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I
MEDI CI NA E HI STORI A
PEDRO LAIN ENTRALGO
E S T U D I O S DE
ANTROPOLOGIA
MEDI CA
I
EDICIONES ESCORIAL
M A D R I D
COLECCION «IDEA.
MEDICINA
HISTORIA
E
EDICIONES ESCORIAI,
MADRID - MCMXLI
Colección «•Idea »
Serie española
2
UX ORI
IN X T O .
CARISSIMAE
INDICE DE MATERIAS
PÚR*-
P rólogo ............................................................................................... ix
I.— E m tormo ai . problem a de la M edic in a .............. 1
1.— D os g ru p o s so cio ló g ico s ....................................... 1
El técnico profesional.—El médico científico.
Reducción de la Medicina a los supuestos
de la ciencia cultural: cuantidad, causali
dad, construcción.
2.—S u in s u fic ie n c ia ....................................................... 9
La Medicina como quehacer.—Las nuevas zo
nas de la realidad: vida y persona.—Histo
ricidad del hombre.—La vida .individual,
la vida personal y la Medicina; falsos “per
sonalismos” médicos.—Idea de la persona
como ser abierto e íntimo.—Los intereses
personales en el caso de una fractura.—His
toricidad de la enfermedad.
3. —L a M e d ic in a e n la e n c ru c ija d a ............................ 41
El problema de la Medicina.--Su posición en
el orbe del saber científico.—Sobre el “peli
gro” del personalismo médico.—El motor
de la investigación positiva, a la luz de la
Historia de la Cultura (M. Scheler) y de
la Sociología (M. Weber). Los “mitos” in
citadores del trabajo científico.
N otas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 58
353
Pagi.
IL — E l m édico r la H is t o r ia ......................................... 63
1.— P o sicio n es a h istó rica s ............................................ 63-
El técnico de la Medicina y la Historia.—La
historia como curiosidad o erudición.-—Po
sitivismo histórico-médico.—La utopía pro
gresista en Medicina.
2. —H isto rism o y M e d ic in a ........................................ 34
La Historia en el siglo xix.—Exposición del
historismo: antinomia entre singularidad y
totalidad; antinomia entre justificación au
tónoma y sentido creador; historicidad del
hombre; tipología como recurso.—Penetra
ción de la Historia en la Medicina: histori
cidad de las ideas de salud y enfermedad;
relativización del saber médico; tipología
médico-histórica.
."Notas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 111
V 'l V i
III. —C o e x ist e n c ia e h is t o r is m o .................................. 11
l. —S o b re la “cu ra c ió n ” d e l h is to r is m o ................... 11
Tentativas: el superhombre de Nietzsche; el
“giro hacia la idea” de Simmel; las “reve
laciones parciales” de Troeltsch; la “gene
ral experiencia de la vida” de Dilthey; la
“conciencia moral” .de Meineckc.—Heideg
ger y la historicidad de la existencia.
2. — L a re a lid a d d e l m u n d o e x te rio r c o m o p r o b le
m a h istó ric o ........................................................ 126
Relatividad del conocimiento físico.—El mun
do como resistencia.—Física racional y Fí
sica existencial.—La sustancia.—Los “obje
tos” y el amor.—Amor y mundo exterior.
Las ideas.
3. — E l c o n o c im ie n to d e las p erso n a s e x te r io r e s ... 146
Ideas de Dilthey.—La “comprensión” y sus ti-
pos.-—Insuficiencia de la comprensión dil-
theyana en orden al problema del “tú”.—
354
Ideas de Fichte, Riehl, Münsterberg, Lippe
y Volkelt sobre el problema de la persona
exterior.—La raíz del problema: el solipsis
mo del hombre moderno.—Ideas de Driesch.
El análisis de Scheler.—Génesis de nuestro
conocimiento de “tús”.—Seguridad de “pró
jimo” e inseguridad de “compañía”.—Teoría
general del conocimiento del “tú” : funda
mentos ontológicos, método y teoría del co
nocimiento, modo de percepción, estratos
del conocimiento.
4.—C o existen cia , a u te n tic id a d , a m o r y o b je tiv id a d
h istó ric a ............................................................... 209
Sinceridad, mentira c histeria.-—El problema
de la coexistencia y la autenticidad: el aná
lisis de Heidegger.—“Prevención” y “desti
no comunal” como formas auténticas en el
coexistir.—Amor distante, amor instante y
amor creyente.—Amor y autonomía de la
persona.—La creencia como revelación del
destino comunal.—-Amistad, enamoramien
to y amor al hombre como hombre.—El
destino religioso v la radicalidad de la co
existencia.—“Eros” y “agape”.—La “obje
tividad” histórica como “revelación”.—Ins
tante y eternidad.
N otas hibliocráficas y com plem entarias ............ 246
4. L a acción m éd ica en su c o n ju n to . M e d ic in a «
H isto ria ................................................................ 339
El tratamiento como una navegación “por bor
dadas”.—El triple hallazgo del médico.
Historicidad del síntoma “objetivo”: caso
de la sífilis.—-Lo perdurable en la Historia
de la Medicina.
ILOTAS BIBLIOGRÁFICAS Y COMPLEMENTARIAS.................... 348
357
PROLOGO
XVI
CAPITULO I
EN TORNO AL PROBLEMA DE LA
MEDICINA
2
fesionales de la sindicación médica y preocupados
por ella, “clasistas” de la Medicina, etc. Baste su
somera mención. Otros vienen a ser, si vale la ex
presión, artesanos de la Medicina; aquí, el médico
de familias, el rural y buena parte de los llamados
médicos generales. Este orden de profesionales, de
eficacia y ética muchas veces estimabilísimas, señá-
lanse por unir en sí la técnica aprendida y su per
sonal ejecución 3. De ordinario no “investigan” ni
“inventan” ; ejercen con varia suficiencia las técni
cas diagnósticas y terapéuticas aprendidas, y en oca
siones añaden a ellas, por nuevo aprendizaje o por
personal ensayo, las nuevas que alcanzan urgeucia
social. (Es verdad también que casi siempre ejer
cen indeliberadamente —a favor de virtud ingéni
ta o de imperativo profesional— la acción irracio
nal que el tratamiento médico exige de suyo; pero
6obre ello volveré luego.) El tercer orden de la pro-
fesionalidad médica lo forman aquellos que hacen
de su ejercicio poco más qué desnuda técnica: es
pecialistas del análisis clínico, técnicos de la ciru
gía regional —otorrinolaringólogos, ortopedas—,
obstetras, etc. En los casos típicos éstos hallan su
problema en el vencimiento de las dificultades téc
nicas que cada nueva experiencia ofrece: una cur
va de Lange, la sección de un pólipo o un parto di
fícil. Debe admitirse, sin embargo, que el puro téc
nico, en el sentido de Ortega *, aquel cuyo trabajo
3
C8 la invención de nuevas técnicas que él no pone
en práctica -—como hace, verbi gratia, el ingeniero
inventor—, apenas se da todavía en Medicina. Pero
tampoco suena a disparate o a utopía en muchos
oídos, tan avezados hoy a la tecnificación de la vida,
la idea de un “médico” como puro inventor de téc
nicas quirúrgicas sobre el cadáver, o la del “inter
nista” capaz de diagnosticar y tratar a un enfermo
por televisión, teleaudición y exámenes de labora
torio. Ni siquiera la ilusión ochocentista de un po
sible iatrokino, máquina diagnóstica que resuelva
el problema nosológico como una jugada de ajedrez,
supuestos ciertos datos de exploración mecánica o
química. Aquí la técnica, tan inexcusable para el
arte médico genuino, se tragaría, anulándolo, el
quehacer central de nuestra actividad.
Al lado del grupo social de médicos para los cua
les la actividad médica se agota en una cuestión
profesional y técnica, está el de aquellos que con
vierten a la Medicina en pura ciencia. Más aún:
en pura ciencia de la naturaleza. Aquí están la ma
yor parte de los investigadores del saber médico:
fisiopatólogos, histopatólogos, farmacólogos, etc., y
casi todos los clínicos científicos. El problema de la
actividad médica consiste ahora en reducir el “caso”
—esto es : el hombre enfermo— a una suma de da
tos físicoquímicos o bioquímicos. Cuanto más am
plio sea el conjunto de datos y éstos más finos, más
4
seguro es el diagnóstico y más certero el tratamien
to. La patología se convierte ahora en una patobio-
química y, a la larga, en una patofísica. Si el pro
blema médico es para el puro profesional un “cómo-
vivir”, y para el técnico un “cómo-hacer”, el clíni
co científico reduce la Medicina a un puro '‘saber”,
como el astrónomo al firmamento o el físico a los
procesos moleculares.
Un examen atento de los datos que constituyen
el acervo de la medicina llamada boy científica, se
gún una idea de la ciencia vigente aún en tantos
espíritus, descubrirá en su meollo, invariablemen
te, las tres notas fundamentales que caracterizan a
la investigación de la naturaleza física: la limita
ción a lo cuantitativo, la causalidad como exclusivo
objeto de conocimiento y, a la postre, aquello que
llamaba Dilthey 5 construcción a partir de un de
terminado número de elementos abstractos y arti
ficiales.
Repásense los datos habituales de exploración de
los que el médico científico se encuentra seguro, y
en todos ellos se encontrará como carácter diferen
cial un plus o un minus. Arranca el médico, cier
tamente, de un dato cualitativo o vivencial: el “me
siento enfermo” o “me duele aquí” del paciente;
pero su tarea como hombre de ciencia consiste en
reducir esa declaración subjetiva a un fascículo de
hechos objetivos y cuantitativos , llámense hepato-
5
megalia o alteración electrocardiográfica, trastorno
glucémico o hipertensión arterial. En última ins
tancia, de la seguridad en transportar lo vivencial
a lo cuantitativo dependen la certeza diagnóstica y
la orientación terapéutica. No importa que la ten
dencia sea más mecánica, como en tiempo de Sko
da y Marey, o más bioquímica o bioeléctrica, como
hoy sucede. El hecho definitivo es la reducción de
un primitivo “estar enfermo” a una serie de raen-
ßuraciones, entre cuyo plus y minus se halla, im
plícitamente, un fingido tipo cuantitativamente nor
mal, como el homme moyen de las curvas de
Quételet. Así procede el físico (*) reduciendo “lo
azul” o “lo caliente” a una frecuencia vibratoria
del éter o a un movimiento molecular.
A la orientación cuantitativa se apareja la pre
ocupación causal. La pregunta que frente al enfer
mo se hace inmediatamente el médico científico es:
“¿cómo puedo explicarme este síntoma o este es
tado?” Una explicación es siempre una teoría cau
sal, y, en Medicina, una teoría patogenética. Erente
a la enfermedad misma, el problema fundamental
(*) Como ejem plo insigne, léanse las palabras de K epler a Fa-
britiu s: “Me echas en cara que no me esfuerzo p or considerar a la
Naturaleza en su totalidad, sino sólo en su lado cuantitativo. A
esto te contesto: el quantum es su cola, y a ella me cojo; pero, eso
6Í, me cojo fuertem ente”. Obsérvese que para el físico renacen
tista todavía no estaba reducido el cosmos a pura cuantidad, como
ocurre en la ciencia natural hasta hace poco vigente.
6
es el causal, el etiológico. El médico se conforma
ahora con idear un mecanismo de causas que “ex
pliquen”, según esquema mecánico, la enfermedad
y el síntoma. Un esquema cerrado en sí, en el cual
ciertas masas materiales —moléculas proteinicas,
núcelas coloidales, electrolitos, etc., a las cuales se
ha reducido la materia viva del enfermo y el agen
te patógeno causal se mueven en el tiempo se
gún las leyes causales de la físico-química. Nótese
que ese tiempo exterior, objetivo, físico, no atañe
en nada al tiempo vivido por el paciente, en el cual
ocurre ese dramático desgarro de sentirse enfermo.
Nótese también, de pasada, que el tiempo objetivo
dentro del cual cumplen sus leyes causales las par
tículas del esquema se cuenta, por así decirlo, co
rriente arriba de su suceder, a partir del hecho pa
tológico y viviente que quiere explicarse, como si
este hecho fuese una detención del proceso vivo
del cual es material estructura; al paso que el su
ceso patológico adquiere valor para el enfermo co
rriente abajo del tiempo vivido, como amenaza res
pecto a las futuras posibilidades de vida. Las con
secuencias teóricas y pragmáticas de este divorcio
entre el tiempo causal y el tiempo vivido, harto
graves, deben quedar aquí en simple planteo.
En las líneas que anteceden va expresa la terce
ra nota que distingue a la visión científico-natural
del sujeto enfermo, a saber: la reducción del acon-
7
tecer patológico a un esquema abstracto, a una
construcción artificial mediante un número deter
minado de elementos aislados. Como el suceder
psíquico viene “construido” mecánicamente a mer
ced de los “elementos psíquicos” en la psicología
de Spencer, de Taine o de Wundt, así, ahora, el
proceso morboso viene convertido en construcción
mecánica. No me refiero ahora sólo a las construc
ciones del histopatólogo, para el cual la enferme
dad es una alteración de estructura del orden tisu-
lar o intracelular, mas también a los esquemas me
cánicos movibles que el fisiopatólogo edifica sobre
datos físicoquímicos. Baste citar cómo paradigma el
conocido libro de Schade 7 6obre la “traducción”
de la fisiopatologia al lenguaje coloidal, o la apli
cación en Fisiología de los esquemas de Langmuir
acerca de los fenómenos moleculares en superfi
cies limitantes 8. No discuto aquí la utilidad y aún
la necesidad de tales construcciones en la imesti-
gación científica; quiero sólo apuntar que el suce
der patológico no se agota en unos esquemas cuya
hipotética validez es, por esencia, transitoria, y me
conformo con remitir a las críticas clásicas de toda
esquematización espacio-temporal del proceso vi
viente: las de Dilthey", Bergson 10 y Driesch11.
Es cierto que el clínico, por muy científicamen
te que viva la Medicina, pone cotidianamente en
práctica un arte mucho más complejo, que no se
8
agota en loe esquemas por él manejados como ob
jetivamente válidos. Una tarea ulterior será esta
blecer la ciencia total de ese arte médico, tantas
veces ejercido de modo eminente, pero sin una con
ciencia reflexiva de lo que tal ejercicio lleva den
tro de sí. Aquí se trataba no más que de mostrar
desnudamente, y en sus trazos más simples, tal vez
excesivamente esquemáticos, la real imagen que de
la Medicina existe en la mente de la gran mayoría
de los médicos científicos. Los cuales, con el pro
fesional y el técnico —sirva esto de escueta recapi
tulación— forman la casi totalidad de los que ac
tualmente sirven a la actividad médica.
2. Su insuficiencia.
10
Esto es: actuar, hacer, conducir. Conducir ¿qué?
Al paciente de esa acción, al hombre enfermo. Con
ducirle ¿hacia qué? Hacia una posibilidad de vi
vir más idónea que la angustiosa e inválida en que
la enfermedad le sume. O, como dice v. Weizsäc
k e r15, “darle un nuevo ámbito para su libertad”.
Conducirle ¿cómo? Mediante una teoría y una téc
nica que permitan el diagnóstico y la terapéutica.
Es verdad que si el recto tino del quehacer mé
dico pudiera venir exclusivamente determinado por
una saber previo, entonces la Medicina sería un
quehacer subordinado a una pura ciencia anterior
y decisiva. Tal es el sentido superficial del qui
bene diagnosed., bene curat. Mas el sentido pro
fundo es muy otro; porque diagnoscere, conocer a
un hombre enfermo a su través, requiere una com
prensión intuitiva que antecede y preforma todo
saber expreso. Conviene recordar que, como en el
plano de la más genuina acción médica lia escrito
y demostrado O. Schwarz 10, ésta “en modo alguno
puede apoyarse totalmente sobre un conocimiento
—traitement, trattare —o latinizados— treatment —-, mas tam bién en
los germánicos (Be-handlung, de Hand, mano) se da este substrato
m anual y activista en la semántica de la más específica diferencia
del obrar médico. Análogo sentido se encuentra en la entraña úl
tim a de nuestro curar. Lo decisivo en el médico, según esto, asien
ta en el “cuidarse” de alguien, en ser—antes que doctor — curador.
El entronque de la M edicina, en su redaño existencial, con la ana
lítica existencial heideggeriana, con la Fürsorge, es harto evidente
y sugestivo. Luego trataré el problem a en su porm enor.
11
científico”. Mas, sobre todo —con independencia de
cualquier proverbio, siempre influido por la pos
tura cultural e histórica de su inventor—, porque
en el obrar del médico, desde su primer contacto
con el enfermo, existe primariamente y siempre un
irreductible fenómeno intuitivo y activo, peculiar
a la relación médica entre un hombre y otro hom
bre, del cual el conocimiento de síntomas y la teo
ría diagnóstica expresa son contraste ulterior, rec
tificándole o confirmándole; dándole elementos ob
jetivos —los hechos— y racionales —la teoría y la
ciencia diagnóstica— para continuar su eficacia en
forma de acción expresa y transitiva. El diagnóstico
es el sistema de señales de que el médico dispone
para proseguir expresa y transitivamente sobre el
enfermo la primaria acción intuitiva de ayuda de
que procede toda operación médica. Sucede como
en el caso de la percepción sensorial, en la cual las
finas indagaciones fenomenológicas de Scheler1T,
apoyadas sobre geniales atisbos de Bergson y de
Dilthey IS, han demostrado que la imagen conscien
te y clara representa el esquema expreso de un fe
nómeno de contacto vital mucho más primitivo y
hondo, compañero por esencia de la animalidad y
al que podría bautizarse de “topar con el mundo”.
Queden aquí las cosas, en espera de precisar más
adelante lo que el mencionado fenómeno primario
de la acción médica sea y de comprobar su real exis-
12
tencia. Algo debe enseñar, empero, este esbozo de
reflexión. El problema de la Medicina no se agota
en el conocimiento científico, porque la Medicina
es quehacer. El quehacer de la Medicina no se li
mita a la acción técnica, porque exige indeclinable
mente y en cada caso una específica y primaria ac
ción intuitiva y un saber científico, en cuya trama
el hecho y la hipótesis esclarezcan la posible haza
ña ulterior —conductora, transitiva— del médico
sobre el enfermo. La acción del médico posee así,
en su estructura íntima, estos tres momentos: intui
ción, ciencia y técnica.
* * *
13
psíquico-espiritual la existencia de dos zonas dis
tintas. Es una el hombre, creador y sujeto de dicha
realidad psíquico-espiritual. La otra es la obra del
hombre, el mundo histórico-social, que como fábri
ca suya le acompaña, le envuelve y, al menos en
parte, le determina. Estudian al hombre la Antro
pología, la Psicología y la Medicina. Pues bien: el
error de estas tres ciencias en la época naturalista
fué desconocer la sutil e inexorable influencia que
sobre el mismo hombre ejerce su propia obra, la
Historia. Quiso hacerse, por ejemplo, una Psicolo
gía de validez escuetamente objetiva y extratempo
ral. Prescindiendo de que no todo sea historia en el
hombre, ¿por ventura no sabemos hoy que los ojos
del primitivo veían realidades corpóreas que nues
tras obtusas retinas de hombres civilizados no lo
gran atisbar, como no sea con el apoyo del obje
tivo fotográfico? Y esto es sólo un hecho superfi
cial. Pensemos, por ejemplo, en la serena armonía
que llenaba la mente del matemático griego, inca
paz de concebir el infinitésimo o de salir de la tri-
dimensionalidad, y comparémosla con la rigurosa
fantasía de un Riemann, capaz de operar matemá
ticamente con espacios de n dimensiones. Ponga
mos juntas la fiereza silogística de un escolástico'
medieval, que frente a cualquier problema sólo bus
ca resquicio favorable al diente analítico de la ratio ,
y el alma de aquel sentimental del siglo xvin, que
19
escribía a un amigo, tras la lectura de la novela de
Richardson, Sir Charles Grandison: “... y hoy, en
la mañana del 3 de abril, entre las siete y las diez
(¡día bendito!), he llorado; colmé de lágrimas mi
libro, mi pupitre, mi rostro, mi pañizuelo; he sollo
zado con infinita alegría...” 22. ¿No debe admitirse
que —siendo siempre el sujeto de la acción un hom
bre — un imperativo dimanado de su capacidad
para adoptar distintas actitudes históricas le obliga
a operar psíquicamente de modo distinto en cada
uno de tales casos? En el fondo, lo que el hombre
ve, determina cómo ve; lo que piensa influye en
cómo piensa, e incluso lo vivido sobre lo visto. Pero
como lo que el hombre ve no es sólo el paisaje que
naturalmente le es dado, sino un sobre-paisaje crea
do y continuamente reformado por su obra histé
rico-cultural, resulta que el ver del hombre es en
su raíz un fenómeno natural, mas también un fe
nómeno histórico. Y así, el pensar y el esculpir, el
digerir y el enfermar.
Casi todos los más finos modos actuales de defi
nir al hombre apuntan a la raíz de este curioso fe
nómeno; esto es: a esa abertura o rompimiento que
la especie hombre sufre en la línea de inserción de
su totalidad animal-mundo. En el fondo, cuando
Scheler define al hombre como el ser viviente “ca
paz de decir no, el asceta de la vida, el eterno pro
testante contra toda mera realidad” 23; o cuando
20
Plessner 24 ve su peculiaridad en su ser excéntrico,
esto e6, en su posibilidad de desgajarse de la propia
realidad vital-instintiva; o cuando Heidegger ad
vierte la raíz de la humana existencia en que “el
estar humano pueda comportarse de un modo o de
otro” frente al ser de esa misma existencia25; o si
para Guardini la esencia de la personalidad huma
na está en que “yo sea uno conmigo mismo, que esté
en mí, que me tenga en mi mano” 20; en el fondo,
siempre se alude al mismo fenómeno radical: al he
cho de que el hombre pueda 6alir del mundo natu
ral, conocerlo y modificarlo. El gran hallazgo ini
cial de Dilthey 2\ por lo que a la Antropología con
cierne, está en haber dado patencia a la realidad
en que culminan todas las anteriores formulacio
nes y aun antes de que ellas existieran: en recono
cer que “el hombre, considerado como un hecho
precedente a la Historia y a la sociedad, es una fic
ción de la explicación genética” (o causal, según el
lenguaje antes empleado) ; porque si la Historia, en
tanto obra del hombre, determina de algún modo
cómo el hombre sea, ello sucede en cuanto éste -—a
la vez que inexorablemente hace su obra vital e his
tórica— puede considerarla desde fuera, ser espec
tador de sí mismo y de su acción (*).
21
En consecuencia: el hombre sólo puede ser total
mente comprendido en función de su historia mis
ma. El hombre es—lo repito: al menos, parcial
mente— un ser histórico. La vida, por virtud de
este hecho, ya no es sólo mera vitalidad instintiva,
sino “conexión de las acciones mutuas entre per
sonas que existen bajo las condiciones del mundo
exterior” 2ä, y sus categorías son, entre otras, la vi
vencia, la comprensión, la significación, el desplie
gue temporal (*). La Antropología y la Psicología
poseen, ciertamente, un substrato tributario de las
Ciencias de la Naturaleza, en cuanto los sujetos per
sonales que estudian se hallan “bajo las condiciones
del mundo exterior” ; pero su total comprensión
exige considerarlos también a la luz de las ciencias
que estudian la realidad histórico-social; esto es:
de las Ciencias del Espíritu (**).
22
¿Y la Medicina? Antes fué citada junto a la An
tropología y la Psicología. En cuanto la Medicina
es ciencia —y siempre lo es, aunque no sea nunca
sólo ciencia—, estudia también al hombre, al hom
bre enfermo. Pues-bien: una consideración atenta
de la Medicina nos muestra en ella, por sorpren
dente que esto parezca al médico, todo un flanco
tributario de las Ciencias del Espíritu. ¡Qué sor
presa para el médico de 1880, cuando basta la Po
lítica y la Moral eran provincias de la Naturaleza,
ver que la Historia se ha metido de rondón en el
propio recinto de la Medicina! Pero acaso sea tam
bién incomprensible el suceso para el médico ac
tual, y ello hace necesaria una breve precisión.
En el curso de los últimos cinco decenios ha ido
paulatinamente imponiéndose en Medicina la con
sideración de los dos estratos ontológicos de la rea
lidad que acabo de describir: la vida como totali
dad o “figura” de procesos materiales e instintos y
la vida como acontecer histórico-espiritual. El pri
mer tiempo del proceso apenas es claramente com
prendido por muchos, pero ya no sorprende. Baste
recordar la idea de constitución morbosa, devuelta
26
seres. Por lo cual no será del todo inoportuno de
dicar algunas líneas a perfilar un concepto de per
sona a la vez preciso y válido a un fin médico.
