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ANTONIO
In memoriam
Prólogo
Vivimos los hombres haciendo algo de lo que quisimos hacer, o haciéndolo mal, o
incluso no haciéndolo. Lo que se hizo aceptablemente muestra lo que en la vida es
logro; la diferencia entre lo que se quiso hacer y lo que de hecho se hizo revela lo que
en la vida es fracaso. Obvias verdades. Tanto, que su obviedad nos lleva con frecuencia
a trivializar el drama subyacente a esa inexorable mezcla de logro y fracaso que es la
vida del hombre, nuestra vida.
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10/5/2019 El cuerpo humano : Oriente y Grecia antigua / Pedro Laín Entralgo | Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Este libro fue inicialmente concebido como una historia de la anatomía. Había de
ser, por tanto, un documentado relato de cómo se inició, creció y fue configurándose el
conocimiento científico del cuerpo humano, tal y como los médicos y los anatomistas
han solido entenderlo. Sobre la concepción de mi proyecto había pesado, sin duda, la
habitual y escolar división de la ciencia del cuerpo humano en una anatomía, con la
embriología como habitual apéndice, y una fisiología. Pensando, sin embargo, que el
saber anatómico, por muy disectiva y cadavérica que sea la actitud mental del
anatomista, lleva siempre consigo cierto saber fisiológico, veo ahora que la plena
comprensión histórica de cualquier tratado de anatomía exige la exposición de la
fisiología que operaba en la mente de su autor y que, explícita o implícitamente, él
expresó en sus descripciones. Sólo así podrá quedar suficientemente justificado el título
de este libro.
Ocurre además que, tomado el término saber en su sentido más amplio, el saber
acerca del cuerpo humano nunca ha sido dominio exclusivo de anatomistas, fisiólogos,
naturalistas y médicos. Con puntos de vista personales o estamentales -el del filósofo,
el del pensador religioso y el del artista plástico, el del literato, el del sastre, el del
hombre de la calle-, todos tienen parte en él. No es posible, en consecuencia, saber lo
que en una situación histórica determinada ha sido el conocimiento y la estimación del
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cuerpo humano sin tener en cuenta, siquiera sea sumariamente, todo lo que en esa
situación se haya pensado y sentido acerca de él. Consecuencia: al proyecto originario
había que añadirle un capítulo nuevo. Nueva tarea, nueva dificultad.
Vuelvo a la sentencia antigua que antes mencioné: audaces fortuna iuvat. Terminar
la composición de esta serie de estudios y saber que su contenido es de alguna utilidad
para cuantos se interesan por la maravilla del cuerpo humano, sea cualquiera la razón
que a ello les mueva: tal será el favor de la fortuna para el viejo audaz que tardíamente
trata de hacer lo que antaño no hizo.
Mayo de 1987.
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Introducción general
-I-
Conceptos fundamentales de la ciencia anatómica
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Ante un ser vivo, un infusorio o un hombre, podrá decirse que en alguna medida se
conocen la configuración y la estructura de sus respectivos cuerpos cuando se posea
una noticia más o menos precisa acerca de su tamaño, su figura y sus órganos. Es el
momento material de la morfología biológica; en nuestro caso, el conjunto de los datos
positivos que integran el conocimiento científico del cuerpo humano: existencia y
figura del hueso temporal, del cerebelo o del páncreas.
El dato positivo y el modo de saber son, pues, los dos primeros y más inmediatos
conceptos del saber anatómico. A uno y otro debe aplicarse ahora nuestro análisis.
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Acontece esto, si atentamente se les mira, en todos los libros que exponen la
totalidad de una determinada disciplina científica. No es un azar que un tratado de física
clásica trate sucesivamente la mecánica, la acústica, la óptica, la termología, la
electrología y el magnetismo; no sólo por razones de orden histórico, también por la
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Hasta bien entrada la modernidad, los anatomistas y los médicos llamaron partes
(mória, en griego) no sólo a los órganos (partes dissimilares o partes composita) o
también a las unidades morfológicas que hoy denominamos tejidos (partes similares) y
que antes consideré como «elementos biológicos secundarios». Pero, aunque en rigor lo
sean, nadie aceptaría hoy llamar «partes anatómicas» al tejido epitelial o al tejido
nervioso. En la actualidad, y como he dicho, la expresión «parte anatómica» nombra
cada una de las porciones que la mirada del anatomista discierne en la totalidad del
cuerpo, con el objeto de hacer ordenada y sistemática su descripción: las regiones
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Cada descriptor, en efecto, expresa con palabras el aspecto y la estructura de las partes
con arreglo al método más adecuado a su modo de entender científicamente la parte que
describe y, por supuesto, a sus personales hábitos mentales y verbales. Pero la
diversidad personal puede ser tipificada. Tres son, a mi modo de ver, los modos
principales de llevar a cabo una descripción particular:
La pauta geométrica;
La pauta comparativa; y,
La pauta funcional.
Muy distintas son las cosas cuando se sigue la que he llamado pauta comparativa.
El anatomista elige entonces, entre los objetos de la vida habitual, el que juzga más
parecido a la parte anatómica de que se trate, y según él la nombra y describe. Así
acontece en el caso del esfenoides (del griego sphen, cuña), del etmoides (de ethmós,
criba), del hueso pisiforme (del latín pisum, guisante), etc. (etcétera), y así procedió
Cajal cuando llamó «nidos» o «cestas pericelulares», «eflorescencias rosáceas» y
«fibras musgosas» a las terminaciones del cilindroeje en torno al cuerpo de la neurona
contigua. El mismo origen tiene la distinción entre «corteza» (porción exterior y dura
de un órgano) y «médula» (porción interior y blanda).
Ahora bien, el cambio de las formas biológicas se produce de dos modos netamente
distintos entre sí: el funcional y el genético, la modificación espacial de la forma
anatómica ya constituida y el proceso con que genéticamente se constituye.
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Cabe, en fin, una tercera posibilidad. Mientras yo miro y pienso, mi cerebro no está
inmóvil, aunque su movimiento no sea macroscópica ni microscópicamente
perceptible, y lo mismo acaece en el seno del parénquima hepático como consecuencia
de la digestión. El cerebro y el hígado cambian, pero lo hacen de un modo más sutil que
los dos anteriores; es el cambio molecular, tanto biofísico como bioquímico. En él tiene
su campo propio la llamada biología molecular.
