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ESTUDIOS DE ANTROPOLOGIA MEDICA

I
MEDI CI NA E HI STORI A
PEDRO LAIN ENTRALGO

E S T U D I O S DE
ANTROPOLOGIA
MEDI CA
I

EDICIONES ESCORIAL
M A D R I D
COLECCION «IDEA.

PEDRO LAIN ENTRALGO

MEDICINA
HISTORIA
E

EDICIONES ESCORIAI,
MADRID - MCMXLI
Colección «•Idea »
Serie española
2
UX ORI
IN X T O .
CARISSIMAE
INDICE DE MATERIAS

PÚR*-

P rólogo ............................................................................................... ix
I.— E m tormo ai . problem a de la M edic in a .............. 1
1.— D os g ru p o s so cio ló g ico s ....................................... 1
El técnico profesional.—El médico científico.
Reducción de la Medicina a los supuestos
de la ciencia cultural: cuantidad, causali­
dad, construcción.
2.—S u in s u fic ie n c ia ....................................................... 9
La Medicina como quehacer.—Las nuevas zo­
nas de la realidad: vida y persona.—Histo­
ricidad del hombre.—La vida .individual,
la vida personal y la Medicina; falsos “per­
sonalismos” médicos.—Idea de la persona
como ser abierto e íntimo.—Los intereses
personales en el caso de una fractura.—His­
toricidad de la enfermedad.
3. —L a M e d ic in a e n la e n c ru c ija d a ............................ 41
El problema de la Medicina.--Su posición en
el orbe del saber científico.—Sobre el “peli­
gro” del personalismo médico.—El motor
de la investigación positiva, a la luz de la
Historia de la Cultura (M. Scheler) y de
la Sociología (M. Weber). Los “mitos” in­
citadores del trabajo científico.
N otas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 58

353
Pagi.

IL — E l m édico r la H is t o r ia ......................................... 63
1.— P o sicio n es a h istó rica s ............................................ 63-
El técnico de la Medicina y la Historia.—La
historia como curiosidad o erudición.-—Po­
sitivismo histórico-médico.—La utopía pro­
gresista en Medicina.
2. —H isto rism o y M e d ic in a ........................................ 34
La Historia en el siglo xix.—Exposición del
historismo: antinomia entre singularidad y
totalidad; antinomia entre justificación au­
tónoma y sentido creador; historicidad del
hombre; tipología como recurso.—Penetra­
ción de la Historia en la Medicina: histori­
cidad de las ideas de salud y enfermedad;
relativización del saber médico; tipología
médico-histórica.
."Notas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 111

V 'l V i
III. —C o e x ist e n c ia e h is t o r is m o .................................. 11
l. —S o b re la “cu ra c ió n ” d e l h is to r is m o ................... 11
Tentativas: el superhombre de Nietzsche; el
“giro hacia la idea” de Simmel; las “reve­
laciones parciales” de Troeltsch; la “gene­
ral experiencia de la vida” de Dilthey; la
“conciencia moral” .de Meineckc.—Heideg­
ger y la historicidad de la existencia.
2. — L a re a lid a d d e l m u n d o e x te rio r c o m o p r o b le ­
m a h istó ric o ........................................................ 126
Relatividad del conocimiento físico.—El mun­
do como resistencia.—Física racional y Fí­
sica existencial.—La sustancia.—Los “obje­
tos” y el amor.—Amor y mundo exterior.
Las ideas.
3. — E l c o n o c im ie n to d e las p erso n a s e x te r io r e s ... 146
Ideas de Dilthey.—La “comprensión” y sus ti-
pos.-—Insuficiencia de la comprensión dil-
theyana en orden al problema del “tú”.—
354
Ideas de Fichte, Riehl, Münsterberg, Lippe
y Volkelt sobre el problema de la persona
exterior.—La raíz del problema: el solipsis­
mo del hombre moderno.—Ideas de Driesch.
El análisis de Scheler.—Génesis de nuestro
conocimiento de “tús”.—Seguridad de “pró­
jimo” e inseguridad de “compañía”.—Teoría
general del conocimiento del “tú” : funda­
mentos ontológicos, método y teoría del co­
nocimiento, modo de percepción, estratos
del conocimiento.
4.—C o existen cia , a u te n tic id a d , a m o r y o b je tiv id a d
h istó ric a ............................................................... 209
Sinceridad, mentira c histeria.-—El problema
de la coexistencia y la autenticidad: el aná­
lisis de Heidegger.—“Prevención” y “desti­
no comunal” como formas auténticas en el
coexistir.—Amor distante, amor instante y
amor creyente.—Amor y autonomía de la
persona.—La creencia como revelación del
destino comunal.—-Amistad, enamoramien­
to y amor al hombre como hombre.—El
destino religioso v la radicalidad de la co­
existencia.—“Eros” y “agape”.—La “obje­
tividad” histórica como “revelación”.—Ins­
tante y eternidad.
N otas hibliocráficas y com plem entarias ............ 246

IV.—L a acción médica y la H isto r ia .................... 251


La profeso ralización del saber, concausa del
bistorismo.—Las razones del sobrebistorismo
del medico.—El profesional, el médico cien­
tífico y el médico auténtico.
1.- L a in sta n cia a m o ro sa d e l m é d ic o e n el e n fe rm o . 26.'>
El “estoy enfermo” del paciente, con o sin
apariencia somática de enfermedad.-—Pri-
ínaricdad del “este hombre está enfermo”
respecto al hallazgo empírico sensorial.—
Coexistencia de médico y enfermo y desti­
no comunal: enfermedad vivida y enferme­
dad ignorada por.el enfermo.—La “preven­
ción” del médico.—-“Preeminencia existen­
cial” del médico v sus formas.—La “coejecu­
ción” como coexistencia médica auténtica.
Cotidianidad y autenticidad en la enferme­
dad.—La obra autentificadora del “estar en­
fermo”.—La angustia del enfermo ante la
muerte.—El “radicalismo” del médico y su
responsabilidad.—La curación como re d itio
a d v ita m . —Los dos momentos de la acción
curativa.—El concepto de técnica diagnós­
tica y terapéutica.—La psicoterapia como
consuelo, consejo y conducción; análisis
existencial de estos tres ingredientes de la
acción terapéutica.
V e rific a c ió n d e la creen cia a m o ro sa en saberes
y técn icas e m p íric o s ........................................
El “hecho empírico” y la superación del posi­
tivismo.—El “síntoma” y su valor expresivo.
Los tres momentos del síntoma.—Técnicas
terapéuticas empíricas.—Empirismo y Ci­
rugía.
V e rific a c ió n d e la creen cia am o ro sa en saberes
teóricos. M e d ic in a c ie n tífic a ...........................
Historicidad del pensamiento médico. —
La historia clínica desde Hipócrates a
Boerhaave y a los tiempos actuales.—La
“necesidad” de la teoría médica y el falso
empirismo.—-Técnicas terapéuticas teóricas.
El problema de ensayar el valor terapéutico
de un remedio.- -Análisis de la curación:
el “estoy bien” del enfermo y el “está bien”
del médico.
Págfl.

4. L a acción m éd ica en su c o n ju n to . M e d ic in a «
H isto ria ................................................................ 339
El tratamiento como una navegación “por bor­
dadas”.—El triple hallazgo del médico.
Historicidad del síntoma “objetivo”: caso
de la sífilis.—-Lo perdurable en la Historia
de la Medicina.
ILOTAS BIBLIOGRÁFICAS Y COMPLEMENTARIAS.................... 348

357
PROLOGO

J ODOS los libros tienen su incierto hado, el vieja


proverbio nos lo enseña. Pero a esa constitu­
tiva incertidumbre de todo libro se une en este mío
un considerable plus. Trátase de un libro de en­
crucijada, no agónica y discorde, sino —en la in­
tención al menos— unitiva y amorosa. Si en todos
los libros va impresa y expresa el alma de su au­
tor, de la mía ha salido, en cuanto al hombre le
es dado el ejercicio de conocerse, ese ímpetu por
trabar y unir lo disperso en el pensamiento y en
los hombres. Creo servir con ello al designio de mi
generación española, tan arduo y espinoso en esta
España nuestra, vieja, hendida y propensa a la en­
gallada bandería. Sirvo, en todo caso, al ser que Dios
me dió, y ahí quiero encontrar límite y honra.
ix_
Tres sendas concurren a esta encrucijada: la mé­
dica, la histórica y la filosófica. Aquí está mi ries­
go y mi aprieto. De la filosofía sólo tengo la afición
—la filo-filosofía■— y alguna lectura, con lo cual
los filósofos encontrarán en mis páginas hartura de
osadía y flaqueza de técnico rigor. De historia, al
menos por el costado del saber médico, soy párvu­
lo aprendiz; demasiado aprendiz para que los his­
toriadores no echen de menos erudición aplomada
y sólida. Médico soy, es cierto; pero harto azaca­
nado en menesteres diversos para atender con algu­
na asiduidad a la medicina vivida y diaria , Por lo
cual y por la índole del libro — no obstante estar en
buena parte dedicado a exponer la razón y las ra­
zones últimas de la práctica médica— no faltarán
quienes me tilden de extremoso teorizante. Dema­
siados flancos vulnerables para un libro escrito, si
con insomne y creyente ilusión, entre mil apremios
nada científicos, y en primer lugar el íntimo y ur­
gente cuidado por esta empresa española en que vi­
vimos, tan en yema amenazada.
No obstante, nada agradecería tanto como una crí­
tica de mi libro, pública o privada, siempre que
fuese hecha apuntando a zonas concretas de su con­
tenido. La osadía a que antes aludí era necesaria,
porque el ámbito en que su intención cardinal pre­
tende moverse — una fundamentación seria de la
Historia de la Medicina— está punto menos que en
plena doncellez. Por otro lado, la española sociolo­
gía del saber, páseseme expresión tan pedantesca en
nuestras latitudes, todavía exige entre nosotros, con
dolorosa repetición, un adanismo riguroso en la ex­
presión científica, sobre todo en algunas provin­
cias teóricas de la ciencia. He tenido que proceder,
pues, en desamparada didascalia, y así cada página
trae nueva y pavorosa amenaza de error. Sólo el
diálogo y alguna lectura en el círculo recoleto de
algunos amigos han podido servirme de contraste y
consejo. Llegúeles desde este umbral mi gratitud.
De aquí que necesite la crítica para mi propia
obra. Sin ella, después de haber pugnado tanto
por una radical coexistencia — así en las páginas
de este libro como en el diario obrar—, me senti­
ría como caña en el desierto: con raíz menguada y
forzado a impía soledad, esto es, a dos pasos de la
muerte intelectual. Tengo por muy seguro que en
esta sequedad sola no puede medrar pensamiento
alguno, que si éste es en su cuna secreto diálogo
del alma consigo misma, le engendró muchas ve­
ces fecunda compañía, y exige luego expreso diá­
logo a la vera de oído cordial; y así es infértil y te­
rrible la vida en exilio. Líbreme Dios de ser pere­
grino en mi patria y deme diálogo vivaz sobre pen­
samientos tan osada y faliblemente escritos.
A una crítica, empero, quisiera contestar ya. Es
muy probable que por el flanco médico venga una
XI
objeción de este orden: “Hablas contra los puros
científicos de la Medicina y obras como redomado
teórico’’'’. Sí y no. Mi libro es una defensa del que­
hacer médico, y tengo la pretensión que hasta la
más radical posible. Mas la defensa y, en general,
el combate pueden y deben hacerse en puestos di­
versos. Combaten el artillero en su torre, el timo­
nel y el que, sobre una carta mat ina, sigue hora
tras hora la derrota. Sobre la carta de la actividad
médica de hoy y de todo tiempo creo haber señala­
do con cierta precisión algún rumbo útil, justamen­
te hacia el puerto que ])ide la inquietud actual. Si
para ello he tenido que actuar como historiador en
intención y como antropólogo de ocasión, por la
misma exigencia del problema ha sido.
Inicio con este trabajo lo que puede ser un estu­
dio serio y dotado de sentido en torno a los pro­
blemas de la historia médica. Salvados algunos atis­
bos—y, sobre todo, la reciente actividad de Diej>-
gen, Sigerist y Leibbrand —, la Historia de la Me­
dicina se cultivaba con un doble error positivista:
el positivismo en el entendimiento de la Historia
y el jtositivismo en el entendimiento de la Medici­
na. Todas las Historias al uso se resienten de esta
limitación radical. Mucho nos ha dado el positivis­
mo histórico: colección y publicación de fuentes y
documentos, métodos dej>urados en la investiga­
ción, etc.; pero el historiador positivista es un ser
XII
limitado y manco, un “ciego para el sentido”, como
le dice recientemente el biólogo transpositivista von
Uexküll al biólogo super positivista Hartmann. Ha
escrito Zubiri que la Historia de la Filosofía “es
encontrarse con los demás filósofos en las cosas so­
bre que se filosofa” ; pero esto sucede, creo yo, con
todo posible contenido de la Historia. En primer
término, por el carácter mismo del suceder histó­
rico y de nuestro conocimiento de él; en segundo,
porque toda “Historia de”, aunque tras ese “de”
vaya el más concreto y trivial contenido, tiene siem­
pre una necesaria ladera teorética, filosófica. No
puedo hacer Historia de España sino encontrán­
dome con los demás españoles — los de hace siglos
como los de hace lustros— en mi existir español de
hoy, si este existir es auténtico; no puedo hacerla
tampoco sin saber o intentar saber qué pensaban,
qué creían, qué anhelaban aquellos hombres sobre
que versa mi tarea historiogràfica. De ahí que la
“historia positiva”, tan útil como es en tanto mate­
rial, quede en indigesta e inane erudición si no “vive
y opera en mí” como hombre y como historiador.
Mucho nos ha dado, por su parte, el positivismo
médico: un arsenal de técnicas y de saberes, así
diagnósticos como terapéuticos, sencillamente ma­
ravilloso. Todo cántico en su loa será tibio. Pero es
el caso que el hecho trivial y dramático de enfer­
mar tiene un sentido para la existencia que le so-
xni
porta, y ésta exige de nosotros que nos ocupemos
en comprenderle. Si no lo hacemos, con todos nues­
tros saberes y todas nuestras técnicas —justamente
porque ni unos ni otras serán jamás suficientes
frente a la enfermedad — no podremos impedir una
creciente marea de desazón y neurosis a través del
ejército doliente e inválido de la humanidad enfer­
ma. La “medicina positiva ”, como la “historia po­
sitiva ”, nos dejaba a la puerta del auténtico que­
hacer.
¿Y si un tratamiento trans positivista de la His­
toria de la Medicina se fundase sobre una concep­
ción transpositivista de la Medicina misma? Tal es
la pregunta a la cual responde este libro. Si algo
tiene de original y valioso, a la índole de su inicial
interrogación lo debe. Me atrevo a creer que algún
fruto hay ya logrado en la empresa. Por lo pronto,
las perspectivas de una investigación histórica con­
creta del arte médico a la luz de esta nueva actitud
son incalculablemente prometedoras y sugestivas.
De otro lado, la Historia misma —según aquello de
Dilthey: ‘'“'Lo que de posibilidades de existencia haya
en el hombre, nos lo trae a luz la Historia ’'1— nos
muestra el camino hacia una concepción total y
consoladora de nuestro quehacer de médicos. En
cuanto el médico medite un poco sobre su actividad,
verá con indudable patencia cómo, de otro modo
que en el ingenuo tiemj>o pretérito del Historia vi-
XIV
tae magistra, puede la Historia de su arte ser otra
vez lección fecunda; y si consiguiésemos unos cuan­
tos que la voz reveladora del nuevo camino fuese
en alguna medida española, habría de añadidura
miel sobre la hojuela.
Tiene el libro cuatro capítulos. El primero es
propedèutico, a modo de planeo sobre el tema; pol­
lo cual se diseñan en él muchos de los motivos más
tarde explanados. Los demás vienen en apretada co­
nexión sucesiva. Tal vez una redacción inevitable­
mente apresurada haya hecho confuso a trechos lo
que yo creo transparente. Si fuese así, y algún lec­
tor lo quisiera —éste sería testimonio óptimo de ha­
ber tocado un problema vivo —, me honraría acla­
rándole o explanando el pasaje en cuestión. En la
coexistencia se revela muchas veces la verdad, al
menos esta verdad minúscula que el hombre pue­
de descubrir con sus desnudos ojos.
El último capítulo es cómo una puerta abierta.
¿Qué libro humano, si pretende serlo en serio, no
la deja a su término? Más allá de esa puerta hay,
informe todavía, un manojo de propósitos. A ellos
se refiere también la página primera, en la que se
inscribe el libro bajo un rótulo más amplio que el
suyo: “Estudios de Antropología Médica'. Pienso,
en efecto, explanar histórica y sistemáticamente, de
modo sucesivo, toda una doctrina del saber y del
quehacer médicos. Si con ello consigo que otra mano
escriba una uClínica Médica, desde un punto de
vista antropológico ”, consideraré bien pagada la in­
cierta ilusión con que, en un duro y decisivo mo­
mento del mundo y de España, doy a las prensas
estas páginas interrogativamente abiertas al futuro.

Madrid; junio do 1941.

XVI
CAPITULO I

EN TORNO AL PROBLEMA DE LA
MEDICINA

Si ergo et hominem de terra et bestias de


terra ipse (Deus) formavit, quid habet homo
excellentius in hac re, nisi quod ipse ad ima­
ginem Dei creatus est?
S an A gustín : “De Genesi ad litteram ”, VI, 12.

|V XISTE, indudablemente, más de un modo de


abordar el doble problema de la Medicina:
como actividad del hombre y como disciplina cien­
tífica. El más directo sería plantearse de frente y
desde ahora una comprensión y un análisis del acto
médico. No abandono el propósito de hacerlo más
adelante. Para mis fines actuales me parece prefe­
rible describir la idea de la Medicina vigente en el
espíritu de los médicos actuales y estudiar luego la
cuestión de la suficiencia.I.

I. Dos grupos sociológicos.

Una indagación sociológica en torno a la idea que


de la Medicina tienen hoy los médicos, nos revela-
1
ría muy seguramente la existencia dominante de dos
grupos, acerca de cuya relativa proporción apenas
puede juzgarse de antemano.
Hállase formado el primero por los que ven como
primer plano de la actividad médica un negocio
profesional y técnico. El diagnóstico y la curación
del enfermo es para los tales un trabajo que el mé­
dico, como titular de ciertas técnicas diagnósticas
y terapéuticas, ejecuta con personal exclusividad
dentro de la comunidad social y en cuya virtud ob­
tiene su pi’opio sustento. En modo alguno debe es­
candalizarnos este hecho, profundamente enraiza­
do en la peculiaridad cultural de nuestro tiempo:
ciertamente, apenas hay orden del saber en el cual
no aparezca un grupo social que le cultive como
pura profesionalidad \ O. Schwarz 2 ha señalado
las antinomias en que la Medicina forzosamente se
mueve, y la primera, la de la actitud del médico,
está entre la misión y la profesión. Muchos son los
que se resuelven por el término profesional, lo cual
suscita por sí un rosario de problemas. Sin embargo,
más que ahondar en la raíz histérico-cultural del he­
cho —baste indicar su seguro entronque con ia apa­
rición de la burguesía en Europa—-, interesa aquí
anotar su insoslayable existencia en esta hora y se­
ñalar los tres diversos órdenes que, en mi entender,
existen dentro de la profesionalidad médica.
Alienta en uno el escueto interés económico : pro»

2
fesionales de la sindicación médica y preocupados
por ella, “clasistas” de la Medicina, etc. Baste su
somera mención. Otros vienen a ser, si vale la ex­
presión, artesanos de la Medicina; aquí, el médico
de familias, el rural y buena parte de los llamados
médicos generales. Este orden de profesionales, de
eficacia y ética muchas veces estimabilísimas, señá-
lanse por unir en sí la técnica aprendida y su per­
sonal ejecución 3. De ordinario no “investigan” ni
“inventan” ; ejercen con varia suficiencia las técni­
cas diagnósticas y terapéuticas aprendidas, y en oca­
siones añaden a ellas, por nuevo aprendizaje o por
personal ensayo, las nuevas que alcanzan urgeucia
social. (Es verdad también que casi siempre ejer­
cen indeliberadamente —a favor de virtud ingéni­
ta o de imperativo profesional— la acción irracio­
nal que el tratamiento médico exige de suyo; pero
6obre ello volveré luego.) El tercer orden de la pro-
fesionalidad médica lo forman aquellos que hacen
de su ejercicio poco más qué desnuda técnica: es­
pecialistas del análisis clínico, técnicos de la ciru­
gía regional —otorrinolaringólogos, ortopedas—,
obstetras, etc. En los casos típicos éstos hallan su
problema en el vencimiento de las dificultades téc­
nicas que cada nueva experiencia ofrece: una cur­
va de Lange, la sección de un pólipo o un parto di­
fícil. Debe admitirse, sin embargo, que el puro téc­
nico, en el sentido de Ortega *, aquel cuyo trabajo
3
C8 la invención de nuevas técnicas que él no pone
en práctica -—como hace, verbi gratia, el ingeniero
inventor—, apenas se da todavía en Medicina. Pero
tampoco suena a disparate o a utopía en muchos
oídos, tan avezados hoy a la tecnificación de la vida,
la idea de un “médico” como puro inventor de téc­
nicas quirúrgicas sobre el cadáver, o la del “inter­
nista” capaz de diagnosticar y tratar a un enfermo
por televisión, teleaudición y exámenes de labora­
torio. Ni siquiera la ilusión ochocentista de un po­
sible iatrokino, máquina diagnóstica que resuelva
el problema nosológico como una jugada de ajedrez,
supuestos ciertos datos de exploración mecánica o
química. Aquí la técnica, tan inexcusable para el
arte médico genuino, se tragaría, anulándolo, el
quehacer central de nuestra actividad.
Al lado del grupo social de médicos para los cua­
les la actividad médica se agota en una cuestión
profesional y técnica, está el de aquellos que con­
vierten a la Medicina en pura ciencia. Más aún:
en pura ciencia de la naturaleza. Aquí están la ma­
yor parte de los investigadores del saber médico:
fisiopatólogos, histopatólogos, farmacólogos, etc., y
casi todos los clínicos científicos. El problema de la
actividad médica consiste ahora en reducir el “caso”
—esto es : el hombre enfermo— a una suma de da­
tos físicoquímicos o bioquímicos. Cuanto más am­
plio sea el conjunto de datos y éstos más finos, más

4
seguro es el diagnóstico y más certero el tratamien­
to. La patología se convierte ahora en una patobio-
química y, a la larga, en una patofísica. Si el pro­
blema médico es para el puro profesional un “cómo-
vivir”, y para el técnico un “cómo-hacer”, el clíni­
co científico reduce la Medicina a un puro '‘saber”,
como el astrónomo al firmamento o el físico a los
procesos moleculares.
Un examen atento de los datos que constituyen
el acervo de la medicina llamada boy científica, se­
gún una idea de la ciencia vigente aún en tantos
espíritus, descubrirá en su meollo, invariablemen­
te, las tres notas fundamentales que caracterizan a
la investigación de la naturaleza física: la limita­
ción a lo cuantitativo, la causalidad como exclusivo
objeto de conocimiento y, a la postre, aquello que
llamaba Dilthey 5 construcción a partir de un de­
terminado número de elementos abstractos y arti­
ficiales.
Repásense los datos habituales de exploración de
los que el médico científico se encuentra seguro, y
en todos ellos se encontrará como carácter diferen­
cial un plus o un minus. Arranca el médico, cier­
tamente, de un dato cualitativo o vivencial: el “me
siento enfermo” o “me duele aquí” del paciente;
pero su tarea como hombre de ciencia consiste en
reducir esa declaración subjetiva a un fascículo de
hechos objetivos y cuantitativos , llámense hepato-

5
megalia o alteración electrocardiográfica, trastorno
glucémico o hipertensión arterial. En última ins­
tancia, de la seguridad en transportar lo vivencial
a lo cuantitativo dependen la certeza diagnóstica y
la orientación terapéutica. No importa que la ten­
dencia sea más mecánica, como en tiempo de Sko­
da y Marey, o más bioquímica o bioeléctrica, como
hoy sucede. El hecho definitivo es la reducción de
un primitivo “estar enfermo” a una serie de raen-
ßuraciones, entre cuyo plus y minus se halla, im­
plícitamente, un fingido tipo cuantitativamente nor­
mal, como el homme moyen de las curvas de
Quételet. Así procede el físico (*) reduciendo “lo
azul” o “lo caliente” a una frecuencia vibratoria
del éter o a un movimiento molecular.
A la orientación cuantitativa se apareja la pre­
ocupación causal. La pregunta que frente al enfer­
mo se hace inmediatamente el médico científico es:
“¿cómo puedo explicarme este síntoma o este es­
tado?” Una explicación es siempre una teoría cau­
sal, y, en Medicina, una teoría patogenética. Erente
a la enfermedad misma, el problema fundamental

(*) Como ejem plo insigne, léanse las palabras de K epler a Fa-
britiu s: “Me echas en cara que no me esfuerzo p or considerar a la
Naturaleza en su totalidad, sino sólo en su lado cuantitativo. A
esto te contesto: el quantum es su cola, y a ella me cojo; pero, eso
6Í, me cojo fuertem ente”. Obsérvese que para el físico renacen­
tista todavía no estaba reducido el cosmos a pura cuantidad, como
ocurre en la ciencia natural hasta hace poco vigente.

6
es el causal, el etiológico. El médico se conforma
ahora con idear un mecanismo de causas que “ex­
pliquen”, según esquema mecánico, la enfermedad
y el síntoma. Un esquema cerrado en sí, en el cual
ciertas masas materiales —moléculas proteinicas,
núcelas coloidales, electrolitos, etc., a las cuales se
ha reducido la materia viva del enfermo y el agen­
te patógeno causal se mueven en el tiempo se­
gún las leyes causales de la físico-química. Nótese
que ese tiempo exterior, objetivo, físico, no atañe
en nada al tiempo vivido por el paciente, en el cual
ocurre ese dramático desgarro de sentirse enfermo.
Nótese también, de pasada, que el tiempo objetivo
dentro del cual cumplen sus leyes causales las par­
tículas del esquema se cuenta, por así decirlo, co­
rriente arriba de su suceder, a partir del hecho pa­
tológico y viviente que quiere explicarse, como si
este hecho fuese una detención del proceso vivo
del cual es material estructura; al paso que el su­
ceso patológico adquiere valor para el enfermo co­
rriente abajo del tiempo vivido, como amenaza res­
pecto a las futuras posibilidades de vida. Las con­
secuencias teóricas y pragmáticas de este divorcio
entre el tiempo causal y el tiempo vivido, harto
graves, deben quedar aquí en simple planteo.
En las líneas que anteceden va expresa la terce­
ra nota que distingue a la visión científico-natural
del sujeto enfermo, a saber: la reducción del acon-
7
tecer patológico a un esquema abstracto, a una
construcción artificial mediante un número deter­
minado de elementos aislados. Como el suceder
psíquico viene “construido” mecánicamente a mer­
ced de los “elementos psíquicos” en la psicología
de Spencer, de Taine o de Wundt, así, ahora, el
proceso morboso viene convertido en construcción
mecánica. No me refiero ahora sólo a las construc­
ciones del histopatólogo, para el cual la enferme­
dad es una alteración de estructura del orden tisu-
lar o intracelular, mas también a los esquemas me­
cánicos movibles que el fisiopatólogo edifica sobre
datos físicoquímicos. Baste citar cómo paradigma el
conocido libro de Schade 7 6obre la “traducción”
de la fisiopatologia al lenguaje coloidal, o la apli­
cación en Fisiología de los esquemas de Langmuir
acerca de los fenómenos moleculares en superfi­
cies limitantes 8. No discuto aquí la utilidad y aún
la necesidad de tales construcciones en la imesti-
gación científica; quiero sólo apuntar que el suce­
der patológico no se agota en unos esquemas cuya
hipotética validez es, por esencia, transitoria, y me
conformo con remitir a las críticas clásicas de toda
esquematización espacio-temporal del proceso vi­
viente: las de Dilthey", Bergson 10 y Driesch11.
Es cierto que el clínico, por muy científicamen­
te que viva la Medicina, pone cotidianamente en
práctica un arte mucho más complejo, que no se
8
agota en loe esquemas por él manejados como ob­
jetivamente válidos. Una tarea ulterior será esta­
blecer la ciencia total de ese arte médico, tantas
veces ejercido de modo eminente, pero sin una con­
ciencia reflexiva de lo que tal ejercicio lleva den­
tro de sí. Aquí se trataba no más que de mostrar
desnudamente, y en sus trazos más simples, tal vez
excesivamente esquemáticos, la real imagen que de
la Medicina existe en la mente de la gran mayoría
de los médicos científicos. Los cuales, con el pro­
fesional y el técnico —sirva esto de escueta recapi­
tulación— forman la casi totalidad de los que ac­
tualmente sirven a la actividad médica.

2. Su insuficiencia.

Entre líneas o expresamente, algo ha quedado


ya indicado sobre la insuficiencia de dichas dos ac­
titudes, la técnico-profesional y la científico-natu­
ral, respecto al genuino problema de la Medicina.
No obstante, las más hondas raíces de tal invalidez
se ahincan en la esencia misma del problema mé­
dico, del cual, al menos sumariamente, van a deli­
nearse aquí —a través de personal reflexión— dos
de sus más evidentes determinaciones:

A. El problema de la Medicina no es el sim-


9
ple “cómo-hacer” del técnico, ni el mero “saber”
del científico puro; es, resueltamente, un “qué-ha-
cer”. “Arte de librar a los enfermos de su dolen­
cia”, decían ya de la Medicina los hipocráticos 1Z.
Hipócrates en persona, en de prisca medicina ,3,
lanzó los sarcasmos más acres contra los médicos
sofistas, prontos siempre a reducir la Medicina a
teórico esquema. Más tarde, todos los libros del si­
glo XIX repetirán cl guérir, soulager, consoler de
Fonsagrives. Ya la común instancia de estos infini­
tivos enseña por sí misma que la Medicina es una ac­
tividad, un hacer, el cual viene determinado por su
qué-hacer: curar o aliviar, y no por su cómo, por
el modo técnico, ni por el saber que el quehacer
médico necesariamente exige. No entro con ello en
la cuestión de si toda ciencia es sólo un modo de
comportarse el hombre, y toda verdad conocida un
“ser conociendo” del hombre, como Heidegger14
postula; esto es: si todo saber es radicalmente qué-
hacer. Quiero, escuetamente, expresar la más hon­
da peculiaridad del médico, el cual sólo alcanza a
realmente serlo cuando ejercita su actividad espe­
cífica, cuando realiza un tratamiento y en tanto lo
realiza. Los nombres de las cosas no son nunca va­
nidad, y tratar significa, en su raíz más fina, “ma­
nejar o palpar algo, gobernándolo hacia un fin” (*).

(*) Nótese, a este respecto, que no sólo en los idiomas latinos

10
Esto es: actuar, hacer, conducir. Conducir ¿qué?
Al paciente de esa acción, al hombre enfermo. Con­
ducirle ¿hacia qué? Hacia una posibilidad de vi­
vir más idónea que la angustiosa e inválida en que
la enfermedad le sume. O, como dice v. Weizsäc­
k e r15, “darle un nuevo ámbito para su libertad”.
Conducirle ¿cómo? Mediante una teoría y una téc­
nica que permitan el diagnóstico y la terapéutica.
Es verdad que si el recto tino del quehacer mé­
dico pudiera venir exclusivamente determinado por
una saber previo, entonces la Medicina sería un
quehacer subordinado a una pura ciencia anterior
y decisiva. Tal es el sentido superficial del qui
bene diagnosed., bene curat. Mas el sentido pro­
fundo es muy otro; porque diagnoscere, conocer a
un hombre enfermo a su través, requiere una com­
prensión intuitiva que antecede y preforma todo
saber expreso. Conviene recordar que, como en el
plano de la más genuina acción médica lia escrito
y demostrado O. Schwarz 10, ésta “en modo alguno
puede apoyarse totalmente sobre un conocimiento
—traitement, trattare —o latinizados— treatment —-, mas tam bién en
los germánicos (Be-handlung, de Hand, mano) se da este substrato
m anual y activista en la semántica de la más específica diferencia
del obrar médico. Análogo sentido se encuentra en la entraña úl­
tim a de nuestro curar. Lo decisivo en el médico, según esto, asien­
ta en el “cuidarse” de alguien, en ser—antes que doctor — curador.
El entronque de la M edicina, en su redaño existencial, con la ana­
lítica existencial heideggeriana, con la Fürsorge, es harto evidente
y sugestivo. Luego trataré el problem a en su porm enor.

11
científico”. Mas, sobre todo —con independencia de
cualquier proverbio, siempre influido por la pos­
tura cultural e histórica de su inventor—, porque
en el obrar del médico, desde su primer contacto
con el enfermo, existe primariamente y siempre un
irreductible fenómeno intuitivo y activo, peculiar
a la relación médica entre un hombre y otro hom­
bre, del cual el conocimiento de síntomas y la teo­
ría diagnóstica expresa son contraste ulterior, rec­
tificándole o confirmándole; dándole elementos ob­
jetivos —los hechos— y racionales —la teoría y la
ciencia diagnóstica— para continuar su eficacia en
forma de acción expresa y transitiva. El diagnóstico
es el sistema de señales de que el médico dispone
para proseguir expresa y transitivamente sobre el
enfermo la primaria acción intuitiva de ayuda de
que procede toda operación médica. Sucede como
en el caso de la percepción sensorial, en la cual las
finas indagaciones fenomenológicas de Scheler1T,
apoyadas sobre geniales atisbos de Bergson y de
Dilthey IS, han demostrado que la imagen conscien­
te y clara representa el esquema expreso de un fe­
nómeno de contacto vital mucho más primitivo y
hondo, compañero por esencia de la animalidad y
al que podría bautizarse de “topar con el mundo”.
Queden aquí las cosas, en espera de precisar más
adelante lo que el mencionado fenómeno primario
de la acción médica sea y de comprobar su real exis-
12
tencia. Algo debe enseñar, empero, este esbozo de
reflexión. El problema de la Medicina no se agota
en el conocimiento científico, porque la Medicina
es quehacer. El quehacer de la Medicina no se li­
mita a la acción técnica, porque exige indeclinable­
mente y en cada caso una específica y primaria ac­
ción intuitiva y un saber científico, en cuya trama
el hecho y la hipótesis esclarezcan la posible haza­
ña ulterior —conductora, transitiva— del médico
sobre el enfermo. La acción del médico posee así,
en su estructura íntima, estos tres momentos: intui­
ción, ciencia y técnica.

B. Otra razón hay por cuya virtud aparece pa­


tente la invalidez de las visiones técnico-profesional
y científico-natural de la Medicina. Realmente, la
ciencia, como andamiaje de principios teóricos re­
conocidos ciertos, es supuesto indeclinable de toda
acción médica completa; pero ha sido un error ra­
dical de la Medicina moderna, desde Descartes y
Harvey hasta hoy —salvando el corto y curioso pe­
ríodo de la Medicina romántica, que pecó, y más
gravemente, de otro modo-— considerar : primero,
que la Medicina entera podía ser reducida a cien­
cia; y, segundo, que esta ciencia había de ser la na­
tural. Galileo transporta al mundo físico su visión
familiar del arsenal veneciano; debe acabarse con
la física sustancial de Aristóteles; la naturaleza sólo
13
es una máquina sujeta a la ley matemática del mo­
vimiento local. Descartes extiende la nuova scien­
za al plano antropológico; desde la noche novem­
brina de su misteriosa revelación sabe ya que el
cuerpo humano, la mitad del hombre, es máquina,
y que el arcano de la vida puede explicarse cum
legibus mullírseos, como todavía proclama su pie­
dra sepulcral. Harvey aplica a la Fisiología con
éxito genial la dinámica y el método cuantitativo.
Holbach y La Mettrie completan la obra: el hom­
bre entero debe ser máquina. Todo es ley natural,
todo se ve reductible a orden mecánico. Si la ley
es desconocida, al menos es cognoscible, y el pro­
greso indefinido nos la hará conocer. Los fisiócra­
tas, por su parte, naturalizan las relaciones huma­
nas. Comte subordina la vida del espíritu al conoci­
miento de la Naturaleza. Stuart Mill traspasa a las
moral sciences el método inductivo de la ciencia
natural. La vida moral, el derecho, la economía
y el Estado han quedado en ser una especie de
macroquímica, y la Historia entera transcurre como
un inmenso proceso material, por los cauces del
progreso, hacia un estado final de equilibrio y de
justicia. ¿Es extraño que la Medicina, desde Har­
vey, venga a ser una aplicación pragmática de la
ciencia natural a la curación de la enfermedad? A
Harvey siguen los iatromecánieos, y al positivismo
feroz de Magendie, el dogmático materialismo de
14
los Büchner, Vogt y Haeckel. No basta la cautela
científica de CL Bernard, ni el buen sentido de
Bright, ni el tardío conservadurismo antihaeckelia-
no de Virchow, ni la recoleta piedad de Pasteur. El
paso está dado, y la Medicina entera alcanza el cuño
social que al comienzo vimos. Curar enfermos pa­
rece ser ya, definitivamente, una rama técnica de
las Ciencias de la Naturaleza, como pueda serlo,
mutatis mutandis, la ingeniería de minas; la car-
diopatología se hace, en manos de Potain, una es­
pecie de hidráulica; la nutrición, desde Frerichs y
Naunyn, pura química, y a la psiquiatría, Griesin­
ger, Meynert y Nissl quieren convertirla en Gehirn-
pathologia, en histopatología cerebral.
La pregunta que ahora aparece es ésta: ¿debe ser
hoy así? El hecho es que sobre la realidad natural
objetiva — la cual, dicho sea en inciso, dista de ofre­
cer aquella seguridad en el conocimiento que la dio
universal prevalencia— han reaparecido al asom­
bro y al estudio de los hombres al menos dos zonas
ónticas diferentes de ella; dos modos de ser cientí­
ficamente aislables en una descripción analítica de
la realidad circundante. Una de tales zonas es la
vida, a la cual sólo parcialmente, en su plano de
sección espacial-material, convienen las leyes cau­
sales de la naturaleza física; porque sus leyes es­
pecíficas son la totalidad, la finalidad y la perdu­
rable novedad creadora 19. Mas por encima de la
lf>
vida está, y ha sido redescubierta, la realidad psíqui-
co-cspiritual; la cual, si es también vida biológica
en una primera determinación, y por ello —con
más secreta singularidad, en todo caso— totalitaria,
teleoclina y creadora, aparece en su ser y en sus
funciones dotada de peculiar autonomía. Este de­
licado instante del pensamiento moderno, tan pre­
ñado de sutil y decisiva importancia para el médi­
co actual y para el historiador de la Medicina, hace
oportunos dos puntos de meditación, dos tentati­
vas de lúcido ordenamiento.

* * *

Es necesario, en primer término, deshacer la an­


fibología creada en torno al vocablo vida, tan traí­
do y llevado sin discriminación de unos lustros a
esta parte. Cumple el ser viviente en su estrato ani­
mal la ley, recién mencionada, de una cerrada to­
talidad. Existe una relación de totalidad entre sus
porciones espaciales, unidas entre sí por el total y
profundo imperativo de la forma. Existe también
entre la serie temporal de sus acciones somáticas,
trabadas melódicamente por la total unidad, primi­
tiva e indisoluble, del acto instintivo. Existe, por
fin, entre el organismo animal y el medio; tan en­
trañablemente fundidos a través de los sistemas re-
16
ccptores y efectores, que para el animal no hay ob­
jetos exteriores ni posibilidad de paisaje nuevo, en
cuanto —podría muy justamente decirse— “siem­
pre está en su casa” ; esto es, dentro de la cáscara
de un perimundo más o menos rico en centros de
atracción instintiva y más o menos maleable por
obra de adiestramiento, pero siempre cerrado, sin
posible desgarro para la existencia animal que cir­
cunscribe. Cumple también el ser vivo una ley de
finalidad: sus actos son teleoclinos, dirigidos y de­
terminados más por el estado final que por la cons­
telación causal previa. Y es titular, en fin, de una
sorprendente capacidad de crear nuevos modos de
conducirse: desde el paramecio, que aprende a es­
calar un tubo capilar si el calor le obliga, basta el
habilidoso “Sultán”, el chimpancé inventor de los
experimentos de Köhler.
Todo ello es auténtica vida, todo revela que la
animalidad es un modo de existir irreductible a de­
terminación causal-cuantitativa. Pero, de otra par­
te, en manera alguna debe ser confundido este modo
de vivir con otro, radicalmente diverso, al cual ha­
cen relación los filósofos modernos cuando hablan
de la vida 20. La vida de que ahora se trata es el
existir abierto y creador del hombre: la expresión
activa del ser temporal que llamamos hombre, su­
jeto y hacedor de la rica y huidiza realidad histó­
rica. Y aquí sufre segunda y más decisiva caída la
Ciencia de la Naturaleza. Reprodúcese en el hom­
bre, es verdad, la ley de totalidad que como vivien­
te le rige; mas ahora la totalidad ya no es cerrada,
sino abierta, desgarrada, porque el hombre —para
mayor dignidad y tragedia— puede salir de su ac­
ción vital-instintiva y contemplarla desde fuera,
desde un centro de nueva vida, al cual casi siempre
ha estado conforme en llamar espíritu. Del mismo
modo, la “cerrazón” teleoclina viene abierta por lo
que llamamos libertad, y la capacidad creadora no
se limita ya a una deformación plástica del mundo
circundante, antes alcanza esa altura terrible y ma­
ravillosa de fabricar permanentemente mundos
nuevos, convirtiendo la yacija en ciudad y el co­
mercio vital en Historia. En esta abertura de la
cerrada totalidad vital, en este salir de sí y mirar­
se, en este ponerse frente al mundo y preguntarse
por él, en este proponerse acciones nuevas extra­
polándolas a la proclividad instintiva, se halla la
extraña peculiaridad que hace del hombre un ser
aparte, una vida singularizada. Ya no sorprende
oír al agudo Simmel 21 que vida es siempre tras­
cendencia y el vivir un más-vivir y un más-que-
vivir. Ni que se pueda vivir sin vivir en uno mis­
mo, como la mística declara.
Además de discriminar esas dos suertes de vivir
que acaban de verse, tantas veces confundidas por
el médico, importa ahora esclarecer en la realidad

13
psíquico-espiritual la existencia de dos zonas dis­
tintas. Es una el hombre, creador y sujeto de dicha
realidad psíquico-espiritual. La otra es la obra del
hombre, el mundo histórico-social, que como fábri­
ca suya le acompaña, le envuelve y, al menos en
parte, le determina. Estudian al hombre la Antro­
pología, la Psicología y la Medicina. Pues bien: el
error de estas tres ciencias en la época naturalista
fué desconocer la sutil e inexorable influencia que
sobre el mismo hombre ejerce su propia obra, la
Historia. Quiso hacerse, por ejemplo, una Psicolo­
gía de validez escuetamente objetiva y extratempo­
ral. Prescindiendo de que no todo sea historia en el
hombre, ¿por ventura no sabemos hoy que los ojos
del primitivo veían realidades corpóreas que nues­
tras obtusas retinas de hombres civilizados no lo­
gran atisbar, como no sea con el apoyo del obje­
tivo fotográfico? Y esto es sólo un hecho superfi­
cial. Pensemos, por ejemplo, en la serena armonía
que llenaba la mente del matemático griego, inca­
paz de concebir el infinitésimo o de salir de la tri-
dimensionalidad, y comparémosla con la rigurosa
fantasía de un Riemann, capaz de operar matemá­
ticamente con espacios de n dimensiones. Ponga­
mos juntas la fiereza silogística de un escolástico'
medieval, que frente a cualquier problema sólo bus­
ca resquicio favorable al diente analítico de la ratio ,
y el alma de aquel sentimental del siglo xvin, que
19
escribía a un amigo, tras la lectura de la novela de
Richardson, Sir Charles Grandison: “... y hoy, en
la mañana del 3 de abril, entre las siete y las diez
(¡día bendito!), he llorado; colmé de lágrimas mi
libro, mi pupitre, mi rostro, mi pañizuelo; he sollo­
zado con infinita alegría...” 22. ¿No debe admitirse
que —siendo siempre el sujeto de la acción un hom­
bre — un imperativo dimanado de su capacidad
para adoptar distintas actitudes históricas le obliga
a operar psíquicamente de modo distinto en cada
uno de tales casos? En el fondo, lo que el hombre
ve, determina cómo ve; lo que piensa influye en
cómo piensa, e incluso lo vivido sobre lo visto. Pero
como lo que el hombre ve no es sólo el paisaje que
naturalmente le es dado, sino un sobre-paisaje crea­
do y continuamente reformado por su obra histé­
rico-cultural, resulta que el ver del hombre es en
su raíz un fenómeno natural, mas también un fe­
nómeno histórico. Y así, el pensar y el esculpir, el
digerir y el enfermar.
Casi todos los más finos modos actuales de defi­
nir al hombre apuntan a la raíz de este curioso fe­
nómeno; esto es: a esa abertura o rompimiento que
la especie hombre sufre en la línea de inserción de
su totalidad animal-mundo. En el fondo, cuando
Scheler define al hombre como el ser viviente “ca­
paz de decir no, el asceta de la vida, el eterno pro­
testante contra toda mera realidad” 23; o cuando

20
Plessner 24 ve su peculiaridad en su ser excéntrico,
esto e6, en su posibilidad de desgajarse de la propia
realidad vital-instintiva; o cuando Heidegger ad­
vierte la raíz de la humana existencia en que “el
estar humano pueda comportarse de un modo o de
otro” frente al ser de esa misma existencia25; o si
para Guardini la esencia de la personalidad huma­
na está en que “yo sea uno conmigo mismo, que esté
en mí, que me tenga en mi mano” 20; en el fondo,
siempre se alude al mismo fenómeno radical: al he­
cho de que el hombre pueda 6alir del mundo natu­
ral, conocerlo y modificarlo. El gran hallazgo ini­
cial de Dilthey 2\ por lo que a la Antropología con­
cierne, está en haber dado patencia a la realidad
en que culminan todas las anteriores formulacio­
nes y aun antes de que ellas existieran: en recono­
cer que “el hombre, considerado como un hecho
precedente a la Historia y a la sociedad, es una fic­
ción de la explicación genética” (o causal, según el
lenguaje antes empleado) ; porque si la Historia, en
tanto obra del hombre, determina de algún modo
cómo el hombre sea, ello sucede en cuanto éste -—a
la vez que inexorablemente hace su obra vital e his­
tórica— puede considerarla desde fuera, ser espec­
tador de sí mismo y de su acción (*).

( ‘) De otro m odo: ser un ente histórico y ser considerador de


la Historia- - desde juera de ella, por lo tanto—son dos determina­
ciones del ser del hom bre constitutivamente unidas entre sí. No

21
En consecuencia: el hombre sólo puede ser total­
mente comprendido en función de su historia mis­
ma. El hombre es—lo repito: al menos, parcial­
mente— un ser histórico. La vida, por virtud de
este hecho, ya no es sólo mera vitalidad instintiva,
sino “conexión de las acciones mutuas entre per­
sonas que existen bajo las condiciones del mundo
exterior” 2ä, y sus categorías son, entre otras, la vi­
vencia, la comprensión, la significación, el desplie­
gue temporal (*). La Antropología y la Psicología
poseen, ciertamente, un substrato tributario de las
Ciencias de la Naturaleza, en cuanto los sujetos per­
sonales que estudian se hallan “bajo las condiciones
del mundo exterior” ; pero su total comprensión
exige considerarlos también a la luz de las ciencias
que estudian la realidad histórico-social; esto es:
de las Ciencias del Espíritu (**).

es un azar que el hom bre haya venido a reconocerse como ente


histórico en la época de la H istoria en que más aprciniantcm ente
ha llegado a preguntarse p or su ser. Sobre este arduo problem a, tan
im portante para una superación del historism o, véase el capítulo II
de este libro y mis “Notas marginales al últim o libro de Ortega”,
en Escorial , núm. 7.
(*) Traduzco provisionalm ente p or despliegue tem poral el tér-
mino “Entwicklung” : “el bello sentim iento—son palabras de
Dilthey, G. S. V II, pág. 241—de poder m archar hacia adelante y de
realizar nuevas posibilidades de la propia existencia”. Las pala­
bras “evolución” y “desarrollo” me parecían demasiado cargadas
de lastre biológico, sobre todo para lectores médicos.
(**) No puedo indicar aquí con porm enor la historia del nom­
bre “Ciencias del E spíritu”, habitual desde Dilthey para designar

22
¿Y la Medicina? Antes fué citada junto a la An­
tropología y la Psicología. En cuanto la Medicina
es ciencia —y siempre lo es, aunque no sea nunca
sólo ciencia—, estudia también al hombre, al hom­
bre enfermo. Pues-bien: una consideración atenta
de la Medicina nos muestra en ella, por sorpren­
dente que esto parezca al médico, todo un flanco
tributario de las Ciencias del Espíritu. ¡Qué sor­
presa para el médico de 1880, cuando basta la Po­
lítica y la Moral eran provincias de la Naturaleza,
ver que la Historia se ha metido de rondón en el
propio recinto de la Medicina! Pero acaso sea tam­
bién incomprensible el suceso para el médico ac­
tual, y ello hace necesaria una breve precisión.
En el curso de los últimos cinco decenios ha ido
paulatinamente imponiéndose en Medicina la con­
sideración de los dos estratos ontológicos de la rea­
lidad que acabo de describir: la vida como totali­
dad o “figura” de procesos materiales e instintos y
la vida como acontecer histórico-espiritual. El pri­
mer tiempo del proceso apenas es claramente com­
prendido por muchos, pero ya no sorprende. Baste
recordar la idea de constitución morbosa, devuelta

«1 dominio autónom o de las que estudian la realidad extranatural,


el mundo histórico-social. Aparte de la Einleitung de Dilthey,
ya citada, existen amplias precisiones en E. Rothacker, Logik und
Systematik der Geisteswissenschaften, en cl Handbuch der Philo­
sophie de Himmler y Schröter, B erlin y M unich, 1927, pág. 4 y sigs.
23
a la Medicina con cuño moderno a lo largo de un
proceso histórico que va desde Beneke 20 y Ortli 30
a Martius 31; la aparición de la terapéutica no espe­
cífica o ergótropa, de signo claramente totalitario;
los trabajos de Pick sobre la influencia de la dispo­
sición orgánica total en las reacciones farmacológi­
cas vegetativas; la introducción de un nuevo Immo­
ralismo en la teoría y en la práctica médicas 32; la
tan invocada correlación funcional de órganos y
aparatos 33; los trabajos de Metalnikov sobre la in­
tervención de los reflejos condicionados en los fe­
nómenos de inmunidad 34; la aplicación por Golds­
tein a la fisiopatologia encefálica de la psicología
de la figura 3r>, y por v. Monakow de la idea de hor-
mé 3G, de evidente raíz bergsoniana, etc. Todos es­
tos hechos, y tantos más, demuestran con evidencia
que el médico ha aprendido a ver en el hombre sano
y en el enfermo una totalidad vital anterior a la
diversificación de su actividad en hechos fisiológi­
cos y materiales aislados —una entelequia , en el
sentido de Driesch, irreductible a esquema mecáni­
co y a pura ley cuantitativo-causal. El hombre ya
no es un mosaico de funciones estudiables físico-
químicamente. El hombre es, por lo menos, una fi­
gura —en el sentido de la Gestalt psychologie.
Más aún, si se quiere : un individuo, en la más pura
semántica del vocablo. Pero también un perro es
una figura y un individuo. Lo que a través de aque-
21
líos hechos no alcanzó a ser todavía el hombre es
algo que tiene un nombre muy preciso: una per­
sona.
Con esto pasamos sin transición al segundo tiem­
po del proceso antes nombrado: la llegada a la Me­
dicina de la vida como realidad histórico-espiritual.
Conviene en este momento delatar un lamentable
abuso verbal y conceptual en que caen, irreflexiva­
mente, muchos médicos de primer orden. Toda la
obra de Kraus —tan valiosa, por lo demás, y tan
fructífera— se halla penetrada por un falso con­
cepto de lo que persona sea; más aún, por una con­
fusión inmensa entre lo biológico-individual y lo
personal. El substrato conceptual existente por de­
bajo de la expresión “persona profunda” ( Tiefen-
person), por Kraus 37 introducida, refiérese mucho
más a la región óntica de lo vital-instintivo, quizá
de lo vital-vegetativo, que a lo verdaderamente per­
sonal. Lo mismo podría decirse de las ideas de
Brugsch 3Í!, en las cuales continuamente se imbrica
sin discriminación el concepto de individuo bajo
la palabra persona. Léase, por ejemplo, esta frase
de Bruggch: “La nosología, por obra del personalis­
mo, se ha hecho otra vez una rama de la Biología”,
en la cual es evidente la imprecisión denunciada.
Tal vez venga el error, a la larga, del campo psico-
analitico 39, dentro del cual siempre alentó una ex-
nlicable ansia por construir esquemas de la perso-
nalidad total sobre base instintivo-libidinosa, sin
caer en la cuenta de que en el mismo empeño habi­
taba una contradictio in adjecto. El hecho es que en
el lenguaje seudocientifico general y en la termino­
logía médica actual se manejan con escaso discerni­
miento los términos persona, personalidad, carác­
ter, etc. Más profundo y grave error hay, sin duda,
pero también más clara seguridad en el manejo
de los términos, en Klages, cuando —con admira­
ble consecuencia vitalista— abomina de lo perso­
nal por hostil a lo vital. Tórnase la persona, dice,
“vida sojuzgada por el espíritu, vida al servicio de
un papel (pie le es ordenado por la máscara del es­
píritu... Y esta máscara se nos ha metido en Ja car­
ne y se adentra cada siglo más duramente...”
El término persona no hace relación a la mera
existencia de una totalidad funcional psicofisica,
como algunos manifiestan pensar. Sólo alguno de
los cientos y cientos de hechos experimentales y de
observación recogidos por Wittkower en su libro
sobre la influencia somática de los afectos 41 son.
en realidad, acciones personales. La consideración
personalista de la Medicina queda casi siempre li­
mitada a ese estrato de la totalidad psicofisica; lo
cual es mucho respecto a los tiempos en que el
hombre era una Zellrepublik, una república fe­
deral de células 42, pero muy poco todavía para la
verdadera jerarquía del hombre en el orden de los

26
seres. Por lo cual no será del todo inoportuno de­
dicar algunas líneas a perfilar un concepto de per­
sona a la vez preciso y válido a un fin médico.

îH

El hombre viene determinado como persona en


dos planos: el de la realidad liistórico-soeial y el
de su concreta existencia, fin el primero se aprehen­
de la genuina expresión de la personalidad huma­
na, en cuanto realizadora de las estructuras objeti­
vas—el Estado, la Economía, el Arte, la Educa­
ción, etc.—, que a lo largo del tiempo emanan del
libre comercio entre personas. Antes copié de Dil­
they su visión de la vida como “conexión de las ac­
ciones mutuas entre personas”, y en esta frase va
implícita la idea histórico-soeial de la persona. Ob­
sérvese que la realización de tales estructuras ob­
jetivas o sociales lleva consigo una peculiaridad en
los actos personales: la de que éstos tiendan hacia
algo exterior, tengan una intención. Persona, pues,
vale tanto como individuo dotado de intenciones,
las cuales trascienden de su individualidad y coope­
ran en el espacio social con las de otra u otras per­
sonas. Esta intencionalidad, este “tender-hacia” que
los escolásticos descubrieron y desde Brentano 43 es
considerado como peculiar del acto psíquico-espiri-
27
tua], yace en su fondo sohre una realidad antes des­
crita; a saber: la rasgadura, la abertura “hacia afue­
ra” de la totalidad psicofisica humana, nota carac­
terística de la persona en el limite de su concreta
existencia. Seiffert44 lia advertido muy finamente
que el testimonio primario de esta abertura y, por
consiguiente, de toda intención hacia afuera, es el
lenguaje, según aquello de San Bernardo: Verbo
geniti, verbum habent. “El hombre es persona
—dice— en tanto puede hablar y puede hablarse-
le.” Todavía es posible precisar más: si hablo a un
hombre es porque éste es capaz de responder, por­
que es responsable. La responsabilidad aparece cla­
ramente —apoyada en la realidad del lenguaje y en
la intención de que el lenguaje es testimonio—,
como una elemental categoría de la vida personal,
como lo sean la unidad en la realización de actos
esencialmente diversos, el cumplimiento de fines o
la actividad estimativa.
La expresión exterior de la persona es la reali­
dad histórico-social. Su superficie —casi parece
ocioso declarar el sentido traslaticio de estos térmi­
nos espaciales—, la abertura hacia afuera de la con­
creta existencia humana y el lenguaje. ¿En qué con­
siste, según esto, el centro mismo de la persona?
Consiste, simplemente, en lo mismo que la abertu­
ra de la totalidad psicofisica humana: en que den­
tro de esa totalidad, todavía natural, hay desgajado
28
un centro de contemplación y de acción (*); ese
singular hondón de mi ser desde el cual, y sólo des­
el cual, puedo decir: “yo mismo”, o sentirme feliz

(*) Insisto aquí en el carácter descriptivo-analítico de estos


párrafos. No es que en el hombre haya una serie de estratos: por
ejemplo, un estrato vital o psicofisico más otro personal o espiri­
tual. En rigor, hasta los actos de naturaleza más biológica—la di­
gestión o la respiración—son actos personales. La digestión de un
hombre es cualitativamente distinta de la digestión del perro, pese
al parecido anim al de muchos procesos parciales, porque también
la realidad del espíritu interviene en esa digestión. El capitulo de
los límites de la patología y de la investigación comparadas está
aún por estudiar con finura. Sin embargo de estas reflexiones, un
imperativo analítico me ha hecho distinguir estratos en la persona.
Quede esto claro, para aviso de posibles extraviados y para precau­
ción de objeciones demasiado inmediatas.
El carácter propedèutico de este capítulo me im pide tam bién
considerar con algún detalle ideas actuales sobre lo que una p er­
sona sea, y muy especialmente los conocidos trabajos de W. Stern
(Person und Sache. System des kritischen Personalismus, 3 vol.,
Leipzig, 1923-24; Studien zur Personwissenschaft, I, Leipzig, 1930, y
Allg. Psychol, auf ¡lersonalistischer Grundlage, La Haya, 1935),
que dejan el problem a sólo a medias tratado, y las profundas re­
flexiones de Max Scinder (vid. Der Formalismus in der Ethik und
die materielle W ertethik, 3.* cd., Halle, 1927, pág. 384 y sigs.).
En orden a una definición formal de la persona, me atengo a la
enunciación de Scheler, im plícitam ente contenida en lo prece­
dente: “Persona es la unidad entitativa de actos diferentes en su
esencia ; unidad concreta y con esencia propia, que en sí misma
precede a todas las diferencias esenciales de esos actos (en espe­
cial a la diferencia entre percepción interior y exterior, volición
interior y exterior, amor, odio y sentim ientos interiores y exte­
riores, etc.)” (págs. 397-98). Tam bién será utilizado más adelante
el concepto de “persona total” que Scheler introduce con origi­
nal y fecundo sentido. Sin embargo, creo que no son defendibles
todos los puntos de vista de Scheler: por ejem plo, su pertinaz ne-

29
a pesar de que me duela una víscera. Dice Guardi­
ni 46 con agudeza que si a la vista de algo exterior
paso de preguntar “¿qué es esto?” a preguntar
“¿quién es éste?” —con las dos respuestas posibles:
“yo” y “él”—, entonces tomo contacto con lo que
persona sea. Véase la terrible antinomia en que se
halla la persona humana. De un lado, soy persona
en tanto puedo conectarme con otras personas en
una malla de acciones mutuas. De otra parle, soy
persona en cuanto yo puedo “estar en mi mismo”,
en cuanto mi ser de hombre existe, aunque se hun­
da en la nada todo el mundo exterior. En lo que
de no-personal tengo sirvo con mi existencia indi­
vidual a la especie como el animal sirve; en lo que
de personal hay en mí existo propter me, como San­
to Tomás decía. Bernhart ha escrito, comentando
esta expresión de la Summa: al hombre aislado,
como persona “... en ningún sentido le ha querido
Dios por causa de otro, sino por causa de él mismo,
y está como fin propio, no como medio, incluso en

g añó n de sustancialidad a la unidad personal (puede adm itirse


una sustancia que no sea cosa, y esto parece no considerarlo
Scheler) o la total referencia de los objetos al mundo personal,
como si la existencia de tal m undo—incuestionable, p or lo demás—
excluyese la de los objetos como tales cosas frente a la persona.
En sucesivas meditaciones sobre los fundam entos epistemológicos
del “personalismo” médico, pienso ocuparm e in extenso de estos
problem as, más im portantes de lo que a prim era vista se pensaría
en orden a la posible evasión de formalismo y del relativismo mo­
dernos, contra los que el mismo Scheler disparaba sus armas.

30
el gobierno divino del mundo” 4C\ Por todas partes
el desgarro, la contradicción, en lo tocante a esta
curiosa existencia que llamamos hombre (*).
Cabe pensar si con estas ideas sobre lo personal
tienen algo que ver los médicos y la Medicina. ¿No
serán el enfermar y el curar cosas atañaderas a la
individualidad, a la mera totalidad psicofisica y,
por tanto, ajenas a la vida personal genuina? ¿No
serán el reumatismo y las fracturas procesos inde­
pendientes de la realidad liistórico-social ; iguales,
por consiguiente, en el neoyorquino y en el bosqui-
mano? Pues bien: lo que realmente ocurre es que
una fractura ósea o una cardiopatia no son lo mis­
mo en Manhattan que en el Kalahari; mas para
ver la diferencia es preciso atisbar calidades huma­
nas que trasparecen por debajo los hechos visibles
y ponderables, y de tal faena se halla el médico ac­
tual muy desavezado. Confío, no obstante, en mos­
trar con alguna evidencia la realidad de mi aserto.

(*) Scheler (“E rkenntnis und A rbeit”, en Die Wissens]orm ai


und die Gesellschaft, pág. 460) ha descrito otra profunda antino­
mia en la unidad de la persona hum ana: la tensión entre la con­
templación de las esencias o de las ideas, a la cual conducen “el
asombro, la hum ildad y el am or espiritual a lo esencial” ; en suma:
la reducción fenomenològica de lo existente, p or un lado, y la en­
trega dionisiaca a la fusión con el impulso del que son parte to­
dos nuestros im pulsos, deseos e instintos, por otro. Sobre esta ten­
sión, sólo vencida por la unidad de la persona, no puedo entrar
aquí, a pesar de su evidente im portancia para una antropología
médica.

31
Que la rama de un árbol fracture el húmero a
un primitivo o que un poste telefónico lo quiebre
a un obrero supercivilizado, son hechos objetivos
que pueden obedecer a un mecanismo físico igual­
mente valedero en cualquier lugar y tiempo. Tam­
bién es análoga en uno y otro caso la reacción bio­
lógica —y “totalitaria”, por tanto— del organismo
afecto: contracciones iViusculares protectoras, fenó­
menos de regeneración local, modificaciones en la
calcemia, etc. Aquí se trata de procesos en los cua­
les cada individuo pone en inconsciente ejercicio
repertorios de defensa vital disparados por reali­
dades puramente naturales, como sean pertenecer a
la comunidad de los seres vivientes, a los vertebra­
dos o a la especie homo. Estamos todavía en el or­
den de la individualidad, y las diferencias entre uno
y otro caso, si existen, provendrán de su distinta
“constitución” en la totalidad psicofisica. La Medi­
cina ha empezado ya a tomar nota de tales diferen­
cias, y ya no extrañaría a ningún medico culto que
se estudie la posibilidad de un curso en la curación
de las fracturas distinto en los asténicos o en los
pícnicos, ni que se investigue la reacción biológica
al foco alterado en cualquier rincón de la economía
orgánica. (Nota bene: Hace sesenta años hubiesen
extrañado estos dos intentos.) Ni siquiera pasma­
ría saber —yo no sé si esto sucede— que los suje­
tos rechonchos y alegres curan sus roturas óseas me-

32
jor que los cenceños y cavilosos. Mucho se ha con­
seguido con ello; tanto como abolir la escueta con­
sideración material de la Medicina, en cuanto la
reacción a una causa mecánica igual en muchos ca­
sos —como sean iguales las leyes de Kepler para
Marte que para Venus—, es diversa según la com­
plexión vital-individual del sujeto herido por aqué­
lla. Síguese también de ahí que la conducta del mé­
dico frente a uno o a otro habrá de ser, consecuen­
temente, en algún modo diversa. Sin embargo, nos
movemos aún en el plano de la individualidad, de
la totalidad psicofisica, de la constitución orgánica
o del temperamento, como quiera decirse, que lodo
ello es la misma cosa vista con ángulo diferente.
Todavía no se ha dicho nada que afecte a la dimen­
sión personal del hombre, esa por la cual puede
hacer historia y ser bosquimano o neoyorquino.
Pensemos ahora que el obrero se halle asegura­
do contra accidentes, esté orgulloso de su destreza
deportiva o proyecte casarse al poco tiempo. He
aquí una serie de intereses personales urgiendo, re­
trasando o modificando intencionalmente el curso
—antes tenido por natural, como el de un astro—
de la quebradura. La formación del callo y la obra
coadyuvante del médico se convierten en un peque­
ño drama lleno de humana y “personal” pasión.
¿Será igual, en cualquiera de los casos, la marcha
de la fractura? ¿Deberá ser igual, como- consecuen-
3 33
cia, Ia conducta del médico? Por lo pronto, si el pa­
ciente queda o no con una neurosis posl-traumáti-
ca, de la intervención médica depende en buena
medida, y esto lo sabe cualquier experto en acci­
dentes del trabajo. Por lo pronto también, la en­
fermedad del sujeto, considerada como reacción to­
tal a la causa lesiva —desde el lamento hasta el ni­
vel de la calcemia—, es a todas luces distinta de
un caso a otro. Pero 3S más: parece que de la ac­
titud del enfermo frente a su fractura depende en
alguna medida la duración de la soldadura ósea.
Liek ‘7, por ejemplo, cita la observación de Troe-
seher, según la cual, entre obreros asegurados, un
mismo tipo de fractura —fractura costal- tarda
tres semanas en consolidarse cuando el obrero no
conoce la índole de su lesión, y ocho semanas cuan-
la conoce. La acción del interés personal sobre el
proceso curativo es evidente. Análoga conclusión
obtiene Harttung 48 respecto a los resultados de la
operación de Grilli. Las observaciones podrían au­
mentarse fácilmente, sobre todo desviando la aten­
ción al campo de las enfermedades internas cróni­
cas: cardiopatías, colitis, endocrinopatías, etc. En
rigor, todo médico experimentado y realmente ob­
servador podría aportar ejemplos análogos.