îH
29
a pesar de que me duela una víscera. Dice Guardi
ni 46 con agudeza que si a la vista de algo exterior
paso de preguntar “¿qué es esto?” a preguntar
“¿quién es éste?” —con las dos respuestas posibles:
“yo” y “él”—, entonces tomo contacto con lo que
persona sea. Véase la terrible antinomia en que se
halla la persona humana. De un lado, soy persona
en tanto puedo conectarme con otras personas en
una malla de acciones mutuas. De otra parle, soy
persona en cuanto yo puedo “estar en mi mismo”,
en cuanto mi ser de hombre existe, aunque se hun
da en la nada todo el mundo exterior. En lo que
de no-personal tengo sirvo con mi existencia indi
vidual a la especie como el animal sirve; en lo que
de personal hay en mí existo propter me, como San
to Tomás decía. Bernhart ha escrito, comentando
esta expresión de la Summa: al hombre aislado,
como persona “... en ningún sentido le ha querido
Dios por causa de otro, sino por causa de él mismo,
y está como fin propio, no como medio, incluso en
30
el gobierno divino del mundo” 4C\ Por todas partes
el desgarro, la contradicción, en lo tocante a esta
curiosa existencia que llamamos hombre (*).
Cabe pensar si con estas ideas sobre lo personal
tienen algo que ver los médicos y la Medicina. ¿No
serán el enfermar y el curar cosas atañaderas a la
individualidad, a la mera totalidad psicofisica y,
por tanto, ajenas a la vida personal genuina? ¿No
serán el reumatismo y las fracturas procesos inde
pendientes de la realidad liistórico-social ; iguales,
por consiguiente, en el neoyorquino y en el bosqui-
mano? Pues bien: lo que realmente ocurre es que
una fractura ósea o una cardiopatia no son lo mis
mo en Manhattan que en el Kalahari; mas para
ver la diferencia es preciso atisbar calidades huma
nas que trasparecen por debajo los hechos visibles
y ponderables, y de tal faena se halla el médico ac
tual muy desavezado. Confío, no obstante, en mos
trar con alguna evidencia la realidad de mi aserto.
31
Que la rama de un árbol fracture el húmero a
un primitivo o que un poste telefónico lo quiebre
a un obrero supercivilizado, son hechos objetivos
que pueden obedecer a un mecanismo físico igual
mente valedero en cualquier lugar y tiempo. Tam
bién es análoga en uno y otro caso la reacción bio
lógica —y “totalitaria”, por tanto— del organismo
afecto: contracciones iViusculares protectoras, fenó
menos de regeneración local, modificaciones en la
calcemia, etc. Aquí se trata de procesos en los cua
les cada individuo pone en inconsciente ejercicio
repertorios de defensa vital disparados por reali
dades puramente naturales, como sean pertenecer a
la comunidad de los seres vivientes, a los vertebra
dos o a la especie homo. Estamos todavía en el or
den de la individualidad, y las diferencias entre uno
y otro caso, si existen, provendrán de su distinta
“constitución” en la totalidad psicofisica. La Medi
cina ha empezado ya a tomar nota de tales diferen
cias, y ya no extrañaría a ningún medico culto que
se estudie la posibilidad de un curso en la curación
de las fracturas distinto en los asténicos o en los
pícnicos, ni que se investigue la reacción biológica
al foco alterado en cualquier rincón de la economía
orgánica. (Nota bene: Hace sesenta años hubiesen
extrañado estos dos intentos.) Ni siquiera pasma
ría saber —yo no sé si esto sucede— que los suje
tos rechonchos y alegres curan sus roturas óseas me-
32
jor que los cenceños y cavilosos. Mucho se ha con
seguido con ello; tanto como abolir la escueta con
sideración material de la Medicina, en cuanto la
reacción a una causa mecánica igual en muchos ca
sos —como sean iguales las leyes de Kepler para
Marte que para Venus—, es diversa según la com
plexión vital-individual del sujeto herido por aqué
lla. Síguese también de ahí que la conducta del mé
dico frente a uno o a otro habrá de ser, consecuen
temente, en algún modo diversa. Sin embargo, nos
movemos aún en el plano de la individualidad, de
la totalidad psicofisica, de la constitución orgánica
o del temperamento, como quiera decirse, que lodo
ello es la misma cosa vista con ángulo diferente.
Todavía no se ha dicho nada que afecte a la dimen
sión personal del hombre, esa por la cual puede
hacer historia y ser bosquimano o neoyorquino.
Pensemos ahora que el obrero se halle asegura
do contra accidentes, esté orgulloso de su destreza
deportiva o proyecte casarse al poco tiempo. He
aquí una serie de intereses personales urgiendo, re
trasando o modificando intencionalmente el curso
—antes tenido por natural, como el de un astro—
de la quebradura. La formación del callo y la obra
coadyuvante del médico se convierten en un peque
ño drama lleno de humana y “personal” pasión.
¿Será igual, en cualquiera de los casos, la marcha
de la fractura? ¿Deberá ser igual, como- consecuen-
3 33
cia, Ia conducta del médico? Por lo pronto, si el pa
ciente queda o no con una neurosis posl-traumáti-
ca, de la intervención médica depende en buena
medida, y esto lo sabe cualquier experto en acci
dentes del trabajo. Por lo pronto también, la en
fermedad del sujeto, considerada como reacción to
tal a la causa lesiva —desde el lamento hasta el ni
vel de la calcemia—, es a todas luces distinta de
un caso a otro. Pero 3S más: parece que de la ac
titud del enfermo frente a su fractura depende en
alguna medida la duración de la soldadura ósea.
Liek ‘7, por ejemplo, cita la observación de Troe-
seher, según la cual, entre obreros asegurados, un
mismo tipo de fractura —fractura costal- tarda
tres semanas en consolidarse cuando el obrero no
conoce la índole de su lesión, y ocho semanas cuan-
la conoce. La acción del interés personal sobre el
proceso curativo es evidente. Análoga conclusión
obtiene Harttung 48 respecto a los resultados de la
operación de Grilli. Las observaciones podrían au
mentarse fácilmente, sobre todo desviando la aten
ción al campo de las enfermedades internas cróni
cas: cardiopatías, colitis, endocrinopatías, etc. En
rigor, todo médico experimentado y realmente ob
servador podría aportar ejemplos análogos.
* * *
34
Estos hechos —subrayo la palabra, todavía car
gada de potencia mítica— abren al médico un in
menso paisaje. Alumbran, en primer término, una
serie de deberes en orden al tratamiento, sobre los
cuales no me toca entrar aquí. Planean, de otro
lado, una muchedumbre de nuevas investigaciones,
de las cuales ha de salir radicalmente mejorada la
Medicina teórica y la práctica; no es la menos im
portante una precisión de lo que la enfermedad sea
o pueda ser desde el punto de vista “personalista”,
tema éste de trascendencia no sólo teórica, mas tam
bién, y en no escasa medida, política. En último lu-
gai% y esto es lo que ahora interesa, demuestran que
también lo personal, en el sentido más genuino de
la palabra, debe ser tarea para el médico, frente a
todo prejuicio naturalista. En contra de lo que
Brugsch afirma, el “personalismo” hace salir a la
Medicina de la Biología, la hace supra-biológica,
esto es, personal e histórica. En fin de cuentas, la
existencia de seguros sociales o la estimación social
de la destreza física son realidades que el tiempo
condiciona, creadas y olvidadas por el hombre en
6u incesante quehacer histórico. Ahora se ve claro
que el enfermar gea, como antes se indicó, no sólo
un proceso natural, mas también una operación a
través del mundo histórico; y por esto el enfermo
no sólo pasa su tifoidea, sino también ‘‘fait sa ty
phoïde”, como con profundo sentido se dice en el
lenguaje familiar francés. La circunstancia —en su
plano natural o en su plano histórico-social-— pue
de hacerse siniestra y fulminar sobre el hombre una
constelación patógena. El hombre la soporta, la
pasa; pero responde con una re-acción, con una en
fermedad que él hace, tanto en el plano individual
—respuesta de la totalidad vital— como en el per
sonal, según acabamos de ver. Dilthey 40 ha tenido
el acierto de señalar los canales por los que afluye
y refluye esta relación constante entre la persona y
su circunstancia histórico-social; son los “sistemas
de fines” personales (Zwecksysteme), ilimitados en
el matiz diferencial, pero susceptibles de ser redu
cidos a tipo: economía, derecho, arte, ciencia, re
ligión, etc. Klages, por su parte, ha llamado “re
sortes” o “intereses” a las líneas de irradiación de
los impulsos primitivos en la zona formal o “cuali
dad” del carácter. La coincidencia con Dilthey no
es absoluta, pero el entronque claro. He aquí un
posible enlace entre la Medicina y las formas de la
vida personal. Pero esto, como tantas otras cosas,
es tarea de la investigación futura.
Alguien, cargado de viejas reservas, pensará que
cuanto antecede es una construcción especulativa,
una “ideología”. Si aquí se trata de algo, no es to
davía de construir, sino de descubrir, en el más des
nudo sentido de la palabra; esto es, de mostrar la
realidad que hay oculta en la tarea del verdadero
36
medico. El médico se encuentra hoy ante su pro
blema un poco como Dilthey ante el dominio de
las Ciencias del Espíritu después de publicar su
Einleitung: ha descubierto un mundo nuevo en su
actividad o, con frase diltheyana, “la otra mitad de
su globus intellectualis '1'1, y se halla en los prime
ros tanteos de orientación. Luego, vendrá la hora
de trazar el mapa preciso de estas nuevas Indias;
empresa tal vez un poco lejana, cuando todavía son
tan escasos los exploradores. Hago excepción de
cuantos escrutan el territorio de las neurosis: ya
el viejo Kraepelin introdujo a este respecto una se
rie de neologismos —ponopatías, homilopatías, sim-
bantopatíás, etc.— cuya raíz griega muestra clara
mente una índole personal en gran número de pro
cesos neuróticos. Sin embargo, la confusión entre
lo biológico y lo personal, antes denunciada, ha en
marañado un poco los caminos. Bastaría citar para
demostrarlo el conocido libro de Kretschmer sobre
La histeria, en el cual la rica complejidad personal
de la neurosis es reducida con engañosa brillantez
a los esquemas biológicos de la “tempestad de mo
vimientos” y del “reflejo de inmovilización” ; o el
ensayo de O. K ant50 para biologizar la ética y con
vertir en vital el fenómeno de la responsabilidad,
tan personal de suyo (*). Se ve aquí la huella del
(*) Tam bién Simmel, en su Lebensunschauung, ensayó una
concepción vital del deber moral ; pero este profundo y vano in
37
freudismo y su doble fruto, a la vez renovador y
ponzoñoso, en orden a la cultura medica. Mas tam
bién es cierto que de este capítulo de las neurosis
lia de salir la nueva imagen de la Medicina.
En el campo de la patología interna se halla la
investigación de lo personal todavía en fase germi
nal. La medicina del trabajo ha dado ya algunos
frutos en este sentido, cosa nada extraña si se pien
sa que el interés económico es tal vez el más ur
gente y opresor en la realidad histórico-soeial del
mundo presente. También existen observaciones
útiles en la patología de los sistemas somáticos más
lábiles a los intereses personales y, por tanto, más
conmovidos por ellos. Pienso ahora en los trastor
nos vegetativos - -asma psicògeno, neurosis intesti
nales, etc. 1— y en la patología del sistema endo
crino: patología del tiroides, fisiopatologia adrenal,
etcétera. Crile 52, sin una profunda conciencia his
tórica de su aguda observación, piensa que los pro
cesos hiperfuncionales del tiroides son enfermeda
des del hombre civilizado. Todo el capítulo de las
organoneurosis, hoy tan cultivado, es también uti-
lizable a estos fines. Por otro lado, comienza a ver
se un fondo histórico-social en el misterioso ir v ve-
38
iiir de las epidemias a lo largo del tiempo. Y toda
vía hay señales más sutiles de eómo el ingrediente
psíquico-espiritual va introduciéndose en el pen
sar y en el hacer médico; léase a este respecto con
mirada atenta el reciente bello libro de Forgue, Les
pièges de la Chirurgie, y se descubrirá que entre la
actitud humana de un cirujano actual y la de Du
puytren, Langenbeck o Lawson Tait hay interpues
to un giro del mundo.
No obstante esta serie de atisbos, nos hallamos
todavía muy lejos de una auténtica medicina per
sonal sistemáticamente elaborada. Porque el proble
ma tampoco está en señalar un grupo de procesos
patológicos en los que influya la vida personal del
hombre, sino en reformar según un criterio perso
nalista —según un entendimiento del hombre ente
ro— la medicina escuetamente naturalista todavía
al uso. El primero en proponerse conscientemente
el injerto de las Ciencias del Espíritu en Patología
ha sido K rehl53, en el ocaso de su vida clínica; pero
en su empeño no ha pasado de precursor. Gold
stein 54, por su parte, ha intentado una comprensión
total del síntoma morboso realmente profunda y es
timable, pero más biológica todavía que personal.
Los más finos ensayos sistemáticos, con una visión
honda y clara de lo que una persona sea, proceden
de Víctor von Weizsäcker o5. Sus estudios sobre la
enfermedad y la curación social, su análisis de la
39
relación entre la enfermedad de algunos hombres
egregios y la curva de su vida personal, sus inda
gaciones clínicas hospitalarias sobre la patogénesis
de algunos síndromes, constituyen, desde ahora, se
rios intentos científicos hacia una concepción de la
Medicina verdaderamente acorde con la jerarquía
ontològica del hombre (*). Todo rigor intelectual
será poco en este camino; advertencia no ociosa si
6e piensa en el naturalismo ctónico que desde hace
unos lustros ronda a la Medicina y a otros domi
nios del saber.
En resumen: es insuficiente—y por tanto fal
sa —la idea de la Medicina como una pura Cien
cia de la Naturaleza. Nuestro quehacer médico, en
lo que de ciencia tiene, toca con uno de sus polos
el dominio de las Ciencias del Espíritu. Así, ya no
resulta extraño que por esa boca de comunicación
perfunda el tiempo nuevo a la ciencia médica su
zumo más propio, la Historia y la consideración
histórica. Si en todo tiempo la Historia ha teñido
de algún modo el caer y el estar enfermo del hom
bre, hoy es cuando venimos a la cuenta de ello; y,
de añadidura, hoy es también cuando existen hom
bres cuya enfermedad ya no está teñida por la His
toria, sino que es la ííistoria. Una neurosis del paro
4«
es una entidad morbosa cuya materia pecante no es
el pus ni la degeneración celular, sino la misma rea
lidad liistórico-social, en la que y de la que el hom
bre forzosamente vive; la cual se ha metido en él
forzando la naturalidad de su existir biológico, ha
ciéndole infeliz y enfermo. En otro lugar "6 he ex
puesto, creo que por vez primera, ese curioso y su
til proceso de la “incorporación del tiempo” a la
Medicina, desde la obra nosográfica de Kraepelin
a la inscripción del síntoma morboso en el tiempo
personal del paciente, que ha hecho v. Weizsäcker,
pasando por la etapa intermedia de la “localización
cronógena” descubierta por Monakow y por la
crisis renovadora del freudismo. Pero el hombre
se resiste a ser sólo tiempo: es también, y esto tam
bién le define paradójicamente como persona, aquel
centro con ansia sobretemporal desde el cual pue
de decir “yo mismo”. ¿Cómo se puede cumplir tal
ansia? ¿Cómo se injerta en la Medicina? He aquí
el terrible problema que el historismo plantea ai
hombre y al médico.
3. La Medicina en la encrucijada.
43
de la realidad histórico-social que han de estudiar
las Ciencias del Espíritu propiamente dichas. Dil
they las llama textualmente die Wissenschaften
des Einzelmenschen, las ciencias del hombre como
individuo —como “individuo personal”, según mi
exposición anterior—, y son “las primeras y más
elementales de las Ciencias del Espíritu”. En rigor,
cabría singularizarlas con el rótulo de “Ciencias del
Hombre”, y yo desde ahora lo propongo. Así se des
taca el método de estudio, como destacado está su
objeto, el hombre, esa “especie de centauro ontolò
gico, que media porción de él está inmersa, desde
luego, en la Naturaleza, pero la otra parte trascien
de de ella”, según hace poco ha escrito Ortega.
Antes había dicho ya Santo Tomás del alma huma
na que es “una suerte de horizonte, como un con
fín entre el mundo corporal y el mundo incor
póreo” 50.
Dentro del grupo de las Ciencias del Hombre,
en el sentido ahora apuntado, Dilthey señala dos
disciplinas teóricas concretas: la Antropología y la
Psicología. También aquí me permito completar el
esquema, añadiendo —en lo que de ciencia tiene—
la Medicina como una Antropología del hombre en
44
ferino. Con ello adquiere un puesto concreto en la
jerarquía de las ciencias (*) a tenor de su peculia
ridad. Su método científico, y así el de la Psicolo
gía y el de la Antropología, no puede ser el pura
mente naturalista-explicativo, ni el descriptivo de
las Ciencias del Espíritu. El método propio de las
tres consiste en recoger del mundo de los sentidos
datos concernientes a una existencia humana aisla
da, a un hombre, y conectarlos con la realidad his
térico-social en que ese hombre concreto se halla
sumido, de modo que se resuelva “el problema de
hacer viviente y comprensible una unidad de vida,
su despliegue en el tiempo y su destino”. Esto tie
ne un nombre, que Dilthey taxativamente emplea:
biografía (**). ¿Qué es, en efecto y por lo que a
la Medicina se refiere, una historia clínica bien he
cha; qué es, sino la biografía de un hombre en
fermo? Hablase en ella de sus padres y sus her
manos, de su angustia y de su dolor, de los signos
46
histórico-social, a través del propio sistema de fi
nes— le cualifica como persona ; lo cual monta tan
to como advertir que sólo una atención religiosa
hacia cada hombre nos permite entenderle total
mente. Sin esta exigencia religiosa no hay posibili
dad de comprender el dolor de otro hombre; sin
comprender ese dolor, por otra parte —y aquí se
intercala el sutilísimo problema de la comprensión
amorosa del prójimo—, no hay acto médico posi
ble. Pero esta cuestión, que se toca con aquel mo
mento primario del quehacer médico a que antes
aludí, e incluso con la posibilidad de toda biogra
fía, debe quedar intacta para ocasión ulterior.
* * •-;=
48
cayó en un “nihilismo terapéutico”. Algo paralelo
a esto ha sucedido ya: homeopatías mal entendi
das, Naturheilkunde, etc., son los nombres de
otros tantos peligros. Recuérdese —cito sólo dos ca
sos por limitarme a tentativas que patrocinaron mé
dicos excepcionales-— el término de la dieta de
Gerson-Sauerbruch y el de la profilaxis magnesia-
na anticancerosa de Pierre Delbet. Tales ensayos
representan en Medicina lo que en Política la vuel
ta aux beaux vieux temps, a una pretérita edad
dorada fingida por la dureza del tiempo vivido y
por el connatal utopismo del hombre. Pero lo cier
to es que a lo traído por la Historia, en Política
como en Medicina, no se puede renunciar de modo
absoluto.
Ni puede el médico actual ni podrá el futuro, por
muy “personalista” que sea su visión de la Medi
cina, olvidar dos conquistas que el cientificismo
naturalista y técnico ha traído a nuestro quehacer.
Por un lado, el duro y exigente rigor del aprendi
zaje de las técnicas diagnósticas y terapéuticas. Si
en la Medicina hay primariamente una acción in
tuitiva, y debe educarse al médico para su más fino
ejercicio, no es menos cierto que aquélla sería in-
«ficaz sin el empleo de una ciencia y una técnica
difíciles de lograr. Junto a esta virtud del auge
científico-natural hállase el inmenso arsenal de mé
todos y de hallazgos terapéuticos que la investiga
4 49
ción de los últimos cien años ha puesto en las ma
nos del médico. ¿No se pondrá en peligro tal in
vestigación si comienza a desviarse la atención de
las Ciencias de la Naturaleza, si se quiebra ese ím
petu fáustico de dominar y conocer el mundo, que
desde Leonardo y Galileo ha sido el más poderoso
motor del hombre moderno?
En realidad, la pregunta anterior dista mucho
de ser nueva. Hace medio siglo bien corrido se la
hacía F. A. Lange en el segundo tomo de su clási
ca Historia del materialismo. Dice: “Con ella—se
refiere a la consideración histórica de la ciencia—
queda abolido todo materialismo. Pero, por lo que
concierne al progreso en las ciencias exactas, no
será ciertamente capaz de descubrimientos aquel
que menosprecia la teoría de ayer para confesar la
de hoy, sino aquel que en todas las teorías sólo ve
un medio de acercarse a la verdad, abarcar los he
chos y dominarlos para el uso.” Y poco después:
“... no podrá uno dedicarse con fruto al severo y
duro trabajo de la investigación sin descansar al
mismo tiempo en la idea, en el pensamiento gene
ral, y de él sacar fuerza nueva” 60. Viene a postular
Lange, en consecuencia, la invalidez teórica del ma
terialismo; pero la necesidad de poseer una cierta
fe materialista—mejor: de ser poseído por ella—
para que el progreso de las ciencias naturales con
tinúe. De ahí la pregunta: ¿Encallará la investiga
si)
ción si falla en su vigencia sociológica el mito ma
terialista o, al menos, naturalista?
Sería ocioso hacer una revisión fundamental so
bre base fáetica de la postura de Lange. Bastaría
recordar que la obra investigadora de Pasteur, de
Laënnec, de Mendel, de Goltz y de Johannes Mül
ler en modo alguno se halla presidida por aquella
fe, o que Büchner, Vogt y Moleschott, los más fu
ribundos creyentes en el materialismo como dogma,
malamente pueden librarse, pese a los esfuerzos de
Lange, del dicterio de “dilettanti científicos” que
Liebig les dedicó en sus Cartas Químicas. Pero en
algo profundo acierta, a saber: en la necesidad de
buscar un motor irracional y mítico, “la idea que
emana de la hondura poética del ánimo”, por cuya
virtud el investigador —genial o modesto, que para
el caso es igual— sufre vigilias y ayunos sobre el
microscopio o junto al ánima vil del experimento.
El motor existe, aunque no sea la fe materialista
y aunque el trabajador de la ciencia natural opere
“como si” creyese en aquélla.
Para indagar cuál sea ese motor bay, a mi juicio,
tres vías. La primera consiste en determinar, si es
posible, las condiciones históricas y culturales que
presidieron la aparición de la ciencia natural mo
derna. Otra sería estudiar sociológicamente las raí
ces de la investigación experimental presente. La
51
tercera, comprender psicológicamente la personali
dad de una serie concreta de investigadores.
Entre otros, y con excepcional finura, Max Sche-
ler ha precisado las dos raíces histérico-culturales
de la ciencia moderna 81, latentes y activas bajo una
intrincada red de falsos motivos religiosos y filosó
ficos. Una de ellas se nutre de “el impulso volitivo
enderezado al trabajo (en el mundo) y el llamado
individualismo de la burguesía”, es decir, de una
secreta y poderosa creencia en que la salvación his
tórica de cada hombre descansa sobre el posible
trabajo de su individualidad (*) ; la otra raíz bebe
su fuerza en “un nuevo sentimiento y una nueva
valoración de la naturaleza” que nacen con el fran-
ciscanismo medieval y se descoyuntan de la orto
doxia, extremándose, en Giordano Bruno. En cual
quiera de los dos casos, me parece evidente que en
la médula naturalista de la ciencia renaciente no
hay una idea sobre la mecanicidad del cosmos a la
cual se sirva con la investigación especializada, como
Lange pensaba, sino un impulso individualista ha
cia la Naturaleza, expresado unas veces más racio
nalmente, así en Galileo, y otras más mística o má-
(*)La deformación herética de esta postura, todavía neutral
desde el punto de vista de lo religioso, consistió en aplicarla tam
bién a la salvación eterna m ediante el libre examen como técnica del
trabajo individual. Asi se explica que Leonardo o Galileo no tuvie
ran que rom per con la Iglesia (pese a la versión ad usum plebis que
el siglo XIX dió del proceso de G alileo).
5 2
gicamente, como en Paracelso. Ahora se compren
de, por ejemplo, que Goethe pudiera ser también
Naturforscher y que Johannes Müller —en el
fondo, hijo de la filosofía natural del Romanticis
mo— hiciese ancha y profunda obra de investiga
ción. Este primitivo impulso amoroso aparece muy
específicamente traducido como ansia de poderío
sobre lo natural, como placer de situar en vasallaje
al mundo.
