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Jorge Larrosa: "Preparar un curso es armar un

texto"
Licenciado en Filosofía y doctor en Pedagogía.

Su última obra se presenta en conversación con Karen Rechia (Más información)

Jorge Larrosa es profesor en Universidad de Barcelona. Estudió en la Universidad de


Londres y en el Centro Michel Foucault (París). Karen Rechia es licenciada en Historia por
la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil) y se interesó, muy especialmente, en las
maneras de hacer de profesor. (Ver perfil completo)
Karen: Cuando te refieres a curso, hablas de la composición de tus asignaturas.
Pero tus clases también son composiciones, como intenté describir en el vocablo
“aula”. ¿Cómo ves esas pequeñas unidades en la relación a la idea de curso?

Jorge: Para mí, un curso no es un contenido, ni un temario (que en el fondo es una serie
de contenidos), sino un texto seleccionado en relación a un asunto. Mis cursos suelen ser
monográficos, centrados en un solo asunto. Preparar un curso es armar un texto. Y dar un
curso es dar a leer un texto. Un curso es, en ese sentido, un ejercicio de lectura pública y
en público de un texto, una lección, una lectio (en portugués se dice que el
profesor lecciona). Cuando hablo de “texto” me refiero, naturalmente, a una serie ordenada
de textos, a una colección de textos, a un dossier que da cuerpo, materia, al asunto.
Preparar un curso es montar el dossier de textos que van a ser recorridos a lo largo de las
clases. Un curso es un recorrido. Por eso cada uno de los textos que lo componen tiene
sentido en la serie que constituye, en el recorrido que propone. Un curso es también, en
ese sentido, una línea que hay que seguir (leyendo) desde el principio hasta el final,
literalmente, al pie de la letra. En ese sentido, un curso es un texto organizado en el
tiempo. Por eso diseñar un curso es montar un dispositivo temporal. Como una música, o
una película, o un libro. Por eso diseñar un curso tiene algo del arte cinematográfico del
montaje. Y tiene también algunas de las características de las artes temporales como el
ritmo. El ritmo, decía Aristóteles, es la forma del movimiento. Por eso la preparación de un
curso, el montaje de un curso tiene que ver con construir una forma temporal, un
movimiento organizado, un artefacto rítmico. Es, como tú bien dices, una “composición”.
Por eso un curso se sigue. Lo que los alumnos (y el profesor) hacen es “seguir el curso”. Y
seguir implica una cierta linealidad, un cierto recorrido o, como se dice en portugués,
un percurso. También en ese sentido, el profesor no es un autor sino un lector que da a
leer o, de otra manera, una especie de “curador”. De hecho, si el trabajo de profesor tiene
algo de autoría es en tanto que curaduría. Cuando digo que mis cursos son cursos de
autor me refiero a eso: mi autoría se refiere a la selección que hago de piezas (textos y
películas) que ya existen y al modo como esas piezas son contextualizadas y ordenadas
creando un espacio (de lectura, de conversación, de ejercicio, de pensamiento) en el que
los estudiantes puedan tener un lugar, su lugar. La tarea del profesor es dar a leer cada
uno de los textos y, al mismo tiempo, elaborar las transiciones, las resonancias y, desde
luego, tratar de que los textos ya leídos estén presentes en los que se van leyendo. Algo
así como lo que ocurre cuando se escucha una música, se ve una película o se lee una
novela: que todo lo que ya se ha oído, ya se ha visto o ya se ha leído resuena en lo que se
va escuchando, en lo que se va viendo, en lo que se va leyendo. Igual que en el final de
una novela resuena toda la novela, en el final de una película resuena toda la película, en
el final de una música resuena toda la música o, incluso, en el final del camino está
presente todo el camino. De ese modo, el asunto sobre el que se trata (sobre el que se
lee, sobre el que se habla, sobre el que se piensa) se va adensando a lo largo del
recorrido. Y eso, como tú sabes, es muy difícil. Porque una de las cosas que has tenido
que hacer en tus conversaciones periódicas con los estudiantes es tratar de que todos los
textos leídos estén siempre encima de la mesa o, dicho de otro modo, que haya un
momento en que puedan sonar y resonar entre sí. En ese sentido, podría decirse que un
curso (la lógica de un curso) solo puede entenderse al final, o desde el final. Un final que,
desde luego, no es una finalización, o una conclusión, o una meta. De hecho, un curso
empieza en medio y termina en medio. No puede empezar de cero, puesto que siempre se
ha leído algo, se ha pensado algo (siempre hay presuposiciones en relación al asunto). Y
cuando termina (porque el tiempo del curso se acaba), es obvio que se podría seguir
leyendo, pensando, conversando. Podría decirse que un curso no agota un asunto, no lo
termina ni lo determina, sino que lo abre. El tiempo del curso es finito, está contado, pero
el tiempo de la lectura y del pensamiento (que es el que el curso trata de abrir) es por
definición incontable. Y tiene algo de cíclico, de volver una y otra vez sobre algunas cosas.
Tal vez por eso (y porque los cursos son cada vez más cortos), es cuando el curso termina
que tengo la sensación de que es ahí, precisamente ahí, donde se podría comenzar “en
serio”.