* * *

34
Estos hechos —subrayo la palabra, todavía car­
gada de potencia mítica— abren al médico un in­
menso paisaje. Alumbran, en primer término, una
serie de deberes en orden al tratamiento, sobre los
cuales no me toca entrar aquí. Planean, de otro
lado, una muchedumbre de nuevas investigaciones,
de las cuales ha de salir radicalmente mejorada la
Medicina teórica y la práctica; no es la menos im­
portante una precisión de lo que la enfermedad sea
o pueda ser desde el punto de vista “personalista”,
tema éste de trascendencia no sólo teórica, mas tam­
bién, y en no escasa medida, política. En último lu-
gai% y esto es lo que ahora interesa, demuestran que
también lo personal, en el sentido más genuino de
la palabra, debe ser tarea para el médico, frente a
todo prejuicio naturalista. En contra de lo que
Brugsch afirma, el “personalismo” hace salir a la
Medicina de la Biología, la hace supra-biológica,
esto es, personal e histórica. En fin de cuentas, la
existencia de seguros sociales o la estimación social
de la destreza física son realidades que el tiempo
condiciona, creadas y olvidadas por el hombre en
6u incesante quehacer histórico. Ahora se ve claro
que el enfermar gea, como antes se indicó, no sólo
un proceso natural, mas también una operación a
través del mundo histórico; y por esto el enfermo
no sólo pasa su tifoidea, sino también ‘‘fait sa ty­
phoïde”, como con profundo sentido se dice en el
lenguaje familiar francés. La circunstancia —en su
plano natural o en su plano histórico-social-— pue­
de hacerse siniestra y fulminar sobre el hombre una
constelación patógena. El hombre la soporta, la
pasa; pero responde con una re-acción, con una en­
fermedad que él hace, tanto en el plano individual
—respuesta de la totalidad vital— como en el per­
sonal, según acabamos de ver. Dilthey 40 ha tenido
el acierto de señalar los canales por los que afluye
y refluye esta relación constante entre la persona y
su circunstancia histórico-social; son los “sistemas
de fines” personales (Zwecksysteme), ilimitados en
el matiz diferencial, pero susceptibles de ser redu­
cidos a tipo: economía, derecho, arte, ciencia, re­
ligión, etc. Klages, por su parte, ha llamado “re­
sortes” o “intereses” a las líneas de irradiación de
los impulsos primitivos en la zona formal o “cuali­
dad” del carácter. La coincidencia con Dilthey no
es absoluta, pero el entronque claro. He aquí un
posible enlace entre la Medicina y las formas de la
vida personal. Pero esto, como tantas otras cosas,
es tarea de la investigación futura.
Alguien, cargado de viejas reservas, pensará que
cuanto antecede es una construcción especulativa,
una “ideología”. Si aquí se trata de algo, no es to­
davía de construir, sino de descubrir, en el más des­
nudo sentido de la palabra; esto es, de mostrar la
realidad que hay oculta en la tarea del verdadero

36
medico. El médico se encuentra hoy ante su pro­
blema un poco como Dilthey ante el dominio de
las Ciencias del Espíritu después de publicar su
Einleitung: ha descubierto un mundo nuevo en su
actividad o, con frase diltheyana, “la otra mitad de
su globus intellectualis '1'1, y se halla en los prime­
ros tanteos de orientación. Luego, vendrá la hora
de trazar el mapa preciso de estas nuevas Indias;
empresa tal vez un poco lejana, cuando todavía son
tan escasos los exploradores. Hago excepción de
cuantos escrutan el territorio de las neurosis: ya
el viejo Kraepelin introdujo a este respecto una se­
rie de neologismos —ponopatías, homilopatías, sim-
bantopatíás, etc.— cuya raíz griega muestra clara­
mente una índole personal en gran número de pro­
cesos neuróticos. Sin embargo, la confusión entre
lo biológico y lo personal, antes denunciada, ha en­
marañado un poco los caminos. Bastaría citar para
demostrarlo el conocido libro de Kretschmer sobre
La histeria, en el cual la rica complejidad personal
de la neurosis es reducida con engañosa brillantez
a los esquemas biológicos de la “tempestad de mo­
vimientos” y del “reflejo de inmovilización” ; o el
ensayo de O. K ant50 para biologizar la ética y con­
vertir en vital el fenómeno de la responsabilidad,
tan personal de suyo (*). Se ve aquí la huella del
(*) Tam bién Simmel, en su Lebensunschauung, ensayó una
concepción vital del deber moral ; pero este profundo y vano in­

37
freudismo y su doble fruto, a la vez renovador y
ponzoñoso, en orden a la cultura medica. Mas tam­
bién es cierto que de este capítulo de las neurosis
lia de salir la nueva imagen de la Medicina.
En el campo de la patología interna se halla la
investigación de lo personal todavía en fase germi­
nal. La medicina del trabajo ha dado ya algunos
frutos en este sentido, cosa nada extraña si se pien­
sa que el interés económico es tal vez el más ur­
gente y opresor en la realidad histórico-soeial del
mundo presente. También existen observaciones
útiles en la patología de los sistemas somáticos más
lábiles a los intereses personales y, por tanto, más
conmovidos por ellos. Pienso ahora en los trastor­
nos vegetativos - -asma psicògeno, neurosis intesti­
nales, etc. 1— y en la patología del sistema endo­
crino: patología del tiroides, fisiopatologia adrenal,
etcétera. Crile 52, sin una profunda conciencia his­
tórica de su aguda observación, piensa que los pro­
cesos hiperfuncionales del tiroides son enfermeda­
des del hombre civilizado. Todo el capítulo de las
organoneurosis, hoy tan cultivado, es también uti-
lizable a estos fines. Por otro lado, comienza a ver­
se un fondo histórico-social en el misterioso ir v ve-

tento, basado en su interpretación de la vida como una más-que-


vida, en la que lo vital-psíquico contiene de modo inm anente sig­
nificaciones, sentidos y valores, no tiene que ver con el radical na­
turalism o de 0 . Kant.

38
iiir de las epidemias a lo largo del tiempo. Y toda­
vía hay señales más sutiles de eómo el ingrediente
psíquico-espiritual va introduciéndose en el pen­
sar y en el hacer médico; léase a este respecto con
mirada atenta el reciente bello libro de Forgue, Les
pièges de la Chirurgie, y se descubrirá que entre la
actitud humana de un cirujano actual y la de Du­
puytren, Langenbeck o Lawson Tait hay interpues­
to un giro del mundo.
No obstante esta serie de atisbos, nos hallamos
todavía muy lejos de una auténtica medicina per­
sonal sistemáticamente elaborada. Porque el proble­
ma tampoco está en señalar un grupo de procesos
patológicos en los que influya la vida personal del
hombre, sino en reformar según un criterio perso­
nalista —según un entendimiento del hombre ente­
ro— la medicina escuetamente naturalista todavía
al uso. El primero en proponerse conscientemente
el injerto de las Ciencias del Espíritu en Patología
ha sido K rehl53, en el ocaso de su vida clínica; pero
en su empeño no ha pasado de precursor. Gold­
stein 54, por su parte, ha intentado una comprensión
total del síntoma morboso realmente profunda y es­
timable, pero más biológica todavía que personal.
Los más finos ensayos sistemáticos, con una visión
honda y clara de lo que una persona sea, proceden
de Víctor von Weizsäcker o5. Sus estudios sobre la
enfermedad y la curación social, su análisis de la
39
relación entre la enfermedad de algunos hombres
egregios y la curva de su vida personal, sus inda­
gaciones clínicas hospitalarias sobre la patogénesis
de algunos síndromes, constituyen, desde ahora, se­
rios intentos científicos hacia una concepción de la
Medicina verdaderamente acorde con la jerarquía
ontològica del hombre (*). Todo rigor intelectual
será poco en este camino; advertencia no ociosa si
6e piensa en el naturalismo ctónico que desde hace
unos lustros ronda a la Medicina y a otros domi­
nios del saber.
En resumen: es insuficiente—y por tanto fal­
sa —la idea de la Medicina como una pura Cien­
cia de la Naturaleza. Nuestro quehacer médico, en
lo que de ciencia tiene, toca con uno de sus polos
el dominio de las Ciencias del Espíritu. Así, ya no
resulta extraño que por esa boca de comunicación
perfunda el tiempo nuevo a la ciencia médica su
zumo más propio, la Historia y la consideración
histórica. Si en todo tiempo la Historia ha teñido
de algún modo el caer y el estar enfermo del hom­
bre, hoy es cuando venimos a la cuenta de ello; y,
de añadidura, hoy es también cuando existen hom­
bres cuya enfermedad ya no está teñida por la His­
toria, sino que es la ííistoria. Una neurosis del paro

(*) En la misma línea está el reciente libro de W. Hollinante


Krankheit, Lebenskrise und soziales Schicksal, G. Tíñem e, Leip­
zig, 1940.


es una entidad morbosa cuya materia pecante no es
el pus ni la degeneración celular, sino la misma rea­
lidad liistórico-social, en la que y de la que el hom­
bre forzosamente vive; la cual se ha metido en él
forzando la naturalidad de su existir biológico, ha­
ciéndole infeliz y enfermo. En otro lugar "6 he ex­
puesto, creo que por vez primera, ese curioso y su­
til proceso de la “incorporación del tiempo” a la
Medicina, desde la obra nosográfica de Kraepelin
a la inscripción del síntoma morboso en el tiempo
personal del paciente, que ha hecho v. Weizsäcker,
pasando por la etapa intermedia de la “localización
cronógena” descubierta por Monakow y por la
crisis renovadora del freudismo. Pero el hombre
se resiste a ser sólo tiempo: es también, y esto tam­
bién le define paradójicamente como persona, aquel
centro con ansia sobretemporal desde el cual pue­
de decir “yo mismo”. ¿Cómo se puede cumplir tal
ansia? ¿Cómo se injerta en la Medicina? He aquí
el terrible problema que el historismo plantea ai
hombre y al médico.

3. La Medicina en la encrucijada.

Si se pretende expresar la almendra de todas las


reflexiones anteriores, se llegará forzosamente a
esta fórmula: la Medicina es, en sí y por sí, proble-
41
ma. No se trata ahora de que la Medicina tenga un
problema, como lo tienen la Física o la Zoología,
sino de que ella misma es problema. El interrogan­
te problemático lo encuentra la Física al término
de su empeño de medir el mundo. La Medicina, en
cambio, lo tiene en el comienzo mismo de sus pasos,
desde que el primer chamán meditó sobre su natu­
ral quehacer. Encuéntrase la actividad médica en
el cruce de dos modos de existencia del hombre : el
hacer y el saber. Primariamente, ya lo vimos, está
el quehacer; pero éste exige de modo inmediato y
perentorio un saher; tan inmediato, que sólo si se
escruta con atención el acto médico logran deslin­
darse con claridad los dos ingredientes. Misión y
saber son, pues, las dos primeras determinaciones
de la Medicina. Ella asienta en una zona interme­
dia y requiere a la vez el modo de expresión de
entrambas. La misión se actualiza como tejne, como
ars o como técnica, entendida esta última en el más
ancho y hondo sentido de las dos primeras: modo
de hacer expresa la misión en cada caso concreto.
El saber se manifiesta como episteme, como scien­
tia o como teoría: trabazón de principios que le den
forma sistemática.
Pero, en cuanto ciencia, hállase la Medicina en
nueva y no fácil encrucijada. De una parte es tri­
butaria de las Ciencias de la Naturaleza, por lo
mismo que el hombre tiene toda una vertiente de
42
su ser esclava de medida y peso: amor meus, pon­
dus meum, decía ya San Agustín; pero no es en sí
una Ciencia de la Naturaleza hermanada con la
Química o la Astronomía. De otra, debe apelar en
algún modo a las Ciencias del Espíritu, si se pien­
sa que el hombre que enferma es siempre una per­
sona; pero no es en sí una ciencia del Espíritu,
como lo sean la Historia o la Filosofía del Derecho.
Hace algunos años lo formulaba muy precisamen­
te R. Koch: “La Medicina se halla en sí tan distan­
te de ser Ciencia de la Naturaleza como Ciencia de
Espíritu. No es Física ni Química, como no es Filo­
sofía o Historia; es lo que el médico sabe o debe
saber para el ejercicio de sus tareas profesiona­
les” r’7. A la misma conclusión llega 0. Temkin 58
desde un punto de vista más histórico que clínico.
¿Cuál es, entonces, el puesto de la Medicina en el
orden de las ciencias?
Desde el momento en que Dilthey se plantea el
problema de la relación entre las Ciencias de la
Naturaleza y las del Espíritu, se le aparece clara la
existencia de un grupo de ciencias cuyo objeto es
la misma existencia humana, la del hombre indi­
vidualizado (*) y concreto, como base inexcusable

(*) Dilthey emplea taxativamente en este pasaje la palabra in­


dividuum.: “die Einheiten, velche in dem w underbar verschlunge­
nen Ganzen der Geschichte und der Gesellschaft auf einander
w irken, sind Individua...”. El contexto indica claramente que se

43
de la realidad histórico-social que han de estudiar
las Ciencias del Espíritu propiamente dichas. Dil­
they las llama textualmente die Wissenschaften
des Einzelmenschen, las ciencias del hombre como
individuo —como “individuo personal”, según mi
exposición anterior—, y son “las primeras y más
elementales de las Ciencias del Espíritu”. En rigor,
cabría singularizarlas con el rótulo de “Ciencias del
Hombre”, y yo desde ahora lo propongo. Así se des­
taca el método de estudio, como destacado está su
objeto, el hombre, esa “especie de centauro ontolò­
gico, que media porción de él está inmersa, desde
luego, en la Naturaleza, pero la otra parte trascien­
de de ella”, según hace poco ha escrito Ortega.
Antes había dicho ya Santo Tomás del alma huma­
na que es “una suerte de horizonte, como un con­
fín entre el mundo corporal y el mundo incor­
póreo” 50.
Dentro del grupo de las Ciencias del Hombre,
en el sentido ahora apuntado, Dilthey señala dos
disciplinas teóricas concretas: la Antropología y la
Psicología. También aquí me permito completar el
esquema, añadiendo —en lo que de ciencia tiene—
la Medicina como una Antropología del hombre en­

trata de “individuos personales”. Esta cita y los datos que forman


el conjunto de la exposición con ella conexa proceden de la Ein­
leitung in die Geisteswissenschaften, Ges. Sehr., I, paga. 14-35,
ed., Leipzig, 1933.

44
ferino. Con ello adquiere un puesto concreto en la
jerarquía de las ciencias (*) a tenor de su peculia­
ridad. Su método científico, y así el de la Psicolo­
gía y el de la Antropología, no puede ser el pura­
mente naturalista-explicativo, ni el descriptivo de
las Ciencias del Espíritu. El método propio de las
tres consiste en recoger del mundo de los sentidos
datos concernientes a una existencia humana aisla­
da, a un hombre, y conectarlos con la realidad his­
térico-social en que ese hombre concreto se halla
sumido, de modo que se resuelva “el problema de
hacer viviente y comprensible una unidad de vida,
su despliegue en el tiempo y su destino”. Esto tie­
ne un nombre, que Dilthey taxativamente emplea:
biografía (**). ¿Qué es, en efecto y por lo que a
la Medicina se refiere, una historia clínica bien he­
cha; qué es, sino la biografía de un hombre en­
fermo? Hablase en ella de sus padres y sus her­
manos, de su angustia y de su dolor, de los signos

(*) En rigor, cabría distinguir cuatro grupos de ciencias en el


estudio de la realidad circundante: las Ciencias de la N aturaleza,
las Ciencias de la V ida (vida en sentido biológico: Biología, Botá­
nica, Zoología, etc.), las Ciencias del H om bre, en el sentido dado,
y las Ciencias del E spíritu o de la realidad histórico-social.
(**) Años más tarde, siquiera fuese muy en inciso y lim itada­
mente, había de ver el mismo D ilthey el carácter biográfico de la
M edicina: “la justicia crim inal y sus teorías establecerán la vida
de un criminal, la patología psíquica la de un hom bre anorm al” .
(¿P o r qué, sólo, la patología psíquica?) (V. “Die Biographie” , en
Ges. Sehr., V II, pág. 247.)
corporales que a una y otro acompañan; y en ella
debe hablarse de sus proyectos o planes de vida, de
sus esperanzas. Una diferencia esencial hay, sin
embargo, entre la biografía psicológica y la biogra­
fía médica. La primera tiene un fin científico, epis­
temológico; la segunda, un fin pragmático, en el
más limpio sentido de la palabra: el pragma, el ne­
gocio, es aquí el tratamiento, la reconducción del
biografiado a nueva integridad vital y personal. to r
eso la Medicina es una “patogogía”, un arte de edu­
car a hombres enfermos. Las demás diferencias
—que la biografía psicológica ponga más atención
en el despertar vocacional, por ejemplo, y la medica
en el curso temporal de una gastralgia o en el conte­
nido de una idea obsesiva— son meramente adje­
tivas.
También descubre Dilthey el máximo deber del
médico como biógrafo y curador de una existencia
humana amenazada. Dice una vez, con gran belle­
za, que el biógrafo antropólogo o psicólogo “debe
considerar al hombre sub specie aeterni, como él
mismo se siente en los momentos en que entre él
y la Divinidad todo es cubierta, vestidura y medio,
y tan cercano al cielo estrellado como a cualquier
paraje de la Tierra”. Obsérvese que la considera­
ción del hombre sub specie aeterni equivale a des­
cubrir aquel secreto polo del “sí mismo”, fuente
sellada de toda intimidad, que—junto a su obra

46
histórico-social, a través del propio sistema de fi­
nes— le cualifica como persona ; lo cual monta tan­
to como advertir que sólo una atención religiosa
hacia cada hombre nos permite entenderle total­
mente. Sin esta exigencia religiosa no hay posibili­
dad de comprender el dolor de otro hombre; sin
comprender ese dolor, por otra parte —y aquí se
intercala el sutilísimo problema de la comprensión
amorosa del prójimo—, no hay acto médico posi­
ble. Pero esta cuestión, que se toca con aquel mo­
mento primario del quehacer médico a que antes
aludí, e incluso con la posibilidad de toda biogra­
fía, debe quedar intacta para ocasión ulterior.

* * •-;=

He aquí a la ciencia médica en la encrucijada de


las Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Es­
píritu. ¿ Hasta qué punto, en qué proporción alcan­
zan a la Medicina unas y otras? El planteo de esta
cuestión, que acaso se presente de modo inmedia­
to a muchos espíritus influidos por el criterio cuan­
titativo del naturalista, no tiene, en rigor, sentido.
La complejísima y misteriosa trabazón que en los
senos del hombre y en el ámbito de las creaciones
humanas se opera entre la necesidad de la ley na­
tural y la libertad del espíritu y de la persona, en
modo alguno puede reducirse a proporción cuanti­
tativa. Además, la prevalencia de uno u otro tipo
de consideración está condicionada históricamente.
Pero aquella pregunta tiene en este momento una
urgencia que no puede callarse.
Durante la segunda mitad del siglo xix ha pre­
valecido en Medicina la exclusiva consideración de
sus problemas según los métodos y las teorías del
conocimiento de la Naturaleza. A partir del siglo xx,
por obra de varias influencias, comenzó a fallar,
ciertamente, la mencionada hegemonía, mas no por
ello perdió vigencia social la estimación fisicoquí­
mica de la Patología y de la Terapéutica. Hoy co­
mienza a verse clara la falsedad de los cánones es­
cuetamente naturalistas respecto a nuestra ciencia.
Y aquí viene el problema, al menos a los ojos del
historiador. Cabe pensar, en efecto, que entre los
médicos, por un hastío de tecnicismo científico y
de teoría atómico-molecular de la Medicina (M o­
lekularpathologie reza, verbi gratia, el título del
último libro de H. Schade), se produzca una re­
acción excesiva, el peligroso bandazo de un seudo-
hipocratismo dietético o un seudoparacelsismo ña-
turista. No sería ésta, desde luego, la primera de
tales desquiciadas reacciones. A la osada racionali­
dad de los iatrofísicos siguió, al menos en Alema­
nia, el idealismo irracional de la Medicina román­
tica. Skoda, a fuerza de Física en sus exploraciones,

48
cayó en un “nihilismo terapéutico”. Algo paralelo
a esto ha sucedido ya: homeopatías mal entendi­
das, Naturheilkunde, etc., son los nombres de
otros tantos peligros. Recuérdese —cito sólo dos ca­
sos por limitarme a tentativas que patrocinaron mé­
dicos excepcionales-— el término de la dieta de
Gerson-Sauerbruch y el de la profilaxis magnesia-
na anticancerosa de Pierre Delbet. Tales ensayos
representan en Medicina lo que en Política la vuel­
ta aux beaux vieux temps, a una pretérita edad
dorada fingida por la dureza del tiempo vivido y
por el connatal utopismo del hombre. Pero lo cier­
to es que a lo traído por la Historia, en Política
como en Medicina, no se puede renunciar de modo
absoluto.
Ni puede el médico actual ni podrá el futuro, por
muy “personalista” que sea su visión de la Medi­
cina, olvidar dos conquistas que el cientificismo
naturalista y técnico ha traído a nuestro quehacer.
Por un lado, el duro y exigente rigor del aprendi­
zaje de las técnicas diagnósticas y terapéuticas. Si
en la Medicina hay primariamente una acción in­
tuitiva, y debe educarse al médico para su más fino
ejercicio, no es menos cierto que aquélla sería in-
«ficaz sin el empleo de una ciencia y una técnica
difíciles de lograr. Junto a esta virtud del auge
científico-natural hállase el inmenso arsenal de mé­
todos y de hallazgos terapéuticos que la investiga­
4 49
ción de los últimos cien años ha puesto en las ma­
nos del médico. ¿No se pondrá en peligro tal in­
vestigación si comienza a desviarse la atención de
las Ciencias de la Naturaleza, si se quiebra ese ím­
petu fáustico de dominar y conocer el mundo, que
desde Leonardo y Galileo ha sido el más poderoso
motor del hombre moderno?
En realidad, la pregunta anterior dista mucho
de ser nueva. Hace medio siglo bien corrido se la
hacía F. A. Lange en el segundo tomo de su clási­
ca Historia del materialismo. Dice: “Con ella—se
refiere a la consideración histórica de la ciencia—
queda abolido todo materialismo. Pero, por lo que
concierne al progreso en las ciencias exactas, no
será ciertamente capaz de descubrimientos aquel
que menosprecia la teoría de ayer para confesar la
de hoy, sino aquel que en todas las teorías sólo ve
un medio de acercarse a la verdad, abarcar los he­
chos y dominarlos para el uso.” Y poco después:
“... no podrá uno dedicarse con fruto al severo y
duro trabajo de la investigación sin descansar al
mismo tiempo en la idea, en el pensamiento gene­
ral, y de él sacar fuerza nueva” 60. Viene a postular
Lange, en consecuencia, la invalidez teórica del ma­
terialismo; pero la necesidad de poseer una cierta
fe materialista—mejor: de ser poseído por ella—
para que el progreso de las ciencias naturales con­
tinúe. De ahí la pregunta: ¿Encallará la investiga­

si)
ción si falla en su vigencia sociológica el mito ma­
terialista o, al menos, naturalista?
Sería ocioso hacer una revisión fundamental so­
bre base fáetica de la postura de Lange. Bastaría
recordar que la obra investigadora de Pasteur, de
Laënnec, de Mendel, de Goltz y de Johannes Mül­
ler en modo alguno se halla presidida por aquella
fe, o que Büchner, Vogt y Moleschott, los más fu­
ribundos creyentes en el materialismo como dogma,
malamente pueden librarse, pese a los esfuerzos de
Lange, del dicterio de “dilettanti científicos” que
Liebig les dedicó en sus Cartas Químicas. Pero en
algo profundo acierta, a saber: en la necesidad de
buscar un motor irracional y mítico, “la idea que
emana de la hondura poética del ánimo”, por cuya
virtud el investigador —genial o modesto, que para
el caso es igual— sufre vigilias y ayunos sobre el
microscopio o junto al ánima vil del experimento.
El motor existe, aunque no sea la fe materialista
y aunque el trabajador de la ciencia natural opere
“como si” creyese en aquélla.
Para indagar cuál sea ese motor bay, a mi juicio,
tres vías. La primera consiste en determinar, si es
posible, las condiciones históricas y culturales que
presidieron la aparición de la ciencia natural mo­
derna. Otra sería estudiar sociológicamente las raí­
ces de la investigación experimental presente. La
51
tercera, comprender psicológicamente la personali­
dad de una serie concreta de investigadores.
Entre otros, y con excepcional finura, Max Sche-
ler ha precisado las dos raíces histérico-culturales
de la ciencia moderna 81, latentes y activas bajo una
intrincada red de falsos motivos religiosos y filosó­
ficos. Una de ellas se nutre de “el impulso volitivo
enderezado al trabajo (en el mundo) y el llamado
individualismo de la burguesía”, es decir, de una
secreta y poderosa creencia en que la salvación his­
tórica de cada hombre descansa sobre el posible
trabajo de su individualidad (*) ; la otra raíz bebe
su fuerza en “un nuevo sentimiento y una nueva
valoración de la naturaleza” que nacen con el fran-
ciscanismo medieval y se descoyuntan de la orto­
doxia, extremándose, en Giordano Bruno. En cual­
quiera de los dos casos, me parece evidente que en
la médula naturalista de la ciencia renaciente no
hay una idea sobre la mecanicidad del cosmos a la
cual se sirva con la investigación especializada, como
Lange pensaba, sino un impulso individualista ha­
cia la Naturaleza, expresado unas veces más racio­
nalmente, así en Galileo, y otras más mística o má-
(*)La deformación herética de esta postura, todavía neutral
desde el punto de vista de lo religioso, consistió en aplicarla tam ­
bién a la salvación eterna m ediante el libre examen como técnica del
trabajo individual. Asi se explica que Leonardo o Galileo no tuvie­
ran que rom per con la Iglesia (pese a la versión ad usum plebis que
el siglo XIX dió del proceso de G alileo).

5 2
gicamente, como en Paracelso. Ahora se compren­
de, por ejemplo, que Goethe pudiera ser también
Naturforscher y que Johannes Müller —en el
fondo, hijo de la filosofía natural del Romanticis­
mo— hiciese ancha y profunda obra de investiga­
ción. Este primitivo impulso amoroso aparece muy
específicamente traducido como ansia de poderío
sobre lo natural, como placer de situar en vasallaje
al mundo.
La mejor especulación sociológica sobre la cien­
cia actual procede de Max Weber ß2. La ciencia mo­
derna—dice en substancia Weber—, a fuerza de
racionalizar al mundo, le ha desencantado, le ha
arrebatado toda capacidad de encantamiento míti­
co, todo sentido y todo valor. El hombre científico
vive entre cosas, y si científicamente no puede ne­
gar la existencia de valores, lo cierto es que tampo­
co puede afirmarlos, porque habitan más allá de
la decisión racional. ¿Qué le dice al hombre, en­
tonces, la ciencia? Sólo los medios que debe em­
plear si adopta una determinada actitud; en modo
alguno le ilustra sobre lo que debe hacer, sobre el
contenido de su acción. A cada hombre de ciencia
no le queda otro camino que seguir a su “demo­
nio” personal, como nuevo Sócrates, o las vías que
en el necesario enlace con su pueblo se le revelen.
Ha cesado, en definitiva, la acción alucinante de la
Naturaleza como mito. El mundo material ya no es

53
“ una ley que Dios impuso al curso de las cosas...,
una costumbre de Dios” (Zubiri) 03 y su dominio
un sugestivo modo de hacer Teología; ahora sólo
es conjunto de cosas muertas. ÌS1 científico ya no
tiene mitos... Eppur si muove. Esto es: sigue in­
vestigando. ¿Por qué? ¿Por qué este trabajo de no­
ria, sin ver el agua que se saca ni creer en ella?
Weber contesta: porque la ciencia se ha hecho pro­
fesión. Obsérvese que con esto niega a su vez la
tesis de Lange sobre la virtualidad de un “ideal”
científico creído por encima de teorías.
En rigor, me parece excesivamente nihilista, a
fuerza de severidad ascética, la conclusión de We­
her. Estimo certera la tesis de la profesionalidad
como elemento insoslayable en el entendimiento
completo de la ciencia actual: ahí están las doce­
nas y docenas de investigadores a sueldo. Pero, con
Lange, creo que sólo una incitación mítica hace
posible al verdadero investigador. ¿Cómo explicar,
si no, el fracaso de los científicos exilados por ra­
zón política, cuando profesionalmente han sido me­
jor retribuidos en el país huésped? Es preciso re­
solverse a pensar que el hombre es un instrumen­
to demasiado complejo para que, hoy o en cualquier
tiempo, sólo actúe en régimen de soldada. Una com­
prensión biográfica profunda de los investigadores
científicos actuales nos mostraría, seguramente,
que el motor de su obra es sutil y polimorfo: tan-

54
to como el complicado sistema de los intereses hu­
manos que aquí entra en juego. Tal vez se halle en
primer término aquel entrañado gozo de dominar
el mundo exterior que desde el Renacimiento no
ha abandonado a los hombres: se dice, con un dejo
de recóndito orgullo, dominar una técnica, un idio­
ma o una disciplina intelectual. Luego, vienen in­
tereses de familia, o la pertenencia a una escuela o
agrupación humana, o el valimento social. Hay ca­
sos en que el motor es un deber religioso. No se
halla en último lugar la atadura, hoy tan apremian­
te. entre el individuo y su Patria, a la cual el mis­
mo Weber expresamente alude. Sucede como con
la técnica. El tiempo Victoriano del puro lucro per­
sonal burgués ha pasado definitivamente. ¿Impide
esto que exista un Messerschmidt o que se fabri­
que caucho sintético? Véase cómo la Historia va
configurando de modo muy diverso el señuelo mí­
tico del trabajo humano.
Cambian, pues, los mitos; pero cuando se vive a
lo largo de una línea histórica, parece imposible
el total olvido de los que antes operaron sobre ella.
Contra todos los agoreros de una nueva Edad Me­
dia, la huella que en nosotros, tataranietos del Re­
nacimiento —entre él y nosotros están el siglo del
Barroco, la Ilustración y el Ochocientos—, han im­
preso cuatro siglos de cabalgada fáustica es dema­
siado profunda para ignorarla. Quien no lo vea así,
55
no es de este tiempo. Ya sabían los escolásticos que
de toda experiencia queda algo en el hombre: o una
species, una imagen, a un habitus, una modifica­
ción permanente en el modo de ser. En la Historia,
la species es el testimonio expreso del tiempo pasa­
do —libro o piedra tallada—-, y el habitus, la for­
ma de vida. Pues bien: las formas de vida que creó
el Renacimiento, y entre ellas la investigación de
la Naturaleza, son todavía recientes, casi inmedia­
tas, lejanas del olvido. Apenas necesita esfuerzo al­
guno el historiador para comprender a Vives o a
Galileo, y los dramas de Shakespeare o de Lope re­
suenan aún en el corazón de los hombres. Y si la
inquietud humana apunta ahora hacia los caminos
de la Historia, también es cierto que sólo a lomos
de la Naturaleza, fabulosamente potenciada por la
técnica, pueden hoy recorrerse las duras calzadas de
una empresa histórica.

Es hora de cerrar esta necesaria, pero nada bre­


ve digresión. Partimos de considerar los posibles
peligros para la investigación natural en Medicina
que una consideración “personalista” de la activi­
dad médica pudiera traer consigo. Los peligros son
muy remotos; el personalismo no es magia, y la in­
56
vestigación de la Naturaleza no asienta necesaria­
mente sobre un mito materialista. El problema está,
como antes dije, en operar con el máximo rigor in­
telectual, lo cual no se halla en pugna —después de
un Scheler, por ejemplo— con la consideración de
los imperativos irracionales que en la Naturaleza
y en la Historia existen. Con ello, si en todo tiempo
habrá de ser reconocida la indeclinable validez re­
lativa que para el médico tienen las ciencias de lo
natural, nunca se verá convertida la Medicina en
una suerte de ingeniería. Aunque lo más importan­
te será siempre dotar al hombre de mitos y de creen­
cias que encanten y soporten su quehacer diario y
no olviden —esto, sobre todo— su dignidad y su
alto destino. Digámoslo con su nombre: le hagan,
con honrada y real profundidad, hombre religioso.

57
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M E N T A R IA S

L V. 6obre el particular la conferencia de Max W eber IP'issen-


schaft als Beruf, M unich, 1919 (véase la nota núm. 62), y la
polém ica de E. v. K ahler, A. Salz y E. R. C urtius en torno
a ella, resumida y comentada p o r E. Troeltsch en “Die
Revolution der Wissenschaft” (Ges. Sehr., IV, págs. 653
y siguientes). Tam bién, Max Scinder: ü ie Wissensformen
und die Gessellschaft, Leipzig, 1926.
2. 0 . Schwarz: Medizinische Anthropologie, Leipzig, 1929, pag. 1.
3. Sigo aquí la aguda enseñanza de Ortega y Gasset en Meditación
de la Técnica. V. Ensimismamiento y Alteración, Espasa-
Calpe, Buenos Aires, 1939, pág. 139.
4. O rtega: Loe. cit.
5. W. D ilthey: “Ideen über eine beschreibende und zergliedernde
Psychologie”, en Ges. Sehr., V, págs. 158 y sigs.
6. Como ilustración, véase el artículo de H arkins sobre Fisico­
quím ica de la inm unología en Jordan y Falk, The newer
knowledge of baci, and inmunol., Univ. of Chicago Press,
1928.
7. H. Schade: Physikal. Chemie in der inn. Medizin, Dresde y
Leipzig, 1923, 3.* ed. Tam bién, Die Molekular pathologie
der Entzündung, ídem, 1935.
8. P. ej.: Leathes, en The Lancet, 9-V-1925.
9. W. D ilthey: Loe. cit.
10. H. Bergson: Matière et Mémoire, 27.° cd., Paris, 1933, y “Le
paralogism e psychophysiologique” , en Rev. de Métaphy­
sique et de Morale, XI, 1904.
11. H. D riesch: Philosophie des Organischen, 2.“ ed., Leipzig, 1921,
págs. 125 y sigs. (Die Unmöglichkeit einer chemischen Theo­
rie der Formbildung...)
12. V. De arte. L ittré: Oeuvres complètes d’Hippocrate, París,
1839, VI, págs. 2 y sigs. (En lo sucesivo, los títulos de las

58
obras del Corpus hippacraliciim serán citados, según cos­
tum bre, en su traducción latina, salvo cuando sea el texto
griego motivo de discusión o de comentario. Si no hay
indicación en contrario, la referencia será de la edición
de L ittré (L.) con el núm ero del tomo en caracteres ro­
manos y el de la página en arábigos: L., VI, 2.)
13. De prisca medicina, L., I, 568 y 620. No es totalm ente seguro
que este tratado provenga de la plum a de Hipócrates. L it­
tré, sin embargo, estudiando una concordancia entre él y
el Fedro platónico, se decide a aceptar tal autenticidad.
14. M. H eidegger: Sein und Zeit, 4.“ ed., H alle, 1935, pág. 11.
15. \V. V. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, 2.a ed., Leipzig, 1935,
pág. 57.
16. O. Schwarz: Loc. eit., pág. 276.
17. M. Scheler: “Z ur Philosophie der W ahrnemung”, en Die lVis-
sensformen und die Gesellschaft, Leipzig, 1926, págs. 354
y siguientes.
18. \V. D ilthey: “Beiträge zur Lösung der Frage vom Ursprung
unseres Glaubens an die R ealität d er Aussenwelt”, en Ges.
Sehr., V, págs. 90 y sigs.
19. Sería insensato el intento de recopilar en una breve nota b i­
bliográfica la inabarcable literatura m oderna sobre la auto­
nomía óntica de los seres vivientes. Me referiré, tan sólo,
a las obras ya clásicas citadas en las notas 10, 11 y 12.
A ñádanse: v. U cxkiill: Theoretische Biologie, 2.a ed., Ber­
lín, 1928, y sus Ideas para una concepción biológica del
mundo, M adrid, Espasa-Calpe ; Max Scheler: Wesen und
Formen der Sympathie, 3." ed., 1926, y El puesto del hom­
bre en el Cosmos, trad, esp., M adrid, 1936; Adolf Meyer:
Ideen u. Ideale der biologischen Erkenntnis, Leipzig, 1934,
y Kriseepochen und Wendepunkte des biol. Denkens,
Leipzig, 1935.
20. Dice, por ejem plo, Dilthey: “ yo uso la expresión vida, en las
Ciencias del Espíritu, lim itada al mundo humano...” (“Die
K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pág. 228).
21. G. Simmel: “ Die Transzendenz des Lebens”, en Lebensanschau­
ung, 2.a ed., Munich y Leipzig, 1922, pág. 20.
22. Cit. p o r Fr. Zoepíl en su Deutsche Kulturgeschichte, II, pági­
na 551, Friburgo de Br., 1937.

59
23. M. Scheler: El puesto del hombre en el Cosmos, trad, esp.,
2.* ed., M adrid, 1936, pág. 78.
24. H . Plessner: Die Stufen des Organischen und der Mensch, Ber­
lin y Leipzig, 1928, págs. 288 y sigs.
25. M. H eidegger: Loe, cit., pág. 12.
26. R. G uardini: W elt und Person, W urzburgo, 1939, pág. 144.
27. W. D ilthey: “Einleitung in die Geisteswissenschaften”, en Ges.
Sehr., I, pág. 31.
28. W. D ilthey: “Die K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pá­
gina 228.
29. F r. W. B encke: Konstitution und Konstitutionelles Kranksein
des Menschen, M arburgo, 1881.
30. J. O rth: Aeliologisches und anatomisches über Lungenschwind­
sucht, B erlin, 1887.
31. Fr. M artius: Krankheitsursachen und Krankheitsanlage, con­
ferencia en la Asamblea de N aturalistas y Médicos Alema­
nes eu Düsseldorf, 1898, Verhl. I, pág. 90. Un buen resu­
men histórico de la reincorporación de la idea constitu­
cional a la M edicina en Diepgen, Medizin und Kultur,
Stuttgart, 1938, pág. 261.
32. V. una referencia suficiente en el libro de B. Aschner Die Krise
der Medizin, Stuttgart, 1931.
33. Puede leerse el conocido libro de A. P i y Suñer. La corre­
lación entre electrolitos, horm onas y sistema nervioso, des­
de un punto de vista algo personal, en Die Elektrolyte,
de H. A. Zondek, B erlín, 1927.
34. Un buen resumen, en La Presse Medicale, 1927.
35. K. G oldstein: “Die Lokalisation in d er G rosshirnrinde”, en
el Handbuch d. norm. u. path. Physiologie, de Bcthe y
Bergmann, X, págs. 600 y sigs.
36. V. Monakow y M ourgue: Introduction biologique à l’étude de
la Neurologie et de la Psychopathologie, Paris, 1928, pá­
gina 33.
37. Fr. K raus: Die allgemeine und spezielle Pathologie der Per­
son. Klinische Syzygiologie, Leipzig, 1919, y Allg. und spez.
Pathol, der Person. Besonderer Teil: Die Tiefenperson,
Leipzig, 1926.
38. Th. Brugsch: “U eber den pcrsonalistischen Standpunkt in der
medizinischen Wissenschaft u. Praxis”, Jahrbuch für Cha-

60
rakterologie, 1928. Tam bién “Die K linik”, en Grundla­
gen und Ziele der Medizin der Gegenwart, Leipzig, 1928, de
donde procede el texto citado.
39. V. una exposición de la postura psicoanalítica ortodoxa en
punto a la teoría de la personalidad en Alexander: Psy­
choanalyse der Gesamtpersönlichkeit, Intern. Psychoanal.
Verlag, 1927.
40. L. Klagcs: Vom kosmogonischen Eros, Leipzig, 1931, pág. 44.
4L E. W ittkow er: Einfluss der Gemütsbewegungen auf den Kör­
per, 2.* ed., Viena, 1937.
42. La expresión procede de Virchow. Se encuentra en sus Gesamm.
Abhand, zur wissenschaftl. Med., Francfort, 1856, pág. 50.
43. Fr. B rentano: Psicologia (trad. esp. fragm entaria de la Psychol.
vom empirischen Standpunkte), M adrid, 1935, págs. 28 y
siguientes.
44. Fr. S eilïert: “Charakterologie”, en cl Handbuch der Philoso­
phie, de B äum ler y Schröter, M unich y Berlin, 1929, pá­
gina 54.
45. R. G uardini: Loe. cit., pág. 136.
46. J. B ernhart: Prólogo al tomo I I de la ed. alem. de la Summa,
Leipzig, 1935, pág. l i x .
47. E. L iek: Das Wunder in der Heilkunde, 4.* ed., M unich, 1940,
pág. 46.
48. H arttung: Zbl. f. Chir., núm. 45, pág. 2840, 1927. Cit. por
E. Liek en Die Ärztliche Praxis, Grundlagen und Ziele
der Med. der Gegenwart, Leipzig, 1928, pág. 91.
49. W. D ilthey: “Ideen über eine beschreibende und zergliedernde
Psychologie”, en Ges. Sehr., V, págs. 156 y 157.
50. O. K ant: Biologie der Ethik, Berlin, 1932.
51. Bibliografía amplísim a en W ittkow er: Loe. cit., y en Psycha-
genese und Psychotherapie der körperl. Symptome,
dirig. p or O. Schwarz, Viena, 1925 (hay trad. esp.).
52. Cit. por J. Casas en su prólogo al libro Cirugía del tiroides,
de J. Estella, M adrid, 1940, pág. 6, y p or J. Estella, en su
Endocrinologia quirúrgica, M adrid, 1940, págs. 17 y 18.
En el fondo, Crile es un ingenuo y trasnochado haecke-
liano.
53. L. V. K rehl: Krankheitsform und Persönlichkeit, Leipzig, 1929,

61
y Lieber Standpunkte in der inneren Medizin, M. m. W.,
1926, mim. 38.
54. K. G oldstein: Loc. cit., págs. 625 y sigs. Además, “Das Symp­
tom, seine Entstehung und Bedeutung”, Arch. f. Psych.,
1925, I, 76.
55. V. V. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, 2." ed., Leipzig, 1935;
Soziale Krankheit und Soziale Gesundung, ídem, y Stu­
dien zur Pathogenese, Leipzig, 1935.
56. Conferencias sobre La crisis de la Medicina ochocentista en
la Universidad de M adrid, mayo de 1940.
57. R. K och: “D er A nteil der Geitcswissenschaftcn an den G rund­
lagen der M edizin”, Arch. f. d. Gesch. d. Med., 1926, t. 10,
pág. 260.
58. 0 . T cm kin: “Die Geiteswissenschaftcn in der M edizin”, en
Philosophische Genzjragen der Medizin, Leipzig, 1929,
págs. 32 y sigs.
59. Santo Tomás: Summa c. Gentiles , II, 68.
60. Fr. A. Lange: Geschichte des Materialismus, 10.“ ed., Leipzig,
1921, t. II, pág. 166.
61. M. Scheler: Die Wissensformen und die Gesellschaft, Leipzig,
1926, págs. 106 y sigs.
62. Max "Weber: Loe. cit., y los restantes Gesammelte. Aufsätze.
zur Wissenschaftslehre, Tubinga, 1922. Existe una acepta­
ble exposición de lo que a este problem a concierne en
E. H einem ann: Neue Wege der Philosophie, Leipzig, 1929,
págs. 257 y sigs.
63. X. Z ubiri: “La Nueva Física”, Cruz y Raya, 10, pág. 78.

62
C A P I T U L O II

EL MEDICO Y LA HISTORIA

Todas las cosas tienen su tiempo.


“Eccle”, III, 1.

RA necesario cuanto antecede para intentar una


postura seria frente a la Historia de la Medi­
cina. En cuanto la Medicina es en sí misma un poco
Historia, nuestra visión de la Historia de la Medi­
cina tiene que ser distinta de la habitual, contagia­
da hasta el tuétano por una concepción objetiva y
positivista, no sólo de la Medicina, sino —lo que
es peor— también de la Historia misma. Dedico
este capítulo a esbozar una visión personal y real­
mente histórica de la Historia de la Medicina. Mas
para ello será muy útil seguir la marcha del ante­
rior y delinear previamente las actitudes común­
mente adoptadas por el médico actual en torno al
devenir de su disciplina a lo largo del tiempo.

1. Posiciones ahistóricas.

Hay todo un manojo de posiciones del médico·


ante la Historia de su arte que se pueden englobar
bajo el mismo epígrafe: todas son ahistóricas, esto
63
es, adoptadas sin conocimiento de lo que la Histo­
ria sea, sin cuidado por la necesidad humana, tan
actual, del imperativo histórico, o al menos con
una visión errónea, casi siempre positivista, del ver­
dadero problema que el curso temporal de una cien­
cia plantea al estudioso de ahora.
A. La incomprensión más ruda respecto a lo
que en sí sea realmente la Historia de la Medicina
es la del técnico-profesional. Me refiero con ello al
técnico repetidor de técnicas de que en el comien­
zo hablé, porque la visión de la Historia por parte
del técnico inventor corresponde, cuando existe, a
un tipo que ha de ser ulteriormente estudiado. El
mero profesional de la Medicina vive siempre to­
talmente desinteresado de cuanto a la Historia de
su quehacer diario se refiera. Según una frase po­
pular muy significativa, la Historia para él “son
historias”. Si alguna vez tiene importancia para él
un tema histórico es cuando alcanza un interés eco­
nómico-profesional; por ejemplo, como “tema de
oposiciones”. Para él no existe otra cosa que el
mero presente, porque la profesionalidad asienta
de modo muy directo sobre la vida instintiva huma­
na, y el estilo de inscribirse en el tiempo, propio
del hombre instintivo —en cuanto el hombre, na­
turalmente, pueda descender a serlo—, no es la dura
responsabilidad de saber que sucede y que debe
salvarse de ser puro suceso, sino el álveo cómodo y

■ 64
cotidiano de la costumbre. En el profesional todo
tiende, en efecto, a hacerse costumbre, y a quien
se pare a meditar un poco le será evidente el aserto.
Heidegger ha descrito con precisión y profundi­
dad apenas superables la raíz ontologica de la his­
toricidad humana. Mejor: ha puesto en rigurosa le­
tra ontològica, radicalizándolos, los atisbos geniales
de Dilthey. Si el hombre hace historia es porque el
mismo, su propia existencia, sucede; más aú n —y
esto da su tremendo dramatismo a la analítica hei­
deggeriana—, se agota en el suceder, consiste en
suceder. “El análisis de la sucesividad (historicidad)
del estar humano intenta mostrar que este ente no
es temporal porque está en el suceder (en la histo­
ria), sino, por el contrario: sólo existe y puede
existir sucesivamente (históricamente) porque en
el fondo de su ser es temporal” \ El saber cientí­
fico que da expresión a esa radical historicidad del
ser humano —historicidad que le acompaña, casi
huelga decirlo, en todos sus modos de existir: como
médico, político o filósofo— es la Historia; enten­
dida ésta, naturalmente, de modo mucho más pro­
fundo que el habitual, la escueta erudición. De aquí
se sigue para todo hombre auténtico y actual el im­
perativo de la comprensión histórica de su existen­
cia : primero como mero hombre, y luego como hom­
bre que está en el mundo según un determinado
modo de existir: como médico, político o filósofo.
5 65
Heidegger se atiene siempre al hombre que sólo
atiende a su existir y a que está en el mundo; el
que, en términos religiosos, suele llamarse hombre
natural. A este hombre natural, la autenticidad le
ata ontologicamente al suceder, le temporaliza ( du­
rée pure dijo de este tiempo Bergson) ; tremenda tra­
gedia, cuando la muerte es necesario y definitivo
accidente de ese suceder y el cuidado su perma­
nente pábulo. Heidegger no conoce otro modo de
escapar a tal tragedia que la trivialidad, la cotidia­
nidad, la evasión de existir auténticamente. El caso
es, no obstante, que lian existido hombres de carne
y hueso a los cuales fué dado descubrir por vía ex­
perimental, ahondando en el “sí mismo” mediante
una determinada técnica, un estrato de su ser huma­
no que ya no sucede. Se podrá pensar de ello lo
que se quiera; pero cuando San Juan de la Cruz
escribe
“cesó todo, y dejóme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado ” 2,

es evidente que se ha encontrado su yo metido en


un hondón del ser humano en el cual todo suceder
cesa y ha visto a su hombreidad convertida en so­
bretemporalidad. “Esta noticia... ocupando el alma
la deja en olvido y sin tiempo'’’’ 3, dice otra vez San
Juan. Y otra: “Se queda el alma a veces como en un

66
olvido grande, que... ni le parece haber pasado por
ella tiempo ” 4. Con razón, pues, postula Jaspers de
toda actitud mística: “Tiempo y decisión en el tiem­
po carecen, como todo lo finito, de significación.
La existencia del místico es intemporal y eterna” 5.
El hombre que haya experimentado tal situación
sabe ya con certeza vivencial que por debajo de toda
historicidad—por profundamente que ésta cale en
el redaño de la existencia humana— hay un centro
de sobretemporalidad. ¿Qué estructura ontològica
hay por debajo de esta realidad óntica? El místico,
por lo pronto, sabe la sobretemporalidad del huma­
no ser, inferida desde el borde mismo del humano y
temporal vivir y existir. Los demás estamos resig­
nados a creer en ella (*).
Cualquiera que sea el entronque de los hechos
anteriores —la evasión de la temporalidad que la
existencia logra a fuerza de hacerse auténtica— con
la analítica heideggeriana y con el problema de la
relación entre el enfermo y el médico, lo cierto es
que hay otro modo, magistralmente descrito por
Heidegger, de evadirse de esa cierta y trágica his­
toricidad en que por definición vive todo hombre
auténtico. Ocurre cuando la existencia humana se
atiene al modo de ser de la cotidianidad. El hombre
(*) Es decir, “no somos salvos, sino en esperanza”. Tal es, en
el plano antropológico, el sentido de estas conocidas palabras de
San Pablo (Rom., V III, 24).

67
pierde entonces su autenticidad y se convierte en
un sujeto fungible, en “uno de tantos” (das Man);
su temporalidad, ese su existir sucediendo en el
que a cada hoy sucede un mañana nuevo y miste­
rioso, queda en una entrega “al acomodo de la cos­
tumbre” (*) ; y su mañana, ese “mañana al que
está esperando el cuidado cotidiano, es un eterno
ayer ” °. El tiempo pierde ahora su terrible sentido
para el hombre; no porque se le domine desde la
sobretemporalidad, sino porque se le ignora. La mi­
sión que el hombre puede cumplir en cualquiera
de sus modos de existir —médico, político o filosó­
fico— se hace profesión , y el quehacer costumbre.
Ahora se comprende que la escasa o nula consi­
deración del técnico-profesional de la Medicina por
la historia de su actividad obedece a razones pro­
fundas. Pero también empieza a entreverse que el
técnico-profesional contumaz en su actitud ahistó-
rica se halla incapacitado para ejercer la Medicina
con plena dignidad. Luego volveré sobre este tema,
demasiado importante para quedar en vislumbre.
Ya el concienzudo Littré, en su preámbulo a las

(*) La lejanía que de la costumbre tienen la autenticidad del


hom bre profundo y la sobreautenticidad del místico, explica mu­
chas cosas. P o r ejem plo: que para el médico auténtico sólo exis­
ten casos nuevos y singulares; o que al místico le cueste tanto,
tras un éxtasis, acostumbrarse a las cosas cotidianas (recuérdese
aquel desasimiento de que nos habla Santa Teresa en su Vida,
XX, 8).

68
obras de Hipócrates, advertía al médico que “no le
es permitido... renunciar a la inteligencia de la ley
que preside el desarrollo interior de una ciencia tan
antigua y tan vasta” \ y eso que todavía no podía
comprender el verdadero sentido que en su entra­
ña tiene la Historia de la Medicina.
B. Otro modo ahistórico —falso, por tanto— de
entender la Historia de la Medicina es su conside­
ración, tan frecuente, como curiosidad erudita o
como enseñanza anecdótica. En rigor, la erudición
es el conocimiento histórico del hombre trivial y co­
tidiano, del filisteo de la Historia. Es un saber pos­
tizo, sin conexión de sentido con la existencia que
le soporta; el saber de vanidad contra el cual, llena
de razón, apunta sus flechas la Ascética. (Ascética:
ejercitación del hombre para el cumplimiento de
su autenticidad.) La simple erudición histórica es
el compromiso con el ambiente social del hombre
cotidiano, para el cual “la Historia son historias”,
y no se atreve a la cínica sinceridad de renunciar
a saberla. Con lo cual la visión de la Historia de la
Medicina, como curiosidad erudita, viene a redu­
cirse a cuanto queda dicho en el apartado anterior.
Más momento tiene, desde el punto de vista de la
Historia, el que la cultiva para obtener de ella en­
señanza anecdótica o aislada. En rigor, así ha sido
cultivada la Historia hasta que en Europa surgió,
bien entrados los tiempos modernos, esa decisiva
69
inquietud que hoy llaman todos “conciencia histó­
rica”. Véase, por ejemplo, el sentido de la cita his­
tórica en las Empresas de Saavedra Fajardo o en
las Controversias Médicas y Filosóficas de Valles,
y siempre se observará lo mismo: la referencia a Tá­
cito en el primero, a Hipócrates o Galeno en el se­
gundo, se hace con el supuesto inexpreso de vivir
en el mismo plano histórico que el autor antiguo
citado. Vallés y Saavedra creen realmente que pue­
den utilizar los documentos de la Antigüedad como
si no hubiese pasado tiempo, como si esos documen­
tos no hubiesen emanado de un modo históricamen­
te distinto de considerar la vida y el mundo. El au­
tor que se cita enseña como otro coetáneo del co­
mentarista, y el Methodus medendi galénico, el Ca­
non de Avicena o el de anima de Aristóteles pue­
den ser leídos como texto impasible y fresco un si­
glo tras otro, porque lo escrito nunca se convierte
en algo sucedido o pasado. El solo problema que
ofrece la ciencia antigua es el de subsanar sus po­
sibles errores, los cuales, por lo demás, son homo-
logables a los que pueda cometer el autor contem­
poráneo.
Cuando el texto histórico narre hechos objetivos
—describa un tumor, por ejemplo, o indique la exis­
tencia de fiebre— podemos admitir en principio la
validez intemporal de la referencia. Pero, así y todo,
se tratará de hechos puestos en el primer plano de

70
la descripción por una visión del mundo y de la
Medicina distinta de la nuestra, al paso que perma­
necerán en silencio otros decisivos para nuestras
concepciones diagnósticas. Esto sin contar con que
las propias palabras puedan tener en la mente del
escritor antiguo un sesgo muy distinto del que en
la nuestra tienen los términos empleados en su tra­
ducción; physis por naturaleza, katharsis por mera
purgación medicamentosa, etc. Léase por vía de en­
sayo cualquier historia clínica de las Epidemias hi-
poeráticas y trátese de establecer con ella un diag­
nóstico actual para comprender la verdad de las
anteriores reflexiones. No quiero referirme, por
obvio, al caso en que el texto antiguo no contiene
una pura descripción. Los errores y las confusiones
son entonces de bulto y algunos encontrai’emos en
capítulos ulteriores.
En tales épocas de aliistoricidad, la Historia de
la Medicina pertenece a la Medicina misma. Conse­
cuentemente, no existía Historia de la Medicina
como tal, sino ediciones comentadas de autores an­
tiguos; esto es, historia de los médicos, del mismo
modo que el Vasari hace una historia de los pinto­
res y no de la Pintura. Dempf, confirmando los co­
nocidos trabajos de Fueter, ha señalado que sólo
desde 1734, año en que fué publicada la Historia
del arte antiguo de Winckelmann, hubo una consi­
deración histórica del arte como tal, y no de los ar­
il
tistas 8. Poco después (1775) escribe Herder una
historia de la poesía, en lugar de las anteriores bio­
grafías de poetas, y poco antes (1725) descubre
Giambattista Vico, o al menos pretende descubrirlas,
las primeras leyes de sentido en el curso de la His­
toria, y prepara el advenir de la conciencia his­
tórica del hombre moderno Curso análogo sigue
la Historia de la Medicina. Todos los tratados his­
tóricos de los siglos XVI y xvil 10 son catálogos o
elencos de médicos ilustres, a medias biográficos y
panegíricos y sin el menor rigor en punto a crono­
logía y fuentes. Es muy interesante observar que,
todavía en el xvn, las razones que dan los historia­
dores de la Medicina en abono de que la misma Me­
dicina exista como disciplina autónoma son de tipo
rigurosamente extrahistórico. Doering, por ejemplo,
demuestra en 1611 tal existencia por medio de ra­
zonamientos lógicos, y Bernier (1669), con apo­
yo en citas del Eclesiástico, esto es, con argumen­
tación teológica. Sólo en el filo del xvm —pese
a los balbuceos de Neander (1623) y de Conring
(1651)— comienzan a aparecer libros en que se tra­
te de historiar la Medicina misma: la famosa His­
toire de la Médecine de Daniel Leclerc (Ginebra,
1696), ya al borde del orgullo científico y aun de
la presuntuosidad enciclopedista, y el libro de John
Freind, The history of physic... (Londres, 1725-26),
con una concepción pragmática de la Historia que

72
anticipa la idea lessinguiana de una educación del
género humano. El tema debe ser objeto de inves­
tigación más pormenorizada; pero sospecho que la
historiografía médica adelanta alguna de las ideas
generales sobre la Historia misma que se atribuyen
como característica al siglo xvm . Con todo, hasta
el clásico Versuch de Sprengel (1792-99) no co­
mienza una deliberada historiografía de la Medici­
na, siquiera forzosamente contagiada por una esti­
mación entre pragmatista y positivista de la Histo­
ria. Repárese en que el conocido y meritísimo libro
de A. H. Morejón, la Historia bibliográfica de la Me­
dicina española (Madrid, 1843), todavía encaja en
el molde biográfico, tan lejano de un entendimien­
to realmente histórico de la misma Historia. Y que
el mismo carácter ahistórico tienen las breves notas
retrospectivas que en letra menuda suelen preceder
a los capítulos descriptivos en los tratados de Clíni­
ca al uso.
C. Otra consideración más estimable de la His­
toria de la Medicina, pero igualmente ahistórica en
su raíz, es la habitual en la historiografía médica
de los siglos x vm y xix —moderada en Haeser, cla­
ra en Daremberg y todavía vigente en la mayor par­
te de los historiadores actuales del arte médico y
en la mente de casi todos los investigadores de la
Medicina como Ciencia de la Naturaleza. Es muy
curioso observar que en la introducción de la va­
73
liosa Geschichte der Medizin de Neuburger puede
leerse: “La cultura... no representa otra cosa, en
el fondo, que una prolongación de la naturaleza
misma, sin que pueda sobrepasar los límites de la
causalidad mecánica, a los cuales va siempre enla­
zada su acción. No es la última la Medicina —con­
cluye Neuburger— en revelar esta ley” n . Esta vi­
sión natural-positivista de la Medicina, tan propia
de la época (1906), condiciona otra homologa de su
Historia. La cual aparecerá limpiamente a nues­
tros ojos escrutando la actitud histórica tácita en el
investigador científico-natural de la Medicina.
Cuando un investigador serio se propone un tra­
bajo científico, su primera tarea consiste en “bus­
car bibliografía” ; esto es, en indagar lo que otros,
antes que él, encontraron sobre el tema. Párese
mientes en que este empeño equivale, en cierto
modo, a pergeñar una pequeña monografía histórica.
Si el trabajo es importante —si aspira, por ejemplo,
a hacer época en la investigación de su materia—,
suele ir precedido a la hora de su publicación por
una historia del tema desde que existen en la litera­
tura médica testimonios científicos en torno a él. Ln
investigador de las localizaciones cerebrales arran­
cará su exposición histórica del momento en que
sobre ella existieron hechos objetivos científicamen­
te recogidos y comunicados: desde Broca, o a lo
sumo desde Bouillaud o Dax. Otro sobre tuberculo-
74
sis comenzará por las necropsias de Laënnec o por
alguna observación de Morgagni. Alguna vez se ci­
tará un hallazgo casual consignado en el Corpus
Hippocraticum, en Celso o en Galeno; pero sólo
cuando el dato antiguo se refiera a un hecho. Todo
lo demás, consideraciones antiguas, teorías patoge-
néticas, actitudes pretéritas frente al tema en cues­
tión, son abandonadas como fábula despreciable o
recogidas como divertida curiosidad de erudición.
¿Qué bacteriólogo se entretiene en pensar si tienen
o no sentido histórico las fantásticas opiniones de
Jahn, el médico romántico, sobre los gérmenes mor­
bosos? ¿Qué farmacólogo se ocupa de comprender la
mística telúrica de la terapéutica paracelsista? ¿Qué
clínico considera las curaciones que la historia o
la leyenda atribuyen a los cultos dionisíaeos de las
montañas tracias? (*).

(*) Un ejem plo inm ejorable de la interpretación positivista


de la H istoria de la Medicina nos la dan los siguientes párrafos
de M agendie: “Las ciencias naturales han tenido, como la histo­
ria, sus tiempos fabulosos: la astronomía empezó por la astrologia;
la quím ica no era otra cosa que la alquim ia; la física no ha pasa­
do en mucho tiem po de ser una vana reunión de sistemas absur­
dos, etc.; y de esta suerte continuaron hasta el siglo xvn, en que
apareció Galileo, y en pos de él una m ultitud de descubrimientos
asombrosos que enseñaron al inundo que para conocer la natura­
leza era preciso observarla c interrogarla, sobre todo por medio
de experimentos. Esta filosofía fecunda fue la de Newton.
El objeto principal que me he propuesto al escribir esta obra
no ha sido otro que el de contribuir a cambiar el estado de la
fisiología o, en una palabra, el de hacer lo posible para que se

75
Por otro lado, el investigador científico tiene la
evidencia de que su trabajo no cierra otros futuros
posibles. Sabe que tras él vendrán generaciones y
generaciones de operarios de la Ciencia, los cuales
llevarán adelante, en indefinido progreso, el hu­
mano saber sobre aquella materia. ¿Hasta cuán­
do? Muchos no piensan en ello. Otros muchos han
creído o creen todavía en un estado final en que
el hombre, por virtud de la obra científica preté­
rita y comunal, llegue a conocer todo lo humana­
mente cognoscible; lo suficiente, por ejemplo, para
reducir el diagnóstico médico a unas cuantas leyes
naturales enteramente abarcables por el espíritu hu­
mano. Para que nadie objete que aquí se “inventa
el maniqueo” y para no apelar a los copiosos tes­
timonios del siglo pasado, léase a Loeb 12, Lu-
barsch 13 y Ricker 14, como muestra de recientes
actitudes científico-naturales y progresistas —clara
o larvadamente— en orden a la biología, a la pa-

realice en ésta la feliz renovación que han experim entado las cien­
cias físicas... No pasarán muchos años sin que la fisiología, íntim a­
mente unida con las ciencias físicas, no dé un solo paso sin el
socorro de éstas, adquiriendo el rigor de su método, la exactitud
de su lenguaje y la certidum bre de sus resultados.
No tardará en seguir la misma dirección la medicina..., y verem os
desaparecer de este modo todas esa9 explicaciones falaces, que,
alim entadas por la ignorancia, hace tanto tiempo que la desfigu­
ran.” (El subrayado es de Magendie. El párrafo ha sido citado se­
gún el Ensayo sobre la Filosofía Médica, de Bouillaud, trad, esp.,
M adrid, 1841, pág. 62.)

7 6
tología y a la fisiopatologia. La literatura optimis­
ta anglosajona, sobre todo norteamericana lu, ofre­
cería a este respecto material abundante. La utopía
de un estado final de ciencia perfecta y felicidad
a ella debida todavía sigue alentando en el hombre
como en el siglo xvm .
La actitud del investigador científico ante la
historia de su saber podría, pues, reducirse a estos
términos :
1. ° Valora la acción del tiempo en cuanto ad­
mite que su trabajo continúa, perfecciona o anula
otros anteriores científicamente concebidos o eje­
cutados.
2. " Esta valoración positiva del pasado sólo co­
mienza desde que aparece en la historia del pen­
samiento humano la “Medicina científica” y el hom­
bre se atiene en su saber a la pura observación de
hechos y a la experimentación; es decir, desde que
han surgido en la Historia el positivismo científi­
co o sus indicios germinales. Hipócrates, Sydenham
o Morgagni, por ejemplo, son considerados como
“precursores”.
3. ° Su trabajo presente es aislado eslabón de
una serie definida en su comienzo, pero indefini­
da en su término. El tiempo condiciona el saber
en el sentido de ampliarlo y mejorarlo continua­
mente. Deliberadamente o no, ese término indefi­
nido y ahistórico coincide con una creencia utópi-
7 7
ca en un estado final de saber humanamente per­
fecto.
Hay aquí, ciertamente, un enlace entre el saber
y la Historia, y en este sentido no es enteramente
exacto llamar ahistórica a tal actitud. Sin embargo,
la historicidad en ella implícita es falsa en su más
íntima raíz. No es preciso esforzar la atención para
descubrir aquí una perduración del progresismo de
un Condorcet, para el que la perfección sucesiva
del hombre llega basta el final acabamiento del pla­
neta o —más directamente— del positivismo com-
tiano. Todos los elementos de la filosofía de Com­
te se encuentran reproducidos: el empirismo natu­
ralista y antimetafísico, la evolución de la sociedad
humana hasta y desde su positiva tercera etapa, la
creencia mítica en un estado final de saber positi­
vo perfecto. El médico científico ve la Historia de
la Medicina casi siempre a través del Discours sur
l’Esprit positif , aunque muchas veces ni siquiera le
haya saludado el tejuelo. El atenimiento al puro
hecho de experiencia es cosa demasiado obvia para
insistir nuevamente sobre ella; para Comte y para
el médico científico, “lo que no es un hecho obser­
vable por los sentidos no es real” 10. Sobre la con­
sideración de todo pensamiento teológico o metafi­
sico como pura fábula, una vez alcanzado el terce­
ro y postrer período de la ciencia positiva, también
queda dicho bastante. Más aún: también la utopía


expresa se da a veces en Ja Medicina científica mo­
derna, por extraño que esto suene en muchas men­
tes poco reflexivas. Pensemos, por ejemplo, en la ilu­
sión utópica que arraigó en alma tan lúcida y genial
como la de Pablo Ehrlich cuando creyó tener en
el 606 la “therapia sterilisans magna”, una subs­
tancia capaz de curar con una sola inyección todas
las enfermedades infecciosas. Si se medita un mo­
mento se verá aquí —traducida al fáustico y racio­
nal optimismo del progresista— la utopía medieval
y mágica, tal vez gnóstica, de la panacea. El x-elám-
pago de actualidad científica y de fama que gozó
Voronoff denotaba, simplemente, la creencia en que
por medios empírico-racionales y a través del pro­
greso científico podía el hombre ya conseguir su
permanente sueño utópico de una juventud eterna
o cuasi-eterna. Goethe, ciertamente, no se hubiese
pasmado. En el campo de la utopía estaban tam­
bién aquellos ingenuos y provectos médicos espa­
ñoles que ideaban explicaciones neurologicas a las
curaciones de Asuero (el propio Asuero no era pre­
cisamente utópico), y sobre el mismo suelo del op­
timismo racionalista y creyente asienta en buena
parte la fe en un futuro de la humanidad libre de
enfermedades hereditarias a marced de la esterili­
zación de los enfermos fenotípicos. El mismo Cajal
no se vió libre de alguna utopía científica sobre
base neuronal.
79'
Apenas es hoy necesario hacer una crítica del po­
sitivismo comtiano. La falsedad de su empirismo
viene declarada por la misma filosofía positiva;
nada más antiempírico, por ejemplo, que el equívo­
co de los faits généraux por ella invocados, o la me­
tafísica larvada de su Grand-Être. Su interpretación
naturalista de la dinàmica social —de la Historia,
hablando en cristiano— quedó derrocada en cuan­
to Lotze primero, Dilthey y Windelband después,
afirmaron incuestionablemente la autonomía de lo
histórico frente al mundo de la Naturaleza. Tal vez
convenga apuntar, sin embargo, algo que la investi­
gación sociológica moderna parece demostrar con
orientadora luz, a saber: el carácter primario y an­
terior de la utopía en la visión progresista de la
Ciencia y de la sociedad. Más sencillamente: no es
el progresismo una idea consecutiva a observar de
hecho el real progreso de la ciencia racional-natural
y la técnica post-renacentista, sino una utopía mí­
tica que se adueña de los espíritus europeos desde
la segunda mitad del seiscientos, y sustituye a las
que sirvieron de sustrato en las guerras de religión.
Dilthey 17 ha descubierto en Pascal tiernos brotes de
conciencia progresista. De otra parte, la clara mira­
da de Windelband descubrió que toda la filosofía
de la Historia comtiana “es meramente una cons­
trucción para sus fines reformadores” 18 —esto es.
utópicos. El fino deslinde entre la ideología y la

80
utopía establecido por K. Mannheim se basa, en bue­
na parte, justamente en el carácter transformador,
reformador de la realidad histórico-social que dis­
tingue a esta última 19, y el mismo Mannheim y Hans
Freyer 20 lian puesto en evidencia el mítico utopis­
mo primario del racionalismo progresista, así en su
raíz girondina —Condorcet en su forma más pura,
mas también Comte-— como en la germánica de Les­
sing y Bengel. Tampoco es necesario esforzarse en
demostrar la ahistoricidad de esta postura positivis­
ta frente a la misma Historia. No sólo porque tras­
pone al mundo histórico, con evidente ilicitud, los
métodos de la ciencia natural dominante, sino —so­
bre todo— por otra razón que estimo definitiva. El
progresismo explica y entiende la Historia desde una
idea mítica (sociedad positiva, estado final, quilias-
mo histórico del optimismo racionalista), sin concre­
ción temporal ni espacial (su espacio y su tiempo
son el tiempo y el espacio “apetitivos” que Doren
señala al mito y a la utopía vigentes en la Histo­
ria 21). y, por tanto, ahistórica. El mal no está ahí,
sin embargo; también la visión cristiana de la His­
toria parte de una idea sobrehistórica, como es la
economía de la Redención. Pero la concepción cris­
tiana introduce la idea sobrehistórica en la teoría
del acontecer universal con plena conciencia de su
ahistoricidad —de su sobrenaturalidad— y, por tan­
to, a merced de la creencia; al paso que el progre­
81
sismo pretende fundarla en la pura naturalidad, en
el suceder histórico de tejas abajo, a merced de la
observación objetiva. Hay aquí un evidente contra­
bando del pensamiento.
No es difícil vislumbrar todo este trasfondo ideo­
lógico por debajo de las habituales historias de la
Medicina. El esquema comtiano de los tres estadios
en la evolución de la Humanidad aparece claramen­
te en las exposiciones habituales. A la etapa teológi­
ca corresponde la medicina teùrgica y sacerdotal; al
período metafisico de la Historia, los sistemas teóri­
cos de la Medicina: metodismo, galenismo, iatrome-
cánica, stahlismo, brownismo, etc.; a la era positiva ,
la Medicina “verdaderamente científica” : la que co­
mienza, por ejemplo, en Bichat, Laënnec y Magen­
die y encuentra nunciales vagidos acá y allá, en Hi­
pócrates, Vesalio, Harvey o Morgagni. Una lectura
atenta de los libros de Sprengel, Haeser, Daremberg,
Wunderlich, Neuburger, Castiglioni, etc., descubrirá
en todos este tácito esquema. No escapa a él tampo­
co el de Sudhoff, a pesar de la posición crucial que
en la historiografía médica más reciente ocupa el
gran maestro de Leipzig y del final earlyliano de sus
páginas, y le cumplen paradigmáticamente los trata­
dos anglosajones, así el conocido de Garrison como
la reciente monografía de R. H. Shryock sobre el
desarrollo de la medicina moderna. En esta última
aparece otra vez con cierta claridad —taxativa y sig-

8 2
ìiificativamente enlazado con el nombre de Condor­
cet— el momento utópico del progresismo 22. El con­
trapunto, también por el lado anglosajón, lo da el
desengañado pesimismo de un Peyton Rous frente
al problema estadístico de la mortalidad 23.
Antes apunté que la . obra historiogràfica de
K. Sudhoff marcaba en la Historia de la Medicina
el albor de un tiempo nuevo. Sus trabajos sobre la
medicina medieval, realmente decisivos para rom­
per el viejo molde progresista, han empezado a mos­
trar que también en Medicina 6e cumple la profun­
da sentencia de Ranke, según la cual toda época
está igualmente cerca —inmediatamente, decía él—
de Dios. El impulso de Sudhoff y su copiosa labor
—Sudhoff es algo así como el Ranke de la Historia
de la Medicina—■han germinado en la actividad re­
novadora de P. Diepgen y de H. E. Sigerist. Diepgen
ha cultivado concienzudamente y lleno de real sen­
tido histórico casi todos los períodos de la Medici­
na 24. El trabajo de Sigerist, agudo y brillante, col­
mado de ocurrencias de excelente solera histórica,
se mueve en las márgenes del “dilettantismo” ; pero
durante su docencia en Leipzig como sucesor de
Sudhoff supo crear en torno a la Historia de la Me­
dicina un círculo de interés tan vivo y actual como
quizá no haya existido jamás 25. Con Diepgen y Si­
gerist penetra decididamente la historiografía médi­
ca una estimable visión de la Historia. El problema
83
está ahora, puesto que la autéatiea Historia ha co­
menzado a llegar al historiador de la Medicina, en
dar acabamiento a la otra iniciada; pero, sobre todo,
en que la Historia llegue en medida justa también
al médico.