La mejor especulación sociológica sobre la cien
cia actual procede de Max Weber ß2. La ciencia mo
derna—dice en substancia Weber—, a fuerza de
racionalizar al mundo, le ha desencantado, le ha
arrebatado toda capacidad de encantamiento míti
co, todo sentido y todo valor. El hombre científico
vive entre cosas, y si científicamente no puede ne
gar la existencia de valores, lo cierto es que tampo
co puede afirmarlos, porque habitan más allá de
la decisión racional. ¿Qué le dice al hombre, en
tonces, la ciencia? Sólo los medios que debe em
plear si adopta una determinada actitud; en modo
alguno le ilustra sobre lo que debe hacer, sobre el
contenido de su acción. A cada hombre de ciencia
no le queda otro camino que seguir a su “demo
nio” personal, como nuevo Sócrates, o las vías que
en el necesario enlace con su pueblo se le revelen.
Ha cesado, en definitiva, la acción alucinante de la
Naturaleza como mito. El mundo material ya no es
53
“ una ley que Dios impuso al curso de las cosas...,
una costumbre de Dios” (Zubiri) 03 y su dominio
un sugestivo modo de hacer Teología; ahora sólo
es conjunto de cosas muertas. ÌS1 científico ya no
tiene mitos... Eppur si muove. Esto es: sigue in
vestigando. ¿Por qué? ¿Por qué este trabajo de no
ria, sin ver el agua que se saca ni creer en ella?
Weber contesta: porque la ciencia se ha hecho pro
fesión. Obsérvese que con esto niega a su vez la
tesis de Lange sobre la virtualidad de un “ideal”
científico creído por encima de teorías.
En rigor, me parece excesivamente nihilista, a
fuerza de severidad ascética, la conclusión de We
her. Estimo certera la tesis de la profesionalidad
como elemento insoslayable en el entendimiento
completo de la ciencia actual: ahí están las doce
nas y docenas de investigadores a sueldo. Pero, con
Lange, creo que sólo una incitación mítica hace
posible al verdadero investigador. ¿Cómo explicar,
si no, el fracaso de los científicos exilados por ra
zón política, cuando profesionalmente han sido me
jor retribuidos en el país huésped? Es preciso re
solverse a pensar que el hombre es un instrumen
to demasiado complejo para que, hoy o en cualquier
tiempo, sólo actúe en régimen de soldada. Una com
prensión biográfica profunda de los investigadores
científicos actuales nos mostraría, seguramente,
que el motor de su obra es sutil y polimorfo: tan-
54
to como el complicado sistema de los intereses hu
manos que aquí entra en juego. Tal vez se halle en
primer término aquel entrañado gozo de dominar
el mundo exterior que desde el Renacimiento no
ha abandonado a los hombres: se dice, con un dejo
de recóndito orgullo, dominar una técnica, un idio
ma o una disciplina intelectual. Luego, vienen in
tereses de familia, o la pertenencia a una escuela o
agrupación humana, o el valimento social. Hay ca
sos en que el motor es un deber religioso. No se
halla en último lugar la atadura, hoy tan apremian
te. entre el individuo y su Patria, a la cual el mis
mo Weber expresamente alude. Sucede como con
la técnica. El tiempo Victoriano del puro lucro per
sonal burgués ha pasado definitivamente. ¿Impide
esto que exista un Messerschmidt o que se fabri
que caucho sintético? Véase cómo la Historia va
configurando de modo muy diverso el señuelo mí
tico del trabajo humano.
Cambian, pues, los mitos; pero cuando se vive a
lo largo de una línea histórica, parece imposible
el total olvido de los que antes operaron sobre ella.
Contra todos los agoreros de una nueva Edad Me
dia, la huella que en nosotros, tataranietos del Re
nacimiento —entre él y nosotros están el siglo del
Barroco, la Ilustración y el Ochocientos—, han im
preso cuatro siglos de cabalgada fáustica es dema
siado profunda para ignorarla. Quien no lo vea así,
55
no es de este tiempo. Ya sabían los escolásticos que
de toda experiencia queda algo en el hombre: o una
species, una imagen, a un habitus, una modifica
ción permanente en el modo de ser. En la Historia,
la species es el testimonio expreso del tiempo pasa
do —libro o piedra tallada—-, y el habitus, la for
ma de vida. Pues bien: las formas de vida que creó
el Renacimiento, y entre ellas la investigación de
la Naturaleza, son todavía recientes, casi inmedia
tas, lejanas del olvido. Apenas necesita esfuerzo al
guno el historiador para comprender a Vives o a
Galileo, y los dramas de Shakespeare o de Lope re
suenan aún en el corazón de los hombres. Y si la
inquietud humana apunta ahora hacia los caminos
de la Historia, también es cierto que sólo a lomos
de la Naturaleza, fabulosamente potenciada por la
técnica, pueden hoy recorrerse las duras calzadas de
una empresa histórica.
57
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M E N T A R IA S
58
obras del Corpus hippacraliciim serán citados, según cos
tum bre, en su traducción latina, salvo cuando sea el texto
griego motivo de discusión o de comentario. Si no hay
indicación en contrario, la referencia será de la edición
de L ittré (L.) con el núm ero del tomo en caracteres ro
manos y el de la página en arábigos: L., VI, 2.)
13. De prisca medicina, L., I, 568 y 620. No es totalm ente seguro
que este tratado provenga de la plum a de Hipócrates. L it
tré, sin embargo, estudiando una concordancia entre él y
el Fedro platónico, se decide a aceptar tal autenticidad.
14. M. H eidegger: Sein und Zeit, 4.“ ed., H alle, 1935, pág. 11.
15. \V. V. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, 2.a ed., Leipzig, 1935,
pág. 57.
16. O. Schwarz: Loc. eit., pág. 276.
17. M. Scheler: “Z ur Philosophie der W ahrnemung”, en Die lVis-
sensformen und die Gesellschaft, Leipzig, 1926, págs. 354
y siguientes.
18. \V. D ilthey: “Beiträge zur Lösung der Frage vom Ursprung
unseres Glaubens an die R ealität d er Aussenwelt”, en Ges.
Sehr., V, págs. 90 y sigs.
19. Sería insensato el intento de recopilar en una breve nota b i
bliográfica la inabarcable literatura m oderna sobre la auto
nomía óntica de los seres vivientes. Me referiré, tan sólo,
a las obras ya clásicas citadas en las notas 10, 11 y 12.
A ñádanse: v. U cxkiill: Theoretische Biologie, 2.a ed., Ber
lín, 1928, y sus Ideas para una concepción biológica del
mundo, M adrid, Espasa-Calpe ; Max Scheler: Wesen und
Formen der Sympathie, 3." ed., 1926, y El puesto del hom
bre en el Cosmos, trad, esp., M adrid, 1936; Adolf Meyer:
Ideen u. Ideale der biologischen Erkenntnis, Leipzig, 1934,
y Kriseepochen und Wendepunkte des biol. Denkens,
Leipzig, 1935.
20. Dice, por ejem plo, Dilthey: “ yo uso la expresión vida, en las
Ciencias del Espíritu, lim itada al mundo humano...” (“Die
K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pág. 228).
21. G. Simmel: “ Die Transzendenz des Lebens”, en Lebensanschau
ung, 2.a ed., Munich y Leipzig, 1922, pág. 20.
22. Cit. p o r Fr. Zoepíl en su Deutsche Kulturgeschichte, II, pági
na 551, Friburgo de Br., 1937.
59
23. M. Scheler: El puesto del hombre en el Cosmos, trad, esp.,
2.* ed., M adrid, 1936, pág. 78.
24. H . Plessner: Die Stufen des Organischen und der Mensch, Ber
lin y Leipzig, 1928, págs. 288 y sigs.
25. M. H eidegger: Loe, cit., pág. 12.
26. R. G uardini: W elt und Person, W urzburgo, 1939, pág. 144.
27. W. D ilthey: “Einleitung in die Geisteswissenschaften”, en Ges.
Sehr., I, pág. 31.
28. W. D ilthey: “Die K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pá
gina 228.
29. F r. W. B encke: Konstitution und Konstitutionelles Kranksein
des Menschen, M arburgo, 1881.
30. J. O rth: Aeliologisches und anatomisches über Lungenschwind
sucht, B erlin, 1887.
31. Fr. M artius: Krankheitsursachen und Krankheitsanlage, con
ferencia en la Asamblea de N aturalistas y Médicos Alema
nes eu Düsseldorf, 1898, Verhl. I, pág. 90. Un buen resu
men histórico de la reincorporación de la idea constitu
cional a la M edicina en Diepgen, Medizin und Kultur,
Stuttgart, 1938, pág. 261.
32. V. una referencia suficiente en el libro de B. Aschner Die Krise
der Medizin, Stuttgart, 1931.
33. Puede leerse el conocido libro de A. P i y Suñer. La corre
lación entre electrolitos, horm onas y sistema nervioso, des
de un punto de vista algo personal, en Die Elektrolyte,
de H. A. Zondek, B erlín, 1927.
34. Un buen resumen, en La Presse Medicale, 1927.
35. K. G oldstein: “Die Lokalisation in d er G rosshirnrinde”, en
el Handbuch d. norm. u. path. Physiologie, de Bcthe y
Bergmann, X, págs. 600 y sigs.
36. V. Monakow y M ourgue: Introduction biologique à l’étude de
la Neurologie et de la Psychopathologie, Paris, 1928, pá
gina 33.
37. Fr. K raus: Die allgemeine und spezielle Pathologie der Per
son. Klinische Syzygiologie, Leipzig, 1919, y Allg. und spez.
Pathol, der Person. Besonderer Teil: Die Tiefenperson,
Leipzig, 1926.
38. Th. Brugsch: “U eber den pcrsonalistischen Standpunkt in der
medizinischen Wissenschaft u. Praxis”, Jahrbuch für Cha-
60
rakterologie, 1928. Tam bién “Die K linik”, en Grundla
gen und Ziele der Medizin der Gegenwart, Leipzig, 1928, de
donde procede el texto citado.
39. V. una exposición de la postura psicoanalítica ortodoxa en
punto a la teoría de la personalidad en Alexander: Psy
choanalyse der Gesamtpersönlichkeit, Intern. Psychoanal.
Verlag, 1927.
40. L. Klagcs: Vom kosmogonischen Eros, Leipzig, 1931, pág. 44.
4L E. W ittkow er: Einfluss der Gemütsbewegungen auf den Kör
per, 2.* ed., Viena, 1937.
42. La expresión procede de Virchow. Se encuentra en sus Gesamm.
Abhand, zur wissenschaftl. Med., Francfort, 1856, pág. 50.
43. Fr. B rentano: Psicologia (trad. esp. fragm entaria de la Psychol.
vom empirischen Standpunkte), M adrid, 1935, págs. 28 y
siguientes.
44. Fr. S eilïert: “Charakterologie”, en cl Handbuch der Philoso
phie, de B äum ler y Schröter, M unich y Berlin, 1929, pá
gina 54.
45. R. G uardini: Loe. cit., pág. 136.
46. J. B ernhart: Prólogo al tomo I I de la ed. alem. de la Summa,
Leipzig, 1935, pág. l i x .
47. E. L iek: Das Wunder in der Heilkunde, 4.* ed., M unich, 1940,
pág. 46.
48. H arttung: Zbl. f. Chir., núm. 45, pág. 2840, 1927. Cit. por
E. Liek en Die Ärztliche Praxis, Grundlagen und Ziele
der Med. der Gegenwart, Leipzig, 1928, pág. 91.
49. W. D ilthey: “Ideen über eine beschreibende und zergliedernde
Psychologie”, en Ges. Sehr., V, págs. 156 y 157.
50. O. K ant: Biologie der Ethik, Berlin, 1932.
51. Bibliografía amplísim a en W ittkow er: Loe. cit., y en Psycha-
genese und Psychotherapie der körperl. Symptome,
dirig. p or O. Schwarz, Viena, 1925 (hay trad. esp.).
52. Cit. por J. Casas en su prólogo al libro Cirugía del tiroides,
de J. Estella, M adrid, 1940, pág. 6, y p or J. Estella, en su
Endocrinologia quirúrgica, M adrid, 1940, págs. 17 y 18.
En el fondo, Crile es un ingenuo y trasnochado haecke-
liano.
53. L. V. K rehl: Krankheitsform und Persönlichkeit, Leipzig, 1929,
61
y Lieber Standpunkte in der inneren Medizin, M. m. W.,
1926, mim. 38.
54. K. G oldstein: Loc. cit., págs. 625 y sigs. Además, “Das Symp
tom, seine Entstehung und Bedeutung”, Arch. f. Psych.,
1925, I, 76.
55. V. V. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, 2." ed., Leipzig, 1935;
Soziale Krankheit und Soziale Gesundung, ídem, y Stu
dien zur Pathogenese, Leipzig, 1935.
56. Conferencias sobre La crisis de la Medicina ochocentista en
la Universidad de M adrid, mayo de 1940.
57. R. K och: “D er A nteil der Geitcswissenschaftcn an den G rund
lagen der M edizin”, Arch. f. d. Gesch. d. Med., 1926, t. 10,
pág. 260.
58. 0 . T cm kin: “Die Geiteswissenschaftcn in der M edizin”, en
Philosophische Genzjragen der Medizin, Leipzig, 1929,
págs. 32 y sigs.
59. Santo Tomás: Summa c. Gentiles , II, 68.
60. Fr. A. Lange: Geschichte des Materialismus, 10.“ ed., Leipzig,
1921, t. II, pág. 166.
61. M. Scheler: Die Wissensformen und die Gesellschaft, Leipzig,
1926, págs. 106 y sigs.
62. Max "Weber: Loe. cit., y los restantes Gesammelte. Aufsätze.
zur Wissenschaftslehre, Tubinga, 1922. Existe una acepta
ble exposición de lo que a este problem a concierne en
E. H einem ann: Neue Wege der Philosophie, Leipzig, 1929,
págs. 257 y sigs.
63. X. Z ubiri: “La Nueva Física”, Cruz y Raya, 10, pág. 78.
62
C A P I T U L O II
EL MEDICO Y LA HISTORIA
1. Posiciones ahistóricas.
■ 64
cotidiano de la costumbre. En el profesional todo
tiende, en efecto, a hacerse costumbre, y a quien
se pare a meditar un poco le será evidente el aserto.
Heidegger ha descrito con precisión y profundi
dad apenas superables la raíz ontologica de la his
toricidad humana. Mejor: ha puesto en rigurosa le
tra ontològica, radicalizándolos, los atisbos geniales
de Dilthey. Si el hombre hace historia es porque el
mismo, su propia existencia, sucede; más aú n —y
esto da su tremendo dramatismo a la analítica hei
deggeriana—, se agota en el suceder, consiste en
suceder. “El análisis de la sucesividad (historicidad)
del estar humano intenta mostrar que este ente no
es temporal porque está en el suceder (en la histo
ria), sino, por el contrario: sólo existe y puede
existir sucesivamente (históricamente) porque en
el fondo de su ser es temporal” \ El saber cientí
fico que da expresión a esa radical historicidad del
ser humano —historicidad que le acompaña, casi
huelga decirlo, en todos sus modos de existir: como
médico, político o filósofo— es la Historia; enten
dida ésta, naturalmente, de modo mucho más pro
fundo que el habitual, la escueta erudición. De aquí
se sigue para todo hombre auténtico y actual el im
perativo de la comprensión histórica de su existen
cia : primero como mero hombre, y luego como hom
bre que está en el mundo según un determinado
modo de existir: como médico, político o filósofo.
5 65
Heidegger se atiene siempre al hombre que sólo
atiende a su existir y a que está en el mundo; el
que, en términos religiosos, suele llamarse hombre
natural. A este hombre natural, la autenticidad le
ata ontologicamente al suceder, le temporaliza ( du
rée pure dijo de este tiempo Bergson) ; tremenda tra
gedia, cuando la muerte es necesario y definitivo
accidente de ese suceder y el cuidado su perma
nente pábulo. Heidegger no conoce otro modo de
escapar a tal tragedia que la trivialidad, la cotidia
nidad, la evasión de existir auténticamente. El caso
es, no obstante, que lian existido hombres de carne
y hueso a los cuales fué dado descubrir por vía ex
perimental, ahondando en el “sí mismo” mediante
una determinada técnica, un estrato de su ser huma
no que ya no sucede. Se podrá pensar de ello lo
que se quiera; pero cuando San Juan de la Cruz
escribe
“cesó todo, y dejóme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado ” 2,
66
olvido grande, que... ni le parece haber pasado por
ella tiempo ” 4. Con razón, pues, postula Jaspers de
toda actitud mística: “Tiempo y decisión en el tiem
po carecen, como todo lo finito, de significación.
La existencia del místico es intemporal y eterna” 5.
El hombre que haya experimentado tal situación
sabe ya con certeza vivencial que por debajo de toda
historicidad—por profundamente que ésta cale en
el redaño de la existencia humana— hay un centro
de sobretemporalidad. ¿Qué estructura ontològica
hay por debajo de esta realidad óntica? El místico,
por lo pronto, sabe la sobretemporalidad del huma
no ser, inferida desde el borde mismo del humano y
temporal vivir y existir. Los demás estamos resig
nados a creer en ella (*).
Cualquiera que sea el entronque de los hechos
anteriores —la evasión de la temporalidad que la
existencia logra a fuerza de hacerse auténtica— con
la analítica heideggeriana y con el problema de la
relación entre el enfermo y el médico, lo cierto es
que hay otro modo, magistralmente descrito por
Heidegger, de evadirse de esa cierta y trágica his
toricidad en que por definición vive todo hombre
auténtico. Ocurre cuando la existencia humana se
atiene al modo de ser de la cotidianidad. El hombre
(*) Es decir, “no somos salvos, sino en esperanza”. Tal es, en
el plano antropológico, el sentido de estas conocidas palabras de
San Pablo (Rom., V III, 24).
67
pierde entonces su autenticidad y se convierte en
un sujeto fungible, en “uno de tantos” (das Man);
su temporalidad, ese su existir sucediendo en el
que a cada hoy sucede un mañana nuevo y miste
rioso, queda en una entrega “al acomodo de la cos
tumbre” (*) ; y su mañana, ese “mañana al que
está esperando el cuidado cotidiano, es un eterno
ayer ” °. El tiempo pierde ahora su terrible sentido
para el hombre; no porque se le domine desde la
sobretemporalidad, sino porque se le ignora. La mi
sión que el hombre puede cumplir en cualquiera
de sus modos de existir —médico, político o filosó
fico— se hace profesión , y el quehacer costumbre.
Ahora se comprende que la escasa o nula consi
deración del técnico-profesional de la Medicina por
la historia de su actividad obedece a razones pro
fundas. Pero también empieza a entreverse que el
técnico-profesional contumaz en su actitud ahistó-
rica se halla incapacitado para ejercer la Medicina
con plena dignidad. Luego volveré sobre este tema,
demasiado importante para quedar en vislumbre.
Ya el concienzudo Littré, en su preámbulo a las
68
obras de Hipócrates, advertía al médico que “no le
es permitido... renunciar a la inteligencia de la ley
que preside el desarrollo interior de una ciencia tan
antigua y tan vasta” \ y eso que todavía no podía
comprender el verdadero sentido que en su entra
ña tiene la Historia de la Medicina.
B. Otro modo ahistórico —falso, por tanto— de
entender la Historia de la Medicina es su conside
ración, tan frecuente, como curiosidad erudita o
como enseñanza anecdótica. En rigor, la erudición
es el conocimiento histórico del hombre trivial y co
tidiano, del filisteo de la Historia. Es un saber pos
tizo, sin conexión de sentido con la existencia que
le soporta; el saber de vanidad contra el cual, llena
de razón, apunta sus flechas la Ascética. (Ascética:
ejercitación del hombre para el cumplimiento de
su autenticidad.) La simple erudición histórica es
el compromiso con el ambiente social del hombre
cotidiano, para el cual “la Historia son historias”,
y no se atreve a la cínica sinceridad de renunciar
a saberla. Con lo cual la visión de la Historia de la
Medicina, como curiosidad erudita, viene a redu
cirse a cuanto queda dicho en el apartado anterior.
Más momento tiene, desde el punto de vista de la
Historia, el que la cultiva para obtener de ella en
señanza anecdótica o aislada. En rigor, así ha sido
cultivada la Historia hasta que en Europa surgió,
bien entrados los tiempos modernos, esa decisiva
69
inquietud que hoy llaman todos “conciencia histó
rica”. Véase, por ejemplo, el sentido de la cita his
tórica en las Empresas de Saavedra Fajardo o en
las Controversias Médicas y Filosóficas de Valles,
y siempre se observará lo mismo: la referencia a Tá
cito en el primero, a Hipócrates o Galeno en el se
gundo, se hace con el supuesto inexpreso de vivir
en el mismo plano histórico que el autor antiguo
citado. Vallés y Saavedra creen realmente que pue
den utilizar los documentos de la Antigüedad como
si no hubiese pasado tiempo, como si esos documen
tos no hubiesen emanado de un modo históricamen
te distinto de considerar la vida y el mundo. El au
tor que se cita enseña como otro coetáneo del co
mentarista, y el Methodus medendi galénico, el Ca
non de Avicena o el de anima de Aristóteles pue
den ser leídos como texto impasible y fresco un si
glo tras otro, porque lo escrito nunca se convierte
en algo sucedido o pasado. El solo problema que
ofrece la ciencia antigua es el de subsanar sus po
sibles errores, los cuales, por lo demás, son homo-
logables a los que pueda cometer el autor contem
poráneo.
Cuando el texto histórico narre hechos objetivos
—describa un tumor, por ejemplo, o indique la exis
tencia de fiebre— podemos admitir en principio la
validez intemporal de la referencia. Pero, así y todo,
se tratará de hechos puestos en el primer plano de
70
la descripción por una visión del mundo y de la
Medicina distinta de la nuestra, al paso que perma
necerán en silencio otros decisivos para nuestras
concepciones diagnósticas. Esto sin contar con que
las propias palabras puedan tener en la mente del
escritor antiguo un sesgo muy distinto del que en
la nuestra tienen los términos empleados en su tra
ducción; physis por naturaleza, katharsis por mera
purgación medicamentosa, etc. Léase por vía de en
sayo cualquier historia clínica de las Epidemias hi-
poeráticas y trátese de establecer con ella un diag
nóstico actual para comprender la verdad de las
anteriores reflexiones. No quiero referirme, por
obvio, al caso en que el texto antiguo no contiene
una pura descripción. Los errores y las confusiones
son entonces de bulto y algunos encontrai’emos en
capítulos ulteriores.
En tales épocas de aliistoricidad, la Historia de
la Medicina pertenece a la Medicina misma. Conse
cuentemente, no existía Historia de la Medicina
como tal, sino ediciones comentadas de autores an
tiguos; esto es, historia de los médicos, del mismo
modo que el Vasari hace una historia de los pinto
res y no de la Pintura. Dempf, confirmando los co
nocidos trabajos de Fueter, ha señalado que sólo
desde 1734, año en que fué publicada la Historia
del arte antiguo de Winckelmann, hubo una consi
deración histórica del arte como tal, y no de los ar
il
tistas 8. Poco después (1775) escribe Herder una
historia de la poesía, en lugar de las anteriores bio
grafías de poetas, y poco antes (1725) descubre
Giambattista Vico, o al menos pretende descubrirlas,
las primeras leyes de sentido en el curso de la His
toria, y prepara el advenir de la conciencia his
tórica del hombre moderno Curso análogo sigue
la Historia de la Medicina. Todos los tratados his
tóricos de los siglos XVI y xvil 10 son catálogos o
elencos de médicos ilustres, a medias biográficos y
panegíricos y sin el menor rigor en punto a crono
logía y fuentes. Es muy interesante observar que,
todavía en el xvn, las razones que dan los historia
dores de la Medicina en abono de que la misma Me
dicina exista como disciplina autónoma son de tipo
rigurosamente extrahistórico. Doering, por ejemplo,
demuestra en 1611 tal existencia por medio de ra
zonamientos lógicos, y Bernier (1669), con apo
yo en citas del Eclesiástico, esto es, con argumen
tación teológica. Sólo en el filo del xvm —pese
a los balbuceos de Neander (1623) y de Conring
(1651)— comienzan a aparecer libros en que se tra
te de historiar la Medicina misma: la famosa His
toire de la Médecine de Daniel Leclerc (Ginebra,
1696), ya al borde del orgullo científico y aun de
la presuntuosidad enciclopedista, y el libro de John
Freind, The history of physic... (Londres, 1725-26),
con una concepción pragmática de la Historia que
72
anticipa la idea lessinguiana de una educación del
género humano. El tema debe ser objeto de inves
tigación más pormenorizada; pero sospecho que la
historiografía médica adelanta alguna de las ideas
generales sobre la Historia misma que se atribuyen
como característica al siglo xvm . Con todo, hasta
el clásico Versuch de Sprengel (1792-99) no co
mienza una deliberada historiografía de la Medici
na, siquiera forzosamente contagiada por una esti
mación entre pragmatista y positivista de la Histo
ria. Repárese en que el conocido y meritísimo libro
de A. H. Morejón, la Historia bibliográfica de la Me
dicina española (Madrid, 1843), todavía encaja en
el molde biográfico, tan lejano de un entendimien
to realmente histórico de la misma Historia. Y que
el mismo carácter ahistórico tienen las breves notas
retrospectivas que en letra menuda suelen preceder
a los capítulos descriptivos en los tratados de Clíni
ca al uso.
