mismo, predispuesta a recibir tal fi -
gura más que tal otra.14
dad de los sabios a la de los investigadores que se esfuerzan por descubrir los fragmentos de
una estatua rota: para él la actividad científica será más bien análoga al desarrollo de una orga-
nismo vivo.15
Aristóteles definió la metáfora como “una figura que consiste en dar a un objeto un nom-
bre que conviene a otro; esta transferencia se hace o del género a la especie, o de la especie al
género, o de una especie a otra, o ya sea sobre la base de una analogía”. 16 Mientras que Aristó-
teles considera todo tropo como una metáfora, nosotros nos limitamos al último caso que él
considera. Para nosotros la metáfora no es sino una analogía condensada, gracias a la fusión
del tema y del foro. A partir de la analogía: A es a B como C es a D, la metáfora tomará la forma:
“A de D”, “C de B”; “A es C”. A partir de la analogía “la vejez es a la vida lo que la noche es al
día”, se derivarán las metáforas: “la vejez del día”, “la noche de la vida” o “la vejez es una no-
che”.
Son las metáforas de la forma “A es C” las más engañosas, pues se ha intentado ver en
ellas una identificación, mientras que no pueden comprenderse de una manera satisfactoria
sino reconstruyendo la analogía supliendo los términos faltantes. Observemos que esta especie
de metáfora puede expresarse de una manera aun más condensada y resultar de la confronta-
ción entre una calificación y la realidad a la cual se aplica. Escribiendo sobre un guerrero va -
liente, “este león se lanzó”, se sobreentiende que este guerrero es un león, lo que se explica por
la analogía: “este guerrero es con relación a los demás hombres como un león con relación a
otros animales”. De manera más general, “al decir de un hombre que es un oso, un león, un
lobo, un puerco, un cordero, se describe metafóricamente su carácter, su comportamiento o su
lugar entre los otros hombres, gracias a la idea que uno se forma del comportamiento o del lu-
gar de tal o cual especie en el mundo animal, tratando de suscitar, con relación a ellos, las mis -
mas reacciones que se sienten comúnmente respecto a estas mismas especies”. 17
La fusión metafórica que tiende a asimilar el dominio del tema al del foro, sobre todo
para crear una emoción poética, permite, mejor que la analogía, este vaivén en que tema y foro
se vuelven -por así decir- indisociables. Es así como en su célebre Oda a Casandra, Ronsard antes
de describir a la jovencita bajo los rasgos de una rosa, comienza por presentar la rosa en térmi -
nos que convienen a una jovencita:
Esta fusión metafórica puede indicarse mediante un adjetivo (una exposición luminosa),
un verbo (se puede piar), un posesivo (nuestra Waterloo), una determinación (la noche de la
vida), la cópula (la vida es un sueño), o aun por el empleo de una sola palabra colocada en un
contexto que excluye el sentido literal.19
A fuerza de ser repetidas, las metáforas se gastan y existe la tendencia a olvidar que se
trata de metáforas: se dirá de ellas metafóricamente que están muertas o adormecidas: se han
vuelto maneras ordinarias de expresarse, pero su aspecto metafórico reaparece cuando uno
quiere traducirlas a una lengua extranjera que no conoce las mismas fórmulas. Cuando la ex-
presión metafórica constituye la única manera de designar un objeto en una lengua, se califica
de catacresis: “el pie de la montaña”, “el brazo de la silla”.
El recurso a las catacresis es muy eficaz en la argumentación, pues sacando una conclu-
sión a partir de una manera habitual de expresarse, el lector no se da cuenta del carácter ana -
lógico, y la consecuencia parece seguirse de la naturaleza misma de las cosas. Es así como Des-
cartes explotando, en la Séptima regla para la dirección del espíritu, la catacresis “el encadena-
miento de las ideas”, insiste sobre el hecho de que en una deducción rigurosa no hay que sal -
tarse jamás un eslabón de la cadena, pues “allí donde un punto se omite, aunque fuese el más
pequeño, la cadena se rompe y toda la certidumbre de la conclusión se desvanece”. 20 Pero si se
cambia de foro, si el razonamiento ya no es asimilado a un encadenamiento, sino a un tejido
cuya trama está constituida por argumentos entrelazados, se ve inmediatamente que su solidez
es de lejos superior a cada uno de los hilos y que no se puede afirmar que es análogo a una ca -
dena, que no es más sólida que el más débil de sus eslabones. 21
Hay diversas maneras de utilizar una misma metáfora; cada una pone en evidencia diver-
sos aspectos y por ello llega a diversas consecuencias. Es así como el método frecuentemente se
describe como un camino, lo que nos recuerda la etimología de la palabra “método”, pero cada
pensador se servirá de esta analogía a su manera.