Se trata ahora de conceptuar y describir las formas anatómicas, tanto la del cuerpo
en su conjunto como la de las partes que lo integran, teniendo en cuenta los cambios
funcionales. Indiqué antes que en mayor o menor medida siempre lo ha hecho así el
anatomista, incluso cuando el punto de vista de sus descripciones ha sido el que llamé
local o estructural. Pero la concepción dinámica de las formas del cuerpo cobrará
especial relieve cuando, tras el sucesivo predominio de las concepciones estructural y
evolucionista de la morfología, con las dos sea metódicamente combinado el punto de
vista funcional. En la primera mitad de nuestro siglo ésa fue, como veremos, la obra de
Braus y Benninghoff.
No podían quedar así las cosas. Iniciada tal vez por Goethe, la idea de que la forma
y la función no son sino aspectos complementarios de la realidad viviente,
dependientes, cuando aisladamente se les considera, del punto de vista adoptado por el
observador, ha ido imponiéndose entre los biólogos de nuestro siglo. A su hora serán
nombrados y descritos los varios conceptos fundamentales a que en la morfología
biológica de los últimos siglos han dado lugar estas actitudes mentales y metódicas de
los morfólogos.
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Como Aristóteles, Harvey clasifica los animales según estos dos conceptos
embriológicos: los animales superiores, afirma, se reproducen por epigénesis, y los
inferiores por metamorfosis. La taxonomía zoológica moderna no ha seguido su
ejemplo; pero el concepto de metamorfosis y el de epigénesis, éste sobre todo,
conservarán su vigencia en el curso ulterior de la embriología. Dos líneas claramente
distintas, la idealista y la evolucionista, pueden ser discernidas en él:
a. El concepto de forma ideal es el que preside y centra en el siglo XIX la
especulación morfológica de casi toda la morfología biológica anterior a Darwin;
concepto del cual se derivan varios más, distintos por el nombre, según los
autores, pero idénticos o muy semejantes en el sentido.
b. Desde C. Fr. Wolff hasta los morfólogos del darwinismo, con Huxley y Haeckel a
su cabeza, el desarrollo histórico de la concepción epigenética de la embriología y
la tesis de la recapitulación de la filogénesis en la ontogénesis han obligado a crear
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«En el principio fue la fuerza», dijo Paracelso y han dicho otros con él. «En el
principio fue la forma», afirmaron los preformacionistas y han afirmado luego, bien que
no tan abiertamente, algunos fisiólogos. Tal vez la respuesta de nuestro tiempo podría
ser la que el Fausto goethiano se da a sí mismo en su célebre monólogo acerca de lo
que fue im Anfang, en el principio: «En el principio fue la acción», algo en cuya
realidad se fundían unitariamente la forma y la fuerza, la estructura y la función, la
necesidad y el azar, el azar y el sentido. Respuesta que plantea un problema ya no
puramente científico, sino a un tiempo científico y filosófico. No es éste el momento de
decir cómo lo veo yo.
- II -
El cuerpo humano y la cultura
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«populares» del cuerpo humano revelan muchas pinturas rupestres; y por lo que a este
respecto sucede en las sociedades civilizadas, recuérdese la propuesta de Freud a
Charcot cuando junto a él trabajaba en la Salpêtrière: investigar si la localización de las
parálisis y las anestesias histéricas tenía lugar según la anatomía del sistema nervioso
que enseñan los libros científicos o conforme a un iletrado saber popular -en aquel
caso: el vigente entre las clases proletarias de París- en torno a la composición y el
funcionamiento del cuerpo humano.
Desde los pensadores presocráticos, esto es, desde que la mente humana se ha
empleado en saber lo que las cosas son y lo que es el hecho de conocerlas, el
conocimiento del cuerpo humano ha sido parte importante del saber filosófico. A veces
de manera temática, cuando la antropología, el estudio científico de la realidad del
hombre, ha sido objeto directo de la atención del filósofo. A veces de manera sólo
incoada o sólo alusiva, cuando no ha sido éste el caso.
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El saber anatómico y fisiológico del literato y la actitud ante la realidad del cuerpo
vigente en el mundo a que pertenezca -piénsese, por ejemplo, en la diferencia que a tal
respecto existe entre el griego Homero y el medieval Dante- condicionan el contenido
factual y la orientación estimativa de las menciones del cuerpo humano y de las
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Desde las pinturas rupestres y las más antiguas cerámicas hasta la pintura y la
escultura de nuestros días, siempre el cuerpo humano ha sido el objeto principal de las
artes plásticas. Los esquemáticos cazadores prehistóricos de la cueva de Alpera, las
efigies de Assurbanipal y de Nefertiti, la Venus de Milo, los frescos de la Capilla
Sixtina, la velazqueña Venus del Espejo y la goyesca Maja Desnuda, el Penseur de
Rodin y las picassianas Demoiselles d'Avinyò, entre mil posibles ejemplos, son otras
tantas representaciones del cuerpo humano en las cuales, junto al saber anatómico de su
autor y a la estimación del cuerpo dominante en la respectiva situación histórica -
helénica y clásica en el caso de la Venus de Milo, europea y burguesa en Rodin,
europea y posburguesa en Picasso-, transparece lo que el cuerpo del hombre fue para el
artista que las creó. A la hora de estudiar cómo el cuerpo humano fue entendido y
valorado en cada una de las grandes situaciones históricas de la cultura occidental,
necesariamente habrá de ocupar un primer plano su representación por los artistas
plásticos.
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Capítulo I
Los orígenes del saber antiguo
Los más antiguos testimonios gráficos acerca de la vida del hombre, las pinturas
rupestres, manifiestan cierto conocimiento de la figura y la composición del cuerpo
humano. Si queremos llamar saber anatómico a ese conocimiento, puede decirse que el
saber anatómico existió en la Edad de Piedra, en el Egipto antiguo, en Sumer, en la
China antigua y en la antigua India. Así lo harán ver las páginas subsiguientes. Pero
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sólo cuando la pura intención de saber haya sido el móvil del conocimiento, y sólo
cuando esa intención sea cumplida con cierto orden y cierto método, sólo entonces
podrá ser denominado ciencia anatómica el saber acerca del cuerpo humano.
implícita intención de conocer la realidad del cuerpo según lo que ella es; en el
caso del médico, que el saber anatómico se halle exento de la tendencia utilitaria
que López Pinero y García Ballester han llamado «iatrocentrismo» y se convierta
en una «ciencia pura» del cuerpo humano, susceptible de utilización práctica.