C. Otra consideración más estimable de la His
toria de la Medicina, pero igualmente ahistórica en
su raíz, es la habitual en la historiografía médica
de los siglos x vm y xix —moderada en Haeser, cla
ra en Daremberg y todavía vigente en la mayor par
te de los historiadores actuales del arte médico y
en la mente de casi todos los investigadores de la
Medicina como Ciencia de la Naturaleza. Es muy
curioso observar que en la introducción de la va
73
liosa Geschichte der Medizin de Neuburger puede
leerse: “La cultura... no representa otra cosa, en
el fondo, que una prolongación de la naturaleza
misma, sin que pueda sobrepasar los límites de la
causalidad mecánica, a los cuales va siempre enla
zada su acción. No es la última la Medicina —con
cluye Neuburger— en revelar esta ley” n . Esta vi
sión natural-positivista de la Medicina, tan propia
de la época (1906), condiciona otra homologa de su
Historia. La cual aparecerá limpiamente a nues
tros ojos escrutando la actitud histórica tácita en el
investigador científico-natural de la Medicina.
Cuando un investigador serio se propone un tra
bajo científico, su primera tarea consiste en “bus
car bibliografía” ; esto es, en indagar lo que otros,
antes que él, encontraron sobre el tema. Párese
mientes en que este empeño equivale, en cierto
modo, a pergeñar una pequeña monografía histórica.
Si el trabajo es importante —si aspira, por ejemplo,
a hacer época en la investigación de su materia—,
suele ir precedido a la hora de su publicación por
una historia del tema desde que existen en la litera
tura médica testimonios científicos en torno a él. Ln
investigador de las localizaciones cerebrales arran
cará su exposición histórica del momento en que
sobre ella existieron hechos objetivos científicamen
te recogidos y comunicados: desde Broca, o a lo
sumo desde Bouillaud o Dax. Otro sobre tuberculo-
74
sis comenzará por las necropsias de Laënnec o por
alguna observación de Morgagni. Alguna vez se ci
tará un hallazgo casual consignado en el Corpus
Hippocraticum, en Celso o en Galeno; pero sólo
cuando el dato antiguo se refiera a un hecho. Todo
lo demás, consideraciones antiguas, teorías patoge-
néticas, actitudes pretéritas frente al tema en cues
tión, son abandonadas como fábula despreciable o
recogidas como divertida curiosidad de erudición.
¿Qué bacteriólogo se entretiene en pensar si tienen
o no sentido histórico las fantásticas opiniones de
Jahn, el médico romántico, sobre los gérmenes mor
bosos? ¿Qué farmacólogo se ocupa de comprender la
mística telúrica de la terapéutica paracelsista? ¿Qué
clínico considera las curaciones que la historia o
la leyenda atribuyen a los cultos dionisíaeos de las
montañas tracias? (*).
75
Por otro lado, el investigador científico tiene la
evidencia de que su trabajo no cierra otros futuros
posibles. Sabe que tras él vendrán generaciones y
generaciones de operarios de la Ciencia, los cuales
llevarán adelante, en indefinido progreso, el hu
mano saber sobre aquella materia. ¿Hasta cuán
do? Muchos no piensan en ello. Otros muchos han
creído o creen todavía en un estado final en que
el hombre, por virtud de la obra científica preté
rita y comunal, llegue a conocer todo lo humana
mente cognoscible; lo suficiente, por ejemplo, para
reducir el diagnóstico médico a unas cuantas leyes
naturales enteramente abarcables por el espíritu hu
mano. Para que nadie objete que aquí se “inventa
el maniqueo” y para no apelar a los copiosos tes
timonios del siglo pasado, léase a Loeb 12, Lu-
barsch 13 y Ricker 14, como muestra de recientes
actitudes científico-naturales y progresistas —clara
o larvadamente— en orden a la biología, a la pa-
realice en ésta la feliz renovación que han experim entado las cien
cias físicas... No pasarán muchos años sin que la fisiología, íntim a
mente unida con las ciencias físicas, no dé un solo paso sin el
socorro de éstas, adquiriendo el rigor de su método, la exactitud
de su lenguaje y la certidum bre de sus resultados.
No tardará en seguir la misma dirección la medicina..., y verem os
desaparecer de este modo todas esa9 explicaciones falaces, que,
alim entadas por la ignorancia, hace tanto tiempo que la desfigu
ran.” (El subrayado es de Magendie. El párrafo ha sido citado se
gún el Ensayo sobre la Filosofía Médica, de Bouillaud, trad, esp.,
M adrid, 1841, pág. 62.)
7 6
tología y a la fisiopatologia. La literatura optimis
ta anglosajona, sobre todo norteamericana lu, ofre
cería a este respecto material abundante. La utopía
de un estado final de ciencia perfecta y felicidad
a ella debida todavía sigue alentando en el hombre
como en el siglo xvm .
La actitud del investigador científico ante la
historia de su saber podría, pues, reducirse a estos
términos :
1. ° Valora la acción del tiempo en cuanto ad
mite que su trabajo continúa, perfecciona o anula
otros anteriores científicamente concebidos o eje
cutados.
2. " Esta valoración positiva del pasado sólo co
mienza desde que aparece en la historia del pen
samiento humano la “Medicina científica” y el hom
bre se atiene en su saber a la pura observación de
hechos y a la experimentación; es decir, desde que
han surgido en la Historia el positivismo científi
co o sus indicios germinales. Hipócrates, Sydenham
o Morgagni, por ejemplo, son considerados como
“precursores”.
3. ° Su trabajo presente es aislado eslabón de
una serie definida en su comienzo, pero indefini
da en su término. El tiempo condiciona el saber
en el sentido de ampliarlo y mejorarlo continua
mente. Deliberadamente o no, ese término indefi
nido y ahistórico coincide con una creencia utópi-
7 7
ca en un estado final de saber humanamente per
fecto.
Hay aquí, ciertamente, un enlace entre el saber
y la Historia, y en este sentido no es enteramente
exacto llamar ahistórica a tal actitud. Sin embargo,
la historicidad en ella implícita es falsa en su más
íntima raíz. No es preciso esforzar la atención para
descubrir aquí una perduración del progresismo de
un Condorcet, para el que la perfección sucesiva
del hombre llega basta el final acabamiento del pla
neta o —más directamente— del positivismo com-
tiano. Todos los elementos de la filosofía de Com
te se encuentran reproducidos: el empirismo natu
ralista y antimetafísico, la evolución de la sociedad
humana hasta y desde su positiva tercera etapa, la
creencia mítica en un estado final de saber positi
vo perfecto. El médico científico ve la Historia de
la Medicina casi siempre a través del Discours sur
l’Esprit positif , aunque muchas veces ni siquiera le
haya saludado el tejuelo. El atenimiento al puro
hecho de experiencia es cosa demasiado obvia para
insistir nuevamente sobre ella; para Comte y para
el médico científico, “lo que no es un hecho obser
vable por los sentidos no es real” 10. Sobre la con
sideración de todo pensamiento teológico o metafi
sico como pura fábula, una vez alcanzado el terce
ro y postrer período de la ciencia positiva, también
queda dicho bastante. Más aún: también la utopía
7«
expresa se da a veces en Ja Medicina científica mo
derna, por extraño que esto suene en muchas men
tes poco reflexivas. Pensemos, por ejemplo, en la ilu
sión utópica que arraigó en alma tan lúcida y genial
como la de Pablo Ehrlich cuando creyó tener en
el 606 la “therapia sterilisans magna”, una subs
tancia capaz de curar con una sola inyección todas
las enfermedades infecciosas. Si se medita un mo
mento se verá aquí —traducida al fáustico y racio
nal optimismo del progresista— la utopía medieval
y mágica, tal vez gnóstica, de la panacea. El x-elám-
pago de actualidad científica y de fama que gozó
Voronoff denotaba, simplemente, la creencia en que
por medios empírico-racionales y a través del pro
greso científico podía el hombre ya conseguir su
permanente sueño utópico de una juventud eterna
o cuasi-eterna. Goethe, ciertamente, no se hubiese
pasmado. En el campo de la utopía estaban tam
bién aquellos ingenuos y provectos médicos espa
ñoles que ideaban explicaciones neurologicas a las
curaciones de Asuero (el propio Asuero no era pre
cisamente utópico), y sobre el mismo suelo del op
timismo racionalista y creyente asienta en buena
parte la fe en un futuro de la humanidad libre de
enfermedades hereditarias a marced de la esterili
zación de los enfermos fenotípicos. El mismo Cajal
no se vió libre de alguna utopía científica sobre
base neuronal.
79'
Apenas es hoy necesario hacer una crítica del po
sitivismo comtiano. La falsedad de su empirismo
viene declarada por la misma filosofía positiva;
nada más antiempírico, por ejemplo, que el equívo
co de los faits généraux por ella invocados, o la me
tafísica larvada de su Grand-Être. Su interpretación
naturalista de la dinàmica social —de la Historia,
hablando en cristiano— quedó derrocada en cuan
to Lotze primero, Dilthey y Windelband después,
afirmaron incuestionablemente la autonomía de lo
histórico frente al mundo de la Naturaleza. Tal vez
convenga apuntar, sin embargo, algo que la investi
gación sociológica moderna parece demostrar con
orientadora luz, a saber: el carácter primario y an
terior de la utopía en la visión progresista de la
Ciencia y de la sociedad. Más sencillamente: no es
el progresismo una idea consecutiva a observar de
hecho el real progreso de la ciencia racional-natural
y la técnica post-renacentista, sino una utopía mí
tica que se adueña de los espíritus europeos desde
la segunda mitad del seiscientos, y sustituye a las
que sirvieron de sustrato en las guerras de religión.
Dilthey 17 ha descubierto en Pascal tiernos brotes de
conciencia progresista. De otra parte, la clara mira
da de Windelband descubrió que toda la filosofía
de la Historia comtiana “es meramente una cons
trucción para sus fines reformadores” 18 —esto es.
utópicos. El fino deslinde entre la ideología y la
80
utopía establecido por K. Mannheim se basa, en bue
na parte, justamente en el carácter transformador,
reformador de la realidad histórico-social que dis
tingue a esta última 19, y el mismo Mannheim y Hans
Freyer 20 lian puesto en evidencia el mítico utopis
mo primario del racionalismo progresista, así en su
raíz girondina —Condorcet en su forma más pura,
mas también Comte-— como en la germánica de Les
sing y Bengel. Tampoco es necesario esforzarse en
demostrar la ahistoricidad de esta postura positivis
ta frente a la misma Historia. No sólo porque tras
pone al mundo histórico, con evidente ilicitud, los
métodos de la ciencia natural dominante, sino —so
bre todo— por otra razón que estimo definitiva. El
progresismo explica y entiende la Historia desde una
idea mítica (sociedad positiva, estado final, quilias-
mo histórico del optimismo racionalista), sin concre
ción temporal ni espacial (su espacio y su tiempo
son el tiempo y el espacio “apetitivos” que Doren
señala al mito y a la utopía vigentes en la Histo
ria 21). y, por tanto, ahistórica. El mal no está ahí,
sin embargo; también la visión cristiana de la His
toria parte de una idea sobrehistórica, como es la
economía de la Redención. Pero la concepción cris
tiana introduce la idea sobrehistórica en la teoría
del acontecer universal con plena conciencia de su
ahistoricidad —de su sobrenaturalidad— y, por tan
to, a merced de la creencia; al paso que el progre
81
sismo pretende fundarla en la pura naturalidad, en
el suceder histórico de tejas abajo, a merced de la
observación objetiva. Hay aquí un evidente contra
bando del pensamiento.
No es difícil vislumbrar todo este trasfondo ideo
lógico por debajo de las habituales historias de la
Medicina. El esquema comtiano de los tres estadios
en la evolución de la Humanidad aparece claramen
te en las exposiciones habituales. A la etapa teológi
ca corresponde la medicina teùrgica y sacerdotal; al
período metafisico de la Historia, los sistemas teóri
cos de la Medicina: metodismo, galenismo, iatrome-
cánica, stahlismo, brownismo, etc.; a la era positiva ,
la Medicina “verdaderamente científica” : la que co
mienza, por ejemplo, en Bichat, Laënnec y Magen
die y encuentra nunciales vagidos acá y allá, en Hi
pócrates, Vesalio, Harvey o Morgagni. Una lectura
atenta de los libros de Sprengel, Haeser, Daremberg,
Wunderlich, Neuburger, Castiglioni, etc., descubrirá
en todos este tácito esquema. No escapa a él tampo
co el de Sudhoff, a pesar de la posición crucial que
en la historiografía médica más reciente ocupa el
gran maestro de Leipzig y del final earlyliano de sus
páginas, y le cumplen paradigmáticamente los trata
dos anglosajones, así el conocido de Garrison como
la reciente monografía de R. H. Shryock sobre el
desarrollo de la medicina moderna. En esta última
aparece otra vez con cierta claridad —taxativa y sig-
8 2
ìiificativamente enlazado con el nombre de Condor
cet— el momento utópico del progresismo 22. El con
trapunto, también por el lado anglosajón, lo da el
desengañado pesimismo de un Peyton Rous frente
al problema estadístico de la mortalidad 23.
Antes apunté que la . obra historiogràfica de
K. Sudhoff marcaba en la Historia de la Medicina
el albor de un tiempo nuevo. Sus trabajos sobre la
medicina medieval, realmente decisivos para rom
per el viejo molde progresista, han empezado a mos
trar que también en Medicina 6e cumple la profun
da sentencia de Ranke, según la cual toda época
está igualmente cerca —inmediatamente, decía él—
de Dios. El impulso de Sudhoff y su copiosa labor
—Sudhoff es algo así como el Ranke de la Historia
de la Medicina—■han germinado en la actividad re
novadora de P. Diepgen y de H. E. Sigerist. Diepgen
ha cultivado concienzudamente y lleno de real sen
tido histórico casi todos los períodos de la Medici
na 24. El trabajo de Sigerist, agudo y brillante, col
mado de ocurrencias de excelente solera histórica,
se mueve en las márgenes del “dilettantismo” ; pero
durante su docencia en Leipzig como sucesor de
Sudhoff supo crear en torno a la Historia de la Me
dicina un círculo de interés tan vivo y actual como
quizá no haya existido jamás 25. Con Diepgen y Si
gerist penetra decididamente la historiografía médi
ca una estimable visión de la Historia. El problema
83
está ahora, puesto que la autéatiea Historia ha co
menzado a llegar al historiador de la Medicina, en
dar acabamiento a la otra iniciada; pero, sobre todo,
en que la Historia llegue en medida justa también
al médico.
2. Historisi»o y Medicina.
84
les” de la Historia: savoir pour prévoir et prévoir
pour pourvoir es el conocido lema. La acción míti
ca de las predicciones astronómicas estaba próxima,
y no en vano el Discurso sobre el espíritu positivo
se publicó como prólogo a un tratado de Astrono
mía. Por este lado, la preocupación por la Historia
se derrama por los cauces de la Ciencia Natural. Otro
hilo lleva a Hegel, y con él la Historia pierde su
fresca aquendidad, se idealiza y acaba por conver
tirse en evolución dialéctica del Espíritu; es decir,
por no ser ya Historia real y singular (*). Mientras
tanto, la investigación histórica y filológica de fuen
tes y archivos sigue su curso incesante y amenaza de
jar limitado el saber histórico a una edición minucio
sa y depurada de testimonios o —a través de la es
cuela histórica de los Savigny, Grimm, etc.— en una
investigación genética respecto a la formación tem
poral de los diversos saberes: el Derecho, el Arte,
las Letras. Ya el Conde de Yorck, en su correspon
dencia epistolar con Dilthey, observó con gran pers
picacia que la escuela histórica no bacía historia
propiamente tal. a pesar de su nombre, sino una
“construcción estética” de anticuario; seguramente
distinta de la “construcción mecánica” del falso his
toriador naturalista, mas en todo caso paralela a ella
8 5
y distante de comprender realmente lo que el fenó
meno histórico sea 2<s.
En este punto comienza todo un movimiento in
telectual con el propósito de aprehender en su ver
dadera realidad el apremiante suceso de la Histo
ria. Lotze intenta fundir en una sola concepción el
positivismo mecanicista y el mundo de la libertad;
todo un libro hay en su Mikrokosmos dedicado a la
Historia como reino de la libertad y a discutir su
sentido . Dilthey delimita el campo de las Ciencias
del Espíritu, señala la posición central de la Histo
ria entre ellas y proyecta una antropología, una on
tologia y una teoría del conocimiento nuevas y or
denadas al mundo histórico. A la “crítica de la ra
zón pura” contrapone la “crítica de la razón histó
rica”, y de ella hace el empeño de su vida 28. Win
delband, en un famoso discurso rectoral, deslinda
metodológicamente la Naturaleza y la Historia :
aquélla, con su método nomotético, aprehende leyes
generales; ésta, mediante su proceder idiográfico,
capta figuras individuales 29. Simmel precisa la es
pecificidad y el alcance de la comprensión de lo in
dividual como modelo del conocimiento histórico y
discute la posibilidad de fundar la Historia sobre
la base de la psicología diltheyana 30. Troeltsch sis
tematiza como nadie las posiciones ante la Historia,
define el historismo, siente la angustia del hombre
actual, sometido a su inexorable influjo, y trata en
86
vano de superarlo 3l. Riekert prosigue la obra de
Windelband en un libro clásico S2. Meinecke inves
tiga la génesis del historismo y ensaya también una
actitud para vencerle, sin negarle... 33 La mente y el
quehacer del hombre actual están empapados de
Historia. Siente como nunca sobre su vida el peso
de todo lo vivido, y sobre su pensamiento el eco
opresor de todo lo pensado. Se sabe tan hijo del pa
sado, que a solo al pasar reduce su sustancia, y no
al modo heraclíteo, sino de otro más profundo y
amenazador. Ahora no sólo fluyen las cosas en el
marco de una ley que ordena la universal fluencia;
ahora se nos dice que suceden los hombres, sin más
ley que saberse lanzados y no saber por quién, sin
más camino cierto que el de una muerte, frente a la
cual no sabemos si tiene sentido preguntarse por su
“más allá”. ¿Qué raro beleño es este del historismo,
qué criatura del hombre ésta que le arrebata hasta
la seguridad del suelo?
Por lo pronto, la pura consideración externa o
metodológica de la Historia, al modo de Windelband
o de Rickert, no puede agotar el problema. Comien
za a tocar su meollo aquello de Troeltsch: el hom
bre actual “obtiene de la contemplación de lo acon
tecido y de las líneas rectoras en ello contenidas in
citaciones decisivas para su concepción del mundo
y de la vida”. Historismo vale tanto, pues, como in
terpretación histórica “de todo nuestro pensamien-
8 7
to sobre el hombre, su cultura y sus valores” 34. Algo
le faltó todavía a Troeltsch para llegar hasta el ver
dadero centro, a saber: el descubrimiento de que la
historificación de todo pensamiento sobre el hom
bre lleva implícita la historificación del hombre mis
ino. No es sólo que el hombre poseído de una con
ciencia histórica se halle “nutrido del pasado”, como
Meinecke dice, sino que ese hombre, a fuerza de
nutrimento histórico — sit venia verbo—--, se mira
a sí mismo y no descubre en su existir otra cosa que
historicidad. En el proceso que va desde Dilthey a
Heidegger se cumple este radical itinerario en la
historificación de la cultura y del hombre: el pen
último capítulo del Sein und Zeit es su término. Se
comenzó por idear una filosofía de la vida humana
que hiciese a ésta capaz de comprender la Historia,
y la Historia se ha tragado a la vida misma. No sólo
en el mito devora Cronos —el tiempo, la Historia—
a sus hijos.
Para mejor entendimiento de lo anterior y de
lo ulterior, para más fácil transposición de lo
puramente histórico a la Historia de la Medicina,
será bueno reducir a una ordenación esquemática
—arrostrando el seguro riesgo de no ser comple
to— los principios fundamentales del histerismo :
l.° La antinomia entre singularidad y totali
dad .—El hecho histórico es singular por esencia. Ca
rece de sentido, por lo tanto, pretender reducirle a
88
Ieye9 más o menos generales, a especies o a géneros.
César es, pura y simplemente, César; y me quedo
con la cáscara del suceso humano e histórico por ese
nombre conocido, singular en el tiempo y en el es
pacio, si le convierto en prototipo del cesarismo o
le considero un hecho surgido por virtud de ciertas
leyes sociológicas necesarias. La teoría humoral hi-
pocrática, como realidad histórica, sólo se ha dado
y puede darse una vez, y los neohipocratismos hu
morales no repiten el hipocratismo, suceso histórico
singular, sino lo que de genérico pudiese haber en
él como actitud humana. El tenor podrá bisar la ro
manza; pero la primera romanza, como hecho his
tórico, no puede ser repetida. Rickert ha expresado
esto muy agudamente comparando la descripción
famosa de la formación del polluelo a partir del
huevo que hizo Carlos Ernesto von Baer y la que
trazó su contemporáneo Ranke de los Papas roma
nos en los siglos XA?i y xvn. La primera expone un
proceso natural, y se refiere a todos los polluelos
que existieron, existen y existirán. Ranke, en cam
bio, tiene que singularizar cada caso, narrando cuan
to de peculiar tuviese. Ciertamente, podría buscar
lo que de común hubiera en todos ellos y formar
luego una definición de “Papa” ; pero esto equival
dría, sencillamente, a no hacer historia.
Con esta inesquivable singularidad del suceso his
tórico va enlazada dialécticamente la exigencia de
totalidad que el mismo acontecer histórico tiene.
Como escribe Meinecke: “Todo ser histórico... qui
siera ser otra cosa distinta de la que realmente es.”
Es imposible comprender el suceso histórico sin en
lazarle mediante una sutil y compleja red de cone
xiones con todos los hechos de la realidad históri-
co-social que le acompañan y le preceden en el tiem
po. Usando expresiones de Dilthey: todo suceso his
tórico se halla incluido por esencia en una conexión
estructural formada por la delicada trama de reali
dades vivas y espirituales que le envuelven y le co
determinan. Es imposible describir la singularidad
psicológica de un hombre sin comprender profun
damente la serie de realidades espirituales: familia,
Estado, Religión, trabajo social, etc., en las cuales
habita y de las cuales vive su alma. Del mismo modo,
no puede entenderse con real entendimiento histó
rico la terapéutica hipocrática sin una comprensión
viva de la filosofía natural jónica, del kalos kagathos
como ideal antropológico griego y de la religión apo
línea.
Ni siquiera esto basta; porque la trabazón del he
cho histórico singular con su ámbito espiritual no
es sólo una estática conexión estructural. La vida y
el acontecer histórico-espiritual deben considerarse
como conexiones dinámicas (Wirkungszusammen
hänge), en las que la dynamis no es ya una fuerza
reductible a la ley causal-cuantitativa, como suce-
90
rie en las conexiones causales de la naturaleza —por
ejemplo, un sistema planetario o un flujo hidrodi
námico—, sino una actividad viva y creadora “que.
conforme a la estructura de la vida psíquica, engen
dra valores y realiza fines'1'’ (Dilthey). La conexión
dinámica de la Historia no sólo apresa en su delga
da trama seres, mas también significaciones y senti
dos que se mueven y coinfluyen en el tiempo, a ca
ballo de sus portadores y titulares: los individuos,
las comunidades y los sistemas culturales. De tal
manera, que “cada acción, cada pensamiento, cada
creación comunal, en una palabra, toda parte de
un todo histórico —de una época— recibe su signi
ficación de sus relaciones con el total de su época” ;
y. a través de los valores y fines de ésta, con el pasa
do y con el futuro, con el entrevisto ayer y con el os
curo mañana. En la terapéutica telúrica de Paracel
so están impalpablemente presentes la filosofía na
tural renacentista y la alquimia medieval, la càbala
y la gnosis, la poesía de Petrarca y el amor francis
cano a la “hermana Tierra”, y tenuemente presenti
dos van Swieten y Pablo Ehrlich.