2. Historisi»o y Medicina.

Los últimos párrafos, obligada consecuencia tras


una .exposición crítica del progresismo médico, nos
han conducido a un nuevo campo. Recordemos las
etapas anteriores: negación total de la Historia por
parte del mero profesional del ejercicio médico,
ahistoricidad en la visión anecdótica de la Historia
de la Medicina, falsa historicidad del progresismo
positivista. Ahora nos encontramos ya a la vera de
un historismo médico verdadero, y se nos levantan
una serie de interrogaciones. ¿En qué consiste esen­
cialmente la auténtica historicidad de la Medicina?
¿Cómo se expresa en orden a la historiografía y al
puro saber médico? ¿Cuáles son sus peligros? En
las líneas que siguen voy a intentar alguna precisión
dentro del marco de tales preguntas.
La inquietud por la Historia como Historia, tan
evidente ya en el siglo xvm (Vico, Voltaire, Turgot,
Herder, Condorcet), pasa al xix a través de dos hi­
los diferentes. Uno conduce a Comte, y a él se anu­
dan todos los intentos por colegir las “leyes natura-

84
les” de la Historia: savoir pour prévoir et prévoir
pour pourvoir es el conocido lema. La acción míti­
ca de las predicciones astronómicas estaba próxima,
y no en vano el Discurso sobre el espíritu positivo
se publicó como prólogo a un tratado de Astrono­
mía. Por este lado, la preocupación por la Historia
se derrama por los cauces de la Ciencia Natural. Otro
hilo lleva a Hegel, y con él la Historia pierde su
fresca aquendidad, se idealiza y acaba por conver­
tirse en evolución dialéctica del Espíritu; es decir,
por no ser ya Historia real y singular (*). Mientras
tanto, la investigación histórica y filológica de fuen­
tes y archivos sigue su curso incesante y amenaza de­
jar limitado el saber histórico a una edición minucio­
sa y depurada de testimonios o —a través de la es­
cuela histórica de los Savigny, Grimm, etc.— en una
investigación genética respecto a la formación tem­
poral de los diversos saberes: el Derecho, el Arte,
las Letras. Ya el Conde de Yorck, en su correspon­
dencia epistolar con Dilthey, observó con gran pers­
picacia que la escuela histórica no bacía historia
propiamente tal. a pesar de su nombre, sino una
“construcción estética” de anticuario; seguramente
distinta de la “construcción mecánica” del falso his­
toriador naturalista, mas en todo caso paralela a ella

(*) Sobre la relación entre el positivismo de Comte y el idea­


lismo de Hegel, sobre la cual he oído insistir con vigorosa pene­
tración a X. Z nl'iri, no pncdo ni debo ocuparme aquí.

8 5
y distante de comprender realmente lo que el fenó­
meno histórico sea 2<s.
En este punto comienza todo un movimiento in­
telectual con el propósito de aprehender en su ver­
dadera realidad el apremiante suceso de la Histo­
ria. Lotze intenta fundir en una sola concepción el
positivismo mecanicista y el mundo de la libertad;
todo un libro hay en su Mikrokosmos dedicado a la
Historia como reino de la libertad y a discutir su
sentido . Dilthey delimita el campo de las Ciencias
del Espíritu, señala la posición central de la Histo­
ria entre ellas y proyecta una antropología, una on­
tologia y una teoría del conocimiento nuevas y or­
denadas al mundo histórico. A la “crítica de la ra­
zón pura” contrapone la “crítica de la razón histó­
rica”, y de ella hace el empeño de su vida 28. Win­
delband, en un famoso discurso rectoral, deslinda
metodológicamente la Naturaleza y la Historia :
aquélla, con su método nomotético, aprehende leyes
generales; ésta, mediante su proceder idiográfico,
capta figuras individuales 29. Simmel precisa la es­
pecificidad y el alcance de la comprensión de lo in­
dividual como modelo del conocimiento histórico y
discute la posibilidad de fundar la Historia sobre
la base de la psicología diltheyana 30. Troeltsch sis­
tematiza como nadie las posiciones ante la Historia,
define el historismo, siente la angustia del hombre
actual, sometido a su inexorable influjo, y trata en

86
vano de superarlo 3l. Riekert prosigue la obra de
Windelband en un libro clásico S2. Meinecke inves­
tiga la génesis del historismo y ensaya también una
actitud para vencerle, sin negarle... 33 La mente y el
quehacer del hombre actual están empapados de
Historia. Siente como nunca sobre su vida el peso
de todo lo vivido, y sobre su pensamiento el eco
opresor de todo lo pensado. Se sabe tan hijo del pa­
sado, que a solo al pasar reduce su sustancia, y no
al modo heraclíteo, sino de otro más profundo y
amenazador. Ahora no sólo fluyen las cosas en el
marco de una ley que ordena la universal fluencia;
ahora se nos dice que suceden los hombres, sin más
ley que saberse lanzados y no saber por quién, sin
más camino cierto que el de una muerte, frente a la
cual no sabemos si tiene sentido preguntarse por su
“más allá”. ¿Qué raro beleño es este del historismo,
qué criatura del hombre ésta que le arrebata hasta
la seguridad del suelo?
Por lo pronto, la pura consideración externa o
metodológica de la Historia, al modo de Windelband
o de Rickert, no puede agotar el problema. Comien­
za a tocar su meollo aquello de Troeltsch: el hom­
bre actual “obtiene de la contemplación de lo acon­
tecido y de las líneas rectoras en ello contenidas in­
citaciones decisivas para su concepción del mundo
y de la vida”. Historismo vale tanto, pues, como in­
terpretación histórica “de todo nuestro pensamien-
8 7
to sobre el hombre, su cultura y sus valores” 34. Algo
le faltó todavía a Troeltsch para llegar hasta el ver­
dadero centro, a saber: el descubrimiento de que la
historificación de todo pensamiento sobre el hom­
bre lleva implícita la historificación del hombre mis­
ino. No es sólo que el hombre poseído de una con­
ciencia histórica se halle “nutrido del pasado”, como
Meinecke dice, sino que ese hombre, a fuerza de
nutrimento histórico — sit venia verbo—--, se mira
a sí mismo y no descubre en su existir otra cosa que
historicidad. En el proceso que va desde Dilthey a
Heidegger se cumple este radical itinerario en la
historificación de la cultura y del hombre: el pen­
último capítulo del Sein und Zeit es su término. Se
comenzó por idear una filosofía de la vida humana
que hiciese a ésta capaz de comprender la Historia,
y la Historia se ha tragado a la vida misma. No sólo
en el mito devora Cronos —el tiempo, la Historia—
a sus hijos.
Para mejor entendimiento de lo anterior y de
lo ulterior, para más fácil transposición de lo
puramente histórico a la Historia de la Medicina,
será bueno reducir a una ordenación esquemática
—arrostrando el seguro riesgo de no ser comple­
to— los principios fundamentales del histerismo :
l.° La antinomia entre singularidad y totali­
dad .—El hecho histórico es singular por esencia. Ca­
rece de sentido, por lo tanto, pretender reducirle a

88
Ieye9 más o menos generales, a especies o a géneros.
César es, pura y simplemente, César; y me quedo
con la cáscara del suceso humano e histórico por ese
nombre conocido, singular en el tiempo y en el es­
pacio, si le convierto en prototipo del cesarismo o
le considero un hecho surgido por virtud de ciertas
leyes sociológicas necesarias. La teoría humoral hi-
pocrática, como realidad histórica, sólo se ha dado
y puede darse una vez, y los neohipocratismos hu­
morales no repiten el hipocratismo, suceso histórico
singular, sino lo que de genérico pudiese haber en
él como actitud humana. El tenor podrá bisar la ro­
manza; pero la primera romanza, como hecho his­
tórico, no puede ser repetida. Rickert ha expresado
esto muy agudamente comparando la descripción
famosa de la formación del polluelo a partir del
huevo que hizo Carlos Ernesto von Baer y la que
trazó su contemporáneo Ranke de los Papas roma­
nos en los siglos XA?i y xvn. La primera expone un
proceso natural, y se refiere a todos los polluelos
que existieron, existen y existirán. Ranke, en cam­
bio, tiene que singularizar cada caso, narrando cuan­
to de peculiar tuviese. Ciertamente, podría buscar
lo que de común hubiera en todos ellos y formar
luego una definición de “Papa” ; pero esto equival­
dría, sencillamente, a no hacer historia.
Con esta inesquivable singularidad del suceso his­
tórico va enlazada dialécticamente la exigencia de
totalidad que el mismo acontecer histórico tiene.
Como escribe Meinecke: “Todo ser histórico... qui­
siera ser otra cosa distinta de la que realmente es.”
Es imposible comprender el suceso histórico sin en­
lazarle mediante una sutil y compleja red de cone­
xiones con todos los hechos de la realidad históri-
co-social que le acompañan y le preceden en el tiem­
po. Usando expresiones de Dilthey: todo suceso his­
tórico se halla incluido por esencia en una conexión
estructural formada por la delicada trama de reali­
dades vivas y espirituales que le envuelven y le co­
determinan. Es imposible describir la singularidad
psicológica de un hombre sin comprender profun­
damente la serie de realidades espirituales: familia,
Estado, Religión, trabajo social, etc., en las cuales
habita y de las cuales vive su alma. Del mismo modo,
no puede entenderse con real entendimiento histó­
rico la terapéutica hipocrática sin una comprensión
viva de la filosofía natural jónica, del kalos kagathos
como ideal antropológico griego y de la religión apo­
línea.
Ni siquiera esto basta; porque la trabazón del he­
cho histórico singular con su ámbito espiritual no
es sólo una estática conexión estructural. La vida y
el acontecer histórico-espiritual deben considerarse
como conexiones dinámicas (Wirkungszusammen­
hänge), en las que la dynamis no es ya una fuerza
reductible a la ley causal-cuantitativa, como suce-

90
rie en las conexiones causales de la naturaleza —por
ejemplo, un sistema planetario o un flujo hidrodi­
námico—, sino una actividad viva y creadora “que.
conforme a la estructura de la vida psíquica, engen­
dra valores y realiza fines'1'’ (Dilthey). La conexión
dinámica de la Historia no sólo apresa en su delga­
da trama seres, mas también significaciones y senti­
dos que se mueven y coinfluyen en el tiempo, a ca­
ballo de sus portadores y titulares: los individuos,
las comunidades y los sistemas culturales. De tal
manera, que “cada acción, cada pensamiento, cada
creación comunal, en una palabra, toda parte de
un todo histórico —de una época— recibe su signi­
ficación de sus relaciones con el total de su época” ;
y. a través de los valores y fines de ésta, con el pasa­
do y con el futuro, con el entrevisto ayer y con el os­
curo mañana. En la terapéutica telúrica de Paracel­
so están impalpablemente presentes la filosofía na­
tural renacentista y la alquimia medieval, la càbala
y la gnosis, la poesía de Petrarca y el amor francis­
cano a la “hermana Tierra”, y tenuemente presenti­
dos van Swieten y Pablo Ehrlich.
2.° La antinomia entre la justificación autóno­
ma y el sentido creador y evolutivo de la obra his­
tórica.—El hecho histórico, por razón de su singu­
laridad esencial, se justifica por lo que en sí mismo
sea, dentro de su relación viva con la total conexión
estructural a que pertenece. Carece de licitud histó­
91
rica decir, por ejemplo, que la terapéutica hipocrá-
tica está más atrasada que la del siglo xix, o que el
estado de los Reyes Católicos era menos perfecto
que el de Napoleón. Vuelvo a recordar lo de Ran­
ke: toda época histórica está igualmente cercana a
Dios; para la salvación del hombre, todos los siglos
son escabel de igual altura. Lo cual no quita que en
el dominio de lo técnico exista un progreso acumu­
lativo: el error vendría sustituyendo el plus de la
acumulación por el melius de la cualificación. Una
hiladora mecánica rinde más, pero no mejor que
la rueca, y un médico actual, por el solo hecho de
ser actual, no es mejor que Hipócrates o Sydenham,
aunque prescriba neosalvarsán y suero antidifterico.
El mejor y el peor no puede establecerlos el histo­
riador para sucesos o personas históricamente dis­
tintos; eso queda para los ojos de Dios, único que
tiene posibilidad de comparar lo que cada Rey o
cada médico hayan sido con relación a la idea so­
bretemporal de lo que un Rey o un médico deben
ser, con el arquetipo ideal de todas las diversas sin­
gularidades y tipos diversos que a los ojos del hom­
bre y del historiador aparecen. El historiador hieto-
rista, si cabe esta redundancia, se ha de limitar a
comprender al hombre y a su hazaña dentro de su
conexión dinámica.
Por otro lado, el hecho histórico se señala por ser

92
creador y tener, por tanto, un sentido evolutivo (*).
El hecho natural carece de sentido, a no ser que esta
palabra se limite a marcar direcciones vectoriales.
Es absurdo, por ejemplo, preguntarse por el “sen­
tido” que para la piedra pueda tener moverse den­
tro de un campo gravitatorio. En cambio, el hecho
histórico - -humano— lo tiene siempre. Que Cer­
vantes escriba un libro o que Napoleón decida una
campaña son hechos abiertos hacia el futuro que
despliegan muchedumbre de posibilidades. Aquí ya
no es ocioso preguntar por el sentido que para Na­
poleón o para Cervantes tenían sus actos ni el que
tienen para su inmediata posteridad. Los dos tienen
una intención histórica, tienden hacia un futuro, y
de su acción ulterior depende incuestionablemente
lo que de ellos se diga.
Obsérvese la antinomia. De un lado, el hecho his­
tórico se justifica históricamente por lo que pudié­
semos llamar la sección transversal de su coyuntura
histórica: su central singularidad y la conexión es­
tructural en que se halla envuelto. De otro, adquie­
re sentido por su necesario despliegue hacia todos
los tiempos que le siguen, y esa acción a distancia

(*) La palabra evolutivo no viene ahora empleada en sus ha­


bituales sentidos progresista, biológico o hegeliano. Tal vez fuese
preferible sustituirla por el térm ino prospectivo, más neutro res.
peeto a la mera significación actual: el despliegue hacia el futuro
romo constitutiva propiedad de lo histórico.

93
codetermina su comprensión y su estimación. Gale­
no no es sólo el médico helenístico que ejerce en
Roma, sino una veta de acción histórica desde en­
tonces hasta nuestro tiempo y hasta que de su nom­
bre quede recuerdo. Y, mutatis mutandis, lo mismo
puede decirse de la más humilde figura humana
que haya actuado en la comunidad histórica de los
hombres.
3.° Todo lo anterior encierra una afirmación
mucho más grave y decisiva: la historicidad del
hombre. En el capítulo precedente hice una intro­
ducción a esta idea desde el punto de vista de la an­
tropología. Vistas las cosas desde la Historia misma,
ofrecen un cariz infinitamente más inquietador.
Sólo la Historia-—*« historia, que vale tanto como
decir la Historia, porque su microcosmos refleja el
macrocosmos del acontecer entero— permite cono­
cer a un hombre; conocerle tal como es en sí, sin
deformaciones genéricas ni contagio por categorías
naturalistas, con aquella “inmaculada cognición” de
que hablaba Nietzsche. “La naturaleza del hombre
es siempre la misma; mas lo que de posibilidades
de existencia haya contenido en ella nos lo trae a
luz la Historia”, escribía Dilthey ' Lo que en rea­
lidad sea el Juan que tengo delante me lo dice ex­
clusivamente -—como una pura significación, como
un sentido — la melodía de su quehacer temporal,
de su suceder, y toda tentativa de atribuirle el géne-

94
ro lógico de una johanniutas intemporal es pura fic­
ción, porque la lógica de géneros y especies no con­
viene a la vida (*). Pero todo lo que ese hombre
hace —hablar, escribir, trabajar o amar— es inci­
tado por la conexión dinámica propia de la época
que respira, y pasa inexorablemente, al realizarse,
por el cedazo de la misma coyuntura lustórico-espi-
ritual. Sólo a través de la atmósfera podría ser es­
tudiada la Tierra desde Marte. Sólo a través de la
Historia, análogamente, puedo conocer al Juan que
tengo delante.
Véase el dilema. Puedo, es verdad, mirar al hom­
bre como un ser de la Naturaleza, como una cosa
natural y objetiva, para acabar viendo que su reali­
dad gravitante y tangible se me disuelve en reaccio­
nes químicas o leyes físicas: en una mera relación,
que esto es la masa para el físico. Duro precio el de
esta menguada objetividad, que lia comenzado por
renunciar a saber todo lo que de íntimo, singular y

(*) Puede verse una fina, aunque insuficiente, crítica del puro
atenimiento a lo histórico desde el punto de vista de una teoría
de la personalidad humana en la Etica, de Scheler. “No puede ser
nunca referida la persona, ya a la X de un m ero punto de emer­
gencia de actos, ora a una suerte cualquiera de mera conexión o
tram a de actos, como suele intentar un género de la llam ada con­
cepción actualista de la personalidad, que quisiera com prender el
ser de la persona (ex operari sequitur esse) partiendo de su hacer”
(l. pág$. 398-99). La persona es un “ser concreto” ; pero luego
niega Scheler real consistencia a dicho ser. Más adelante se volve­
rá sobre esta cuestión.

9S
valioso hay en la existencia humana. Y si quiero
comprenderle en su singularidad histórica, entonces
se me escapa de entre las manos toda su posible ob­
jetividad. La comprensión de la Historia, según su
peculiar realidad, me ha conducido a definir al
hombre como ser histórico, y el problema de su va­
lidez objetiva queda entonces vacío de todo sentido.
Del hombre, como ser natural, no podemos decir si
ama o si sufre; sólo nos cabe medir la cantidad de
urea o de glucosa en su sangre o el umbral de sus
sensaciones; del hombre como ser histórico sabe­
mos si amó o sufrió; pero su amor y su dolor se nos
agotan en la urdimbre fugaz de una conexión diná­
mica. El hombre penetrado de historismo se con­
vierte en un cazador de sombras huidizas y tempo­
rales, no conoce valor ni norma seguros. Otra vez
resuena en el mundo la voz agustiniana: Non satia­
bor de temporalibus... (*).
Ahora se nos aparecen claras la grandeza aluci­
nante y el peligro abismal del historismo. Por vir-

(*) Después de escritas y compuestas estas páginas (diciem bre


de 1940 y enero de 1941) apareció el pequeño libro de Ortega Ea
fi istoria como sistema y Del Imperio Romano, Revista de Occi­
dente, M adrid, 1941. La segunda parte del prim er ensayo es justa­
mente exposición cuasi-sistemátioa de una antropología radical­
mente historista. F.l hom bre queda reducido en ella a un “poder
ser” y a un “ir siendo”, sin contaminación alguna por parte de la
ontologia tradicional parm enideo-aristotéliea. Véase mi reseña cri­
tica del citado libro en la revista Escorial, III, ntim. 7, pág. 304.

06
lud de una despierta conciencia histórica, el hom­
bre actual siente entrañablemente que su vida re­
coge en su finísimo cañamazo de vivencias, estima­
ciones, pensamientos y acciones —siquiera sea en
tenue recuerdo—, todo lo que el hombre vivió, es­
timó. pensó e hizo desde el comienzo de los tiempos.
El singular microcosmos humano no se limita ahora
a reproducir espacialmente todo el orden del univer­
so físico; alcanza también a reflejar, con sentido
personal y proyección futura, el entero cosmos del
•acontecer histórico. Esta hermosa plenitud de la vida
humana tiene como reverso la más angustiosa fragi­
lidad de la existencia: el puro relativismo de todo
saber y de toda norma. Si yo sólo puedo conocer a
través de la Historia y de mi historia, si no hay po­
sibilidad de saberes o de normas extrahistóricos, en
tonces toda verdad se relativiza a una época, y el
bien y el mal difluyen y se confunden. La Filosofía
se convierte en una historia de las actitudes filosófi­
cas. la Religión en una estructura histórico-social
llena de mudable contenido y el hombre en algo que
varía con las épocas o las generaciones. Nietzsche vió
muy temprana y agudamente esta consecuencia del
historismo: “Si imagináis a un hombre de ochenta
mil años, habréis de atribuirle un carácter absolu-
mente variable; en él se desarrollaría sucesivamen­
te una multitud de diferentes individuos ’ 3G, y el
mismo Dilthey, con motivo de sus setenta años, de­
97
cía: “La relatividad en todo género de conceptos
humanos es la última palabra de la visión históri­
ca del mundo: todo fluyendo en un proceso y no
permaneciendo nada.” Como ha escrito Heinemann,
poniendo un desesperado responso a estas palabras:
“Toda relación viva con Dios y con el cosmos mue
re aquí” :i7.
4.° La vida de cada hombre, misteriosa y singu­
lar, adquiere figura histórica en el medio temporal
dentro del cual le fué dado su nacer y su morir. Los
recodos del camino mudan permanentemente, se­
gún épocas, generaciones e individuos, y con la di­
versidad del tránsito se hace también diversa la ex­
periencia. “De las cambiantes experiencias vitales
brota, preñada de contradicciones, la faz de la vida,
y a una aprehensión enderezada hacia la totalidad
le ofrece a la vez vivacidad y ley, razón y arbitrarie­
dad, y siempre nuevas facetas; tal vez claramente en
el caso aislado, pero con oscuro misterio en su con­
junto” is. Cada experiencia vital reúne en su estruc­
tura cuanto a los fines histérico-sociales del hombre
conviene: religiosidad y saber, fruición estética y
economía, trabajo y estimación. ¿Qué pueden ha­
cer, frente a esta multiplicidad de personales micro­
cosmos del espíritu, el historiador y el hombre de
ciencia?
Todavía les queda, dice Dilthey, una tarea: orde­
nar, sistematizar las distintas posturas históricas se­

98
gún sus analogías y contrastes. Cada experiencia vi­
tal es una concepción del mundo. Una empresa cien­
tífica es, por lo pronto, investigar si existe una es­
tructura general de ese delgado y cambiante tejido
de saberes y vivencias. Viene luego el empeño de or­
denarlas en tipos, y este es el último quehacer del
historismo. El filósofo penetrado de conciencia his­
tórica agota su obra en la tipología. Dilthey mismo
ha establecido los tres tipos fundamentales históri­
camente dados en la visión del mundo y de la vida
propia de la cultura europea; son el naturalismo, el
idealismo de la libertad y el idealismo objetivo, se­
gún dominen el entendimiento, la voluntad o el sen­
timiento en la total estructura de la experiencia vi­
tal. Cada uno de ellos representa un típico modo hu­
mano —repetido con infinitas variaciones melódicas
a través de épocas, generaciones e individuos— de
ver y entender la religión, la metafísica y la poesía.
Demócrito, Lucrecio, Epicuro, Hobbes, los enciclo­
pedistas, Comte, todos ellos son realizaciones indivi­
duales, diversamente configuradas, del hombre na­
turalista. Platón y la filosofía cristiana, Kant y
Fichte, representan tipos del idealismo de la liber­
tad y afirman la soberanía de la voluntad sobre la
causalidad del cosmos. Heráclito, Leibniz, Goethe,
Schleiermacher y Hegel son otros tantos ejemplos
del hombre contemplativo y estético, que acaba por
fundirse con el mundo en una suerte de universal
99
simpatía. Spranger y Jaspers lian continuado agu­
damente esta obra tipológica de Dilthey, como Hei­
degger agotó ontològicamente sus ideas —y las del
conde de Yorck— sobre la historicidad del hombre.
He aquí el término del historismo. Puede des­
conocerse la Historia, mas entonces el hombre deja
de serlo realmente para convertirse en un instru­
mento de costumbres. Puede considerarse optimis­
tamente la Historia y el tiempo como camino del
progreso, y así se ha venido haciendo en los últimos
siglos; pero la dureza del suceder real desvanece la
inmediata alegría y muestra la falsedad radical del
mito progresista. Otras veces son el tiempo y la His­
toria los testimonios de la imperfección humana, la
corriente que inexorablemente nos separa del bien
que fué. El viejo Cronos arranca con uña implaca­
ble trozos del ser de las cosas, las hace caducas, las
consume. Así vieron a la Historia el romántico y el
tradicionalista a lo Bonald (*); pero nuestra vida
nos ata con ligadura irrenunciable al presente y nos
obliga a mirar, también con esperanza, al luturo.
Por fin, una comprensión de la Historia, según lo
que ésta realmente sea, nos conduce a un desampa­
rado relativismo, con la sola consolación de la tipo­
logía como asidero. ¿Debe ser esto así? A la luz de

(*) La escasa im portancia que desde el punto de vista de la


H istoria de la Medicina tiene la consideración rom ántica de la His­
toria, ine ha movido a no considerarla in extenso.

100
lo que la misma Medicina, como historia, nos ense­
ñe, se intentará buscar una posible vía de salvación.

Esta es ahora la pregunta inmediata: ¿Tiene ver­


daderamente relación el histerismo con la Historia
de la Medicina y con la Medicina misma? Me atre­
vo a declarar que sí. En cuanto la Medicina posee
un flanco tributario de las Ciencias del Espíritu,
ofrece seguro pábulo al insaciado diente del histo-
rismo. Esto no es extraño, y algunas sugestiones han
sido hechas en abono de tal aserto a lo largo de los
párrafos anteriores. Tal vez suene más extrañamen­
te mi convicción de encontrar en la Medicina y en
su Historia una triaca eficaz contra la congoja que
el histerismo ha traído al hombre moderno. Cogni­
tio hominis ut sanabilis, decía de la Medicina nues­
tro Piquer. Pretendo ahora confirmar esta tesis, y
quisiera sanar al hombre del mal del tiempo —del
histerismo—, haciendo medicina de la Medicina.
Dividiré para ello la exposición en dos partes:
una enderezada a mostrar someramente las actuales
y legítimas zonas de infiltración de la Historia en
el corazón de la Medicina. La segunda irá en apar­
tado especial bajo el epígrafe ‘'Coexistencia e. his-
torismon.

101
A. Un examen detenido de los dos conceptos
fundamentales de la Medicina, los de salud y enfer­
medad, nos mostraría su historicidad indudable. El
concepto de salud vigente en la medicina científica
contemporánea es el de una normalidad estadísti­
camente concebida. Un órgano está sano cuando las
cifras mensura tivas de su rendimiento o de sus di­
mensiones se hallan comprendidas entre ciertos lí­
mites. A la idea galénica de alteración se ha unido
un tácito criterio de mensurabilidad, de objetividad
numerable, típico de las Ciencias de la Naturaleza.
Prescindiendo de la radical dificultad que habita
en la pura interpretación estadística y de su fracaso
ante muchos problemas concretos, ¿es que, por lo de­
más, ha sido siempre este el criterio nosológico? Me­
diante una cuidadosa investigación filológica pudo
descubrir Letamendi que en 34 lenguas distintas los
vocablos para expresar la idea de enfermedad contie­
nen una de tres posibles raíces semánticas: la de
daño o mal (nosos, morbus), la de deficiencia o fla­
queza ( astheneia, in-firm,itas) y la de sufrimiento
( pathos, dolentia) 38. Una comprensión histórica de
este dato nos demuestra cómo el tiempo ha determi­
nado diversamente la idea de enfermedad vivida
por el hombre. Parece evidente que el actual con­
cepto científico se compadece mejor con la deficien­
cia —cuya neutralidad respecto a lo vivencial y a
lo ético es patente— que con cualquiera de las otras

102
dos raíces. A este respecto es curioso observar que
en muchas de las definiciones de enfermedad proce­
dentes del siglo XVIII y del x ix — Sprengel, Uhfe-
iand, Chomcl, Hardy, Williams, Andrai. Bizzozero.
Cohnheim... 10— aparecen los términos desviación,
alteración, modificación, desorden de la norma v
otros análogos, pertinentes siempre a una mudanza
"■objetiva’'. Como contraste, en Valles, Mercado v
Boerhaave, los vocablos preferidos son estado o
constitución preternatural. En Ringseis. pecado: en
Kieser, egoísmo de la Naturaleza; Hoffmann habla
de regresión y Novalis de sufrimiento y de distin­
ción.
Para el griego, el ideal de salud es el hombre
armónicamente perfecto, el kalos kagalhos, cuya ar­
monía está más en la naturalidad que en la medida.
Así se comprende aquello de Platón en la República:
que la Medicina sería en sí mala si se emplease en
sostener a los débiles y a los inválidos. Compárese
esta idea de la “normalidad” con el testimonio de
Kant, que cifraba su averiada salud personal en la li­
bertad interior, o en la reciente frase de O. Schwarz:
“Enfermar sólo puede hacerlo una persona, por­
que sólo ella tiene fines que cumplir”, para com­
prender la variabilidad histórica de aquellos con­
ceptos cardinales. Temkin recordaba hace poco que
si una persona afirmase hoy de sí hallarse en rela­
ciones con el diablo, sus familiares la conducirían
103
al médico; en el siglo xvi sus vecinos la hubiesen
llevado a un tribunal de teólogos o de juristas. En
espera de una ocasión más idónea para el porme­
nor, ya lo dicho nos descubre la huella de la His­
toria en el centro mismo de la Medicina (*).

B. ¿Acaso no aparece también en la Medicina


una cierta relativización del saber, por obra de mi­
rarla ya históricamente? Que nadie se escandalice
alegando que la Medicina es ciencia de hechos, y los;
hechos no pasan. Esto último es casi innegable, por­
que, en una cierta medida, también la Historia co­
determina los hechos mismos. Pero podemos admi­
tir, sin riesgo de grave inexactitud, que una inyec­
ción de estrofantina dará lugar siempre a tales y ta­
les modificaciones objetivas, facticias, de la dinámi­
ca cardíaca. Bien: ¿mas acaso la Medicina es sólo
una reunión de hechos? Así la pretendía fundar Ma­
gendie, y para ello “no concedía crédito más que a
sus ojos y a sus oídos y desconfiaba de su cerebro”.
Así ha declarado siempre proceder el positivismo-
durante el siglo de su rigurosa monarquía. No obs­
tante, un claro análisis del método positivista en
cada caso aislado nos muestra con evidencia la fal­

(*) Las líneas anteriores plantean el problem a de si hoy es po­


sible establecer un concepto de la enfermedad a la vez histórico-
y objetivo. Esta cuestión, que acarrearía im portantes consecuencias
legales y políticas, debe quedar por el momento sólo apuntada.

104
sedad radical de su aserto básico. Broca, por ejem­
plo, afirma no operar sino con hechos comproba­
dos y visibles, estableciendo que la función del len­
guaje está localizada en el pie de la tercera circun­
volución frontal izquierda. Sí; es un hecho real e
innegable que en los casos de afasia motriz hay una
lesión anatómica en el paraje cerebral nombrado;
pero aquí viene una involuntaria prestidigitación
mental. Broca observa de hecho la localización de
un síntoma, pero afirma la localización de una fun­
ción. El escamoteo es evidente, y se basa en la im­
prescriptible necesidad de hipótesis que el hombre
tiene en su trabajo. El hombre es un ser menestero­
so de teorías, aunque a veces se engañe a sí mismo
y crea poder quedarse sólo con hechos. En rigor, los
hechos, sin un hilo teórico que les dé orden y signi­
ficación, no le sirven de nada al médico. Sin la hi­
pótesis teórica subyacente al aserto de Broca —la
psicología asociacionista— su cardinal descubri­
miento hubiera quedado en una serie inconexa de
hechos aislados, con el escueto valor de curiosida­
des científicas. Claudio Bernard, tan hostil contra
Magendie a este respecto, sabía bien que “es la idea
vinculada por el descubridor al hecho descubierto
lo que en realidad constituye el descubrimiento”.
La ingerencia de la Historia viene ahora. Si los
hechos no valen sin las hipótesis teóricas que lesIO S
IOS
dan significación (*), y si las hipótesis pasan como
modas científicas, ¿no nos hallamos al horde de
una relatividad historicista en el saber médico? De­
cía drásticamente Lotze que una verdad comproba­
da por la Ciencia tiene una duración media de cin­
co años. Veamos, si no, lo ocurrido en el dominio
antes aludido de las localizaciones cerebrales. Casi
los mismos hechos de observación, enfilados teóri­
camente desde distinto ángulo, han servido en ape­
nas cien años como sustrato neutral a una fisiopa­
tologia cerebral sucesivamente asociaeionista pura
con Broca, Bastian, Wernicke y Meynert; asocia-
cionista moderada con Wundt, bergsoniana con
y. Monakow, Mourgue y Minkowski, wurzburguesa
con Pick, figurai con Goldstein y Gelb. Un mismo
proceso esquizofrénico sería un trastorno asociativo
para Kraepelin; una alteración de los complejos li­
bidinosos para los freudianos y, en parte, para Bleu­
ler; una regresión a la mentalidad primitiva para
Storch; una “hipotonía de la conciencia” para Ber-
ze, etc. Decididamente, y miradas las cosas con se­
veridad y lejanía históricas, existe un relativismo en
el saber médico. ¿Dónde está, por ejemplo, la pato­
logía celular pura, que Wirchow imaginaba incon­
movible sobre el seguro cimiento de los hechos?
Lo que no admite relatividad histórica es el que -
(*) Menos valen aún las hipótesis sin los hechos: pero esto
es ya otro problema.
hacer medico y las certidumbres que de él emanan.
Las profundas razones de esta realidad conviene, no
obstante, guardarlas para luego.

C. La penetración del historismo en la Medici­


na se revela también en la posibilidad de arrancar
de su propia historia una tipología médica, un reper­
torio histórico de las actitudes cardinales del médi­
co ante su actividad. Los habituales tratados de His­
toria de la Medicina, escritos desde, una determina­
da concepción de nuestro quehacer, miran al deve­
nir de la ciencia y del arte médicos como una pro­
cesión ascendente hacia el momento positivista en
que se escribe. La medicina teùrgica, por ejemplo,
sería anterior a la medicina racional-empírica, la
cual se libera de las primitivas prácticas y doctri­
nas iatrorreligiosas o mágicas como de una ganga in­
útil.
Una consideración más profunda de la Historia
permite aislar en el despliegue temporal de la Me­
dicina tres tipos fundamentales en la actitud del
médico frente a su problema: la irracionalista o
mágica, la científica o racionalista y la empirista.
No es que estas concepciones básicas de la Medici­
na se hayan realizado con unilateral y exclusiva pu­
reza en un determinado médico o en una determi­
nada época, como tampoco han existido —dentro
de la tipología filosófica diltheyana— filósofos na-
107
turalistas o idealistas en cultivo puro. El tipo re-
¡presenta una estructura descriptiva del espíritu ob­
jetivo que el médico concreto ha realizado parcial­
mente, mezclando a sus prevalentes notas caracte­
rísticas otras distintas atañederas a las restantes
abstracciones típicas. Claramente percibió la pene­
trante mirada de Dilthey que en una misma épo­
ca y en un mismo individuo coinciden, con huella
entre sí diversa, las tres actitudes históricas funda­
mentales del hombre.
El médico irracionalista o mágico cifra su acción
curativa en una vis medicatrix, en una virtus impo­
sible de reducir a saber racional y expreso. El médi­
co no actúa aquí por saber lo que el enfermo tiene
—por ser doctor—, sino a merced de un poder que,
como miembro de un grupo social o simplemente
como hombre, le es dado. Sería un profundo error
pensar que sólo el chamán, el hombre-médico o el
hechicero primitivos representan esta actitud hu­
mana frente a la curación. Tras ellos viene —no
contando la medicina arcaica: irania, egipcia, et­
cétera— todo un flanco de la medicina griega ape­
nas estudiado, muchas formas de la medicina me­
dieval, buena parte de Paracelso, el magnetismo
animal y el mesmerismo, algunos rasgos de Char­
cot, el trasfondo irracional del falso cientificismo
freudiano, etc., y, sobre todo, multitud de fenóme­
nos en la práctica cotidiana del médico.

108
La medicina racionalista piensa que todo pade­
cer es reductible a conocimiento racional, a saber,
y que sólo de ese saber puede surgir la obra tera­
péutica. Aquí están los médicos de Cnido, los dog­
máticos y los metódicos, buena parte de Galeno, los
iatromecánicos y los iatroquímieos, el brownismo y
la medicina científica de los siglos xtx y xx. El
mehr Wissen de Goldsclieider, como remedio de la
recién denominada "crisis de la Medicina”, es un
signo magnífico de la actitud del racionalista ante la
actividad medica. O la “Lógica de la patología” —la
Pato-lógica, podría decirse—, que propugna como
sistema G. Ricker.
El tercer tipo de las actitudes médicas, el empi­
rismo, reduciría la Medicina a la pura observación
de hechos. Medicina tota in observationibus es el
viejo lema del empirista médico. Los médicos téc­
nicos de los pueblos cazadores primitivos, los em­
píricos alejandrinos, los cirujanos antidoctoral es de
la Edad Media, un Morgagni, un Magendie o un
Rright representan otras tantas concreciones histó­
ricas personales del empirismo médico. Cuando el
cirujano actual abre el vientre, no pórque sepa lo
que hay, sino para ver lo que hay, cumple paradig­
máticamente la concepción empirista de la Medi­
cina.
Sobre el sentido profundo de estas concepciones
típicas de la Medicina no puedo entrar aquí, como
109
tampoco en discutir su posible entronque con los ti­
pos diltheyanos de la concepción del mundo, o su
contraste con los “tipos ideales” sociológicos de
Max Weber, o la relación de un ejercicio totalita­
rio de la Medicina—quiero decir: válido a la vez
histórica y objetivamente— con los tres modos de
ver la misión del médico que acabo de reseñar. Aho­
ra se trataba tan sólo de indicar caminos realmen­
te históricos para la comprensión de la Medicina, y
creo que eso está logrado. El bistorismo puede pe­
netrar, y de hecho lia penetrado, en los senos de la
Medicina y de su Historia. ¿Traerá esta vez también
la desazón relativista?

no
NOTAS B IB L IO G R A FIC A S Y C O M PLEM EN TA R IA S

1. M. H eidegger: Sein und Zeit, -l.J cd., Halle, 1933. pág. 376.
Los paréntesis son míos.
2. San Juan de Ja Cruz: Noche oscura, estrofa V ili, (jomo es
sabido, falta la declaración en prosa de. las últim as cinco
estrofas de la Noche, y ello nos priva de conocer la des­
cripción por el propio santo de. ese inquietante “ cesó todo".
3. Subida del Monte Carmelo, II, XIV, 11.
1. Idem, II, XIV, 10.
3. K. Jaspers: Psychologie der H'eltanschauungen, Berlín, 1925,
pág. 455.
6. H eidegger: Loe. cit., pág. 371.
7. L ittré: I, 4.
8. A. Dempf: Filosofía de la Cultura, trad, española, Madrid,
1933, pág. 19. Tam bién, a este respecto, v. el libro funda­
mental ile A. Fuoter, Geschichte der neueren Historiogru-
phie, Berlín y M unich, 3.“ cd., 1936.
9. Sobre este magno suceso de los siglos modernos, v. E. Troeltsch,
“Der H istorism us und seine Problem e”, Ges. Sehr., H I, Tu­
biti ga, 1922, y Fr. Meinecke, Die F.ntstehung des Historis­
mus, 2 vol., M unich y Berlin, 1936. Sin una comprensión de
este proceso no puede, tampoco entenderse la H istoria de
la Medicinu y de la Historiografía médica.
10. V. el capitulo de H istoriografía medica en Haeser, Geschichte
der Medizin, tomo IL 3.“ cd., Jena, 1881, págs. 1086 y sigs.:
y cl artículo de Dicpgeit, “Z ur Geschichte der Historiogra­
phie der Medizin”, en Medizin und Kultur, Stuttgart, 1938,
pág. 8.
lì. M. N euburger: Geschichte der Medizin, tomo I, Stuttgart, 1906.
pág. 1.

311
12. J. Loch : Et organismo vivo y la Biologia moderna, trad, espa­
ñola, M adrid, 1920. Es muy significativo el prólogo, en el
que se venera a D iderot y a Holbach.
13. O. Enfiarseli: “Ursachenforschung, Ursachenfiegriiï und Be-
dingungslehre”, Deutsche med. Wochschrjt., 1919, minis. 1
y 2.
11. G. R icker: Pathologie als Naturwissenschaft, Berlín, 1924. y
Wissenschaftstheorolische Aufsätze für Aerile, “Pathophy­
siologie als reine Naturwissenchaft”, Leipzig, 1936.
13. Es muy característica la extensa colección angloamericana de
opúsculos To-day and to-morrow, publicada por Kegan
Paul, Trench, T rubner and Co., Ltd., Londres.
10. V. el Discurso sobre el espíritu positivo, pág. 26 de la ed. es­
pañola, M adrid, 1934.
17. \Y. D ilthey: “Einleitung in die Geistesw.”. Ges. Sehr., 1. pá­
gina 381.
18. Vi'. W indelband: Lehrbuch der Geschichte der Philosophie.
Billige Ausgabe, Tubinga, 1935, pág. 552.
19. K. M annheim : “Ideologie und Utopie”, 2." ed., en los Schriften
zur Philosophie und Soziologie, págs. 169-190 y 200-212.
20. H. Prever: Das Problem der Utopie, Deutsche Rundschau, 1920.
tomo 183, págs. 321-345 (eit. por K. Mannheim, ob. eil..
pág. 200).
21. A. D oren: Wunschriiume und if'/ unschzeiten (eit. por K. Mann­
heim, ob. eit., pág. 183). Vienen a los puntos de la pluma,
a este respeeto, las palabras utopismo y ucronismo con
que J. Pem artín—en ¿Qué es lo nuevo?, Sevilla, 1937—ha
intentado caracterizar a las revoluciones. En el ensayo de
Pem artín hay, a mi juicio, una evidente confusión entre
utopía y revolución.
22. H. A. Shryock: Die Enttvicklung der modernen Medizin, Stutt­
gart, 1940. V. en la pág. 357, con motivo de una referencia
a los trabajos de Carrel, Pearl y H arrison sobre cultivos
celulares in vitro, el brote de la utopía de la inm ortalidad.
23. Peyton Rous: The Modern Dance of Death, Cambridge, 1929.
pág. 48.
24. Aparte de su manual, v. su reciente libro Medizin und Kultur,
Stuttgart, 1938, en el cual sus discípulos han reunido, con
motivo de su sexagésimo cumpleaños, lo más granado de

112
la producción histórica de Diepgen. Tam bién, Die Heil­
kunde und der ärztliche Beruf, M unich y Berlín, 1938.
23. II. E. Sigcrist, Antike Heilkunde, M unich, 1927; Grosse Aerzte,
2. “ ed., Munich, 1933; Introduction à la Médecine, traduc­
ción francesa, París, 1932. Sobre todo, los tres cuadernos
aparecidos de la revista anual Kyklos y los tomitos de
Vorträge des Instituts für Geschichte der Medizin an der
Univ. Leipzig.
26. Brieftvechsel zwischen Wilhelm. Dilthey und dem Grafen Paul
York von Wartenburg 1877-1897, H alle, 1923, págs. 60-68.
27. H. Lotze: Mikrokosmos, “Ideen zur Naturgeschichte und Ge­
schichte der M enschheit”, libro V II, caps. 1 y 2, t. I l l,
3. " cd., Leipzig, 1880.
28. W. D ilthey: Gesammelte Schriften, Leipzig, Tculmer. Sobre
todo, los tomos I (3.* ed., 1933), V (1921), V II (1928) y
V ili (1931). V. también el epistolario con el conde de
York, ya citado.
29. W. W indelband: Geschichte und Naturwissenschaft, reproduci­
do en Präludien, t. II, 7.“ y 8.* ed., Tuhinga, 1921, pagi­
nas 136 y sigs. V. tam bién una exposición sistemática cu
su Einleitung in die Philosophie, 2.a cd., Tubinga, 1920,
págs. 333 y sigs.
30. G. Simmel: Probleme der Geschichtsphilosophie, 3.* ed., 1907.
31. E. Troeltsch: “ Der H istorismus und seine Problem e”, Ges. Sehr.,
III, Tubinga, 1922, y Der Historismus und seine Ueberwin-
dung, Berlin, 1924.
32. II. R ickert: Ciencia cultural y ciencia natural, trad, española,
2.‘ ed., Buenos Aires, 1937.
33. Er. M einecke: Loe. cit. Además, Vom geschichtlichen Sinn
und vom Sinn der Geschichte, Leipzig, 1939.
31. Historismus, págs. 12 y 102.
35. Dilthey: Ges. Sehr., V, 425.
36. Menschliches, Allzumenschliches, I, 41 (ed. K roner, t. II, pa­
gina 57).
37. Fr. H einem ann: Neue Wege der Philosophie, Leipzig, 1929.
pág. 208.
38. W. D ilthey: “ Die Typen d er W eltanschauung und ihre A usbil­
dung in den metaphysischen Systemen”, Ges. Sehr., VITI,
pág. 80.

8 11.3
39. J. de I.etam cudi: Curso de l’otologia general, basada en el
principio individualista o unitario. Madrid. 1883. t. I, pá­
ginas 129-132.
40. Puede verse una buena recopilación en L. Corral. Elementos
de Patología general, 2.“ cd., Valladolid. 1904. págs. 166-183.

114
C A P IT U L O III

COEXISTENCIA E HISTORISMO

El amor nunca fenece..., si bie.n el saber pa­


sará.
San P ablo, I Cor., X III, 8.

7. Sobre la “ curación” del historismo.

AY algún modo científicamente lícito de esca­


par al inexorable y congojoso relativismo en
que una visión profunda de la historia nos sume?
¿Se puede, realmente, salir hoy del historismo? Esta
es la pregunta que se han hecho con angustia Nietz­
sche, Troeltsch. Simmel, Meinecke y el mismo Dil­
they; ella es la que corre, como trágico y oculto leit­
motiv, por debajo de las páginas de Heidegger.
Nietzsche sale de la Historia por la tangente del
mito. El super-hombre, como ser metahistórico, es
una figura mitica, tal vez no desligada enteramen­
te de la mítica creencia progresista en un final me­
tahistórico. quiliástico, de la misma historia. Sería
curioso investigar este “contagio” nietzscheano por
parte de la realidad filistea que él denostó. La con-
115
cepción “zaratústrica” del hombre es como una eva­
sión explosiva de la época darwinista-racionalista del
Humano, demasiado humano, en la que Nietzsche
comprendía y estimaba la Historia. Pero no se sale
de un recinto, aunque sea explosivamente, sin lle­
var con nosotros algo de él. También la explosión
de la granada arrastra la metralla.
Simmel trata de superar ese vivir, cuyo ser se
agota en la continua mudanza, en el relativismo y
en el subjetivismo, elaborando su visión de la vida
como una inás-que-vida, de modo que por inmanen­
te posibilidad y necesidad salga de sí y pueda crear
las realidades objetivas del espíritu: la ciencia, el
arte o la religión. Es “el viraje de la vida hacia la
idea’" (die Wendung zur idee), por virtud del
cual esta última, “lo otro” de la vida, la redime “de
su pragmatismo, de su azarosidad, de su temporal
difluencia, de su indefinido concatenarse a medios
y fines” Mas aquí viene el nudo del problema.
¿ÍNo nos lleva ese viraje a un mal disfrazado y vacío
formalismo? ¿Quién y qué garantiza su real objeti­
vidad a esos productos objetivos de la vida social e
históricamente trascendida, si de su contenido nada
se nos dice? El mismo Simmel, años antes—en la
época de sus Probleme der Ge.schichtsphilosophie—,
había tenido que renunciar a un concepto segura­
mente objetivo de la verdad histórica. El problema
del historismo queda en pie. a pesar de los pene-

116
trantes esfuerzos de Simmel. La idea hacia la cual
gira la vida cuando se hace más-que-vida no es toda­
vía la idea platónica, serena y sobretemporal, capaz
de desafiar a la historia que pasa bajo sus plantas,
como las nubes y los astros bajo las del Dafnis vir­
giliano.
Nadie como Ernesto Troeltsch, teólogo de origen
y de corazón, ha sentido en sí mismo la zozobra del
hombre sumido en la Historia. El ha sido también
quien ha acuñado en el pensamiento moderno el
nombre y no pocas notas del historismo y quien más
abiertamente se ha planteado el problema de su su­
peración. Como en Simmel, el tema central de su
preocupación histórica —con una segunda faz teo­
lógica, a que Simmel era ajeno— fue el enlace en­
tre un realismo histórico y la idea : la superación del
historismo, le mal du siècle en el filo del novecien­
tos. ¿Cómo vencer al historismo en la cuádruple lí­
nea política, ética, lógica y religiosa, sin que la mis­
ma Historia sea aniquilada? Esta es la urgente pre­
gunta que se hace Troeltsch al fin de su docta vida.
Apenas puedo ni siquiera nombrar sus investigacio­
nes en el camino hacia una respuesta: la filosofía
formal de la Historia, con la totalidad individual y
la evolución como sus categorías fundamentales; el
paso a una filosofía material (del contenido) de la
Historia, con lo cual viene superado el puro forma­
lismo neokantiano de Wildelband y Riekert; con-
117
sedientemente, la introducción de la humanidad
—considerada en tanto historia universal empíri­
ca-—, de los pueblos y de las naciones como mate­
rial para una consideración filosófica de la Histo­
ria... Bien; pero, ¿hasta el concepto de ética cultu­
ral, por él introducido, para salvar la relatividad
historieista de los valores? ¿Puede bastar a un teólo­
go que ha privado de carácter absoluto a lo religioso
la forzada admisión de un brote divino e irracional,
empírico e histórico, en la conciencia del hom­
bre creador de cultura? La tragedia del teólogo
Troeltsch consiste en que el historiador Troeltsch ha
negado lo Absoluto, y el hombre Troeltsch quiere
apelar al mismo Absoluto para salvarse de la agobia-
dora relatividad historista. Dura secuela de la limi­
tación protestante a la propia conciencia. El final es
una resignación dolorida ; no se puede trascender de
la Historia viviendo dentro de ella; la Historia no
conoce redención sino en una creyente antelación
del más allá o en la iluminadora emergencia de “re­
denciones parciales” —las aprehensiones de la ética
cultural por la conciencia de cada individuo 3 —.
¿Qué hombre de veras profundo sentiría calmada su
inquietud por tales redenciones? San Agustín nos
enseñó ya algo de esto.
Apenas se planteó Guillermo Dilthey (*) el pro-
(*) En un pasaje de Der Aufbau... (Ges. Sehr., V II, 260) habla
D ilthey de la superación del escepticismo histórico, y en otro, a

118
blema de superar la relatividad histórica, no obs­
tante haberla —por decirlo así— descubierto. (No
cuento las adivinaciones de Nietzsche.) Sin embar­
go, en dos parajes de sus obras (VII, 132-33; Vili,
79) he advertido un concepto que creo permite lle­
gar científicamente a la salida de aquélla: un a
modo de preambulum fidei para esta terebrante va­
cilación del hombre moderno. Me refiero a lo que
él llama “general experiencia de la vida” (allge­
meine Lebenserfahrung). Este concepto se halla to­
davía difuso e historificado en uno de los textos; es
todavía el manojo de “principios que se forman en
cualquier círculo de personas entre sí coligadas y
son comunes a todas ellas”. Refiérese aquí Dilthey
a las reglas para la conducción de la vida, estima­
ciones, etc. En Die Typen der Weltanschauung apa­
rece bajo el mismo nombre algo radicalmente nue­
vo y ya aliistórico: “el firme sistema de relaciones
por el cual está unida la mismidad del yo con otras
personas y con los objetos exteriores. La realidad
del mí mismo, de las personas ajenas, de las cosas en
torno a nosotros y las relaciones habituales entre
ellas, forman el esqueleto de la experiencia vital...;

continuación, de la posibilidad de un conocimiento objetivo en


las Ciencias del Espíritu. Sin embargo, no se trata en ellos del
problem a fundam ental que aquí nos ocupa, sino de cuestiones en
cierto modo metódicas, en orden a la realidad verdadera del acon­
tecim iento captado por la comprensión como método histórico.

119
ellas persisten como los supuestos determinantes de
la vida misma, indestructibles como ella e inmuta­
bles por cualquier pensamiento...” Repito que Dil­
they no ha elaborado sobre estas realidades prima­
rias —cuya ahistoricidad le viene espontáneamente
a la pluma— una superación del historismo. Tén­
ganse en cuenta, sin embargo, para lo que luego se
dirá.
En un reciente opúsculo 3 intenta también Mei-
necke, otro de los grandes historistas, vencer al his­
torismo desde dentro, esto es, sin negarle. El, reva-
lorador de la significación de Goethe en el advenir
de la conciencia histórica, arranca de unos versos
del Goethe viejo :
Es entonces el pasado permanente,
lo porvenir se adelanta a hacerse vivo,
“el instante es eternidad’’'1.

La salida del historismo consiste —dice Meinecke—


en saltar verticalmente desde el instante vivido a la
eternidad. ¿Qué camino tiene el hombre para ello?
Aquí surge, como en Troeltsch, el protestante. Mei­
necke renuncia a toda norma objetiva y contesta:
la conciencia moral; he aquí “la estrella conducto­
ra... que defiende infaliblemente contra el desca­
rrío de una visión relativizadora de la vida”. ¿Y
quién mueve desde fuera esa estrella polar? ¿Es
que la conciencia moral, “la revelación de lo divino
120
en la humanidad”, puede resolver un conflicto “en­
tre el querer del individuo y el querer de las comu­
nidades superiores” sin una apelación a la norma
objetiva, como Meinecke pretende? ¿Acaso un seve­
ro “examen de conciencia” —sin un metro extrahis­
tórico— “eleva un preciso seto contra toda subje­
tividad” ? ¿Es científicamente lícito hacer de la
mera conciencia moral “el genuino hontanar meta­
fisico en el hombre” ? La respuesta nos la va a dar
el más grande analista de la existencia humana ais­
lada: Martín Heidegger.
Acaso la raíz más honda de la actividad heidegge­
riana, dentro de la historia del pensamiento moder­
no, consista en una tentativa por comprender la
existencia humana desde dentro de ella misma y en
explorar fenomenològicamente, en esc secreto ám­
bito, y por medio de la más depurada ascesis metó­
dica, el fundamento y el límite de la historicidad
del hombre por Dilthey proclamada. ¿Qué encuen­
tra en su pesquisa la finísima mirada analítica de
Heidegger? Sería necio intentar aquí un resumen
imposible de las más densas y resumidas cuatrocien­
tas treinta y ocho páginas que seguramente existen
en la bibliografía filosófica. Por ello me resigno a
expresar las tres realidades con que inmediatamente
se encuentra la humana existencia (*). De un lado.
(*) D eliberadam ente he renunciado en esta descripción - relám ­
pago a establecer y a usar la diferencia entre el hum ano estar
el mundo, en el que el hombre constitutivamente
está, el eual se le aparece a través de ese modo pri­
mario de comportarse el hombre que llamamos cui­
darse del mundo o de las cosas. Así, el mundo no
está primariamente presente al hombre, sino a su
mano, como utensilio o instrumento. Por otro lado,
el hombre se encuentra con otras humanas existen­
cias que con él co-están, a las cuales llega mediante
un nuevo modo de comportarse, la procura (Für­
sorge). En el sentido heideggeriano, la relación del
hombre con los otros hombres no es cuidarse de
ellos, sino procurar por ellos. Por fin, y esto es lo
decisivo para ella, la existencia se encuentra consigo
misma, y se encuentra como cuidado (Sorge). El
paso, en un ulterior análisis ontològico de la exis­
tencia, hacia los tres existenciales básicos, que son
al ser de la existencia como las categorías kantianas
al ser de las cosas, los fundamentales testimonios de
ese su ser, no puede ocuparme aquí. Sólo los nom­
bro. Son : el encontrarse, ese modo de ser del hombre
consistente en que su ser exista en su ahí, en la pro­
pia concreción facticia de su existencia (Befindlich­
keit), que corresponde a lo que ónticamente lla­
mamos el temple; el comprender, tan originario
como el encontrarse, y consistente en un primario
estar templado o atemperado con aquel primario
( das Da-sein) y la hum ana existencia. P ara mis fines tampoco era
necesario.

122
encontrarse (VerstehenJ; el cual comprender se re­
vela en un poder expresar, en una con-sciencia ex­
presa; en el habla (Rede). El contemplar y el saber
serían posteriores al encontrarse y al primario com­
prender, el homo faber anterior al homo sapiens.
Me interesa ahora, sobre todo, el resultado de la
analítica, aunque sea a costa de una brutal rapidez.
En el comprender se le descubre al hombre que su
modo de ser es un poder ser; el ser del hombre es,
fundamentalmente, un ser posible. Más que ser, el
hombre va siendo. ¿Qué puede ser el hombre? Si el
hombre se atiene a su autenticidad, puede ser cual­
quiera de las posibilidades de ser de su proyecto o
conjunto de inéditas posibilidades de ser. ¿Cuál de
ellas? Por lo pronto, cualquiera de las que el hom­
bre ha sido; el hombre puede repetir todos sus re­
pertorios históricos. Pero, además, a través de un
modo básico del encontrarse humano, la angustia,
descubre el hombre otra vez su ser como cuidado, y
esta angustia se enlaza con aquella posibilidad de
ser más definitiva y plena del hombre: la muerte.
El ser del hombre radica, por obra de la muerte, en
la finitud y consiste en la temporalidad.
Véanse ahora las tres realidades con que la exis­
tencia se encuentra: el mundo, el prójimo y el tiem­
po. Sobre las dos primeras apenas pone atención
Heidegger, como no sea para afirmar que salir del
tiempo que yo sucedo y en que yo consisto es per-
123
der mi autenticidad, cotidianizarme, pasar de ser
yo a ser uno. El hombre, si quiere existir auténtica­
mente, no puede salir del tiempo al cual está lanza­
do ; de su historia, que, corno para Dilthey -—en tan­
to el hombre puede ser todo lo por el hombre sido—•,
es la Historia. La conciencia moral no le saca a uno
de la subjetividad, como pretendía Meinecke. Al
contrario, como una llamada del cuidado que es,
por la cual la existencia humana “aviva su seso, con­
templando... cómo se viene la muerte, tan callan­
do”, obliga al hombre a meterse más y más en su
autenticidad, a medir todo con el modo más propio
y personal de ser, a no contar ni siquiera con la co­
existencia (*).
Heidegger no se engaña a sí mismo, como Simmel,
Troeltsch y Meinecke se engañaron. Dentro de los
supuestos del historismo, sabe que el hombre no
puede salir del tiempo. Sólo puede decir sí, con de­
cisión, desde el mismo centro de su existencia, a sus
posibilidades de ser, y de ellas, ante todo, a la más
cierta, a la muerte. Eso, y saber que puede repetir
lo histórico, que puede existir tradicionalmente.
Trágico heroísmo, éste de una imperativa opción
entre afirmar estoicamente la Historia y la muerte

(*) V erdad es que Heidegger aísla una form a auténtica del


existir en el co-suceder de la co-existencia, al cual llam a Geschick
(destino comunal o co-destino). La generación sería una determ i­
nación de este co-destino. Más adelante volveré sobre esta cuestión.

124
—sin ganancia ulterior para el hombre que afir­
ma— o entregarse a una descalificada y trivial co­
tidianidad, evadirse de existir con autenticidad his­
tórica y humana; tales son las dos posibilidades
de la existencia aislada, sola. Pero este mismo tér­
mino —dejando aparte la licitud del camino hasta
él y la de su arranque— es en sí un semillero de
problemas. ¿Cómo se injerta dentro del sistema la
creencia en posibilidades de existir más allá de la
muerte? ¿Por qué la salida del hombre hacia el
prójimo le cotidianiza, le priva de autenticidad?
¿No habrá en la alteración (*), en el salirse de uno
mismo, un modo auténtico de ser, por el cual el
hombre pueda superar su cerrada finitud históri­
ca? ¿Qué clase de autenticidad cabe, por ejemplo,
al médico y al sacerdote, que afirman su existir en
la procura por el prójimo? Tales son las preguntas
que desde ahora deben inquietar al hombre —mas
también al médico.

(*) Empleo aquí el térm ino que a este respecto ha introduci­


l e Ortega en su ensayo reciente Ensimismamiento y alteración.
2. La realidad del mundo exterior como problema
histórico.

El resultado de este atropellado oteo de las ten­


tativas que el hombre moderno ha emprendido por
salir realmente del relativismo historista le sume
—nos sume— en el más agobiador desamparo. Un
engaño que no dura, porque sólo en la vida super­
ficial hay engaños que duren, o el grandioso,
pero desesperado heroísmo de afirmar la inscripción
del propio y angustiado acontecer entre un de dónde
y un a dónde inciertos. ¿No hay salidas abiertas a
este dilema, aparte de la entrega resignada a una fe
que adelante redentoramente el más allá, como que­
ría Troeltsch, pero sin engarce visible con la finitud
temporal e intrascendente del existir?
Otra pregunta —conexa, en mi entender, con la
anterior— emerge desde los senos mismos de mi
propósito médico. ¿Importa realmente en la His­
toria de la Medicina el problema de la superación
dei historismo? ¿Ha vivido ya el médico, para que
aquél sea atacado con algún sentido, la relatividad
histórica de su saber y de su quehacer, como de
hecho ha sucedido entre filósofos e historiadores?
En verdad, ni el historiador de la Medicina ni el
médico se han visto tocados por este delgado mal
de la duda histórica. Pero aquí, en esta respuesta
negativa, es donde justamente reside la conexión

126
antes aludida entre la aetitud del médico y el pro­
blema general del histerismo. ¿Por qué el médico
no ha caído en un relativismo de su actitud? Tal es
ahora el inmediato motivo de meditación.
Acaso la más próxima respuesta sea: el médico
no puede caer en un relativismo histórico de su ac­
tividad o de su saber porque la Medicina es también
ciencia de la Naturaleza. Pero esto es tan sólo una
solución aparente. En primer término, porque la
ciencia de la Naturaleza post-galileana cae también,
respecto al mundo exterior, en un puro relativismo.
No olvidemos, por ejemplo, que la idea de masa,
tan sustancial en la comprensión vulgar de lo ma­
cizo o masivo (una comida “sustanciosa” o “maci­
za”, suele decirse), se convierte para la Física en una
pura relación entre fuerzas y aceleraciones, esto es,
se relativiza. En segundo lugar, porque también a
las ciencias de la Naturaleza les ha sobrevenido una
suerte de relativización histórica de su saber, según
dos líneas de incidencia: la reflexión histórica y la
indeterminación. Cuando se investiga con criterio
filosófico e histórico la historia de las relaciones
noéticas del hombre con el cosmos físico —como
magistralmente ha hecho X. Zubiri 1— se descu­
bren tres etapas en sí igualmente válidas: la aristo­
télica, la galileana y la que con Heisenberg, De Bro­
glie y Schrödinger ha comenzado ahora. Véase el
sorprendente suceso que hay en ello: por un impe-
127
rativo del tiempo, la Historia —las Ciencias del Es­
píritu— se ha metido en el mismo tabernáculo de la
ciencia natural. Pero no es ésta la única vía de in­
vasión. Cuando se nos dice que el hombre no pue­
de conocer simultáneamente la posición y la velo­
cidad de un electrón porque lo impide la naturaleza
misma de las cosas, se postula a la vez que la ima­
gen ofrecida al espectador por un sistema elec­
trónico es enteramente imprevisible para el físi­
co. El sistema electrónico tiene así su historia pro­
pia, independiente de nuestra ley causal, y el es­
quema intuitivo que en un determinado instante
podamos obtener de él sólo lo alcanzaremos miran­
do a través de esa historia suya. Todo lo cual indi­
ca que el tiempo ya no es para el investigador de
!a Naturaleza un fluir rigurosamente mensurable,
en el cual acontecen los fenómenos físicos —al me­
nos para procesos de magnitud electrónica. Tales
procesos tienen su tiempo, un tiempo condicionado
desde su propio fluir por una ley físicamente inefa­
ble. El tiempo se lia metido dentro del fenómeno
físico.
Después de todo, esto es lo mismo que vimos ha
ocurrido en la Medicina. Nuestro tiempo, y no por
azar, ha infundido en la Medicina, como en la Fí­
sica, el delgado humor de la Historia: demostrando,
por un lado, la historicidad del saber médico y del
saber físico; descubriendo, por otro, que en el seno
del proceso morboso y del proceso físico habita cons­
titutivamente el tiempo. Que esta ingerencia del
tiempo se llame vida personal en el caso de Ja en­
fermedad o indeterminación en el de los sistemas
electrónicos, no afecta a la verosímil homogeneidad
formal y cultural del fenómeno.
El ser también ciencia de la Naturaleza no res­
guardaría a la Medicina, por tanto, de su posible
caída en un relativismo de la relación matemática
o de la relatividad historista. Es más: cuando la pe­
netración del canon científico-natural en la Medi­
cina ha sido máxima, el médico lia incurrido en una
aberración relativista o nihilista de su germina ac­
tividad. Tal es el sentido profundo del nihilismo te­
rapéutico de Skoda o de Dietl, que exploraban a
sus enfermos con precisión de entomólogo y se en­
cogían de hombros a la hora de establecer el trata­
miento.
Esta derivación de nuestro discurso propone aho­
ra, junto a la anterior, otra curiosa pregunta nue­
va. ¿Por qué el físico —que en tanto físico ve como
mera relación, relativamente, el mundo exterior y
sabe que no puede predecir su inmediato esta­
do (*) — se apoya en tanto hombre con plena segu­
ridad sobre un bastón o confía en la real dureza de

(•) Apenas creo necesario advertir que esta relatividad del


inundo físico no tiene que ver sino inuy rem otam ente con el pro­
blema de la teoría de la relatividad, con la relatividad einsteiniana.