Por otro lado, el cumplimiento de una exigencia sistemática: que las distintas
nociones de carácter anatómico mencionadas en los textos formen, miradas en su
conjunto, una unidad en la cual se manifieste cierto sistema ordenador, una idea
más o menos precisa acerca de la organización material del ser viviente a que la
descripción se refiere.
En tercer lugar, la observancia de una exigencia metódica: que el camino para la
obtención del saber anatómico haya sido objeto de reflexión, y que, como
consecuencia de ésta, ofrezca alguna garantía respecto de la verdad de los
resultados a que conduzca.
-I-
El saber anatómico del antiguo Egipto
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imaginable que entre el contenido de una lista ritual del año 2750 a. (antes) de C.
(Cristo) y las nociones anatómicas existentes en el papiro londinense, redactado hacia
el año 1200 a. (antes) de C. (Cristo), no se hayan producido modificaciones de carácter
progresivo? La misma técnica de la momificación, fuente principal del saber anatómico
egipcio, experimentó no pocas modificaciones a lo largo de los siglos; hace tiempo lo
demostró Sethe. De ahí que sea preciso distinguir, por lo menos, dos cuestiones
principales: el primer origen de ese saber y su ulterior y sucesiva expresión en los
papiros médicos.
A) Listas rituales
A) Las más antiguas expresiones anatómicas de que tenemos noticia son las listas
rituales que en 1924 publicó Ranke. Marco de ellas era una solemne ceremonia funeral.
Puesto ante el cadáver, y en recuerdo del descuartizamiento de Osiris, el sacerdote
consagraba al dios solar cada una de las partes del cuerpo del difunto, para que así
adquiriera éste vida perdurable y perfecta. «Se te darán tus dos ojos para ver -dice uno
de los textos-; tus dos oídos para oír lo que se hable; hablará tu boca, andarán tus
piernas, se moverán tu brazo y tu antebrazo; tu carne se hará firme; serán agradables tus
venas; gozarás de todos tus miembros; recontarás tu cuerpo y lo hallarás completo y
sano...; tendrás tu corazón como debe ser, como había sido antes». Un motivo de
carácter religioso indujo a designar con nombre propio y diferenciador los diversos
órganos y las distintas partes del cuerpo. Nacieron así largas series de términos
anatómicos, más abundantes cuanto más reciente es la lista ritual a que pertenecen, y
siempre ordenados de manera fija: cabeza y sus partes; cuello y nuca; hombro, brazos y
dedos; tronco y vísceras; nalgas y órganos sexuales; pierna, pie y dedos. El orden
descendente es bien notorio.
El contenido de estas listas rituales no pasaría de ser una llamativa curiosidad, a los
ojos del historiador de la Medicina, si los términos anatómicos y el orden en que
aparecen no se repitiesen fielmente en los papiros médicos de épocas posteriores; por
ejemplo, en la parte quirúrgica del papiro Edwin Smith. Lo cual nos hace ver que la
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B) Papiros médicos
B) Más abundantes y precisas son, claro está, las nociones anatómicas contenidas
en los papiros médicos, aun cuando la pérdida definitiva de algunos y las lagunas
existentes en los que poseemos -en el Edwin Smith, por ejemplo, falta todo lo relativo
al abdomen, la pelvis y los miembros inferiores- no nos permitan reconstruir en su
integridad el saber anatómico de los médicos egipcios. Podemos en todo caso asegurar
que las fuentes de ese saber fueron la práctica de la momificación (acto ritual en el que,
por lo demás, nunca existió la menor curiosidad científica; las vísceras eran extraídas,
pero no se las examinaba), el ejercicio de ciertas actividades de la vida cotidiana (caza,
operaciones culinarias, etc. (etcétera)) y la experiencia quirúrgica. Nada permite afirmar
que en el antiguo Egipto fueran disecados cadáveres humanos o animales con fines
anatómicos.
Muy sucintamente compuesta, he aquí una relación ordenada de los órganos y los
pormenores anatómicos consignados en los papiros médicos:
Cabeza.- Cráneo y cara. Vértice del cráneo y occipucio. Cuero cabelludo y
cabellos. Huesos parietales. Meninges y encéfalo. Suturas óseas y siete cavidades
(ojos, oídos, orificios nasales, boca). Frente, sienes, mejillas, mandíbula. Pabellón
de la oreja, oído interno. Órbita y «raíz» del ojo (¿nervio óptico?). «Blanco» y
«negro» del ojo (esclerótica, iris, pupila). Tabique nasal, «pilar de la nariz»
(vómer), alas de la nariz. Hueso cigomático, labios, dientes, lengua.
Cuello.- Garganta, tráquea, esófago. Nuca, «nudos del cuello» (vértebras
cervicales).
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Como se ve, la anatomía del antiguo Egipcio no pasó de ser una colección de
nombres alusivos a órganos o regiones del cuerpo, más o menos metódicamente
ordenados desde la cabeza hasta los pies y más o menos certeramente usados en la
denominación y explicación de las enfermedades y en la práctica de las operaciones
quirúrgicas. Un atisbo de ordenación sistemática hubo, sin embargo, en la anatomía
egipcia: la idea de que los distintos órganos del cuerpo se hallan anatómica y
funcionalmente unidos entre sí mediante el corazón y los vasos. El conjunto de uno y
otro sería el «sistema» unificador y comunicante del organismo humano.
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Consérvanse dos tratados acerca del corazón y los vasos: uno, titulado El libro de la
expulsión de todos los dolores de los miembros, aparece en dos versiones distintas, la
del papiro Ebers y la del papiro médico de Berlín; otro, cuyo título es Secreto del
médico y la sabiduría acerca del corazón, se halla íntegro en el papiro Ebers y
fragmentariamente en el papiro Edwin Smith. Según aquél, habría en el cuerpo humano
22 vasos; según éste, 46. Son también distintas las indicaciones acerca del curso de los
mt, aunque en algo coincidan.
El corazón, cuyo signo jeroglífico es una especie de olla con dos asas, constituye el
órgano central del sistema vascular y sería la sede del pensamiento, la voluntad y los
afectos. Aparece representado de dos modos diferentes, según se utilice el signo para
designar el corazón como órgano anatómico y centro de todos los vasos o como sede de
la vida psíquica. De él partirían los mt, que le comunican con todos los órganos y
regiones, para llevar a unos y otros sangre, agua y aire. «El aire entra por la nariz, llega
a los pulmones y al corazón, y éste los distribuye a todo el cuerpo», dice el papiro
Ebers. La conexión hemática entre el corazón y los pulmones viene expresamente
mencionada en ese mismo texto: «El corazón contiene sangre de los pulmones».