2.° La antinomia entre la justificación autóno
ma y el sentido creador y evolutivo de la obra his
tórica.—El hecho histórico, por razón de su singu
laridad esencial, se justifica por lo que en sí mismo
sea, dentro de su relación viva con la total conexión
estructural a que pertenece. Carece de licitud histó
91
rica decir, por ejemplo, que la terapéutica hipocrá-
tica está más atrasada que la del siglo xix, o que el
estado de los Reyes Católicos era menos perfecto
que el de Napoleón. Vuelvo a recordar lo de Ran
ke: toda época histórica está igualmente cercana a
Dios; para la salvación del hombre, todos los siglos
son escabel de igual altura. Lo cual no quita que en
el dominio de lo técnico exista un progreso acumu
lativo: el error vendría sustituyendo el plus de la
acumulación por el melius de la cualificación. Una
hiladora mecánica rinde más, pero no mejor que
la rueca, y un médico actual, por el solo hecho de
ser actual, no es mejor que Hipócrates o Sydenham,
aunque prescriba neosalvarsán y suero antidifterico.
El mejor y el peor no puede establecerlos el histo
riador para sucesos o personas históricamente dis
tintos; eso queda para los ojos de Dios, único que
tiene posibilidad de comparar lo que cada Rey o
cada médico hayan sido con relación a la idea so
bretemporal de lo que un Rey o un médico deben
ser, con el arquetipo ideal de todas las diversas sin
gularidades y tipos diversos que a los ojos del hom
bre y del historiador aparecen. El historiador hieto-
rista, si cabe esta redundancia, se ha de limitar a
comprender al hombre y a su hazaña dentro de su
conexión dinámica.
Por otro lado, el hecho histórico se señala por ser
92
creador y tener, por tanto, un sentido evolutivo (*).
El hecho natural carece de sentido, a no ser que esta
palabra se limite a marcar direcciones vectoriales.
Es absurdo, por ejemplo, preguntarse por el “sen
tido” que para la piedra pueda tener moverse den
tro de un campo gravitatorio. En cambio, el hecho
histórico - -humano— lo tiene siempre. Que Cer
vantes escriba un libro o que Napoleón decida una
campaña son hechos abiertos hacia el futuro que
despliegan muchedumbre de posibilidades. Aquí ya
no es ocioso preguntar por el sentido que para Na
poleón o para Cervantes tenían sus actos ni el que
tienen para su inmediata posteridad. Los dos tienen
una intención histórica, tienden hacia un futuro, y
de su acción ulterior depende incuestionablemente
lo que de ellos se diga.
Obsérvese la antinomia. De un lado, el hecho his
tórico se justifica históricamente por lo que pudié
semos llamar la sección transversal de su coyuntura
histórica: su central singularidad y la conexión es
tructural en que se halla envuelto. De otro, adquie
re sentido por su necesario despliegue hacia todos
los tiempos que le siguen, y esa acción a distancia
93
codetermina su comprensión y su estimación. Gale
no no es sólo el médico helenístico que ejerce en
Roma, sino una veta de acción histórica desde en
tonces hasta nuestro tiempo y hasta que de su nom
bre quede recuerdo. Y, mutatis mutandis, lo mismo
puede decirse de la más humilde figura humana
que haya actuado en la comunidad histórica de los
hombres.
3.° Todo lo anterior encierra una afirmación
mucho más grave y decisiva: la historicidad del
hombre. En el capítulo precedente hice una intro
ducción a esta idea desde el punto de vista de la an
tropología. Vistas las cosas desde la Historia misma,
ofrecen un cariz infinitamente más inquietador.
Sólo la Historia-—*« historia, que vale tanto como
decir la Historia, porque su microcosmos refleja el
macrocosmos del acontecer entero— permite cono
cer a un hombre; conocerle tal como es en sí, sin
deformaciones genéricas ni contagio por categorías
naturalistas, con aquella “inmaculada cognición” de
que hablaba Nietzsche. “La naturaleza del hombre
es siempre la misma; mas lo que de posibilidades
de existencia haya contenido en ella nos lo trae a
luz la Historia”, escribía Dilthey ' Lo que en rea
lidad sea el Juan que tengo delante me lo dice ex
clusivamente -—como una pura significación, como
un sentido — la melodía de su quehacer temporal,
de su suceder, y toda tentativa de atribuirle el géne-
94
ro lógico de una johanniutas intemporal es pura fic
ción, porque la lógica de géneros y especies no con
viene a la vida (*). Pero todo lo que ese hombre
hace —hablar, escribir, trabajar o amar— es inci
tado por la conexión dinámica propia de la época
que respira, y pasa inexorablemente, al realizarse,
por el cedazo de la misma coyuntura lustórico-espi-
ritual. Sólo a través de la atmósfera podría ser es
tudiada la Tierra desde Marte. Sólo a través de la
Historia, análogamente, puedo conocer al Juan que
tengo delante.
Véase el dilema. Puedo, es verdad, mirar al hom
bre como un ser de la Naturaleza, como una cosa
natural y objetiva, para acabar viendo que su reali
dad gravitante y tangible se me disuelve en reaccio
nes químicas o leyes físicas: en una mera relación,
que esto es la masa para el físico. Duro precio el de
esta menguada objetividad, que lia comenzado por
renunciar a saber todo lo que de íntimo, singular y
(*) Puede verse una fina, aunque insuficiente, crítica del puro
atenimiento a lo histórico desde el punto de vista de una teoría
de la personalidad humana en la Etica, de Scheler. “No puede ser
nunca referida la persona, ya a la X de un m ero punto de emer
gencia de actos, ora a una suerte cualquiera de mera conexión o
tram a de actos, como suele intentar un género de la llam ada con
cepción actualista de la personalidad, que quisiera com prender el
ser de la persona (ex operari sequitur esse) partiendo de su hacer”
(l. pág$. 398-99). La persona es un “ser concreto” ; pero luego
niega Scheler real consistencia a dicho ser. Más adelante se volve
rá sobre esta cuestión.
9S
valioso hay en la existencia humana. Y si quiero
comprenderle en su singularidad histórica, entonces
se me escapa de entre las manos toda su posible ob
jetividad. La comprensión de la Historia, según su
peculiar realidad, me ha conducido a definir al
hombre como ser histórico, y el problema de su va
lidez objetiva queda entonces vacío de todo sentido.
Del hombre, como ser natural, no podemos decir si
ama o si sufre; sólo nos cabe medir la cantidad de
urea o de glucosa en su sangre o el umbral de sus
sensaciones; del hombre como ser histórico sabe
mos si amó o sufrió; pero su amor y su dolor se nos
agotan en la urdimbre fugaz de una conexión diná
mica. El hombre penetrado de historismo se con
vierte en un cazador de sombras huidizas y tempo
rales, no conoce valor ni norma seguros. Otra vez
resuena en el mundo la voz agustiniana: Non satia
bor de temporalibus... (*).
Ahora se nos aparecen claras la grandeza aluci
nante y el peligro abismal del historismo. Por vir-
06
lud de una despierta conciencia histórica, el hom
bre actual siente entrañablemente que su vida re
coge en su finísimo cañamazo de vivencias, estima
ciones, pensamientos y acciones —siquiera sea en
tenue recuerdo—, todo lo que el hombre vivió, es
timó. pensó e hizo desde el comienzo de los tiempos.
El singular microcosmos humano no se limita ahora
a reproducir espacialmente todo el orden del univer
so físico; alcanza también a reflejar, con sentido
personal y proyección futura, el entero cosmos del
•acontecer histórico. Esta hermosa plenitud de la vida
humana tiene como reverso la más angustiosa fragi
lidad de la existencia: el puro relativismo de todo
saber y de toda norma. Si yo sólo puedo conocer a
través de la Historia y de mi historia, si no hay po
sibilidad de saberes o de normas extrahistóricos, en
tonces toda verdad se relativiza a una época, y el
bien y el mal difluyen y se confunden. La Filosofía
se convierte en una historia de las actitudes filosófi
cas. la Religión en una estructura histórico-social
llena de mudable contenido y el hombre en algo que
varía con las épocas o las generaciones. Nietzsche vió
muy temprana y agudamente esta consecuencia del
historismo: “Si imagináis a un hombre de ochenta
mil años, habréis de atribuirle un carácter absolu-
mente variable; en él se desarrollaría sucesivamen
te una multitud de diferentes individuos ’ 3G, y el
mismo Dilthey, con motivo de sus setenta años, de
97
cía: “La relatividad en todo género de conceptos
humanos es la última palabra de la visión históri
ca del mundo: todo fluyendo en un proceso y no
permaneciendo nada.” Como ha escrito Heinemann,
poniendo un desesperado responso a estas palabras:
“Toda relación viva con Dios y con el cosmos mue
re aquí” :i7.
4.° La vida de cada hombre, misteriosa y singu
lar, adquiere figura histórica en el medio temporal
dentro del cual le fué dado su nacer y su morir. Los
recodos del camino mudan permanentemente, se
gún épocas, generaciones e individuos, y con la di
versidad del tránsito se hace también diversa la ex
periencia. “De las cambiantes experiencias vitales
brota, preñada de contradicciones, la faz de la vida,
y a una aprehensión enderezada hacia la totalidad
le ofrece a la vez vivacidad y ley, razón y arbitrarie
dad, y siempre nuevas facetas; tal vez claramente en
el caso aislado, pero con oscuro misterio en su con
junto” is. Cada experiencia vital reúne en su estruc
tura cuanto a los fines histérico-sociales del hombre
conviene: religiosidad y saber, fruición estética y
economía, trabajo y estimación. ¿Qué pueden ha
cer, frente a esta multiplicidad de personales micro
cosmos del espíritu, el historiador y el hombre de
ciencia?
Todavía les queda, dice Dilthey, una tarea: orde
nar, sistematizar las distintas posturas históricas se
98
gún sus analogías y contrastes. Cada experiencia vi
tal es una concepción del mundo. Una empresa cien
tífica es, por lo pronto, investigar si existe una es
tructura general de ese delgado y cambiante tejido
de saberes y vivencias. Viene luego el empeño de or
denarlas en tipos, y este es el último quehacer del
historismo. El filósofo penetrado de conciencia his
tórica agota su obra en la tipología. Dilthey mismo
ha establecido los tres tipos fundamentales históri
camente dados en la visión del mundo y de la vida
propia de la cultura europea; son el naturalismo, el
idealismo de la libertad y el idealismo objetivo, se
gún dominen el entendimiento, la voluntad o el sen
timiento en la total estructura de la experiencia vi
tal. Cada uno de ellos representa un típico modo hu
mano —repetido con infinitas variaciones melódicas
a través de épocas, generaciones e individuos— de
ver y entender la religión, la metafísica y la poesía.
Demócrito, Lucrecio, Epicuro, Hobbes, los enciclo
pedistas, Comte, todos ellos son realizaciones indivi
duales, diversamente configuradas, del hombre na
turalista. Platón y la filosofía cristiana, Kant y
Fichte, representan tipos del idealismo de la liber
tad y afirman la soberanía de la voluntad sobre la
causalidad del cosmos. Heráclito, Leibniz, Goethe,
Schleiermacher y Hegel son otros tantos ejemplos
del hombre contemplativo y estético, que acaba por
fundirse con el mundo en una suerte de universal
99
simpatía. Spranger y Jaspers lian continuado agu
damente esta obra tipológica de Dilthey, como Hei
degger agotó ontològicamente sus ideas —y las del
conde de Yorck— sobre la historicidad del hombre.
He aquí el término del historismo. Puede des
conocerse la Historia, mas entonces el hombre deja
de serlo realmente para convertirse en un instru
mento de costumbres. Puede considerarse optimis
tamente la Historia y el tiempo como camino del
progreso, y así se ha venido haciendo en los últimos
siglos; pero la dureza del suceder real desvanece la
inmediata alegría y muestra la falsedad radical del
mito progresista. Otras veces son el tiempo y la His
toria los testimonios de la imperfección humana, la
corriente que inexorablemente nos separa del bien
que fué. El viejo Cronos arranca con uña implaca
ble trozos del ser de las cosas, las hace caducas, las
consume. Así vieron a la Historia el romántico y el
tradicionalista a lo Bonald (*); pero nuestra vida
nos ata con ligadura irrenunciable al presente y nos
obliga a mirar, también con esperanza, al luturo.
Por fin, una comprensión de la Historia, según lo
que ésta realmente sea, nos conduce a un desampa
rado relativismo, con la sola consolación de la tipo
logía como asidero. ¿Debe ser esto así? A la luz de
100
lo que la misma Medicina, como historia, nos ense
ñe, se intentará buscar una posible vía de salvación.
101
A. Un examen detenido de los dos conceptos
fundamentales de la Medicina, los de salud y enfer
medad, nos mostraría su historicidad indudable. El
concepto de salud vigente en la medicina científica
contemporánea es el de una normalidad estadísti
camente concebida. Un órgano está sano cuando las
cifras mensura tivas de su rendimiento o de sus di
mensiones se hallan comprendidas entre ciertos lí
mites. A la idea galénica de alteración se ha unido
un tácito criterio de mensurabilidad, de objetividad
numerable, típico de las Ciencias de la Naturaleza.
Prescindiendo de la radical dificultad que habita
en la pura interpretación estadística y de su fracaso
ante muchos problemas concretos, ¿es que, por lo de
más, ha sido siempre este el criterio nosológico? Me
diante una cuidadosa investigación filológica pudo
descubrir Letamendi que en 34 lenguas distintas los
vocablos para expresar la idea de enfermedad contie
nen una de tres posibles raíces semánticas: la de
daño o mal (nosos, morbus), la de deficiencia o fla
queza ( astheneia, in-firm,itas) y la de sufrimiento
( pathos, dolentia) 38. Una comprensión histórica de
este dato nos demuestra cómo el tiempo ha determi
nado diversamente la idea de enfermedad vivida
por el hombre. Parece evidente que el actual con
cepto científico se compadece mejor con la deficien
cia —cuya neutralidad respecto a lo vivencial y a
lo ético es patente— que con cualquiera de las otras
102
dos raíces. A este respecto es curioso observar que
en muchas de las definiciones de enfermedad proce
dentes del siglo XVIII y del x ix — Sprengel, Uhfe-
iand, Chomcl, Hardy, Williams, Andrai. Bizzozero.
Cohnheim... 10— aparecen los términos desviación,
alteración, modificación, desorden de la norma v
otros análogos, pertinentes siempre a una mudanza
"■objetiva’'. Como contraste, en Valles, Mercado v
Boerhaave, los vocablos preferidos son estado o
constitución preternatural. En Ringseis. pecado: en
Kieser, egoísmo de la Naturaleza; Hoffmann habla
de regresión y Novalis de sufrimiento y de distin
ción.
Para el griego, el ideal de salud es el hombre
armónicamente perfecto, el kalos kagalhos, cuya ar
monía está más en la naturalidad que en la medida.
Así se comprende aquello de Platón en la República:
que la Medicina sería en sí mala si se emplease en
sostener a los débiles y a los inválidos. Compárese
esta idea de la “normalidad” con el testimonio de
Kant, que cifraba su averiada salud personal en la li
bertad interior, o en la reciente frase de O. Schwarz:
“Enfermar sólo puede hacerlo una persona, por
que sólo ella tiene fines que cumplir”, para com
prender la variabilidad histórica de aquellos con
ceptos cardinales. Temkin recordaba hace poco que
si una persona afirmase hoy de sí hallarse en rela
ciones con el diablo, sus familiares la conducirían
103
al médico; en el siglo xvi sus vecinos la hubiesen
llevado a un tribunal de teólogos o de juristas. En
espera de una ocasión más idónea para el porme
nor, ya lo dicho nos descubre la huella de la His
toria en el centro mismo de la Medicina (*).
104
sedad radical de su aserto básico. Broca, por ejem
plo, afirma no operar sino con hechos comproba
dos y visibles, estableciendo que la función del len
guaje está localizada en el pie de la tercera circun
volución frontal izquierda. Sí; es un hecho real e
innegable que en los casos de afasia motriz hay una
lesión anatómica en el paraje cerebral nombrado;
pero aquí viene una involuntaria prestidigitación
mental. Broca observa de hecho la localización de
un síntoma, pero afirma la localización de una fun
ción. El escamoteo es evidente, y se basa en la im
prescriptible necesidad de hipótesis que el hombre
tiene en su trabajo. El hombre es un ser menestero
so de teorías, aunque a veces se engañe a sí mismo
y crea poder quedarse sólo con hechos. En rigor, los
hechos, sin un hilo teórico que les dé orden y signi
ficación, no le sirven de nada al médico. Sin la hi
pótesis teórica subyacente al aserto de Broca —la
psicología asociacionista— su cardinal descubri
miento hubiera quedado en una serie inconexa de
hechos aislados, con el escueto valor de curiosida
des científicas. Claudio Bernard, tan hostil contra
Magendie a este respecto, sabía bien que “es la idea
vinculada por el descubridor al hecho descubierto
lo que en realidad constituye el descubrimiento”.
La ingerencia de la Historia viene ahora. Si los
hechos no valen sin las hipótesis teóricas que lesIO S
IOS
dan significación (*), y si las hipótesis pasan como
modas científicas, ¿no nos hallamos al horde de
una relatividad historicista en el saber médico? De
cía drásticamente Lotze que una verdad comproba
da por la Ciencia tiene una duración media de cin
co años. Veamos, si no, lo ocurrido en el dominio
antes aludido de las localizaciones cerebrales. Casi
los mismos hechos de observación, enfilados teóri
camente desde distinto ángulo, han servido en ape
nas cien años como sustrato neutral a una fisiopa
tologia cerebral sucesivamente asociaeionista pura
con Broca, Bastian, Wernicke y Meynert; asocia-
cionista moderada con Wundt, bergsoniana con
y. Monakow, Mourgue y Minkowski, wurzburguesa
con Pick, figurai con Goldstein y Gelb. Un mismo
proceso esquizofrénico sería un trastorno asociativo
para Kraepelin; una alteración de los complejos li
bidinosos para los freudianos y, en parte, para Bleu
ler; una regresión a la mentalidad primitiva para
Storch; una “hipotonía de la conciencia” para Ber-
ze, etc. Decididamente, y miradas las cosas con se
veridad y lejanía históricas, existe un relativismo en
el saber médico. ¿Dónde está, por ejemplo, la pato
logía celular pura, que Wirchow imaginaba incon
movible sobre el seguro cimiento de los hechos?
Lo que no admite relatividad histórica es el que -
(*) Menos valen aún las hipótesis sin los hechos: pero esto
es ya otro problema.
hacer medico y las certidumbres que de él emanan.
Las profundas razones de esta realidad conviene, no
obstante, guardarlas para luego.
108
La medicina racionalista piensa que todo pade
cer es reductible a conocimiento racional, a saber,
y que sólo de ese saber puede surgir la obra tera
péutica. Aquí están los médicos de Cnido, los dog
máticos y los metódicos, buena parte de Galeno, los
iatromecánicos y los iatroquímieos, el brownismo y
la medicina científica de los siglos xtx y xx. El
mehr Wissen de Goldsclieider, como remedio de la
recién denominada "crisis de la Medicina”, es un
signo magnífico de la actitud del racionalista ante la
actividad medica. O la “Lógica de la patología” —la
Pato-lógica, podría decirse—, que propugna como
sistema G. Ricker.
El tercer tipo de las actitudes médicas, el empi
rismo, reduciría la Medicina a la pura observación
de hechos. Medicina tota in observationibus es el
viejo lema del empirista médico. Los médicos téc
nicos de los pueblos cazadores primitivos, los em
píricos alejandrinos, los cirujanos antidoctoral es de
la Edad Media, un Morgagni, un Magendie o un
Rright representan otras tantas concreciones histó
ricas personales del empirismo médico. Cuando el
cirujano actual abre el vientre, no pórque sepa lo
que hay, sino para ver lo que hay, cumple paradig
máticamente la concepción empirista de la Medi
cina.
Sobre el sentido profundo de estas concepciones
típicas de la Medicina no puedo entrar aquí, como
109
tampoco en discutir su posible entronque con los ti
pos diltheyanos de la concepción del mundo, o su
contraste con los “tipos ideales” sociológicos de
Max Weber, o la relación de un ejercicio totalita
rio de la Medicina—quiero decir: válido a la vez
histórica y objetivamente— con los tres modos de
ver la misión del médico que acabo de reseñar. Aho
ra se trataba tan sólo de indicar caminos realmen
te históricos para la comprensión de la Medicina, y
creo que eso está logrado. El bistorismo puede pe
netrar, y de hecho lia penetrado, en los senos de la
Medicina y de su Historia. ¿Traerá esta vez también
la desazón relativista?
no
NOTAS B IB L IO G R A FIC A S Y C O M PLEM EN TA R IA S
1. M. H eidegger: Sein und Zeit, -l.J cd., Halle, 1933. pág. 376.
Los paréntesis son míos.
2. San Juan de Ja Cruz: Noche oscura, estrofa V ili, (jomo es
sabido, falta la declaración en prosa de. las últim as cinco
estrofas de la Noche, y ello nos priva de conocer la des
cripción por el propio santo de. ese inquietante “ cesó todo".
3. Subida del Monte Carmelo, II, XIV, 11.
1. Idem, II, XIV, 10.
3. K. Jaspers: Psychologie der H'eltanschauungen, Berlín, 1925,
pág. 455.
6. H eidegger: Loe. cit., pág. 371.
7. L ittré: I, 4.
8. A. Dempf: Filosofía de la Cultura, trad, española, Madrid,
1933, pág. 19. Tam bién, a este respecto, v. el libro funda
mental ile A. Fuoter, Geschichte der neueren Historiogru-
phie, Berlín y M unich, 3.“ cd., 1936.
9. Sobre este magno suceso de los siglos modernos, v. E. Troeltsch,
“Der H istorism us und seine Problem e”, Ges. Sehr., H I, Tu
biti ga, 1922, y Fr. Meinecke, Die F.ntstehung des Historis
mus, 2 vol., M unich y Berlin, 1936. Sin una comprensión de
este proceso no puede, tampoco entenderse la H istoria de
la Medicinu y de la Historiografía médica.
10. V. el capitulo de H istoriografía medica en Haeser, Geschichte
der Medizin, tomo IL 3.“ cd., Jena, 1881, págs. 1086 y sigs.:
y cl artículo de Dicpgeit, “Z ur Geschichte der Historiogra
phie der Medizin”, en Medizin und Kultur, Stuttgart, 1938,
pág. 8.
lì. M. N euburger: Geschichte der Medizin, tomo I, Stuttgart, 1906.
pág. 1.
311
12. J. Loch : Et organismo vivo y la Biologia moderna, trad, espa
ñola, M adrid, 1920. Es muy significativo el prólogo, en el
que se venera a D iderot y a Holbach.
13. O. Enfiarseli: “Ursachenforschung, Ursachenfiegriiï und Be-
dingungslehre”, Deutsche med. Wochschrjt., 1919, minis. 1
y 2.
11. G. R icker: Pathologie als Naturwissenschaft, Berlín, 1924. y
Wissenschaftstheorolische Aufsätze für Aerile, “Pathophy
siologie als reine Naturwissenchaft”, Leipzig, 1936.
13. Es muy característica la extensa colección angloamericana de
opúsculos To-day and to-morrow, publicada por Kegan
Paul, Trench, T rubner and Co., Ltd., Londres.
10. V. el Discurso sobre el espíritu positivo, pág. 26 de la ed. es
pañola, M adrid, 1934.
17. \Y. D ilthey: “Einleitung in die Geistesw.”. Ges. Sehr., 1. pá
gina 381.
18. Vi'. W indelband: Lehrbuch der Geschichte der Philosophie.
Billige Ausgabe, Tubinga, 1935, pág. 552.
19. K. M annheim : “Ideologie und Utopie”, 2." ed., en los Schriften
zur Philosophie und Soziologie, págs. 169-190 y 200-212.
20. H. Prever: Das Problem der Utopie, Deutsche Rundschau, 1920.
tomo 183, págs. 321-345 (eit. por K. Mannheim, ob. eil..
pág. 200).
21. A. D oren: Wunschriiume und if'/ unschzeiten (eit. por K. Mann
heim, ob. eit., pág. 183). Vienen a los puntos de la pluma,
a este respeeto, las palabras utopismo y ucronismo con
que J. Pem artín—en ¿Qué es lo nuevo?, Sevilla, 1937—ha
intentado caracterizar a las revoluciones. En el ensayo de
Pem artín hay, a mi juicio, una evidente confusión entre
utopía y revolución.
22. H. A. Shryock: Die Enttvicklung der modernen Medizin, Stutt
gart, 1940. V. en la pág. 357, con motivo de una referencia
a los trabajos de Carrel, Pearl y H arrison sobre cultivos
celulares in vitro, el brote de la utopía de la inm ortalidad.
23. Peyton Rous: The Modern Dance of Death, Cambridge, 1929.
pág. 48.