9 129
una roca? ¿Por qué el médico, que empieza a ver
con un cierto relativismo histórico su saber, utiliza
este mismo saber, y con éxito feliz, cuando opera
como médico activo? Desde ahora voy a dar a las
dos preguntas la respuesta que considero definitiva.
El físico confía en la objetiva seguridad de sus ob­
jetos exteriores porque los maneja, y este manejar­
los, este actuar con ellos y sobre ellos, proporciona
un género de certezas existenciales respecto al mun­
do exterior anteriores y superiores a todo conoci­
miento científico. El médico que lo sea de veras no
caerá jamás en relativismo, porque trata a hombres
—tratar a hombres vale etimológicamente, ya lo vi­
mos, tanto como manejarlos—, y ese tratamiento
le concede, análogamente, un orden de evidencias
existenciales anteriores y superiores a todo saber
médico. El nihilismo terapéutico se movía entre los
dos órdenes de certezas. Skoda poseía ese manojo
de certezas primarias sobre que asienta nuestra
creencia en la real realidad del mundo exterior
(de las cuales, dicho sea entre paréntesis, sólo un
enfermo mental puede carecer) ; lo que faltaba
a Skoda, porque en el fondo no era médico.
era ese fascículo de certezas vitales que el trata­
miento médico da, en cuya virtud sabe el médico
que realmente cura y ayuda a otra existencia ame­
nazada. Ahí, ahí está el único modo de salir denti-

130
fica y creyentemente del histerismo: para el médi­
co, mas también para el hombre.
Me parece oportuno en este punto volver a Dil­
they. El año 1890, en un trabajo titulado Contribu­
ciones a la solución del problema en torno al origen
de nuestra creencia en la realidad del mundo exte­
rior y a su derecho 5, descubrió Dilthey la más pro­
funda entraña de nuestra certidumbre acerca de la
real existencia de las cosas exteriores. Después de
refutar la tesis fenomenalista —según la cual esa
certeza respecto a la existencia del mundo es un fe­
nómeno de conciendfa consecutivo a juicios incons­
cientes (Helmholtz) o al curso de las sensaciones
(Joh. Müller) : tesis del realismo crítico— y la doc­
trina intuicionista o innatista, para la cual la certi­
dumbre existe en nosotros inmediatamente (escuela
escocesa, Jacobi, Maine de Biran [*]), afirma de
un modo textual: “Yo no explico la creencia en el
mundo exterior por medio de una conexión del pen­
samiento, sino a merced de una conexión de la vida
dada en el ímpetu, en la voluntad y en el sentimien­
to.” Luego, precisa esa conexión vital como un vivir
la resistencia que las cosas ofrecen a los más pri­
marios impulsos motores: “Pues el hombre —dice—

(*) En realidad, como de pasada nota M. Scheler, M aine de


Biran no fué bien interpretado por Dilthey. Su tesis fundam ental
del “instinto hum ano” se aproxima a sus ideas y las anticipa más
de lo que él mismo creía.

131
es, en primer término, un sistema de ímpetus; éstos
compelen de la necesidad a la satisfacción, y en esta
conexión aparecen impulsos hacia el movimiento.”
La creencia en la realidad del mundo exterior viene
otorgada al hombre por un primario experimen­
tar la inhibición de nuestras intenciones vitales.
Aquella resistencia al impulso se hace luego pre­
sión, el mundo se nos aparece “como un cerco de
muros impenetrables” y nuestro cuerpo como “la
zona de nuestros miembros movibles”. En resumen:
el mundo no se nos revela como una real exteriori­
dad porque nos detengamos extáticos ante él y le
veamos, sino, de más primario modo, porque diná­
micamente le empujamos, topamos con él, opera­
mos en él y sobre él.
Max Scheler y Frischeisen-Köhler han recogido
más tarde estas ideas diltheyanas (*). Pese a las
parciales y justas correcciones que el primero, en
un penetrante estudio <!, ha impuesto al fundamen­
tal atisbo de Dilthey, sus reflexiones confirman el
primario carácter activo de nuestra creencia en la
realidad del mundo exterior. Incluso amplían los
anteriores puntos de vista, en cuanto también a la

(*) No cuento las objeciones que R ickert, Rehm cke y K ülpe


han dirigido contra las ideas de Dilthey en nom bre de las posicio­
nes p o r él criticadas. Me parece que tal polém ica puede darse p or
caducada, si la tesis diltheyana no se confunde con un pragm atismo
a ultranza.

132
percepción le lian descubierto los análisis fenome-
nológicos de Seheler—confirmando ideas de Maine
de Biran y de Bergson— un fondo pre-sensacional e
impulsivo-motor primario ; la vivencia inicial de un
“algo” exterior resistente, por cuya virtud son ul­
teriormente posibles la sensación y la contempla­
ción. “Las funciones sensoriales y sus órganos co­
rrespondientes no son instrumentos de un desinte­
resado saber teórico de la Naturaleza, sino proce­
sos modificativos y reguladores de nuestra acción
sobre ella.” (Seheler.)
En sustancia: creemos en la realidad de las co­
sas porque las manejamos, porque actuamos con
ellas, y, en una primera determinación, nuestras
percepciones, representaciones y juicios sobre ellas
son un sistema de señales para seguir operando con
acierto sobre el mundo. El saber de las cosas y el
teorizar sobre ellas son fenómenos ulteriores al tra­
bajoso y activo choque con el mundo en que nues­
tra necesidad de seres vivos nos sume, y uno se
trueca en hombre meditabundo sólo cuando detie­
ne un instante su vital trabajo y se pone a consi­
derar con el ojo del espíritu las propias señales noé-
ticas que de ese mismo trabajo emanan. Ahora se
comprende la afirmación de Heidegger, según la
cual a la existencia humana corresponde constituti­
vamente un estar-en-el-mundo y un activo cuidarse-
del-mundo. El círculo de ideas de Dilthey, Frischei-

133
sen-Köhler y Scheler son la correspondencia óntica
o psicológica de la realidad ontològica que expresa
la doctrina heideggeriana.
Recordemos ahora nuestra pregunta inicial: ¿Por
qué el físico más relativista o indeterminista se apo­
ya con seguridad en el bastón o en la roca, por qué
cree en su real resistencia? La respuesta aparece
ahora con sencillez perogrullesca: porque no pue­
de dejar de creer, so pena de dejar de existir. Esto
es: porque so la capa cultural de su saber físico y
como sustrato de todos los posibles sistemas de ecua­
ciones diferenciales, existe una necesaria certeza vi­
tal y existencial de la resistencia y la sustancialidad
exteriores. Si la percepción y la teoría física no
quieren ir montadas sobre aire, deben resignarse a
comenzar descubriendo la figura, los caminos y las
leyes de aquella resistencia exterior, a sustentarse
sobre su certeza primaria y a no negar con ciega au­
tonomía racional su real sustantividad, tan real, que
a ella está unida con necesidad constitutiva el pro­
pio existir del hombre como tal hombre. El dogma
de la resurrección de la carne y la tragedia que para
el alma separada hay en el temporal abandono del
cuerpo son expresión teológica de esa necesidad de
cuerpo y de “cosas” —como centros exteriores de
resistencia al cuerpo— que el humano existir tie­
ne. Con profunda razón ponía Dilthey esta “reali­
dad de las cosas", con la del yo y la de las perso-

134
nas ajenas, entre los elementos fundamentales de
la “general experiencia de la vida”, y la hacía arma­
zón de toda posible experiencia vital ulterior e in­
cluso de “la conciencia empírica en ella formada”.
Véase ahora la traición que el físico moderno ha
cometido contra el hombre. De considerar las leyes
matemáticas por las que se rige el movimiento de
las “cosas” exteriores —época de Galileo, Kepler y
Newton— ha venido a definir que esas cosas con­
sisten en pura relación matemática. Sobre lo que
sea el electrón en punto a su sustrato material, si un
corpúsculo o un paquete de ondas, no están los físi­
cos de acuerdo. La consecuencia clara de este pro­
ceso es la escisión entre el puro hombre — creyente
en el mundo como sustancia capaz de resistir— y el
físico, definidor del cosmos como mera relación;
una escisión interna entre las varias a que, grandio­
sa y trágicamente, nos ha conducido la cultura mo­
derna. Pero el hombre se resiste con toda su alma a
no manejar sustancias, y a todo relativismo matemá­
tico o historista respecto al mundo exterior opondrá
siempre, con terca certeza extrahistorista y sobre­
relativista, su creencia en la roca como cosa sustan­
cial, fría, dura, resistente, ocre, etc. La dureza del
cemento no consistirá nunca para él en una mera
relación entre el peso que actúa sobre una aguja y
la profundidad de la penetración de ésta, sino en
135
algo mucho más elemental y convincente: el cemen­
to es realmente duro porque “/ne” resiste.
Ahora nos es dada una más satisfactoria com­
prensión del historismo en orden a la realidad de
las cosas exteriores. Puede y debe admitirse que
históricamente varía con licitud meramente histórica
—esto es, no objetiva— el modo de entender la apa­
riencia y las leyes del cosmos físico, por ejemplo:
de lo humoral a lo atómico entre los griegos, o de
una concepción corpuscular de la radiación a lo
Newton, a otra ondulatoria a lo Huygens. Sin em­
bargo, ese ámbito de variabilidad histórica o relati­
va está cerrado por un límite de validez objetiva o, si
se quiere, existencial (*). El límite que la Física, ra­
cional no puede transgredir —aunque a veces le vul­
nere, porque el hombre es constitutivamente capaz
de error— es el que me separa de una negación idea­
lista del cosmos real o de su total disolución en pu­
ras relaciones infinitesimales o en movimientos lo­
cales en los que lo que se mueve es otro movimien­
to. Esto es, la disolución de la Física existencial; esa
por la cual se atribuye a las cosas exteriores un fas­
cículo de posibles resistencias modalmente diversas

(*) Lo que existencialmente nos es dado y lo que existencial­


m ente necesitamos—como “las cosas” están dadas para el hom bre—
adquiere para nosotros una suerte de realidad más sólida que la
demostrada po r cualquier argumento racional. Podría decirse: Dios
existe porque, como hom bre, le necesito.

136
—resistencia genérica con sn plus y su minus, con­
torno y color como resistencia a mi expansión de
ojos afuera, frialdad o calor, etc.— ante los prima­
rios ímpetus activos de nuestra superficie sensorial.
Según esto, se me aparecen las cosas con una radical
subsistencia capaz de traducirse a una serie de ver­
siones modales: mayor o menor dureza, color más
o menos azulado, etc., por virtud de la cual sub­
están bajo mi presión, a mi manejo activo y cuida­
doso. Los griegos llamaban ousía a la posesión de
ese repertorio de reales posibilidades; nosotros, con
palabra a la vez vulgar y filosófica, sustancia. El
‘‘pecado” de la Física moderna es haber parado en
considerar al cosmos físico como un mero conjunto
de movimientos relativos, en los que sólo importa
la ley matemática de estos movimientos, olvidando
la existencia de cosas reales que se mueven y trans­
forman. En el problema de los n cuerpos, una de
las claves de la mecánica racional, importa cómo se
mueven tales cuerpos en su mutua relación, con ab­
soluto olvido de que sea o no realmente y de lo que
sea el cuerpo que se mueve. La realidad exterior ha
pasado de ser un conjunto de cosas reales en trans­
formación, a aparecer como un mundo de movi­
mientos: como la realidad histórico-social ha pa­
sado, por obra del historismo, de ser un conjunto
de acciones entre personas reales a aparecer como
mundo histórico, como pura fantasmagoría de aecio-
137
nes en el tiempo sin sustrato personal real y objeti­
vo. Si se me quiere entender, me atrevo a decir que
ha venido, de ser teatro de la vida, a cine de esa mis­
ma vida. El puro movimiento de imágenes se ha tra­
gado a la tangible realidad de personas reales en ac­
ción; se ha conservado, ciertamente, el argumento,
pero montado al aire -—más precisamente, monta­
do al tiempo —, sin un sustrato de carne y huesos
real y sustancialmente animados, como puro juego
de luces y sombras.
Otro problema es si las certezas respecto al mun­
do que hemos llamado existenciales constituyen
nuestra única conclusión posible respecto a la rea­
lidad exterior. Tan grave error como prescindir de
la sustancialidad de las cosas que se nos revelan
en nuestro primario y constitutivo manejo del mun­
do, sería creer que esa realidad exterior se limite
para el hombre a una red de centros de resistencias
a sus propias acciones. Si el hombre puede declarar
que esa resistencia está ahí, con separación objetiva,
es porque posee en sí una atalaya de contemplación,
un centro desde el cual puede definir, delimitar tal
objetividad. Vista la realidad desde ese centro hu­
mano —desde el espíritu —, los centros de resisten­
cia se configuran en objetos. Para el animal, el mun­
do es un conjunto de centros de resistencia a sus
ímpetus instintivos; para el hombre, por obra de
su interior observatorio, el mundo es una ordenación
138
de objetos. Lo que para el animal se hallaba traba­
do a la estructura misma de sus instintos en forma
de mundo circundante, como la piel al cuerpo, se
hace para el hombre algo existente y valioso en sí.
Para el animal, la presa de su hambre o la hembra
de su celo son como eslabones necesarios en la ca­
dena del acto instintivo, casi prolongaciones exte­
riores de su mismo cuerpo; si vale hablar así, son
su vida interior. Su conjunto, el mundo circundan­
te, sigue al animal como el cuerpo a su existir de
animal, casi en la manera como al hombre sigue el
mundo de recuerdos y hábitos que le hacen ser este
Juan Pérez, y no otra persona. Es mérito de von
Uexküll T haber reconocido experimentalmente la
compañía indisoluble que para el animal es ese gajo
de mundo exterior aislado por su propia estructura
vital, su perimundo o mundo circundante. Para el
hombre, en cambio, el mundo sigue siendo compa­
ñía, pero distanciada ; la presa o la hembra son aho­
ra objetos exteriores, apetecibles o displicentes, sus­
ceptibles en sí de propia y, en cierto modo, autóno­
ma existencia.
Tengo por una de las más finas proezas de la
Biología moderna haber reconocido desde dentro de
sí misma los límites del conocimiento biológico y,
por tanto, haber descubierto el camino hacia lo es­
pecíficamente humano. La obra de Plessner, ya
mencionada, y los trabajos de Buytendijk s pueden
139
servir tie modelo, has investigaciones de Buyten-
dijk, completando por modo admirable las famosas
de Köhler sobre la inteligencia práctica de los chim­
pancés, le han llevado a reconocer en la objetiva­
ción del mundo una de las más evidentes diferen­
cias entre el animal y el hombre. El animal se halla
vinculado a su indisoluble perimundo por medio de
la emoción institiva o afecto. ¿Qué clase de rela­
ción tiene el hombre con su mundo objetivo, por
virtud de la cual esa objetivación es posible? Este
paso de la biología a la antropología lo hace Buy-
tendijk a merced de una idea fecundísima: “La vida
psíquica del hombre —dice— trasciende de lo bio­
lógico por virtud de la fuerza del amor.” El amor
es el equivalente en lo personal de lo que el afecto
sea en lo animal-instintivo. “El amor no es por sí
mismo un medio de conocimiento; no es más que
la fuerza por la cual lo vivido se escinde en reali­
dad objetiva y en representación subjetiva.”
La naturaleza amorosa de este proceso objetiva-
dor se nos revela con claridad cuando consideramos
aquellos momentos en que un fragmento del mun­
do exterior aparece a la mirada del hombre con
máximos valor y objetividad. Por ejemplo, cuando
el hombre se detiene ante un objeto, le contempla y
le admira. Recuerde cualquiera un momento de su
vida en que, a la vista de un objeto, la admiración
contemplativa recorta a éste y le aísla de toda otra
140
realidad exterior, como si el mundo se redujese por
un instante a lo contemplado. Mi incesante tráfico
vital trae ante mis ojos un cuadro del Greco. Me de­
tengo frente a él, lo contemplo con pasmo, lo admi­
ro, lo deseo con apetito sobreinstintivo: le amo.
¿Qué sentido tiene esta amorosa y quieta admira­
ción en orden a mi modo de ver y captar la realidad
exterior? Parece claro: mi admiración atribuye con
fuerza irresistible una singular objetividad al obje­
to admirado, le reconoce no sólo subsistente en sí,
sino valioso por sí mismo, y así es aunque cierre los
ojos, o le toque con mis manos, o le posea personal­
mente, o dé media vuelta ante su presencia. ‘'La ad­
miración preñada de amor—dice Buytendijk—obli­
ga al sujeto a una actitud respetuosa frente al obje­
to, obliga a la persona a no coger el objeto, incluso
a no querer poseerlo conceptualmente, sino a con­
templar el objeto olvidándose de sí mismo.” Del
mismo orden es lo que ocurre en el fenómeno de
estar seguro de algo; aquí, la verdad de eso de que
se está seguro —a la cual se adhiere nuestra perso­
na en un acto irreductible de amar a la verdad — se
nos aparece como una realidad objetiva, indepen­
diente y exterior a nosotros. Como decía San Agus­
tín: Nec minor amor, dum tantum se diligit quan­
tum novit 9.
Recapitulemos lo ocurrido. El hombre, por vir­
tud de su activo vivir, topa con el mundo y descu-
141
bre en él centros de resistencia a sus ímpetus pri­
marios. Esta resistencia envía señales a la concien­
cia mediante una serie de aparatos registi*adores
—los sentidos— que nos dan parciales im-presiones
de la presión total que un fragmento de la realidad
exterior ejerce sobre nosotros. El hombre, a mer­
ced de una interna atalaya, lia podido contemplar
desde fuera de ellos, sin confundirse con ellos, esos
centros de resistencia exterior, proyectados ahora
en la interior pantalla que llamamos conciencia. La
resistencia toma entonces figura unitaria, y ante el
ojo sorprendido, admirativo y amoroso del hombre,
surge un objeto. ¿Quedan, sin embargo, las cosas
ahí? Pensemos un momento en lo que la admira­
ción contemplativa nos revela, en la seguridad que
nos da. ¿Que descubro yo contemplando, qué infie­
ro? Que aquel conjunto de centros de resistencia,
revelados en mi conciencia como una figura obje­
tiva, lleva adheridas, sobreañadidas a su percibida
objetividad, una determinada verdad o una deter­
minada valía como realidades objetivas captadas por
mí, pero independientes de mi admirada persona.
Esto es: el hombre ha inferido que el objeto es bello,
verdadero o bueno mediante aquel básico acto de
conocimiento amoroso. Ha reconocido —no es vano
que el vulgo llame re-conocimiento al amoroso agra­
decimiento— que al lado del mundo de las re-sis-
142
Unicius existe, invisible, el mundo de las ideas. Abo-'
ra se comprende aquello del Banquete: “De modo
que Eros es amante de la sabiduría, y, como filóso­
fo, hállase entre el sabio y el ignorante” 10. El amor
es el intermediario entre la animal insipiencia y las
ideas, a las cuales su menester va dirigido: no es un
azar, en cuanto es hijo de Ponos, la sabia abundan­
cia, y .Penia, la necesitada y afanosa escasez. Lo
ideal, según esto, es el más allá de lo biológico y el
amor, la senda de uno a otro cercado. De nuevo vie­
ne a la mente San Agustín : Nullum bonum perfecte
noscitur quod non perfecte amatur 11.
Con lo anterior me parece haber llegado a un
esquema válido y flexible para comprender y do­
minar la amenazadora relatividad historista del
mundo físico. Por debajo de la mudanza histórica,
el hombre se encuentra con una realidad exterior
resistente. No se le aparece esta realidad en tanto
ser histórico, sino, mucho más elementalmente,
como ser vivo y activo que se cuida de las cosas y
las maneja. Esta zona de la realidad extrapersonal
es el mundo resistencial o subhistórico, objetiva­
mente válido por el solo hecho de que yo exista y
exista como hombre. Por encima también de los
cambios que la Historia traiga a la opinión de los
hombres, los centros de resistencia se hacen para
el hombre como tal objetos de su contempla­
143
ción (*), de su amorosa atención, y ese contemplar
—que el hombre ejercita siempre, aunque lo ignore
o lo niegue— le pone en comunicación con otro
mundo nuevo, el mundo ideal o sobrehistórico, don­
de en alguna forma habitan, independientemente
de lo que en cada caso histórico considere el hombre
verdadero, bello y bueno, las ideas de lo verdadero,
de lo bello y de lo bueno. Me parece que las distin­
ciones fenomenológicas de Husserl entre percepción
e intuición real y percepción e intuición ideal o ca­
tégorial 12 pueden ponerse en relación con estos dos
planos de la “objetividad” y forman el sustrato de su
captación. Ni el hombre puede negar las resisten­
cias exteriores, porque sería negar su humano vi­
vir, ni prescindir de las ideas, lo cual sería negar su
total hombreidad, su vida personal.
Entre una y otra zona —la de las resistencias y
la de las ideas— se halla el ámbito de la conjetura
teórica, del experimento y de la hipótesis de traba­
jo. Si la realidad subhistórica corresponde como do­
minio de conocimiento a tina Física existencial, en

('*) La contemplación que en el acto amoroso acontece respec­


to al mundo de las resistencias no quiere decir que el am or sea en
sí m era contem plación quieta. Desde Platón, San Agustín y Tomás
de Kempis sabemos que el am or es movimiento, aunque m ovimien­
to ya no sujeto a determ inación local. La mística experimental
ortodoxa da tam bién prueba fehaciente. Luego, al hablar del amor
personal como fundam ento de la operación médica, se volverá so­
b re ello.

144
el sentido antes señalado, y la inferencia de lo so­
brehistórico a una disciplina que comienza donde
la Física acaba, a la Meta-física, el estudio de la po­
sición racional e histórica ante las realidades viven-
ciales y primarias del mundo concierne a la Física
conjetural o histórica, si así puede denominarse la
Física científica al uso. En este dominio es lícita la
mudanza de la opinión, porque todas las teorías fí­
sicas que no conmueven las previas certidumbres
marginales en que van inscritas son criaturas del
tiempo: tempore mensurantur, como decía el Dan­
te, y tal vez contengan todas una parcela de verdad.
La teoría de los cuanta, por ejemplo, lia venido a
dar su partecilla de razón a la hipótesis corpuscu­
lar newtoniana sobre la radiación, que durante dos
siglos pareció definitiva y totalmente vencida por
la mecánica ondulatoria de Huygens y Fresnel.
También sobre el mundo físico tienen la Historia
y sus giros parcial señorío. Mas cuando ese limitado
dominio se hace monarquía —así en la tesis de
Alcmeon sobre la salud como un equilibrio de fuer­
zas— sobreviene la enfermedad: esa especie de hi­
dropesía histórica que llamamos histerismo.

10 145
3. E l c o n o c i m i e n to d e la s p e r s o n a s e x te r io r e s .

Cuanto anteriormente va escrito sobre la “dorna”


del historismo en orden al mundo físico puede y
debe servir de propedéutica —tal es el sentido de su
inclusión aquí— al tratamiento del problema que
realmente nos interesa: la “curación” del historis­
mo como entidad morbosa en nuestra aprehensión
de la realidad histórico-social y la explicación de
por qué el médico no ha caído ni puede caer en ella,
a pesar de la reciente ingerencia de la conciencia
histórica en el corazón mismo de su pensar. En sus­
tancia, del relativismo físico nos salva la considera­
ción de “las cosas” como componentes sustantivos
de la realidad cósmica. ¿No podrá salvarnos del his­
torismo en el dominio de las Ciencias del Espíritu
la consideración de “las personas” ? ¿No será el tra­
tamiento o manejo de esas personas lo que resguar­
da al verdadero médico de todo posible contagio re­
lativista? Esto adelanté al comienzo de las actuales
reflexiones, y este es el tema de las que ahora las
prosiguen.
No es un azar que los jalones previos en el trata­
miento de este problema —siquiera no hayan sido
taxativamente enderezados a tal fin— coincidan con
los que se descubrieron al tratar el concerniente al
mundo físico. Entre los componentes básicos de
aquella “general experiencia de la vida” que Dilthey
146
describió, cita él mismo de modo inequívoco “la rea­
lidad de las personas extrañas a uno” Ki. ¿Cómo en­
tiende Dilthey tal realidad? Por lo menos, dos capí­
tulos de su obra, bastante separados en el tiempo,
tratan de la realidad y de la comprensión de otras
personas. El primero es el pequeño tratado sobre la
realidad del mundo exterior “ , en el cual, como un
capítulo de su cuestión fundamental, estudia el pro­
blema de la realidad de personas exteriores a uno
mismo. El otro capítulo, algo fragmentario y bas­
tante ulterior 15, se ocupa, ante todo, de la compren­
sión como método para conocer esta última realidad.
En una primera instancia me parece conveniente
discutir los puntos de vista diltheyanos.
La realidad de las personas —dice Dilthey— se
nos hace evidente a merced de un proceso esencial­
mente análogo al que nos revela la realidad de las
cosas. Las cosas se nos aparecen, en último término
analítico, como centros de resistencia; las personas,
como “unidades volitivas” de la realidad exterior.
En principio, no se distingue cualitativamente una
de otra la convicción de que existan realmente co­
sas y personas; pero “ulteriores procesos psíquicos”
en el sujeto aprehensor de tales “insistencias exte­
riores personales” tienen como consecuencia “un re­
fuerzo en la persuasión de su realidad”. La diferen­
cia entre la convicción de que existan realmente co­
sas y personas es sólo de intensidad a favor de la
147
segunda. ¿En qué consisten tales “procesos psíqui­
cos ulteriores” ? Redúcense, en esquema, a un juicio
por analogía sobre la base de las expresiones afecti­
vas o volitivas en la persona exterior; mediante él
puedo inducir la existencia de otro estado interior
de tristeza análogo al que yo recuerdo haber expe­
rimentado, y así —sobre la base de una simpatía
psicológica, inseparable de aquella inducción— se
refuerza nuestra creencia en la realidad de ese algo
exterior llamado persona. Análogo mecanismo me
lleva ulteriormente a reconocer que la persona ex­
terior posee un fin autónomo en su co-sentida si­
tuación sentimental, esto es. a inferir su autonomía
personal respecto a mí, en tanto sujeto aprehensor.
A través de todo este proceso alcanzo una vivencia
del “tú” claramente secundaria a la primitiva del
“yo”. Dilthey señala como categorías elementales de
la vivencia del tú el señorío, la dependencia y la
comunidad. “Nacimiento y muerte—escribe-- nos
enseñan a delimitar lo real en el tiempo (*). Seño­
río, dependencia y comunidad enseñan a aprehen­
derlo en la delimitación de la contigüidad espacial.”
El genio multiforme y asistemático de Dilthey

(*) Repárese en el claro empalme de Heidegger con esta form u­


lación, que se repite con sentido algo diverso en Das Erlebnis und
die Dichtung (5.“ ed., pág. 230). “Lo real” a que D ilthey se refiere
atañe, casi huelga indicarlo, a la “realidad” que interesa a las Cien­
cias del Espíritu, la vida humana.

.148
aparece claro en lo transcrito. La profundidad de
su fundamental anticartesianismo no le impide caer
en la tesis cartesiana de la analogía —a partir de
la expresión verbal o mímica sensorialmente perci­
bida— en cuanto atañe a explicar la inferencia de
los estados psicológicos ajenos. Hay incluso atisbos
de una contaminación por la lógica inductu a y
empirista de St. Mili, tan opuesta como método
psicológico a toda la obra diltheyana. Es curiosa
también la refutación que Dilthey, heredero de
Schleiermacher, hace del argumento moral de
Fichte, tan típicamente protestante, según el cual
la conciencia moral es la base de toda nuestra
creencia en el mundo exterior. (Más tarde con­
tinuará Meinecke la línea fichteana en su insatis­
factorio ensayo por escapar del historismo a mer­
ced de la conciencia moral.) Apenas es necesario es­
forzarse por rebatir esta episódica opinión de Dil­
they. Bastaría recordar que en el lactante se dan fe­
nómenos de simpatía y de participación afectiva, sin
que a nadie se le ocurra atribuirle capacidad de jui­
cios analógicos, y mucho menos a los chimpancés,
que en los experimentos de Köhler huían movidos
por equivalentes prosos simpáticos. Apenas es ne­
cesaria la crítica de tal actitud, porque la más pa­
tente nos la va a hacer el mismo Dilthey en el se­
gundo de los pasajes citados: su capítulo sobre “la
149
comprensión de otras personas y de sus manifesta­
ciones vitales”.
En época ulterior de su vida, Dilthey refiere por
modo exclusivo la percepción humana de las perso­
nas exteriores —en lo que de genuinamente personal
tienen— a la comprensión. Con ello se aparta toto
coelo de su antigua postura, porque la comprensión,
al menos en lo que Dilthey llama sus “formas supe­
riores”, en modo alguno puede ser referida a un
juicio por analogía ni a suerte alguna de inducción
lógica. Mas tampoco con tal recurso queda todo di­
cho, porque la palabra comprensión, uno de los
conceptos claves de la filosofía diltheyana y aun de
todo el pensamiento moderno, dista mucho de ser
empleada con unívoco sentido de un autor a otro.
Por lo mismo que en la trama delicadísima de su
significación hay zonas no accesibles a la definición
racional, su acepción varía considerablemente, se­
gún los supuestos epistemológicos de quien la usa.
Desde lo que “comprender” sea en la sociología de
Max Weber —la ascesis racionalista de tal compren­
sión la pone al lado de la evidencia matemática— o
en el mundo intelectual-lógico de Husserl, hasta la
comprensión vital por aprehensión inmediata de
imágenes —en Klages, por ejemplo—, o por simpa­
tía, en el sentido de Scheler, hay un dilatado mar­
gen de mutación semántica. Sería trabajo útil seña­
lar pormenorizadaniente las distintas acepciones que
150
tal vocablo ha recibido en el curso del pensamiento
moderno. Aquí me limitaré a precisar, a través de
sus textos originales, lo que el propio Dilthey en­
tiende por comprensión, e intentaré valorar por mi
cuenta el método comprensivo en orden a la reali­
dad de las personas exteriores. Un adarme de per­
sonal libertad descriptiva y hermenéutica es inevi­
table; queden advertidos de ello los que intentasen
considerar transcripción literal los párrafos que si­
guen.
La vida del hombre —enseña Dilthey— se mues­
tra y define por virtud de su acción creadora y ex­
presiva, desde el gesto facial hasta el trabajo de pro­
ducción o hasta las obras históricas objetivas que
llamamos libro, catedral o sinfonía. Tales signos ex­
ternos y sensibles, a la vez producto y testimonio es­
pecíficos de la creación vital, son aprehendidos por
el hombre mediante un acto peculiar de su misma
vida : la vivencia. Sólo “la vida vive a la vida” —dice
Dilthey una vez. La vivencia me pone en inme­
diata evidencia, aparte aquello que la vida exte­
rior a mí ha producido como específica obra suya,
también mi propia unidad psicofisica, mi propio vi­
vir. Vivo la manifestación de la vida ajena y la ac­
tualidad de la vida propia. No quita esto que yo, con
ojo naturalista, describa la ley abstracta de la reali­
dad que me circunda y aun de la realidad natural
que, en parte al menos, soy yo mismo: ley matemá­
151
tica, estructura química, etc.; pero renunciaría a
algo espontáneo en mí y muy mío, y no procedería
con ese rigor científico en la descripción que le
obliga a uno a ser completo, si no considerase cientí­
ficamente este cierto suceso: que algunas porciones
del mundo exterior me ofrecen la nota singular de
tener expresión , de expresar algo (*) ; la cual expre­
sión me es evidente por modo inmediato en una vi­
vencia peculiar. Una piedra no me expresa nada, y
sólo la vivo como resistencia, como im-presión. Un
cuadro de Goya, el rostro de un chimpancé —en
cuanto le atribuyo un trasunto antropoide— o un
cuento de Boccaccio los vivo, además, por el hecho
de que me ofrezcan una ex-presión. Ahora, la vi­
vencia no es de pura resistencia, sino de valor, sig­
nificación y sentido, y en ello descansa su peculiari­
dad respecto a las que el mundo físico exterior me
produce.
Pero la vivencia es siempre individual y singular.
Su descripción, en el caso de hacerla, es propia del
artista, en modo alguno estricta tarea científica. El
paradigma de tal empeño es el poeta romántico, que
describe libremente lo que las cosas exteriores le
expresan. Cuando Morgenstern escribe: “Todas las

(*) En algunos momentos, todo tiene expresión para el hom­


bre, hasta la naturaleza inanim ada; y para algunos hom bres—los
poetas, los prim itivos y los niños—siempre el mundo entero es ex­
presivo.

152
gaviotas parecen llamarse Emma” 1U, lo que hace es
poner en letra metafórica la común vivencia de le­
vedad, blancura curva y una punta de burguesa y
endomingada pulcritud que al poeta expresan la ga­
viota y el nombre de Emma. Hölderlin vierte en su
Hyperion la vivencia admirativa y nostálgica que
la Grecia clásica despertaba a través de lecturas en
el romántico alemán. Fisto, sin embargo —lo repi­
to—, no es un quehacer científico, sino artístico.
¿Hay algún camino para tratar a la vivencia de
modo científico? El problema es importante, por­
que la vivencia es el contacto inmediato del hombre
con el orbe de la realidad histórico-espiritual. Por
lo tanto, el hallazgo del método que me permita
describir científicamente, con objetiva y general va­
lidez, el mundo de las vivencias, será el “sésamo”
ante el cual se abran las puertas de las Ciencias del
Espíritu. Mejor: será lo que las coordenadas carte­
sianas fueron para el cosmos físico y espacial; el
método por el que fué posible estudiar con rigor
de ciencia los sucesos de la Naturaleza. Ese método
es la comprensión. “La humanidad... sólo comienza
a ser objeto de las Ciencias del Espíritu en tanto son
vividos los estados humanos, en tanto alcanzan ex­
presión en manifestaciones de vida y en tanto estas
expresiones son comprendidas” 1T. “La comprensión
levanta la limitación de la vivencia individual y, por
otra parte, presta a las vivencias personales el ca-
ràder de experiencia de la vida” 18. “La compren­
sión supone una vivencia anterior, y la vivencia se
hace experiencia de la vida sólo en cuanto la com­
prensión nos saca de la estrechez y subjetividad de
la vivencia a la región de lo total y lo general” 10.
¿Qué es, entonces, la comprensión, este maravi­
lloso hilo de Ariadna para el mundo oscuro y com­
plejo de la realidad espiritual? Lo mejor será dejar
hablar al mismo Dilthey en varios pasajes de su
obra. “La comprensión es aquel proceso por el cual
la vida se esclarece en sus senos acerca de sí misma ;
nos comprendemos a nosotros mismos y compren­
demos a otros, en tanto trasponemos nuestra vida vi­
vida a todo tipo de expresión del propio y ajeno vi­
vir” 20. O sea : cuanto para mi vida sea válido, en or­
den al sentido de mis propias vivencias, me permite
comprender las expresiones del vivir ajeno por una
suerte de proyección. Cuando alguien me dice “ten­
go miedo”, comprendo sus palabras porque vivo in­
mediatamente su medrosidad presente, y en cuan­
to he experimentado yo miedo en otra ocasión y pro­
yecto en su alma con intencional objetividad mi vi­
vida vivencia (*). Por la comprensión obtengo el

(*) Téngase en cuenta, a este respecto, la entera independencia


entre este fenóm eno y el contagio afectivo —p or ejem plo, el ponerse
alegre en compañía de personas alegres—que Scheler ha singulari­
zado, excluyéndolo de la simpatía. En el contagio afectivo lo que
hago es sentirme yo alegre, lo cual difiere fenomenològicamente de

154
zumo de la expresión vital que ante mí existe, su
verdad interior, su esencia. “Llamamos comprensión
al proceso en que, mediante signos dados exterior y
sensorialmente, conocemos su quid interior ( ein In-
neres)” 21. En el proceso de comprender, interpreto
las señales externas y sensibles de la expresión vital
en busca de su nudo más íntimo y a tenor de la vi­
vencia que en mí lia producido aquella expresión.
Seiffert expresa bien la naturaleza de la comprensión
en el pensamiento de Dilthey diciendo que es “una
inversión del acto creador” 22. Al comprender una
expresión vital, lo que hacemos en última instancia
es navegar corriente arriba del acto por el cual
fue creada o manifestada, y nuestro propósito es
aprehender lo que en dicho acto haya de más escon­
dido y primario. ¿Y qué es lo verdaderamente pri­
mario en un acto del hombre? Indudablemente, su
intención o su sentido. El sentido de la expresión
es el quid interior por el que se esfuerza el proce­
so de comprender. Claramente lo dice Dilthey: “... la
comprensión abandona la esfera de las palabras y el
sentido de las mismas y no busca un sentido de los
signos, sino el sentido mucho más profundo de la
manifestación de la vida” 2S. Y más claramente,
Spranger, un fino continuador de la línea diltheya-

percibir la alegría ajena. V. Wesen und Formen der Sympathie,


P arte I, cap. II, 3.

155
na. “Entiéndese cabalmente por comprensión espi­
ritual la reducción de los fenómenos temporales del
espíritu a su intemporal y legítimo haber de senti­
do” 2 Y en otro lugar: “Es el complejísimo acto
teórico por el que, con aspiración objetiva, aprehen­
demos la conexión íntima, provista de sentido, en el
ser y en el hacer, en la vivencia y en el comporta­
miento de un ser humano -—o de un grupo de seres
humanos— o captamos el sentido de una objetiva­
ción espiritual” 2D.
Aparecen ante nuestros ojos, en consecuencia,
cuatro órdenes diversos de comprensión. Según uno,
captamos el sentido de una objetivación espiritual,
de un fragmento del espíritu objetivo: un libro, un
cuadro o una catedral. Es la interpretación o herme­
néutica en la estricta acepción diltheyana: “Com­
prensión según arte de las manifestaciones vitales
perdurablemente fijadas” 2<!. Según otro, penetra­
mos o intentamos penetrar en el real vivir de una
figura histórica pasada: un par de muestras de este
tipo de comprensión son la famosa tentativa por
comprender a Sócrates como educador que hace
Spranger en sus Formas de Vida, o, en lo que a la
Medicina toca, la biografía de Paracelso que escri­
bió Gundolf. El tercer género es la comprensión del
hombre que tengo delante a través de sus palabras
y sus gestos. Como escribe el mismo Dilthey: “La
comprensión mutua nos cerciora de la comunidad
156
que existe entre los individuos... Esta comunidad se
manifiesta en la mismidad de la razón; en la sim­
patía, por cuanto se refiere a la vida sentimental ; en
la ligazón de deber y derecho...” 27. “La compren­
sión es un volver a encontrarse el yo en el tú ; el es­
píritu se encuentra a sí mismo en niveles de cone­
xión cada vez más altos; esta mismidad con que el
espíritu se encuentra en el yo, en el tú, en todo su­
jeto de una comunidad, en todo sistema de cultura
y, finalmente, en la totalidad del espíritu y de la
Historia Universal, hace posible la cooperación de
las distintas actividades de las Ciencias del Espíri­
tu” 2S. Este es el tipo de comprensión que ahora nos
importa, en cuanto por él se nos revela —por ese
reencuentro del yo en el tú — la realidad de los di­
ferentes tus ajenos a mí, de las otras personas. Por
fin, un último tipo de comprensión es la del propio
vivir, y en ella aprehendo el sentido de mi personal
existencia. Su modo de expresión es la autobiogra­
fía 2n o el autorretrato. Ahí están San Agustín, Rous­
seau, el Tieiano o Durerò como ejemplos de ese es­
fuerzo por comprender lo que la vida de uno mis­
mo sea.
Ahora me importan dos cosas. La primera es in­
sistir brevemente sobre las formas de comprender
a las personas exteriores en sus manifestaciones vi­
tales; tercer modo de la comprensión en la enume­
ración anterior. Hay una forma elemental de com-
prender, y ésta ocurre cuando la expresión vital se
refiere a conceptos, juicios o construcciones menta­
les expresas—expresiones verbales—, a las accio­
nes transitivas personales sobre el medio —traba­
jo e inducción de sus fines— o a las objetivaciones
exteriores de la acción vital: objetos del trabajo per­
sonal, etc. En cualquier caso, todas estas formas ele­
mentales de comprensión cree Dilthey poder resol­
verlas en juicios por analogía del tipo de aquellos
que nos cercioran de la existencia misma de otras
personas. En cambio, la comprensión en sus for­
mas superiores —cuyo tipo es el acto de pelietrar en
el sentido de una expresión vivencial ajena— requie­
re, como más arriba se dijo, el ejercicio de una ac­
tividad psíquica muy superior al juicio analógico.
Repetidas veces expone Dilthey que esta compren­
sión “descansa sobre una especial genialidad per­
sonal” 30, desarrollada con el progreso de la con­
ciencia histórica. Trátase aquí de “una conclusión
inductiva que parte de manifestaciones vitales ais­
ladas y se endereza hacia la totalidad de la conexión
vital” ai, la cual, por su problemática posibilidad
de acierto, requiere un genero de osadía, de poéti­
ca adivinación más allá de las fórmulas lógicas (*).

(*) A quí puede m edirse la fundam ental mudanza operada en


la Ciencia. Hace algunos decenios se:creía poder reducir a segura
ley todos los procesos psíquicos. Expresiones como las anteriores
hubiesen despertado inm ensa sorpresa. Hoy, en flagrante contraste

158
Esta suma posibilidad de comprensión, “en la cual
se halla activa la totalidad de la vida psíquica”,
adopta dos maneras diferentes y sucesivas, a cuya
merced llegamos hasta las más secretas honduras
de la vida ajena: la transposición o proyección de
uno mismo en el seno de un conjunto de manifes­
taciones vitales ( Sichhineinversetzen) de que antes
se hahló, y sobre ella la copia vivencial (Nachbilden
oder Nacherleben), mediante la cual seguimos paso
a paso el curso del acto creador. La participación
afectiva o simpatía (Mitfühlen) (*) y la penetra­
ción afectiva o impatía (Einfühlung) son fenóme­
nos secundarios a los anteriores, que refuerzan la
intensidad de la copia vivencial. Sobre análogos pro­
cesos—la comprensión mutua o Miteinanderver­
stehen — funda Scheler su concepto de “persona to­
tal”, al cual se ha de volver en páginas ulteriores.
La segunda reflexión a que antes he aludido es
una discriminación crítica en el seno de los proce­
sos que suelen denominarse de comprensión. Antes
se hizo una ordenación de los mismos en cuatro ti­
pos. La pregunta es: ¿Pueden realmente englobarse
bajo un solo nombre —la comprensión—, sin ulte-

con aquella actitud de seguridad, sabemos que expresar una ley del
m undo físico es tam bién en su esencia misma una “osadía” .
(*) Identifico aquí participación afectiva y simpatía, sin te­
ner en cuenta p or ahora el análisis fenomenològico de Scheler.
Dilthey no establece todavía esta fina distinción.

159
rior deslinde cualitativo, actos tan esencialmente dis­
tintos como sean comprender en su primitiva cone­
xión vital un resto literario, una representación tea­
tral o al hombre que realmente tengo delante? Es in­
dudable que hay un denominador común: se trata en
los tres casos de captar el sentido de un conjunto
de notas sensoriales que ostentan, en cuanto produc­
tos de la acción humana, expresión vital. Formal­
mente, el proceso es tal vez homologable; pero ma­
terialmente, en orden a su contenido, existen entre
los tres diferencias esenciales. La comprensión de
un conjunto arquitectónico o de un poema griego
se reduce a la osada incursión inductiva antes alu­
dida, corriente arriba de la creación arquitectónica
o lírica que los engendró. Aquí se cumple aquello
de Dilthey: "La comprensión es en sí una operación
inversa al curso mismo de la acción-” !2. Aquí no hay
ni puede haber más, y si se miran bien las cosas, se
verá que todas jas consideraciones diltheyanas se
agotan en este tipo de comprensión histórica. La
comprensión de Sócrates tampoco rebasaría el es­
quema citado.
El problema científico (pie plantea comprender
una representación teatral nos situaría ya frente a
un proceso considerablemente más complicado.
Fero. prescindiendo de este caso y pasando al que
ahora me interesa, la comprensión del hombre de
carne, hueso y alma que tengo ante mí. es evidenteioO
ioO
el tránsito a una esfera cualitativamente diversa,
lie de partir, como antes, de un conjunto de per­
cepciones sensoriales, y, sobre ellas como senda, in­
ferir la realidad vital-espiritual que desde dentro
de ellas mueve y da expresión al cuerpo y a la voz
que percibo. La empresa de comprender a un hom­
bre o a sus obras es siempre una arriesgada aventu­
ra entre las sirtes del misterio. Aquí viene, empero,
una diferencia fundamental que Dilthey no preci­
sa. La comprensión de lo humano [tasado o distante
queda siempre —el mismo Dilthey lo señala repeti­
damente— entre los interrogantes de la mera proba­
bilidad, y este es el margen que queda a la plastici­
dad simpática del historiador en su necesaria intui­
ción adivinatoria. La comprensión del hombre pre­
sente podrá ser equivocada en lo relativo a mi ex­
periencia concreta, porque el hombre puede hacer
falaz a su expresión —puede mentir —, y yo mismo
soy falible; pero por debajo de mi legítima duda
respecto al contenido concreto de sus actos frente
a este hombre presente —esto es, puedo dudar si su
intención es realmente “ésta” o “la otra”— existe
una certidumbre anterior e indestructible acerca de
la realidad de tales actos. Una. transposición al pla­
no sensorial hará más inteligible lo que quiero po­
ner en evidencia. A la luz incierta del crepúsculo
veo de lejos a un hombre que anda. No sé si es jo­
ven o viejo, ni si su traje es azul o negro, y estoy
ii 161
convencido de que mi opinión sobre tales cuestio­
nes concretas es siempre osada y falible; pero de lo
que estoy objetivamente cierto, con inconmovible
certeza, es de que allí hay un hombre en movi­
miento. Análogamente: el juicio analógico respecto
a la realidad personal de un “bullo” exterior me de­
jaría en un mera probabilidad; la comprensión —en
tanto transposición de mis vivencias y copia viven­
cial— me pone en falible contacto con la realidad
vital humana que está ante mí y con sus siempre pro­
blemáticas intenciones. Pero en un plano del cono­
cer anterior a la misma comprensión, y corno sopor­
te de cuanto por su mediación infiera, estoy radical­
mente seguro de la existencia de tales intenciones.
Lo que tengo delante no es un euerpo resistente,
mas una “probable” realidad personal volitiva o
afectiva inferida por un juicio analógico, mas unas
determinadas “probables” intenciones, cuyo inse­
guro sentido conozco por comprensión; es una “cier­
ta” realidad personal, actualizada y vertida al suce­
der histérico-espiritual a través de unos actos per­
ceptibles, de intención y sentido “inciertos”.
Todo lo anterior vale tanto como afirmar la in­
suficiencia de la comprensión en orden a nuestra
certidumbre de las personas exteriores. La compren­
sión válidamente ejercitada —“haciendo técnica de
la genialidad”, como con profundo acierto dice
Dilthey 3,t— nos revela el sentido de una acción vi-
162
tal; pero inferir la realidad personal que soporta a
tal acción pertenece a un orden más elemental y
profundo de la actividad noètica humana, que ha­
brá de ser todavía descubierto. Fin el fondo, el jui­
cio por analogía y la comprensión dejarían al hom­
bre en un desesperado y desamparado solipsismo, y
la comunidad que Dilthey dice inferir sería la in­
ventada que puede existir entre este hombre que
soy yo y mi intuición de Sócrates, no la viva y con­
soladora entre mí y mi amigo o mi compañero. La
comprensión no trae consigo compañía. La certeza
primaria de lo sustancial humano falta en el mundo
histórico, como fallaba en el mundo físico la certeza
de lo sustancial cósmico.

S-í i 'f ;|í

El problema del conocimiento del prójimo dista


mucho de ser baladí. Troeltsch le consideraba “el
fundamento mismo de la teoría del conocimiento
de la Historia y aun el punto central de toda la fi­
losofía” 3I. En cuanto a la Medicina, apenas hay que
indicar que se trata de su problema teórico más
central. Mejor: es la faz teórica de su problema
fundamental, el de tratar y curar a un hombre en­
fermo. En cuanto surge ante la Medicina una ac­
titud profunda —lo cual no ha ocurrido muchas
163
veces este último tiempo— se levanta con urgencia
esta cuestión; véase como muestra rigurosa, aunque
insuficiente, el libro Das Wesen der psychiatrischen
Erkenntnis, de A. Kronfeld :ir>. El punto de vista de
la analogía no nos sirve. Si lo que se ha dicho no
fuera suficiente, pudiera acudirse a las críticas fun­
damentales de Th. Lipps 36, de J. Volkelt Lipps
hace notar, con razón, que si el tú representa algo
“homogéneo conmigo, mas también absolutamente
distinto de mí”, el juicio analógico como método no
puede realmente inferirlo, en cuanto se trata de algo
completamente nuevo para el yo. Tampoco basta el
recurso de Fichte a la conciencia moral, al cual vuel­
ve Münsterberg 38 en fecha más reciente; véanse las
críticas que Dilthey 39 y Schcler 10 han dirigido en
su contra, las cuales relevan de toda consideración
ulterior. El punto de vista de Clifford41 y de
Riehl 12 —en cierto modo, polo opuesto de la in­
terpretación a favor de un juicio por analogía—, se­
gún el cual la percepción de las almas exteriores se
debe a un fenómeno primario de fusión afectiva, ha
sido también criticado por Dilthey 13 y Scheler 44, y,
sobre todo, muy duramente por Külpe 45. Por inne­
gable que sea un fondo emocional y extralógico en
la percepción de un alma distinta de mí, es eviden­
te que su descubrimiento como realidad objetiva no
puede ser el término de una con-fusión, sino de un
con-traste. Lipps, por su parte, apela a su conocida
164
teoría de la penetraeión afeetiva o impatía ( Einfüh­
lung), unida con una tendencia a la imitación. A
merced de un delicado análisis fenomenològico de
la impatía ha puesto Scheler en evidencia que ella
no puede revelarle a uno la realidad de los centros
personales ajenos, en cuanto secretamente la su¡>o-
ne; para que yo pueda participar de la alegría de
otro es preciso que yo me haya encontrado de algún
modo con ese otro y con su alegría. '‘La penetración
afectiva... puede ser un apoyo a mi creencia de que
reencuentro mi yo en otra parte, pero sin darme
la convicción de que ese en otra parte viene repre­
sentado por un yo exterior a mí mismo, diferente
de mí mismo. Sólo mediante una ilusión lograría
aquélla apoyar tal creencia” 4Ü.
También Volkelt47 ha intentado salir científica­
mente del solipsismo. Su posición, en fuerza de hos­
tilidad contra la certidumbre mediata que pretende
dar el juicio por analogía, llega hasta la más extre­
mosa inmediatez en la evidencia del tú. Volkelt ad­
mite la existencia de una certeza del tú anterior a
toda experiencia, e incluso una relación esencial en­
tre la certidumbre que el yo tiene de sí mismo y la
que tiene del tú. Como dice Driesch, el tú adquie­
re así la dignidad de una categoría del conocimien­
to, en el sentido de Kant. No es un azar, según lo
que luego se expondrá, la vuelta a este tácito inna­
tismo. En cuanto el hombre se siente o se cree aisla­
165
do y recortado individuo, o inventa una artificiosa
teoría para explicar el hecho flagrante de su expe­
riencia vital, de su saber del mundo y de los hom­
bres, o se ve constreñido a admitir que él llevaba
dentro de sí, ingénitamente, sin previa experiencia,
ese mundo y esos hombres, los cuales se hacen lue­
go saberes expresos y elaborados a merced de juicios
empírico-analógicos. Esta es, radicalmente conside­
rada, la postura de Volkclt. Convengamos, empero,
que cuesta esfuerzo admitir certidumbres intuitivas
anteriores a toda experiencia. Las consecuencias de
ello, como Scbeler advierte, podrían ser incalcu­
lables.
Obsérvese la aporia del pensamiento moderno; o
se reduce todo a la experiencia —pragmatismo posi­
tivista^—, sin saber en definitiva lo que esa experien­
cia sea ni cómo pueda hacerse posible, o se sitúa en
un plano del conocer anterior a cualquier experien­
cia todo un paisaje completo, no ya de posibilidades,
sino de contenidos noéticos. Que en la existencia hu­
mana —por lo mismo que el hombre es naturalmen­
te persona— acontezca la posibilidad e incluso la
necesidad de un tú o de un nosotros, me parece de
todo punto seguro; que tal necesidad implique su
completa satisfacción sin experiencia previa —de
otro modo: que exista la certidumbre inmediata de
un tú —, lo estimo totalmente infundado. Tanto val­
dría esto como afirmar que el hambre —en cuanto
166
necesidad de alimento— supone una certidumbre
expresa respecto a la concreta existencia del pan.
Pero esto nos lleva ya de modo directo al nudo mis­
mo de la cuestión, de la cual espero salir a través
de personal meditación, una vez oídas las voces
orientadoras de Driesch y de Scheler.

îjî ïfc

A la vista de tanto y tan vano esfuerzo por resol­


ver el problema de la realidad y del conocimiento
del prójimo —de las personas exteriores, como de­
cía Dilthey—•, se le ocurre a uno preguntarse por las
raíces de la pregunta misma. ¿Por qué el hombre
actual se interroga con tan urgente insistencia acer­
ca de la realidad y del conocimiento de los otros?
¿Por qué busca cogitativamente a su prójimo? La
respuesta no me parece remota: porque le necesita
y no le tiene, como a Dios se le busca cuando el alma
necesita de Él y no le tiene a merced de esa suerte
de posesión que es la creencia. Vistas así las cosas,
¿no habrá un solipsismo radical en todo el indivi­
dualista pensamiento moderno; tan radical, que
constituya un tácito supuesto de toda meditación ul­
terior? Ahí está, a mi juicio, el nudo del problema.
Léase en Descartes, meditación segunda: “Mais
quest-çe donc que je suis? Une chose qui pense1'.

167
Esta cosa que soy yo se señala por pensar o poder
pensar clara y distintamente. Pero lo que se piensa,
o es de todos, en tanto verdad objetiva, o es sólo
mío, en tanto “pensamiento” contenido en mi pro­
pia conciencia. Decía Schiller:

“Allen gehört, was du denkst;


dein eigen ist nur, was du fühlest'' ; (*)

en lo cual sólo tenía razón a medias. Pero esa media


razón daba en el blanco respecto a la antropología
cartesiana y a su esencial flaqueza. Siendo el hom­
bre sólo una cosa que piensa, dos concepciones an­
tropológicas se imponen: un formal cosmopolitis­
mo —en cuanto lo que yo pienso a todos pertene­
ce— o el individualismo —en cuanto el pensamien­
to es sólo mío, de mi propia conciencia-—. Cuan­
do se dice “nuestro pensamiento”, el que habla
hace tácita alusión al pensamiento real o posi­
ble de todos o se refiere exclusivamente, bajo un
plural presuntuoso, a su pensamiento. Carece de
sentido referir esa expresión a una comunidad en­
tre un tú y un yo o al concreto, tangible y viviente
grupo que supone un nosotros. Piénsese, a guisa de

(*) “A todos pertenece lo que piensas; tuyo propio sólo es lo


que sientes.” Schiller, Das eigne Ideal.

168
comprobación, en la fina y honda diferencia que a
este respecto hay o puede haber —apurando el sen­
tido real de las palabras— entre decir “nuestro pen­
samiento” y decir “nuestro amor”. Porque el amor
puede a la vez ser de otro y mío, y de nadie más.
Las anteriores reflexiones delatan que en la base
misma del pensamiento moderno, en Descartes, exis­
te un desamparado solipsismo (*). Puede intentar
salir de él mediante un artificio del propio “pensa­
miento”, esto es, a merced de un juicio por analo­
gía; pero la tentativa, por exigencia de sus mismos
supuestos, será inexorablemente vana. Es inútil la
desesperación: el hombre “moderno” está irreme­
diablemente solo, desasido en sus raíces de toda hu­
mana compañía. Pero como el hombre, moderno o
no, necesita constitutivamente no estar solo, busca y
busca hoy un tú con dramática meditación. Esta es,
en mi entender, la médula verdadera de la reitera­
da pregunta que el hombre moderno se hace por el
prójimo. Seguramente no es un azar que el Robin­
son, como tipo literario que resuelve o al menos
palia a fortiori el problema de su soledad, apa­
rezca poco después de Descartes y Leibniz. Y ésta

(*) No debo entrar aquí en el trasunto sociológico—el resen­


tim iento social, la desconfianza y el m undo burgués—que corres­
ponde a este solipsismo antropológico. Scheler (vid. El resentimien­
to y la moral) y Ortega (vid. Kant. Reflexiones de centenario) han
comentado agudamente una y otros.

1 6 9
es también la tácita razón profunda por la que
Scheler, al revisar el formalismo ético “moderno”,
haya emprendido un análisis fenomenològico del
Robinson.

Si no la meta, al menos la senda inicial para vol­


ver a una solución completa y satisfactoria del
problema del prójimo la lian dado, en mi opinión,
Hans Driesch y Max Scheler. El primero 48 parte,
como Volkelt, de admitir en la psique humana unas
ciertas “protosignificaciones” lógicas (Urbedeu­
tungen) o conceptos anteriores a la experiencia,
que se llenarían de contenido por obra de la expe­
riencia misma. Una de tales protosignificaciones es
el concepto de “totalidad”. La totalidad estaría
dada para el hombre, al menos esquemáticamente,
desde su nacimiento ( von der Geburt an, dice taxa­
tivamente Driesch). La experiencia llenará luego de
contenido este a priori formal de la humana psique,
connatal con ella, por virtud de un doble proceso:
hacia afuera, mediante la percepción de ciertos com­
plejos cinéticos que acontecen en el marco de la na­
turaleza (mi propio cuerpo, los de los cuerpos ani­
mados exteriores a mí: mis padres, hermanos, un
perro, etc.), y hacia adentro, en el marco de la vida
interior, en cuanto centro en el yo todas mis vi­
vencias y al yo las refiero. Esta impleción o relleno
interior de la esquemática “totalidad” primaria la
170
conozco en cuanto “vivo” su realización. Pero, “al
mismo tiempo, yo sé que está en correspondencia
paralela con aquella otra impleción (exterior) que
mi cuerpo, en tanto cosa natural, me ofrece. Y por­
que yo sé de esta correspondencia paralela en el
marco del esquema de la totalidad, supongo tam­
bién correspondencias paralelas psíquicas para todas
las restantes impleciones físicas de dicho esquema”
(Driesch). No debería hablarse, como Volkelt hace,
de una originaria “certidumbre del tú”, sino de una
“certidumbre de la totalidad”, igualmente origina­
rii». El juicio analógico (que no otra cosa es el pro­
ceso antes referido) me haría llegar, desde la per­
cepción de una totalidad llena de contenido, a la
idea de un tú ajeno a mi yo. Para Driesch, la
idea del tú quiere simplemente decir: “Yo podría
tener vivencias allí ’ —esto es, en el seno del cuerpo
que percibo llenando la totalidad extei'ior a mí.
La actitud estrictamente biologista de Driesch,
claramente expresa desde el momento en que intenta
precisar lo que debe entenderse por persona —él
usa de preferencia la equívoca expresión “persona
psicofisica” (*)— le lleva a este resultado: nos es
(*) Dice, por ejem plo: “Yo quiero denom inar m i persona psico­
fisica a m i cuerpo, considerado como un sistema al que gobierna
una entelequia, y respecto al cual existe una correspondencia pa­
ralela psíquica en form a de m i vivencia. ... Así se truecan los otros
hombres y los animales en otras tantas personas psicofísicas”.
l. c., pág. 528.)
Driesch,

171
dada con carácter de certeza la existencia de “psi-
eoides” (totalidades psicofísicas, según la termino­
logia de Driesch—y luego de Bleuler—), en cuanto
elementos necesarios para llenar de contenido nues­
tro ingénito esquema formal de la totalidad; pero
sólo a merced de un razonamiento analógico y, por
tanto, meramente probabilista, la existencia de tús
exteriores a mi yo. El mismo Driesch apunta, y no
rechaza enteramente, este carácter hipotético de la
persona espiritual distinta de uno mismo (das ei­
gentliche <‘iDu'l\ dice). La explanación de lo que sea
“otra persona” la hace nuestro autor, muy delibera­
damente, por el intermedio de un “como si”. Con
ello, casi huelga indicarlo, se mantiene la crueldad
del radical solipsismo antes señalado, porque com­
pañía no la ejercen los “psicoides”, sino la presen­
cia de personas auténticas, capaces de responderme.
El problema queda en pie. Una construcción de la
Historia sobre la antropología driescheana no saca­
ría al hombre del relativismo que necesariamente
implican la sola seguridad de saber que uno existe
y la probabilidad de que existan “los demás”.
Driesch, a pesar de su radical obra en el ámbito de
la biología teórica y del profundo anticartesianis­
mo de la entelequia, no logra evadirse por entero
del “mundo moderno”.

172
Este inicial paso de Driesch, que él, en mi enten­
der erróneamente, pone en relación con la tesis de
Volkelt (*), nos lleva al decisivo avance que fren­
te al terebrante problema de la realidad del próji­
mo lia verificado Max Sebeler 19. Es mérito de Sehe-
ler haber disecado con aguda precisión, y anterior­
mente a toda teoría, los problemas que al hombre
meditabundo Je ofrece este de conocer a su pró­
jimo. Según confesión propia, el lapso entre la
primera y là segunda edición de Wesen und For­
men der SymjHithie se encuentra colmado por estas
cavilaciones. También en la segunda edición de Der
Formalismus in der Ethik y en Ordo amoris se en­
cuentran elementos de su concepción. Como antes
hice con las ideas de Dilthey, aquí voy a intentar re­
producir, desde el propio hilo de mis reflexiones,
el punto de vista ‘"total” que Sebeler intenta ofre­
cernos.
Por lo pronto, como acabo de decir, Sebeler se ha
ocupado en deslindar los distintos problemas que

(*) V olkelt, como se expuso, adm ite una certidum bre inm e­
diata del tú ajeno, certidum bre que luego vendría confirmada por
la experiencia. Driesch afirma la posesión ingénita de un esquema
vacío de la totalidad, el cual vacío absorbe necesariam ente los con­
tenidos que la experiencia ofrece. En el prim er proceso acontece
una suerte de confirmación azarosa y em pírica; en el segundo, la
satisfacción de una necesidad. Con razón señala Driesch que la to­
talidad es vivida al llenarse de contenido empírico su inexpreso
m olde a priori.

173
suelen barajarse, sin gran discernimiento, cuando
se habla acerca del problema del yo de otro, líe
aquí, en breve resumen, los seis problemas que cabe
aislar en una cuidadosa meditación:
1. Problemas referentes a las relaciones esen­
ciales entre el yo y la colectividad, así desde el pun­
to de vista óntico como del conocimiento que poda­
mos alcanzar de la esencia de uno y de otra. Aquí
aparece la cuestión de si las relaciones esenciales
entre los hombres como “seres vitales” son iguales
a las que existen entre ellos en tanto “seres espiri­
tuales”, o si, por el contrario, una es accidental a
la otra.
2. Cuestiones de lógica y crítica del conocimien­
to. Las dos interrogaciones cardinales son: ¿En vir­
tud de qué derecho el yo que escribe estas líneas
puede formular un juicio de realidad postulando
la existencia de una comunidad o de un yo deter­
minado? ¿Cómo y por qué nos es dada la realidad
de otro centro psíquico-espiritual?
d. Problemas relativos al origen de la concien­
cia que tenemos de las comunidades y los sujetos
exteriores a nosotros. Tales problemas atañen a de­
terminar la prelación que verdaderamente existe en
el conocimiento de las distintas realidades llama­
das mundo exterior, yo propio, yo ajeno y Dios.
Como veremos, el pensamiento de Seheler adquiere
aquí profunda originalidad.
174
4. Cuestión de método: ¿puede desempeñar al­
gún papel decisivo en el problema de conocer un
yo exterior la psicología empírica? Schei er se pro­
nuncia por una resuelta negativa. No todo lo psíqui­
co es objctivable; de esta porción objetivable sólo
una parted Ila es accesible a la observación y sus­
ceptible de repetición sin modificaciones esenciales
en su modo de ser, y aun de tal partecilla, sólo una
restante porciúncula puede ser puesta en experi­
mentación. La persona es en su esencia inobjetiva-
ble; esto es, un ser del cual sólo puede participarse
por co-ejecución (co-sentimiento, co-pensamiento,
etcétera) (*), y transinteligible a todo conocimien­
to espontáneo, esto es, capaz de darse a conocer o
no, de abrirse o de cerrarse al prójimo. El hombre
puede “callarse”, lo cual no ocurre a la naturaleza.
5. Relaciones entre una teoría del conocimien­
to del yo exterior y la actitud metafísica. Schelcr sos­
tiene la existencia de una correspondencia unívoca
entre cada postura metafísica y las diversas doctri­
nas sobre la percepción y el conocimiento de las per­
sonas exteriores.
6. Problemas axiológicos subyacentes a una teo­
ría del conocimiento del prójimo. No es que el va-

(*) Podría decirse: a una persona sólo puedo alcanzarla en su


intim idad siendo “correligionario” suyo (entendida la palabra co­
rreligionario en su recto sentido, no en el trivial de la política co­
tidiana). Véanse, sobre éste problem a, las páginas que siguen.

175
lor sea anterior a la existencia; esto es, que nuestra
persuasion acerca de la existencia de otra persona se
funde en una previa aprehensión de su valor (prima­
do de la razón práctica sobre la teòrica: J. G. Fich­
te y Münsterberg, mas también Riehl y Cohen). Sí
son ciertos, en cambio: a) un refuerzo de nuestra
persuasion de tal existencia por virtud de la con­
ciencia moral, y b) una correlación entre la teoría
del conocimiento del prójimo y un determinado sis­
tema moral y social. Se establecen así conexiones
mutuas, llenas de univocidad histórica, entre siste­
ma metafisico, teoría de la persona exterior y siste­
ma moral. Más tarde volveré sobre este punto.
He aquí, después de esta disección inicial, una vi­
sión explanada y coherente de las un poco dispersas
ideas de Scheler sobre la percepción del prójimo.
Se pregunta Scheler si un “Robinsón” —esto es,
un hombre que nunca hubiese conocido a un seme­
jante suyo, ni hubiese percibido huella alguna de
otro hombre— podría llegar a saber la existencia de
comunidades humanas o de sujetos psíquico-espiri-
tuales análogos a él mismo. Un análisis teórico de
tal situación humana ha permitido a Scheler afir­
mar que el hipotético Robinsón pensaría más o me­
nos así: “Yo sé que hay una comunidad a la que
pertenezco; pero no conozco los seres individuales
o los grupos empíricos de que tal comunidad, sin
duda existente, está compuesta”. Esta evidencia de
1 7 6
un tú en general - —objetiva y subjetivamente aprió-
rica respecto a la “experiencia” ocasional, inducti­
va y empírica de encontrar de hecho a un “semejan­
te”-— descansa sobre un determinado fundamento
intuitivo: una precisa y delimitada conciencia de
vacío. Robinson sentiría un íntimo y exterior vacío,
una rara y primaria insatisfacción, ante la no exis­
tencia ocasional de un ser genuino y necesario para
sus actos emocionales, tales como los que represen­
tan los modos auténticos de amor al prójimo. Del
mismo modo, experimentaría una conciencia de
“deficiencia” o de “incumplimiento” al realizar ac­
tos conativos, si éstos forman una unidad de senti­
do tan sólo unidos a otro acto social complementa­
rio y recíproco. Brotaría así en él la conciencia de
una esfera del tú, aun no conociendo ningún tú con­
creto. Obsérvese que no se trata aquí de una “idea
innata” ni de la “certidumbre intuitiva de algo in­
accesible a la experiencia” : son precisamente autén­
ticas experiencias personales, muy claramente de­
terminadas —la experiencia de una personal insa­
tisfacción—, las que dan lugar en nuestro Robinson
a la idea general del tú o, quizá mejor, del nosotros.
Existe, pues, una evidencia del tú anterior a toda
experiencia. Salvada la no despreciable diferencia
entre el biologismo de Driesch y el personalismo de
Scheler, no sería difícil encontrar el parentesco en­
tre este vacío del Robinsón scheleriano y la imple-
12 177
ciön de aquel “primario esquema de totalidad” de
que nos habla Driesch. He aquí, pues, dos esferas
de la realidad cuya evidencia se nos revela anterior
a toda concreta experiencia ocasional y constituti­
vamente arraigadas en la hombreidad, en la condi­
ción de ser hombre: una es la ya tratada esfera de
la realidad cósmica, o “mundo exterior”, con que el
hombre necesariamente topa en su existir; otra, la
esfera del tú o del nosotros, previa a cualquier jui­
cio analógico o penetración afectiva de otro hom­
bre. Sin indagar ahora la posible existencia de otras
esferas de la realidad, es importante señalar la
radical autonomía de las dos antes delimitadas.
Th. Litt ha expresado agudamente la esencia del tú
definiéndole como el ser capaz de decirme, de ex­
presarme algo: “el ser al cual es dado ofrecernos
participación en la forma más inmediata y cierta
en cuanto es tan capaz de expresión como yo” 50. La
naturaleza “habla”, sin poder “callar”, por impre­
siones ; la esfera del tú se nos muestra mediante ex­
presiones dotadas de sentido, en las que —a dife­
rencia de la aparición de una piedra o la luna ante
nuestros sentidos— el ser ante nosotros, pudiendo
‘“callarse”, se me revela, me dice su interior. Esta
reflexión nos pone en camino de atacar más en su
centro los pensamientos de Seheler sobre el proble­
ma del yo exterior.
Tres son las vías que éste señala para el estu­
178
dio genético de nuestras vivencias de la realidad.
Las tres constituyen otras tantas líneas evolutivas
del espíritu humano: de niño a adulto, de primitivo
a civilizado y la genuina historia del espíritu cuan­
do ésta, como sucede con la de Occidente, se halla
bien esclarecida i,x. Veamos lo que a los ojos de Sche-
ler descubren estos caminos.
Por lo pronto, que la esfera del tú es inferida
con anterioridad a la del mundo exterior o material
o muerto y constituye en nosotros una convicción
mucho más profunda. Hay un curioso hecho en la
historia del espíritu europeo, sobre el cual llama
Scheler la atención en dos lugares de su obra ex­
traordinariamente revelador a este respecto: la
gran rareza de los solipsistas filosóficos, negadores
de la realidad de otros yos exteriores (*), frente a la
frecuencia con que ha sido negada la existencia real
de la naturaleza cósmica. Esta observación es en sí
reveladora para quienes piensen que la Historia es,
entre otras cosas, el despliegue de todas las posibili­
dades humanas; y lo es tanto más cuanto que la ob­
servación del hombre en su tránsito de niño a adul­
to y de primitivo a civilizado nos la confirma des­
de un remoto punto de vista.
Es ya un conocimiento trivial que para el niño y
(' ) Al menos, de solipsistas expresos. Ya hemos visto que todo
el pensam iento m oderno adolece de un solipsismo larvado o im­
plícito.