En sus líneas generales, éste fue el saber anatómico de los médicos egipcios. Falta
en él por completo la intención que antes llamé teorética y sólo en atisbo existen
parcialmente, con visible carácter funcional, las que he denominado sistemática y
metódica. ¿Puede en consecuencia decirse que en el antiguo Egipto hubiese una
verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser negativa. El origen histórico de esa
ciencia debe ser buscado en otra parte.
- II -
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Nada cierto se sabe acerca del saber anatómico de la China correspondiente a las
dinastías Hia (anterior al año 1600 a. (antes) de C. (Cristo)) y Shang (1600-1028 a.
(antes) de C. (Cristo)). Textos bastante posteriores -el Yi-king o Libro de los Cambios,
el Cheu-Li o Ritos de los Cheu y el Li-Ki o Memorial de los Ritos, todos ellos
redactados durante el segundo período de la dinastía Cheu (770-249 a. (antes) de C.
(Cristo))- permiten afirmar, a lo sumo, que en ese tiempo eran nombradas las vísceras
(tsang) y otras partes del cuerpo. Harto más profundo y sutil fue el pensamiento
cosmológico de los chinos desde el filo de los siglos VI y V a. (antes) de C. (Cristo),
época en la cual parece haber sido compuesto el Yi-king. En él se habla ya, en efecto, de
un principio inmutable y eterno del universo (Tao), que en su realización se
manifestaría en dos estados polarmente contrapuestos y rítmicamente operantes, el
reposo (Yang; también lo luminoso, caliente, seco, masculino y par) y el movimiento
(Yin; también lo oscuro, frío, húmedo, femenino o impar); ideas con las cuales la
antigua cosmografía china fue convirtiéndose en una concepción racional y abstracta de
la realidad del mundo, muy especialmente cuando el ingenioso pensador Tseu-yen
(336-280 a. (antes) de C. (Cristo)) completó ese sistema con la doctrina de la rotación,
la destrucción y la génesis de los cinco elementos o agentes (Wu-hing) que
inmediatamente componen el universo: la tierra, el fuego, el metal, el agua y la madera.
tsiao y doce pares de vasos principales, que contienen aire o neuma, sangre y los
principios Yin y Yang. A lo largo de los vasos están distribuidos los 365 puntos en que
se practica la acupuntura. El Nei-king contiene también algunas nociones
embriológicas: la formación del embrión, que es comparado con la flor del nenúfar,
tendría su centro originario en el sistema renal. En relación con el saber anatómico, los
restantes tratados médicos de la época -el Nan-king, el Chen-nong pen-tsao King, el
Kia-yi-king y el Mô-king- no añaden nada importante a lo expuesto en el Nei-king.
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A la vista de esta breve sinopsis, ¿puede decirse que en la China antigua hubiera
una verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser harto más matizada que en el
caso del Egipto antiguo.
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- III -
El saber anatómico de la India antigua
Algo más prolija que la del Rigveda, la enumeración ritual del Atharvaveda no
añade a ella nada esencial. En una y otra hay una denominación seriada y descendente
de las regiones y los órganos principales del cuerpo: cabeza, tórax, cintura escapular,
vísceras toracoabdominales, región pudenda, pierna. Directa o indirectamente, en esa
prolija enumeración tuvo su origen la ulterior anatomía de los médicos hindúes.
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Los textos védicos debieron de ser fijados en forma escrita hacia el año 1500 a.
(antes) de C. (Cristo) Durante los nueve siglos transcurridos desde esa fecha hasta que
apareció la famosa compilación que lleva el nombre de Susruta, ¿cómo fueron
desarrollándose los conocimientos anatómicos en la cultura india?
Fuente principal de ellos debió de ser la práctica de los grandes sacrificios. La más
completa descripción de esta ceremonia puede leerse en el Yajurveda. El hotar o
sacerdote invocador cantaba versículos del Rigveda; le contestaba, recitando en voz
baja trozos de prosa o yajus, otro sacerdote o advarvu (literalmente, «el que prepara el
camino»); un tercero, el sanitar, daba muerte a la víctima, un caballo, y él mismo u otro
sacerdote distinto, el visastar, llevaban a cabo la disección ritual. Todo parece indicar
que hasta las autopsias de cadáveres humanos mencionadas en la compilación de
Susruta, en tal ceremonia tuvo su más importante fundamento el saber anatómico de los
primitivos médicos indios.
Como es obvio, dicho saber no pasaba de ser una simple enumeración de órganos y
regiones; sólo ocasionalmente ofrecen los textos alguna sumarísima descripción.
Comienza aquélla con el epiplón mayor (vapa), primer fragmento de la víctima que el
sacerdote ofrecía. Viene luego el corazón, comparado a una flor de loto, que se abre
durante la vigilia y se cierra durante el sueño. Los escritos ulteriores repetirán el símil,
y en los dibujos tibetanos que siguen la tradición india así es representada la víscera
cardíaca. A continuación eran disecados la lengua y el plastrón torácico, y acto seguido
el hígado, los riñones, el recto, el pulmón derecho, el pulmón izquierdo, el bazo, la
grasa abdominal y la torácica, el intestino grueso y el intestino delgado.
dos frutos de mango, junto a la columna vertebral». La unidad funcional de los distintos
órganos quedaría garantizada por un sistema de conexiones o samdhi. Parte principal de
ellas son los «tubos» o srotas, nombre que parece referirse tanto a los bronquios como a
los vasos sanguíneos.
No son mucho más precisos los datos referentes a la osteología. Las enumeraciones
primitivas cifran en 360 el número de los huesos que componen el esqueleto; cifra en la
cual se expresa la viejísima idea del paralelismo entre el cuerpo humano (microcosmos)
y el universo en su conjunto (macrocosmos). «El año -dice un texto del Sata-Pata-
Brahmana- es realmente el altar del fuego; sus piedras de revestimiento son las noches,
y son trescientas sesenta, porque trescientas sesenta noches forman el año. Los días son
las piedras yajusmant, y son también trescientas sesenta, porque trescientos sesenta días
forman el año». Poco después añade que el altar del fuego es también el cuerpo
humano, en el cual las dos mencionadas clases de piedras se corresponden con los
trescientos sesenta huesos y las trescientas sesenta médulas que en ese cuerpo existen.