24. Aparte de su manual, v. su reciente libro Medizin und Kultur,
Stuttgart, 1938, en el cual sus discípulos han reunido, con
motivo de su sexagésimo cumpleaños, lo más granado de
112
la producción histórica de Diepgen. Tam bién, Die Heil
kunde und der ärztliche Beruf, M unich y Berlín, 1938.
23. II. E. Sigcrist, Antike Heilkunde, M unich, 1927; Grosse Aerzte,
2. “ ed., Munich, 1933; Introduction à la Médecine, traduc
ción francesa, París, 1932. Sobre todo, los tres cuadernos
aparecidos de la revista anual Kyklos y los tomitos de
Vorträge des Instituts für Geschichte der Medizin an der
Univ. Leipzig.
26. Brieftvechsel zwischen Wilhelm. Dilthey und dem Grafen Paul
York von Wartenburg 1877-1897, H alle, 1923, págs. 60-68.
27. H. Lotze: Mikrokosmos, “Ideen zur Naturgeschichte und Ge
schichte der M enschheit”, libro V II, caps. 1 y 2, t. I l l,
3. " cd., Leipzig, 1880.
28. W. D ilthey: Gesammelte Schriften, Leipzig, Tculmer. Sobre
todo, los tomos I (3.* ed., 1933), V (1921), V II (1928) y
V ili (1931). V. también el epistolario con el conde de
York, ya citado.
29. W. W indelband: Geschichte und Naturwissenschaft, reproduci
do en Präludien, t. II, 7.“ y 8.* ed., Tuhinga, 1921, pagi
nas 136 y sigs. V. tam bién una exposición sistemática cu
su Einleitung in die Philosophie, 2.a cd., Tubinga, 1920,
págs. 333 y sigs.
30. G. Simmel: Probleme der Geschichtsphilosophie, 3.* ed., 1907.
31. E. Troeltsch: “ Der H istorismus und seine Problem e”, Ges. Sehr.,
III, Tubinga, 1922, y Der Historismus und seine Ueberwin-
dung, Berlin, 1924.
32. II. R ickert: Ciencia cultural y ciencia natural, trad, española,
2.‘ ed., Buenos Aires, 1937.
33. Er. M einecke: Loe. cit. Además, Vom geschichtlichen Sinn
und vom Sinn der Geschichte, Leipzig, 1939.
31. Historismus, págs. 12 y 102.
35. Dilthey: Ges. Sehr., V, 425.
36. Menschliches, Allzumenschliches, I, 41 (ed. K roner, t. II, pa
gina 57).
37. Fr. H einem ann: Neue Wege der Philosophie, Leipzig, 1929.
pág. 208.
38. W. D ilthey: “ Die Typen d er W eltanschauung und ihre A usbil
dung in den metaphysischen Systemen”, Ges. Sehr., VITI,
pág. 80.
8 11.3
39. J. de I.etam cudi: Curso de l’otologia general, basada en el
principio individualista o unitario. Madrid. 1883. t. I, pá
ginas 129-132.
40. Puede verse una buena recopilación en L. Corral. Elementos
de Patología general, 2.“ cd., Valladolid. 1904. págs. 166-183.
114
C A P IT U L O III
COEXISTENCIA E HISTORISMO
116
trantes esfuerzos de Simmel. La idea hacia la cual
gira la vida cuando se hace más-que-vida no es toda
vía la idea platónica, serena y sobretemporal, capaz
de desafiar a la historia que pasa bajo sus plantas,
como las nubes y los astros bajo las del Dafnis vir
giliano.
Nadie como Ernesto Troeltsch, teólogo de origen
y de corazón, ha sentido en sí mismo la zozobra del
hombre sumido en la Historia. El ha sido también
quien ha acuñado en el pensamiento moderno el
nombre y no pocas notas del historismo y quien más
abiertamente se ha planteado el problema de su su
peración. Como en Simmel, el tema central de su
preocupación histórica —con una segunda faz teo
lógica, a que Simmel era ajeno— fue el enlace en
tre un realismo histórico y la idea : la superación del
historismo, le mal du siècle en el filo del novecien
tos. ¿Cómo vencer al historismo en la cuádruple lí
nea política, ética, lógica y religiosa, sin que la mis
ma Historia sea aniquilada? Esta es la urgente pre
gunta que se hace Troeltsch al fin de su docta vida.
Apenas puedo ni siquiera nombrar sus investigacio
nes en el camino hacia una respuesta: la filosofía
formal de la Historia, con la totalidad individual y
la evolución como sus categorías fundamentales; el
paso a una filosofía material (del contenido) de la
Historia, con lo cual viene superado el puro forma
lismo neokantiano de Wildelband y Riekert; con-
117
sedientemente, la introducción de la humanidad
—considerada en tanto historia universal empíri
ca-—, de los pueblos y de las naciones como mate
rial para una consideración filosófica de la Histo
ria... Bien; pero, ¿hasta el concepto de ética cultu
ral, por él introducido, para salvar la relatividad
historieista de los valores? ¿Puede bastar a un teólo
go que ha privado de carácter absoluto a lo religioso
la forzada admisión de un brote divino e irracional,
empírico e histórico, en la conciencia del hom
bre creador de cultura? La tragedia del teólogo
Troeltsch consiste en que el historiador Troeltsch ha
negado lo Absoluto, y el hombre Troeltsch quiere
apelar al mismo Absoluto para salvarse de la agobia-
dora relatividad historista. Dura secuela de la limi
tación protestante a la propia conciencia. El final es
una resignación dolorida ; no se puede trascender de
la Historia viviendo dentro de ella; la Historia no
conoce redención sino en una creyente antelación
del más allá o en la iluminadora emergencia de “re
denciones parciales” —las aprehensiones de la ética
cultural por la conciencia de cada individuo 3 —.
¿Qué hombre de veras profundo sentiría calmada su
inquietud por tales redenciones? San Agustín nos
enseñó ya algo de esto.
Apenas se planteó Guillermo Dilthey (*) el pro-
(*) En un pasaje de Der Aufbau... (Ges. Sehr., V II, 260) habla
D ilthey de la superación del escepticismo histórico, y en otro, a
118
blema de superar la relatividad histórica, no obs
tante haberla —por decirlo así— descubierto. (No
cuento las adivinaciones de Nietzsche.) Sin embar
go, en dos parajes de sus obras (VII, 132-33; Vili,
79) he advertido un concepto que creo permite lle
gar científicamente a la salida de aquélla: un a
modo de preambulum fidei para esta terebrante va
cilación del hombre moderno. Me refiero a lo que
él llama “general experiencia de la vida” (allge
meine Lebenserfahrung). Este concepto se halla to
davía difuso e historificado en uno de los textos; es
todavía el manojo de “principios que se forman en
cualquier círculo de personas entre sí coligadas y
son comunes a todas ellas”. Refiérese aquí Dilthey
a las reglas para la conducción de la vida, estima
ciones, etc. En Die Typen der Weltanschauung apa
rece bajo el mismo nombre algo radicalmente nue
vo y ya aliistórico: “el firme sistema de relaciones
por el cual está unida la mismidad del yo con otras
personas y con los objetos exteriores. La realidad
del mí mismo, de las personas ajenas, de las cosas en
torno a nosotros y las relaciones habituales entre
ellas, forman el esqueleto de la experiencia vital...;
119
ellas persisten como los supuestos determinantes de
la vida misma, indestructibles como ella e inmuta
bles por cualquier pensamiento...” Repito que Dil
they no ha elaborado sobre estas realidades prima
rias —cuya ahistoricidad le viene espontáneamente
a la pluma— una superación del historismo. Tén
ganse en cuenta, sin embargo, para lo que luego se
dirá.
En un reciente opúsculo 3 intenta también Mei-
necke, otro de los grandes historistas, vencer al his
torismo desde dentro, esto es, sin negarle. El, reva-
lorador de la significación de Goethe en el advenir
de la conciencia histórica, arranca de unos versos
del Goethe viejo :
Es entonces el pasado permanente,
lo porvenir se adelanta a hacerse vivo,
“el instante es eternidad’’'1.
122
encontrarse (VerstehenJ; el cual comprender se re
vela en un poder expresar, en una con-sciencia ex
presa; en el habla (Rede). El contemplar y el saber
serían posteriores al encontrarse y al primario com
prender, el homo faber anterior al homo sapiens.
Me interesa ahora, sobre todo, el resultado de la
analítica, aunque sea a costa de una brutal rapidez.
En el comprender se le descubre al hombre que su
modo de ser es un poder ser; el ser del hombre es,
fundamentalmente, un ser posible. Más que ser, el
hombre va siendo. ¿Qué puede ser el hombre? Si el
hombre se atiene a su autenticidad, puede ser cual
quiera de las posibilidades de ser de su proyecto o
conjunto de inéditas posibilidades de ser. ¿Cuál de
ellas? Por lo pronto, cualquiera de las que el hom
bre ha sido; el hombre puede repetir todos sus re
pertorios históricos. Pero, además, a través de un
modo básico del encontrarse humano, la angustia,
descubre el hombre otra vez su ser como cuidado, y
esta angustia se enlaza con aquella posibilidad de
ser más definitiva y plena del hombre: la muerte.
El ser del hombre radica, por obra de la muerte, en
la finitud y consiste en la temporalidad.
Véanse ahora las tres realidades con que la exis
tencia se encuentra: el mundo, el prójimo y el tiem
po. Sobre las dos primeras apenas pone atención
Heidegger, como no sea para afirmar que salir del
tiempo que yo sucedo y en que yo consisto es per-
123
der mi autenticidad, cotidianizarme, pasar de ser
yo a ser uno. El hombre, si quiere existir auténtica
mente, no puede salir del tiempo al cual está lanza
do ; de su historia, que, corno para Dilthey -—en tan
to el hombre puede ser todo lo por el hombre sido—•,
es la Historia. La conciencia moral no le saca a uno
de la subjetividad, como pretendía Meinecke. Al
contrario, como una llamada del cuidado que es,
por la cual la existencia humana “aviva su seso, con
templando... cómo se viene la muerte, tan callan
do”, obliga al hombre a meterse más y más en su
autenticidad, a medir todo con el modo más propio
y personal de ser, a no contar ni siquiera con la co
existencia (*).
Heidegger no se engaña a sí mismo, como Simmel,
Troeltsch y Meinecke se engañaron. Dentro de los
supuestos del historismo, sabe que el hombre no
puede salir del tiempo. Sólo puede decir sí, con de
cisión, desde el mismo centro de su existencia, a sus
posibilidades de ser, y de ellas, ante todo, a la más
cierta, a la muerte. Eso, y saber que puede repetir
lo histórico, que puede existir tradicionalmente.
Trágico heroísmo, éste de una imperativa opción
entre afirmar estoicamente la Historia y la muerte
124
—sin ganancia ulterior para el hombre que afir
ma— o entregarse a una descalificada y trivial co
tidianidad, evadirse de existir con autenticidad his
tórica y humana; tales son las dos posibilidades
de la existencia aislada, sola. Pero este mismo tér
mino —dejando aparte la licitud del camino hasta
él y la de su arranque— es en sí un semillero de
problemas. ¿Cómo se injerta dentro del sistema la
creencia en posibilidades de existir más allá de la
muerte? ¿Por qué la salida del hombre hacia el
prójimo le cotidianiza, le priva de autenticidad?
¿No habrá en la alteración (*), en el salirse de uno
mismo, un modo auténtico de ser, por el cual el
hombre pueda superar su cerrada finitud históri
ca? ¿Qué clase de autenticidad cabe, por ejemplo,
al médico y al sacerdote, que afirman su existir en
la procura por el prójimo? Tales son las preguntas
que desde ahora deben inquietar al hombre —mas
también al médico.
126
antes aludida entre la aetitud del médico y el pro
blema general del histerismo. ¿Por qué el médico
no ha caído en un relativismo de su actitud? Tal es
ahora el inmediato motivo de meditación.
Acaso la más próxima respuesta sea: el médico
no puede caer en un relativismo histórico de su ac
tividad o de su saber porque la Medicina es también
ciencia de la Naturaleza. Pero esto es tan sólo una
solución aparente. En primer término, porque la
ciencia de la Naturaleza post-galileana cae también,
respecto al mundo exterior, en un puro relativismo.
No olvidemos, por ejemplo, que la idea de masa,
tan sustancial en la comprensión vulgar de lo ma
cizo o masivo (una comida “sustanciosa” o “maci
za”, suele decirse), se convierte para la Física en una
pura relación entre fuerzas y aceleraciones, esto es,
se relativiza. En segundo lugar, porque también a
las ciencias de la Naturaleza les ha sobrevenido una
suerte de relativización histórica de su saber, según
dos líneas de incidencia: la reflexión histórica y la
indeterminación. Cuando se investiga con criterio
filosófico e histórico la historia de las relaciones
noéticas del hombre con el cosmos físico —como
magistralmente ha hecho X. Zubiri 1— se descu
bren tres etapas en sí igualmente válidas: la aristo
télica, la galileana y la que con Heisenberg, De Bro
glie y Schrödinger ha comenzado ahora. Véase el
sorprendente suceso que hay en ello: por un impe-
127
rativo del tiempo, la Historia —las Ciencias del Es
píritu— se ha metido en el mismo tabernáculo de la
ciencia natural. Pero no es ésta la única vía de in
vasión. Cuando se nos dice que el hombre no pue
de conocer simultáneamente la posición y la velo
cidad de un electrón porque lo impide la naturaleza
misma de las cosas, se postula a la vez que la ima
gen ofrecida al espectador por un sistema elec
trónico es enteramente imprevisible para el físi
co. El sistema electrónico tiene así su historia pro
pia, independiente de nuestra ley causal, y el es
quema intuitivo que en un determinado instante
podamos obtener de él sólo lo alcanzaremos miran
do a través de esa historia suya. Todo lo cual indi
ca que el tiempo ya no es para el investigador de
!a Naturaleza un fluir rigurosamente mensurable,
en el cual acontecen los fenómenos físicos —al me
nos para procesos de magnitud electrónica. Tales
procesos tienen su tiempo, un tiempo condicionado
desde su propio fluir por una ley físicamente inefa
ble. El tiempo se lia metido dentro del fenómeno
físico.
Después de todo, esto es lo mismo que vimos ha
ocurrido en la Medicina. Nuestro tiempo, y no por
azar, ha infundido en la Medicina, como en la Fí
sica, el delgado humor de la Historia: demostrando,
por un lado, la historicidad del saber médico y del
saber físico; descubriendo, por otro, que en el seno
del proceso morboso y del proceso físico habita cons
titutivamente el tiempo. Que esta ingerencia del
tiempo se llame vida personal en el caso de Ja en
fermedad o indeterminación en el de los sistemas
electrónicos, no afecta a la verosímil homogeneidad
formal y cultural del fenómeno.
El ser también ciencia de la Naturaleza no res
guardaría a la Medicina, por tanto, de su posible
caída en un relativismo de la relación matemática
o de la relatividad historista. Es más: cuando la pe
netración del canon científico-natural en la Medi
cina ha sido máxima, el médico lia incurrido en una
aberración relativista o nihilista de su germina ac
tividad. Tal es el sentido profundo del nihilismo te
rapéutico de Skoda o de Dietl, que exploraban a
sus enfermos con precisión de entomólogo y se en
cogían de hombros a la hora de establecer el trata
miento.
Esta derivación de nuestro discurso propone aho
ra, junto a la anterior, otra curiosa pregunta nue
va. ¿Por qué el físico —que en tanto físico ve como
mera relación, relativamente, el mundo exterior y
sabe que no puede predecir su inmediato esta
do (*) — se apoya en tanto hombre con plena segu
ridad sobre un bastón o confía en la real dureza de
9 129
una roca? ¿Por qué el médico, que empieza a ver
con un cierto relativismo histórico su saber, utiliza
este mismo saber, y con éxito feliz, cuando opera
como médico activo? Desde ahora voy a dar a las
dos preguntas la respuesta que considero definitiva.
El físico confía en la objetiva seguridad de sus ob
jetos exteriores porque los maneja, y este manejar
los, este actuar con ellos y sobre ellos, proporciona
un género de certezas existenciales respecto al mun
do exterior anteriores y superiores a todo conoci
miento científico. El médico que lo sea de veras no
caerá jamás en relativismo, porque trata a hombres
—tratar a hombres vale etimológicamente, ya lo vi
mos, tanto como manejarlos—, y ese tratamiento
le concede, análogamente, un orden de evidencias
existenciales anteriores y superiores a todo saber
médico. El nihilismo terapéutico se movía entre los
dos órdenes de certezas. Skoda poseía ese manojo
de certezas primarias sobre que asienta nuestra
creencia en la real realidad del mundo exterior
(de las cuales, dicho sea entre paréntesis, sólo un
enfermo mental puede carecer) ; lo que faltaba
a Skoda, porque en el fondo no era médico.
era ese fascículo de certezas vitales que el trata
miento médico da, en cuya virtud sabe el médico
que realmente cura y ayuda a otra existencia ame
nazada. Ahí, ahí está el único modo de salir denti-
130
fica y creyentemente del histerismo: para el médi
co, mas también para el hombre.
Me parece oportuno en este punto volver a Dil
they. El año 1890, en un trabajo titulado Contribu
ciones a la solución del problema en torno al origen
de nuestra creencia en la realidad del mundo exte
rior y a su derecho 5, descubrió Dilthey la más pro
funda entraña de nuestra certidumbre acerca de la
real existencia de las cosas exteriores. Después de
refutar la tesis fenomenalista —según la cual esa
certeza respecto a la existencia del mundo es un fe
nómeno de conciendfa consecutivo a juicios incons
cientes (Helmholtz) o al curso de las sensaciones
(Joh. Müller) : tesis del realismo crítico— y la doc
trina intuicionista o innatista, para la cual la certi
dumbre existe en nosotros inmediatamente (escuela
escocesa, Jacobi, Maine de Biran [*]), afirma de
un modo textual: “Yo no explico la creencia en el
mundo exterior por medio de una conexión del pen
samiento, sino a merced de una conexión de la vida
dada en el ímpetu, en la voluntad y en el sentimien
to.” Luego, precisa esa conexión vital como un vivir
la resistencia que las cosas ofrecen a los más pri
marios impulsos motores: “Pues el hombre —dice—
131
es, en primer término, un sistema de ímpetus; éstos
compelen de la necesidad a la satisfacción, y en esta
conexión aparecen impulsos hacia el movimiento.”
La creencia en la realidad del mundo exterior viene
otorgada al hombre por un primario experimen
tar la inhibición de nuestras intenciones vitales.
Aquella resistencia al impulso se hace luego pre
sión, el mundo se nos aparece “como un cerco de
muros impenetrables” y nuestro cuerpo como “la
zona de nuestros miembros movibles”. En resumen:
el mundo no se nos revela como una real exteriori
dad porque nos detengamos extáticos ante él y le
veamos, sino, de más primario modo, porque diná
micamente le empujamos, topamos con él, opera
mos en él y sobre él.
Max Scheler y Frischeisen-Köhler han recogido
más tarde estas ideas diltheyanas (*). Pese a las
parciales y justas correcciones que el primero, en
un penetrante estudio <!, ha impuesto al fundamen
tal atisbo de Dilthey, sus reflexiones confirman el
primario carácter activo de nuestra creencia en la
realidad del mundo exterior. Incluso amplían los
anteriores puntos de vista, en cuanto también a la
132
percepción le lian descubierto los análisis fenome-
nológicos de Seheler—confirmando ideas de Maine
de Biran y de Bergson— un fondo pre-sensacional e
impulsivo-motor primario ; la vivencia inicial de un
“algo” exterior resistente, por cuya virtud son ul
teriormente posibles la sensación y la contempla
ción. “Las funciones sensoriales y sus órganos co
rrespondientes no son instrumentos de un desinte
resado saber teórico de la Naturaleza, sino proce
sos modificativos y reguladores de nuestra acción
sobre ella.” (Seheler.)
En sustancia: creemos en la realidad de las co
sas porque las manejamos, porque actuamos con
ellas, y, en una primera determinación, nuestras
percepciones, representaciones y juicios sobre ellas
son un sistema de señales para seguir operando con
acierto sobre el mundo. El saber de las cosas y el
teorizar sobre ellas son fenómenos ulteriores al tra
bajoso y activo choque con el mundo en que nues
tra necesidad de seres vivos nos sume, y uno se
trueca en hombre meditabundo sólo cuando detie
ne un instante su vital trabajo y se pone a consi
derar con el ojo del espíritu las propias señales noé-
ticas que de ese mismo trabajo emanan. Ahora se
comprende la afirmación de Heidegger, según la
cual a la existencia humana corresponde constituti
vamente un estar-en-el-mundo y un activo cuidarse-
del-mundo. El círculo de ideas de Dilthey, Frischei-
133
sen-Köhler y Scheler son la correspondencia óntica
o psicológica de la realidad ontològica que expresa
la doctrina heideggeriana.
Recordemos ahora nuestra pregunta inicial: ¿Por
qué el físico más relativista o indeterminista se apo
ya con seguridad en el bastón o en la roca, por qué
cree en su real resistencia? La respuesta aparece
ahora con sencillez perogrullesca: porque no pue
de dejar de creer, so pena de dejar de existir. Esto
es: porque so la capa cultural de su saber físico y
como sustrato de todos los posibles sistemas de ecua
ciones diferenciales, existe una necesaria certeza vi
tal y existencial de la resistencia y la sustancialidad
exteriores. Si la percepción y la teoría física no
quieren ir montadas sobre aire, deben resignarse a
comenzar descubriendo la figura, los caminos y las
leyes de aquella resistencia exterior, a sustentarse
sobre su certeza primaria y a no negar con ciega au
tonomía racional su real sustantividad, tan real, que
a ella está unida con necesidad constitutiva el pro
pio existir del hombre como tal hombre. El dogma
de la resurrección de la carne y la tragedia que para
el alma separada hay en el temporal abandono del
cuerpo son expresión teológica de esa necesidad de
cuerpo y de “cosas” —como centros exteriores de
resistencia al cuerpo— que el humano existir tie
ne. Con profunda razón ponía Dilthey esta “reali
dad de las cosas", con la del yo y la de las perso-
134
nas ajenas, entre los elementos fundamentales de
la “general experiencia de la vida”, y la hacía arma
zón de toda posible experiencia vital ulterior e in
cluso de “la conciencia empírica en ella formada”.
Véase ahora la traición que el físico moderno ha
cometido contra el hombre. De considerar las leyes
matemáticas por las que se rige el movimiento de
las “cosas” exteriores —época de Galileo, Kepler y
Newton— ha venido a definir que esas cosas con
sisten en pura relación matemática. Sobre lo que
sea el electrón en punto a su sustrato material, si un
corpúsculo o un paquete de ondas, no están los físi
cos de acuerdo. La consecuencia clara de este pro
ceso es la escisión entre el puro hombre — creyente
en el mundo como sustancia capaz de resistir— y el
físico, definidor del cosmos como mera relación;
una escisión interna entre las varias a que, grandio
sa y trágicamente, nos ha conducido la cultura mo
derna. Pero el hombre se resiste con toda su alma a
no manejar sustancias, y a todo relativismo matemá
tico o historista respecto al mundo exterior opondrá
siempre, con terca certeza extrahistorista y sobre
relativista, su creencia en la roca como cosa sustan
cial, fría, dura, resistente, ocre, etc. La dureza del
cemento no consistirá nunca para él en una mera
relación entre el peso que actúa sobre una aguja y
la profundidad de la penetración de ésta, sino en
135
algo mucho más elemental y convincente: el cemen
to es realmente duro porque “/ne” resiste.
Ahora nos es dada una más satisfactoria com
prensión del historismo en orden a la realidad de
las cosas exteriores. Puede y debe admitirse que
históricamente varía con licitud meramente histórica
—esto es, no objetiva— el modo de entender la apa
riencia y las leyes del cosmos físico, por ejemplo:
de lo humoral a lo atómico entre los griegos, o de
una concepción corpuscular de la radiación a lo
Newton, a otra ondulatoria a lo Huygens. Sin em
bargo, ese ámbito de variabilidad histórica o relati
va está cerrado por un límite de validez objetiva o, si
se quiere, existencial (*). El límite que la Física, ra
cional no puede transgredir —aunque a veces le vul
nere, porque el hombre es constitutivamente capaz
de error— es el que me separa de una negación idea
lista del cosmos real o de su total disolución en pu
ras relaciones infinitesimales o en movimientos lo
cales en los que lo que se mueve es otro movimien
to. Esto es, la disolución de la Física existencial; esa
por la cual se atribuye a las cosas exteriores un fas
cículo de posibles resistencias modalmente diversas
136
—resistencia genérica con sn plus y su minus, con
torno y color como resistencia a mi expansión de
ojos afuera, frialdad o calor, etc.— ante los prima
rios ímpetus activos de nuestra superficie sensorial.