179
el primitivo (*) no existe “lo muerto'”. Todo para
ellos es vivo y dotado de expresión, desde las pie­
dras hasta los semejantes. Cuando el narrinyeri aus­
traliano 53 ve las fases de la luna, concluye que las
variaciones de “volumen” dependen de la vida de­
pravada que la luna hace o de su buena alimenta­
ción; para nosotros, la luna es un inmenso pedrus-
co muerto: nuestro satélite ha pasado de ser un tú ,
un ser viviente cargado de expresión y de sentido,
a ser “materia inerte”, a través de la mítica Selene
de los antiguos. La observación de la conducta in­
fantil frente a las expresiones de su medio ha per­
mitido escribir a Koffka: “No nos queda sino ad­
mitir que fenómenos tales como amistad y enemis­
tad son totalmente primitivos, más primitivos que,
por ejemplo, una mancha azul” r’4. Los hechos acon­
tecen, pues, así: en un primitivo estadio de la vida
humana, el hombre —primitivo o niño— vive en­
vuelto por un continuo manto de expresiones; más
tarde van desanimándose fragmentos el mundo cir-

(*) Prescindo aquí de deslindar esta confusa y desorientadora


expresión de “prim itivo”, en la cual se engloban realidades cultu­
rales muy diferentes. A pesar de su habitual penetración, a Scheler
se le escapa este distingo. E ntre un pueblo “prim itivo” cazador,
nóm ada y em pirista y otro, “prim itivo” tam bién, pero m atriarcal y
anim ista, la diferencia es gigantesca. Sin embargo, pensando en
que buena parte de los “prim itivos” cumplen lo que en el texto se
lindica, me decido a em plear el térm ino en su versión más fre­
cuente.

180
omidante y aparecen ante él objetos muertos, el
mundo exterior meramente resistente. “Aprender”,
según esto, supone una sucesiva desanimación y me­
canización del medio humano. Con ello queda a la
vez patente la inexactitud en considerar al juicio
analógico como primario modo de captar la reali­
dad del prójimo y la prioridad que la esfera del tú
posee respecto a la del mundo exterior.
Pero con ello no queda enteramente aclarada la
cuestión. En primer término, dentro del mundo in­
fantil y primitivo no se hallan todavía bien circuns­
critas dos esferas de la realidad que en el hombre
adulto y actual se presentan escuetamente distintas:
la realidad de lo expresivo-viviente y la realidad de
lo expresivo-personal; quiero decir, del auténtico tú
exterior. En segundo, porque las diversas teorías
propuestas para explicar el conocimiento del yo ex­
terior no son radicalmente falsas, aunque sea falsa
su interpretación como fenómenos noéticos radical­
mente primitivos. Un examen atento del problema
nos muestra la existencia de niveles diversos en la
vivencia del tú, a la vez que la de distintos grupos
facticios en que el hombre ejercita comunalmente
esa tuidad. El “prójimo” puede aparecérsenos, por
ejemplo, a través de los más diversos modos: como
conocido, amigo, camarada, intruso, etc., y en las
más variadas comunidades empíricas: familia, pa­
tria, multitud, sociedad científica, etc. ¿No habría,
181
en rigor, distintos “mecanismos” en la aparición del
tú, según el grupo a que el tú singular pertenezca y
lo profundo de su “projimidad” a nosotros? Esto es
lo que Scheler postula a través de dispersas suges­
tivas conexiones epistemológicas, axiológicas e his­
tóricas, a las que quiero dar aquí trabada, personal
y unitaria expresión.
La teoría del juicio analógico, por ejemplo, co­
rrespondería a una zona superficial y racionaliza­
da —o, mejor, empírico-racional— de la conviven­
cia con el tú, verbi grada: la existente en una socie­
dad científica o comercial europea. A ella corres­
ponde la moral individualista y desconfiada de la
burguesía, la teoría contractual de la sociedad y la
metafísica dualista de Descartes o de Lotze. Dentro
de los supuestos históricos y sociológicos que subya­
cen a esta conexión estructural, el juicio analógico
tendría “cierta” validez; no en el sentido de inferir
primariamente la realidad —el juicio analógico ac­
túa siempre sobre una anterior evidencia del tú, se­
gún liemos visto—, sino como ulterior momento sua­
sorio y, sobre todo, en la tarea de llenar de conte­
nido empírico aquel otro primario contacto intuiti­
vo. No llegamos, mediante un juicio analógico, a la
certeza del “aquí hay otro hombre”, ni siquiera,
como veremos, a la conclusión “este hombre está
triste” ; pero sí a convicciones del tipo de “este hom-
1«2
bre ha debido trasnochar”, o “este hombre debe ser
comerciante”.
La penetración y la fusión afectiva (Einfühlung
y Einsfühlung) tienen también su dominio de va­
lidez interpretativa: la convivencia del hombre en
la multitud o en la masa vitalmente operante. A
ellas corresponderían quizás las actitudes metafísi­
cas comúnmente llamadas monismo, pandemonismo
y panteísmo de todo género, y la doctrina social del
socialismo puro, en el cual el individuo singular
existe para la sociedad. No sería difícil establecer
otras correspondencias múltiples paralelas a las des­
critas. Faltaría, en todo caso, una teoría general su­
ficientemente comprensiva para que en ella cupie­
sen cada una de estas parciales valideces. Más ade­
lante se expondrán algunos posibles puntos inicia­
les de tal teoría.
Ahora lo vemos claro: gran parte del error en que
incurren las teorías analógica y de Lipps descansa
en su pretensión de validez general y primaria.
Acontece así por la admisión implícita e irreflexiva
de tres supuestos muy radicales en toda la antropo­
logía moderna y hondísimamente arraigados en la
mente del europeo desde Descartes. 1. Al hombre
le es dado, en primer lugar, su propio yo. 2. Lo que
en primer lugar se nos revela de otro hombre son
sus manifestaciones corporales, y sobre ellas fun­
damos la existencia de un “alma” o un “yo” exte-

183
riores. 3. Al hombre no le es posible ‘"percibir*’ otra
cosa que el cuerpo y el gesto ajenos. La opinión ge­
neral es que no solamente las cosas “son así”, sino
también que “no pueden ser de otro modo”. La ver­
dad es que hasta los análisis fenomenológicos de
Scheler nadie se ha ocupado expresamente en inda­
gar la posible verdad de aquellos tácitos supuestos.
Frente a las anteriores afiianaciones, he aquí las
que un tratamiento fenomenologico del problema
nos permite hacer:
1. Multitud de las experiencias psíquicas de mi
mundo interior no son privativamente mías, sino
ajenas o compartidas. De otro modo: lo que yo llamo
mis pensamientos, mis voliciones o mis sentimientos
pueden ser muchas veces, y lo son de hecho, pensa­
mientos, voliciones y sentimientos de otro . En el
caso normal es cierto que mi pensamiento me viene
dado “como” mío y el pensamiento de otro “como”
ajeno; pero no lo es menos que con notoria frecuen­
cia pienso pensamientos de otro. Basta recordar
cuántas veces se dice espontáneamente: “esto que
ahora pienso lo he leído u oído”, o la aparición de
inconscientes “reminiscencias” entre mis ideas per­
sonales, o el mundo psíquico del niño —que piensa,
quiere o siente lo mismo que su medio familiar—, o
el hecho de “querer” algo por obra de aceptada obe­
diencia, o mi tristeza después de convivir con per­
sonas tristes, o la personal ofensa que un español
184
puede sufrir sabiendo que ha sido injuriado en el
extranjero otro español, para caer en la cuenta de
que el hombre puede pensar, querer y sentir como
suyos pensamientos, voliciones y sentimientos de
otros.
2. Existen ocasiones en que, por el contrario,
vivimos como ajenos un pensamiento o un sentimien­
to rigurosamente propios. Es muy típico como ejem­
plo el caso de los comentaristas medievales de Aris­
tóteles y de Avicena, para los cuales uno y otro con­
tenían ideas propias de la Edad Media, es decir, del
mismo comentarista. El manejo de textos antiguos
con escaso sentido histórico lleva consigo casi siem­
pre un fenómeno de esta índole.
3. Hay vivencias que se nos revelan como pura­
mente dadas, sin adscripción íntima y decidida a
nuestro yo ni al de otro ; como ocurre cuando duda­
mos en la referencia genética de cualquier experien­
cia psíquica. El pensamiento o el sentimiento están,
ciertamente, referidos formalmente a un yo, porque
esto pertenece a su esencia misma; pero están sólo
como “apoyados” en él, sin formar unidad trabada
con el yo que les soporta.
4. Percibimos realmente genuinos datos espiri­
tuales de las personas exteriores a través de los fe­
nómenos de expresión. Un acto expresivo posee
siempre, naturalmente, un sustrato material —mo­
vimiento corporal—, a través del cual llega a nues­

185
tros sentidos; pero el “sentido” de la expresión se
percibe independientemente de su soporte anatómi­
co y con anterioridad a él. Ante unos ojos, antes de
saber si son garzos o grandes, percibo yo distinta­
mente si me miran con amistad o con iracundia (* ).
La frase de Klages “el cuerpo es la expresión del
alma” adquiere ahora transparente claridad.
Admitida la existencia de vivencias “indiferentes”
desde el punto de vista del tú y del yo, y a la luz de
cuanto sabemos acerca del psiquismo del niño y del
primitivo, be aquí cómo puede interpretarse gené­
ticamente la aparición del tú. Vive el hombre, en
primer lugar, a través de una corriente de experien­
cias psíquicas indiferenciadas respecto a la oposi­
ción yo-tú; vive, pues, más en los otros que en sí
mismo, en la comunidad más que en la individuali­
dad. Su “yo” es más bien lo que el adulto llamaría
un “nosotros”. Poco a poco, comienzan a formarse
en la confundida corriente torbellinos vivenciales
cada vez más definidos formalmente, que de modo
progresivo atraen hacia sí nuevos elementos y son
atribuidos a distintos individuos. Entiéndase bien.
No sucede que en el niño no exista un “yo”, sino que
éste es difuso, lábil v sin verdadera intimidad. To*

(*) Recuerdo aquí un vulgar chascarrillo. Diálogo entre dos co­


nocidos: “¿H as visto al Sr. X ?” “Sí, ayer le vi.” “ ¿Qué te p areció?”
“Parece simpático.” “ ¿Es joven o viejo?” “ Chico, no he reparado
en tanto.”

186
das las vivencias espirituales—-pensamientos, voli­
ciones, sentimientos del espíritu— se hallan referi­
das a ese yo sin límites, pan-psíquico, en el que no
hay singularizados “individuos” (*). Copio de Grün-
hanm unos párrafos muy demostrativos: “Si se ob­
serva a niños de tres a cinco años jugando a cual­
quier juego, se advierte que cada niño está visible­
mente preocupado sólo de sí mismo y, en realidad,
habla sólo de sí. Cuando se les oye de lejos se creería
que sostienen una conversación; pero si nos acerca­
mos, vemos que aquello no es sino un monólogo co­
lectivo, en el cual los participantes ni se escuchan
ni se responden... Este ejemplo, aparentemente ro­
tundo, de la actitud egocentrista del niño, es más
bien prueba de que el alma infantil está vinculada
a lo común... Los niños se conducen en apariencia
sin miramientos hacia los otros, precisamente porque
se tratan sobre el supuesto de que todos sus pensa­
mientos, incluso los mal expresados o no expresados
en absoluto, son una propiedad común, de suerte
que todos ellos pueden ser leídos y concebidos, aun
sin una explicación expresa por parte de los que
hablan” r,r>. Véanse, por otro lado, en el capítulo so­
bre la personalidad del niño de la conocida obra de

(*) Toda vivencia se halla constitutivam ente unida a un yo. Lo


que sucede en el caso del niño es que ese “yo” abarca lo que luego,
p ara el adulto, serán muchos “yos” .

187
H. Werner 50, multitud de ejemplos igualmente sig­
nificativos.
Comienza, pues, el hombre —y aquí podrían aña­
dirse las copiosas observaciones sobre la conciencia
de la personalidad en los primitivos— por atrave­
sar un período de expresiva ornnianimación. Mesas
y sillas, animales, muñecos y hombres son centros
de expresión malévola o amistosa; y en el seno de
todas esas expresiones, no frente a ellas, vive el yo
del infante. Ahí, en ese tejido indiferenciado y flu­
yente, es donde aparecen los "torbellinos vivencia-
íes” de que nos habla Schcler. Tales vórtices de
atracción y referencia son desde entonces otros tan­
tos “individuos” ; los cuales se nos aparecen frente
a nuestro yo como otros, recortados de aquel pan-
individuo que era el mundo psíquico infantil. Ob­
sérvese bien que un individuo se nos aparece como
otro por ser individuo, y no individuo por ser otro,
en contra de lo que acontecería si fuese cierta la
teoría de la fusión afectiva. La conciencia de un yo
exterior a nosotros no depende primitivamente,
pues, ni de percibir un cuerpo ajeno agitado por
movimientos de expresión, ni de aprehender deter­
minados contenidos vivenciales; sino de una radi­
cal “conciencia de no-participación” frente a vi­
vencias de cualquier contenido atraídas hacia un
torbellino vivencial, di-stante de nosotros en tanto
188
que individual. Cada uno de tales vórtices es un yo
exterior, un tú.
Esta exposición genética permite ya comprender
el “mecanismo’* psicológico de la percepción del tú
y aun de radicalizar considerablemente algunos
puntos de vista sclielerianos (*). Un tú singulari­
zado se nos revela por medio de los signos que lla­
mamos expresiones (**). La comprensión de lo
expresado “no es un saber conceptual de la noti­
ficación... consiste tan sólo en que el oyente apre­
hende (apercibe) o simplemente percibe al que
habla (***), y lo percibe intuitivamente como una
persona que expresa esto o aquello” (Husserl).
“Nunca aprehendemos primariamente de los otros
meras vivencias aisladas; siempre el total carácter
psíquico del individuo en su expresión entera. Mi­
núsculas variaciones métricas del cuerpo que le so­
porta (nariz, boca, ojos) pueden transformarle com­
pletamente; al paso que otras más considerables

(*) En los párrafos que siguen—más aún que en los anteriores—


las ideas y sugestiones schelcrianas se entram an eon otras escue­
tam ente personales.
(**) La term inología que uso aqui procede, como es obvio, de
las Logische Untersuchungen, de H usserl (3.a ed., Halle, 1922, II, I,
págs. 23 y sigs.; II, págs. 31 y sigs. de la edición española). Evi­
dentem ente, uso el term ino “expresión” en su más reducida acep­
ción, la com unicativa; esto es, sin tom ar en consideración las que
llam a H usserl expresiones en la vida solitaria del alma.
(»**) ¿¡eho se refiere, naturalm ente, a la expresión verbal;
pero puede sin esfuerzo generalizarse a otros modos de expresión.

189
pueden dejarle inmodificado” (Scheler). Basta con­
siderar nuestra propia experiencia respecto a la dis­
tinción entre mellizos extraordinariamente parecidos
—el porqué de considerar como dos tús diferentes
un mismo cuerpo visto en dos copias espacialmente
separadas— para comprender la radical primacía de
la expresión en la percepción del tú.
Pero una misma expresión puede ser aprehen­
dida, en un primer análisis fenomenològico, de tres
modos diversos. Puede, en primer lugar, hallarse
rota la conexión simbólica unívoca entre expresión y
vivencia, bien de modo voluntario (simulación), in­
voluntario (histeria) o pretervoluntario (milagro) ;
entonces percibimos un tú realmente convivido bajo
una apariencia equívoca. Otras veces aprehendemos
al ser que se expresa sobre la base de una represen­
tación intuitiva, pero inadecuada ',7, con lo cual te­
nemos un ser supuesto, al que no corresponde ver­
dad. Por fin, la aprehensión de un ser en intuición
adecuada nos da la íntima posesión de un ser vivi­
do. En el primero y en el último de estos casos te­
nemos de la vivencia expresada una percepción "in­
terna”, la vivimos; en el segundo, tenemos de ella
una percepción “externa”, la suponemos.
El conocimiento del tú exterior nos llega por
modo normal a merced de esta con-vivencia del sen­
tido de la expresión, cuando ésta es percibida en
intuición adecuada. En contra de lo comúnmente
190
admitido, el sentido íntimo nos permite convivir
en “nuestro interior” vivencias espirituales ajenas:
“intuición interna” no equivale a “autopercepción”.
Percibo mi cuerpo como algo exterior, y la alegría
o el entusiasmo de otro —la misma alegría o el mis­
mo entusiasmo, obsérvese bien— los convivo como
algo propio e íntimo. A la intuición interna le es
dado, pues, tanto el cumplimiento de actos espiri­
tuales del propio yo como el de otros referidos a un
yo ajeno. El cuerpo, por su parte, no es causa efi­
ciente de la percepción del prójimo, sino mera con­
ditio sine qua non; en general, dentro de una teoría
total de la persona, el cuerpo representa un pa­
pel analizador, catalizador y limitador: analiza el
flujo continuo de vivencias y expresiones en que la
persona vive, cataliza la llegada de vivencias al ni­
vel de la conciencia —ahora vemos el fundamento
teórico de un precepto eclesiástico : el que impone a
los sacerdotes leer con silencioso movimiento labio-
lingual el rezo del breviario— y limita el vivir en
el espacio y en el tiempo.
Falta todavía, empero, ahondar nuestro análisis
hasta el centro mismo de lo que en verdad sea per­
cibir un tú. Scheler, que yo sepa, no ha llamado
la atención sobre este recóndito hondón del pro­
blema. Me refiero con ello a lo que constituye la
raíz última de nuestra certeza respecto a la exis­
tencia de personas extrañas. Recapitulemos el pro­
191
ceso. Percibo una expresión, comprendo su espiri­
tual sentido, convivo con el tú de que procede la
vivencia expresada. ¿Qué hay en esta convivencia
por cuya virtud me halle yo cierto de tener ante mí
una persona autónoma? Si la convivencia fuese iden­
tificación, no percibiría un tú, esto es, un ente dis­
tinto de mí, no idéntico conmigo. Entre las posibles
vías de acceso a la respuesta, una palabra de Hus­
serl, hablando de la comunicación expresiva, nos va
a poner en camino certero. Dice Husserl: “Si el ca­
rácter esencial de la percepción consiste en un in­
tuitivo opinar (Vermeinen) que aprehendemos una
cosa o un proceso como presente...”. El quid de la
cosa está en ese opinar. La percepción nos permite
opinar que lo anotado (die Kundnahme) es una
captación cierta (Wahr-nehmung) de la notificación
(Kundgabe). Mediante la percepción opinamos so­
bre la certeza (*). ¿No es esto mismo lo que ocurre
en la pdVcepción del tú? A mi juicio, exactamente.
En el convivir la vivencia expresada asienta una
esencial equivocidad de mi temple (**) ; en el fon­
do, no estoy ni puedo estar radicalmente seguro de
que mi vivencia es realmente común a mí y al otro.

(*) Salta a la vista la relución de este análisis fenomenològico


con la doxa del pensam iento griego; pero la cuestión histórica que
ello suscita debe quedar meram ente planteada.
(**) Me refiero con la palabra tem ple a la correspondencia ón-
tica de la Befindlichkeit heideggeriana.

192
Que puede ser así y que así es en muchos casos, las
páginas anteriores lo demuestran hasta la saciedad;
que un caso determinado y singular haya de ser así,
es muchas veces problema. Estoy íntimamente se­
guro, por ejemplo, de convivir la tristeza de A. ¿Lo
estoy de la real tristeza de A, a pesar de su expre­
sión? Este es el problema. En el plano más super­
ficial de la experimentación, Buytendijk y Pless­
ner 5S han demostrado ampliamente que la com­
prensión de los movimientos expresivos es un fe­
nómeno equívoco. Un mismo gesto ha sido inter­
pretado unas veces como expresión de mal sabor y
aborrecimiento, otras como de acecho y meditación,
algunas como de mordacidad y desprecio. Y, sin
embargo, de lo que estoy absolutamente cierto
ante una manifestación genuinamente objetiva es
de hallarme frente a un tú. ¿Cómo puede expli­
carse esta aparente disonancia?
A mi juicio, por el hecho mismo de lai insegu­
ridad, aunque ésta no aparezca en nuestra concien­
cia: tampoco la “resistencia” del mundo material
aparece muchas veces en el campo consciente y,
sin embargo, sobre ella asienta ónticamente mi in-
esquivable estar en el mundo. La inseguridad ra­
dical de la vivencia convivida me pone en contac­
to con algo que podría llamarse en una primera
aproximación “la esfera de lo autónomo”. Autó­
nomo es para mí lo que se me escapa, lo que no
13 193
me obedece, lo que me convence de “inseguro”.
Este hecho de la “oscilación en la seguridad” de mi
convivir; esta azarosidad íntima e irreductible en la
vivencia de mi compañía es justamente la que me
hace inferir con “seguridad” —he aquí la para­
doja— la realidad de un tú como centro autóno­
mo. Sucede como si la sutil mano del alma quisie­
se en vano asir una vivencia compartida, en oca­
sión de acto común —una alegría convivida, por
ejemplo— con otra persona exterior. La compar­
tida vivencia deja algo entre sus dedos —la tristeza
o la alegría con-vividas, compartidas- -, pero no lo
suficiente para identificarla con segura certeza; y
entonces el alma llega experimentalmentc (*) a la
convicción: “aquí hay algo autónomo”. Ese algo es
la persona exterior, el tú auténtico.
Con ello viene confirmado lo que antes encon­
tramos haciendo la crítica de la “comprensión”
diltheyana: “Lo que tengo delante... es una cierta
realidad personal, actualizada y vertida al suce­
der histórico-espiritual a través de unos actos
perceptibles, de intención y sentido inciertos”,
Cuando la mencionada inseguridad se traspone a la
esfera psicológica, surge el tipo antropológico bur­
gués: individualismo, desconfianza, etc. Cuando

(*) Contra la tesis de V olkelt de la inm ediatez prcem pírica


del tú.

194
una fe da contenido a la realidad del algo que lla­
mamos tú. se nos muestra el tipo entusiasta-cre­
yente. Entre uno y otro extremo caben todas las
transiciones imaginables.
Lo que ocurre, en definitiva, es que a través de
la expresión liemos llegado al centro mismo de la
persona, a la transinteligible e inaccesible intimi­
dad de nuestro prójimo. Es cierto que mediante la
expresión está la persona exterior abierta hacia
nosotros; pero esa abertura o boca de comunicación
se abre o se cierra más o menos por obra de la
“personal” libertad de la persona. Lo que en reali­
dad nos cerciora de la existencia de un tú es, en
ùltima instancia, la libertad de ese tú. Esa libertad
irreductible es la que permite a la persona el acto
fundamental de “poder callar”, al que antes aludí
con palabras de Scheler: “No sólo sabemos que hay
individuos psíquicos extraños - otros yos—, mas
también que nunca podremos aprehenderlos en su
peculiar esencia individual” (Scheler). Este íntimo
centro personal, originariamente dado al hombre
—aunque su aparición facticia “ostensible” tenga
lugar a través de un proceso genético— es el que
impide considerarle como mero anthropos zoon po-
litikon, al modo aristotélico, a pesar de pertenecer
a la vez, también originariamente, a comunidades
diversas 59. El zoon politikon no conoce ese autó­
nomo e irreductible centro personal. El hombre no

195
es un Robinson, es cierto, pero no por ello deja de
ser íntimo, de poder ensimismarse inaccesiblemente;
y desde ese rincón último de su ensimismamiento
tiene a su cuerpo, a su yo y a sus vivencias.

5$í * íjí

.Ahora nos hallamos ya en condiciones de esbo­


zar inicialmente una teoría general acerca de la
relación del hombre con las personas exteriores.
En tanto llega la ocasión de explanarla con toda
amplitud, he aquí alguno de sus puntos esenciales:

1. Fundamento ontològico. El ser del hombre es


un ser constitutivamente abierto a realidades exte­
riores. Hállase abierto, en primer lugar, a las cosas
de su mundo exterior; su ser consiste, entre otras
determinaciones, en estar en el mundo. Las cosas
del mundo son constitutivamente necesarias al ser
del hombre; sin “cosas” no hay posibilidad de
“hombre”. La presentación óntico-genética del
“mundo exterior”, a partir de un estadio de omni-
animación, queda ya indicada. Según Scheler, la
realidad de este algo que llamamos mundo exte­
rior o inanimado precede al descubrimiento del
mundo interior, hacia el cual re-flexiona el hombre
por consecuencia de la inhibición y la resistencia
halladas en la conducta extravertida. La reflexión
196
del alma, como la de la luz, sería por causa del cho­
que con una resistencia en su camino.
Por otro lado —lo ha demostrado espléndida­
mente Zuhiri en un corto ensayo ,ì0 de analítica
“transheideggeriana” de la existencia—, “el ser
mismo del hombre es constitutivamente un ser en
Dios”. No resisto a copiar los párrafos fundamen­
tales de esta meditación. “El hombre, al existir...
se encuentra con que hay que hacerse y ha de estar
haciéndose... Este hacer que haya existencia no es
una simple obligación del ser. La presunta obliga­
ción es consecuencia de algo más radical; estamos
obligados a existir porque previamente estamos re­
ligados a lo que nos hace existir. Ahora bien; exis­
tir es existir con —con cosas, con otros, con nosotros
mismos—. Este con pertenece al ser mismo del hom­
bre. No es un añadido suyo. En la existencia va en­
vuelto todo lo demás en esta forma peculiar del
con. Lo que religa la existencia religa con ella el
mundo entero... Y así como el estar abierto a las
cosas nos descubre, en ese su estar abierto, que hay
cosas, así también el estar religado nos descubre
que hay lo que religa, lo que constituye la raíz fun­
damental de la existencia. Sin compromiso ulterior,
es, por lo pronto, lo que todos designamos por el
vocablo Dios, aquello a que estamos religados en
nuestro ser entero”. Indudablemente, esta religa­
ción o religión, por la cual el hombre infiere la

197
realidad de su divino fundamento, es anterior a
todo posible modo de existir. La “esfera de lo di­
vinal (G otthaft)”, absolutamente real y “prepo­
tente”, es precisamente la que, según el cambiante
contenido de eso “divinal” —cambiante en la His­
toria y en la personal experiencia—, sirve de metro
y patrón a la aprehensión y judicación de las res­
tantes esferas de la realidad (Scheler).
Lo que a nuestro punto de vista concierne en
medida eminente es, sin embargo, el modo de aber­
tura de la humana existencia bacia su prójimo co­
existente. El análisis ontològico de la existencia
muestra que ésta se halla también constitutivamente
abierta a los otros hombres. “La investigación hacia
el fenómeno mediante el cual se puede contestar la
pregunta por el quién (*), nos conduce a estructu­
ras del humano estar (das Dasein) igualmente ori­
ginarias que el estar-en-el-mundo: el ser-eorv (Mit-
sein) y el co-estar ( Mitdasein) ” 01 (Heidegger). Tan
primario es para el hombre existir entre y con las
cosas como existir entre y con los hombres. A tra­
vés de esta constitutividad del co-estar infiere el
hombre ónticamente la esfera del tú y del nos­
otros: el hombre se encuentra con los otros.
Los otros —entiéndase bien- - no son el resto to­
tal de los exteriores a mí, del cual se destaca mi
(*) La pregunta es: “¿Quién es el que es en la cotidianidad del
humano estar?”

198
yo, sino “más bien aquellos de los que uno mismo
no se distingue, entre los cuales uno está también” ;
y está con ellos de modo radicalmente distinto del
modo corno està con las cosas. “Con y también de­
ben entenderse aquí existencialmente y no catego­
rialmente ((*)**). Sobre el fundamento de este com­
partido estar-en-el-mundo. el mundo es ya y siem­
pre aquel que comparto con los otros. El mundo
del humano estar es co-mundo. El ser es co-ser (**)
con otros. El intramundano ser en sí de éstos es
co-estar”.
¿En qué relación se halla con estos otros el hu­
mano estar? Con las cosas se encuentra el hombre
cuidándose de ellas; la cura o cuidado adopta aquí
el modo del cuidarse de. Con los otros hombres,
empero, el hombre se encuentra procurando por
ellos; el cuidado o cura asume ahora el modo de la
procura, término que en la acepción heideggeriana
engloba todas las posibilidades sociales que “de
hecho” pueden relacionar entre sí a un hombre
con otro hombre: dar de comer, cuidar el cuerpo
enfermo, etc. La última diferencia de la procura
respecto al cuidarse de asienta en que el hombre
(*) Esto es, sin entendim iento espacial, como diría Bergson;
■ mundano, como dice Heidegger.
(**) Me adelanto a u n fácil retruécano, que p o r esta vez tiene
un curioso sentido. Gomo nos movemos en el plano cotidiano del
existir en esta parte del análisis heideggeriano, el ser es, efecti­
vamente, “coser y cantar”.

199
no es ni puede ser para el hombre mero instrumen­
to. Esta procura es también —y aquí se inserta su
decisiva significación para mis propósitos actua­
les— aquello por lo que el hombre no se encuentra
existencialmente solo, a pesar de consistir su ser en
la co-existencia (*). De aquí que se imponga un
breve análisis suyo.
Queda dicho que la procura es la común raíz
de todas las posibles relaciones entre hombre y
hombre: unas deficientes o indiferentes, como el
pasar junto a otro en la calle, y otra? positivas,
como el “ser uno para otro”, el “estar uno en pro
de otro”, etc. Entre los modos positivos de la pro­
cura hay dos posibilidades extremas: la sustitución
(für einen einspringen) y la prevención (einem
V'o rauspringen) . En la sustitución, uno procura
por otro asumiendo su cuidado, “sustituyéndole”
en su puesto; con lo cual este otro queda en situa­
ción de dependencia o dominación respecto al que
por él procura: tal es el tipo de la procura que el
padre de familia o el buen gobernante hacen pot­
ei hijo o el gobernado. En la prevención, en cam­

(*) “El co-estar determina existencialmente al humano estar,


aunque el otro no se halle lácticam ente presente o percibido."'
Sólo puede faltar el otro en una y para una existencia que consti­
tutivam ente sea coexistencia; al autosuficicntc no le falta nada. Si
ante el hom bre están otros que le son indiferentes o extraños, pol­
los que no procura, entonces, a pesar de su constitutiva coexisten­
cia, se halla existencialm ente solo.

200
bio, no se asume el cuidado del otro, antes bien se
le reserva; pero “se le previene” en orden a su
“poder ser” existencial. Esta última pn^ura no
atañe al objeto del cuidado, como la anterior, sino,
más hondamente, a la existencia misma del otro; y
así éste queda ayudado “deviniendo transparente a
sí mismo en su cuidado y libre para éste”. El tipo
fáctico de la prevención es el consejo del sacerdote
en el confesionario —cuando el consejo no es tópi­
co— y el del médico al neurótico. La acción mé­
dica habitual se halla como forma mixta entre es­
tos dos tipos extremos de la procura. Sobi-e este
modo de ser humano que hemos llamado procura se
edifica luego todo el problema ya psicológico de la
comprensión del prójimo; “este fenómeno denomi­
nado, y no felizmente, impedía ( Einfühlung), debe
a la vez tender ontològicamente el puente desde el
propio sujeto, dado en primer lugar solo, al otro
sujeto, en primer lugar generalmente cerrado” (Hei­
degger).
Según lo expuesto, óbrense ante el hombre tres
esferas de la realidad: la esfera de la divinidad,
como fundamento en que asienta y “es” su existen­
cia; la esfera de las cosas exteriores, como un cons­
titutivo estar con ellas y entre ellas; y la esfera
de la coexistencia, como un estar con los hombres
—y, en parte, como hemos visto, también “en”

201
los hombres—, igualmente, constitutivo del existir
humano (*).

2. Problemas relativos a método y teoría del


conocimiento. En esta realidad ontològica de la
constitutiva abertura del hombre hacia su prójimo
se implanta la realidad óntica del tú y del nos­
otros. ¿Cómo podemos conocer tal realidad? Sche-
ler 02 ha hecho un fecundo distingo en orden a esta
pregunta. De un lado está el conocimiento de la
realidad, de otro el conocimiento de las esencias. El
conocimiento de las esencias es una contemplación
desinteresada que se funda sobre “el asombro, la
humildad y el amor espiritual a lo esencial, obte­
nido por una reducción fenomenològica de lo exis­
tente”. La percepción de la realidad, por el contra­
rio. está ligada con la acción, sea ésta trabajo en
el mundo o anhelante tendencia de la voluntad. La
realidad se nos presenta siempre, radicalmente,
como una resistencia a nuestra acción o bajo for-

(*) No menciono aquí una cuarta esfera, la de lo viviente, que


el hom bre infiere a través de la expresión vital—así como la esfera
de la coexistencia a través de la expresión personal—y en la que
radica la peculiaridad epistemológica, tan poco estudiada hasta
ahora y seguramente tan fructífera, de la Biología. La obra de
Driesch, von U exküll y B uytendijk han hecho algo en este senti­
d o ; pero, a pesar de F reud y sus consecuencias, hay mucho que
hacer todavía en el conocimiento “idóneo” de la vida instintiva.
Klages ha iniciado no pocas vías, no obstante su erro r radical.

202
ma que en última instancia puede ser reducida a
la idea —positiva o negativamente interpretada,
como un “me resiste” o como un “me empuja”—
de resistencia: “el ser real no es ser objetivo, es
más bien ser resistente”. El impulso y la voluntad
nos anuncian la realidad que les resiste.
He aquí las tres formas en que se nos muestra el
fenómeno genérico de la resistencia, en relación con
los tres órdenes de la realidad antes mencionados:
a) Resistencia del mundo exterior a la expansión
impulsiva primaria del liombre: en ella descansa,
como vimos, la eierta e inconmovible realidad con
que se nos aparece el mundo exterior o físico
(Maine de Biran, Dilthey, Frischeisen-Köhler,
Seheîer, Heidegger), b) Oscilación fugitiva de
la vivencia con-vivida, inseguridad en nuestro
contacto con el fenòmeno expresivo: sobre ella
asienta, según las personales ideas antes explanadas,
nuestra íntima e inconmovible certeza respecto a la
real existencia —coexistencia— de las personas ex­
teriores. c) Prepotencia absoluta de “algo”, por
cuya virtud o “fuerza” es enviada o arrojada a ser
nuestra existencia y que, consecuentemente, consti­
tuye el fundamento necesario del “ir haciéndose”
que es el existir humano: así inferimos la realidad
de lo Absoluto, de Dios (Zubiri).

3. Percepción de la persona exterior. Queda


203
dicho que la persona exterior viene percibida como
real justamente por virtud de sus inalienables li­
bertad y transinteligibilidad. Nuestra comprensión,
como táctil índice de nuestra alma y a través de
una boca comunicativa que la libertad del otro hace
más o menos amplia -—la mayor o menor sinceri­
dad en sus expresiones—, se pone en contacto con la
segura inseguridad de ese otro, del prójimo. Mejor:
el otro es más o menos prójimo según su libre vo­
luntad de comunicación. Adquiere así nuevo y más
profundo sentido la expresión de Dilthey, para el
que las personas se perciben en tanto “unidades
volitivas” 03.
A merced de este fenómeno se descubre con cer­
tidumbre la realidad del pi'ójimo. No se trata aquí
de un conocimiento intelectual, huelga casi indi­
carlo. A esta actividad límite de la comprensión
puede aplicarse con máximo fundamento lo que de
la comprensión de la coexistencia en general dice
Heidegger: “No es un conocimiento brotado del co­
nocer, sino un modo de ser originariamente exis­
tencial, y sólo en su virtud son posibles conocer y co­
nocimiento”. Todo lo demás en nuestro conocimien­
to de otra persona adolece de una esencial insegu­
ridad: comprensión de sentidos expresivos, convi­
vencia de contenidos vivenciales, captación de rea­
lidades internas por penetración o fusión afectivas.,
inducción mediante juicios analógicos, etc. Natural-
204
jiiente; el grado de inseguridad es distinto entre
unos y otros medios de captación. En el apartado
siguiente estudiaré cómo el hombre hace vitalmente
seguro y transitable el falible puente de su comu­
nicación con el prójimo.

4. Estratos en el conocimiento del tú. Perci­


biendo la inasequibilidad de un centro personal
exterior, descubre el hombre la entraña misma
del tú. “Aquí hay algo distinto de las cosas y de la
mera vida”, dice el hombre por obra de la men­
cionada experiencia: y a ese algo le llama “otro
hombre”. No concluye el hombre, pues, la existen­
cia de un “semejante” porque la figura corporal
ante él situada sea “semejante” a la suya. Supues­
to el caso de un antropoide parecidísimo en figura
a un hombre somáticamente degenerado, nos sen­
tiríamos frente a él tan radicalmente “desemejan­
tes” como frente al gibón o al mandril ; y frente al
degenerado, aunque fuese mudo, tan “semejantes”
como ante un hermano nuestro. El otro viene des­
cubierto por obra de algo más íntimo: en cuanto es
un centro “autónomo” de vivencias y en cuanto,
abriéndose a mí, puede hacerme “compañía” ; así
lo otro, lo exterior en general —cosa, planta o per­
sona— se convierte, especificándose, en el otro, en
semejante.
Pero esa compañía la puede ejercer el tú desde
205
zonas o estratos de muy variada profundidad. En
el orden de la compañía entre persona y persona,
pueden citarse como formas (•ardiñales las siguien­
tes: el amor entre hombre y m ujer—amor eróti­
co— (*), y la amistad. (En una investigación com­
pleta, habría que tener también en cuenta las for­
mas correspondientes de odio: el ‘'estar contra
otro” como forma concreta y negativa de la pro­
cura.) Sobre la autenticidad de la coexistencia en­
tre dos personas, y este es justamente el caso de la
coexistencia entre el médico y el enfermo, más ade­
lante se hablará.
Los estratos de la convivencia se corresponden
en el ámbito exterior con otros tantos tipos socio­
lógicos de la comunidad humana. Están entre ellos,
por lo que hace a la genuina vida personal, los ti­
pos de convivencia recíproca que Scheler ha lla­
mado 04 personas globales ( Gesam t,personen) : Igle­
sia y Estado son los ejemplos más caracterizados.
“Pertenece a la esencia de toda persona global
tener como miembros personas que también lo son
aisladamente; pero su existencia y su estricta con­
tinuidad como persona global no están ligadas a la
existencia de los mismos individuos personales ais­
lados”. Esta totalidad irreductible de personas ais­
ladas se señala también por cumplir actos sociales,
(*) Me refiero, naturalm ente, a la forma integral del am or eró­
tico: a la vez espiritual y sexual.

206
por tener un destino comunal en modo alguno dis-
gregable en mera suma de los actos realizados pol­
las personas que ocasionalmente puedan constituir­
la. Heidegger ha llamado Geschick, co-destino, al
destino superior —decisivo para los singulares des­
tinos existenciales que las compongan— de estas
comunidades personales (i'\ La coexistencia se hace
aquí todavía en el plano antropológico de lo ge­
nuinamente personal: uno pertenece a un Estado o
a una Iglesia en tanto persona, y no por virtud de
determinados caracteres instintivos o somáticos.
Otro tipo de la convivencia es el que asienta en
el plano vital. La familia —aparte de que en ella
pueden establecerse vínculos espirituales, y que de
hecho casi siempre se establecen— representa el
ejemplo más inmediato. Schelcr sostiene que la teo­
ría aristotélica del anthropos zoon polilikon, am­
pliada luego hasta la admisión de un "originario
instinto de especie” (según la cual el hombre se
halla naturalmente en una comunidad moral y ju­
rídica, con anterioridad a todo "contrato” o toda
“promesa” ), no representa otra cosa que una for­
mulación teórica de la comunidad vital entre hom­
bres ligados por sangre, tradición, paisaje, lenguaje
natural, etc. 0P>. De tipo vital-instintivo es también
la convivencia ocasional de la multitud o de la hor­
da. En todos estos casos, el yo “habita” en el estra­
to tímico de la personalidad —la timopsique de
207
Stransky—, y en su actividad se funde vitalmente
con los otros yos exteriores, en ocasiones hasta la
Einsfühlung o total identificación afectiva. El hom­
bre no actúa como “persona” en todas estas formas
de la coexistencia; aunque, naturalmente, no deje
de “ser persona”. Es el amor y no la simpatía —fe­
nómeno vital— el que representa la genuina co­
existencia de dos personas.
Pueden citarse, en fin, los tipos de coexisten­
cia que podemos llamar convencionales o contrac­
tuales: sociedades burguesas, científicas o comer­
ciales, etc. En ellos el contacto de una y otra per­
sona se verifica en ámbitos deliberadamente obje­
tivos y externos; y si los juicios analógicos tienen
una zona de validez, sin duda es éste su justo cen­
tro. El caso extremo en esta serie de posibilidades,
exclusivo a fuerza de extremo, viene representado
por aquel en que el yo se instala en el estrato
corporal o somático de la personalidad o, mejor,
de la totalidad psicofisica. Entonces se rompe toda
convivencia: las sensaciones o los sentimientos-
sensaciones —ejemplo : el placer o la displicencia
al probar un manjar, el dolor de un pinchazo, et­
cétera— son absolutamente incompartibles. El cuer­
po limita y aisla; si viviésemos fisiológicamente,
como pretendían Vogt, Moleschott o Büchner—los
del pensamiento-secreción, etc.—, no podríamos sa­
lir del más terminante y desesperado solipsismo.
208
Esta rápida estratificación de la coexistencia en
«u concreción facticia necesitaría, evidentemente,
mayor explanación. Creo, sin embargo, que para
mis fines actuales basta con lo ahora dicho, que pue­
de ser resumido así : los hombres pueden coexistir de
hecho como personas, como seres vivientes —co­
existencia vital instintiva, simpatía— y como cuer­
pos individuales pensantes (Descartes) o fisiológi­
cos (materialismo puro).

/. Coexistencia, autenticidad, amor y objetividad


histórica.

Comparemos brevemente los resultados obteni­


dos respecto a la cierta realidad del mundo perso­
nal con los que encontramos a propósito de la rea­
lidad del mundo cósmico. Como entonces con las
cosas físicas o resistentes, el hombre se encuentra
constitutivamente en y con los hombres: no puede
dejar de creer en la compañía, so pena de dejar de
existir. Por algo se le dijo: “no es bueno que el
hombre esté solo” (Gen., II, 18). Esta constitulivi-
dad de la coexistencia no es, empero, una idea in­
nata, algo inmediata y preempíricamente dado al yo;
el error de Volkelt consiste sin duda en haber con­
fundido el orden ontològico con el psicológico. Hace
falta una determinada experiencia para que al hom-
'4 209
bre se le revele la existencia fàctica de lús. Si et
hombre estuviese hipotéticamente solo —el teórico
Robinson nato—, sería su experiencia una falta de
o un incumplimiento, y entonces, subsidiariamente,
los objetos a mano o los animales próximos se con­
vertirían en otros tantos tüs sucedáneos. El hombre
proyectaría sobre ellos un imaginado relleno de su
existencial vacío; así, por ejemplo, el loro para el
Robinson literario o los lobos para el Mowgli de
Kipling. (Obsérvese que, viviendo con los lobos
desde su nacimiento, Mowgli “hace” hombres a
los lobos, no se aloba él.)
Cuando el hombre crece entre otros hombres,
la experiencia consiste en la fugitividad de las vi­
vencias hacia otros centros autónomos: aquellos
torbellinos vivenciales que se van formando en el
yo difuso y pampsíquico del alma infantil. Fren­
te a ellos, adquiere el hombre la certeza empírica
correspondiente a la constitución ontològica de su
existencia. La cual certeza queda limitada a saber
con indeclinable seguridad que existe un tú, y que
éste puede, si quiere, comunicarse conmigo, revelár­
seme. A la ancha abertura del tú seguro y distan­
te (*) respecto a mi yo la llamamos sinceridad,

(*) Heidegger ÍS. u. Z., pág. 126) nos habla tam bién de la “dis­
tancia” existencial entre yo y el otro. “Al estar con otro le desazo­
na—de modo oculto para uno mismo—el cuidado por esta (listan-

210
que etimológicamente quiere decir “tener la mis­
ma voz o el mismo lenguaje” (de ouv y -pipu.; ) i el
que se me abre sinceramente tiene la misma vi­
vencia expresa que yo, y esta es la raíz de la com­
pañía (*). A la cerrazón del tú vecino la lla­
mamos silencio; a la voluntaria desfiguración ex­
presiva, de modo que rompa la corresponden­
cia probable entre expresión y vivencia, mentira
o simulación, y a la involuntaria o automática
ruptura entre una y otra, histeria. Por lo demás,
como queda dicho, asienta siempre una funda­
mental inseguridad, aun en los casos de sinceri­
dad máxima (**), en la intuición de los conte­
nidos vivenciales de cada expresión.
Sale el hombre de sí y “toma contacto” con los
otros hombres. Con lo cual queda dicho algo nada
leve: que el hombre “salga de sí”, abandone su
propio y auténtico modo de existir, en el caso de

cía.” Sobre ese modo de ser de la existencia cotidiana descansa la


“inseguridad” óntica en el encuentro con los otros, antes descrita.
(*) Aunque el compañero no quiera “la misma” cosa o quiera
“la contraria”. Basta con que nos entendamos, con que hablemos
el mismo lenguaje, para que haya compañía. Así se explica la so­
lidez de amistades basadas en la discrepancia, tema éste tan explo­
tado en el cine.
(**) Siempre, desde luego, p or virtud de la inaccesible e inde­
clinable libertad del prójim o, capaz en todo momento de “jugar”
con nosotros. T al es la raíz de la desconfianza burguesa.

211
convivir con los otros hombres. Nuestro idioma tie­
ne dos expresiones a este respecto realmente pro­
fundas y aun terribles. Ortega ha recogido la pa­
labra alteración, el hacerse otro por salir uno de
sí. Más decisiva es, a mi juicio, la expresión que
suele emplearse para caracterizar la acción del que
se cuida mucho de otro procurando por él : se des­
vive por él. Tremenda palabra esta de desvivirse.
¿Es que el cuidador de otro pierde su vida, su exis­
tencia propia por el hecho de serlo? ¿Pierde sólo
vida temporal, en favor de una sobreautenticidad
de su misma existencia, aniquilándose para real­
mente ser? El problema tiene su importancia: es
justamente el problema del médico, en buena par­
te el del sacerdote, el de la hermana de la Cari­
dad y aun el de la caridad fáetica (*). En el aná­
lisis heideggeriano del eo-estar humano (Mitda -
sein) parece que toda “salida de sí”, todo contac­
to de la existencia con los otros hombres, tiene lu­
gar según el modo inautèntico o impropio de exis­
tir que se llama cotidianidad. Pregunta Heiddeg-
ger: “¿Quién es, pues, el que ha asumido el ser en
el cotidiano estar con otro ?” C7. Con otras pala­
bras: ¿en qué se ha convertido la existencia cuan­
do actúa como coexistencia en el tráfico cotidia-

(::) Es (lccir, considerada en el plano de los heclios y no sólo


en el del espíritu.

212
no, cuando existe según el modo de la procura?
La respuesta la da él mismo unos párrafos des­
pués. En el coexistir, la existencia está en servi­
dumbre a los otros, los cuales disponen de su ser
y la privan de él. Pero estos otros no son “éste” o
“aquél”, es decir, otros determinados; son indeter­
minados, sustituíbles entre sí, fungibles. “El quién
—de la coexistencia cotidiana— no es éste ni
aquél..., es el neutro, el uno'1'’ (das Man, uno cual­
quiera o uno de tantos...). “La mismidad de la exis­
tencia cotidiana es el cualquiera-mismo, que nos­
otros distinguimos del auténtico yo-mismo ( o él-
mismo) propiamente aprehendido”.
He aquí, pues, las dos preguntas que ahora sur­
gen ante nosotros: 1. ¿Es cierto que siempre per­
demos la autenticidad de nuestra existencia en la
alteración, en el desvivimos por los otros? 2. ¿Qué
precisiones podemos obtener respecto a la índole
de nuestro contacto con el prójimo?

1. Me parece indudable y necesaria —o indu­


dable por necesaria— la posibilidad de existir au­
ténticamente dentro del modo de ser de la coexis­
tencia. Antes fué brevemente analizado el modo de
procura que llamamos prevención, en la cual es
incuestionable, a mi juicio, la conservación de la
propia autenticidad, tanto en el “prevenido” como
en el “preventor”. En el acto del consejo lo que

213
hago justamente es esclarecer al aconsejado sobre
la autenticidad de su existencia misma, por él co­
tidianamente desconocida, y por mi parte, dado el
consejo, mi existencia puede continuar siendo su
propio destino. Pero, ¿y si mi existencia “consis­
te en” aconsejar, como le ocurre al médico, al maes­
tro y, en buena medida, también al sacerdote? (*).
Al hablar acerca de la constitución fundamen­
tal de la historicidad, desliza Heidegger un breve
párrafo que indudablemente contiene más de lo
que dice: “Si la existencia (***) ligada a destino
existe como estar-en-el-mundo en un co-ser junto
a otros, su suceder es un cosuceder y determina el
destino comunal ( das Geschick). Con ello desig­
nados el suceder de la comunidad, del pueblo. El
destino comunal no se compone de destinos sin­
gulares agrupados, del mismo modo que el estar
con otro tampoco puede ser comprendido como
una reunión de varios sujetos. En el estar con otro
en el mismo mundo y en la decisión para deter­
minadas posibilidades, son ya dirigidos de antema­
no los destinos singulares... El destino comunal de
la existencia, ligado al suyo singular, en y con su

( ') Al sacerdote en cuanto hace cura de almas, no en cuanto


m inistro del culto a la D ivinidad.
(**) Creo que en este párrafo puede lícitam ente traducirse
Dasein por existencia, en cuanto en él emplea Heidegger la expre­
sión das Dasein existiert.

214
generación (*), representa el pleno y auténtico su­
ceder de aquella existencia” 68.
Parece clara una consecuencia general: la exis­
tencia conservará su autenticidad en el coexistir
cuando éste cumpla un destino comunal en el que
se hallen subsumidos y por el que sean dirigidos
los destinos singulares que le integran. De ahí ema­
na naturalmente que también se puede vivir lo co­
tidiano de modo auténtico, siempre que esa convi­
vencia o coexistencia cotidiana sea realizada con
ánimo o intención de destino, esto es, de historia
o de salvación. La coexistencia cotidiana del cris­
tiano—en tanto sea vivida cristianamente— re­
presenta un permanente referir todas las accio­
nes cumplidas cerca de éste o de aquél prójimo a
un destino de salvación, a la vez suyo propio y co­
munal. Este destino comunal de la existencia va
ligado al destino singular de ésta —salvación en el
cuerpo ” místico y a su través—, es un schicksal­
haftes Geschick, dentro de la terminología heideg­
geriana. Del mismo modo, la coexistencia de un
español con otro —en tanto la vivan como real­
mente españoles— representa una actualización en
el suceder cotidiano de un destino a la vez comu­
nal y singular. Por fin, la procura del médico por
su paciente será un modo de existir auténtico en
(*) Generación en el sentido de Dilthey, Ges. Sehr., V, págs. 36-
41 (generación histórica).

215
tanto sea cumplida en el marco de un destino co­
munal a los dos; esto es, dentro de un entendimien­
to religioso o histórico-nacional del acto de curar­
le. Todo lo demás: profesión, luero, etc., es ya pura
cotidianidad, modo deficiente de existir el hom­
bre. He aquí el resultado: para el cristiano, para el
español, etc., en cuanto como tales actúen, no existe
cotidianidad; en el sentido de Heidegger, nunca la
coexistencia les convierte en “uno de tantos”. El
desvivirse” por alguien en la procura es un autén­
tico vivir y aun un transvivir, al menos cuando se
actúa en orden a un destino de salvación.

2. Más importancia tiene para mi problema ac­


tu al—conviene no olvidar su enunciado: la sali­
da del histerismo— la segunda de las cuestiones
propuestas, a saber: la indagación de precisiones res­
pecto a nuestro contacto con el prójimo.
También aquí puede servirnos lo adelantado en
relación con el problema del mundo exterior. Vi­
mos allí que, desde el centro íntimo de observa­
ción en que el hombre puede situar a su yo —des­
de el espíritu —, los centros de resistencia exterio­
res se configuran en objetos por virtud de una suer­
te de amorosa admiración contemplativa. Algo for­
malmente análogo sucede ahora. La peculiar rea­
lidad de nuestro contacto con otros centros autó­
nomos de vivencias, varias veces aludida ya. pue~
216
de ser contemplada (*), y de hecho lo es, desde
nuestra secreta atalaya: la fugitividad de la viven­
cia convivida se configura ahora en un tú. El mun­
do de la coexistencia se hace ahora para el hom­
bre, sucesivamente, una ordenación de tús; las ca­
tegorías fundamentales de este mundo nuevo son
el señorío, la secuacidad y la aversión; según ellas
se ordena el peculiar orbe de las personas.
¿En virtud de qué fundamental actividad es el
hombre capa/ de situarse ante el otro hombre que
acaba de descubrir? O, mejor, ¿qué género de re­
lación hay entre el hombre y ese mundo nuevo,
recién descubierto, por cuya virtud le mira como
realmente existente, a la vez como “tangible’ y
como “otro” ; ese acto radical sobre el que luego
se edificarán conocimiento y estimación? Siguien­
do la sugestión de Buytendijk, me parece adecua­
do reservarle también el nombre de amor. Pero el
amor adquiere ahora una singularidad estricta­
mente cualificada respecto al amor objetivador que
vimos unir al hombre con su mundo objetivo. Fren­
te a un hombre podemos objetivar su cuerpo o su
yo, como individual y autónomo —“resistente”—
“torbellino de vivencias” ; en modo alguno el cen-V

V ) Máí que contemplada, vivida. El térm ino “contemplación”,


tratándose de personas, es im propio, según veremos. P or el mo­
mento, sin embargo, convenía usar esta palabra en beneficio de
la claridad.

217
tro personal, hontanar vivo e inaccesible de actos
y de intenciones. De aquí que convenga estable­
cer desde ahora una distinción esencial.
De un lado está el modo amoroso que podemos
llamar amor de distancia o amor distante. Por
su virtud, admiramos objetivamente, “distancián­
dolo”, el objeto de nuestro movimiento amoroso.
Este orden de amor nos exige detenernos un mo­
mento en nuestro tráfico vital: así, ante cualquier
“objeto” amado, un cuadro, un rincón urbano, los
ojos de la mujer amada o el saber filosófico de un
sabio. Ante el amor distante, el hombre aparece
como cuerpo, como aparece la belleza de una es­
tatua griega; y su vida psíquica al modo de un “ob­
jeto” representable y aprehensible, también algo
“estatuario”, llámese acervo de saberes, produc­
ción poética —en tanto obra producida, no en tan­
to actividad creadora—, etc. Así amamos también
a la belleza, o a la verdad, o al bien, considerándo­
los “objetos ideales” en un ideal topos uranios.
Las cosas amadas son soporte de los valores que se
ama, en ellas realizados y actualizados: un cuadro
de Patinir actualiza la belleza azul y una escultura
de Montañés la belleza del dolor sereno e inocente.
Nuestro amor es entonces una aspiración hacia el va­
lor realizado y admirado; nuestro pasmo, como esa
detención momentánea antes del salto hacia arri­
ba en Ja que el atleta dispone el músculo para el
218
esfuerzo, es también un recogimiento del que, al­
zándose, sale disparada la mirada hacia los grados
superiores de lo valioso.
Se halla en profundo contraste con el anterior
amor a los objetos este otro modo amoroso del amor
a las personas, al que propongo denominar amol­
de instancia o amor instante. La persona no pue­
de ser reducida a objeto, no es objetivable, por la
razón potísima de no ser un objeto: es un centro
de actos, de los cuales el más esencial es ir siendo
haciéndose a sí misma. Por lo tanto, el amor a una
persona no puede ser nunca una admiración con­
templativa, sino un penetrar activo dentro de ella,
y no admirando el valor de lo ya realizado, sino
coejecutando con ella actos valiosos: estando ac­
tivamente dentro de ella, instándola. “Ni en el
amor ni en cualquiera otro acto genuino, aunque
sea un acto cognitivo, es posible objetivar a una
persona... La persona sólo puede serme dada en
cuanto coejecuto sus actos, bien cognitivamente en
la comprensión y en la copia vivencial, bien mo­
ralmente en la secuacidad”, como la persona del
Cristo es dada a sus secuaces, a sus discípulos (Sche-
ler) C!). Nuestra activa instancia se mueve en una
pesquisa y caza interior a la persona amada, de la
que han de ser botín su valor y su verdad. Sin em­
bargo, sería enteramente erróneo pensar que el
amor personal consiste en pura búsqueda de valo­
219
res nuevos y cada vez más altos en la persona arria­
da. Es cierto, en verdad, que el movimiento amo­
roso aspira esencialmente hacia los más altos va­
lores del amado, pero indiferentemente a si tales
valores van a encontrarse o no. El amor personal
no es en sí una aspiración; no es el deseo de rea­
lizar un fin. “Es el mismo amor el que de modo
continuo hace aparecer en su objeto cada vez más
altos valores (*), y precisamente en el curso de
su movimiento, como si éstos brotasen del objeto
amado por sí mismos, sin intervención del amante”
(Scheler) 70.
Indaguemos, empero, brevemente lo que en rea­
lidad ocurre, porque en el párrafo anterior se han
mezclado dos fenómenos diversos. En nuestra co­
existencia, ese modo de existir que hemos llamado,
con Heidegger, la procura, nos pone en contacto
existencial con al otro, con el prójimo. La expre­
sión percibida y la azarosa comprensión hacen de
ese contacto existencia! un contacto psicológico,
aunque muchas veces no llegue a la conciencia no­
ticia de su secreta ejecución; convierten al hom­
bre de solo en acompañado. Este contacto se veri­
fica a través del fenómeno de oscilación o azarosi-
dad en la aprehensión de vivencias convividas, en

(*) Compárese con Santa Teresa: “Que sólo amor es el que da.
valor a todas las cosas” (Exclamaciones del alma a Dios , 2).

220
el cual se cumplen a un tiempo una suerte ele ob­
jetivación del tú y la radical autonomía, transin­
teligible, inobjetivable y libre de la persona espi­
ritual (o del tú psíquico como persona, también
como persona). Aquí, en este liminar momento de
la comprensión personal, es donde se inserta nues­
tra instancia; comienza nuestra actividad compren­
siva a in-star a la cierta y fugitiva persona que
“con” nosotros, por obra de su libertad, abriendo
o cerrando la boca de su revelación a nosotros, co­
opera a la mutua comprensión. Lo que ante el ob­
jeto es “presencia” suya y “contemplación” amo­
rosa nuestra, aquí es recíproca “cooperación”, co­
laboración; en última instancia, con la plenitud de
sus acepciones, “coacción”. La comprensión perso­
nal es siempre una osada coejecución de un acto
espiritual con la persona de nuestra procufa o con
la supuesta persona de la hermenéutica histórica.
En el primer caso, partimos desde la expresión in­
tuida a la caza de la intención y del sentido expre­
sivos: entonces hemos “comprendido” una sonri­
sa o una parálisis histérica (*). En la tarea histo­
riogràfica, nuestro dato inicial son las “fuentes” ;
“desde” ellas, una vez depuradas pulcramente por

(*) Una de las grandes aportaciones de Freud, a pesar de su


errónea limitación interpretativa—la libido, único sustrato antro­
pológico—, fué la de enseñarnos a com prender que los síntomas
histéricos son “expresiones”, actos expresivos.

221
la crítica más severa, damos el salto hacia los se­
nos de las personas a que atañen las fuentes, co­
ejecutando los actos —escribir el libro, pintar el
cuadro, idear el templo o dar la orden de una ba­
talla-— engendradores de aquellas fuentes presen­
tes y objetivas; sólo entonces habremos “compren­
dido” en verdad La Celestina, Accio o Felipe II. En
uno y otro caso, sin embargo, y en medida todo lo
distinta que se quiera entx'e uno y otro, asienta la
misma esencial osadía o azarosidad respecto a la
certeza de nuestra comprensión.
Hasta ahí, el amor de instancia. No se trata to­
davía del amor en el sentido habitual de la pala­
bra —la amistad, el amor filial, el sexual, etc.—,
sino meramente de algo que hace posible luego la
edificación de todos los amores posibles o de to­
dos los odios (*). Que se trata de un acto radi­
calmente amoroso no puede ser puesto en duda,
en cuanto constituye un incoercible movimiento de
penetración (**) hacia y tras el ser de la perso­
na, “un arrebato que nos saca fuera de nosotros
mismos y nos transporta allende el ser” (Zubiri) 71

(*) Sobre las relaciones entre el am or y el odio, como formas


radicales de la coexistencia en sus planos antropológico y ético, no
puedo entrar aquí. Se encontrará mucho y bueno sobre ello en
Sebeler, IFesen und Formen der Sympathie, pág. 169 y sigs.
(**) Incoercible, en el sentido del “que el amor nunca está
ocioso”, de Santa Teresa (Moradas quintas, IV, 10).

222
o un derramarnos nosotros, de efundirnos hacia la
persona amada. A este amor, fundamento de todos
los otros modos de amar a la persona, es al que
llamo amor de instancia o instante, por recoger lo
que en él hay de penetración activa en el ser de
la persona. Aparece así clara la profunda relación
entre amor y comprensión personal —de la tota­
lidad de la persona— que Jaspers72 y Spranger 73
han puesto en evidencia, o la esencial ligazón agus-
tiniana entre el amatur y el noscitur.
Pero en el amor instante habita una constituti­
va incertidumbre respecto a la persona amada. La
comprensión es esencialmente falible; a pesar de­
que en la comprensión personal coejecute yo los
actos espirituales de la persona “comprendida”, yo
no puedo nunca estar seguro de que a esa persona
“la tengo en la mano” patente y cierta. Siempre, en
el coexistir, “hay dos” que coexisten, y así se deben
entender las profundas y anhelantes palabras del
maestro Eckhart: “Donde hay dos, hay dolor”. La
persona es siempre radicalmente autónoma e in-
fungihle; de un hombre podré “tener en la mano”
el trabajo de sus músculos o el acervo de sus sa­
beres; en modo alguno la intimidad inalienable de
su espontáneo centro personal.
¿Cómo acontece, pues, que de hecho estemos se­
guros de la expresada alegría o de la declarada es­
peranza del prójimo? Porque, indudablemente, es­
223
tamos seguros de ellas, o al menos podemos estar­
lo o lo hemos estado. Sin tal seguridad, la vida se­
ría sencillamente imposible; viviríamos en la más
desesperada soledad de una compañía inaprensible
—“la soledad de dos en compañía”, y aquí Cam-
poamor fue por una vez poeta—, seguros de que
el prójimo existe e incapaces de alcanzar en su ver­
dad una sola de sus vivencias. Pues bien: este trán­
sito del azaroso amor instante a la cierta y expresa
compañía tiene lugar por virtud de un modo de
existir constitutivo de la existencia humana: el mo­
do de existir de la creencia. Creer es tan propio del
hombre como preguntar. Un hombre incapaz de
preguntar, aproblemático, dejaría de ser hombre
para convertirse en piedra, en animal o en ángel :
un hombre incapaz de creer dejaría también de ser
hombre, perdería su humana consistencia: no po­
dría ni siquiera decir mi duda (*). La creencia,
unida al *'amor instante ”, da todos los tipos posi­
bles de lo que habitualmente se conoce con el nom­
bre de amor personal. Para este multiforme amor
personal —“amor” en sentido corriente, amistad,
etcétera—, en el que se nos revela con seguridad

(*) Acerca de las raíces existenciales de la creencia—la tensión


perm anente entre finitud y trascendencia, entre tem poralidad y
eternidad, en que el hom bre consiste—, no puedo entrar aquí.
Baste este somero apunte para señalar que el hom bre cree en
tanto existe, p o r lo mismo que su existencia es como es.

:224
la perdona cuyos actos coejecutamos, propongo el
nombre de amor de revelación o creyente.
Con ello, sin embargo, queda dicho mucho y no
hay dicho nada. Creencia ¿de qué? La pregunta es
grave y requiere urgente elucidación. Pero antes de
emprenderla quiero descubrir un delicado error en
que muchos poetas y filósofos incurren cuando ha­
blan del amor personal. El cual consiste en admi­
tir que el amor creyente —en el sentido que aca­
bo de indicar— borra las fronteras de la indivi­
duación entre el amante y la persona amada, les
identifica; así viene haciéndose desde el neoplato­
nismo. He aquí un manojo de expresiones que con­
firman lo expuesto. Sabunde: “ El amor junta a los
hombres en uno, y como de la mayor unidad resul­
ta la mayor fortaleza, así los hombres unidos por
este modo tienen grande e invencible fortaleza, y
cuando aman a Dios se unen entre sí y hacen como
uno solo’* TC Menos grave —y, por lo tanto, más
cierta— es la afirmación de Ausias March :

Puix amor vol qu’en amor tant m’estench


Per molta part de vos qui trob en mi,
T anta e tal qu’en altra no trobí 7n.

Habla León Hebreo de la amistad y dice: “Re­


mueve la individuación corpórea y engendra en
los amigos una propia esencia mental..., tan quita-
'5 225
da de diversidad y de diserepancia como si verda­
deramente sujeto del amor fuera una sola ánima
y esencia conservada en dos personas y no multi­
plicada en ellas” 76. He aquí a E. v. Hartmann: el
amor es “una identificación del amante y el ama­
do, como una ampliación del egoísmo...”, debemos
ver en él “la realización parcial del principio de la
identidad esencial de los individuos” “ . Análoga­
mente piensa el Hegel joven: el amor es “un senti­
miento de lo viviente, y como vivientes, los aman­
tes son un sólo ser” 7S. O Spranger: “En el amor
cumplido se hunden las barreras de la individua­
ción. Los sentimientos del yo y del tú, la mismi-
dad y el enajenamiento, la libertad y el renuncia­
miento coinciden en él plenamente. El yo que ama
es distinto del ávido y egoísta; es un sobreyo que
se reencuentra enriquecido en el tú” 70. Las citas po­
drían multiplicarse; la línea romántica, el misti­
cismo nórdico y el orientalismo (Schopenhauer)
nos darían abundante material, o el tipo histé­
rico-cultural que Dilthey llama idealismo objeti­
vo (*).
Trátase en todos estos casos de una evidente ilu­
sión. El amor personal auténtico, precisamente por
ser personal, está siempre fundado sobre la liber-
tal y la autonomía de la persona amada. Seheler

(*) Véase la exposición que antes hice del historism o.