En otro lugar se lee que el hombre (purusa) es el año: «Ambos existen cada uno por sí,
pero son lo mismo». La concepción microcósmica del cuerpo humano se expresa ahora
como rigurosa correspondencia numérica entre los días del año y los huesos del
esqueleto. Por eso puede decir Hoernle que esas numeraciones «no proceden de un
médico, sino de un teólogo». El rito sacrificial haría patente la originaria correlación
sacral entre el hombre y el cosmos y cumpliría la secreta necesidad de un purificador
retorno al origen -en este caso, el paralelismo universo-hombre- que tantas religiones
arcaicas afirman.
No debe pensarse, sin embargo, que la cifra 360 expresa una noción ritualmente
fija. Tres veces ha encontrado Hoernle el número 362, y en el manuscrito de Tanjore se
habla, según Mookerjee, de 363. Ajena en este punto a la tradición védica, y apoyada
con toda probabilidad en la escuela quirúrgica de kasi, la Susruta-samhita calcula en
300 el número de huesos del esqueleto.
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Así adquiridas, no podían ser muy precisas las nociones anatómicas. Más que
descripciones propiamente dichas, la colección de Susruta ofrece al lector
enumeraciones, medidas y clasificaciones. El cuerpo del hombre, se afirma en ella,
contiene 7 pieles, 7 principios fundamentales, 300 huesos, 24 nervios, 3 fluidos o
humores elementales, 107 articulaciones, movibles unas y fijas las otras, 90 ligamentos,
90 tendones, 40 vasos principales, 700 ramas vasculares y 500 músculos. Antes indiqué
la importancia que en la anatomía y la fisiología de la Susruta-samhita poseen los tubos
o srotas. Añadiré ahora que en el ombligo se ve el centro y origen de todo el sistema de
tubos, sean éstos vasos o nervios, y que las indicaciones acerca de su curso son
puramente imaginarias. Bastante minuciosas y exactas son, en cambio, las precisiones
anatómicas acerca de ciertas regiones (marman), a cuyas heridas se atribuía especial
gravedad: la palma de la mano, la planta del pie, los testículos, las ingles, determinados
puntos del tronco y de las extremidades, el ombligo, etc. (etcétera) El concepto de
marman procede de los tiempos védicos, y no parece haber sido ajena a él la
prescripción ritual de evitar la incisión del ombligo que aparece en el Yajurveda.
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Tres son las ideas que en ese pensamiento interesan ahora: una puramente
cosmológica, la existencia de cinco «principios elementales» o mahabhuta
(literalmente, las «grandes cosas»); las dos restantes, estrictamente
anatomofisiológicas, son la doctrina de las siete «sustancias fundamentales» o
«elementos» (dhâtu) y la de los tres humores o «fluidos cardinales» (dosa).
Pertenece a las más antiguas tradiciones arias la idea de que la luz del cielo llega a
los hombres a través de ciertos orificios (el Sol, los restantes astros) que perforan la
bóveda celeste. «De esta luz del cielo (brahman o atman) procederían los cinco
principios fundamentales o mahabhuta: el espacio radiante» o akara, el viento, el
fuego, el agua y la tietra. «De este atman -léese en el Taittiriya-Upanishad- se origina
el akasa, del akasa el viento, del viento el fuego, del fuego el agua, del agua la tierra,
de la tierra las plantas, de las plantas el alimento, del alimento el semen, del semen el
hombre».
Entre los mahabhuta y las cosas singulares y visibles -un caballo, un hombre-
habría ciertas realidades intermedias, en cuya virtud llegan a ser racionalmente
inteligibles la composición y la génesis de los cuerpos vivientes: son los dhâtu o
sustancias fundamentales del cuerpo1 (34ff7e94-d26c-11e1-b1fb-
00163ebf5e63_1.html#N_1_). Los dhâtu son siete, según la enumeración canónica de
la Susruta-samhita: el quilo, la savia o zumo, la sangre, la carne, la grasa, el hueso y el
semen. Todos ellos provendrían de los cinco mahabhuta antes mencionados, y todos se
hallarían entre sí en estricta relación genética: «Del quilo, jugo o zumo (rasa) -dice esa
colección- procede la sangre, de ésta la carne, de la carne la grasa, de la grasa el hueso,
de éste la médula, de la médula el semen». De nuevo se hace patente la correlación
entre el macrocosmos y el microcosmos, ahora en forma temporal: el ciclo de tal
proceso genético duraría un mes lunar. A cada uno de los dhâtu correspondería, en fin,
una de las siete excreciones fundamentales o kitta: heces y orina, moco, bilis, suciedad
de la piel, sudor, pelos, legañas y sebo cutáneo.
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microcosmos; pero en modo alguno llegó a existir una ciencia anatómica merecedora
de este nombre. El pensamiento cosmológico indio, ha escrito Zubiri, «no se apoya en
el verbo as-, ser, sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, en el sentido de
nacer o engendrar... Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-, el nacido. El
verbo as no tiene, en cambio, más misión que la de una simple cópula sin
consecuencias. Tan sin consecuencias, que el pensamiento indio no llegó jamás a la
idea de esencia... Para el indio, la esencia es ante todo el extracto más puro de la
actividad de las cosas, en el mismo sentido en que empleamos hoy el vocablo cuando
hablamos de una esencia en perfumería. Hasta tal punto, que una de las más primitivas
denominaciones de lo que nosotros llamamos esencia es rasa, que propiamente
significa savia, jugo, principio generador y vital». Esta incapacidad de la mente india
para no pensar formalmente en términos de «ser» es a mi juicio lo que -no contando las
deficiencias y los errores de su descripción del cuerpo humano- impidió que en el
Indostán naciese un saber al que nosotros podamos llamar con entera propiedad
«ciencia anatómica».
Distintas entre sí, algo tienen de común, en lo tocante al conocimiento del cuerpo
humano, las culturas del antiguo Egipto y de la China y la India antiguas: en las tres -
sobre todo, en la china y en la india- apuntan gérmenes de una ciencia anatómica
propiamente dicha, pero en ninguna de ellas llegó ésta a constituirse; las tres se
extinguieron o se momificaron sin haberla producido; a este respecto, las tres han sido
otras tantas vías muertas en la historia universal de la humanidad. ¿Por qué? Esos
gérmenes, ¿eran, pese a su primera apariencia, incapaces de producir un conocimiento
del cosmos en la cual la ciencia anatómica pudiese tener marco y fundamento? Tal vez.
En cualquier caso, el curso real de la historia nos dice que sólo dentro de otro marco y
sobre otro fundamento -los que genialmente crearon los hombres de la Grecia antigua-
llegará a existir con plenitud esa ciencia. Así nos lo hará ver el próximo capítulo.