Según esto, se me aparecen las cosas con una radical
subsistencia capaz de traducirse a una serie de ver
siones modales: mayor o menor dureza, color más
o menos azulado, etc., por virtud de la cual sub
están bajo mi presión, a mi manejo activo y cuida
doso. Los griegos llamaban ousía a la posesión de
ese repertorio de reales posibilidades; nosotros, con
palabra a la vez vulgar y filosófica, sustancia. El
‘‘pecado” de la Física moderna es haber parado en
considerar al cosmos físico como un mero conjunto
de movimientos relativos, en los que sólo importa
la ley matemática de estos movimientos, olvidando
la existencia de cosas reales que se mueven y trans
forman. En el problema de los n cuerpos, una de
las claves de la mecánica racional, importa cómo se
mueven tales cuerpos en su mutua relación, con ab
soluto olvido de que sea o no realmente y de lo que
sea el cuerpo que se mueve. La realidad exterior ha
pasado de ser un conjunto de cosas reales en trans
formación, a aparecer como un mundo de movi
mientos: como la realidad histórico-social ha pa
sado, por obra del historismo, de ser un conjunto
de acciones entre personas reales a aparecer como
mundo histórico, como pura fantasmagoría de aecio-
137
nes en el tiempo sin sustrato personal real y objeti
vo. Si se me quiere entender, me atrevo a decir que
ha venido, de ser teatro de la vida, a cine de esa mis
ma vida. El puro movimiento de imágenes se ha tra
gado a la tangible realidad de personas reales en ac
ción; se ha conservado, ciertamente, el argumento,
pero montado al aire -—más precisamente, monta
do al tiempo —, sin un sustrato de carne y huesos
real y sustancialmente animados, como puro juego
de luces y sombras.
Otro problema es si las certezas respecto al mun
do que hemos llamado existenciales constituyen
nuestra única conclusión posible respecto a la rea
lidad exterior. Tan grave error como prescindir de
la sustancialidad de las cosas que se nos revelan
en nuestro primario y constitutivo manejo del mun
do, sería creer que esa realidad exterior se limite
para el hombre a una red de centros de resistencias
a sus propias acciones. Si el hombre puede declarar
que esa resistencia está ahí, con separación objetiva,
es porque posee en sí una atalaya de contemplación,
un centro desde el cual puede definir, delimitar tal
objetividad. Vista la realidad desde ese centro hu
mano —desde el espíritu —, los centros de resisten
cia se configuran en objetos. Para el animal, el mun
do es un conjunto de centros de resistencia a sus
ímpetus instintivos; para el hombre, por obra de
su interior observatorio, el mundo es una ordenación
138
de objetos. Lo que para el animal se hallaba traba
do a la estructura misma de sus instintos en forma
de mundo circundante, como la piel al cuerpo, se
hace para el hombre algo existente y valioso en sí.
Para el animal, la presa de su hambre o la hembra
de su celo son como eslabones necesarios en la ca
dena del acto instintivo, casi prolongaciones exte
riores de su mismo cuerpo; si vale hablar así, son
su vida interior. Su conjunto, el mundo circundan
te, sigue al animal como el cuerpo a su existir de
animal, casi en la manera como al hombre sigue el
mundo de recuerdos y hábitos que le hacen ser este
Juan Pérez, y no otra persona. Es mérito de von
Uexküll T haber reconocido experimentalmente la
compañía indisoluble que para el animal es ese gajo
de mundo exterior aislado por su propia estructura
vital, su perimundo o mundo circundante. Para el
hombre, en cambio, el mundo sigue siendo compa
ñía, pero distanciada ; la presa o la hembra son aho
ra objetos exteriores, apetecibles o displicentes, sus
ceptibles en sí de propia y, en cierto modo, autóno
ma existencia.
Tengo por una de las más finas proezas de la
Biología moderna haber reconocido desde dentro de
sí misma los límites del conocimiento biológico y,
por tanto, haber descubierto el camino hacia lo es
pecíficamente humano. La obra de Plessner, ya
mencionada, y los trabajos de Buytendijk s pueden
139
servir tie modelo, has investigaciones de Buyten-
dijk, completando por modo admirable las famosas
de Köhler sobre la inteligencia práctica de los chim
pancés, le han llevado a reconocer en la objetiva
ción del mundo una de las más evidentes diferen
cias entre el animal y el hombre. El animal se halla
vinculado a su indisoluble perimundo por medio de
la emoción institiva o afecto. ¿Qué clase de rela
ción tiene el hombre con su mundo objetivo, por
virtud de la cual esa objetivación es posible? Este
paso de la biología a la antropología lo hace Buy-
tendijk a merced de una idea fecundísima: “La vida
psíquica del hombre —dice— trasciende de lo bio
lógico por virtud de la fuerza del amor.” El amor
es el equivalente en lo personal de lo que el afecto
sea en lo animal-instintivo. “El amor no es por sí
mismo un medio de conocimiento; no es más que
la fuerza por la cual lo vivido se escinde en reali
dad objetiva y en representación subjetiva.”
La naturaleza amorosa de este proceso objetiva-
dor se nos revela con claridad cuando consideramos
aquellos momentos en que un fragmento del mun
do exterior aparece a la mirada del hombre con
máximos valor y objetividad. Por ejemplo, cuando
el hombre se detiene ante un objeto, le contempla y
le admira. Recuerde cualquiera un momento de su
vida en que, a la vista de un objeto, la admiración
contemplativa recorta a éste y le aísla de toda otra
140
realidad exterior, como si el mundo se redujese por
un instante a lo contemplado. Mi incesante tráfico
vital trae ante mis ojos un cuadro del Greco. Me de
tengo frente a él, lo contemplo con pasmo, lo admi
ro, lo deseo con apetito sobreinstintivo: le amo.
¿Qué sentido tiene esta amorosa y quieta admira
ción en orden a mi modo de ver y captar la realidad
exterior? Parece claro: mi admiración atribuye con
fuerza irresistible una singular objetividad al obje
to admirado, le reconoce no sólo subsistente en sí,
sino valioso por sí mismo, y así es aunque cierre los
ojos, o le toque con mis manos, o le posea personal
mente, o dé media vuelta ante su presencia. ‘'La ad
miración preñada de amor—dice Buytendijk—obli
ga al sujeto a una actitud respetuosa frente al obje
to, obliga a la persona a no coger el objeto, incluso
a no querer poseerlo conceptualmente, sino a con
templar el objeto olvidándose de sí mismo.” Del
mismo orden es lo que ocurre en el fenómeno de
estar seguro de algo; aquí, la verdad de eso de que
se está seguro —a la cual se adhiere nuestra perso
na en un acto irreductible de amar a la verdad — se
nos aparece como una realidad objetiva, indepen
diente y exterior a nosotros. Como decía San Agus
tín: Nec minor amor, dum tantum se diligit quan
tum novit 9.
Recapitulemos lo ocurrido. El hombre, por vir
tud de su activo vivir, topa con el mundo y descu-
141
bre en él centros de resistencia a sus ímpetus pri
marios. Esta resistencia envía señales a la concien
cia mediante una serie de aparatos registi*adores
—los sentidos— que nos dan parciales im-presiones
de la presión total que un fragmento de la realidad
exterior ejerce sobre nosotros. El hombre, a mer
ced de una interna atalaya, lia podido contemplar
desde fuera de ellos, sin confundirse con ellos, esos
centros de resistencia exterior, proyectados ahora
en la interior pantalla que llamamos conciencia. La
resistencia toma entonces figura unitaria, y ante el
ojo sorprendido, admirativo y amoroso del hombre,
surge un objeto. ¿Quedan, sin embargo, las cosas
ahí? Pensemos un momento en lo que la admira
ción contemplativa nos revela, en la seguridad que
nos da. ¿Que descubro yo contemplando, qué infie
ro? Que aquel conjunto de centros de resistencia,
revelados en mi conciencia como una figura obje
tiva, lleva adheridas, sobreañadidas a su percibida
objetividad, una determinada verdad o una deter
minada valía como realidades objetivas captadas por
mí, pero independientes de mi admirada persona.
Esto es: el hombre ha inferido que el objeto es bello,
verdadero o bueno mediante aquel básico acto de
conocimiento amoroso. Ha reconocido —no es vano
que el vulgo llame re-conocimiento al amoroso agra
decimiento— que al lado del mundo de las re-sis-
142
Unicius existe, invisible, el mundo de las ideas. Abo-'
ra se comprende aquello del Banquete: “De modo
que Eros es amante de la sabiduría, y, como filóso
fo, hállase entre el sabio y el ignorante” 10. El amor
es el intermediario entre la animal insipiencia y las
ideas, a las cuales su menester va dirigido: no es un
azar, en cuanto es hijo de Ponos, la sabia abundan
cia, y .Penia, la necesitada y afanosa escasez. Lo
ideal, según esto, es el más allá de lo biológico y el
amor, la senda de uno a otro cercado. De nuevo vie
ne a la mente San Agustín : Nullum bonum perfecte
noscitur quod non perfecte amatur 11.
Con lo anterior me parece haber llegado a un
esquema válido y flexible para comprender y do
minar la amenazadora relatividad historista del
mundo físico. Por debajo de la mudanza histórica,
el hombre se encuentra con una realidad exterior
resistente. No se le aparece esta realidad en tanto
ser histórico, sino, mucho más elementalmente,
como ser vivo y activo que se cuida de las cosas y
las maneja. Esta zona de la realidad extrapersonal
es el mundo resistencial o subhistórico, objetiva
mente válido por el solo hecho de que yo exista y
exista como hombre. Por encima también de los
cambios que la Historia traiga a la opinión de los
hombres, los centros de resistencia se hacen para
el hombre como tal objetos de su contempla
143
ción (*), de su amorosa atención, y ese contemplar
—que el hombre ejercita siempre, aunque lo ignore
o lo niegue— le pone en comunicación con otro
mundo nuevo, el mundo ideal o sobrehistórico, don
de en alguna forma habitan, independientemente
de lo que en cada caso histórico considere el hombre
verdadero, bello y bueno, las ideas de lo verdadero,
de lo bello y de lo bueno. Me parece que las distin
ciones fenomenológicas de Husserl entre percepción
e intuición real y percepción e intuición ideal o ca
tégorial 12 pueden ponerse en relación con estos dos
planos de la “objetividad” y forman el sustrato de su
captación. Ni el hombre puede negar las resisten
cias exteriores, porque sería negar su humano vi
vir, ni prescindir de las ideas, lo cual sería negar su
total hombreidad, su vida personal.
Entre una y otra zona —la de las resistencias y
la de las ideas— se halla el ámbito de la conjetura
teórica, del experimento y de la hipótesis de traba
jo. Si la realidad subhistórica corresponde como do
minio de conocimiento a tina Física existencial, en
144
el sentido antes señalado, y la inferencia de lo so
brehistórico a una disciplina que comienza donde
la Física acaba, a la Meta-física, el estudio de la po
sición racional e histórica ante las realidades viven-
ciales y primarias del mundo concierne a la Física
conjetural o histórica, si así puede denominarse la
Física científica al uso. En este dominio es lícita la
mudanza de la opinión, porque todas las teorías fí
sicas que no conmueven las previas certidumbres
marginales en que van inscritas son criaturas del
tiempo: tempore mensurantur, como decía el Dan
te, y tal vez contengan todas una parcela de verdad.
La teoría de los cuanta, por ejemplo, lia venido a
dar su partecilla de razón a la hipótesis corpuscu
lar newtoniana sobre la radiación, que durante dos
siglos pareció definitiva y totalmente vencida por
la mecánica ondulatoria de Huygens y Fresnel.
También sobre el mundo físico tienen la Historia
y sus giros parcial señorío. Mas cuando ese limitado
dominio se hace monarquía —así en la tesis de
Alcmeon sobre la salud como un equilibrio de fuer
zas— sobreviene la enfermedad: esa especie de hi
dropesía histórica que llamamos histerismo.
10 145
3. E l c o n o c i m i e n to d e la s p e r s o n a s e x te r io r e s .
.148
aparece claro en lo transcrito. La profundidad de
su fundamental anticartesianismo no le impide caer
en la tesis cartesiana de la analogía —a partir de
la expresión verbal o mímica sensorialmente perci
bida— en cuanto atañe a explicar la inferencia de
los estados psicológicos ajenos. Hay incluso atisbos
de una contaminación por la lógica inductu a y
empirista de St. Mili, tan opuesta como método
psicológico a toda la obra diltheyana. Es curiosa
también la refutación que Dilthey, heredero de
Schleiermacher, hace del argumento moral de
Fichte, tan típicamente protestante, según el cual
la conciencia moral es la base de toda nuestra
creencia en el mundo exterior. (Más tarde con
tinuará Meinecke la línea fichteana en su insatis
factorio ensayo por escapar del historismo a mer
ced de la conciencia moral.) Apenas es necesario es
forzarse por rebatir esta episódica opinión de Dil
they. Bastaría recordar que en el lactante se dan fe
nómenos de simpatía y de participación afectiva, sin
que a nadie se le ocurra atribuirle capacidad de jui
cios analógicos, y mucho menos a los chimpancés,
que en los experimentos de Köhler huían movidos
por equivalentes prosos simpáticos. Apenas es ne
cesaria la crítica de tal actitud, porque la más pa
tente nos la va a hacer el mismo Dilthey en el se
gundo de los pasajes citados: su capítulo sobre “la
149
comprensión de otras personas y de sus manifesta
ciones vitales”.
En época ulterior de su vida, Dilthey refiere por
modo exclusivo la percepción humana de las perso
nas exteriores —en lo que de genuinamente personal
tienen— a la comprensión. Con ello se aparta toto
coelo de su antigua postura, porque la comprensión,
al menos en lo que Dilthey llama sus “formas supe
riores”, en modo alguno puede ser referida a un
juicio por analogía ni a suerte alguna de inducción
lógica. Mas tampoco con tal recurso queda todo di
cho, porque la palabra comprensión, uno de los
conceptos claves de la filosofía diltheyana y aun de
todo el pensamiento moderno, dista mucho de ser
empleada con unívoco sentido de un autor a otro.
Por lo mismo que en la trama delicadísima de su
significación hay zonas no accesibles a la definición
racional, su acepción varía considerablemente, se
gún los supuestos epistemológicos de quien la usa.
Desde lo que “comprender” sea en la sociología de
Max Weber —la ascesis racionalista de tal compren
sión la pone al lado de la evidencia matemática— o
en el mundo intelectual-lógico de Husserl, hasta la
comprensión vital por aprehensión inmediata de
imágenes —en Klages, por ejemplo—, o por simpa
tía, en el sentido de Scheler, hay un dilatado mar
gen de mutación semántica. Sería trabajo útil seña
lar pormenorizadaniente las distintas acepciones que
150
tal vocablo ha recibido en el curso del pensamiento
moderno. Aquí me limitaré a precisar, a través de
sus textos originales, lo que el propio Dilthey en
tiende por comprensión, e intentaré valorar por mi
cuenta el método comprensivo en orden a la reali
dad de las personas exteriores. Un adarme de per
sonal libertad descriptiva y hermenéutica es inevi
table; queden advertidos de ello los que intentasen
considerar transcripción literal los párrafos que si
guen.
La vida del hombre —enseña Dilthey— se mues
tra y define por virtud de su acción creadora y ex
presiva, desde el gesto facial hasta el trabajo de pro
ducción o hasta las obras históricas objetivas que
llamamos libro, catedral o sinfonía. Tales signos ex
ternos y sensibles, a la vez producto y testimonio es
pecíficos de la creación vital, son aprehendidos por
el hombre mediante un acto peculiar de su misma
vida : la vivencia. Sólo “la vida vive a la vida” —dice
Dilthey una vez. La vivencia me pone en inme
diata evidencia, aparte aquello que la vida exte
rior a mí ha producido como específica obra suya,
también mi propia unidad psicofisica, mi propio vi
vir. Vivo la manifestación de la vida ajena y la ac
tualidad de la vida propia. No quita esto que yo, con
ojo naturalista, describa la ley abstracta de la reali
dad que me circunda y aun de la realidad natural
que, en parte al menos, soy yo mismo: ley matemá
151
tica, estructura química, etc.; pero renunciaría a
algo espontáneo en mí y muy mío, y no procedería
con ese rigor científico en la descripción que le
obliga a uno a ser completo, si no considerase cientí
ficamente este cierto suceso: que algunas porciones
del mundo exterior me ofrecen la nota singular de
tener expresión , de expresar algo (*) ; la cual expre
sión me es evidente por modo inmediato en una vi
vencia peculiar. Una piedra no me expresa nada, y
sólo la vivo como resistencia, como im-presión. Un
cuadro de Goya, el rostro de un chimpancé —en
cuanto le atribuyo un trasunto antropoide— o un
cuento de Boccaccio los vivo, además, por el hecho
de que me ofrezcan una ex-presión. Ahora, la vi
vencia no es de pura resistencia, sino de valor, sig
nificación y sentido, y en ello descansa su peculiari
dad respecto a las que el mundo físico exterior me
produce.
Pero la vivencia es siempre individual y singular.
Su descripción, en el caso de hacerla, es propia del
artista, en modo alguno estricta tarea científica. El
paradigma de tal empeño es el poeta romántico, que
describe libremente lo que las cosas exteriores le
expresan. Cuando Morgenstern escribe: “Todas las
152
gaviotas parecen llamarse Emma” 1U, lo que hace es
poner en letra metafórica la común vivencia de le
vedad, blancura curva y una punta de burguesa y
endomingada pulcritud que al poeta expresan la ga
viota y el nombre de Emma. Hölderlin vierte en su
Hyperion la vivencia admirativa y nostálgica que
la Grecia clásica despertaba a través de lecturas en
el romántico alemán. Fisto, sin embargo —lo repi
to—, no es un quehacer científico, sino artístico.
¿Hay algún camino para tratar a la vivencia de
modo científico? El problema es importante, por
que la vivencia es el contacto inmediato del hombre
con el orbe de la realidad histórico-espiritual. Por
lo tanto, el hallazgo del método que me permita
describir científicamente, con objetiva y general va
lidez, el mundo de las vivencias, será el “sésamo”
ante el cual se abran las puertas de las Ciencias del
Espíritu. Mejor: será lo que las coordenadas carte
sianas fueron para el cosmos físico y espacial; el
método por el que fué posible estudiar con rigor
de ciencia los sucesos de la Naturaleza. Ese método
es la comprensión. “La humanidad... sólo comienza
a ser objeto de las Ciencias del Espíritu en tanto son
vividos los estados humanos, en tanto alcanzan ex
presión en manifestaciones de vida y en tanto estas
expresiones son comprendidas” 1T. “La comprensión
levanta la limitación de la vivencia individual y, por
otra parte, presta a las vivencias personales el ca-
ràder de experiencia de la vida” 18. “La compren
sión supone una vivencia anterior, y la vivencia se
hace experiencia de la vida sólo en cuanto la com
prensión nos saca de la estrechez y subjetividad de
la vivencia a la región de lo total y lo general” 10.
¿Qué es, entonces, la comprensión, este maravi
lloso hilo de Ariadna para el mundo oscuro y com
plejo de la realidad espiritual? Lo mejor será dejar
hablar al mismo Dilthey en varios pasajes de su
obra. “La comprensión es aquel proceso por el cual
la vida se esclarece en sus senos acerca de sí misma ;
nos comprendemos a nosotros mismos y compren
demos a otros, en tanto trasponemos nuestra vida vi
vida a todo tipo de expresión del propio y ajeno vi
vir” 20. O sea : cuanto para mi vida sea válido, en or
den al sentido de mis propias vivencias, me permite
comprender las expresiones del vivir ajeno por una
suerte de proyección. Cuando alguien me dice “ten
go miedo”, comprendo sus palabras porque vivo in
mediatamente su medrosidad presente, y en cuan
to he experimentado yo miedo en otra ocasión y pro
yecto en su alma con intencional objetividad mi vi
vida vivencia (*). Por la comprensión obtengo el
154
zumo de la expresión vital que ante mí existe, su
verdad interior, su esencia. “Llamamos comprensión
al proceso en que, mediante signos dados exterior y
sensorialmente, conocemos su quid interior ( ein In-
neres)” 21. En el proceso de comprender, interpreto
las señales externas y sensibles de la expresión vital
en busca de su nudo más íntimo y a tenor de la vi
vencia que en mí lia producido aquella expresión.
Seiffert expresa bien la naturaleza de la comprensión
en el pensamiento de Dilthey diciendo que es “una
inversión del acto creador” 22. Al comprender una
expresión vital, lo que hacemos en última instancia
es navegar corriente arriba del acto por el cual
fue creada o manifestada, y nuestro propósito es
aprehender lo que en dicho acto haya de más escon
dido y primario. ¿Y qué es lo verdaderamente pri
mario en un acto del hombre? Indudablemente, su
intención o su sentido. El sentido de la expresión
es el quid interior por el que se esfuerza el proce
so de comprender. Claramente lo dice Dilthey: “... la
comprensión abandona la esfera de las palabras y el
sentido de las mismas y no busca un sentido de los
signos, sino el sentido mucho más profundo de la
manifestación de la vida” 2S. Y más claramente,
Spranger, un fino continuador de la línea diltheya-
155
na. “Entiéndese cabalmente por comprensión espi
ritual la reducción de los fenómenos temporales del
espíritu a su intemporal y legítimo haber de senti
do” 2 Y en otro lugar: “Es el complejísimo acto
teórico por el que, con aspiración objetiva, aprehen
demos la conexión íntima, provista de sentido, en el
ser y en el hacer, en la vivencia y en el comporta
miento de un ser humano -—o de un grupo de seres
humanos— o captamos el sentido de una objetiva
ción espiritual” 2D.
Aparecen ante nuestros ojos, en consecuencia,
cuatro órdenes diversos de comprensión. Según uno,
captamos el sentido de una objetivación espiritual,
de un fragmento del espíritu objetivo: un libro, un
cuadro o una catedral. Es la interpretación o herme
néutica en la estricta acepción diltheyana: “Com
prensión según arte de las manifestaciones vitales
perdurablemente fijadas” 2<!. Según otro, penetra
mos o intentamos penetrar en el real vivir de una
figura histórica pasada: un par de muestras de este
tipo de comprensión son la famosa tentativa por
comprender a Sócrates como educador que hace
Spranger en sus Formas de Vida, o, en lo que a la
Medicina toca, la biografía de Paracelso que escri
bió Gundolf. El tercer género es la comprensión del
hombre que tengo delante a través de sus palabras
y sus gestos. Como escribe el mismo Dilthey: “La
comprensión mutua nos cerciora de la comunidad
156
que existe entre los individuos... Esta comunidad se
manifiesta en la mismidad de la razón; en la sim
patía, por cuanto se refiere a la vida sentimental ; en
la ligazón de deber y derecho...” 27. “La compren
sión es un volver a encontrarse el yo en el tú ; el es
píritu se encuentra a sí mismo en niveles de cone
xión cada vez más altos; esta mismidad con que el
espíritu se encuentra en el yo, en el tú, en todo su
jeto de una comunidad, en todo sistema de cultura
y, finalmente, en la totalidad del espíritu y de la
Historia Universal, hace posible la cooperación de
las distintas actividades de las Ciencias del Espíri
tu” 2S. Este es el tipo de comprensión que ahora nos
importa, en cuanto por él se nos revela —por ese
reencuentro del yo en el tú — la realidad de los di
ferentes tus ajenos a mí, de las otras personas. Por
fin, un último tipo de comprensión es la del propio
vivir, y en ella aprehendo el sentido de mi personal
existencia. Su modo de expresión es la autobiogra
fía 2n o el autorretrato. Ahí están San Agustín, Rous
seau, el Tieiano o Durerò como ejemplos de ese es
fuerzo por comprender lo que la vida de uno mis
mo sea.
Ahora me importan dos cosas. La primera es in
sistir brevemente sobre las formas de comprender
a las personas exteriores en sus manifestaciones vi
tales; tercer modo de la comprensión en la enume
ración anterior. Hay una forma elemental de com-
prender, y ésta ocurre cuando la expresión vital se
refiere a conceptos, juicios o construcciones menta
les expresas—expresiones verbales—, a las accio
nes transitivas personales sobre el medio —traba
jo e inducción de sus fines— o a las objetivaciones
exteriores de la acción vital: objetos del trabajo per
sonal, etc. En cualquier caso, todas estas formas ele
mentales de comprensión cree Dilthey poder resol
verlas en juicios por analogía del tipo de aquellos
que nos cercioran de la existencia misma de otras
personas. En cambio, la comprensión en sus for
mas superiores —cuyo tipo es el acto de pelietrar en
el sentido de una expresión vivencial ajena— requie
re, como más arriba se dijo, el ejercicio de una ac
tividad psíquica muy superior al juicio analógico.