226
lia destacado cou singular energía esta profunda
verdad, tan radicalmente cristiana: "‘’Al amor per­
tenece justamente aquella penetración comprensiva
en otra individualidad formalmente distinta del yo
que penetra, y en cuanto es otra y distinta, así como
una afirmación cálida y emocional de su realidad
y de su modo de ser...” “Es precisamente en el
amor más profundo y perfecto cuando exclusiva­
mente se nos revelan Jos límites de la persona ab­
solutamente íntima” so. La ilusión consiste en con­
fundir el amor personal con alguna de las formas
«le la simpatía o contacto emocional, sobre todo con
la fusión emocional ( Einsfiihlvn ) . Entre el amor
escuetamente personal o acósmico y la fusión emo­
cional, polos extremos de la coexistencia emocio­
nal, un análisis fenomenològico permite aislar las
siguientes formas de la simpatía: la copia emocio­
nal (Nachfühlung), el cosentimicnlo (Mitgefühl)
- -compasión, piedad, etc— y la humanidad, como
"amor al hombre en general”. Todas estas formas
de la simpatía “pueden” acompañar a! amor perso­
nal, confundirse con él y confundir al amante res­
pecto a la verdadera naturaleza del acto amoroso en­
tre personas.
Pero siendo esto cierto, no lo es menos que el
amor creyente “nos pone en la mano” de modo
cierto, si no la libertad inalienable de la persona
amada, al meno6 sus contenidos coejecutados, los ac­
227
tos cumplido» en nuestra coexistencia con ella. Los
innumerables ejemplos de adivinación respecto a
la conducta y a los actos del otro entre dos perso­
nas que se aman, su mutuo y exhaustivo “conoci­
miento”, son pruebas patentes de ese “tener en la
mano” la vida personal que se da en el amor cre­
yente. El hombre, por su obra, se convierte en
abierta revelación: “me abrió su corazón”, decimos
en castellano de casos análogos, y aun nos referi­
mos con ello a la excepción, porque en el verda­
dero amor el corazón está permanentemente abier­
to. Ahora podemos dar exacto sentido al per molta
part de vos qui trob en mi del amoroso Ausias
March. De alu que la creencia también pueda ser
confundida con la identificación, y de hecho lo
haya sido, aun siendo fundamentalmente cierto lo
que respecto al amor personal nos ha dicho Schei er.
Volvamos, empero, al modo de existir de la
creencia amorosa. Si las cosas del espíritu pudie­
ran reducirse a fórmula matemática —que no lo
son, pese a Herbart y a Fechner—, osaríamos esta­
blecer la del amor creyente así: amor creyente
= amor instante -f- creencia. ¿ En qué consiste esta
creencia que a la vez se nos impone y nos libera?
Se impone a nosotros: sin saber cómo ni por
qué (*), un día nos encontramos, por virtud suya,

(*) Las ‘"afinidades electivas’’ o cualcjuier otra explicación psi-

228
que el alma de esta o de la otra persona nos entre­
ga su secreto y quedarnos liberados de aquella vana
excursión venatoria que era nuestra convivencia en
el amor instante. Sigue ahora nuestra activa y no
ociosa inmersión en el alma del otro; pero de ella
volvemos con las manos llenas de su verdad y su
valor. Lo que era inseguro tanteo se ha trocado en
certísima cosecha. Frente al amor creyente, fraca­
sa la más rigorosa y afilada actitud crítica; un cri-
ticista enamorado con amor creyente sabría con
certeza intuitiva que la persona amada “es así” y
no se le podría apear de ello; porque la creencia
no afirma una realidad anterior vacilante, sino des­
cubre una realidad nueva y nos hace “verla” (*).
Y respecto a su origen, sólo podemos decir que se
da segurísimamente en cuanto hay convivencia (**)

cológica no pasan de ser teorías resignatorias. Cosas nuíy finas sobre­


esté problem a y sobre otros en torno al amor, en J. Ortega y Gasset,
Estudios sobre el amor, Espasa-Calpe, 1940. En útlim o térm ino,
pese a toda finesse psicológica, está el “porque Dios lo quiere”,
como en todo lo verdaderam ente radical de la H istoria.
(*) “N adie duda de lo que v e; todo lo más de lo que piensa”,
decía Antonio Machado p o r boca de Ju an de Mairena. Del mismo
orden, en un plano más elevado, el Domine, ut videam!
(**) Ahí descansa la “seguridad” de encontrar un “verdadero”
amor, pese a la trivial cotidianidad de la expresión, cuando un
hom bre frecuenta la sociedad de m ujeres “p o r encontrar novia” .
Y lo mismo en otras formas del am or personal. En la convivencia
hay siempre amor, aunque el hom bre no lo quiera. El teorizante
del “odio a la hum anidad” tiene que re cu rrir a una voluntaria so­
ledad como “técnica” para poder m antener su postura. Lo cual, p o r

2 2 9
y que precede al amor, en el sentido habitual de esta
palabra: no se cree porque se ama, como a veces
suele admitirse, sino se ama porque se cree. Pre­
guntémonos, pues: ¿en que consiste esta creencia
del amor creyente?
A mi juicio, la esencia misma de esta creencia
amorosa podría expresarse así: consiste en una
suerte de secreta evidencia, por cuya virtud se nos
revela intuitivamente la realidad de un destino co­
munal (ein Geschick, en el sentido de Heidegger)
que codetermina nuestro singular y auténtico des­
tino. Ei amor creyente supone el descubrimiento de
un destino, de un co-destino, y su aceptación. La
existencia de un hombre aislado consistiría en un
mero irse haciendo, sin determinación de ese ha­
cer. Robinsón no podría ser de otro modo ; pero Ro­
binson no existe sino como ficción pura. La exis­
tencia del hombre real, acompañado y amoroso,
consiste en un poder y querer ir haciéndose según
el hilo de un aceptado destino comunal: amistad,
familia, amor de hombre y mujer, patria, comuni­
dad religiosa. Al amor instante se une siempre, ve­
nida de no se sabe dónde, la creencia intuitiva en

otra parte, no quiere decir que “todos los hom bres son natural­
m ente buenos”, al modo russoniano. Se puede saber que un hom bre
es malo y am arle, como Cristo ama a los “pecadores”.

230
una u otra forma de destino comunal con la per­
sona instada; y si es cierto que con las personas co­
existentes podemos convivir ajenos a toda común
destinación —en pura cotidianidad, siendo todos
“uno cualquiera”—, también lo es que ello suce­
de sustituyendo la verdadera instancia por la “con­
vención” o por el “contrato”, abobándola (*). Amor
instante supone por sí autenticidad en el existir;
pero el amor instante no puede existir realiter sino
como amor creyente, amor destinado o misivo (**).
De ahí que el destino singular de cada hombre,
siendo innegable, en cuanto el hombre es persona,
presente en su flanco constitutivamente ciertas
“muescas” que le enlazan con otras personas en un
total destino comunal. Gtra vez aquello del Géne­
sis: “No es bueno que el hombre esté solo”. El des­
tino personal es como una pirámide. Termina en el
incompartible punto de su mismidad; pero tiene a
su costado planos a los que pueden acostarse otros
homólogos; más aún, y esto ya no puede darlo la
imagen geométrica, “tienen que irse” acostando
para que la pirámide misma exista realmente.
Siempre, pues, que el hombre coexiste auténti­
camente con su prójimo hay para él eo ipso una

(*) En cuanto el m atrim onio se convierte en un m ero “contra­


to ”—laicismo—o en una “ convención”—-costumbre—se cotidianiza
o desautentifica la existencia de los cónyuges.
(**) Uso aquí un preciso y precioso neologismo de Zubiri.

231
creencia rectora y reveladora. Lisa y llanamente r
una revelación. Acabo de ver a un amigo. Hemos
hablado de cosas triviales, cotidianas; en aquel mo­
mento de charla sobre la vida que pasa hemos vi­
vido al margen de toda destinación, fuimos uno de
tantos que hacen lo mismo en uno de tantos cafés.
Ni yo era entonces “yo” ni él era “él”. Pero en la
conversación ha incidido el tema del personal que­
hacer: yo he hablado de un próximo libro; él, de
un posible drama. Pues bien: en aquel momento
ha habido en nosotros, con la mínima solemnidad,
la genuina revelación de un destino comunal. Yo
he comenzado a ser “yo” y él “él”. Mi libro y su
drama eran proyectos nuestros, inalienablemente
nuestros, necesarios para que yo y él lleguemos a
ser propiamente nosotros mismos. Y, sin embargo...
Por debajo de mi libro y su drama, codeterminan­
do nuestro intransferible y auténtico acto personal
de proyectarlos, hemos entrevisto cierto, preciso,
revelado, nuestro codestino de amigos, la razón de
nuestro amor de amigos, la específica creencia que
define en “amistad” creyente nuestro amor instan­
te de personas en contacto: la revelada creencia de
nuestro destino como hombres coexistentes en una
generación del mundo y de España. En el plano de
lo propiamente personal, al mismo tiempo que in­
feríamos y proyectábamos nuestro auténtico y sin­
gular destino en tanto “yo” y “él”, hemos descu-
232
bierto, revelada, nuestra vinculación personal, el
lazo amoroso y creencial que constituye nuestro
personal “nosotros”. Más aún: sólo en tanto nos
hemos visto incluidos con nuestra singularidad en
el destino comunal, hemos podido reconocer líneas
normativas —“objetivas”, si cabe hablar así en el
orden de lo genuinamente personal— para nues­
tro proyectado quehacer. De otro modo, este último
habría sido puramente azaroso, puramente equívo­
co. dentro de su proyectada autenticidad (*). Po­
dría analizarse de modo análogo el amor entre hom­
bre y mujer, o amor de enamoramiento, revelador
del codestino que suele expresarse trivialmente en
la frase “ser el uno para el otro” (**) ; o el amor de
hombre a hombre, como tales meros hombres, en
el que se infiere la “religación” religiosa entre los
destinos de los dos, a pesar de la singular destina­
ción religiosa de cada uno: descúbrese como “re­
velación”, en definitiva, el destino de la Humani­
dad, siempre interpretado por el hombre de modo
religioso o seudorreligioso: trascendente, al modo
(*) El destino comunal, podría decirse forzando un poco el
sentido escolástico de las palabras, convierte al destino singular de
equívoco en analógico. N aturalm ente, la constitutiva libertad de la
persona im pide que el destino del hom bre sea unívoco, al menos
en el plano de lo tem poral.
(**) Una copla popular española expresa con maravillosa p ro­
fundidad la cotidianizaeión de la relaci n de hom bre y m ujer pa­
sado el “auténtico” am or : “Tu calle ya no es tu calle — que es una
calle cualquiera — camino de cualquier parte” .

233
del Cristianismo y, en general, las religiones posi­
tivas, con destino escatologico ; o mítico —quiliásti-
co, seudohistórico— al modo del progresismo en
cualquiera de sus formas, el marxismo, etc.
ha revelación, como acaba de verse en este apre­
tado índice de posibilidades, puede asentar en di­
versos planos; aunque todos ellos sean seguramente
reductibles a dos cardinales : el plano histórico -—co­
existencia generacional, nacional, etc.— y el sobre
o metahistórico —coexistencia religiosa de la pura
bombreidad—. Pero un análisis profundo de la
existencia humana nos impide detenernos en la
misividad puramente histórica del destino y consi­
derarla como radical y única posibilidad de exis­
tir el hombre. La indagación fenomenològica de
Zubiri, antes mencionada, acerca de la constituti­
va religación de la humana existencia —Dios como
el “algo” que la religa y fundamenta, como “lo que
hace que haya esto que hay”—, nos muestra que
un afán de radicalidad en la indagación de lo que
es constitutivo a la existencia no puede detenerse
en su constitutiva temporalidad, sino en el polo ín­
timo suyo de donde le viene el fundamento de ir
siendo en el tiempo y su misividad, su condición
de ser enviada o lanzada a ese ir siendo. En defi­
nitiva, de lo sobretemporal, de Dios. Toda revela­
ción de un destino comunal que se quede detenida
en la pura temporalidad, en la Historia, es un mo-
234
do deficiente de revelación. Una indagación radical
de toda revelación creencial en orden a la codes-
tin adóni del hombre —y la destinación del hombre
siempre es codestinación, como hemos visto— con­
duce siempre al plano de la Divinidad, de lo eter­
no, El repudio de esta existencial creencia, la des­
ligación de la existencia, la superbia vitae —en la
que el hombre cierra los ojos a la fundamentación
de su existencia auténtica, “encubriendo” a Dios—,
es justamente aquello en que consiste existencial-
mente el ateísmo (Zubiri).
La revelación en el amor creyente nos ha con­
ducido a Dios. No a ninguna religión positiva, pero
sí a una teodicea de la existencia humana, al des­
cubrimiento “de lo eterno en el hombre”, por em­
plear el título scheleriano. Ahora ya nos es posi­
ble entender aquella esporádica frase de Dilthey,
tan sorprendente (v. el cap. I), según la cual una
biografía sólo puede hacerse mirando al biografia­
do sub specie aeterni. Y también las expresiones
sobre el amor que se leen endos textos sagrados del
Cristianismo. Leamos la Epístola de San Juan: “Si
nos amamos los unos a los otros, Dios reside en
nosotros y su caridad es cumplida en nosotros”
(San Juan, I Ep., IV, 12); o en San Pablo: “Sois,
pues, el cuerpo de Cristo y miembros de otros miem­
bros” (San Pablo, I Cor., XII, 27); “Tengan los
miembros la misma solicitud unos de otros, por
235
manera que si un miembro padece, todos los miem­
bros compadecen” (I Cor., XII, 25, 26) ; “La cari­
dad nunca deja de ser..., mas el conocimiento (-(vó>c;'cv
pasará” (I Cor., XIII, 8). El hombre radicalizado,
aquel que en la comprensión de su existencia llega
a su mismo fundamento, descubre en su amor cre­
yente: 1, que coexiste en Dios con los otros hom­
bres, al modo de los miembros de un mismo cuer­
po: la coexistencia es correligación en Dios, y et
destino singular de cada hombre, un destino comu­
nal divinamente fundado; 2, que el amor creyente
entre un hombre y otro debe ser entendido, en úl­
tima instancia de su autenticidad —en el modo ul-
traauténtico de existir que es el religioso—, como
amor de Dios y en Dios (“Dios reside en nosotros” ),
y 3, que la caridad, el amor creyente a las personas
en Dios, “no deja de ser”, en cuanto es un acto
cumplido en el polo de contacto de la temporali­
dad del existir con el fundamento que “hace que
sea” (*). He aquí, pues, que un entendimiento

(*) N aturalm ente, las expresiones de San Juan y San Pablo se


apoyan en la revelación sobrenatural, no en un análisis existencial.
Lo que yo quería tan sólo señalar es que u n radical análisis de la
coexistencia nos lleva hasta la ribera de la sobrenaturalidad—d e
la eternidad—y que la revelación constitutiva al am or entre per­
sonas descansa siem pre, quiérase o no, en una im plícita, encu­
bierta o disim ulada revelación de lo religioso.

236
existencial y cristiano de la convivencia personal
nos revela que las personas existen a la vez: 1, li­
bremente entre sí; 2, la una para la otra en Dios, y
3, una y otra para Dios.
El amor creyente, en fin, se nos revela con sig­
no contrario al del amor distante u objetivo. En
aquél había una aspiración del amante hacia la
cosa amada, y su modo más evidente era la ad-mira-
ción amorosa y contemplativa del objeto. En éste,
amamos “desde” Dios, residiendo Dios en nos­
otros; por lo tanto, desde el sumo valor. El amor
creyente entre persortas es un derramamiento, una
efusión del amante hacia el amado. Es cierto, como
Scheler sostiene, que vamos descubriendo valores
cada vez más altos en la persona amada, coejecu­
tando con ella amorosamente los actos de nuestro
coexistir; pero, en rigor, no “ascendemos” en el
seno de la persona amada —ni ella en nosotros, en
cuanto es amante— ; más bien “descubrimos” sus va­
lores desde nuestro existencial “endiosamiento”, des­
de nuestro “entusiasmo”. Esta es justamente la di­
ferencia radical entre la idea helénica del amor
—el eros— y la cristiana —el agape johánnico y
paulino—. El eros es, en definitiva, amor distante,
amor a objetos naturales —un caballo— o ideales
—la belleza— ; una aspiración arrebatada, una ma­
nía hacia lo excelso. El agape o caridad es amor

2 3 7
creyente entre personas (*(*) que viven radical­
mente su coexistencia en Dios, su comunal destino
de miembros de un mismo cuerpo; una efusión ha­
cia lo amado desde mi alcanzado “endiosamiento’'.
La procura revelada en la creencia se ha hecho ca­
ridad, y a través de ésta se han abierto para el hom­
bre las puertas del prójimo y las de la temporali­
dad, las de la Historia

jtj * jtj

Volvamos ahora al problema fundamental de


nuestra meditación, nuestra pregunta por la “ob­
jetividad” de las normas en la Historia, nuestro em­
peño médico por la “curación” del histerismo.
Recapitulemos brevemente los jalones de nues­
tra meditación: 1. La realidad del mundo físico se
había ido “evaporando” para la física moderna,
bien en una suerte de relativización matematicista,
mensurativa, bien por causa de lo que llamamos
entonces “penetración del tiempo en el seno del
fenómeno físico” : indeterminación o bistorifica-
ción del conocimiento del cosmos. 2. La considera-
(*) No en vano ha sido el Cristianismo el que ha traído al m un­
do la idea de persona.
(**) La radical diferencia entre el eros y el agape ha sido ex­
celentem ente estudiada por A. Nygren en Eros und Agape. Gestalt­
wandlungen der christlichen Liebe. I, G ütersloh, 195Ó. Algo hay
tam bién en Scheler, El resentimiento y la moral.

238
cion del hombre como un ser constitutivamente en­
tre y con las cosas, y la de las cosas como centros
de resistencia objetivos, como objetos subsistentes,
nos devolvió teóricamente —prácticamente no la ha
perdido nadie— la seguridad del mundo físico. En
el fondo descubrimos el amor objetivo o distante
como esencial actividad del hombre. 3. Nos pregun­
tamos entonces: Si considerar teóricamente el “ma­
nejo” de las cosas nos ha salvado de la relativiza-
ción del mundo físico, ¿no nos salvará de la relati-
vización del mundo histórico —del histerismo to­
tal— la consideración teórica de lo que sea “tra­
tar” —manejar— a una persona? 4. Nuestra pri­
mera cuestión era, pues, la tocante a la realidad y
al conocimiento de las personas exteriores. El aná­
lisis nos demostró que a la existencia humana tam­
bién pertenece constitutivamente un estar entre y
con los hombres; existir es coexistir. Sobre esta
base ontològica estudiamos cómo aparece de hecho
nuestra seguridad respecto al prójimo y los proble­
mas que plantea su conocimiento. 5. Quedó paten­
te que el conocimiento de las personas al “tratar­
las” consta de dos momentos fenomenològicamen­
te distintos: nuestra certeza de su realidad y la cer­
teza mutua de nuestra mutua y coejecutada convi­
vencia. 6. Esta segunda certeza sólo le es dada al
hombre por virtud de lo que llamamos “amor cre­
yente”, en el cual hay para una y otra existencia la
239>
revelación de un común destino que les religa res­
petando sus destinos singulares. 7. La coexistencia,
radicalmente considerada, nos revela que el des­
tino comunal asienta por modo necesario en el des­
tino religioso de cada hombre, en su doble condi­
ción de destino singular y de destino compartido
en la comunidad personal de los hombres.
¿Qué pensar, en orden a nuestro problema, des­
pués de este largo y arduo camino? ¿Cómo el “tra­
tamiento” de las personas nos redime de la fugaci­
dad, azarosidad y relatividad del existir histórico?
Recordemos que el coexistir de modo auténtico, al
tiempo que nos revela un destino comunal —y jus­
tamente por obra de esta reveladora creencia—,
señala ciertas líneas a nuestra autenticidad perso­
nal, ciertas “normas” a lo que de otro modo sería
un “ir siendo” puramente azaroso. El hombre pue­
de seguirlas de varios modos auténticos ( “analogía
de la autenticidad en la coexistencia” : dentro de
mi destino comunal de español puedo cumplirlo
auténticamente de modo diverso, como médico o
como “hombre de acción”, por ejemplo), o puedo
no atender aquellas líneas normativas, desconocer­
las, y entonces caigo en el modo impropio de exis­
tir que llamamos cotidianidad, paso a ser “uno de
tantos”. Pensemos que cada destino comunal acep­
tado impone “objetivamente” ciertas normas esti­
mativas, morales, etc. En consecuencia, la revela­
ción en el amor creyente nos señala normas válidas
a nuestro quehacer y a nuestra estimación. La ob­
jetividad de la existencia histórica se llama revela­
ción. El combate contra el historismo no puede ha­
cerse mediante conceptos tomados del conocimien­
to físico; era, pues, una empresa esencialmente
vana preguntarse por la “objetividad” de las nor­
mas de nuestra conducta histórica; en cuanto las
personas no son “objetos”, no pueden estar some­
tidas a “objetividad”, como lo está el astro para
ocupar en el tiempo, “objetivamente”, sus diver­
sas posiciones en la órbita. Lo cual tampoco quie­
re decir que la norma histórica no sea firme, den­
tro de lo que el “deber ser” supone para la liber­
tad de la persona; sólo que la firmeza no es ahora
objetiva, sino revelada. Por otro lado, el hecho de
que la norma del destino personal proceda de una
creencia no quiere decir que sea caprichosa y “sub­
jetivamente modificable”, en el sentido romántico
del “vivir mi vida”, etc. La creencia reveladora nos
hace ver la norma de nuestro destino en el ámbito
de la coexistencia; lo que liemos de ser nosotros en
nuestro ir siendo se nos revela, si vale hablar así,
“fuera de” nosotros y de nuestro capricho, esto es.
como antes decíamos, “con firmeza”. El destino co­
munal es un “desvivirse” para más auténticamente
“vivir”. En contraste con el empeño de Meinecke,
no es la conciencia moral lo que “eleva un preciso
16 241
seto contra toda subjetividad” y “defiende infali­
blemente contra el descarrío de una visión relati -
vizadora del mundo” (*) ; no es la libre ausculta­
ción de Dios en el verbum internum —mentalidad
de protestante frente a la Biblia—, sino la norma
“fuera de nosotros”, a la que se conjuga la liber­
tad interior: mentalidad católica, norma escrita,
convivencia contra individualismo, personalidad
realizada en “cuerpo” místico, in Ecclesia.
Tiene razón Ortega 81 insistiendo en que el hom­
bre necesita históricamente diversas “revelacio­
nes”. Le lia faltado ver, no obstante, dos profundas
determinaciones de la revelación histórica para que
en verdad sea auténtica y no capricho del hombre
que “hace su historia”. La primera consiste en el
recién descrito parentesco entre revelación y desti­
no comunal. La segunda está en el fondo a que se.
llega radicalizando nuestro entendimiento de esa
reveladora creencia. Siendo cierto lo anteriormen­
te expuesto en orden a la norma histórica y a su
firmeza, no lo es menos que esta firmeza asienta
hasta ahora en la pura temporalidad. El problema
sigue vigente; todavía no hemos llegado a la sép­
tima vuelta en nuestra circunvalación de esta Je-
ricó de la Historia. Pensemos, no obstante, que la
coexistencia y el destino comunal en ella inferido

(*) Véase el apartado “Sobre la curación del historism o”.

242
descansan sobre ese raro “ser” que hace que seamos,
al cual llamamos comúnmente Dios. En consecuen­
cia, la norma histórica de nuestro auténtico co­
destino —de nuestra radical compañía— descansa
siempre, querámoslo o no, conozcámoslo o no, so­
bre el fundamento de una última norma religiosa.
El “deber ser” histórico, en virtud del cual nos
convertimos en hombres auténticos por obra de un
destino singular y comunal, es siempre un “deber
ser” religioso. Repitamos, mutatis mutandis, lo an­
tes dicho: dentro de mi destino comunal de hom­
bre puedo cumplir auténticamente de modo diver­
so —puedo casarme o no, etc.— las normas de mi
inscripción en el a la vez singular y comunal fun­
damento religioso de mi existencia, o puedo libre­
mente no atenderlas, desconocerlas, y entonces me
convierto en un cotidiano “uno de tantos”. Sólo
la norma religiosa salva de la cotidianidad. Pero
la norma religiosa exige ya el paso desde la religio­
sidad natural o “existencial” —esta que hemos in­
ferido en el análisis del coexistir y a cuya ribera
nos encontramos— a la religiosidad positiva. El
problema de la nueva “revelación”, ahora desde la
eternidad, en cuya virtud aparece la religión po­
sitiva, trasciende ya mi análisis de la coexistencia.
Baste anotar que sigue apoyándose sobre la creen­
cia—una nueva creencia, la fe teologal—, a la curl
aparece evidente, cuando existe, la nueva realidad,
24?
la palabra expresa de Dios en la Escritura —textos
sagrados-— o en el tiempo: “Verbo” encarnado. La
religiosidad se hace así vida nueva de la existen­
cia, asentada sobre la norma creída, sobre la “nue­
va ley”. Frente a la interpretación de Meinecke
ante la última norma —protestante, subjetivista—
está la nuestra, por igual intimista y normativa, a
la vista de San Juan y San Fabio: la existencia co­
mo simultaneidad de un “Dios en mí” y de un “ in­
vicem membra” (*).
¿Qué sentido tiene para nosotros, entonces, el
profundo verso de Goethe sobre que se apoya Mei­
necke: “el instante es eternidad” ? “Instante” admi­
te tres acepciones: brevísimo lapso temporal, lo que
“está en” o lo que insta o urge. Equiparar la pri­
mera acepción a la eternidad es un puro dislate.
Pero las otras dos son precisamente las que enlaza
nuestro concepto del “amor instante” : por él “es­
tamos en” —en la persona coexistente— y a la vez
instamos o urgimos un real convivir la fugitiva vi­
vencia. Pues bien: este doble sentido es el que al-

(*) Insisto sobre la radical diferencia entre las dos creencias y


las dos revelaciones. La creencia por la que descubrimos la reve­
lación de un destino comunal es espontánea; para no verla tene­
mos que “cerrar los ojos”, entregándonos al tráfico cotidiano. La
creencia por la cual se nos revela la verdad de una determ inada
religión positiva nos viene otorgada (fe teologal); recuérdese el
“ ¡Señor, ayuda mi incredulidad!”, del Evangelio.

244
berga en su seno la palabra alemana Augenblick,
mirada, ojeada e “instante”. La mirada penetra en
la otra persona, está en ella y a un tiempo la insta
o urge a que entregue su secreto. He aquí el senti­
do propio de la expresión goethiana. El instante
como contacto personal, como mirada entre perso­
nas. Si a esa instancia del instante se une la creen­
cia, el amor creyente nos pone en contacto con el
destino, y éste, ya lo hemos visto, con la eternidad.
Digamos, pues, con Goethe: “el instante es eterni­
dad”. Mas no olvidemos que esto sólo es cierto mi­
rando al prójimo con radical hondura, haciendo
pie en el fondo de nuestro común destino, esto es,
religiosamente. Desde ese último polo de la exis­
tencia, la mirada del hombre abarca totalmente y
posee acto a acto-—¡ay, si luego no llegase el des­
carrío o la cotidianidad!— su destino entero. “Se
tiene en la mano a sí mismo”. Su vida es, en la es­
peranza de poder ser interminable, tota simul et
perfecta possessio; eternidad, según Boecio.

245
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M E N T A R IA S

1. Simmel: Lebensunschuuung, pág. 80.


2. T roeltsch: Der Historismus und seine Ueberwindung, pág. 60.
3. M einecke: Vom geschichtlichem Sinn und vom Sinn der Ge­
schichte, págs. 17-22.
4. X. Z ubiri : Loc. cit.
5. Beiträge zur Lösung der Frage vom Ursprung unseres Glue
bens an die Realität der Aussenwelt und seinem Recht,
recogido en Ges. Sehr., V, págs. 90-138.
6. “M etaphysik der W ahrncm ung und das Problem der Realität” ,
en Die Wissensformen und die Gesellschaft, págs. 455-482.
7. V. U exküll: Umwelt und Innenwelt der Tiere, 2." ed., Berlin,
1921, y Streifziige durch die Umwelten von Tieren und
Menschen, Berlin, 1934.
8. Pueden verse su Psychologie des Animaux, París, 1928, y
“Sobre la diferencia esencial entre el anim al y cl hom bre” ,
Rev. de Occidente, núms. 153 y 154, 1936.
9. San Agustín: De trinitate, IX, 12 n. 18.
10. Platon: Banquete.
11. San A gustín: De div. quaest., 83, cucst. 35.
12. E. H usserl: Investigaciones lógicas, t. IV, págs. 150-164 de la
trad, española, M adrid, 1929.
13. “Die Typen der W eltanschauung”, Ges. Sehr., V III, pág, 80.
14. Beiträge zur Lösung...: “D er Glaube an die R ealität anderer
Personen”, Ges. Sehr., V, 110-114.
15. Plan der Fortsetzung zum Aufbau...: “Das V erstehen anderer
Personen und ihrer Lebensäusserungen”, Ges. Sehr., V II,
205-227. Sc truta de un manuscrito de Dilthey incorporado
por Groethuyscn a la edición de obras completas. Debe de
ser de los últimos escritos (“Allerletztes M anuskript”, dice
su cubierta i.

246
16. Cit. por K öhler, Psychologische Probleme, Berlin, 1933.
17. "Der A ufbau d er geschichtlichen W elt in den Geisteswissen­
schaften”, Ges. Sehr., V II, 86.
18. Ibid., Ges. Sehr., V II, 141.
19. Ibid., Ges. Sehr., V II, 143.
20. Ibid., Ges. Sehr., V II, 87.
-21. “Die Entstehung der H erm eneutik”, Ges. Sehr., V, 318.
22. Fr. Seiffert: “Psychologie, M etaphysik der Seele”, en el Hand­
buch der Philosophie, de Bäum ler y Schröter, M unich y
Berlin, 1928, pág. 93.
23. “Die K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pág. 234.
.24. E. Spranger: Lebensformen, 6.a ed., H alle, 1927, pág. 27. La
traducción española de este famoso libro (Madrid, 1935,
pág. 45) traduce Sinngehalt p o r sustancia de sentido, con
notoria inadecuación respecto a la postura y a la intención
de Spranger. Me ha parecido oportuno em plear el término
haber— como sustantivo—, a la vez idóneo y neutral frente
a la idea de sustancialidad.
-25. Ibid., pág. 419.
26. “Die Entstehung...”, Ges. Sehr., V, 319.
27. “D er Aufbau...”, Ges. Sehr., V II, 141.
28. “Entwürfe zur K ritik der historischen V ernunft”, Ges. Sehr.,
V II, 191.
29. V. “Die Selbstbiographie”, en Dilthey, Ges. Sehr., V II, 199, y la
Geschichte der Selbstbiographie, de G. Misch.
30. “Plan der Fortsetzung zum Aufbau...” , Ges. Sehr., V II, 216.
31. Ibid., pág. 211.
32. "’Plan der Fortsetzung...”, Ges. Sehr., V II, 214.
33. Ibid., pág. 217.
34. Troeltsch: “Die Logik des historischen Entwicklungsbegriffes”,
en Kantstudien, XXVII, 3-4, pág. 286.
35. A. K ronfeld: Das Wesen der psychiatrischen Erkenntnis, Ber­
lin, 1920, págs. 113 y sigs. La posición teórica de K ronfeld
se halla entre una vision neokantiana de la Ciencia y la fe­
nomenología como instrum ento descriptivo. Desde luego,
no llega al fondo del problem a que ahora me ocupa.
36. Th. L ipps: “Das Bewusstsein von frem den Ichen”, Psychol.
Unters., I, 1907, y Leitfaden der Psychol., 3.a ed., 1909,
págs. 48 y sigs.

247
37. j. V olkelt : Das ästhetische Bewusstsein, Munich, 1920.
38. II. M ünsterberg: Grundziige der Psychologie, I, 2.“ cd., Leip­
zig, 1918.
39. Ges. Sehr., V, pág. 112.
40. M. Seheier: Wesen und Formen der Sympathie, 3.a ed., Bonn,
1926, págs. 277 y sigs.
41. \V. K. C lifford: Seeing and Thinking, Lectures and Essays,
2 voi., 1879 (cit. por Scheler, loc. cit., pág. 4).
42. A. R iehl: Der philosophische. Kritizismus und seine Bedeutung
für die positive Wissenschaft, t. II, 2.a parte, págs. 156-172.
43. Ges. Sehr., V, págs. 112-113.
44. Loc. cit., págs. 21 y 233.
45. O. K ülpe: Die Realisierung. Ein Beitrug zur Grundlegung der
Realwissenschaften, II, pág. 40, Leipzig, 1920.
46. M. Seheier: Loe. cit., pág. 279. Añade Seheier: “el día eu que
se descubra «pie sólo se trata de una ilusión, el solipsismo
sería la única consecuencia lógica"’.
47. J. V olkelt: Loc. cit., Abschnitt IV.
48. H. D riesch: Philosophie des Organischen, 2.“ ed., págs. 531-34.
49. M. Scheler: Loc. cil., III parte, págs. 244-307. Tam bién Der
Formalismus in der Ethik y Ordo amoris. El análisis del
fingido Robinson se encuentra en Der Formalismus, pá­
ginas 542-43.
50. Th. L itt: Individuum und Gemeinschaft, 3.“ cd., Leipzig,
1926, pág. 141.
51. M. Scheler: “Erkenntnis und A rbeit”, cn Die Wissensformen
und die Gesellschaft, pág. 477.
52. W. u. F. der Symp., pág. 301 ; “Erk. u. Arb.”, loe. cit., pág. 477.
53. Ejemplo tomado de I". Graebner, El mundo del hombre pri­
mitivo, M adrid, 1925, pág. 30.
54. K offka: Die Grundlagen der psych. Enlwick., pág. 96. Hay
edición española.
55. A. A. G rünbaum : “ Die S truktur der Kinderpsyche” , Ztschr.
päd. Ps., 28, 1927 (cit. por Buytendijk, “Sobre la diferencia
esencial entre el animal y el hom bre”, Rev. de Occid., CLIV,
págs. 36-37).
56. H. W erner: Entwicklungspsychologie, 2." cd., Leipzig, 1933,
págs. 387 y sigs. (Ilay una fem entida traducción española.)
57. V. sobre este concepto a E. H usserl, loc. cit., pág. 34.

248
58. J. B uytendijk y H. Plessner: “Die Deutung des mimischen
A usdrueks”, Philos. Anz., I, Bonn, 1925, pág. 72. También
J. Buytendijk, loe. cit., pág. 41.
59. Der Formalismus, págs. 54546.
60. X. Z ubiri: “En torno al problem a de Dios”, Rev. de Occid.,
núm. CXLIX, 1935, págs. 129 y sigs.
61. M. H eidegger: S. und Z., pág. 114. La breve exposición que
subsigue a este texto procede de las páginas 113-130
(1.a parte, cap. IV, “Das In-der-Welt-Sein als Mit- und
Selbstsein. Das Man” ) ; a reserva, claro es, de las reflexio­
nes personales intercaladas.
62. Erkenntnis und Arbeit, págs. 459 y sigs.
63. D ilthey: Loe. cit., Ges. Sehr., V, 110.
64. Der Formalismus, págs. 540 y sigs.
65. S. und Z., págs. 384-85.
66. Scinder: W. u. F. der Syrnp., pág. 269.
67. S. u. Z., pág. 125.
68. S. u. Z., loc. cit.
69. IF. u. F. der Symp., págs. 192-93.
70 Ibid., pág. 182.
71. X. Z ubiri: Socrates y la Sabiduría griega, Ediciones Escorial»
1940, pág. 68.
72. K. Jaspers: Psychologie der Weltanschauungen, 3.a ed., Berlín,
1925, págs. 125 y sigs.
73. E. Spranger: Lebensformen, 6.a cd., H alle, 1927, págs. 413 y 418.
74. R. Sabunde: Theologia naturalis (cit. por Menéndez y Pelayo,
Historia de las ideas estéticas en España, ed. de E. Sán­
chez Reyes, Santander, 1940, I, págs. 420-21).
75. Ausias M arch: Cants (Famor, 13.
76. León H ebreo: Diálogos de amor (cit. por Menéndez y Pelayo,
loc. cit., II, pág. 15).
77. E. V. H artm ann: Phänomenologie des sittlichen Bewusstseins,
págs. 773-94 (cit. p o r Scheler, W. u. F. d. S., págs. 79-80).
78. \V. D ilthey: “Die Jugendgeschichte Hegels”, Ges. Sehr., IX,
pág. 98.
79. E. Spranger: Lebensformen, pág. 195.
80. W. u. F. d. S., págs. 79-84.
81. J. Ortega y Gasset: Historia como sistema y Del Imperio Ro­
mano, M adrid, 1941.
249
C A PITI 7 . 0 IV

LA ACCIÓN MÉDICA Y LA HISTORIA

Pues hay un tiempo en que has de


caer en manos de los médicos; y ellos
rogarán al Señor que te aproveche lo
que para tu alivio te recetan, que es a
lo que su quehacer se endereza.
EcclL, XXXVIII, 13 y 14.

1VT O olvidemos que la pregunta inicial de todo


-L ^ el capítulo anterior había sido: ¿por qué el
médico, no obstante bailarse su saber en la linde
de las “Ciencias de la Naturaleza” y las “Ciencias
del Espíritu”, no ha caído en el morbo histórico
que llamamos historismo? Desde entonces, la pa­
rábola ha sido larga y alta —basta lo sublime, en
la más genuina expresión del término—, pero in­
dudablemente fructífera. Descendamos ahora al
plano de la acción médica para contrastar con nues­
tra piedra de toque el posible valor de los frutos.

A. Quiero plantear antes otra breve cuestión in­


troductoria: ¿por qué ha surgido de la cultura mo-
251
derna el historisrno? El problema es grave y reque­
riría una amplia indagación en las raíces del si­
glo XIX, • Troeltsch, Dilthey y Meinecke nos ayuda­
rían a inquirir la aparición de la conciencia históri­
ca y el sucesivo fracaso del naturalismo fisicista en
las Ciencias del Hombre (*). Ahora quiero limitar­
me a una consecuencia de la cultura moderna, de ín­
dole sociológica, que, a mi juicio, tiene mucho que
ver con el historisrno como morbo y con ciertas
formas aberrantes de la actividad médica: me re­
fiero a la profesoralización especialista.
Con el siglo XIX surge un tipo en la sociología del
saber hasta entonces inédito: el profesor puro. La
profesoralidad pura consiste nada menos que en
un corte entre el “profesor'’ y el “hombre” que le
soporta. Recuerdo haber leído en Balmes una cita
de Tlume que muestra muy bien el comienzo de
esto que llamo profesoralización, la ruptura entre
el “sabio” y el “hombre”. Dice Hume en su ver­
sión balmesiana: “Yo como, juego al chaquete,
hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y
cuando después de dos o tres horas de diversión
vuelvo a estas especulaciones, me parecen tan frías,
tan violentas, tan ridiculas, que no tengo valor para
continuarlas. Me veo, pues, absoluta y necesaria­

(*) Un sustancioso y sugestivo resumen del proceso, en J. Or­


tega y Gusset, Historia como sistema.

252
mente forzado a vivir, hablar y obrar como los de­
más hombres en los negocios comunes de la vi­
da” 1. Así habla el hombre Hume, que empieza a
notar la fractura entre su burguesa y sociable hom-
breidad y el filósofo Hume. Pues bien: un siglo
más tarde, el rompimiento va a estar absolutamen­
te consumado en la vida social europea. K1 profe­
sor teoriza sobre sus saberes durante sus horas de
Universidad, de Seminario o de Instituto científi­
co; y por otro lado, como hombre corriente y mo­
liente, “come, juega al chaquete y habla con sus
amigos” el resto del día ; pero, esto es lo importan­
te, sin molestia, sin advertir la monstruosa ruptu­
ra entre dos modos de ser de su existencia. La le­
janía de Sócrates, que filosofaba con los menestra­
les al paso de su tráfico vital ateniense, es incalcu­
lable.
Pensemos por un momento lo que le ha ocurri­
do al historiador. Hasta el siglo xix, el historiador,
o ha vivido por sí la historia que escribe, o ha esta­
do entregado activa y personalmente al quehacer
histórico. Pensemos en Maquiavelo, Saavedra Fa­
jardo, Mariana, Voltaire o, como figura final, en
el mismo Ranke. ¿Qué ocurre luego? El historia­
dor se profesoraliza. vive de y para su historio­
grafía y deja toda intervención en la vida históri­
ca que le rodea, salvo para depositar su voto en las
urnas o para conversar con sus amigos. De hecho,
se ha roto toda relación entre la historia que escri­
be y la historia que vive. La investigación callada
en el archivo o la explicación en la cátedra son
como una aislada torre de marfil —aquí viene bien
el consabido tópico— en el seno del cotidiano, ru­
moroso y urgente tráfago político-social de los
hombres en torno. La consecuencia es inmediata y
evidente. El saber histórico no es para el historia­
dor un repertorio de pretéritos modos de existir,
más o menos claramente actualizados en el presen­
te —esto es, en uno mismo y los hombres de car­
ne y alma que le rodean—, sino una serie de su­
cesos sin corporeidad que se van sucediendo, un
film de imágenes montadas —como antes escribí—
no al aire, sino “al tiempo”. La Historia se hace
histerismo y, al final, el hombre mismo acaba por
ser convertido en puro “suceso”. Repito que no es
esta la única etiología del fenómeno historista; pero
ello no quita realidad e importancia a las conse­
cuencias de la profesoralización respecto a él.
Según esta esquemática descripción del historia­
dor profesoralizado, para este hombre consiste su
existencia en dos fracciones escuetamente separa­
das. Una es la cotidianidad extrauniversitaria, el
inautèntico convivir con los hombres en torno, al
margen, desde luego, de la historia romana o me­
dieval profesada. Otra es el puro saber histórico,
reducido a una serie de imágenes más o menos ri-
2 5 4
cas en detalle, que pretenden ser “objetivas” re­
producciones de los “hechos” acontecidos quinien­
tos o mil años antes; el cual saber queda enquista­
do en la vida cotidiana como una espeeialización
o habilidad singularizada. El historiador era el es­
pecialista en contarnos lo pasado en tanto pasado;
no se pensaba ni por un momento que lo más esen­
cial de la tarea historiogràfica es contarnos el pa­
sado como presente “en” nosotros.

B. Pensemos ahora en lo que sería, o es, o debe


ser, un historiador que coexista auténticamente con
los hombres en torno, a la luz de lo en el anterior
capítulo investigado. A este hombre se le revelaría:
1. la patente realidad de las personas de su convi­
vencia, oculta a los ojos trivializados, acostumbra­
dos del hombre cotidiano; 2, el destino comunal
histórico —y, a la postre, eterno— que enlaza su
hasta entonces velado destino propio con los de los
hombres a su vera; 3, la indeclinable, ya que no
exclusiva dependencia que tiene el quehacer exis­
tencial revelado en el destino comunal, en tanto
acción histórica, con el suceder histórico pasado,.
Por lo tanto, vería proyectarse sus saberes, adqui­
riendo vivaz y real corporeidad, no sobre su inter­
pretación teórica de su tiempo presente, si ha lle­
gado a formarla, sino sobre las existencias seguras
y tangibles de los hombres en su derredor y com.
253
pania. Esto, si su radicalidad en la comprensión del
destino comunal no le llevaba a inferir el perma­
nente fondo religioso de éste.
El historiador podría entonces “tocar” la Histo­
ria. Esta, en efecto, ya no sería una procesión fan­
tasmagórica de acciones sin sujeto real, sino una
presencia urgente y viva en la alegría, la desespe­
ración, el dolor o el entusiasmo real y verdaderamen­
te convividos en los senos del prójimo y propios. La
Historia adquiriría así —pásese por una vez la in­
adecuada palabra— tangible “objetividad” o, como
nosotros debemos decir, firme revelación. El his-
torismo quedaría vencido. Es curioso el hecho de
que boy, cuando la urgencia y el sobresalto histó­
ricos han sacado de sus acostumbradas casillas, au­
tentificando su existir, a todas las almas capaces de
alertarse, vaya siendo menos importante teórica­
mente el problema del historismo que en los años
anteriores a la guerra del 14 —los años de Dilthey,
Troeltsch, Simmel, el Meinecke joven, etc.—. La
Historia se ha revelado al hombre en su entidad real
como Historia vivida y no como Historia pensada;
las consecuencias podrán ser más o menos trágicas
en muchas ocasiones, mas el hecho cultural que
acabo de reseñar se nos ofrece patente. Podría de­
cirse, en suma, que la historizaeión o politización
reales del historista teórico son las que le han sa­
256
nado de su dolencia: por esta vez ha triunfado un
tratamiento similia similibus.

C. Ahora nos hallamos en condiciones de res­


ponder con precisión a la repetida pregunta. ¿Por
qué el médico no se ha visto corroído por una re-
lativización historista de su saber? Respuesta: por­
que pertenece a la esencia misma de la Medicina el
'tratamiento”, el manejo de hombres. INo es el he­
cho de que el cuerpo humano pueda medirse —esto
es, lo que la Medicina tenga de ciencia natural—
lo que ha impedido un relativismo en el saber mé­
dico. Ya vimos que la física moderna ha incurrido
en él, siendo ella el paradigma de las ciencias men-
surativas y de “hechos”. La raíz de la seguridad
(pie el médico tiene de su saber, por encima de tan­
tas falibles teorías como el médico maneja en el
fluir de la moda científica, es el manojo de certe­
zas y creencias que un auténtico tratar a hombres
y con hombres otorga. El médico vive en la procu­
ra, y aunque ésta no sea siempre auténtica, da la
ocasión para que sobre ella prenda alguna vez el
tipo de coexistencia que llamamos amor creyente.
Indaguemos rápidamente los diversos tipos de la
procura médica, en vista de su relación con el inun­
do histórico.
1. El técnico profesional. El médico escueta o
preponderantemente profesional no trata al enfer-
17 257
mo como hombre, sino como instrumento de lucro
para su propia y familiar subsistencia. La moral
capitalista-burguesa es la que ha determinado esta
aberración de la actividad médica. En conse­
cuencia, el médico ejerce una forma de procura
rigurosamente inautèntica y cotidiana. Se ha con­
vertido en “uno de tantos” ; es, en efecto, ese mé­
dico que se llama cuando el enfermo o su familia
encargan en una enfermedad trivial la busca de
“uno cualquiera, eí primero que se encuentre”. Es
también, en inmediata consecuencia, el que anun­
cia en la prensa un servicio como el cuidado médi­
co, tan rigurosamente personal, igual que se anun­
cia un jabón o una pasta dentífrica, en competen­
cia con los demás para “sustituirles” en el mercado
(un jabón, basta para ello que de veras lo sea, pue­
de “sustituir” sin más a otro jabón). Este médico
no vive según el modo del destino. Para él no hay
historia, en cuanto la vida es mera sucesión de ac­
tos presentes, sin otra conexión entre sí que el per­
manente servicio a la escueta subsistencia vital-ins-
tintiva (*).
2. El científico puro. Tampoco el científico
puro trata al enfermo como hombre, sino como
“objeto” de conocimiento. No es el enfermo “per-

(*) Pienso en aquellos versos de Goethe: “Er iicnís Vernunft


und braucht's daran — nur tierischer als jedes Tier zu sein”. Do­
loroso, pero eierto.

258
sona”, sino “objeto”, y el médico no es “coejecu­
tor”, sino “contemplador” a la caza de datos pu­
ramente noéticos. Se escapa entonces al médico
—que ya no lo es por modo genuino, en cuanto
más “sabe” de los enfermos que los “trata”— la ra­
dical realidad de la persona enferma ante sus ojos.
Convierte al enfermo en racional fascículo de sabe­
res, unas veces utilizados como instrumento de ma­
yor lucro —-con lo cual queda el médico reducido a
lo antes dicho— y otras al puro goce de “saber”. Ob­
sérvese que en este caso queda rigurosamente
“solo”, con la soledad tan típica del hombre mo­
derno. El médico exclusivamente teórico o intelec­
tual es une chose qui pense, como el espíritu en
Descartes, que ha transformado la realidad tangible
y caliente del enfermo—instante en nosotros, ur­
gente, pujante— en una serie más o menos conexa
de imágenes o species intellectuales.
No es un azax-, pues, que en estas condiciones
aparezca en el médico la conciencia de una relati-
vización de su actividad y, a la postre, de su saber.
No me refiero al médico que ejercita la Medicina
en su consulta o a domicilio —éste “no puede” caer
jamás en el relativismo de que hablo; sxx riesgo es
la cotidianización profesioxxal—, sixxo al patólogo,
al fisiopatólogo, al bacteriólogo, al bioquixxxista en
cultivo pux-o. Pexxsemos en la idea qxxe de la enfer­
medad y el eixfei'nxo tenían Lotze o Heixle allá por
los años 1848-50. Para Lotze J, la enfermedad es
una alteración en el acontecer físico o natural del
organismo, y líenle por su parte, la considera
también como proceso o movimiento en condicio­
nes alteradas. Con ello penetra abiertamente en
Medicina la constitutiva relatividad de la física em­
pírico-racional postgalileana. Valga lo mismo para
las ideas de Virchow (enfermedad como agregado
local de células alteradas: empirismo puro) o de
Klebs (enfermedad como lucha “objetivamente’'
perceptible entre huésped y parásito). Evidente­
mente, el enfermo se les lia escapado a las pinzas
científicas de estos hombres; no en vano Virchow,
en sus extremosos años jóvenes, vino significativa­
mente a designar al hombre como “el llamado in­
dividuo” \ ¿De dónde les llegan estas ideas desliu-
manizadoras a tales “médicos” ? No de la clínica,
ciertamente; no del trato vivo y personal con en­
fermos, sino de un laboratorio desligado de aqué­
lla. Empleemos nuestro lenguaje: no de una co­
existencia auténtica con el enfermo, de una creyen­
te y amorosa instancia en su vida personal, sino de
contemplar objetivamente lo que en una perso­
na puede ser “objeto” : su cuerpo o su vida psí­
quica considerada “desde fuera”, al modo de la psi­
cología empírica o experimental. Tampoco es un
azar, en fin. que los clínicos medularmente conta­
giados por el naturalismo caigan en una desespera-
tia relativización de su actividad mèdica, de su
“procura” ; no de otro modo debe interpretarse el
curioso “nihilismo terapéutico” de los “médicos”
hipernaturalistas de la Neue Wiener Schule (Sko­
da o Dietl, sobre todo) (*).
El médico teórico tampoco vive realmente la
Historia. Su contacto con ella es habitualmente—y
esto de modo implícito— el esquema positivista.
Desde él, como ya vimos, puede llegar a una re-
lativización de su saber, el cual se convierte en un
esquema teórico sometido al vaivén de los “hechos”.
La causa última está, como siempre, en su caída ha­
cia la profesoralización y en la consiguiente pérdi­
da de contacto con los hombres según el modo del
destino. Virchow representa paradigmáticamente en
Medicina el tipo del “profesor no coexistente”.
3. El médico “curador”. He aquí al verdadero
médico. No abandona su necesario “saber” ; mas en
él lo decisivo es el “tratamiento”, y a éste se hallan
enderezados todos los saberes teóricos y técnicos.
No trata a cuerpos, sino a hombres, y de ahí que

(* > Sería muy interesante dem ostrar cómo el naturalismo me­


dico extremo y el idealismo médico a ultranza (medicina román­
tica: tipo, la Vergleichende Idealpathologie , de Hoffmann) coin­
ciden existeneialmente en esta radical “no coexistencia” del médico
teórico. Los extremos se tocan, como suele decirse. En otro lugar
espero analizar con algún cuidado la medicina rom ántica — teína
de moda, pero todavía inexhausto—. y entonces será ocasión.

261
no se le escape la inmediata y evidente realidad per­
sonal que los hombres nos ofrecen, ni su consiguien­
te compañía. De ahí también la imposibilidad de su
deslizamiento bacia el historismo o la relativiza-
ción naturalista de su experiencia médica; de allí,
en fin, su real coexistencia según el modo del des­
tino (un destino, por lo demás, más o menos defi­
cientemente comprendido). Pero todos estos proble­
mas requieren explanación más cuidadosa. Las pá­
ginas que siguen van destinadas a un estudio existen­
cial de la acción médica, de la coexistencia entre el
médico y el enfermo. Sucesivamente se tratarán los
siguientes enunciados:
a) La instancia amorosa del médico en el en­
fermo y las técnicas que de ella se desprenden.
b) La verificación de la radical instancia amo­
rosa en saberes y en técnicas empírico-intuitivos.
c) La verificación de la radical instancia amo­
rosa en saberes y técnicas teóricos o científicos.
d) Esquema existencial de la enfermedad y de
la curación terapéutica. Medicina e Historia r>.

2 6 2
1. La instancia amorosa del médico
en el enfermo.

El primer acto del drama en que consiste el con­


tacto del médico y el enfermo puede reducirse sin
duda a un “estoy enfermo” tácito o expreso de este
ante aquél. Cuando ello no ocurre, el médico no
cuida a mi hombre, sino a un cuerpo vivo: tal es
el caso extremo de atender médicamente a un-coma­
toso diabético o apoplético. Entonces deciden so­
bre el quehacer del médico los caracteres físico-or­
ganolépticos (olor a acetona, color del rostro, etc.)
o biológicos (reflejos pupilares o tendinosos, fre­
cuencia y ritmo del pulso, etc.) que en su explo­
ración pueda recibir. En el resto de los casos
-—vaya el médico al lecho del enfermo o presén­
tese éste en el consultorio-— la convivencia entre
un médico y su paciente arranca del inicial ca­
llado o expreso “estoy enfermo” de este último.
Las formas tácitas y verbales de esta originaria
presentación son incalculablemente variadas, des­
de la facies dolorosa al “gesto” corporal —opis-
tótonos, mano en el ámbito precordial, etc.— o al
campechano “otra vez por aquí” del enfermo poco
preocupado y habitual.
¿Qué tiene el médico delante cuando, en una u
otra forma, llega hasta él ese inicial “estoy enfer­
mo” ? No un alma dolorida o angustiada, ni un
263
cuerpo deforme, ni un ser viviente retorcido o mus­
tio, sino un hombre entero, una totalidad personal.
Es curioso que una mente tan aguda como la de
Scheler haya incurrido en el error de considerar
que ante el médico sólo existe un cuerpo. Dice, por
ejemplo: “Lo que nosotros percibimos en primer
lugar en los hombres con que vivimos no son cuer­
pos extraños (salvo que nos encontremos en una
investigación médica), ni yos o almas extraños, sino
totalidades unitarias que intuirnos” l!. Más razón te­
nía San Isidoro al escribir: “Y esto es por lo que la
Medicina se llama Segunda Filosofía, pues una y
otra (Medicina y Filosofía) se ocupan del hombre
entero’’57. El enfermo es siempre un “hombre” en­
fermo, y de ahí hay que partir para su ulterior
comprensión. De ahí es también de donde podemos
arrancar, sin perder los inahdicables hitos de la rea­
lidad, hacia nuestra meditación en torno a lo que
el médico encuentra en quien le dice “estoy en­
fermo”.
¿Qué encuentra, pues, el médico en esa totali­
dad personal enferma que tiene ante sus ojos? Ha­
lla forzosamente una realidad configurada en dos
distintas posibilidades. Una es el hallazgo empírico-
intuitivo e inmediato de una alteración en la apa­
riencia somática del que se declara enfermo: una
malformación, una herida o, en el caso más sutil,
una expresión mímica de su dolor o su angustia.
261
Entonces el médico monta un esquema explorato­
rio “desde” la alteración vista para llegar a su diag­
nóstico. lia habido un tiempo en que el médico
creyó poder prescindir de toda declaración verbal
de la persona presunta enferma (de toda anamne­
sis) —incluso del “estoy enfermo”— a expensas
de la presunta seguridad objetiva e inconmovible
que suministran los datos de exploración: los lla­
mados “hechos objetivos”. Solía decir Leube 8 que
un interrogatorio no es sino tiempo perdido para el
diagnóstico, y quizá no haya testimonio tan expre­
sivo como esta frase para caracterizar la época del
naturalismo médico a ultranza. Pero sucede, por-
(ju e lo imj)one la constitución misma del hombre,
su '‘‘ser persona’’’, que la enfermedad no puede com­
prenderse sin interrogatorio, sin diálogo. En el caso
más extremo, drástico a fuerza de serlo, podría su­
ceder que un enfermo, hasta entonces coactiva­
mente silencioso, rompiese su silencio viendo al
médico armado de bisturí: “No, si yo no he veni­
do a verle por este tumor en mi cuello —admita­
mos que tuviese un quiste sebáceo—, sino porque
me duele la cabeza”, o todavía más: “Para que vie­
se usted a mi hijo, que está en casa tosiendo”. In­
dudablemente, hay que partir de un “estoy enfer­
mo” completado con un “me pasa esto”.
La segunda posibilidad es una carencia de hallaz­
gos “patológicos” a primera vista: el habitus somá-
Lieo es aparentemente normal. Entonces —prescin­
diendo de aberraciones tipo Leubc, cuya reducción
al absurdo por caricatura acabo de exponer— se
impone la inmediata incoación de un diálogo: “¿Qué
le sucede?”, o “¿Qué molestias tiene?”, etc.; a cuyo
hilo se van urdiendo los posibles esquemas explo­
ratorios ulteriores. Nótese bien que un esquema
exploratorio persigue siempre la confirmación de
una hipótesis surgida en el incoado diálogo con el
enfermo.
De un modo o de otro, se impone una definitiva
y grave atención al inicial “estoy enfermo” del pa­
ciente. Mediante él, completado y verificado luego
por la mirada vigilante del médico y por el diálogo
ulterior, con todo lo que un diálogo supone en or­
den al mutuo entendimiento, el médico llega a una
creencia a la vez definitiva e inicial ; definitiva, por­
que si no lo fuese el médico arrojaría de su despa­
cho al simulador, e inicial, porque sobre ella se
edifica después—exploración— todo el aparato
diagnóstico y terapéutico. La cual creencia con­
siste en admitir: “este hombre está enfermo”. Quie­
ro insistir en que esta creencia es inicial, aunque
larde algún tiempo en ser adquirida. El hallazgo
objetivo en la exploración podrá confirmarla o no
confirmarla; a lo sumo, contribuir a crearla o a
destruirla. Sin embargo, el hallazgo objetivo no es
266
la causa eficiente de que en nuestra conciencia de
médicos brote con firme e íntima convicción el
‘‘este hombre está enfermo”.
Consideremos dos casos extremos. Un hombre se
queja de opresión precordial. Todos los datos ex­
ploratorios (percusión, auscultación, electrocardio­
grama, tensión arterial, datos de laboratorio, etcé­
tera) se encuentran dentro de lo que llamamos
normalidad. Fracasa la exploración más minu­
ciosa en la pesquisa de una “lesión orgánica”.
¿Qué pensar en un caso semejante? Dos posibili­
dades se ofrecen : o se considera aquel hombre como
un neurótico —un enfermo auténtico por ruptura
entre el contenido de la vivencia y la expresión de
esa vivencia— o como un simulador, como un em­
bustero. Ahora bien: la elección entre el dilema
neurótico-simulador, en casos como el propuesto,
no tiene lugar a merced de datos exploratorios
—mal podría ocurrir así siendo todos “negati­
vos”— ; pero tampoco caprichosamente. Tal deci­
sión acontece por virtud de “datos” que el médico
auténtico lia recogido durante su diálogo anamnés-
tico —expresiones fugaces del enfermo, acentos de
su voz, inconexiones formales entre diversas decla­
raciones suyas, etc.— o, más ampliamente, durante
el instante de su coexistencia con el presunto en­
fermo.
267
For la banda opuesta, pensemos en este otro caso.
Un medico toma la mano de la mujer amada y, por
azar, descubre en su pulso una arritmia. La dice
al momento, con sobresalto: “¡Pero tú estás enferma,
a ti te pasa algo!” Ella, en cambio, lo niega, y se es­
tablece un diálogo médico sobre el “caso”. La pre­
sunta enferma no siente molestia alguna, cumple sus
fines personales con absoluta y aun colmada sufi­
ciencia, está alegre; en suma: “no le pasa nada”. La
exploración orgánica tampoco halla cosa distinta de
la arritmia y su comprobación esfigmo y electroear-
diográfica. Entonces, como en el caso anterior, ¿qué
pensar si la muchacha continúa “'perfectamente”
y “no da importancia” a la irregularidad de su pul­
so? (Puede ocurrir, ciertamente, que a partir del ca­
sual hallazgo comience ella a “preocuparse” por su
pulso y se inicie así un proceso hipondríaco.) Dos
posibilidades también: un aferramiento del médi­
co a su conclusión, “ella está enferma”, con el men­
tís permanente de una vida realmente normal,
“sana”, o un juicio definitivo de este tipo: “indu­
dablemente es una anomalía constitucional que no
altera en nada su salud”, conio no la altera tener
un papiloma en el cuello —enfermedad objetiva y
no funcional-— o una moderada disóstosis craniofa­
cial de Crouzon. En esta última convicción, la
creencia “ella no está enferma” la imponen tam-
268
bien los “datos de exploración extraexplorato­
rios” (*).

Entre los casos extremos anteriores —deliberada­


mente esquemáticos, pero posibles y seguramente
experimentados en una u otra forma por casi to­
dos los médicos— se halla la totalidad de la medi­
cina somática. La primera consecuencia de su aná­
lisis es la necesidad de establecer un concepto de
enfermedad que nos sirva para todos los casos. (El
cual, dicho sea en inciso, tampoco debe ser el sub-
jetivista, como erróneamente podría deducirse de lo
anterior, porque pertenece de modo constitutivo a
la acción curativa que el médico sepa más del en­
fermo que éste respecto a sí mismo; el médico “va
existencialmente delante” del enfermo y puede
“prevenirle” de lo que éste no sabe. Al final esbo­
zaré las líneas fundamentales de una visión real­
mente comprensiva de la enfermedad.) Otra con­
secuencia es la confirmación del aserto antes he­
cho; en efecto, hay una radical prioridad de la
creencia expresada en el “este hombre está enfer-

La exposición está visiblemente estilizada. Insisto, no obs­


tante, en su posibilidad. Claro que tam bién cabe otro evento: que
el presunto enfermo “no sienta nada” y que el síntoma ocasional­
mente hallado sea pronunciai respecto a un futuro proceso patoló­
gico sensu stricto. V esto me refiero nías abajo, al hablar de que
el médico “va existencialm ente delante” del enferm o—“preven­
ción” como modo de procura—y a ello volveré más tarde.
mo” sobre el hallazgo de alteraciones objetivas, y
esto aunque ese hallazgo empírico tenga lugar en el
tiempo previamente a la aparición de la creencia en
el alma del médico. Claro es que si vemos a un hom­
bre con un aneurisma aórtico del tamaño de un
cohombro no necesitaremos que nos lo diga para
“ver” que está enfermo; pero siempre, sea cual­
quiera el caso, la “creencia” en su enfermedad ne­
cesitará de una intención expresiva por parte del
paciente. Y la enfermedad de un hombre, además
de “la” enfermedad y de “una” enfermedad, es
siempre “su” enfermedad.
En definitiva: ante un hombre que se dice en­
fermo y lo está verdaderamente, el médico autén­
tico que con él coexiste adquiere una primaria y ra­
dical certeza consistente en el juicio “este hombre
está enfermo”. Esta creencia se apoya de modo inme­
diato en la expresión psicosomàtica del enfermo,
esto es, en sus palabras, su expresión mímica facial,
sus actitudes y sus alteraciones somáticas visibles,
tangibles, mensurables, etc. Todo síntoma morboso
—glucemia o facies melancólica, igual da a este res­
pecto— debe ser considerado como expresión o ma­
nifestación de un “estar enfermo” patente en la
conciencia del paciente (*) u oculto a ella. Dentro

(*) Lo está, naturalm ente, en la inmensa mayoría de los caeos.


El bárbaram ente llamado “despistaje” de enfermedades ocultas o
larvadas es excepción.

270
de una visión del hombre como centro personal rea­
lizado en el espacio por un cuerpo, un cáncer gás­
trico o un tumor cerebral, deben ser considerados
como expresión visible —como gesto dramático y
mudamente llamativo— del primario “estar enfer­
mo” del hombre.
Se apoya la creencia de modo inmediato en la
expresión, sea esta tumor, fiebre o lamento; pero
de modo mediato y terminante —a la postre, radi­
calmente decisivo— en algo mucho más profundo:
la coexistencia auténtica con el enfermo según el
modo de la “prevención” (v. más arriba), la cual
produce la revelación de un destino comunal que­
brado o alterado. Pero esto, extraño a primera vis­
ta, necesita de una más rigurosa explanación.
Comencemos por advertir que el interrogatorio
y la exploración del paciente son un caso particu­
lar, específicamente orientado, de aquella actividad
primaria de la coexistencia que llamábamos instan­
cia o amor instante. Ante una persona exterior —el
enfermo—, que no siempre está sinceramente abier­
ta a nosotros, nos empeñamos como médicos en
captar el sentido existencial de su expresión (*).
En esa instancia se injerta luego —en los casos de
“acierto” prediagnóstico— la creencia reveladora
que la convierte en amor creyente. Forma exprc-

(*) Entendida ésta en el modo amplio antes expuesto.


siva tòpica ele esa creencia es, ya lo hemos vis­
to, el “este hombre está enfermo” ; pero su verda­
dero contenido es algo mucho más alquitarado
y profundo. Admitimos siempre, sea esto recor­
dado, que la coexistencia del médico con el en­
fermo tiene lugar según el modo del destino comu­
nal (*). Esto supuesto, el médico—instalado en
la autenticidad de ese destino— comprende desde
ella, revelada y reveladoramente, la totalidad exis­
tencial del paciente: codestinación histórica o reli­
giosa, cumplimiento en el tiempo de un quehacer
auténticamente ligado a la existencia y cumplido
para el tiempo o para el tiempo y más allá (destino
trascendente o de salvación). La ocasional situación
de aquel hombre que le ha llamado se le revela en­
tonces al médico, según el “este hombre está enfer­
mo”, como un impedimento esporádico o definitivo
en el cumplimiento de su temporal destino, de
“sus” fines.
Dos casos pueden acontecer en esta prediagnós­
tica comprensión de la existencia coexistente del
enfermo :
1. La enfermedad es en el enfermo una viven­
cia personal: estar triste, o angustiado, o dolorido,
sufrir por no poder trabajar, tener que desistir de

(::) l ’ara todo oste desarrollo me atengo en todo a las ideas


explanadas en el capítulo anterior.

272
una boda o de un viaje, sentirse amenazado por la
muerte (*), ete. El “yo estoy enfermo” adquie­
re así su sentido para el paciente como una ame­
naza contra su destino existencial, referido en últi­
ma instancia a una actualización vivencial, más o
menos precisa en la conciencia, de la ontologica an-
gustia-para-la-muerte heideggeriana. (Tan es así,
que cuando una‘fe vivísima e intuitiva en la super­
vivencia destruye en su raíz esta angustia —caso de
los santos—, la actitud del enfermo frente a la en­
fermedad se hace radicalmente distinta.) En este
caso, el médico, por virtud de su reveladora y amo­
rosa creencia —esto es, “desde” el destino compren­
dido—, “coejecuta” o “coexiste” con el paciente el
contenido amenazador de su destino, ese destino en
el que el “estar-enfermo” se halla inscrito y del que
la vivencia de estarlo recibe su sentido. En cuanto
el destino del enfermo es ocasionalmente compren­
dido y coejecutado por el médico, es ya un destino
comunal o codestino, y, en rigor, sólo en cuanto lo
es puede el médico “coejecutar”, por obra de su
amor creyente, el “estar-enfermo” del hombre des­
valido que le busca. “Estar-enfermo” es una forma
de existir desvalidamente en el destino.

(*) Esta es en verdad la vivencia fundam ental de la enferm e­


dad, y a ella son todas las demás referibles. Acerca de esta refe­
rencia, tan decisiva existcncialmeníe, véanse luego algunas refle­
xiones.

18 273
2. Otras veces la enfermedad no es vivida como
tal por el enfermo; tal es el caso del llamado “des-
pistaje precoz” de tuberculosos ignorados, de sifi­
líticos, etc.: la '‘prevención” que el médico ejerce,
así en el sentido existencial como en el médico-so­
cial de la palabra (“Preventorios” ). Entonces, la
creencia básica y reveladora del “este hombre está
enfermo” se verifica a través de un contacto total­
mente azaroso u ocasional con el presunto enfermo,
en cuanto este no sabe “su” enfermedad: o es lleva­
do por sus deudos, o es explorado por razones polí­
ticamente coactivas, o acude “por si está enfermo”,
"para curarse su salud”, como suele decirse ( ;:). No
obstante esto, la comprensión del “este hombre
está enfermo” se efectúa de modo esencialmente
análogo. El médico parte de un síntoma desconoci­
do por el enfermo o no valorado como tal, de(*)

(*) No es un azar, sino u n fenómeno profundam ente enrai­


zado en el modo histórico de existencia hum ana que llamamos
vida “m oderna” o “burguesa”, el hecho de que sean los países
donde ésta ha llegado a sus consecuencias últim as (supercapitalis-
mo de los Estados Unidos, p or ejem plo) aquellos en que más di­
fundida’ está la costumbre de acudir al médico en salud, periódica­
mente, por si en la exploración “se encuentra algo”. No discuto la
ocasional conveniencia de esta práctica para este o el otro paciente
y aun para la higiene pública. Pero tampoco puede discutirse que
la m encionada práctica procede de las raíces existenciales y an­
tropológicas de la “vida burguesa” : individualism o, conciencia de
la intrascendente finitud, etc. En definitiva, angustia frente a la
m uerte, últim a instancia de la cautela burguesa.