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Capítulo II
El cuerpo humano en la Grecia antigua: De Homero a Galeno
La actitud vital ante la realidad cósmica en que tuvo primer fundamento la más
antigua de las concepciones científicas del cuerpo humano, la helénica, existió desde
que el pueblo griego adquirió su identidad histórica; antes, por tanto, de la composición
del epos homérico. Más aún, es probable que esa actitud vital fuese la expresión
helénica de una genérica mentalidad indoeuropea, en cierto modo contrapuesta a la de
los antiguos pueblos semíticos; aquélla netamente naturalista, ésta claramente
personalista. El indoeuropeo, en consecuencia, veía la divinidad en la bóveda celeste;
por tanto, en la naturaleza, en el cosmos. El semita, en cambio, concibió a Dios como
«el Señor»: alguien trascendente a la visible realidad cósmica y esencialmente superior
a ella. Elaborando originalmente esa primitiva mentalidad indoeuropea, el genio vivaz,
observador e inquieto de los griegos, singularmente exaltado en las ciudades jónicas
por las exigencias de la vida colonial, fue el creador de la cultura que luego llamaremos
helénica y, dentro de ella, el artífice de la primera de las formas históricas en que se ha
realizado la ciencia del cuerpo humano.
-I-
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El epos homérico es, entre tantas cosas, el primer testimonio del saber de los
griegos acerca del cuerpo humano. ¿Puede también decirse que los versos de la Ilíada y
la Odisea sean la fuente primera de lo que con posterioridad de siglos había de ser la
ciencia anatómica de los helenos? En lo tocante a la nomenclatura, ésta fue la opinión
de Ch. Daremberg, el primero en explorar autorizada y metódicamente este aspecto de
ambos poemas. Es cierto. Recogiendo palabras vigentes en el habla de las costas
jónicas en las postrimerías del siglo IX a. (antes) de C. (Cristo), y dando con ello
inequívoco testimonio de la extraordinaria capacidad de los antiguos griegos para la
observación visual y la denominación distintiva, los poemas homéricos contienen una
gran copia de términos anatómicos que luego serán técnicamente empleados por los
médicos y los naturalistas. Pero sería desmesurado y erróneo afirmar que el rico saber
anatómico contenido en el epos fue la primera etapa de una ciencia anatómica
propiamente dicha; no pasó de ser el suelo empírico y léxico en que esa ciencia había
de nacer. Sólo en el siglo vi, cuando la visión helénica del cosmos se realice como
physiología o conocimiento racional de la phýsis, sólo entonces comenzará a hacerse
verdadera ciencia el incipiente saber anatómico de la Ilíada y la Odisea.
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El poeta nombra y describe órganos y regiones del cuerpo humano; y lo hace con tal
abundancia y tal rigor, que el texto, en ocasiones, más parece ser un parte médico que
una expresión poética. ¿Por qué lo hizo? Sin duda, porque sabía ver, porque le gustaba
la precisión descriptiva y porque estaba seguro de que a sus lectores y oyentes también
había de gustarles. El gusto por la precisión, uno de los principales rasgos étnico-
psicológicos de la ciencia griega, es el motivo básico de esa abundante presencia del
saber anatómico en el epos homérico; y la seguridad de compartirlo con quienes van a
leer o a escuchar su obra, la intención primera de ese sorprendente alarde del poeta, el
para qué de su notable empeño nominativo. Si se quiere llamar utilitaria a la intención
en que tiene su origen la denominación anatómica -a la postre, todos los actos humanos
son «para algo»-, la utilidad es ahora la pura satisfacción de un gusto: el gusto de ver,
nombrar y decir. Con sólo él no hubiese existido la ciencia anatómica; sin él, tampoco.
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B) Nombres y descripciones
Articulación: gyía.
Articulaciones en general: goúnata.
Auditivo, conducto: oûas, oûs.
-B-
Empeine: tarsós.
Encéfalo: enképhalos.
Epiplón: derîron.
Escapular, región: ômos.
Espalda: metáphrenon, nôton, rákhis.
Esternal, región: metamázion.
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-F-
Fauces: laimós.
Fibra: énteron, înes, neûron, ténōn.
Frente: metópion, métopōn.
Frente, arrugas: episkýnion.
-G-
Hígado: hēpar.
Hombro: ōmos.
Huesos: ostéa.
-I-
Mamila: mazós.
Mandíbula: gnathmós.
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Mano: kheír.
Mano (palma): agostós, palámē, thénar.
Maxilar inferior: gnathmós.
Médula (ósea y espinal): myelós.
Mejillas: pareía, paréion, prósopon.
Mentón: anthereōn, géneion.
Miembros: gyía, mélea, mélos, réthos.
Miembro superior: brakhíōn, olēnē.
Músculo: myōn.
Muslo: mēríon, mēros.
-N-
Nalgas: gloutós.
Nariz: rís, rînes.
Niña del ojo: glēnē.
Nuca: iníon.
-O-
Paladar: hyperōē.
Pantorrilla: skélos.
Párpados: bléphara.
Pecho: stérnon, stêthos.
Pericardio: phrénes.
Perirrenal, región: epinephrídios.
Pie: poús, láx.
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Rodilla: góny.
Rostro: hypōpion, ōpsis, prósōpon.
-S-
Sien: krótaphos.
Sincipucio: brekhmós, brégma.
-T-
Talón: ptérnē.
Tarso: tarsós.
Temporal, región: kórsē.
Tenar, eminencia: thénar.
Tendón: énteron, înes, neûron, ténon.
Tobillos: sphyron.
Tórax: stēthos, stérnon.
Tráquea: aspháragos.
-U-
Vacío: keneōn.
Vaso sanguíneo: phlébs.
Vejiga urinaria: kýstis.
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Yugulum: laukantē.
No sólo riqueza hay en él; hay también precisión, tanto onomástica como
descriptiva. Varias páginas podrían llenarse con descripciones de heridas enteramente
equiparables a los partes médicos de plazas de toros. Meriones persigue lanza en mano
a Fereclo; y «cuando le alcanzó, le alanceó en la nalga derecha, y la punta, pasando por
debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió por el otro lado» (Il. (Ilíada) V, 66-67). Otro
tanto ocurrió cuando el mismo Meriones clavó una flecha en la nalga derecha de
Harpalión (Il. (Ilíada). XIII, 651-655). Idomeneo alancea a Enmante por la boca: la
lanza, se nos dice, «le atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos
huesos y conmovió los dientes» (Il. (Ilíada) XVI, 345-350). Dígase si no parece más
quirúrgico que poético el estilo del descriptor de esas heridas.