En algunos momentos quedaba muy claro que tus alumnos tenían dificultades para
entender tu idea de curso, porque están bastante acostumbrados a la idea de unidad
didáctica. Uno de los ejemplos sería en relación a “leer de nuevo”. A ellos les
parecía muy extraño tener que repetir una lectura ya hecha, insistir en la relectura de
un texto.
Para mí es claro que la lectura “de verdad” es relectura. Y en un curso, aunque sea lineal,
aunque consista en seguir una línea, se está siempre “volviendo sobre el asunto” y, de
alguna manera, volviendo sobre lo que ya se ha leído, sobre la que ya se ha dicho, sobre
lo que ya se ha pensado. Pero tienes razón en que los estudiantes de esta época son
refractarios a releer, a repetir o, como se decía antes, con una palabra muy bella, a
recapitular. Han interiorizado que una clase, como un texto, se empieza, se acaba, se
olvida y se pasa a otra cosa (a otra clase, a otro texto, a otro tema). De alguna manera, los
cursos, incluso en la universidad, se están descomponiendo en “unidades didácticas” cada
vez más cortas, en “dinámicas” que empiezan y acaban en una clase, en cosas que se
hacen pero que no se siguen. Y un curso, por definición, se sigue, se pro-sigue. Hemos
dicho ya que la tarea del profesor (y en esto tu contribución fue inestimable) es mantener
los textos, todos los textos, encima de la mesa. Y es también mostrar, o sugerir, que hay
textos que vale la pena releer. De hecho, solo los textos que vale la pena releer merecen
ser leídos. Y lo mismo pasa, desde luego, con las películas. Como viste, yo casi siempre
empiezo las clases recapitulando.

Jorge Larrosa: "El oficio de profesor tiene que


ver con el amor"
Licenciado en Filosofía y doctor en Pedagogía.

Su última obra se presenta en conversación con Karen Rechia (Más información)

Jorge Larrosa es profesor en Universidad de Barcelona. Estudió en la Universidad de