274
una expresión inadvertida del estar-enfermo, según
nuestro anterior entendimiento del síntoma.
Considero oportuno intercalar aquí un breve in­
ciso enderezado a exponer en esquema las posibili­
dades expresivas de la existencia. La existencia per­
sonal puede actualizarse en el tiempo y en el es­
pacio mediante “expresiones” deliberadamente co­
nocidas y queridas —un saludo al amigo que pasa
o las llagas artificiales de un simulador—■; semi-
conocidas o semiqueridas —los procesos normales
“liiponoicos” e “hipobúlicos” de Kretschmer o “es­
féricos” de Schilder y los síntomas histéricos; ejem­
plo : la contracción de los músculos de Reisseisen en.
un asma psicògeno— ; semiconocidas y no queridas
—tipo, la enfermedad somática habitual : una úlcera
gástrica es oscuramente conocida por el enfermo
(sólo por dolores, a veces vagos, acideces, ele., y,
desde luego, totalmente involuntaria)—, o, en fin,
absolutamente no queridas y no conocidas —-el “in­
filtrado precoz”, antes de revelarse en síntomas sub­
jetivos, o una sífilis ignorada—. Un Wassermann
positivo es, en una visión existencial de la persona,
la “expresión”, el gesto exterior de una existencia
amenazada. Frente al cartesianismo, “exist encía”
humana no es equiparable a “conciencia” (*).

(*) Infinidad de procesos fisiológicos que pertenecen a “mi


existencia” se hallan totalm ente excluidos de “m i conciencia”,
como es archisabido.

275
Pues bien: partiendo de esa “expresión” y ur­
giendo, “instando” a la existencia que en ella se
actualiza para que nos revele el secreto de su sen­
tido, el médico descubre la dramática realidad de
un destino amenazado; sólo que la “coejecución”
intencional de ese destino la hace el médico -—se­
gún el modo de la procura que llamamos preven­
ción— instalándose en el futuro del paciente, ade­
lantándose en la línea de su destino y advirtiendo los
cuidados que a éste le acechan, sin que él lo sepa,
en su amenazado porvenir. En otro modo de coexis­
tencia, esto es lo que hace el buen “consiliario” res­
pecto al “aconsejado”, y ahí radica el fundamento
de toda “cura” de almas. El médico, por obra de
su preventora solicitud, puede así esclarecer al pa­
ciente acerca del patológico destino que le aguarda
y conseguir que éste se ponga libremente en volun­
tario tratamiento. En definitiva, las cosas ocurren
así porque el médico sabe o puede saber acerca del
enfermo mucho más que el enfermo mismo (*),
porque es superior a él en el destino comunal que
la coexistencia revela.
En uno y en otro caso hay dos notas claras en el
papel del médico como “curador” : su situación de

(*) Todo el m undo sabe lo enojoso que es tratar a un enfermo


que sabe mucho de sí mismo y de su enfermedad. En rigor, y
salvo para las enfermedades triviales, u n médico tosco no puede
tra ta r a una persona cultivada : ésta “se le escapa de las manos” .

276
“preeminencia coexistencia!” ante el paciente y la
coejecución o preejecución intencional y ocasional
—mientras dura la “visita”—■del destino del enfer­
mo, convirtiéndolo eo ipso en destino comunal. Una
visita médica auténtica, como una auténtica des­
cripción biográfica, son, o deben ser, miradas las
cosas en su raíz, una “conversión” del médico al des­
tino del paciente o del biografista al destino del
biografiado; todo lo demás es cotidianidad, modo
trivial y descalificado de ejercer la Medicina o la
biografía. Esta es justamente la raíz de toda bue­
na anamnesis. La diferencia fundamental está,
como ya indiqué, en que la biografía es coexistencia
teorética y la visita médica es coexistencia pragmá­
tica, “tratadora” o “curadora”. Ahora podemos
comprender plenamente las siguientes frases de
Freyer, que no me resisto a traducir: “Penetra
aquí un hombre en la vida y el destino de otro
hombre. Y el otro quiere que aquél penetre en su
vida y destino: le llama o acude a él, se le abre (*)
y se confía a él. Conviértense médico y paciente
en “camaradas de un mismo camino” (Weggenos­
senschaft, V. Weizsäcker), y así se expande la en­
fermedad del paciente hasta el médico...; dos hu­
manidades toman entre sí contacto en un inter­

(*) Esto no ocurre siempre. Se nota bien que Freyer no es


médico.

277
cambio de menester y auxilio, de debilidad y for­
taleza, de padecimiento y sabiduría. En fuerza de
un más profundo arraigo en la vida (o al menos en
fuerza de un más profundo arraigo en un saber de
la vida) puede el médico injertarse a sí mismo,
como fuerza operante, en la crisis del ajeno desti­
no ; puede ser la razón del enfermo” !). O aquello
de V. Weizsäcker: “Nosotros—los médicos— ...
tenemos que posibilitar hombres” 10. O, en fin, es­
tos dos geniales fragmentos de Aristóteles: “Pues el
arte médico y el arquitectónico son el eidos de la
salud y de la casa” n . “Pues la salud es el logos de
la enfermedad” r“. El médico auténtico viene a po­
seer así, en la mente aristotélica, el logos, la “ra­
zón” de la enfermedad que el enfermo sufre, de
“su” enfermedad.

Indaguemos ahora de modo más concreto los dos


momentos recién enunciados de la coexistencia mé­
dica: la preeminencia y la coejecución.
La condición de existencial preeminencia que el
médico auténtico tiene sobre el enfermo viene ac­
tualizada en lo concreto por una serie de diver­
sas posibilidades ocasionalmente coincidentes. Una
esencial es la actitud del propio enfermo al llamar
al médico: la conciencia de su amenazado desvali­
miento le conduce a recurrir menesterosamente a
quien cree que puede ayudarle. Esta “humildad”
278
previa del enfermo es fundamental para incoar
toda ulterior coexistencia médica. Otra forma de
la preeminencia es la superioridad del médico. Ob­
sérvese que esta superioridad es existencial, no me­
ramente científica. El médico que “sabe mucho”
posee un buen tanto para conseguir esa preeminen­
cia existencial, y más cuando la gente sabe que él
“sabe”, pero no el tanto terapéutica y socialmente
exclusivo. Pensemos un momento en los médicos
de escaso saber y socialmente triunfadores, y aún
más en el caso de los curanderos. I n curande­
ro lo puede ser cuando su “fama”, conseguida a
veces por azar, canaliza hacia él el desvalimiento
insatisfecho del enfermo (caso de Asuero) ; pero
más frecuente es que la curandería radique en una
rara “superioridad vital” del curandero y en su ca­
pacidad de convivencia (casos de Rasputin, Zeileis
—el de Gallspach—, etc.) (*), y seguramente esto
es lo que, en un modo o en otro, hay por debajo
de todo curandero. Por fin, la superioridad en la
coexistencia la consigue el médico a merced de di­
versos trucos exteriores: el “hábito decoroso” (el
tratado hipocrático De habitu decenti asienta por en­
tero sobre esta realidad existencial), las grandes ehis-

(*) Recuerdo haber visto en R erlín una comedia llamada Der


Muge Mensch (“El curandero” ) cuya tram a descansaba sobre la
derram ada y férvida simpatía vital de uno de ellos.

279
teras de otro tiempo, una gravedad doetoraí o un es­
tilo deportivo (según lo que “se lleve” en cada
época), et sic de coeteris. El médico ayuda “sien­
do más” que el enfermo, amándole personalmente,
efundiéndose a él desde arriba, pudiendo adelantár­
sele eri su destino; en una palabra: amándole según
el agape y no según el eros (*). Aunque este “ser
más” pueda adoptar en la cotidianidad la pintores­
ca forma de una chistera.
Llamo coejecución, como es patente, a la única
forma en que las personas pueden coexistir autén­
ticamente en el mundo temporal. Quedó ya claro
que los procesos somáticos y la inmediata partici­
pación psíquica en ellos —sensaciones y sentimien­
tos-sensaciones— son rigurosamente individuales e
intransferibles. El dolor gástrico del enfermo es
suyo y, para su desgracia, sólo suyo. En cambio,
una persona puede rigurosamente participar en los
actos personales sensu stricto de otra persona. Ante
un triste, yo puedo coparticipar de “su” tristeza y
hacerla “nuestra” tristeza. El triste primitivo y yo,
como con-tristado, mantenemos conciencia de nues­
tra autónoma personalidad; pero nos une la misma
tristeza “coejecutada”. (Recuérdese que ahí asien­
ta la diferencia entre la coexistencia amorosa y la
simpatía: en ésta desaparece la despierta coneien-

(!:) supra el sentido de estas palabras.

280
cia autónoma de la persona, instalada como está la
convivencia en planos inferiores al centro perso­
nal. Casos extremos, el orgasmo erótico o la convi­
vencia de las bacantes en la orgía dionisíaca. Re­
cuérdese también que la simpatía puede unirse al
amor personal, encubriendo su más delgada cali­
dad. Una “persona” puede decir de “otra” : “me
es poco simpático, pero ¡cómo le amo!”.)
Los actos básicos de la existencia personal con­
sisten, sin embargo, en irse haciendo libremente en
el tiempo. Dentro de ciertos límites que tengo im­
puestos —mi cuerpo y sus posibilidades, mi me­
dio histórico-social, mis dotes y talentos en volun­
tad e inteligencia, etc.—, voy haciéndome, deci­
diendo de mi ser, y a esto llamo cumplimiento de
mi destino. Ya hemos visto cómo ese destino sería
pura azarosidad o equivocidad si no emanasen des­
de la coexistencia normas reveladas y firmes. Nor­
ma revelada y límites impuestos son el marco de
cada destino personal: infringible la norma, invio­
lable el límite. El hecho de que éste pueda ser dila­
tado por una voluntad heroica, no altera aquella
verdad radical. Pues bien: en la coexistencia autén­
tica, esos actos libres y decisivos en que consiste ir
haciéndose uno su destino pueden en algún modo
compartirse o “coejecutarse”. Coexistiendo auténti­
camente con un amigo, y sin mengua de seguir cada
uno su camino, ambos coejecutamos los actos que
281
pertenecen a la forma de comunal destinación que
llamamos “españolidad”, y si es con un cristiano,
“coejecuto” con cl, sin mengua de ser tan propio
el negocio de nuestra salvación, actos que pertene­
cen a nuestro común destino de cristianos; así,
cuando en la misa decimos con el sacerdote, juntos
en Dios, et clamor meus ad Te veniat.
Pensemos ahora en nuestro quehacer de médi­
cos. La coexistencia auténtica del médico y el en­
fermo lleva en sí los siguientes elementos: 1, la
contemplación objetiva, con amor distante, del
cuerpo enfermo y del tú del paciente; 2, una posi­
ble convivencia simpática con los afectos vitales del
enfermo, que en modo alguno es necesaria: un mé­
dico puede amar personalmente al enfermo aunque
no se compadezca sensiblemente de su llanto. Es
conveniente, empero, en una cierta medida, para
más fácilmente ascender a la coexistencia personal;
y 3, la coexistencia personal por cocjecución o pre­
ejecución (v. supra) intencionales de los actos cons­
titutivos del destino revelado y ocasionalmente co­
munal. Este es el hontanar último de nuestro “está
enfermo” ante el verdadero paciente ,s.
El último ingrediente de la coexistencia autén­
tica, justamente el que la hace tal, es el que ahora
me interesa. En él coejecuta el médico con el en­
fermo la cierta vivencia del desvalimiento de éste,
o, de otro modo, del impedimento que siente en la
282
■obra de cumplir libremente su destino, sus fines
personales (*). lia escrito O. Schwarz: “Enferma
sólo puede estarlo una persona, pues sólo ella tie­
ne tareas que cumplir” M. “Lo” enfermo —un apén­
dice inflamado en el apendicítico, el curso del pen­
samiento en el neurótico obsesivo— es precisamen­
te “lo” que impide cumplir el propio destino, el
guijarro o la sima en nuestro camino. De aquí que
el médico no pueda ejercer como tal si no conoce
los fines personales del paciente y los “coexiste”
durante el tiempo de la visita. En la instancia amo­
rosa del médico en el enfermo se le revelan a aquél
creyentemente los “fines personales” que consti­
tuyen su destino y la inhibición que en su cumpli­
miento supone la enfermedad, y es así en tanto co­
ejecuta el médico con el paciente de modo inten­
cional unos y otra (***). Si un médico descubre en
su exploración una pleuresía y no sabe que esa
pleuresía representa para quien la padece —aparte

(!‘) Ya he indicado que el desvalimiento del enfermo no es


otra cosa que la psicologización de la existencial-ontológica an­
gustia ante la m uerte, constitutiva del existir humano. La muerte
es, en deiinitiva, la últim a y más term inante sima en nuestras posi­
bilidades de existencia, de nuestros “fines personales”. Sólo una fe
religiosa, como vimos, puede cam biar esa realidad.
(**) Podría establecerse una divertida tipología médica jugan­
do un poco con el idioma. De un lado, los médicos “vividores”
-—trivializados— : de otro, los auténticos o “con-vividores” .

283
loa impedimentos vitales inmediatos, el dolor ,et-
eétera— un grave o insalvable obstáculo para su vo­
cación de militar, entonces, aunque sepa auscultar
correctamente, no ha empezado a ser módico. Allí
asienta la diferencia entre el “clínico” y el “aus-
cultador” ; lo cual no quiere decir que se pueda ser
clínico sin saber auscultar correctamente.
Con ello se ve que el acto inicial de la práctica
médica es muy anterior a la ciencia o a la habilidad
técnica. Por su misma constitutividad requiere lo
que podríamos llamar “el heroísmo habitual de la
coexistencia”, y esto no lo da sólo la práctica —si­
quiera ésta ayude y exalte las previas y radicales
condiciones—, sino la vocación asentada sobre una
determinada constitución. No todos, en efecto, pue­
den ser médicos, aunque todos pueden saber más
o menos Medicina. No es fácil ni agradable la co­
existencia con el enfermo. No cuento las molestias
sensoriales —contacto con la podre y el hedor—, ni
siquiera la compasión ante el dolor físico, y quie­
ro referirme sólo a la necesaria coejecución del do­
lor espiritual, de la angustia existencial ante la
muerte, del dramático desvalimiento. Hay por fuer­
za en el médico una tensión dolorosa que v. Weiz­
säcker ha sabido captar agudamente: “vese forza­
do el médico a verterse hacia lo morboso, aquello
de que el hombre sano más quisiera apartarse. Así,
en el médico sano se engendra esa contradicción de
284
atracción y repulsión psíquicas, esa ambivalencia
entre sentimiento y obligación... que nunca podrán
aniquilar la costumbre y la rutina. Hacerse ruti­
nario consiste, propiamente, en negarse al dolor de
esta tensión y dejar con ello secarse la raíz y la
fuerza de toda actividad médica verdadera” 1
Quien baya ejercido la Medicina con autenticidad,
siquiera sea una vez. sabe sin duda algo de esto, y
quien no lo sepa no puede, en verdad, ser llamado
médico.

Entre los muchos problemas que plantea la co­


existencia de médico y enfermo, uno hay cuya dis­
cusión importa sobremanera a mi primaria inten­
ción histórica. Se trata de las formas deficientes de
la coexistencia médica y de sus formas más radi­
cales.
El enfermo puede existir en distintos planos de
autenticidad. Entre el hombre religioso, que vive
permanentemente “desde” el fundamento que re­
liga su existencia y la creencia sobrenatural, y el
jayán que cae en el lecho casi como un mero ser vi­
viente, pasando por el enfermo civilizado y hur­
gues, temeroso por su vida y por su muerte,
todas las transiciones imaginables caben. Cuenta
Schwarz 1C el caso de un extremoso bebedor, enfer­
mo de la vista, el cual, oyendo al médico que le
asistía la prohibición de beber si no quería perder
285
totalmente la visión, eontestó luego de pensarlo:
“Mire, doctor: ver, ya he visto bastante en mi vida;
pero beber, todavía no”. Evidentemente, era un
poco difícil trabar una coexistencia auténtica con
tal emperador de la existencia alcohólica.
El problema del médico consiste, pues, en des­
cender en su coexistencia con el enfermo basta el
plano en que se baile realmente instalado el exis­
tir de éste. Hay existencias humanas instaladas en
la más trivial cotidianidad. Viven estos hombres
con los demás, en la vida sin relieve del mañana
igual al ayer, no pasando nunca de ser “uno de
tantos”. Sus fines personales de vida se bailan
también constitutivamente entramados en la coti­
dianidad, así en la determinación de su contenido
como en la dirección de sus hebras dentro de la
general urdimbre. Es el hombre de la calle que
tiene un empleo “cualquiera” —“igual me da uno
que otro, lo que quiero es ganarme la vida”, dice
en ocasión de pedirlo— o una novia “cualquiera”,
habla el lenguaje “de todos” (*), etc. Pues bien; este
hombre “hace” su enfermedad también igual a la
“de todos” ; es el tífico o el griposo standard; y aún
más claramente, el enfermo anónimo de una epide-

(!:) Una fina consideración del refrán habitual como forma tí­
pica del lenguaje cotidiano, se encuentra en la interpretación exis­
tencial que de Don Q uijote y Sancho hace F. J. Conde en La
utopia tic la Insula fíarataria. Escorial, núm. 7.
286
m ia—justamente la enfermedad del “uno cualquie­
ra” y del hombre singularizado y auténtico en cuanto
es o puede ser “uno cualquiera”—. La enfermedad
cotidianamente vivida del hombre cotidiano inhibe
la realización de sus tópicos fines personales, y la
instancia amorosa del médico en el enfermo se li­
mita a coejecutar intencionalmcnte esos actos co­
tidianos en que la vida de éste consiste. O, mejor
dicho, no hace falta ni siquiera esfuerzo de com­
prensión: es la visita cotidiana al hombre trivial,
que el médico “despacha”, en cuanto diagnostica
“una” gripe, con “una” fórmula tópica y “una”
frase de su repertorio habitual: “¡en pocos días,
al trabajo de siempre l”. La previsión médico-so­
cial tópicamente válida es la fórmula correspon­
diente, como medicina personalista, al plano his­
tórico de estas existencias instaladas en la cotidia­
nidad (*).

(*) No piense el lector inadvertido y si;jeto a la influencia dt


una m edicina n a tu ralin a—en la que el caso interesante es el caso
raro, lo cual surge espontáneamente dentro de un concepto esta­
dístico de la enferm edad: la enfermedad como un plus o un minus
de cierta norm a mensurativa— ; no piense, digo, que ahora dehe
confundir cotidianidad y autenticidad en el estar enfermo con en­
fermedad cotidiana (una gripe, una fiebre tifoidea) y enfermedad
“rara”. Una angina tonsilar—v. W eizsäcker lo ha mostrado puede
ser una enfermedad cxistencialm cnte interesantísim a, y una encefa­
litis periaxial absolutam ente “ cotidiana”. Lo que da interés a la
enfermedad es “el hom bre”.
Siendo tan frecuentes como son los casos de
pura cotidianidad en el “estar enfermo” y, con­
secuentemente, en la coexistencia de médico y pa­
ciente, se cometería un grave error olvidando que,
bien mirada la realidad médica, lo son seguramen­
te más aquellos que exigen entre uno y otro un
modo auténtico de convivir. Están de un lado las
personas que existen habitual o intermitentemente
según el modo del destino propio y comunal. Está,
sobre todo, el hecho de que la enfermedad radica­
lice por modo dramático la existencia del hombre.
Sería bellísimo escribir una patología general de
la existencia auténtica enferma, así de la auténtica
en el modo habitual de realizarse como de la au­
tentificada por la amenaza del “estar enfermo” :
pero por el momento falta bastante material de
observación para ello. Nos servirían de mucho las
patografías de hombres excepcionales, en cuanto
en ellos no aparezca “el empiema del cuerpo de
Alejandro” y sí “el empiema del hombre Ale­
jandro Magno”. V. Weizsäcker 17 ha recogido en
inteligente esbozo las relaciones entre la enferme­
dad y el destino de algunos hombres egregios:
Primo de Rivera, Briand, Stressemann, Lenin.
Trotsky, Hegel. Si la persona afecta “hace histo­
ria, también su enfermedad hace historia”, dice
con frase feliz; y aún podría añadirse: “es his­
toria”.
288
Más interés tiene, sin embargo, la actitud ace­
chante del médico ante el enfermo habitual, con el
ánimo instante y alertado para advertir la autenti-
ficación de la existencia por y en la enfermedad.
Ni siquiera hace falta recurrir a la enfermedad dra­
mática; cuando el ojo es agudo y el amor despierto
—como el que San Pablo prescribía en Corinto a to­
dos los hombres—, cualquier caso es materia de in­
vestigación. Librémonos de pensar que la autentici­
dad requiere gestos solemnes o gran melodrama; en
el simple saludo a un amigo o en la mínima y habi­
tual mirada a la esposa puede ir oculto un tesoro de
autenticidad y “de destino”. “El reino de Dios no
ha de venir con alarde exterior”, se nos dice en el
Evangelio. Del mismo modo, en cualquier enferme­
dad puede revelarse un auténtico “estar enfermo”.
El camino para descubrirlo lo inició, seguramente,
Krelil (*), desde su Diálogo sobre la Terapéutica,
de 1913. “Pertenece a mi enfermedad —escribía
Krelil más tarde— no sólo lo que yo quiero hacer
que pertenezca, pero también lo que mi ser aporta,
lo que Dios, la vida y yo mismo hicimos de mí. Así

(*) La impulsión inicial viene, como tantas veces, <Icl revolu­


cionario F reu d ; subversivo, peligroso y fecundo, como casi todos
los hechos y hotnhres revolucionarios. Sobre el sentido inicial del
freudismo para la Medicina general podrá leerse algo en mi libro
próximo a aparecer, Cien años Je pensamiento médico, 1840-1940.

19 289
determina la personalidad a la forma morbosa” 1'..
Sobre el “personalismo” de Kraus y Brugseh, algo
queda dicho en el primer capítulo. Los más inteli­
gentes seguidores del rastro kreldiano han sido, con
más o menos acierto, v. Weizsäcker 19, Siebeck 20.
0. M üller21, E. Meyer22, Hollmann23 y algunos
otros. La primacía corresponde sin duda al clínico de
Heidelberg, más profundo y fino, y a la vez más ate­
nido—con Siebeck— a la inmediata realidad clíni­
ca. Estimo sencillamente magistrales, por citar sólo
un ejemplo, les historias clínicas sobre angina tonsi-
lar que recoge en sus Studien zur Pathogenese. Ella?
nos revelan de facto cómo una afección vulgarísima
pone en juego, a través de la moral sexual, todo el
fondo existencial que late bajo la humana cotidia­
nidad. De otro modo: cómo “también la gente del
pueblo — tiene su corazoncito”.

Falta, sin embargo, una visión antropológica su­


ficiente y comprensiva de tal realidad clínica 2‘. A
ello sirven, creo yo, las páginas anteriores de este li­
bro y estas otras que van a continuarlas.
La enfermedad, hemos dicho, radicaliza el modo
de existir el hombre. La última “raíz” de tal radica-
lización consiste en que la muerte —inexorable posi­
bilidad existencial—, tan olvidada o desconocida en
la existencia cotidiana, es desvelada en el corte bru­
tal y dramático infligido por el hachazo de la enfer-
290
mcdad a los humanos proyectos de existir, a los
fines personales. Existir es entonces “obrar a vida o
muerte”, y cada acto viene ejecutado sub specie
mortis. Mejor: sub instantia mortis. Vive entonces el
hombre apoyado sobre su nudo destino, sin inter­
medio de informes mullidos cotidianos; todo tiene
sentido afilado y radical, todo es gravemente serio,
tlesde la palabra animadora que dice el médico al
inyectar el tónico del corazón basta el mínimo roce
de la sábana en las horas insomnes y ensimismadas
de la noche. El “no poder pascar” o “no pode)- ga­
nar dinero” le pone a uno, quiera o no, ante el “'no
poder hacer nada”, que esto es existencialmente la
muerte. Piensa uno entonces según aquello de Saa­
vedra Fajardo: “¿Qué es la vida, sino un continuo
temor de la muerte, sin haber cosa que nos asegure
de su duración?” o aquello otro, tan crudamente
tremendo, del tremendo Qucvedo:

Soy un f ué, y un será, y un es cansado.


En el hoy, y mañana, y ayer, junto
Pañales y mortaja, y he quedado
Presentes sucesiones de difunto 2li.

Por fuerza, pues, existe entonces el hombre se­


gún el modo del destino propio y comunal. La fami­
lia ya no es un cotidiano “comer en familia” o un
descuidado jugar con el hijo menudo, sino una em­
291
presa en el tiempo, un destino auténtico potencial y
dolorosamente cortado por la enfermedad, quién
sabe si por la muerte; al enfermo le atosiga ese
tiempo familiar dramáticamente inédito expresado
en el auténtico “¿qué será de ellos si muero?”. La
propia existencia descubre la red finísima y delicada
que la une al comunal destino histórico en que su
hic et nunc se halla inscrito, y toda la vida pasada
se ve por su revés, por el lado pegado al “yo mismo”,
con una definitiva intransferibilidad en el seno de
una irrenunciable comunidad. En fin, el hombre es
colocado por el riesgo de morir ante su problema
—caso del religiosamente “descreído”— o su segu­
ridad —caso del “creyente”— de existir más allá,
ante la hora que decide si la existencia es finita o
trascendente. Como un síntoma de este trance, ahí
están las múltiples conversiones o reformas de vida
que acaecen en ocasión de grave enfermedad. El en­
fermo se ve obligado a apoyarse en la sustentación
religiosa o seudorreligiosa de su existencia. La
fe o el mito —¡qué poco se vacila entonces entre uno
y otra!—-imponen su activa presencia.
He aquí, pues, al médico forzado a convivir con
el enfermo tales arduas y dolorosas experiencias su­
yas. Puesto que el enfermo apoya directamente su
existir en el destino, a la vez propio y comunal, el
médico, esclarecido por la amorosa creencia revela­
dora de ese destino, lo “coejecuta” intencionalmen­
te en cuanto es comunal y coexiste en ello cabe a lo
que de propio tiene. Por unos momentos, mientras
dura la “visita”, el médico coexiste con el enfermo
—sin dejar de ser médico ni apearse de la preemi­
nencia existencial que al médico es constitutiva—■
en el seno de su vivida destinación; tiene que “co­
ejecutar” la angustia del padre de familia por el des­
tino de ésta, el dolor del político ante su obra his­
tórica amenazada y, sobre todo, el acto de asentar la
existencia herida en el fundamento de la fe. Sin ello,
vuelvo a repetirlo, no puede considerarse “médico”,
en la acepción noble de esta palabra. Ahora se com­
prende la “radicalidad” del médico en la vida polí­
tico-social. Es curioso que los médicos hayan sido
muchas veces “extremistas”, y la razón está en que
el médico, quiéralo o no, sépalo o no -—tal vez mis
líneas hagan “recordar” a alguno esta experiencia,
la traigan a luz desde los fondos oscuros de la cos­
tumbre—, convive con el enfermo la descrita radi­
calidad del existir, esa en que cada hombre se apo­
ya en el suelo de sus últimas, a veces dormidas creen­
cias. Súmese a ello el contacto frecuente del médico
con el dolor social y la formación crudamente posi­
tivista que ha sufrido a lo largo de un siglo. ¿Es ex­
traño, entonces, que haya vivido en su forma más
radical las “creencias” sustentadoras del hombre
medio durante este siglo de las banderías y los “ex­
tremismos” ? El pathos habitual del médico ha sido
29»
un positivismo materialista humanitario y progresis­
ta o el “cristianismo” sentimental de la “Religión
de la Humanidad”. Es decir, el fondo seudorreligio-
so-mítico que constituía el sustrato de la eidtura
ochocentista, a la vez burguesa y proletaria. El
médico, por obra de su quehacer específico —de
su radical coexistencia con los hombres- -, es por
antonomasia “el hijo de su tiempo” (*). “Es Ja
tragedia de nuestra profesión - -ha escrito Marco
Merenciano— cabalgar siempre entre polos opues­
tos exacerbados y siendo cantera perenne de lo
mejor y lo pésimo de la sociedad” 27.
Naturalmente, esto agudiza sobremanera la res­
ponsabilidad del médico. De un lado, puesto que
tan frecuentemente se pone en contacto con los úl­
timos estratos existenciales del destino comunal,
vese instado a elegir para el suyo una postura histó­
rica y religiosa suficiente. (¡Cómo pesa la Historia
sobre nosotros, cuando el médico, que ha visto de­
rrumbarse ante la experiencia de la muerte tantos
mitos históricos, ha seguido luego implantado exis-

(*) Barcia Goyanes (El sentido de la enfermedad, en '‘Pensa­


m iento médico y m oral profesional”, Valencia, 1941, pág. 79) ha
hecho una inteligente observación conexa con lo dicho. A fines
del XIX, el pathos naturalista-técnico del médico, precisam ente por
estar conexo con el sistema de “creencias” del hom bre medio de
entonces, para el que la técnica era la revelación del milagro, lo ­
graba incluso calm ar la angustia del “estar enfermo”.

294
tenciahnente sobre ellos!) Sin una actitud religiosa
e histórica —no es misión mía pasar del domi­
nio existencial al político y al sobrenatural reve­
lado; el médico verá “cuál” elige— no puede ejer­
cerse auténticamente la Medicina. El otro cos­
tado de la responsabilidad médica proviene tam­
bién de la frecuente “coejccución” de actos per­
sonales a la vera del enfermo. Nadie como el
médico puede, con medios naturales, adiestrar
al enfermo a autentificar su existencia. Nues­
tra vida yace con harta frecuencia en la coti­
dianidad; a muchos, sólo la pisada de la muer­
te sobre su atrio —-esto es existencialmente la
enfermedad— les revela lo que en la vida hay de
“amor, sentido y menester”, como decía Rilke.
¡Qué ocasión para un corazón que en verdad sepa,
como al médico concierne, prevenir el destino de
su paciente, mostrarle el futuro cuidado y la triaca!
Se me dirá que esto ya no es Medicina, sino meta o
ultramedicina; que aquí ya no se cura al “hombre
enfermo", sino al “enfermo hombre” —el hombre
como ser enfermo de que nos hablaron San Agus­
tín ( nasci hic in corpore mortali, incipere aegrota­
re est ~s) y Nietzsche (“el más ancha y hondamente
enfermo de todos los animales” ). Es cierto, pero
no siempre. Al neurótico le enseñamos muchas ve­
ces a que radicalice su existencia, y, en todo caso,
¿no habremos contribuido a “curar” a un enfermo
295
dándole una fe en que halle sentido su dolorida
existencia? Ile aquí la meta y la semilla de loda
posible y auténtica deontologia.

El primer acto del drama medico consiste, pues,


en la instancia amorosa y creyente del médico en el
enfermo. Su conclusión formal es nuestra creencia
“este hombre está enfermo”. Su contenido, “coeje-
cular” con el enfermo los actos personales que re­
velan la ocasional y agobiadora ruptura de un des­
tino personal: el desvalimiento, la angustia ante los
impedidos fines existenciales del paciente. Pero el
médico no es un biografista ni un mero escudriña­
dor de enfermos, sino su “curador”, su “tratador”.
Por tanto, toda la experiencia que el auténtico co­
existir pone en sus manos lia de servirle para in­
coar un “tratamiento”, un “manejo” del enfermo
hacia sus nuevas posibilidades de existir: la curación
o el statu quo de una “cicatriz existencial” en forma
de estado residual incurable. En contra de lo habi­
tualmente dicho con mentalidad “objetivista” —in­
terpretación científico-natural de la Medicina—, la
curación no es una restitutio ad integrum, porque
el hombre se halla constitutivamente ligado al tiem­
po y han pasado tiempo y sucesos desde que cayó
enfermo. Re-stituirle al primitivo estado es impo­
sible, es ir contra el tiempo y su inexorable morde­
dura. La curación es una integra reditio ad vitam,
el retorno de un hombre íntegro a la vida, pero a
una vida necesariamente nueva. No siempre es su­
til la diferencia, y en modo alguno lo es cuando no
llega la curación, sino un incurable estado residual.
Entonces el medico tiene que contribuir esencial­
mente a la reinstalación del hombre en una exis­
tencia nueva, con nuevos fines y nuevos medios;
tiene que “posibilitar un hombre”, según la afor­
tunada frase de v. Weizsäcker.
Apenas sería necesario explicar, si la formación
habitual del médico no fuese todavía tan acremen­
te naturalista (*), cómo el hablar del tratamiento
no significa que yo postule su instauración sobre la
mera experiencia del “este hombre está enfermo”,
aunque ésta sea tan rica como acabamos de con­
templar. Entonces no haría una descripción exis­
tencial de la Medicina, sino de la curandería o de
la magia médica. La Medicina es también, además
de coexistencia amorosa, empiria sensorial y cien­
cia, engarzadas con aquélla en la unidad real e in­
disoluble que varias veces he llamado “acto o que­
hacer médico”. Consecuentemente, el tratamiento

(*) Y, por endo, tan aficionada a llam ar “camelo” a cnanto no


puede pesarse.

297
sólo podrá establecerse cuando el médico baya cum­
plido su exploración y haya establecido su teoría
diagnóstica. Aquí estoy haciendo un análisis feno­
menològico y existencial del acto médico, poniendo
en abierto orden descriptivo ingredientes amasados
realiter en su estructura total y unitaria. Tal es el
sentido de hablar ahora del problema terapéutico.
Análogamente —en el plano vital de la enferme­
dad— describimos la fiebre como un complejo de hi-
pertermia, taquicardia, alteraciones metabolicas, et­
cétera, sucesivamente descritas; no porque el fenó­
meno totalitario y teleoelino “fiebre*’ sea la suma
de ellas (antes son diversificaciones fáclicas de la
primaria unidad biológica “fiebre’’), sino porque la
mente humana sólo puede proceder científicamente
descomponiendo los datos “totales” de la realidad.
El quid está en no olvidar la unidad superior, la
unitiva “cinta del espíritu”, de que nos habla la
conocida estrofa goethiana.
Dos momentos fundamentales hay en el trata­
miento: la reinstalación o reinstitución—que no
restitución— del hombre en su individualidad y la
reconducción de ese hombre a la vida histérico-so­
cial. Consiste la primera en la “puesta a punto’’ de
todos los instrumentos psicofísicos: que el hígado
funcione bien, que el pensamiento no trabaje obse­
sivamente, etc.; de todos los ímpetus vitales: que
la vida sexual o el apetito marchen por su cauce,
298
etcétera, y de todos los sistemas de señales: visión
y audición conscientes, vivencias lúcidas, etc. (*).
El segundo momento de la acción terapéutica está
en ayudar al enfermo al recobro de sus fines exis-
tenciales o al logro de otros nuevos más idóneos con
el nuevo ámbito de su libertad: inventar una nue­
va vida para el insuficiente del corazón y encau­
zarle por ella, reeducar un neurótico, etc. Huelga
indicar que estos dos momentos se hallan íntima­
mente trabados entre sí: la “puesta a punto” de un
corazón va unida a las nuevas condiciones en que
ese corazón haya de funcionar; enderezar un cur­
so del pensamiento que se atasca obsesivamente
equivale a reinstalar simultáneamente al neuró­
tico, etc. Ahora se comprende bien aquello de Glau-
cón en la República platónica: el médico es tam­
bién hombre de Estado o político en su Medicina
misma.
En esta concepción total y personal del trata­
miento, llamo técnicas terapéuticas a todos los me­

(*) Esbozo con esta enum eración una inédita sistemática de la


personalidad, expuesta por mí en mis lecciones de Psicología—cá­
tedra de Psicología experim ental—del curso 1939-10. Creo tjue
puede describirse bien la dinámica de la personalidad humana
distinguiendo en ella cuatro sistemas: de instrum entos (sentidos,
locomoción, mem oria, talento intelectual, etc.), de. ím petus (vida
vital-instinliva), de señales (vivencias, conciencia psicológica o
pantalla interior donde aparecen las señales) y de fines (proyectos
personales, destino, vocación).

2 9 9
dios de que el médico ¡mede valerse para conseguir­
la reinstalación de la persona enferma en su desti­
no. Una palabra amable, un consejo amoroso son,
en esta acepción total del termino, técnicas tera­
péuticas; tanto como puedan serlo la taxis de una
hernia o un sondaje duodenal. Del mismo modo
llamo técnicas diagnósticas a todos los medios de
que el médico puede valerse para conseguir una
cabal comprensión de la situación de la persona en­
ferma en su destino. La instancia amorosa y cre­
yente es técnica diagnóstica, tanto como lo sea la
palpación renal o el tacto uterino. Una adverten­
cia: dentro de esta concepción total de la Medicina,
sólo una necesidad descriptiva justifica la separa­
ción entre diagnóstico y tratamiento, como si fue­
ran dos actos distintos. Ambos son, en realidad, inse­
parables. 3No hay más que un acto unitario: el acto
médico, el cual puede luego diversificarse como
diagnóstico y terapéutica en su realización facticia
y concreta, o en instancia amorosa y creyente, em­
piria y teoría racional, dentro de una descripción
como la en que ahora me ocupo.
La acción terapéutica del médico sobre el enfer­
mo descansa sobre tres supuestos : 1. El supuesto
existencial. En la coexistencia de dos hombres es
posible el modo de la “prevención”, según el cual
uno se adelanta a las posibilidades existenciales del
otro, no para asumir el cuidado de su destino, sino
300
para esclarecérselo al compañero y lograr que éste
lo reciba con pleno advertimiento. Antes quedaron
brevemente explanadas las condiciones más visibles
de la preeminencia existencial médica y el fondo
vital-constitucional sobre el que asienta siempre un
verdadero médico. Los mejores médicos serán siem­
pre los que tengan una encendida vocación de ayu­
da; pero, esto supuesto, entre los vocados siempre
serán elegidos por el éxito los poseedores de aque­
llo que Nietzsche llamó vida ascendente o crecien­
te: vida generosa y derramada. 2. El supuesto de
posibilidad. El hombre es un ser modificable, con
modificabilidad de ser viviente —una plastia gástri­
ca o la habituación a un nuevo régimen alimenti­
cio— y de ser personal (* )—conversión religiosa
o política, cambio de costumbres, etc.—. Esta plas­
ticidad de su existencia, así en su plano psicofisico
como en el personal —la adquisición de habitus, en
el sentido escolástico—, es la que posibilita la ac­
ción terapéutica del médico mediante las técnicas
somato y psicoterápicas. 3. El supuesto del impul­

(*) Durante Ja reducción de este libro ha venido a mis manos


otro del P. Gratry, Philosophie de la connaissance de l’âme, Pa­
rís, 1871, en el que se anticipa con cristiana clarividencia la dis­
tinción entre la “esfera im personal” y la “esfera personal"’ de la
vida (vol. I, pág. 65 y sigs., “L’âme comparée au corps” ). Gratry
sigue, el ejem plo de San Agustín y Bossuet, y compara el cuerpo
con el alma, y ésta con la T rinidad divina.

30J
so. De nada servirían preeminencia y posibilidad si
no hubiese en el hombre un impulso de ayuda fren­
te al prójimo existeneialmente débil. Este impulso
radica en el amor instante y se presenta allá don­
de el hombre exista. Los modos históricos de con­
figurarse constituyen lo que llamamos Historia de
la Medicina. Dos, sin embargo, pueden designarse
como absolutamente radicales: el amor hipocráti-
co —pagano— y el amor cristiano o caridad, refe­
ribles directamente al eros platónico y al agape
johánnico-paulino. Dicen los Purangeliai liipocráli-
cos: “Donde está el amor al hombre, allí está tam­
bién el amor al arte” ; al arte médico, quieren decir.
Esc amor hipoorático es el eros por el hombre sano
y perfecto, por el ¡calos hagathos de la paideia; esto
es, el amor de aspiración. Por eso habla el escritor
hipoorático de “amor al arte” y no “al enfermo” ;
al arte que conduce razonablemente la desarmonía
del nasos a su forma (eidos), que es la salud (Aris­
tóteles), y por eso también prohibe el propio Hipó­
crates en De arte la asistencia a los incurables. El
amor cristiano es la caridad derramada hacia el po­
bre y desvalido, el amor de efusión. Pero sobre las
concreciones médicas del amor cristiano —desde los
diáconos y las viudas en las primitivas comunida­
des hasta los hospitales— no es ésta hora de hablar
con amplitud. Espero poder hacerlo algún día con
toda la necesaria.
302
Podemos ya preguntarnos: ¿qué técnicas terapéu­
ticas derivan de este primer momento dei acto mé­
dico por nosotros llamado instancia amorosa y cre­
yente en el enfermo? Tales técnicas, casi huelga ad­
vertirlo, no pueden reducirse a “maniobras”, se­
gún el entendimiento mecanizado y habitual de la
"técnica”. El tratamiento o “manejo” del enfermo
tiene lugar ahora con manos más sutiles que las
corporales, y el “saber hacer”, o técnica correspon­
diente, recibe el nombre de psicoterapia y adopta
la forma de diálogo o de rilo. Decía ya Platón en
el Cármides que “el alma se trata mediante ciertos
coloquios”. En un sentido general, toda palabra del
médico dirigida al enfermo es psicoterapia, hasta
la anamnesis o el saludo de llegada, como todo acto
es rito, desde la palmada cariñosa en la espalda has­
ta el pase frontal hipnótico.
Creo que todos los miles de páginas consagrados
a la psicoterapia en estos últimos veinte años—pres­
cindiendo de descripciones técnicas: hipnosis, psi­
coanálisis, psicagogía, auto y heterosugestión, etcé­
tera-— pueden reducirse a pocas palabras. La psi­
coterapia está fundada en la intuición amorosa que
el médico hace del destino a la vez propio y comu­
nal del enfermo y está enderezada a otorgarle con­
suelo, consejo y conducción por obra de la coexis­
tencia. El reiterado con de los tres vocablos lo de­
clara bien expresamente.
303
Parece que consuelo viene de con y solatio. y ésta
de solus; consueltf vale en su raíz tanto como con­
soledad. El consuelo es el arte de hacer de dos sole­
dades desoladas una compañía sosegada. La en­
fermedad aísla; Sigerist ha descrito"”’ este ca­
rácter del aislamiento como uno de los más pri­
mitivos entre las formas históricas de la enfer­
medad, y de nuestra sociedad civilizada ha po­
dido escribir II. Freyer: “La enfermedad de un
miembro de la sociedad es para esta, en primer
lugar, un fenómeno de eliminación. El enfermo
es, en cierto modo, un apóstata. Su enferme­
dad le reduce a una existencia privada, y sólo su
curación le devuelve a la sociedad *so. Tal vez sea
la soledad, el aislamiento, el robinsonismo, la enfer­
medad del enfermo hombre moderno, y su primer
síntoma el solus recedo de Descartes. El enfermo,
pues, necesita consoladora compañía, y no compa­
ñía circunstante, sino compañía instante. Necesita,
en fin, apoyo para su existencia en el vacío. Las
técnicas de la consolación médica —en este senti­
do entendida—- han sido infinitas a lo largo de la
Historia; pero todas ellas tienen como raíz común
la irracionalidad. Todas las prácticas de la medi­
cina irracional —mágica, teùrgica, magnética, etcé­
tera—descansan en lo que cristianamente llamamos
nosotros consuelo: en un apoyo crecncial que acom­
pañe a la existencia en el vacío del enfermo. Nun-
.304
ca como en el lecho de la enfermedad se siente el
hombre “arrojado” —en el sentido de Heidegger—,
solo. El rito mágico del pueblo primitivo, la danza
curativa de Baco o de Cibeles en la Tracia o la
Frigia, el helénico “sueño en el templo” (la incu­
batio latina, esto es, que el dios se le acueste a uno
en el alma), el magnetismo animal, el mesmerismo
o el transfert psicoanalítico, todo ello tiene la mis­
ma raíz antropológica: el apoyo de la existencia he­
rida y sola sobre una creyente y creída compa­
ñía (*). Un fondo religioso o seudorreligioso se di­
visa en el fondo del fenómeno médico-irracional, a
saber: el descanso comunal de consolado y conso­
lador —mago, sacerdote-médico, chamán, psico­
analista— sobre el codestino que abraza y sustenta
a una y otra existencia. San Pablo, que algo sabía
de esto, nos habla en su Carta a los Gálatas (V, 19,
23) como de una herejía de los veneficia o farma-
keía, ritos medicamentosos curativos, seguramente

(*) Hay un texto árabe sobre las danzas orgiásticas de los der­
viches extraordinariam ente demostrativo de mi interpretación de
la magia como compañía: “Quien conoce la fuerza de la danza,
habita en D ios; pues él sabe cómo el am or mata... al yo, este
oscuro déspota” (D jelaleddin Rum i, un sufi; cit. por H. Eckstein
en sus notas a la Psyche de Rohde, en la ed. de K roner). Un pá­
rrafo muy significativo, interpretando en el mismo sentido las dan­
zas dionisíaeas, hállase en el prólogo de Hegel a su Fenomenología
del Espíritu.
20 305
de origen dionisíaeo (el farmakeía del texto griego
es revelador).
La consideración cristiana del enfermo lleva
también en sí, naturalmente, elementos sobrerraeio-
nales. Baste leer los párrafos de la Epístola de San­
tiago (V, 14-15) en que el Apóstol aconseja para
caso de enfermedad -—párrafos que se repiten en el
oficio de la Extremaunción—, para verlo confirma­
do. Sin embargo, conviene señalar aquí la diferen­
cia fundamental entre la sobrerracionalidad del
consuelo cristiano y la irracionalidad de la magia
en cualquiera de sus formas, basta la psicoanalíti­
ca (*). La irracionalidad mágica se basa en una
concepción del hombre y de la enfermedad que
destruye toda idea de la razón y del saber, esto es,
toda posible ciencia. Un confuso panteísmo vitalis­
ta es la base de toda medicina irracional no cristia­
na, y cuando han coincidido en un mismo pueblo
pagano una medicina lógica (del logos, de la razón
expresable) y una mágica —ejemplo: Grecia—, és­
tas han vivido absolutamente separadas entre sí. La
radical divergencia entre los escritos hipocráticos

(*) El psicoanálisis se basa en una interpretación vital-panteís-


tica del hom bre—como la pudiera hacer, si hubiese teorizado, una
bacante tracia—desfigurada por una costra esterna empírico-racio­
nal. K ronfeld (Charakterkunde. Berlín, 1932, págs. 413 y sigs.) ha
puesto claramente de relieve esta monstruosa discordancia metó­
dica de la antropología freudiana.

306
—basados en la teología racional de la línea jónico-
aristotélica— y los ritos curativos dionisíacos e in­
cluso las “incubaciones” de los asdepíades, es una
demostración patente. En cambio, por vez prime­
ra en la Historia, el Cristianismo —sin' tener en
cuenta su verdad sobrenatural—■integra en un mis­
mo cuerpo armónico el tratamiento empírico-racio­
nal y el consuelo sobrerracional. La medicina mo­
nástica, con su hortus medicinalis, sus uroscopistas
y el religioso descanso del enfermo en Dios, ofrece
el primer ejemplo institucional de esta no inven­
tada armonía. Después sólo cabe el descaí río en
uno u otro sentido —empirismo y racionalismo ex­
clusivos del tiempo moderno, magia y nigromancia
irracionales de la Edad Media, etc.— o la prosecu­
ción con estilo histórico diverso de la armonía cris­
tiana entre el consuelo y el medicamento. Al ha­
llazgo del actual estilo en esa armonía quieren ser­
vir —casi es obvio indicarlo— las páginas no siem­
pre reposadas de este libro.
El consejo asienta también sobre la compañía, y
es el consuelo verbalmente expresable. Por su esen­
cia misma, el consuelo no puede ejercitarse sino so­
bre el misterio. Pues bien; el consejo es la claridad
expresa de ese misterio en orden al quehacer exis­
tencial. No en vano Consus era, según Livio, el
dios romano de los secretos, el que podía “decir­
los”. El consejo auténtico es siempre una voz de
307
allenile nuestra finitud existeneial y tiene algo del
don de consejo; llámese unas veces voz de amigo,
demonio socrático, Angel (*) o, en su más levan­
tada excelsitud, voz expresa de Dios. El monacato
antiguo efetaba parcialmente basado en el consejo;
el varón neumatikós, más tarde vir spiritalis en la
Regla de San Benito, expresaba al neófito los fun­
damentos inexpresos de su existencia y le consola­
ba expressis verbis en las horas de vacilación o de
angustia.
Sobre esta base antropológica descansa la reali­
dad cotidiana del consejo médico. En su preven­
ción sobre el paciente y desde su preeminencia exis­
tencial, el médico auténtico le revela su cuidado
futuro y el medio de vencerlo. El cuidado le viene
a la existencia de su finitud temporal; o, mejor, de
su inseguridad de trascender. Sólo sobre una creen­
cia —en definitiva, y como siempre, sobre una
creencia religiosa o seudorreligiosa en la funda-
mentación de aquel la existencia— puede sustentar­
se el consejo capaz de hacer frente al permanente
cuidado en el sano y al plus de ocasional cuidado
en el enfermo. Sólo en el descanso de la existencia
sobre su divina sustentación alcanza ésta seguro so­
siego :

(*) A quí asienta la parte más sugestiva tie la Angelologia y


de la Soteriologia de Eugenio d’Ors.
“/Vo hay en el mundo más sabroso vino
que quite los dolores y el cuidado”,

escribe Quevedo de tal experiencia en su Traduc­


ción y Paráfrasis del Cantar de los Cantares. Así
también en el consejo médico; desde el trivial “no
fume” o “no beba” hasta el delicado consejo moral
al psiconeurótico. López Ibor ha escrito: “El tera­
peuta se limita a poner al hombre en paz consigo
mismo. El sacerdote trata de poner al creyente en
paz con Dios” 31. Pero es el caso que el hombre no
puede ponerse en paz consigo mismo sin ser cre­
yente; y que esa creencia ha de conducir forzosa­
mente en el hombre no cotidiano a Dios —o a un
seudodiós.
La conducción es el consejo en acción, su verifi­
cación transitiva y facticia. Un tratamiento autén­
tico —salvo en los casos más triviales— es siempre
una reconducción del paciente hacia un nuevo ám­
bito existencial. Cualquier médico que haya trata­
do durante largo tiempo a un hipertenso o a un eo­
lítico, sabe bien la obra de dirección que respecto
a la vida del enfermo debe ejercer. ¿Qué no será
en el caso de una neurosis pertinaz? El médico
“conductor” infiere las nuevas posibilidades en que
debe transcurrir el destino del enfermo —“pronos­
tica”—, le esclarece sobre ellas mediante el conse­
309
jo (*) y le compele a seguirlas a merced de su
autoridad.
La conducción descansa en último término so­
bre la obediencia del enfermo. Max Weber ha in­
vestigado sociológicamente los tipos ideales del
mando en la Historia, y llega a la conclusión que
los hombres obedecen a los que les mandan cuando
el mando es racional (mando por consenso delibe­
rado, por ejemplo), tradicional (herencia del man­
do) o carismàtico (mando excepcionalmente “reve­
lado” : héroe o caudillo). Por mi parte, creo que
en todo mando y en toda obediencia hay una brizna
de carisma. En el imperante hay siempre para el
obediente —a veces en infinitesimal medida— una
numinosa sombra de divinidad, aunque en las ca­
pas externas de su persona piense el que obedece:
“le obedezco porque quiero”. El nulla potestas nisi
a Deo tiene una honda veta existencial y humana.
La preeminencia del médico sobre el enfermo, esa
por la que es obedecido, hace que aquél sea par­
cial apoyo de su existencia en vilo; esto es, un poco
representante del algo en que consiste el total
apoyo de la existencia: de Dios, hablando en cris­
tiano. Como siempre, la coexistencia religada con-

(*) En mediila prudente, claro está. Sería brutal decir a boca-


jarro muchos pronósticos. No pocas enfermedades iatrógenas vie­
nen de ahí (hipertensos, hipocondríacos, etc.).

310
duce a Dios. iNo importa en una teoría existencial
—sí, en cambio, en una vida religiosa— que ese
Dios adopte a veces la menguada figura del mito.
Existencialmente, Dios es fundamento del quehacer
temporal o trascendencia de la finitud; religiosa­
mente, la trina persona que nos habla desde fuera
—'‘Verbo” encarnado— y desde dentro—el ver­
bum internum agustiniano.
En último extremo, conducción y consejo des­
cansan sobre el consuelo, sobre el misterio creído.
Tal es la técnica terapéutica fundamental que co­
rresponde a la instancia amorosa y creyente. The-
rapeuein quiere decir en griego curar, mas también
venerar. ¿A qué? Al apoyo a la común existencia
del enfermo y el médico, de donde viene todo po­
sible consuelo. El consoler toujours de Fonsagrives
no era una fórmula retórica.

2. Verificación de la creencia amorosa


en saberes y técnicas empíricos.

Bastante queda dicho, en previsión de errores in­


terpretativos, acerca de cómo debe entenderse la
prioridad fenomenològica del amor creyente —-el
“este hombre está enfermo”— en la realización del
acto médico. Las cosas suelen pasar así. A las pocas
palabras de diálogo entre médico y enfermo surge
311
en aquél la primaria convicción de la verdad que
habitualmente hay en el “estoy enfermo”. La si­
mulación es siempre excepcional, salvo en determi­
nadas circunstancias sociales. Aquella convicción se
basa en la pura coexistencia y puede bastar para
un consuelo humano, mas no para un consuelo mé­
dico. El médico necesita verificarla según una do­
ble vía: la de los fines personales que constituyen
el proyecto existencial y la de los saberes empírico-
racionales. Así puede concluir un diagnóstico; por
ejemplo: “be aquí un hombre soltero, pobre y de
vocación militar, con una estrechez mitral de ori­
gen reumático”.
La verificación diagnóstica del primario “estar
enfermo” por la vía de los fines personales ha que­
dado tratada con relativa amplitud en el apartado
anterior. Su técnica diagnóstica fundamental es un
diálogo anamnéstico bien conocido; su constante
punto de referencia, el amoroso y revelador con­
tacto con el enfermo; la técnica terapéutica que le
corresponde, el consuelo; y el método, la serie de
ensayos y errores dialógicos —apuntando y rectifi­
cando las preguntas— en el coloquio con el enfer­
mo. Huelga indicar que este diálogo revelador pre­
cede, sigue o se imbrica con la exploración y con
las primeras medidas terapéuticas.
La enfermedad, empero, no es simple perturba­
ción de fines personales. Un hombre es una persona
312
realizada en un cuerpo, y del cuerpo vienen siem­
pre (*) (enfermedades somáticas habituales) o al
cuerpo van siempre (enfermedades histórieo-socia-
les o neurosis; aunque sea una neurosis obsesi­
va [**]) las alteraciones en la dinámica de la exis­
tencia que llamamos enfermedades. Del amor meus,
pondus meum agustiniano, al amor toca la instan­
cia creyente en el enfermo. Veamos abora cómo el
“estar enfermo” se verifica por la vertiente per­
sonal de “lo que pesa”.
El cuerpo “expresa” a la enfermedad mediante
modificaciones objetivas, y aquí sí que podemos
emplear esta última palabra con plena justifica­
ción. Nos bailamos, pues, en el habitual y trillada
campo de la Medicina al uso, en ese que los posi­
tivistas llaman de los “hechos”.
Un inciso sobre esta palabra. La superación del
positivismo, en Medicina y todos los dominios del
saber, se ha realizado por obra de tres sucesivos

(*) El centro de la persona—o el espíritu personal, como quie­


ra decirse —no puede enfermar. La expresión alem ana Geisteskran­
kheiten, enferm edades del espirita—enfermedades mentales—-, es
un profundo error. Una enferm edad mental es siempre una enfer­
medad del cuerpo, y en esto tenían razón M eynert y Griesinger.
Su error estaba en pensar que haya de ser una enfermedad cere­
bralm ente “localizada” y microscópicamente reconocible.
(**) La correspondencia cerebral—funcional u orgánica—de
"ju d ias neurosis obsesivas parece que no debe ponerse en duda.

313
empeños: 1. Kl descubrimiento de que los hechos
no sirven de nada si no van entramados y apoyados
en un sistema de saberes teóricos; 2. El hallazgo de
que, en última instancia, los saberes racionales no
tienen consistencia para el hombre si no van sus­
tentados en un manojo de radicales creencias; y
3. Una ampliación considerable en el entendimiento
de los llamados “hechos”. A este último punto que­
ría venir. Para el positivismo, un “hecho” sólo es
real en tanto lo percibimos sensorialmente; todo
lo demás es pura invención fabulosa. Pues bien; en
los últimos cincuenta años hemos venido sucesiva­
mente a la cuenta de que existen multitud de “he­
chos” no tangibles ni ponderables. Se ha ampliado
y afinado considerablemente nuestra superficie de
contacto con la realidad. La tristeza de un hombre
es un “hecho” irreductible a los datos sensoriales
mímicos que la expresen. A la vista de un gesto
triste, yo puedo decir al presunto entristecido: “No
me engaña usted; su gesto es de tristeza, pero de
hecho no está usted triste” ; o viceversa, ante una
“falsa” alegría. Quiero con ello decir, para aviso
y meditación de positivistas, que casi todo cuanto
va en el apartado anterior son “hechos”, aunque
no mensurables en la balanza o en el colorímetro:
ya advertí en el capítulo primero que la tarea de
hoy consiste humildemente en descubrir lo olvidado
y mostrar al médico lo que hay oculto en su tarea.
314
Continuamos, por tanto, en el terreno de los he­
chos al pasar a la verificación empírico-sensorial
del primario “estar enfermo”. La técnica de esa ve­
rificación diagnóstica es la exploración, en el sen­
tido habitual de la palabra. Sería necio que yo me
detuviese ahora en resumir un esquema explora­
torio mil veces repetido : inspección, palpación, per­
cusión, etc., por aparatos y sistemas. Quiero so­
lamente hacer alguna observación en dos direccio­
nes: método e interpretación.
El método para perseguir la captura de los sín­
tomas o “hechos objetivos” que revelan o expresan
corporalmente el “estar enfermo” es, como siempre,
el empírico. El médico procede según ensayos y
errores, ni más ni menos que las amibas de Jen­
nings para captar su presa ; sólo varía de modo esen­
cial, como es evidente, el contenido de este esque­
ma metódico formal. Frente a los datos de inspec­
ción y anamnesis, el médico formula una hipótesis
diagnóstica previa. El llamado “ojo clínico” radica
justamente en una ajedrecística facilidad para es­
tablecer rápidamente el plan de la jugada explo­
ratoria, a la vista de ciertos datos previos. La hipó­
tesis provisional es en seguida comprobada explo­
ratoriamente: si se ha acertado, la exploración ul­
terior va enderezada a confirmar el hallazgo diag­
nóstico; si se erró, entonces hay que volver a em­
pezar mediante una hipótesis nueva, nacida del
315
cotejo entre los datos iniciales y la experiencia ne­
gativa del error. Las reglas inductivas de Stuart
Mill encuentran aquí seguro campo de ejercicio.
Todo ello es muy obvio. Acaso no lo sea tanto
lo que hay sumergido en la entraña de la descrip­
ción anterior. Por un lado, que ella, reflejando el
empirismo, expresa patentemente el error ultra-
positivista de un Magendie, que pretendía fundar
la Medicina sobre las puras observación y experi­
mentación, sin teoría alguna previa; los “hechos”
constituirían el definitivo saber. En rigor, un he­
cho empírico no supone nada sin una previa teoría
diagnóstica y fisiopatológica. Pero el problema del
empirismo tiene otra faz mucho más importante.
Me refiero a la interpretación teórica del síntoma
dentro de ese saber teorético de que surge su ha­
llazgo y su ordenación.
En estos últimos veinte años han sido numerosos
los ensayos por comprender la significación y el
sentido del síntoma dentro de un entendimiento
total del “organismo” o del “hombre”. Unos cuan­
tos nombres, en parte ya citados: v. Monakow32,
Goldstein33, R. Allers 3\ O. Schwarz30, O. Tem-
kin 3<’, L. R. Grote 37, v. Weizsäcker 38 y todavía al­
gunos otros. Las notas bibliográficas al final de
este capítulo recogen una indicación somera de cada
tentativa y su juicio. Por mi parte, tomando algo
de cada una y dentro de la línea existencial-per-
316
sonalista de mi pensamiento, daré en esquema lo
que puede ser la hermenéutiea de un síntoma.
Un síntoma es “un hecho morboso apreciable
por los sentidos” (Corral). Letamendi llamaba a
los síntomas, muy felizmente, “formas expresivas
de la enfermedad”, y Broussais, eon pathos organi-
cista y romántico a la francesa, “gritos de dolor de
los órganos que sufren” 3U. La vieja clínica distin­
guía entre el síntoma espontáneo y el provocado.
Sería el primero expresión inmediata del proceso
morboso y el segundo respuesta del organismo a
una situación creada artificialmente: la simple ex­
ploración del reflejo rotuliano, por ejemplo, es un
síntoma provocado. Esta distinción es, sin duda, ex­
cesiva: todo síntoma es, a la vez, respuesta y ex­
presión. En el síntoma responde somáticamente la
persona total enferma a un complejo de estímulos
externos e internos más o menos artificiales; y con
ello expresa a los sentidos del explorador lo que
toca a la totalidad biológica del cuerpo dentro de
la anómala situación personal en el tiempo que lie­
mos llamado “estar enfermo”. Consecuentemente,
y contra las ideas de R. Allers, estimo que todo
síntoma es “expresión” y no “anuncio” asígnifiea-
tivo (*). El hecho de que la significación de un sín-

(*) Allers emplea, como es notorio, las distinciones fenomeno-


lógicas de Husserl. La bandera es “ anuncio” o señal de la nación;

317
toma no nos sea conocida —por ejemplo, la del sig­
no de Babinski—, no nos autoriza “todavía” a ne­
gársela.
¿Qué sentido tiene la expresión en que el sín­
toma consiste y se significa? Tal pregunta era to­
talmente ajena a la concepción naturalista de la
Medicina. Así corno a ningún físico se le ha ocu­
rrido preguntar: ¿qué sentido tiene para la piedra
o para la Tierra que la atrae, la caída de aquélla?
—pregunta rigurosamente absurda para la mente
humana—, tampoco a los médicos naturalistas la
indagación del sentido del síntoma. Este tenía una
“causa”, en modo alguno un “sentido”. Es curioso
que Lotze 10 postulase la supresión de la idea de
peligro en el entendimiento científico de la enfer­
medad, por su carácter “subjetivo”. La aplicación
del pensamiento causal y mecánico condujo a la
visión habitual del síntoma como déficit. Si en un
motor de explosión se oye un ruido extraño, el me­
cánico piensa ipso facto en el defecto de alguna
pieza. Con pocas variaciones, éste era respecto del
síntoma el pensamiento explícito o implícito de los
patólogos de hace unos decenios.
Goldstein lia introducido las ideas de totalidad
y leleoclinia en la concepción del síntoma. En sín-

loa gestos mímicos del sordom udo son “expresión” de lo que ese
sordomudo quiere significarnos.
toma morboso o su conjunto siudrómico son res­
puestas vivas de Ja totalidad viviente que es el or­
ganismo enfermo y representan siempre una tenden­
cia hacia la adecuación del estado morboso a las
“preguntas” del ambiente habitual —síntoma es­
pontáneo— o artificialmente modificado —síntoma
provocado—. El síntoma viene a ser así algo crea­
dor, compensador. La interrogación por el sentido
queda con ello planteada; pero este sentido lo ve­
mos todavía biológicamente concebido, y no según
un entendimiento del hombre como persona. La
definiva incorporación de la idea de persona a la
existencia humana permite establecer para la com­
prensión del síntoma el trino esquema que si­
gue (*). He aquí los tres momentos que teórica­
mente se pueden aislar en la respuesta o “reacción”
que el síntoma representa:
1. Reacción física. Una fracción del síntoma
es directamente referible a una causa exterior —el
agente morbógeno— por la vía de la causalidad me­
cánica: la desviación ósea en una fractura, la in­
fluencia del coeficiente partición en la distribución
orgánica del cloroformo inhalado, etc. El hombre
actúa aquí como mero cuerpo material : y lo es, efec-

(,*1 Más detalles sobre el tema, en mi libro, próximo a publi­


carse, Cien años de pensamiento médico, 11140-1940.
tivamente, aunque también sea algo más que un
cuerpo material.
2. Reacción viva. Otra fracción del síntoma de­
pende de la reacción vital, teleològica y adecuada
que la totalidad viviente del ser vivo —y el hombre
lo es, aunque también sea algo más que un ser
vivo— opone al agente causal o, más precisamente,
a la total constelación morbógena. Tipo: la fiebre,
la inflamación, la poliuria, la diarrea, etc. En cuan­
to se trate de un síntoma somático, éste siempre
será tributario de parciales explicaciones físico-
mecánicas: podrá estudiarse, por ejemplo, el “me­
canismo” lermorregulador o la acidez sanguínea en
la fiebre. Pero la unidad total del síntoma —la
fiebre como tal— sería absolutamente incomprensi­
ble sin la señalada referencia a una respuesta ade­
cuada del organismo viviente, anterior a su diversi­
ficación en una cadena de acciones fisicoquímicas
y, por lo tanto, esencialmente irreductible a una
mera adición o mosaico de éstas.
Acaso sea este estrato de la totalidad biológica
aquel en que nos hallamos más indefensos. El te­
rreno de la bioquímica es arduo, pero transitable;
al menos, conocemos ya la carta geográfica —mé­
todos, límites— que nos permite orientarnos por sus
veredas. También lo personal nos puede ser cono­
cido, si queremos poner en ello atención y método
idóneo. En cambio, apenas tenemos una teoría del
320
conocimiento de lo biológico como tal. Falta, en
primer término, un conocimiento adecuado de la
escueta realidad viviente. Algo han hecho en este
sentido Driesch, v. Uexküll, A. Meyer, Buytendijk,
Plessner y algún otro; si bien todavía queda cami­
no por recorrer u. Pero, sobre todo, falta la posibili­
dad de estudiar por modo idóneo lo biológico hu­
mano, fundido esencialmente con su vida personal.
¿Cómo deslindar, por ejemplo, lo vilal-instintivo de
lo personal en la actividad sexual humana? ¿Cómo
establecer una fisiopatologia autentica de la vida
instintiva del hombre? ¿Cómo se conducen los ím­
petus del instinto en la enfermedad? La obra de
Freud, tan valiosa como incitación y remoción,
constituye un tremendo truco metódico, en cuanto
pretende manejar la turbia e informe realidad de
lo irracional-instintivo con métodos empírico-ra­
cionales. La obra de Kraus es un ensayo no lo­
grado, y otro tanto puede decirse de la “medicina
biológica” de Kötschau 12. He aquí un campo fruc­
tífero a la investigación de los fisio y psicopatólogos.
Siempre que no olviden la totalidad personal del
hombre; esto es, que no puede estudiarse la vida
puramente instintiva humana, sino al hombre en­
tero desde el plano de lo instintivo.
3. Reacción personal. Ahora es cuando en rea­
lidad se plantea el problema del sentido. Ante un
síntoma cualquiera —cefalalgia, hiperglucemia, in­
2t 321
flamación, ele.— dos preguntas se imponen a este
respecto: ¿Qué sentido personal tiene el síntoma
presente dentro de la situación existencial que el
‘‘estar enfermo” es para este hombre? El síntoma es
entonces —si podemos contestarnos a tal pregun­
ta— pura expresión de una coyuntura de la exis­
tencia en su destino: así, una parálisis histérica o
una gastropatia neurótica. Otras veces la pregunta
debe contestarse en distinta dirección. Un sarcoma,
por ejemplo, brota en el organismo como una fata­
lidad; pero siempre deberemos interrogarnos por
lo que el tumor supone en el destino ulterior de la
persona afecta. Y aún es probable que una inves­
tigación histórica profunda nos ponga de relieve de­
terminadas condiciones también históricas —así lia
sucedido con las epidemias— en la aparición de
enfermedades tenidas por “cósmicamente fatales” .
En todo caso, siempre nos cabe hacer la segun­
da pregunta: ¿qué componente personal-neurótico
hay en el síntoma presente? De otro modo: ¿qué
reacción ha adoptado la persona -—no el mero ser
viviente— ante el impedimento de sus fines existen-
ciales que supone este fatal “estar enfermo” ? Me
refiero a la reacción visible y tangible -—empírica-—
no a la estrictamente vivencial o intencional que
estudiamos en el apartado anterior. Un plus en la
frecuencia del ritmo cardíaco, en la presión vascu­
lar o en la peristalsis son casos triviales; pero, in-
dudablemente, pueden presentarse en el cuadro
morboso imbricaciones mucho más sutiles que es­
tas simples alteraciones cuantitativas de un síntoma.
Un ejemplo, tomado de Siebeek. Una mujer pade­
ce una litiasis biliar con frecuentes cólicos. El tra­
tamiento habitual con agua de Karlsbad y envoltu­
ras calientes no es muy eficaz. Entonces, el médico
penetra algo más en su vida personal y se informa
de que el matrimonio la había ido mal. A la en­
ferma la había ya sorprendido que los cólicos eran
más violentos en noviembre, justamente el mes en
que años atrás sufrió un amargo desengaño en su
matrimonio. Pudo conseguirse entonces tranquili­
zarla psicoteràpicamente, y el mismo tratamiento
dió excelente resultado. Historias como éstas po­
drían recogerse a centenares. En el caso descrito na­
die puede negar: a) las posibles exploraciones
fisicoquímicas en orden a la formación del cálculo
biliar; b) la interpretación del cólico como reacción
viviente de un organismo vivo; esto es, el parangón
con el cólico que pudiera sufrir —yo no sé ahora
qué animales padecen litiasis biliar— un animal;
y c) la participación de la persona en la presenta­
ción y en la configuración del cuadro sintomático.
El médico debe atender inexcusablemente a los tres
ingredientes del síntoma.
Insisto en advertir que estos tres momentos del
síntoma sólo pueden ser aislados ideal o teórica­
323
mente. En el plano de la realidad, todo síntoma
participa de los tres en su íntima constitución. Exis­
tirán casos, ciertamente, en que la participación per­
sonal o neurótica sea mínima: una gripe corriente
o una meningitis purulenta (*) ; pero la observación
minuciosa por parte de un médico auténtico per­
mitirá siempre descubrir ese quid reactivo y perso­
nal, en cuya virtud la fiebre tifoidea o la gripe de
un hombre se distinguen esencialmente de las pa­
decidas por un animal cualquiera.