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D) Cuerpo y alma
Análoga actitud ante la realidad del hombre es la que dio lugar a la no distinción
entre el cuerpo y el alma, el sōma y la psykhē. Es cierto que el término psykhē aparece
en el epos homérico; pero su vaga, imprecisa significación -precursora, eso sí, de la que
ulteriormente tendrá en el pensamiento griego (O. Regenbogen)- no lleva todavía
consigo la luego tópica contraposición cuerpo-alma. Más que principio de vida o centro
de atribución de las actividades que solemos llamar psíquicas, la psykhē homérica
nombra el carácter mortal del hombre, lo que el hombre pierde al morir y como una
sombra, un humo o un sueño vuela hacia el Hades.
y siguientes). El placer de Aquiles cuando tañe la lira se localiza, ora en su phrēn, ora
en su thymós (Il. (Ilíada) IX, 186 y sigs. (siguientes)). A veces la distinción entre
thymós y nóos se hace borrosa: el thymós lleva consigo pensamiento, y el nóos
sentimiento. Ño es un azar, apunta S. Lasso de la Vega, que el silogismo llamado
enthyméma, nuestro entimema, tenga su raíz en thymós. Para Homero, en suma, la
psykhē se realiza entera en acciones que de algún modo difieren entre sí, pero que en
cierta medida son intersecantes.
Más aún cabe decir: en la concepción homérica de las actividades que nosotros
llamamos psíquicas o anímicas se hace patente la no diferenciación entre la psykhē y el
sōma a que antes aludí. Tal es el fundamento de la localización de ellas en alguna
región del cuerpo y, en ciertos casos, el empleo puramente anatómico de términos que
originariamente tuvieron una significación psíquica. El corazón, por ejemplo, tiene que
ver con el thymós, y por tanto con la valentía y el miedo. La phrēn vino a ser -en
singular o en plural, phrénes- el nombre del diafragma; orientación semántica que se ha
perdido, para volver en primitiva significación psíquica o mental del término, en varias
palabras de nuestro idioma, como frenesí, frenocomio y frenología. El mismo sentido
tiene el hecho de que nuestro pronombre personal «yo» sea expresado en el epos
mediante locuciones como «mis manos», «mi pecho» o «mi cabeza». Tras tantos siglos
en que la dualidad cuerpo-alma ha sido tan abusivamente subrayada, una curiosa
impresión de actualidad produce hoy este aspecto de la mentalidad homérica.
Todo lo expuesto hace ver que la estimación del cuerpo fue muy alta en la cultura
homérica; no parece improcedente decir que, en el sentido post-homérico del término
sōma, esa cultura fue somatocéntrica. A la excelencia del cuerpo (fuerza, belleza) iba
naturalmente unida la distinción ética (valentía, honorabilidad), y a su flaqueza
(fealdad, debilidad) la descalificación moral y social. El ulterior término kalokagathía
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- II -
El cuerpo humano en la filosofía presocrática
Sería inútil buscar en los filósofos presocráticos una teoría científica del cuerpo
humano y, por consiguiente, una ciencia anatomofisiológica. Ninguno de ellos tuvo el
propósito de construirla. Pero varios de los conceptos que permitieron su ulterior
edificación, en su obra tuvieron primer fundamento. Estudiaré sumariamente los más
importantes.
A) Idea de la phýsis
Desde Tales de Mileto hasta Demócrito, el rasgo común de todos los filósofos
habitualmente llamados presocráticos es su condición de physiológoi o sabios acerca de
la phýsis. Sólo en dos de ellos, Heráclito y Parménides, llega a convertirse en ontología,
ciencia del ōn, de lo que es, del ser, lo que en ellos y en todos los restantes fue
physiología, ciencia de la phýsis, de la naturaleza. Como physiológoi los caracterizará
Aristóteles.
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El término phýsis, sustantivo derivado del verbo phyeō, nacer, brotar o crecer -como
natura, con latín, se derivará de nascor-, aparece por vez primera en la Odisea, cuando
Ulises cuenta el modo cómo Hermes le enseñó a librarse de los encantamientos de
Circe; el remedio para evitarlos era una planta (móly) cuya phýsis, dice Ulises, le
mostró el dios: blanca la flor, negra la raíz y difícil de arrancar para un mortal (Od.
(Odisea) X, 303). En un contexto todavía informado por la mentalidad mágica, el poeta
da el nombre de phýsis a la condición de una planta (algo que nace y crece),
simultáneamente caracterizada por su aspecto (flor, raíz) y por su virtualidad operativa
(la virtud de preservar de un encantamiento). Pues bien: al cabo de dos siglos, a esa
palabra recurrirán los filósofos presocráticos para designar el principio y el fundamento
de todo lo real.
preguntarán por el qué de ese comienzo, por lo que en el comienzo era, y a ese
principio le llamarán phýsis. El cual será, a su vez, el principio por el que cada cosa es
lo que realmente es, su naturaleza, su phýsis. De ahí la radical condición principial y
genética de la phýsis, el hecho de que ésta otorgue a cada cosa su ousía, su esencia real
-así interpretará Aristóteles (Metaf. (Metafísica) 983 b 40 y sigs. (siguientes)) la idea
presocrática de la phýsis-, y sea a la vez fuerza natural, natura creatrix, como traduce
Diels. Es bien sabido que los más antiguos de los presocráticos atribuyeron a ese
principio un modo concreto de realidad: el agua (Tales), lo indefinido, el ápeiron
(Anaximandro), el aire (Anaxímenes). Pero, sea entendida de un modo o de otro su
consistencia real, la phýsis será siempre principio, arkhē. «Principio del movimiento y
del reposo», dirá de ella, casi tres siglos más tarde, la clásica definición de Aristóteles
(Fís. (Física) 192 b 20).
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de Mileto afirme que «todo está lleno de dioses» (D. K. 11 A 22) y de ahí también la
esencial admirabilidad de la naturaleza, el carácter «maravilloso e imprevisto» que le
atribuye Demócrito (Diels-Kranz, A 99 a).