Londres y en el Centro Michel Foucault (París). Karen Rechia es licenciada en Historia por
la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil) y se interesó, muy especialmente, en las
maneras de hacer de profesor. (Ver perfil completo)
¿Por qué ese no-uso de la palabra alumno?
La condición de alumno es una condición administrativa y, digamos, posicional (como
también es administrativa y posicional, al menos en primera instancia, la condición de
profesor). Pero la obligación del profesor es convertir a los alumnos en estudiantes, es
decir, hacerles pasar de la condición institucional y posicional de alumnos a la condición
existencial y pedagógica de estudiantes. El profesor universitario trata con jóvenes, claro,
trata con alumnos, desde luego, pero su deber, me parece, es tratar a los jóvenes y a los
alumnos como estudiantes. Es posible que aún no lo sean, es posible que no lleguen a
serlo, pero hay algo importante que depende de ese “como si”, de ese tratar con ellos
“como si fueran” estudiantes.
Parto de una inspiración arendtiana para preguntarte si vas a abordar ese amor, que
no es en absoluto un amor sentimental, bajo la óptica del profesor.
El oficio de profesor tiene que ver con el amor. Con el amor al mundo y con el amor a la
infancia, entendiendo esta última como “novedad (en el mundo)” y como “capacidad de
comenzar”. Tiene que ver con el modo como nosotros, que habitamos el mundo, recibimos
a los nuevos, a los que vienen al mundo por nacimiento, a los que (precisamente por su
condición de natales) tienen tanto la capacidad de empezar algo nuevo como la capacidad
de renovar lo viejo.
¿Cuál es la relación entre docencia y oficio?
Si prefiero hablar de oficio y no de profesión es porque la palabra "profesión" está
contaminada por la ideología del profesionalismo y de la profesionalización. Es ahí, a las
profesiones profesionalizadas, donde se ha desplazado eso de las competencias, de las
capacidades, de los saberes técnicos y de los modos de hacer expertos. Por otra parte, el
oficio aún remite a la artesanía: a la materialidad del trabajo, a la tradición en que se
inscribe, a la huella subjetiva del artesano que lo realiza, a su presencia corporal.
Me reconozco en eso de la indistinción entre lo que se hace y lo que es; en eso de que el
oficio de profesor no tiene que ver con competencias, con técnicas didácticas o con
resultados sino con serlo "de verdad" (sea eso lo que sea); en eso de que incorpora una
serie de hábitos que constituyen un éthos, una costumbre, un modo de ser y de actuar, un
modo de vivir; en eso de que el oficio debe ser ejercido con devoción, es decir,
entregándose a él, respetándolo, y con un sentimiento no coactivo de la naturaleza de
nuestro deber; en eso de que implica compromiso y, a veces, pelea; en eso de que el
oficio de profesor implica cuestionarlo todo; y, sobre todo, huyendo de toda solemnidad y
de toda grandilocuencia, me reconozco también en lo que el oficio tiene de ínfimo y de
cotidiano, de algo que se hace cada día (y no en momentos excepcionales) y de un modo
siempre menor, con gestos mínimos, modestos, casi desapercibidos, sin espectáculos
ni artificios.
¿Cómo ves el ejercicio de la autoridad en clase?
En “La crisis en la educación” Arendt habla de la crisis de la autoridad en el mundo
contemporáneo. Y también en otros textos del mismo libro como “La crisis en la cultura” o
“¿Qué es la autoridad?”. Y lo que viene a decir, respecto a la sala de aula, es que la
autoridad del profesor descansa en otra autoridad, en la de la tradición, en la de la
disciplina que imparte, en la de los textos que da a leer. Y que cuando esas cosas pierden
su autoridad, la pierde también el profesor, y solo le queda el autoritarismo, es decir, la
fuerza. O la persuasión si entendemos por ella su forma contemporánea: el profesor
carismático, atractivo, presuntamente interesante, gracioso, buen comunicador, ese
profesor que se luce a sí mismo, que concentra sobre sí el brillo, la atención y, por tanto, la
influencia, ese tipo de profesor al que podríamos llamar, con Valeriano López, peda-gogó.
Yo, desde luego, no soy de esos profesores. Y tampoco uso (o, al menos, no de manera
consciente) la autoridad derivada de la posición institucional (el estúpido poder de aprobar
o suspender). Creo que ni soy fuerte (en ese sentido) ni soy persuasivo (en ese sentido).
Tal vez por eso mis clases transmiten a veces una sensación de esfuerzo, de tensión, de
pelea incluso. Solo espero, eso sí, que sea una pelea limpia.
Fuente: Estas preguntas y respuestas son solo un fragmento del último libro de Jorge
Larrosa. P DE PROFESOR (Más información)
Equipo: Jorge Larrosa y Karen Rechia (Ver perfil)

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