Las técnicas terapéuticas de la enfei·inedad en el


plano de su verificación empírica son también in­
mediatas y empíricas. Constituyen justamente aque­
llas a las que se reserva de ordinario el nombre de
“técnicas”. La Cirugía representa el paradigma.
El esquema mental es bien sencillo: puesto que
el síntoma es visible y tangible, puedo intentar su­
primirle de facto. Ubi hemorrhagia, ibi ligatura, de­
cían los antiguos, y éste es el pensamiento arque-
típico de la técnica curativa empírico-sensoual, des­
de los curadores “técnicos” en los pueblos cazadores
primitivos hasta los extirpadores de amígdalas o de
apéndices en serie, que, por lo que cuentan, tan

(*) Sin embargo, recuerdo haber leído liare unos años el raso
•—lo refería en la Klin. ïï'och., si la m em oria no me falla, el pe­
diatra Moro—de un niño afeetado p o r una m eningitis aséptiea a
consceueneia de haber sido atarado p or un perro.

324
frecuentes son en el clima empirista de los Estados
Unidos. Apenas es calculable el inmenso beneficio
que el tratamiento de los enfermos debe a la empi­
ria positivista; apenas serían también calculables
sus estragos si la técnica terapéutica fuese empiris­
mo sensorial puro, como el de aquellos médicos
norteamericanos—Cotton, Hunter y Graves 43—
que comenzaron a tratar a los esquizofrénicos con
amplias resecciones de colon por haber visto ■ —y
visto realmente, de esto no puede haber duda— al­
teraciones radioscópieas o funcionales en su intes­
tino grueso. Con esta mentalidad, aunque el éxito
operatorio fuese favorable —un diez por ciento fué
la mortalidad observada—, pronto dejarían de exis­
tir enfermos mentales— y también sanos de la
mente. La misma conceptuación que nos merecería
un hipnotizador empeñado en tratar el cáncer gás­
trico o la esquizofrenia por pura hipnosis —Freud
soñó e hizo soñar que la esquizofrenia podría cu­
rarse con una talking cure— o las fantasías teori­
zantes de un Brown o un Rasori frente al enfer­
mo (*), debe merecernos el empirista puro, arma-
(*) Es curioso el lím ite a que la aberración scudo-racionalista
puede llegar. El filósofo Schelling, doctor honoris causa en Medi­
cina por obra de sus cofrades los médicos románticos, se empeñó
en tratar “schcllinguianam ente” a Carolina von Schlegel, enferma
durante un viaje que hacían juntos. El resultado fué la defunción
de la desventurada. El suceso produjo gran rer itelo en el mundo
romántico alemán. N uestro buen Coya podría poner al p ie: “El
sueño de la razón produce monstruos ’.

325
do de su bisturí ante todo lo “visible”. Consoladora
y comprensiva coexistencia, empiria positiva y teo­
ría racional son tres momentos indisolubles en la
actividad del médico.
Por fortuna, la auténtica Cirugía no ha sido
así jamás, al menos desde que su ejercicio dejó de
ser una albeitería técnica independiente de la me­
dicina doctoral universitai'ia. Mucho menos lo es
la cirugía actual, después de hombres como Bier,
Sauerbruch, Forgue, Lériche y tantos otros. López
Ibor 44 llama la atención acerca de que precisamen­
te fueron los cirujanos los primeros en reaccionar
activamente —-Bier, por ejemplo— contra la escue­
ta mecanización del arte médico. Basta observar la
atención a la persona entera que se pone hoy an­
tes de intervenir quirúrgicamente un Basedow o la
finura con que un ginecólogo sopesa los problemas
morales, para percibir el definitivo ocaso del puro
empirismo positivista en la actividad de curar.

326
3. Verificación de la creencia amorosa en saberes
teóricos: medicina científica.

Con la amorosa creencia en el ‘‘estar enfer­


mo” (*) del paciente y su verificación mediante la
exploración de las sintomáticas “formas expresivas
que en el plano soinático-vital le corresponden,
hállase constitutivamente amasada en el acto mé­
dico la consideración racional, teórica, de los ha­
llazgos que intuición y empiria van poniendo en
nuestras manos. Sin una teoría diagnóstica, ya lo
hemos visto, es imposible dar un solo paso en el
diagnóstico y en el tratamiento. Sólo una disección
descriptiva permite aislar entre sí lo que de cien­
cia hay en la Medicina —ciencia en sentido estric­
to, saber teórico— de los otros dos momentos que
esencialmente la constituyen.
Ahora nos hallamos plenamente ya en el campo
de la historia del pensamiento; o en la historia de
la cultura, como quiera decirse. El médico, en su
interpretación y ordenación teórica de los “hechos”
que su experiencia va obteniendo, se apoya inde-

(!Si Aunque, no está expresamente indicado antes, es obvio que


-el empico frecuente de la expresión “el estar enfermo ” se debe al
deliberado propósito de acentuar la concreción existencial de “la
■enfermedad”, concepto ideal o típico las más de las veces (en la
■expresión “la fiebre tifoidea es una enfermedad...”, p o r ejem plo).

327
liberada y forzosamente sobre los supuestos cultu­
rales de la época en que vive. Más aún: esos mis­
mos supuestos determinan que la atención expec­
tante del médico recoja éstos o los otros “hechos” ;
quiero decir, que se oriente de un modo o de otro
en la exploración del enfermo. Léase una historia
clínica de Hipócrates, otra de Sydenham o lloer-
haave y otra actual, y ante unos ojos históricamen­
te sensibles aparecerán con claridad estos dos ha­
llazgos: el médico, aun manteniendo la misma acti­
tud fundamental —curar al paciente conociendo
su “caso”— se propone en su exploración metas
secundarias distintas; consecuentemente, los “he­
chos” captados por aquélla son distintos entre sí y
distintamente interpretados.
Una historia clínica hipocrálica nos muestra
siempre al hombre concreto enfermo, nunca al tí­
fico o al pulmoníaco: el paciente es el hijo de Ky-
dis, la hermana de Harpálides, la mujer de Her-
moptolemos o, más sigilosa y discretamente, “el que
habita extramuros”. Por otro lado, la historia es
por modo muy acusado “visión presente”, esto es,
lo menos “historia” que pueda imaginarse: no bus­
quemos allí antecedentes remotos o hereditarios,
sino lo que el médico ha “visto” en el enfermo y
en su ámbito — de aere, aquis et locis y los e pide-■
miarum libri — en cuanto se ha puesto en contacto
con él. La interpretación de la anamnesis y de los
328
hallazgos exploratorios tiene sentido pronóstico y
se configura según una concepción humoral de la
physis. He aquí, pues, toda la mentalidad helénica
—“visiva”, objetivadora, natural— dirigiendo y
orientando la exploración y la interpretación de los
síntomas.
Veamos, por contraste, lo que Boerhaave escribe
en torno a la misión del médico ante el enfermo:
“Viendo al enfermo, inquiere el médico si del he­
cho morboso que examina hubo en la enfermedad
algo ya preexistente que pudo hacer o que parezca
pudiese hacer cognoscible y curabit:, a manera de
predisposición, la enfermedad presente” 45. El sta­
tus praesens es concebido así: “El estado presente
de la enfermedad ¿será arjé o comienzo? ¿Será
anabasis o ascenso?” 4U. A Boerhaave, como a todos
los médicos racionalistas del racionalista y barroco
fin del Seiscientos, le importaba, pues, la enferme­
dad como “tipo morboso” racional, no como afec­
ción de un hombre concreto. En Baglivio se lee este
revelador párrafo: “Duo sunt praecipui medicinae
cardines, ratio et observatio. Observatio tamen est
filum, ad quod dirigi debent medicorum ratioci­
nia” 47. Ya no es de extrañar que en caso de epide­
mia diagnosticase Sydenham a todos los enfermos
vistos durante ella según el “tipo” o genio epidé­
mico de ésta, aunque los síntomas fuesen totalmente
dispares; o, dicho con palabras actuales: un neu­
329
mónico por neumococos que fuese visto durante
una epidemia de difteria, hubiese sido considerado
“diftérico aberrante'’. He aquí a la razón, en el
momento de su orgullo máximo, fingiendo su ley
sobre la naturaleza.
Una historia clínica de hace cuarenta años se
ocupaba de preferencia en precisar hasta el último
límite funcional y anatómico las alteraciones del ór­
gano enfermo. Lo fundamental en la exploración
era “el hígado” o “el estómago” alterados, más que
el tipo morboso o el “estar enfermo” del individuo
afecto. Virchow consideraba como trastorno local
incluso a la fiebre. Se hacía una prueba funcional
“del corazón” para ver su posible rendimiento, y
no se pensaba en hacer una prueba funcional car­
díaca “del hombre” portador de un corazón enfer­
mo. A través de Virchow, eran vigentes los pensa­
mientos anatomopatológicos de Bichat: “Puisque
chaque tissu organisé a une disposition par-tout uni­
forme, puisque, quelle que soit sa situation, il à la
même structure, les mêmes propriétés, etc., il est
evident que ses maladies doivent être par-tout les
mêmes” 48. Aquí el empirismo del hallazgo anató­
mico domina el entendimiento de “la enfermedad”.
Decían Wunderlich y Roser 40 que la historia clí­
nica no debía servir para exponer los juicios del
médico —esto es, la ratio de que nos hablaba Bagli-
vio—, sino más bien el material observado, de modo
330
que pudiese ‘“servir a las investigaciones científicas
de otros”. El pathos de la “objetividad” y del pro­
greso científico es bien patente. Hace pocos años,
en cambio —y sin mengua de la investigación em­
pírica más minuciosa—, lia podido escribir von
Weizsäcker r,° que cada historia clínica es el testi­
monio de la común subjetividad de dos hombres, el
médico y el enfermo; los cuales, en trabajo común,
se esfuerzan por una meta objetiva, la salud del
último. Las historias clínicas “polidimensionales”
(Kretschmer) o “tectónicas” (Birnbaum) represen­
tan un último ambicioso estrato.
Estas viñetas históricas nos muestran patentemen­
te no sólo la necesidad con que la teoría médica se
halla entramada en la comprensión del caso patoló­
gico, pero también la influencia de la situación y
del horizonte históricos en la configuración de di­
cha teoría. Humoralismo, atomismo, solidismo, rne-
todismo, iatromecánica, stahlismo, brownismo, “me­
dicina fisiológica”, Naturphilosophie, “medicina
científico-natural”, passio, reactio y laesio celula­
res...; toda la historia del pensamiento medico es
una sucesión de transitorias doctrinas, cada una con
su ocasional adarme de verdad, ante el enfermo do­
liente. Por otro lado, la interpretación teórica de la
enfermedad como suceso humano: enfermedad
como castigo de un pecado, como residencia cor­
poral de un espíritu maligno, como desarmonía de
331
la physis, como dolorosa prueba, como “distinción”
(Novalis), como azar fastidoso,.. Cada época ha te­
nido una postura existencial más o menos expresa
ante el hecho inexorable de la enfermedad. La so­
ciedad burguesa y moderna está penetrada hasta el
tuétano por el temor a la mala fox-tuna, al azar mo­
lesto y angustioso que es enfermar:

Ogni còsa è fugace e poco dura,


Tanto Fortuna al mondo è mal costante,

escribía ya en el Renacimiento Lorenzo de Médi-


cis. “Mala suerte”, dice el senequismo cotidiano de
nuestro pueblo. El sentido del dolor se ha perdido
en el hombre medio (*).
El médico actual ha cometido la errónea inge­
nuidad de creer que en sus esquemas diagnósticos no
hay “teoría” ; todo serían “hechos” verificables.
Mada más i-emoto del real acontecer. Examinemos
como ejemplo que ocurre en un caso sencillo, la sim­
ple exploración del reflejo rotuliano. El médico in-
terpreta el movimiento de la pierna como conse­
cuencia de una excitación y una reacción en los ca­
bos de un arco reflejo, más o menos inhibido en su

(*) He (le, lim itarm e aquí a estas someras indicaciones. No es


esta ocasión sino de esbozar la historicidad de las actitudes an­
tropológicas y científicas frente al doloroso albur de caer enfermo.

332
función por fibras centrales descendentes. Nada es
problemático para 61 en la explicación. Las fibras
y las células pueden verse, etc. Sin embargo, hay en
el esquema toda una serie de hipótesis inverificadas:
la “acción inhibitoria” (¿qué misterio os ése?;
¿quién la ha comprobado?) de las fibras centrales,
el artificial aislamiento de los elementos que com­
ponen el arco, idealmente aislados del resto del su­
ceder orgánico, cuando están enclaustrados en él, et­
cétera. Ahondando más se ve que debajo de lodo ello
anda la hipótesis atomística del asociacionismo bio­
lógico y psicológico. En cuanto se detenga el médico
a reflexionar, siquiera sea un minuto, en torno a
cualquiera de sus cotidianos esquemas fisiopatoló-
gieos, se verá sorprendido por la problemática teorc-
ticidad sobre que asientan; y si pierde todavía otro
minuto, por la insoslayable historicidad de su saber.
Problemática y todo, la teoría es necesaria, así
para diagnosticar como, más generalmente, para an­
dar por el mundo. Tienden los hombres a saber y sus
ojos no les dan sino la apariencia de las cosas. Se
les impone, pues, la necesidad de inventar algo so­
bre lo que haya dentro de esas cosas, y surge la teo­
ría científica. Cuando se dan cuenta, porque han
visto algo nuevo, de que la vieja teoría no sirve, o
cuando están cansados de ella, cambian el ángulo de
su visión sobre las cosas e inventan una teoría nue­
va. Y así siempre. Ahora estamos ahitos de hacer
333
historia de las distintas posturas y nos preguntamos:
1.“, por qué nos estamos preguntando siempre sobre
las cosas: y 2.°, si de la comprensión de todas las
posturas del hombre ante las cosas no podrá desti­
larse un saber históricamente total y más satisfac­
torio acerca de esas cosas, como el policía que trata
de reconstruir el hecho interrogando a los distintos
testigos. Con lo cual vendremos seguramente a la
cuenta de que no podemos pasar de la apariencia
de tales cosas; y entonces, nos resignaremos a la
necesidad de “creer” en una teoría... o empezare­
mos a ponernos delante de otras cosas, et sic de m e­
teris, mientras haya historia. O mientras haya hom­
bres, <pie es lo mismo. Sólo una mudable creen­
cia (*), como siempre, nos permite elevar fugaces
teorías racionales sobre las cosas. Sólo otra creen­
cia inmutable en lo que está más allá de la razón y
del tiempo en que somos e inventamos —del tiempo
en que consistimos— nos permite existir con segu­
ridad como seres interrogantes e inventores. Al final
veremos demostrada esta consideración a la luz de
la práctica médica y aprenderemos la triaca contra
esa inevitable historización de nuestro saber.
También a la verificación teórica o científica de

(*) Aludo atpií a las ocasionales creencias históricas: creencia


en la razón, en la definitividad de la experiencia, en la evolución
del espíritu, etc.
la creencia amorosa corresponden técnicas terapéu­
ticas peculiares. La técnica es un “saber hacer”.
Pues bien; el “saber” de ese “saber hacer” puede
derivarse de una concepción teórica sobre la enfer­
medad y no del mero ver y tocar. Aunque la reali­
zación de esa técnica teórica se vierta al plano de
los hechos visibles y tangibles.
Es cierto que el origen de casi todas las técnicas te­
rapéuticas es atribuido a una lejana c irreflexiva em­
piria. Prescindiendo de que hasta el empirismo de
los pueblos primitivos exija admitir en la mente de
éstos la presencia de determinados supuestos teóri­
cos, el hecho es que multitud de prácticas terapéu­
ticas tienen su génesis en construcciones científicas
previas. Otra cosa es que la comprobación de su
eficacia requiera el difícil empirismo ante el en­
fermo. En un curso sobre medicina helénica he de­
mostrado cómo el tratamiento dietético, tan funda­
mental en la medicina griega, puede ponerse en re­
lación con la antropología latente en el pensamiento
jónico ; la dieta tendería a restablecer la armonía del
hombre en su contorno, su physis en la Physis. El
tratamiento medicamentoso mineral de Paracelso
halla sus raíces en la antropología y la filosofía na­
tural del Renacimiento, fundidas con una poderosa
vena alquimista: los arcana terapéuticos se hallan en
relación con la doctrina del microcosmos, de la
cual emanan dos curiosas formulaciones suyas.
“Todo el inundo es una farmacia'’, en la cual Dios
es el “supremo apolecario” (der oberste Apothe­
ker) 51. En tiempo más reciente, ahí están el sistema
terapéutico de Brown, fundado íntegramente en sus
ideas sobre la “astenia” y la “estenia”, y las san­
guijuelas que exigía por millares la “medicina fisio­
lógica” de Broussais.
También las innovaciones medicamentosas actua­
les se basan en análogo mecanismo íntimo: así debió
surgir en la mente de Ehrlich, por ejemplo, la idea
de buscar el 606. Pasteur escribía: “Algo me dice,
en el fondo del alma...”. Lo que ha mejorado posi­
tiva y aun maravillosamente es la técnica de crea­
ción y la técnica de comprobación. Pero sospecho
que, respecto a la última, no lian meditado suficien­
temente los farmacólogos. La mentalidad cuantifi-
cadora del naturalismo médico domina con inmedi­
tada monarquía. No se trata de discutir-—¿quién
osaría tal dislate?— los éxitos terapéuticos de las
sulfamidas o de los arsenicales sintéticos. Trataré
sólo de precisar la última raíz del juicio por el que
admitimos su valía terapéutica. Analicemos breve­
mente una aparente perogrullada.
El “ensayo” de un medicamento acerca de su
valor terapéutico tiene lugar en dos direcciones di­
ferentes: el ensayo in vitro o in anima vili y la ex­
perimentación clínica estadística. Pensemos en el
caso de un posible preparado digitàlico nuevo y, si
336
se quiere, sintètico. Compruébase su acción en el
gato decapitado o en corazón aislado de rana. Cuan­
do su acción en el artificio experimental está ase­
gurada y medida, se introduce en clínica, y allí se
investigan sus efectos sobre enfermos cardíacos. El
resultado favorable —admitámoslo— se establece
mediante estudios estadísticos de su efecto sobre
el grado de suficiencia cardíaca, el ritmo, etc. Ad­
mitamos también que se disponga de un método
“objetivo” y “exacto” para estudiar el rendimien­
to del corazón. Puesto que el resultado del expe­
rimento clínico lia sido favorable, pasemos por alto
la licitud de homologar el corazón de un gato de­
capitado con el corazón enfermo de un hombre
íntegro. Todo ello supuesto, preguntémonos: ¿cuál
es la última instancia que nos ha servido para juz­
gar el efecto eficaz en cada uno de los casos favo-
rabí es de la estadística? No nos engañemos pen­
sando que sea el método “exacto” de exploración
funcional. Este será un excelente medio auxiliar,
pero sólo cuando el enfermo nos haya dicho que
"está mejor ”, La razón última de nuestro juicio
sobre el medicamento consiste en ese “estoy me­
jor” del enfermo después de su empleo (*). El mé-

Pensemos hipotéticam ente en un caso bien sencillo: la ac­


ción fiel medicamento es enérgica sobre la dinámica cardíaca, pero
produce náuseas o mareos de cierta consideración a los enfermos.
Entonces el medicamento “no sirve” .

337
todo es peligroso, porque podemos caer, por ligereza,
en un post hoc, propter hoc, confundiendo acciones
sugestivas o mejorías ocasionales con el efecto real
del medicamento (*). Ello nos obligará a redoblar
nuestra cautela en la estimación de cada paso ; pero,
en último extremo —aunque se trate de un neosal-
varsán y podamos comprobar su efecto a través de
las reacciones serologicas—, siempre tendremos que
recurrir al definitivo “estoy mejor'’ o “no estoy me­
jor” ; siempre podrá presentarse la experiencia de
un Wassermann positivo con un terminante y no
transitorio “estoy bien” y uno negativo con un per­
tinaz “todavía no estoy bien”.
¿Qué quiere decir ello? Que, en definitiva, así
como juzgábamos del “estar enfermo” del pacien­
te por un primario “está enfermo”, del mismo
modo juzgamos de su curación por un terminal
“está bien”. El saber del médico y su instancia amo­
rosa juzgarán si al subjetivo “estoy bien” corres­
ponde un coexistencial y revelado “está bien”, que
es el decisivo. Lo que llamábamos prevención y
preeminencia existencial del médico, unidas a su
amorosa instancia en el enfermo, son las que le re­
velan esa terminal creencia del “este hombre .está

(*) En cuanto a las llam adas acciones sugestivas, ¿qué m edi­


camento actuará en el organismo hum ano como si éste fuese un
tubo de ensayo o un gato más o menos decapitado?

33«
sano”, que ratifica la todavía falible impresión sub­
jetiva del paciente (*). En suma: la curación o
reinstalación de la existencia del enfermo curado
en un destino nuevo o en una etapa ulterior del
antiguo, sólo puede ser inferida en último término
—dando su valor auxiliar a los medios de explo­
ración objetiva-— mediante la creencia que expre­
sa el “este hombre está sano”, la cual creencia le
es revelada al médico, como siempre, en su coexis­
tencia amorosa e instante con el enfermo. Sólo en­
tonces puede el médico, tuta conscientia, “dar el
alta”. Con lo cual podemos plantearnos ya la últi­
ma cuestión de las que este libro había de tratar.

4. La acción médica en su conjunto. — Medicina


e Historia.

He aquí al hombre en su destino. Como barco


bien arbolado y falible a la vez, va camino de su
puerto vocacional. El timón es un tesoro de pro­
yectos, de rumbos posibles; pero cada día, previa
revelación de los astros, se elige sólo aquel que sir­
ve al camino de una intransferible vocación hacia
puerto invisible y remoto. ¡Si no hubiese tempes-

(*) Evidentemente, las comprobaciones “empíricas” son un ele­


mento verificador de aquella revelación coexistencia!.

339
fades !... Un día viene un rudo viento contrario, y
esta es la enfermedad. Como la galerna, nace la en­
fermedad de no se sabe dónde; simplemente, de
que se está en la m ar—o en la vida--, y la mar y
la vida son inseguras paia barcos y hombres. El
viento es duro y contrario, inminente el riesgo de
acabar allí la derrota. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo
navegar en ese arduo azar contra viento y marea?
Es hora de poner a prueba todas las posibilidades
existenciales : quantum potes , tantum aude; esta es
la divisa del barco en viento contrario y del hom­
bre enfermo. Un hombre hay que conoce el arte de
navegar contra el viento: es el médico. El médico
inquiere rumbo y posición, comprueba atento el
estado del velamen y prescribe la maniobra. Co­
mienza una penosa navegación “por bordadas”. Al
terminar cada una, ordena el médico nueva mani­
obra; el barco sale de su ruta en una comba osada
e incierta y vuelve a ella. Ha ganado unos metros.
Otra comba sigue, y así hasta que sopla de nuevo
favorable el viento del destino o hasta el trance de­
cisivo y final del naufragio.
Cada “visita” del médico al enfermo es el co­
mienzo de una nueva bordada en la empresa de
navegar contra el viento. Una nueva coexistencia
ocasional que revela al médico el “está mejor” o
“está peor”, como al experto que escudriña posi­
ción y velamen al retorno de cada virada hacia bar-
:u o
lovento. Prescribe el médico su tratamiento y se
despide. Queda el enfermo solo, con sus fuerzas,
en la incierta excursión de su bordada contra el
destino amenazador. Nueva visita, nueva bordada,
nuevo avance. Al fin, con la salud, otra vez la
marcha, a sotavento del destino, hacia la meta vo­
cacional.
¿Qué ha encontrado el médico en cada una de
sus visitas? Por lo pronto, un manojo de “hechos”.
De ellos, son unos aparentes, los síntomas visi­
bles. El enfermo se le aparece al médico como un
objeto al que puede contemplarse, porque “está
ahí” ; es un fragmento del mundo exterior, objeti­
va y específicamente configurado, en el que se
ofrecen a nuestra expectante solicitud determina­
das apariencias sintomáticas. La última raíz con­
siste, como vimos, en la resistencia que el mundo
exterior presenta a nuestros ímpetus sensoriales ex­
ploratorios. Primer fascículo de hechos: resisten­
cias objetivas.
Otro grupo de tales hechos son cosentidos. Aquel
fragmento del mundo exterior es un ser viviente
capaz de vital dolor o de actividades totalmente rea­
lizadas por su orgánica totalidad. Estos “hechos”
descansan, por modo singular e invisible, sobre los
otros visibles, aparentes y objetivos. El dolor vital,
cuando el intestino se contrae en peristalsis violen­
ta, se “realiza” en movimientos cólicos percepti­
341
bles, torsión protectora del cuerpo, lamentos, etcé­
tera; pero la suma de todos estos “hechos objeti­
vos”, sensorialmente aprehensibles, no constituye
el irreductible fenómeno del “dolor cólico”. Ya sa­
bemos que tales “hechos”, correspondientes a la
esfera vital, son rigurosamente individuales. El mé­
dico no puede hacer otra cosa que “cosentirlos”
por simpatía o compasión sensible. Siquiera ello,
aun siendo conveniente —¡el médico “simpáti­
co!”—, no sea necesario para el cabal ejercicio de
la Medicina. Las razones quedan dadas atrás.
El tercer fascículo de “hechos” es mucho más
sutil y de una escueta singularidad. Son los actos
rigurosamente personales: afectos de la persona
—tristeza “espiritual”, etc.—, espontáneas y libres
intenciones de la expresión, actos decisivos del des­
tino. La personalidad intransferible de estos actos
es terminante; pero el médico, en una coexistencia
amorosa y creyente, puede intencionalmente coeje­
cutarlos en el destino comunal. El “hecho” es aho­
ra la coejecución de actos revelados en una amo­
rosa y creyente coexistencia. La objetividad de los
primeros y la con-fusión afectiva de la esfera vital
es ahora coejecución reveladora, “revelación”. El
enfermo ya no es algo que “está ahí”, ni desaparece
sumido en la unificadora “com-pasión” (*), es algo

(*) La consideración de otras formas no amorosas y personales

342
“en que se está”, una determinada compañía en el
hacer de mi activa “instancia”. La expresión es­
pontánea o querida —diálogo, gestos— es lo que
me permite llegar a la entrañable y amorosa co­
existencia.
Apariencia resistente y coejecución amorosa son
los elementos rigurosamente propios de la acción
médica (*). Sobre ellos se edifica la teoría diag­
nóstica; desde ellos y ésta, se parte hacia la aven­
tura del tratamiento. El edificio del diagnóstico se
eleva, pues, sobre el cimiento inicial de una creen­
cia: “aquí hay otro hombre enfermo al que puedo
ayudar” ; con los sillares de unos cuantos hechos:
hechos aparentes o síntomas y coejecuciones inten­
cionales y amorosas; y, en fin, según el plano teó­
rico de la doctrina médica históricamente vigente.
El tiempo podrá acaso derribar este edificio. ]\adie
nos asegura, en efecto, que un caso por nosotros
diagnosticado de “gota constitucional por trastor­
no metabòlico del riñón, recayente en un padre de
familia, comerciante, casado, hipocondríaco y an­
gustiado por su negocio” —por exponer un tipo

de la simpatía era aquí superflua. La simpatía, a diferencia del


amor, en ningún caso se halla referida a “valores” (Seheler).
(*) La compasión vital y simpática, huelga casi indicarlo, no
•sirve sino como medio para llegar a descubrir los síntomas apa­
rentes y a coejecutar los actos de la amorosa coexistencia.

343
sencillo de diagnóstico personal—, será rotulado de
modo próximo o remotamente análogo dentro de
un par de siglos. Ni siquiera estamos seguros de que
el tiempo no arrebatará la consistencia de algunos
“hechos” aparentes, para nosotros tan objetivos y
seguros. Pensemos en la historicidad de algunos cua­
dros morbosos, como parece acontecer con el de la
sífilis. Lo que antaño fué un “hecho” aparente o
sintomático de la construcción etiológico-diagnós-
tica por nosotros llamada sífilis, ha dejado de ser­
lo; por ejemplo, las formas floridas de la lúes, fre­
cuentes otrora y hoy invisibles. No es que la for­
ma florida no fuese entonces un “hecho”, ni que
nosotros neguemos ahora su antigua facticidad;
pero si “fué” entonces un hecho presente, ahora
es un hecho “pasado” y, por lo tanto, histórico. Del
mismo modo que expresar la lealtad a través del
rito llamado devotio iberica fué un hecho en Roma
y ahora ya no “es”, aunque se exprese también
análoga lealtad. Podría incluso suceder que el sín­
toma que antaño fué “hecho indicador de sífilis”
reaparezca con otra significación histórica, con otro
valor diagnóstico; así como el hecho “terror a las
brujas” tenía en la Edad Media un valor signifi­
cativo, diagnóstico, distinto del que tiene hoy. He
aquí, pues, que hasta los “hechos” sobre que se
basa la construcción diagnóstica pueden ser, y de
hecho son mordidos por la Historia en virtud de la
344
constitutiva historicidad de las reacciones humanas,
hasta de las vitales. El treponema productor de la
sífilis es hoy el mismo que hace quinientos años:
la sífilis, como reacción humana contra el trepone­
ma, no es hoy la misma que hace quinientos años.
Donde el hombre esté está la Historia.
¿Todo se lo llevará la Historia? Aun cuando
arrastrase el tiempo consigo hasta los “hechos” que
nosotros reputamos objetivamente más sólidos:
aunque el bacilo de Koch produzca en el hombre
dentro de mil años, en lugar de la actual tubercu­
losis, un cuadro clínico igual a lo que hoy llama­
mos difteria, algo hay, sin embargo, que la Histo­
ria no se llevará, esto es, la revelación. Podrá fene­
cer la vista objetividad; pero no desaparecerá la re­
velación amorosa, por la razón sencilla y definiti­
va de que no es cosa que el tiempo se lleve ni cosa
de especie alguna, sino palabra venida al centro
mismo del hombre desde el fundamento de su exis­
tencia, desde más allá de las “cosas” y los “sucesos".
Pasará la figura de las cosas; pero hay una palabra
que no pasará, se nos ha dicho. Fenecerán lapíóoic.
el saber, y el lenguaje de los hombres, las ·,·'/.(ooo«i,
dice San Pablo a los corintios; pero el agape, el
amor en Dios, no dejará de ser. Amor que nos ha­
bla con la palabra de la revelación, el Logos johán-
nico, padre inextinguible de las mudadizas y ex-
tinguibles glossai de los hombres. Sobre esta “pala-
345
bra” asienta, como vimos, toda la escala de reve­
laciones que se le abren al hombre cuando existe se­
gún su destino a la vez propio y comunal. Revela­
ciones creídas por vistas, que se apoyan en “la Re­
velación” no vista y creída por graciosa necesidad.
Sobre esa gran Revelación, más firme que si fue­
ra “objetiva”, se le aparecen al médico auténtico sus
dos específicas revelaciones cardinales. La prime­
ra, inicial, dice: “He aquí un hombre enfermo,
ciertamente enfermo, al cual puedo ayudar”. La
última es : “He aquí al mismo hombre al cual he ayu­
dado a estar sano, a curarse”. No importa que la
salud y la enfermedad sean también conceptos his­
tóricos. Para el griego no era la “salud” la misma
cosa que para nosotros, ni para nosotros lo mismo
que para el tibetano o el esquimal. Pero cualquie­
ra que sea el tiempo y el lugar, estar sano siempre
será lo mismo: poder cumplir los fines de la pro­
pia existencia, poder afrontar con suficiencia vo­
cación y destino. La Historia pone cauce variable y
condicionador al “estar sano” (*); pero dentro de
cada configuración del cauce, salud tendrá quien
pueda hacer fluir a su destino, con libertad y po­
derío, hacia su meta vocacional, y más allá, “hacia
la mar, que es el morir”. Para trasponer la linde

(*) A quí viene el ingrediente histórico-político-jurídico de la


idea de salud. Este im portante tema debe quedar sólo enunciado.

346
tras la cual nos dice la creencia que está nuestro
perenne pervivir.
Es bien patente la relación entre los tipos histó­
ricos de la actividad médica que antes describí y los
momentos del acto médico, por nuestro análisis
puestos en evidencia. La medicina irracional o má­
gica descansa fundamentalmente sobre lo que lla­
mamos instancia amorosa y creyente en el enfer­
mo. Al empirismo, como forma histórica del arte
médico, corresponde la verificación empírica del
estar enfermo. En fin, la medicina racional o teó­
rica tiene su raíz en la verificación teórica de la
certeza médica fundamental. Una prueba más de
cómo la Historia va diversificando la totalidad hu­
mana, expresando todas sus posibilidades -—limita­
das, contra el progressas ad infinitum — de su tem­
poral existir. Aunque, por otro lado, el cambiante
ropaje finja realidades siempre nuevas.
¿No puede salir de todo lo expuesto un sentido
totalmente nuevo en la exposición histórica de la
Medicina y un método a él adecuado? Indudable­
mente. Quede su estudio como tarea pendiente para
otras romanas calendas.

347
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M K N T A H IA S

1. Cit por Balm es: Filosofía fundamental, I, 1 2 .


2. Lotzc: Allg. Pathol, und Ther. als menschl. Naturwiss., 2.“ edi­
ción, Leipzig, 1848, pág. 17 y sigs.
3. H enle: Handbuch der ration. Pathol., I, Braunschweig, 1846,
pág. 89 y sigs.
4. V irchow : Zweite Huxley Lecture, Berlin, 1898 (das sogenann­
te Individuum es la literal expresión de Virchow).
5. Tal vez extrañe la evidente escasez de referencias bibliográfi­
cas en las páginas subsiguientes, no obstante el verdadero
aluvión de publicaciones en forma de libro o de artículo
sobre los temas ya tópicos “Crisis de la M edicina”, “Nue­
va Medicina”, “Medicina biológica”, “M edicina personalis­
ta”, “Medicina social”, etc. Ello se debe, fundam entalm en­
te, a tres razones: 1 .*, el carácter rigurosam ente original
que en mi opinión tiene el análisis existencial del acto
médico por m í em prendido; 2 .a, la índole meram ente crí­
tica—antimccanicista, etc.—que muchas de tales publica­
ciones tienen, y 3.a, la enorm e confusión—antes hablé so­
bre ella—en que muchos médicos incurren de modo in­
advertido al tratar conceptos delicados, como “persona”,
“existencia”, “vida”, etc. De todos modos, para guía del
curioso estas Notas bibliográficas dan tam bién una conci­
sa selección de referencias.
6 . W. u. F. d. S., pág. 304.
7. San Isid o ro : Etimologías, libro IV, cap. X III. (Cit. po r Fr. Jus­
to Pérez de U rbel en su Antología de San Isidoro, “Bre­
viarios del Pensam iento Español”, Barcelona, 1940.)
8 . Cit. por Bergmann : Patología funcional, 2.a ed. española, Bar­
celona, 1940.

348
9. H. Greyer: “ D er Arzt und die Gesellschaft”, en Der Arzt und
der Staat, Leipzig, 1929, págs. 10-11.
10. V. y. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, pág. 49.
11. A ristóteles: Metafisica, 1032 h 13.
12. Ibid., 1070 a 30.
13. Una discreta descripción de las vivencias en la enfermedad
puede verse en v. Wyss, Körper-seelische Zusammenhänge
in Gesundheit und Krankheit, Leipzig, 1931, págs. 96 y
siguientes.
14. O. Schwarz: Medizinische Anthropologie, Leipzig, 1929, pagi­
na 256.
15. V. v. W eizsäcker: L. c., pág. 51.
16. O. Schwarz: L. c., pág. 318.
17. L. c., págs. 25-27.
18. L. v. K rehl: Krankheitsform und Persönlichkeit, Leipzig, 1929.
19. Los libros fundam entales de éste van indicados en las Notas
del cap. I. Puede añadirse a ellas: Seelenbehandlung und
Seelenfiihrung, G ütersloh, 1926; “ D er Arzt und iter K ran­
ke”, cn Die Kreatur, I, 1, 1926; “D er neurotische Aufbau
bei den M agen-D annerkrankungen”, Verh. d. Ges. f. Verd.
u. Stoffwechskrank., Leipzig, 1927; Kranker und Arzt,
Berlin, 1929, y Ludolf von Krehl, Leipzig, 1937.
20. Como m uestra, su capítulo en lieber seelische Krankheitsent­
stehung, Leipzig, 1939, y su contribución al Lehrbuch de
Bergmann, Eppinger, etc.
21. O. M üller: Die Stellung der Medizin zu den anderen Wissen­
schaften, Stuttgart, 1927.
22 . E. Meyer: “Vom W erden und Wessen der ärztlichen Berufes”,
Kl. Woch., 1928, núin. 16.
23. W. Holl m ann: Op. eit.. Además, Soziale Therapie, Hippokra-
tes (D.), 1939.
21. Las Aerztliche Fragen de v. W eizsäcker son sólo agudos apun­
tes iniciales; la Medizinische Anthropologie de Schwarz,
un ensayo demasiado influido por el idealism o; la con­
tribución de R. Allers al libro Psychogenese und Psycho­
therapie der körp. Symptomen, excesivamente fenomeno­
lògica (a lo H usserl) y poco existencial, contra lo que el
hecho médico requiere.
25. Idea de un Principe político-cristiano, Empresa GL
349
26. El Parnaso español, Polim nia, 53. (Ed. de la “Biblioteca de
Autores Españoles”.)
27. E. Mareo M erenciano: De lo temporal a lo eterno en la moral
mèdica. “Pensam iento mèdico y moral profesional”, Va­
lencia, 1941, pág. 63.
28. En. in Ps., CII, 6 .
29. H. E. Sigerist: Introduction à l’étude de la Médecine, Paris,
Payot, 1932; y “Die Sonderstellung des K ranken”, en Ky-
klos, Bd. 2, 1929, pág. 13.
30. H. E reyer: L. c., págs. 14-15.
31. J. J. López Ib o r: Lo vivo y lo muerto del psicoanálisis, Bar­
celona, 1936, pág. 141.
32. V. Monakow y M ourguc: L. c., en el cap. I. De la obra de
V. Monakow interesa sobre todo el concepto de diaskisis,
con el <[ue comienza a introducir la idea de totalidad en
Neurología.
33. K. G oldstein: L. c., en el cap. I. La comprensión biológica
que Goldstein hace del síntoma representa uno de los más
valiosos esquemas de conjunto. Lástima que se escape el
ápice personal a su reflexión. En parte, sigo en el texto
su exposición.
34. R. A llers: Concepto y método de la interpretación, en Psico­
génesis y psicoterapia de los síntomas corporales, dirigido
por O. Schwarz, trad, esp., Barcelona, 1932, págs. 92-136.
La indagación de Allers comienza introduciendo las dis­
tinciones husserlianas entre “expresión”, “señal” y “signo” ,
para llegar a una idea de la comprensión del síntoma en
el sentido de Dilthcy-Spranger. Estudio teóricam ente va­
lioso, pero un poco “ deshum anizado”.
35. O. Schwarz: Cap. “Das Symptom”, en Med. Anthr., páginas
296-307. Se mueve muy influido p or ideas de Gomperz
sobre el “testim onio” (Aussage). Investigación demasiado
form alista del síntoma y algo confusa.
36. O. T cm kin: “Studien zum Sinn-Begriff in der M edizin”, en
Kyklos, 2, 1929, págs. 21-105. Una buena exposición filosó­
fica de la idea de “sentido”, seguida, entre otras cosas de
menos interés a este respecto, de una investigación sobre
la esfera del “sentido” en la historia clínica, singularm ente

350
en H ipócrates y en Sydenham. Fino sentido histórico. Más
valor historiológico que patológieo-gcneral.
37. L. R. G rote: “ D er funktionelle G edanke”, en Grundlagen und
Ziele der Medizin der Gegenwart, Leipzig, 1928, págs. 23-50.
Una revisión totalitaria de la patologia funcional.
38. V. V. W eizsäcker: Ae. Fr., caps. “Angst. Symptom und K ran­
kheit” y “Symptom und Erziehung”, págs. 14 y 30.
39. Expresiones citadas p o r C orral: L. c., págs. 145 y siguientes.
40. H. Lotzc: L. c., pág. 128.
41. Mucho representa en este orden la colección Bios, que dirige
A. Mcycr-Abich desde hace pocos años. Un bello ensayo
sistemático p o r com prender lo viviente representa el pe­
queño libro Bedeutungslehre, de v. Uexkiill (Leipzig,
1940), aparecido en dicha serie.
42. K. Kötschau y A. Meyer: Aufbau einer biologischen Medizin,
Dresde y Leipzig, 1936.
43. Cits, p o r IL Devine: Recientes adquisiciones en Psiquiatria,
M adrid, 1931.
44. La nueva imagen del medico y la reforma de sus estudios, en
“Pensam iento médico y moral profesional”, Valencia, 1941,
pág. 15.
45 y 46. Boerhaave: Introductio in Praxim clinicam, Lugduni Bu-
tav., 1740, págs. 9 y 16.
47. Georgii Baglivi opera omnia medico-practica et anatomica,
Venetiis, MDCCXXXVIII, pág. 3.
48. B ichat: Anatomie générale, París, 1900, I, pág. 50.
49. W underlich-Roser: “ U eber die Mangel des heutigen deutschen
M edizin und über die N othw cndigkeit einer entschieden
wissenschaftlichen Richtung in derselben”, Arch. phys.
Heilk., 1842 (cit. por Tem kin, Kyklos, 2, 1929).
50. V. v. W eizsäcker: “K rankengeschichte”, en Die Kreatur, II,
1928, pág. 455.
51. Paracelso: “Von den Im postaren der Acrzte”, en Chirurg.
Schriften, 171.

351
INDICE DE MATERIAS

PÚR*-

P rólogo ............................................................................................... ix
I.— E m tormo ai . problem a de la M edic in a .............. 1
1.— D os g ru p o s so cio ló g ico s ....................................... 1
El técnico profesional.—El médico científico.
Reducción de la Medicina a los supuestos
de la ciencia cultural: cuantidad, causali­
dad, construcción.
2.—S u in s u fic ie n c ia ....................................................... 9
La Medicina como quehacer.—Las nuevas zo­
nas de la realidad: vida y persona.—Histo­
ricidad del hombre.—La vida .individual,
la vida personal y la Medicina; falsos “per­
sonalismos” médicos.—Idea de la persona
como ser abierto e íntimo.—Los intereses
personales en el caso de una fractura.—His­
toricidad de la enfermedad.
3. —L a M e d ic in a e n la e n c ru c ija d a ............................ 41
El problema de la Medicina.--Su posición en
el orbe del saber científico.—Sobre el “peli­
gro” del personalismo médico.—El motor
de la investigación positiva, a la luz de la
Historia de la Cultura (M. Scheler) y de
la Sociología (M. Weber). Los “mitos” in­
citadores del trabajo científico.
N otas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 58

353
Pagi.

IL — E l m édico r la H is t o r ia ......................................... 63
1.— P o sicio n es a h istó rica s ............................................ 63-
El técnico de la Medicina y la Historia.—La
historia como curiosidad o erudición.-—Po­
sitivismo histórico-médico.—La utopía pro­
gresista en Medicina.
2. —H isto rism o y M e d ic in a ........................................ 34
La Historia en el siglo xix.—Exposición del
historismo: antinomia entre singularidad y
totalidad; antinomia entre justificación au­
tónoma y sentido creador; historicidad del
hombre; tipología como recurso.—Penetra­
ción de la Historia en la Medicina: histori­
cidad de las ideas de salud y enfermedad;
relativización del saber médico; tipología
médico-histórica.
."Notas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 111

V 'l V i
III. —C o e x ist e n c ia e h is t o r is m o .................................. 11
l. —S o b re la “cu ra c ió n ” d e l h is to r is m o ................... 11
Tentativas: el superhombre de Nietzsche; el
“giro hacia la idea” de Simmel; las “reve­
laciones parciales” de Troeltsch; la “gene­
ral experiencia de la vida” de Dilthey; la
“conciencia moral” .de Meineckc.—Heideg­
ger y la historicidad de la existencia.
2. — L a re a lid a d d e l m u n d o e x te rio r c o m o p r o b le ­
m a h istó ric o ........................................................ 126
Relatividad del conocimiento físico.—El mun­
do como resistencia.—Física racional y Fí­
sica existencial.—La sustancia.—Los “obje­
tos” y el amor.—Amor y mundo exterior.
Las ideas.
3. — E l c o n o c im ie n to d e las p erso n a s e x te r io r e s ... 146
Ideas de Dilthey.—La “comprensión” y sus ti-
pos.-—Insuficiencia de la comprensión dil-
theyana en orden al problema del “tú”.—
354
Ideas de Fichte, Riehl, Münsterberg, Lippe
y Volkelt sobre el problema de la persona
exterior.—La raíz del problema: el solipsis­
mo del hombre moderno.—Ideas de Driesch.
El análisis de Scheler.—Génesis de nuestro
conocimiento de “tús”.—Seguridad de “pró­
jimo” e inseguridad de “compañía”.—Teoría
general del conocimiento del “tú” : funda­
mentos ontológicos, método y teoría del co­
nocimiento, modo de percepción, estratos
del conocimiento.
4.—C o existen cia , a u te n tic id a d , a m o r y o b je tiv id a d
h istó ric a ............................................................... 209
Sinceridad, mentira c histeria.-—El problema
de la coexistencia y la autenticidad: el aná­
lisis de Heidegger.—“Prevención” y “desti­
no comunal” como formas auténticas en el
coexistir.—Amor distante, amor instante y
amor creyente.—Amor y autonomía de la
persona.—La creencia como revelación del
destino comunal.—-Amistad, enamoramien­
to y amor al hombre como hombre.—El
destino religioso v la radicalidad de la co­
existencia.—“Eros” y “agape”.—La “obje­
tividad” histórica como “revelación”.—Ins­
tante y eternidad.
N otas hibliocráficas y com plem entarias ............ 246

IV.—L a acción médica y la H isto r ia .................... 251


La profeso ralización del saber, concausa del
bistorismo.—Las razones del sobrebistorismo
del medico.—El profesional, el médico cien­
tífico y el médico auténtico.
1.- L a in sta n cia a m o ro sa d e l m é d ic o e n el e n fe rm o . 26.'>
El “estoy enfermo” del paciente, con o sin
apariencia somática de enfermedad.-—Pri-
ínaricdad del “este hombre está enfermo”
respecto al hallazgo empírico sensorial.—
Coexistencia de médico y enfermo y desti­
no comunal: enfermedad vivida y enferme­
dad ignorada por.el enfermo.—La “preven­
ción” del médico.—-“Preeminencia existen­
cial” del médico v sus formas.—La “coejecu­
ción” como coexistencia médica auténtica.
Cotidianidad y autenticidad en la enferme­
dad.—La obra autentificadora del “estar en­
fermo”.—La angustia del enfermo ante la
muerte.—El “radicalismo” del médico y su
responsabilidad.—La curación como re d itio
a d v ita m . —Los dos momentos de la acción
curativa.—El concepto de técnica diagnós­
tica y terapéutica.—La psicoterapia como
consuelo, consejo y conducción; análisis
existencial de estos tres ingredientes de la
acción terapéutica.
V e rific a c ió n d e la creen cia a m o ro sa en saberes
y técn icas e m p íric o s ........................................
El “hecho empírico” y la superación del posi­
tivismo.—El “síntoma” y su valor expresivo.
Los tres momentos del síntoma.—Técnicas
terapéuticas empíricas.—Empirismo y Ci­
rugía.
V e rific a c ió n d e la creen cia am o ro sa en saberes
teóricos. M e d ic in a c ie n tífic a ...........................
Historicidad del pensamiento médico. —
La historia clínica desde Hipócrates a
Boerhaave y a los tiempos actuales.—La
“necesidad” de la teoría médica y el falso
empirismo.—-Técnicas terapéuticas teóricas.
El problema de ensayar el valor terapéutico
de un remedio.- -Análisis de la curación:
el “estoy bien” del enfermo y el “está bien”
del médico.
Págfl.

4. L a acción m éd ica en su c o n ju n to . M e d ic in a «
H isto ria ................................................................ 339
El tratamiento como una navegación “por bor­
dadas”.—El triple hallazgo del médico.
Historicidad del síntoma “objetivo”: caso
de la sífilis.—-Lo perdurable en la Historia
de la Medicina.
ILOTAS BIBLIOGRÁFICAS Y COMPLEMENTARIAS.................... 348

357
INDICE DE AUTORES (*)

Alcméon, 1 4 5 . B oerhaave, 10 3 , 3 28 , 320 , 332 .


A lexander, 6 1 . Bonald, 10 0 .
A llers (R.), 3 1 6 , 3 1 7 , 3 3 0 . Bouillaud, 7 4 , 7 6 .
A ndrai, 1 03 . Brentano, 2 7 , 6 1 .
A ristóteles, 1 3 , 7 0 , 2 7 8 , 30 2 , 3 4 g. Bright, 1 5 , 109 .
A schner, 6 0 . Broca, 7 4 .
A suero, 7 9 . Broussais, 3 1 7 , 3 3 6 .
Aiisias March, 2 2 5 , 2 2 8 , 2 4 g. Brown, 3 2 5 , 3 3 6 .
Avicena, 70 . Brugsch, 2 5 , 3 5 , 6 0 .
B runo (G.), 5 2 .
B aer (C. E. v.), 8 9 . Büchner, 1 5 , 5 1 , 208 .
Baglivio, 3 29 , 330 , 3 5 2 . B uytendijk, 13 9 , 14 0 , 1 4 1 , 19 3 , 202,
Balmes, 2 3 2 , 3 4 8 . 2 1 7 , 3 2 1 , 2 4 g.
B arcia Goyanes, 2 9 4 .
Bastian, 10 6 . Cajal, 7 9 .
Beneke, 2 4 , 6 0 . Carrel, 1 1 2 .
Bengel, 8 1 . Casas, 6 1 .
Bergmann, 6 0 , 3 4 g. Castiglioni, 8 2 .
Bergson, 8 , 1 2 , 6 6 , 1 3 3 , 199, 5 8 . Celso, 7 5 .
B ernard (Cl.), 1 5 , 10 3 . Clifford, 1 6 4 , 2 4 8 .
B ernhart, 30 , 6 1 . Cohen, 1 7 6 .
Bernier, 7 2 . Cohnheim, 1 0 3 .
Berze, 10 6 . Comte, 1 4 , 7 8 , 8 1 , 8 4 , 9 9 .
Belhc, 6 0 . Conde (F. J.), 2 8 6 .
Bichat, 8 2 , 3 30 , 3 5 2 . C ondorcet, 7 8 , 8 1 , 8 3 , 8 4 .
Bier, 3 2 5 . Conring, 7 2 .
Birnbaum, 3 3 1 . C orral, 3 1 7 , 1 1 4 , 3 3 1 .
Bizzozero, 10 3 . Cotton, 3 2 5 .
Bleuler, 10 6 , 1 7 2 . Crile, 3 8 , 6 1 .
Boecio, 2 4 3 . C urtius (E. R.), 3 8 .

(*) Los núm eros en cursiva corresponden a las páginas de bi-


ibliografía.
C harcot, io 8 . Galeno, 70 , 7 5 , 9 4 , 10 9 .
Chomel, 10 3 . Galileo, 1 3 , 52 , 5 6 , 7 5 , 1 3 5 .
G arrison, 8 2 .
D arem berg, 7 3 , 8 2 . Gelb, 10 6 .
Dax, 74 . Gerson, 4 9 .
De Broglie, 1 2 7 . Goethe, 5 3 , 9 9 , 120 , 2 4 4 , 2 4 5 , 258.
Delbet, 4 9 . Goldschcider, 10 9 .
Democrito, 9 9 . Goldstein, 24 , 39 , 10 6 , 3 1 6 , 318 ,
Dempf, 7 1 , h i . 60, 62, 330.
D escartes, 1 3 , 1 4 , 1 6 7 , 1 6 9 , 18 2 , Goltz, 5 1 .
18 3 , 209 , 2 5 9 , 3 0 4 . Graebner, 248.
Devine, 3 5 1 . Graves, 3 2 5 .
Diepgen, x n , 8 3 , 6 0 , i n , 1 1 3 . G ratry, 3 0 1 ,
Dilthey, xiv, 5 , 8 , 1 2 , 2 1 , 2 2 , 2 3 , 2 7 , Griesinger, 1 5 , 3 1 3 .
3 6 , 37. 43, 44, 45, 46, 6 5 , 80 , 8 5 ,
G ritti, 3 4 .
8 6 , 88 , 9 0 , 9 1 , 9 4 , 9 7 , 9 8 , 9 9 , 100 , Grote, 3 1 6 , 351.
108 , n s , 1 18 , 1 1 9 , 1 2 0 , 1 2 1 , 1 2 4 , Grünbaum, 1 8 7 , 248.
131, 132, 133, 134, 146, 147, 148, Guardini, 2 1 , 30 , 60, 65.
1 4 9 , 15 0 , 1 5 1 , 1 5 4 , 155, 1 5 6 , 1 5 8 ,
1 5 9 , 16 0 , 1 6 1 , 1 6 2 , 1 6 3 , 1 6 4 , 1 6 7 , H aeckel, 1 5 .
17 3 , 203, 204, 2 1 5 , 2 35, 252 , 2 56, H aeser, 7 3 , 82 , i n .
58, 59, 60, 6l, 112, II3, 246, 247, H ardy, 1 0 3 .
248, 249. H arkins, 58.
Dietl, 1 2 9 , 2 6 1 . H artm ann (E. v.), 2 2 6 , 249-
D jelaleddin Rumi, 3 0 5 . H arttu n g , 3 4 , 61.
Doering, 7 2 . H arvey, 13 , 14 , 8 2 .
Doren, 8 , 112. Hegel, 8 5 , 9 9 , 2 2 6 , 3 0 5 .
Driesch, 8 , 2 4 , 1 6 5 , 1 6 7 , 1 7 0 , 1 7 1 , H eidegger, io, 2 1 , 6 5 , 6 6 , 6 7 , 8 8 ,
1 7 2 , 1 7 3 , 1 7 7 , 2 0 2 , 3 2 1 , 38, 248. 100 , 1 1 5 , 1 2 1 , 1 2 3 , 1 3 3 , 14 8 , 19 8 ,
D upuytren, 3 9 . 19 9 , 2 0 1 , 2 0 3 , 2 0 4 , 2 0 7 , 2 1 0 , 2 1 2 ,
2 1 4 , 2 1 6 , 220 , 2 3 0 , 3 0 5 , 59, '60,
i n , 249.
E ckhart, 2 2 3 .
Heinemann, 9 8 , 62, 113.
Eckstein, 30 3 .
H eisenberg, 1 2 7 .
Ehrlich, 7 9 , 9 1 , 336.
Helm holtz, 1 3 1 .
Epicuro, 9 9 .
Henle, 2 5 9 , 260 , 348.
Estella, 61.
H eraclito, 9 9 .
H erb art, 2 28 .
Falk, 58. H erder, 7 2 , 8 4 .
F edine r, 2 2 8 . H ernández M orejón, 7 3 .
Fichte, 9 9 , 1 4 9 , 1 6 4 , 1 7 6 . H ipócrates, io, 6 9 , 7 0 , 7 7 , 8 2 , 9 2 .
Fonsagrives, io, 3 1 1 . 3 0 2 , 328 .
Forgue, 3 9 , 3 2 6 . Hobbes, 9 9 .
Freind, 7 2 . H olbach, 1 4 .
F rerichs, 1 5 . H offm ann (F.), 10 3 .
Fresnel, 1 4 5 . H offm ann (K. R. v.), 2 6 1 .
Freud, 2 0 2 , 2 2 1 , 2 8 9 , 3 2 1 . H ölderlin, 1 5 3 .
Freyer, 8 1 , 2 7 7 , 304 , 1 1 2 , 3 4 9 , 330 . H ollm ann. 4 0 , 290 , 348, 349.
Frischeisen-K öhler, 13 2 , 1 3 3 , 203. Hum e, 2 5 2 , 2 5 3 .

360
H unter, 325. Litt, 17 8 , 2 4 8 .
H usserl, 14 4 , 1 5 0 , 18 9 , 1 9 2 , 3 1 7 , L ittré, 6 8 , s 8 , 5 9 , in .
246 , 248 . Livio (Tito), 3 0 7 .
Huygens, 13 6 , 1 4 3 . Loeb, 7 6 , 1 1 2 .
López Ibor, 30 9 , 3 2 6 , 3 5 0 .
Jacobi, 1 3 1 . Lorenzo de Médicis, 3 3 2 .
Jahn, 7 5 . Lot ze, 80 , 8 6 , 10 6 , 18 2 , 2 5 9 , 260 ,
Jaspers, 6 7 , 100 , 223, in , 249 . 318 , 1 1 3 , 348 , 3 5 1 .
Jennings, 3 1 3 . Lubarsch, 7 6 , 1 1 2 .
Jordan, 5 8 . Lucrecio, 9 9 .

K ahler, 5 8 .
M achado (A.), 2 2 9 .
K ant (I.), 9 9 , 10 3 , 1 6 5 .
0
Kant ( .), 37, 38, 61 . Magendie, 1 4 , 7 5 , 7 6 , 8 2 , 10 4 , 10 9 ,
316.
K epler, 3 3 , 13 5 . Maine de Biran, 1 3 1 , 1 3 3 , 203 .
Mannheim, 8 1 , 1 1 2 .
Kieser, 10 3 .
Kipling, 2 10 .
Klages, 2 6 , 36 , 15 0 , 1 8 6 , 2 0 2 , 61 . M aquiavelo, 2 5 3 .
M arco Merenciano, 2 9 4 , 3 3 0 .
Klebs, 260 .
Koch (R.), 4 3 , Ó2 .
Marey, 6 .
Koffka, 180 , 2 4 8 .
M ariana (P.), 2 5 3 .
M artius, 2 4 , 6 0 .
Köhler, 1 7 , 140 , 1 4 9 . ¿47-
K ötschau, 3 2 1 , 3 5 1 .
Meinecke, 8 7 , 8 8 , 90 , 1 1 5 , 120 , 1 2 1 ,
12 4 , 14 9 , 2 4 1 , 244, 252 , 256, n i ,
K raepelin, 3 7 , 4 1 , 10 6 .
K raus, 2 5 , 3 2 1 , do.
246 .
Krehl, 3 9 , 2 8 9 , 6 1 , 3 4 9 .
Mendel, 5 1 .
M ercado, 10 3 .
K retschm er, 3 7 , 2 7 5 , 3 3 1 .
K ronfeld, 1 6 4 , 30 6 , 2 4 7 , 2 4 8 .
M esserschm idt, 5 5 .
Ktilpe, 1 3 2 , 16 2 , 2 4 8 .
M etalnikoff, 24 .
M eyer (Ad.), 3 2 1 , 5 9 , 3 5 1 .
M eyer (E.), 290 , 3 4 9 .
L a M ettrie, 1 4 . M eynert, 1 5 , 10 6 , 3 1 3 .
Laënnec, 5 1 , 7 5 , 8 2 .
Lange (F. A.), 5 0 , 5 b 5 2 , 54, 62 . M inkowski, 10 6 .
Misch, 2 4 7 .
Langenbeck, 3 9 . M oleschott, 5 1 , 208 .
Langm uir, 8 . M onakow (v.), 2 4 , 4 1 , 106 , 316.
do, 350-
Lawson T ait, 3 9 .
Leathes, 5 8 . M orgagni, 7 5 , 7 7 , 8 2 , 10 9 .
Leclerc, 7 2 . M orgenstern, 1 5 2 .
Leibbrand, xii. M oro, 3 2 4 .
Leibniz, 9 9 , 16 9 . M ourgue, 10 6 , 6 0 , 3 5 0 .
Leon H ebreo, 2 2 5 , 2 4 g. M üller (Joh.), 5 1 , 5 3 , 1 3 1 .
Leonardo, 50 , 5 2 . M üller (O.), 290 , 3 4 9 .
Lériche, 3 2 6 . M ünsterberg, 1 6 4 , 1 7 6 , 2 4 8 .
Lessing, 8 1 .
Letam endi, 10 2 , 3 1 7 , 1 1 4 .
Leube, 2 6 5 . Naunyn, 1 5 .
Liebig, 5 1 . N eander, 7 2 .
Liek, 34 , 6 1 . N euburger, 7 4 , 8 2 , in .
l.inns, 1 6 4 , 18 3 , 2 4 7 . Newton, 7 5 , 1 3 5 , 1 3 6 .

361
Nietzsche, 9 4 , 9 7 , 115, u 6, 119 , San B ernardo, 28 .
295, 301- San Isidoro, 2 6 4 , 3 4 8 .
Nissl, 1 5 . San Ju an Ev., 2 3 5 , 2 3 6 , 2 4 4 .
Novalis, 10 3 , 3 3 2 . San Juan de la Cruz, 6 6 , j i i .
Nygren, 2 38 . San Pablo, 6 7 , 2 3 5 , 2 3 6 , 2 4 4 . 280 .
30 S, 345-
O rtega y Gasset, 3 , 2 2 , 4 4 , 9 6 , 125, Santa Teresa, 68 , 2 20 , 2 2 2 .
16 9 , 2 1 2 , 2 2 9 , 2 4 2 , 5 8 , 2 4 g. Santo Tomás, 30 , 4 4 , 6 2 .
O rth, 2 4 , 6 0 . Sauerbruch, 4 9 , 3 2 6 .
O rs (Eugenio d’), 308 . Schade, 8 , 4 8 , 5 8 .
Scheler, 1 2 , 20 , 2 9 , 30 , 3 1 , 5 2 , 5 7 ,
Paracelso, 5 3 , 9 1 , 10 8 , 1 5 6 , 3 3 5 , 95, 1 3 1 . 1 3 2 , 1 3 3 , 1 3 4 , 15 0 , 1 5 4 ,
352. 1 5 9 , 16 4 , 1 6 5 , 16 6 , 1 6 7 , 1 6 9 , 1 7 0 ,
Pascal, 80 . 173 , 174 , 1 7 5 , 1 7 6 , 1 77, 1 7 8 , 1 7 9 ,
Pasteur, 1 5 , 5 1 , 3 3 6 . 180 , 18 2 , 18 4 , 18 8 , 19 0 , 1 9 1 , 1 9 5 ,
Pem artin, 1 1 2 . 19 6 , 198 , 2 0 2 , 2 0 3 , 20 6 , 2 0 7 , 2 1 9 ,
P érez de Urbel (Fr. J.), 348 . 220 , 2 22 , 2 2 6 , 2 28 , 2 3 7 , 2 3 8 , 2 6 4 ,
P etrarca, 9 1 . 343, 5 8 , 5 9 , 60, 6 2 , 2 4 8 , 2 4 9 .
Peyton Rous, 8 3 , 1 1 2 . Schelling, 3 2 5 .
P i Suñer, ño. Schilder, 2 7 5 .
P ick (A.), 10 6 . Schiller, 16 8 .
P ick (E. P.), 2 4 . Schleierm acher, 9 9 , 14 9 .
Piquer, 1 0 1 . Schopenhauer, 2 2 6 .
Platon, 9 9 , 10 3 , 1 4 4 , 30 3 , 2 4 6 . Schrödinger, 1 2 7 .
Plessner, 2 1 , 1 3 9 , 1 9 3 , 3 2 1 , 6 0 , 2 4 g. Schw artz (O.), 2 , Jl, 1 0 3 , 2 8 3 ,
Potain, 1 5 . 2 8 5 , 5 8 , 59, 349, 3 5 0 , 35t-
SeifTert, 28 , 1 5 5 , dr, 2 4 7 .
Q uételet, 6 . Shryock, 8 2 , 1 1 2 .
Quevedo, 2 9 1 , 30 9 . Siebeck, 290 , 3 2 3 .
Sigerist, x ir, 8 3 , 30 4 , 1 1 3 , 3 5 0 .
Ranke, 8 3 , 8 9 , 9 2 , 2 5 3 . Simmel, 1 8 , 3 7 , 8 6 , 1 1 5 , 1 1 6 , 1 1 7 ,
R asori, 3 2 5 . 124 , 256, 59, 1 1 3 , 2 4 6 .
Rehmcke, 1 3 2 . Skoda, 6 , 4 8 , 1 2 9 , 13 0 , 2 6 t.
R icker, 7 6 , 10 9 , 1 1 2 . Socrates, 5 3 , 1 5 6 , 16 0 , 1 6 3 .
R ickert, 8 6 , 8 7 , 8 9 , 1 1 7 , 132, 1 1 3 . Spencer, 8 .
Riehl, 1 6 4 , 1 7 6 , 2 4 8 . Spranger, 10 0 , 1 5 5 , 1 5 6 , 2 2 3 , 2 26 .
Richardson, 2 0 . 247 , 249 .
Rilke, 2 9 5 . Sprengel, 7 3 , 8 2 , 1 0 3 .
Ringseis, 10 3 . Stern (W .), 2 9 .
Rohde, 30 5 . Storch, 10 6 .
Roser, 3 30 , 3 5 2 . Stransky, 208 .
R othacker, 2 3 . S tu a rt Mill, 1 4 , 14 9 , 3 1 6 .
Rousseau, 1 5 7 . Sudhoff, 8 2 , 8 3 .
Swieten (v.), 9 1 .
Saavedra Fajardo, 7 0 , 253, 2 9 1. Sydenham, 7 7 , 9 2 , 3 28 .
Sabunde, 2 2 5 , 2 4 g.
Salz, 5 8 . Taine, 8 .
San Agustín, 4 3 , 1 1 8 , 141, 143, Tem kin, 4 3 , 1 0 3 , 3 1 6 , 6 2 , 351 .
144, 15 7 , 295, 2 4 6 . Tom ás de Kempis, 1 4 4 .

362
T roescher, 34. W eber (M ax), S3 . 5 4 . 5 5 . n o ,
T roeltsch, 86, 87, 88, 115, 117, 118, 150, 310. 5 8 , 62.
120, 124, 126, 163, 252, 256, 58. W eizsäcker (v.), 11, 39. 4 1 . 277,
u i , 113, 246, 247. 278, 284, 287, 288, 290, 297, 316,
T urgot, 84. 331, 5 9 , 62, 349, 350, 351, 352.
W erner, 188, 248.
U exkiill (v.), 139, 202, 321, 59, Ï46, W ernicke, 106.
351 - W inkelm ann, 71.
U hfeland, 103. W indelband, 80, 86, 87, 117, 112,
I I 3-
Vallés, 70, 103. W illiam s, 103.
V asari, 7r. W ittkow er, 26, 61.
Vesalio, 82. W underlich, 82, 380, 332.
Vico (G.), 72, 84. W undt, 8, 106.
V irchow , 15, 106, 260, 261, 330, W vss (v.), 349.
61, 348.
Vives, 56. Y orck (Conde de), 85, 100.
Vogt, 15, 51, 208.
V olkelt, 164, 165, 166, 170, 171, Zoepfl, 5 9 -
173, 194, 209, 248. Zondek, 60.
V oltaire, 84, 253. Zubiri, x m , 54, 85, 127, 197, 203,
V oronoff, 79. 222, 231, 234, 23s, 62, 246, 2 4 9 -

363
ACABOSE LA IMPRESION DE ESTE LIBRO
EN M A D R I D . E N LA I M P R E N T A D E
SIL VERIO AGUIRRE. CALLE DEL GENERAL
ALVAREZ DE CASTRO, 40, EL DTA
4 DE JULIO DE 1941

LAUS DEO

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