Para el griego homérico, ni siquiera Zeus es capaz de hacer algo cuya imposibilidad
haya sido decretada por la moira (Il. (Ilíada) XVIII, 75 y sigs. (siguientes)); creencia
bajo la cual late la idea de que hay algo, eso que los presocráticos llamarán luego
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B) El doblete eidos-dýnamis
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Las cosas muestran ser lo que son por su aspecto o figura y por el conjunto de las
acciones que pueden ejecutar y de hecho ejecutan. La phýsis o naturaleza de una cosa
cualquiera -en nuestro caso: el cuerpo humano- se manifiesta de consuno en la figura o
aspecto de ella (eidos) y en su virtud o potencia para hacer lo que naturalmente hace
(dýnamis). Como antes apunté, ya en la primera aparición de la palabra phýsis en la
lengua griega, el sentido de ella comprende el aspecto de una planta y su virtud para
impedir los encantamientos de Circe.
Cada cosa tiene su eidos propio; según él difiere de todas las demás y se parece más
o menos a algunas. Apunta así la idea de ordenar las cosas conforme a su apariencia, y
por consiguiente -en tanto en cuanto el eidos es manifestación de la phýsis- según su
naturaleza específica. No olvidemos que species es la traducción latina de eidos. En
este sentido cabe oponer complementariamente, como hace Parménides (Diels-Kranz,
29 A 17), eidos, aspecto, y enérgeia, acción, actividad; y puesto que la enérgeia es la
actualización de la dýnamis (potencia, capacidad o virtud para actuar), la oposición
complementaria entre eidos y dýnamis se hace evidente. En esa distinción y esa
complementariedad tendrá su fundamento toda la ulterior taxonomía científica de la
naturaleza.
C) El doblete stoikheion-enantiōsis
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En tal caso, ¿cómo explicar la diversidad de los aspectos que ofrecen las cosas?
¿Cómo ordenar racionalmente la enorme multiplicidad de las phýsies o naturalezas
particulares -la del hombre, la del caballo, la de la encina, la de la roca- en la
fundamental unidad de la phýsis universal?
Quiere esto decir que el elemento es el soporte primario -entiéndase de una u otra
manera el modo de serlo- de las dynámeis o virtualidades propias de la cosa en
cuestión. Ahora bien: ¿es posible establecer una ordenación racional de las dynámeis,
siendo tan numerosas y tan diversas las notas o propiedades en que se manifiestan? Una
cosa puede ser verde o roja, caliente o fría, dulce o amarga, húmeda o seca, pesada o
ligera, olorosa o inodora, etc. (etcétera) ¿Cómo ordenar katà lógon, racionalmente, esa
enorme diversidad? Movido tal vez por la honda tendencia dicotómica de la mente
indoeuropea, el pitagórico Alcmeón de Crotona resolvió ese problema estableciendo un
sistema de contraposiciones o enantiōsis entre las distintas cualidades elementales:
caliente y frío, húmedo y seco, amargo y dulce; sistema que Alcmeón dejó abierto («y
las demás cualidades», dice el texto que Aecio le atribuye: Aecio V, 30, 1; Diels-Kranz
B 4), y que más tarde, suprimiendo de él todas las restantes cualidades, quedará
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Para Anaximandro, la acción del sol sobre la humedad produjo los primeros seres
vivientes (D.-K. 12 A 11), y éstos fueron adquiriendo luego formas variadas por obra
de la sequedad (D.-K. 12 A 30). El hombre, que a diferencia de otros animales no es
capaz de alimentarse por sí mismo al nacer, se formó más tarde, y tuvo sus ascendientes
inmediatos en peces o en animales semejantes a los peces (D.-K. 12 A 10, 11 y 36).
capaces de cumplir adecuadamente una finalidad (las plantas y los animales que
conocemos, el hombre) y sucumben las que no cumplen esa condición (por ejemplo:
animales con cuerpo de hombre y cabeza de vaca o con doble cara o doble tórax) (D.-
K. 31 B 57, 60, 61 y 31 A 48). No es extraño que varios autores -Heinze, Zeller,
Dümmler, Gomperz- hayan visto en la zoogonía de Empédocles un remoto antecedente
de la selección natural darwiniana4 (34ff7e94-d26c-11e1-b1fb-
00163ebf5e63_1.html#N_4_). En todo caso, Empédocles es, entre los filósofos
presocráticos, el único que formalmente afirma la transmigración de las almas
humanas. «El alma entra en múltiples figuras de animales y plantas», nos dice a través
de Diógenes Laercio (D.-K. 31 A 1); y en primera persona, con especial énfasis, en uno
de sus más conocidos fragmentos: «Alguna vez he sido yo muchacho, muchacha,
arbusto, pájaro y pez mudo emergente del mar» (D.-K. 31 B 117).
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antiguas que ese tratadito hipocrático, y se ha visto que la idea microcósmica del
nombre tuvo una amplia difusión en la Grecia colonial de los siglos VI y V (W. Kranz,
R. Allers, H. Hommel, A. Olerud, R. Joly). Por otro lado, ha venido a pensarse
(Nygren, Olerud, Hartmann, Windergren, Molé, Filliozat, Duchesne-Guillemin) que, en
lo tocante a la teoría del microcosmos, más que un juego de influencias y préstamos
debe admitirse un origen múltiple de la misma idea -acaso originariamente
indoeuropea-, configurada luego de manera más concordante o más diversa por las
peculiaridades y las vicisitudes históricas de las distintas culturas. Así lo demuestra lo
que en el capítulo precedente se dijo acerca de la concepción del cuerpo humano en la
antigua India.
F) La contraposición sōma-psykhē
(Empédocles), «la más fina y más pura de todas las cosas» (Anaxágoras) o un conjunto
de átomos de fuego (Leucipo) o de átomos cálidos y redondos (Demócrito); bajo todas
esas opiniones es común la concepción del alma humana como un peculiar y exquisito
modo de la materia cósmica.
Cualquiera que sea la manera de entender tal actividad -más biológica en Heráclito
(D.-K. 22 B 67), más mecánica en Demócrito (D.-K. 68 A 104)-, el alma mueve al
cuerpo y ejecuta las funciones que con estricta propiedad etimológica hoy llamamos
psíquicas. Varía entre los pensadores presocráticos, sin embargo, la idea acerca de la
suerte del alma en el trance de la muerte: para Heráclito, el alma individual es inmortal
y vuelve al alma del mundo (D.-K. 22 a 17 y 22 B 26); para Empédocles (D.-K. 31 A
85) y Demócrito (D.-K. A 109), en cambio, el alma muere con el cuerpo.
El eidos del hombre se forma a partir de la materia cósmica; antes vimos cómo
Anaximandro y Empédocles entendieron ese proceso. Ahora bien: ya formado el
cuerpo del hombre, ¿cómo, a través de la procreación, se perpetúa ese eidos suyo, su
especie?
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