He aquí lo que Descartes escribe con relación a esto en la segunda parte del Discurso del
método:
Como un hombre que camina solo y en las tinieblas, me resolví a ir tan lentamente,
a usar tanta circunspección en todas las cosas, que si no avanzaba sino muy poco,
por lo menos me guardaría de caer. 22
Leibniz, por el contrario, insiste sobre el aspecto social del conocimiento. Para él, el gé-
nero humano considerado con relación a las ciencias que sirven a nuestra felicidad, es seme-
jante a una tropa de gente a la cual se recomienda “marchar con concierto y con orden, com-
partir los caminos, hacer reconocer los caminos y arreglarlos”. 23
Para estos dos pensadores clásicos, la ciencia está acabada en el espíritu de Dios: el ca -
mino está completamente trazado, basta recorrerlo. Para Hegel, al contrario, el camino se
construye con el progreso del conocimiento. Personalmente, queriendo tener más en cuenta,
en el progreso del conocimiento, la tradición, la iniciativa y el ejercicio, escribía que: “nuestra
marcha intelectual es ayudada por nuestros padres y por nuestros maestros; que antes de cons-
truir nuevos caminos, de mejorar los antiguos, hemos utilizado un gran número de caminos
trazados por las generaciones que nos precedieron; y que algunos a fuerza de ser olvidados, se
degradan y se cubren de una vegetación que nos hace perder su huella, que a veces estamos fe-
lices de descubrir después de varios siglos de abandono; que algunos caminos son tan escarpa -
dos, que sólo los alpinistas bien equipados y entrenados durante mucho tiempo, osan aventu -
rarse por ellos”.24
Vemos, por estos ejemplos, que la descripción del tema no depende solamente de la esco-
gencia del foro, sino que la idea que uno se hace del tema puede guiar la manera como un mis -
mo foro será desarrollado.
El peligro de algunas metáforas, tales como “un ramo de alas” para designar a un pájaro,
o “una nave de escamas” para designar a un pescado, es el de ser tomadas por imágenes que
evocarían algún ser fantástico, tal como la “caña pensante”. Es este el error que I. A. Richards,
a justo título, había denunciado hace mucho tiempo.25
A fuerza de servir de foro a las mismas metáforas, algunos términos mutan su sentido
metafórico en sentido usual: los términos “claro” o “viscoso”, parecen calificar inmediatamen-
te un pensamiento, o un carácter o un líquido. Pero lo que parece un cliché o uso ordinario,
puede volver a recuperar el sentido metafórico gracias a técnicas estilísticas variadas, que A.
Henry ha analizado con gran finura.26
Basta yuxtaponer dos clichés para producir un efecto de sorpresa, incluso de risa: “estas
grandes verduras, crema de la sociedad”. A veces basta una alusión o una oposición. Pero la
técnica más interesante para la argumentación consiste en desarrollar una metáfora adormeci-
da, prolongándola para dar al estilo una fuerza sugestiva poco común. Es una técnica utilizada
a menudo por La Bruyère, y también por Pascal, como se ve en este pensamiento: “Los grandes
y los pequeños tienen los mismos accidentes y las mismas molestias y las mismas pasiones;
pero el uno está arriba de la rueda y el otro cerca al centro, y así es menos agitado por los mis -
mos movimientos”.27
Sea lo que fuere, trátese de metáforas vivas o muertas, despiertas o adormecidas, la cer-
tidumbre prevaleciente hoy es que el pensamiento filosófico, y aún todo pensamiento creador,
no puede prescindir de ellas. Esta idea que encuentra quizás su origen en la obra de Nietzsche,
está ampliamente extendida desde hace más de treinta años en el pensamiento angloameri-
cano. Para C. S. Pepper, las diversas visiones del mundo se distinguen por sus metáforas funda -
mentales (root metaphors).29 Son las metáforas que según D. Emmet caracterizan al pensamiento
metafísico.30 Ph. Wheelwright retoma esta misma idea en dos obras bien conocidas: The Burning
Fountain (Bloomington, 1954) y Metaphor and Reality (Bloomington, 1962). Retomando esta mis-
ma tendencia en un importante artículo de síntesis, “El uso y el abuso de la metáfora” ( Review
of Metaphysics, 1962-63, vol. 17, págs. 237-58 y 450-72), Douglas Berggren concluye: “Todo pen-
samiento verdaderamente creador y no mítico, ya sea en las artes, las ciencias, la religión o la
metafísica, es necesariamente metafórico, de manera invariable e irreductible”.
Semiología
CBC
Ciudad Universitaria
Universidad de Buenos Aires
2017