Repetidas veces expone Dilthey que esta compren
sión “descansa sobre una especial genialidad per
sonal” 30, desarrollada con el progreso de la con
ciencia histórica. Trátase aquí de “una conclusión
inductiva que parte de manifestaciones vitales ais
ladas y se endereza hacia la totalidad de la conexión
vital” ai, la cual, por su problemática posibilidad
de acierto, requiere un genero de osadía, de poéti
ca adivinación más allá de las fórmulas lógicas (*).
158
Esta suma posibilidad de comprensión, “en la cual
se halla activa la totalidad de la vida psíquica”,
adopta dos maneras diferentes y sucesivas, a cuya
merced llegamos hasta las más secretas honduras
de la vida ajena: la transposición o proyección de
uno mismo en el seno de un conjunto de manifes
taciones vitales ( Sichhineinversetzen) de que antes
se hahló, y sobre ella la copia vivencial (Nachbilden
oder Nacherleben), mediante la cual seguimos paso
a paso el curso del acto creador. La participación
afectiva o simpatía (Mitfühlen) (*) y la penetra
ción afectiva o impatía (Einfühlung) son fenóme
nos secundarios a los anteriores, que refuerzan la
intensidad de la copia vivencial. Sobre análogos pro
cesos—la comprensión mutua o Miteinanderver
stehen — funda Scheler su concepto de “persona to
tal”, al cual se ha de volver en páginas ulteriores.
La segunda reflexión a que antes he aludido es
una discriminación crítica en el seno de los proce
sos que suelen denominarse de comprensión. Antes
se hizo una ordenación de los mismos en cuatro ti
pos. La pregunta es: ¿Pueden realmente englobarse
bajo un solo nombre —la comprensión—, sin ulte-
con aquella actitud de seguridad, sabemos que expresar una ley del
m undo físico es tam bién en su esencia misma una “osadía” .
(*) Identifico aquí participación afectiva y simpatía, sin te
ner en cuenta p or ahora el análisis fenomenològico de Scheler.
Dilthey no establece todavía esta fina distinción.
159
rior deslinde cualitativo, actos tan esencialmente dis
tintos como sean comprender en su primitiva cone
xión vital un resto literario, una representación tea
tral o al hombre que realmente tengo delante? Es in
dudable que hay un denominador común: se trata en
los tres casos de captar el sentido de un conjunto
de notas sensoriales que ostentan, en cuanto produc
tos de la acción humana, expresión vital. Formal
mente, el proceso es tal vez homologable; pero ma
terialmente, en orden a su contenido, existen entre
los tres diferencias esenciales. La comprensión de
un conjunto arquitectónico o de un poema griego
se reduce a la osada incursión inductiva antes alu
dida, corriente arriba de la creación arquitectónica
o lírica que los engendró. Aquí se cumple aquello
de Dilthey: "La comprensión es en sí una operación
inversa al curso mismo de la acción-” !2. Aquí no hay
ni puede haber más, y si se miran bien las cosas, se
verá que todas jas consideraciones diltheyanas se
agotan en este tipo de comprensión histórica. La
comprensión de Sócrates tampoco rebasaría el es
quema citado.
El problema científico (pie plantea comprender
una representación teatral nos situaría ya frente a
un proceso considerablemente más complicado.
Fero. prescindiendo de este caso y pasando al que
ahora me interesa, la comprensión del hombre de
carne, hueso y alma que tengo ante mí. es evidenteioO
ioO
el tránsito a una esfera cualitativamente diversa,
lie de partir, como antes, de un conjunto de per
cepciones sensoriales, y, sobre ellas como senda, in
ferir la realidad vital-espiritual que desde dentro
de ellas mueve y da expresión al cuerpo y a la voz
que percibo. La empresa de comprender a un hom
bre o a sus obras es siempre una arriesgada aventu
ra entre las sirtes del misterio. Aquí viene, empero,
una diferencia fundamental que Dilthey no preci
sa. La comprensión de lo humano [tasado o distante
queda siempre —el mismo Dilthey lo señala repeti
damente— entre los interrogantes de la mera proba
bilidad, y este es el margen que queda a la plastici
dad simpática del historiador en su necesaria intui
ción adivinatoria. La comprensión del hombre pre
sente podrá ser equivocada en lo relativo a mi ex
periencia concreta, porque el hombre puede hacer
falaz a su expresión —puede mentir —, y yo mismo
soy falible; pero por debajo de mi legítima duda
respecto al contenido concreto de sus actos frente
a este hombre presente —esto es, puedo dudar si su
intención es realmente “ésta” o “la otra”— existe
una certidumbre anterior e indestructible acerca de
la realidad de tales actos. Una. transposición al pla
no sensorial hará más inteligible lo que quiero po
ner en evidencia. A la luz incierta del crepúsculo
veo de lejos a un hombre que anda. No sé si es jo
ven o viejo, ni si su traje es azul o negro, y estoy
ii 161
convencido de que mi opinión sobre tales cuestio
nes concretas es siempre osada y falible; pero de lo
que estoy objetivamente cierto, con inconmovible
certeza, es de que allí hay un hombre en movi
miento. Análogamente: el juicio analógico respecto
a la realidad personal de un “bullo” exterior me de
jaría en un mera probabilidad; la comprensión —en
tanto transposición de mis vivencias y copia viven
cial— me pone en falible contacto con la realidad
vital humana que está ante mí y con sus siempre pro
blemáticas intenciones. Pero en un plano del cono
cer anterior a la misma comprensión, y corno sopor
te de cuanto por su mediación infiera, estoy radical
mente seguro de la existencia de tales intenciones.
Lo que tengo delante no es un euerpo resistente,
mas una “probable” realidad personal volitiva o
afectiva inferida por un juicio analógico, mas unas
determinadas “probables” intenciones, cuyo inse
guro sentido conozco por comprensión; es una “cier
ta” realidad personal, actualizada y vertida al suce
der histérico-espiritual a través de unos actos per
ceptibles, de intención y sentido “inciertos”.
Todo lo anterior vale tanto como afirmar la in
suficiencia de la comprensión en orden a nuestra
certidumbre de las personas exteriores. La compren
sión válidamente ejercitada —“haciendo técnica de
la genialidad”, como con profundo acierto dice
Dilthey 3,t— nos revela el sentido de una acción vi-
162
tal; pero inferir la realidad personal que soporta a
tal acción pertenece a un orden más elemental y
profundo de la actividad noètica humana, que ha
brá de ser todavía descubierto. Fin el fondo, el jui
cio por analogía y la comprensión dejarían al hom
bre en un desesperado y desamparado solipsismo, y
la comunidad que Dilthey dice inferir sería la in
ventada que puede existir entre este hombre que
soy yo y mi intuición de Sócrates, no la viva y con
soladora entre mí y mi amigo o mi compañero. La
comprensión no trae consigo compañía. La certeza
primaria de lo sustancial humano falta en el mundo
histórico, como fallaba en el mundo físico la certeza
de lo sustancial cósmico.
îjî ïfc
167
Esta cosa que soy yo se señala por pensar o poder
pensar clara y distintamente. Pero lo que se piensa,
o es de todos, en tanto verdad objetiva, o es sólo
mío, en tanto “pensamiento” contenido en mi pro
pia conciencia. Decía Schiller:
168
comprobación, en la fina y honda diferencia que a
este respecto hay o puede haber —apurando el sen
tido real de las palabras— entre decir “nuestro pen
samiento” y decir “nuestro amor”. Porque el amor
puede a la vez ser de otro y mío, y de nadie más.
Las anteriores reflexiones delatan que en la base
misma del pensamiento moderno, en Descartes, exis
te un desamparado solipsismo (*). Puede intentar
salir de él mediante un artificio del propio “pensa
miento”, esto es, a merced de un juicio por analo
gía; pero la tentativa, por exigencia de sus mismos
supuestos, será inexorablemente vana. Es inútil la
desesperación: el hombre “moderno” está irreme
diablemente solo, desasido en sus raíces de toda hu
mana compañía. Pero como el hombre, moderno o
no, necesita constitutivamente no estar solo, busca y
busca hoy un tú con dramática meditación. Esta es,
en mi entender, la médula verdadera de la reitera
da pregunta que el hombre moderno se hace por el
prójimo. Seguramente no es un azar que el Robin
son, como tipo literario que resuelve o al menos
palia a fortiori el problema de su soledad, apa
rezca poco después de Descartes y Leibniz. Y ésta
1 6 9
es también la tácita razón profunda por la que
Scheler, al revisar el formalismo ético “moderno”,
haya emprendido un análisis fenomenològico del
Robinson.
171
dada con carácter de certeza la existencia de “psi-
eoides” (totalidades psicofísicas, según la termino
logia de Driesch—y luego de Bleuler—), en cuanto
elementos necesarios para llenar de contenido nues
tro ingénito esquema formal de la totalidad; pero
sólo a merced de un razonamiento analógico y, por
tanto, meramente probabilista, la existencia de tús
exteriores a mi yo. El mismo Driesch apunta, y no
rechaza enteramente, este carácter hipotético de la
persona espiritual distinta de uno mismo (das ei
gentliche <‘iDu'l\ dice). La explanación de lo que sea
“otra persona” la hace nuestro autor, muy delibera
damente, por el intermedio de un “como si”. Con
ello, casi huelga indicarlo, se mantiene la crueldad
del radical solipsismo antes señalado, porque com
pañía no la ejercen los “psicoides”, sino la presen
cia de personas auténticas, capaces de responderme.
El problema queda en pie. Una construcción de la
Historia sobre la antropología driescheana no saca
ría al hombre del relativismo que necesariamente
implican la sola seguridad de saber que uno existe
y la probabilidad de que existan “los demás”.
Driesch, a pesar de su radical obra en el ámbito de
la biología teórica y del profundo anticartesianis
mo de la entelequia, no logra evadirse por entero
del “mundo moderno”.
172
Este inicial paso de Driesch, que él, en mi enten
der erróneamente, pone en relación con la tesis de
Volkelt (*), nos lleva al decisivo avance que fren
te al terebrante problema de la realidad del próji
mo lia verificado Max Sebeler 19. Es mérito de Sehe-
ler haber disecado con aguda precisión, y anterior
mente a toda teoría, los problemas que al hombre
meditabundo Je ofrece este de conocer a su pró
jimo. Según confesión propia, el lapso entre la
primera y là segunda edición de Wesen und For
men der SymjHithie se encuentra colmado por estas
cavilaciones. También en la segunda edición de Der
Formalismus in der Ethik y en Ordo amoris se en
cuentran elementos de su concepción. Como antes
hice con las ideas de Dilthey, aquí voy a intentar re
producir, desde el propio hilo de mis reflexiones,
el punto de vista ‘"total” que Sebeler intenta ofre
cernos.
Por lo pronto, como acabo de decir, Sebeler se ha
ocupado en deslindar los distintos problemas que
(*) V olkelt, como se expuso, adm ite una certidum bre inm e
diata del tú ajeno, certidum bre que luego vendría confirmada por
la experiencia. Driesch afirma la posesión ingénita de un esquema
vacío de la totalidad, el cual vacío absorbe necesariam ente los con
tenidos que la experiencia ofrece. En el prim er proceso acontece
una suerte de confirmación azarosa y em pírica; en el segundo, la
satisfacción de una necesidad. Con razón señala Driesch que la to
talidad es vivida al llenarse de contenido empírico su inexpreso
m olde a priori.
173
suelen barajarse, sin gran discernimiento, cuando
se habla acerca del problema del yo de otro, líe
aquí, en breve resumen, los seis problemas que cabe
aislar en una cuidadosa meditación:
1. Problemas referentes a las relaciones esen
ciales entre el yo y la colectividad, así desde el pun
to de vista óntico como del conocimiento que poda
mos alcanzar de la esencia de uno y de otra. Aquí
aparece la cuestión de si las relaciones esenciales
entre los hombres como “seres vitales” son iguales
a las que existen entre ellos en tanto “seres espiri
tuales”, o si, por el contrario, una es accidental a
la otra.
2. Cuestiones de lógica y crítica del conocimien
to. Las dos interrogaciones cardinales son: ¿En vir
tud de qué derecho el yo que escribe estas líneas
puede formular un juicio de realidad postulando
la existencia de una comunidad o de un yo deter
minado? ¿Cómo y por qué nos es dada la realidad
de otro centro psíquico-espiritual?
d. Problemas relativos al origen de la concien
cia que tenemos de las comunidades y los sujetos
exteriores a nosotros. Tales problemas atañen a de
terminar la prelación que verdaderamente existe en
el conocimiento de las distintas realidades llama
das mundo exterior, yo propio, yo ajeno y Dios.
Como veremos, el pensamiento de Seheler adquiere
aquí profunda originalidad.
174
4. Cuestión de método: ¿puede desempeñar al
gún papel decisivo en el problema de conocer un
yo exterior la psicología empírica? Schei er se pro
nuncia por una resuelta negativa. No todo lo psíqui
co es objctivable; de esta porción objetivable sólo
una parted Ila es accesible a la observación y sus
ceptible de repetición sin modificaciones esenciales
en su modo de ser, y aun de tal partecilla, sólo una
restante porciúncula puede ser puesta en experi
mentación. La persona es en su esencia inobjetiva-
ble; esto es, un ser del cual sólo puede participarse
por co-ejecución (co-sentimiento, co-pensamiento,
etcétera) (*), y transinteligible a todo conocimien
to espontáneo, esto es, capaz de darse a conocer o
no, de abrirse o de cerrarse al prójimo. El hombre
puede “callarse”, lo cual no ocurre a la naturaleza.
5. Relaciones entre una teoría del conocimien
to del yo exterior y la actitud metafísica. Schelcr sos
tiene la existencia de una correspondencia unívoca
entre cada postura metafísica y las diversas doctri
nas sobre la percepción y el conocimiento de las per
sonas exteriores.
6. Problemas axiológicos subyacentes a una teo
ría del conocimiento del prójimo. No es que el va-
175
lor sea anterior a la existencia; esto es, que nuestra
persuasion acerca de la existencia de otra persona se
funde en una previa aprehensión de su valor (prima
do de la razón práctica sobre la teòrica: J. G. Fich
te y Münsterberg, mas también Riehl y Cohen). Sí
son ciertos, en cambio: a) un refuerzo de nuestra
persuasion de tal existencia por virtud de la con
ciencia moral, y b) una correlación entre la teoría
del conocimiento del prójimo y un determinado sis
tema moral y social. Se establecen así conexiones
mutuas, llenas de univocidad histórica, entre siste
ma metafisico, teoría de la persona exterior y siste
ma moral. Más tarde volveré sobre este punto.
He aquí, después de esta disección inicial, una vi
sión explanada y coherente de las un poco dispersas
ideas de Scheler sobre la percepción del prójimo.
Se pregunta Scheler si un “Robinsón” —esto es,
un hombre que nunca hubiese conocido a un seme
jante suyo, ni hubiese percibido huella alguna de
otro hombre— podría llegar a saber la existencia de
comunidades humanas o de sujetos psíquico-espiri-
tuales análogos a él mismo. Un análisis teórico de
tal situación humana ha permitido a Scheler afir
mar que el hipotético Robinsón pensaría más o me
nos así: “Yo sé que hay una comunidad a la que
pertenezco; pero no conozco los seres individuales
o los grupos empíricos de que tal comunidad, sin
duda existente, está compuesta”. Esta evidencia de
1 7 6
un tú en general - —objetiva y subjetivamente aprió-
rica respecto a la “experiencia” ocasional, inducti
va y empírica de encontrar de hecho a un “semejan
te”-— descansa sobre un determinado fundamento
intuitivo: una precisa y delimitada conciencia de
vacío. Robinson sentiría un íntimo y exterior vacío,
una rara y primaria insatisfacción, ante la no exis
tencia ocasional de un ser genuino y necesario para
sus actos emocionales, tales como los que represen
tan los modos auténticos de amor al prójimo. Del
mismo modo, experimentaría una conciencia de
“deficiencia” o de “incumplimiento” al realizar ac
tos conativos, si éstos forman una unidad de senti
do tan sólo unidos a otro acto social complementa
rio y recíproco. Brotaría así en él la conciencia de
una esfera del tú, aun no conociendo ningún tú con
creto. Obsérvese que no se trata aquí de una “idea
innata” ni de la “certidumbre intuitiva de algo in
accesible a la experiencia” : son precisamente autén
ticas experiencias personales, muy claramente de
terminadas —la experiencia de una personal insa
tisfacción—, las que dan lugar en nuestro Robinson
a la idea general del tú o, quizá mejor, del nosotros.
Existe, pues, una evidencia del tú anterior a toda
experiencia. Salvada la no despreciable diferencia
entre el biologismo de Driesch y el personalismo de
Scheler, no sería difícil encontrar el parentesco en
tre este vacío del Robinsón scheleriano y la imple-
12 177
ciön de aquel “primario esquema de totalidad” de
que nos habla Driesch. He aquí, pues, dos esferas
de la realidad cuya evidencia se nos revela anterior
a toda concreta experiencia ocasional y constituti
vamente arraigadas en la hombreidad, en la condi
ción de ser hombre: una es la ya tratada esfera de
la realidad cósmica, o “mundo exterior”, con que el
hombre necesariamente topa en su existir; otra, la
esfera del tú o del nosotros, previa a cualquier jui
cio analógico o penetración afectiva de otro hom
bre. Sin indagar ahora la posible existencia de otras
esferas de la realidad, es importante señalar la
radical autonomía de las dos antes delimitadas.
Th. Litt ha expresado agudamente la esencia del tú
definiéndole como el ser capaz de decirme, de ex
presarme algo: “el ser al cual es dado ofrecernos
participación en la forma más inmediata y cierta
en cuanto es tan capaz de expresión como yo” 50. La
naturaleza “habla”, sin poder “callar”, por impre
siones ; la esfera del tú se nos muestra mediante ex
presiones dotadas de sentido, en las que —a dife
rencia de la aparición de una piedra o la luna ante
nuestros sentidos— el ser ante nosotros, pudiendo
‘“callarse”, se me revela, me dice su interior. Esta
reflexión nos pone en camino de atacar más en su
centro los pensamientos de Seheler sobre el proble
ma del yo exterior.
Tres son las vías que éste señala para el estu
178
dio genético de nuestras vivencias de la realidad.
Las tres constituyen otras tantas líneas evolutivas
del espíritu humano: de niño a adulto, de primitivo
a civilizado y la genuina historia del espíritu cuan
do ésta, como sucede con la de Occidente, se halla
bien esclarecida i,x. Veamos lo que a los ojos de Sche-
ler descubren estos caminos.
Por lo pronto, que la esfera del tú es inferida
con anterioridad a la del mundo exterior o material
o muerto y constituye en nosotros una convicción
mucho más profunda. Hay un curioso hecho en la
historia del espíritu europeo, sobre el cual llama
Scheler la atención en dos lugares de su obra ex
traordinariamente revelador a este respecto: la
gran rareza de los solipsistas filosóficos, negadores
de la realidad de otros yos exteriores (*), frente a la
frecuencia con que ha sido negada la existencia real
de la naturaleza cósmica. Esta observación es en sí
reveladora para quienes piensen que la Historia es,
entre otras cosas, el despliegue de todas las posibili
dades humanas; y lo es tanto más cuanto que la ob
servación del hombre en su tránsito de niño a adul
to y de primitivo a civilizado nos la confirma des
de un remoto punto de vista.
Es ya un conocimiento trivial que para el niño y
(' ) Al menos, de solipsistas expresos. Ya hemos visto que todo
el pensam iento m oderno adolece de un solipsismo larvado o im
plícito.
179
el primitivo (*) no existe “lo muerto'”. Todo para
ellos es vivo y dotado de expresión, desde las pie
dras hasta los semejantes. Cuando el narrinyeri aus
traliano 53 ve las fases de la luna, concluye que las
variaciones de “volumen” dependen de la vida de
pravada que la luna hace o de su buena alimenta
ción; para nosotros, la luna es un inmenso pedrus-
co muerto: nuestro satélite ha pasado de ser un tú ,
un ser viviente cargado de expresión y de sentido,
a ser “materia inerte”, a través de la mítica Selene
de los antiguos. La observación de la conducta in
fantil frente a las expresiones de su medio ha per
mitido escribir a Koffka: “No nos queda sino ad
mitir que fenómenos tales como amistad y enemis
tad son totalmente primitivos, más primitivos que,
por ejemplo, una mancha azul” r’4. Los hechos acon
tecen, pues, así: en un primitivo estadio de la vida
humana, el hombre —primitivo o niño— vive en
vuelto por un continuo manto de expresiones; más
tarde van desanimándose fragmentos el mundo cir-
180
omidante y aparecen ante él objetos muertos, el
mundo exterior meramente resistente. “Aprender”,
según esto, supone una sucesiva desanimación y me
canización del medio humano. Con ello queda a la
vez patente la inexactitud en considerar al juicio
analógico como primario modo de captar la reali
dad del prójimo y la prioridad que la esfera del tú
posee respecto a la del mundo exterior.
Pero con ello no queda enteramente aclarada la
cuestión. En primer término, dentro del mundo in
fantil y primitivo no se hallan todavía bien circuns
critas dos esferas de la realidad que en el hombre
adulto y actual se presentan escuetamente distintas:
la realidad de lo expresivo-viviente y la realidad de
lo expresivo-personal; quiero decir, del auténtico tú
exterior. En segundo, porque las diversas teorías
propuestas para explicar el conocimiento del yo ex
terior no son radicalmente falsas, aunque sea falsa
su interpretación como fenómenos noéticos radical
mente primitivos. Un examen atento del problema
nos muestra la existencia de niveles diversos en la
vivencia del tú, a la vez que la de distintos grupos
facticios en que el hombre ejercita comunalmente
esa tuidad. El “prójimo” puede aparecérsenos, por
ejemplo, a través de los más diversos modos: como
conocido, amigo, camarada, intruso, etc., y en las
más variadas comunidades empíricas: familia, pa
tria, multitud, sociedad científica, etc. ¿No habría,
181
en rigor, distintos “mecanismos” en la aparición del
tú, según el grupo a que el tú singular pertenezca y
lo profundo de su “projimidad” a nosotros? Esto es
lo que Scheler postula a través de dispersas suges
tivas conexiones epistemológicas, axiológicas e his
tóricas, a las que quiero dar aquí trabada, personal
y unitaria expresión.
La teoría del juicio analógico, por ejemplo, co
rrespondería a una zona superficial y racionaliza
da —o, mejor, empírico-racional— de la conviven
cia con el tú, verbi grada: la existente en una socie
dad científica o comercial europea. A ella corres
ponde la moral individualista y desconfiada de la
burguesía, la teoría contractual de la sociedad y la
metafísica dualista de Descartes o de Lotze. Dentro
de los supuestos históricos y sociológicos que subya
cen a esta conexión estructural, el juicio analógico
tendría “cierta” validez; no en el sentido de inferir
primariamente la realidad —el juicio analógico ac
túa siempre sobre una anterior evidencia del tú, se
gún liemos visto—, sino como ulterior momento sua
sorio y, sobre todo, en la tarea de llenar de conte
nido empírico aquel otro primario contacto intuiti
vo. No llegamos, mediante un juicio analógico, a la
certeza del “aquí hay otro hombre”, ni siquiera,
como veremos, a la conclusión “este hombre está
triste” ; pero sí a convicciones del tipo de “este hom-
1«2
bre ha debido trasnochar”, o “este hombre debe ser
comerciante”.
La penetración y la fusión afectiva (Einfühlung
y Einsfühlung) tienen también su dominio de va
lidez interpretativa: la convivencia del hombre en
la multitud o en la masa vitalmente operante. A
ellas corresponderían quizás las actitudes metafísi
cas comúnmente llamadas monismo, pandemonismo
y panteísmo de todo género, y la doctrina social del
socialismo puro, en el cual el individuo singular
existe para la sociedad. No sería difícil establecer
otras correspondencias múltiples paralelas a las des
critas. Faltaría, en todo caso, una teoría general su
ficientemente comprensiva para que en ella cupie
sen cada una de estas parciales valideces. Más ade
lante se expondrán algunos posibles puntos inicia
les de tal teoría.
Ahora lo vemos claro: gran parte del error en que
incurren las teorías analógica y de Lipps descansa
en su pretensión de validez general y primaria.
Acontece así por la admisión implícita e irreflexiva
de tres supuestos muy radicales en toda la antropo
logía moderna y hondísimamente arraigados en la
mente del europeo desde Descartes. 1. Al hombre
le es dado, en primer lugar, su propio yo. 2. Lo que
en primer lugar se nos revela de otro hombre son
sus manifestaciones corporales, y sobre ellas fun
damos la existencia de un “alma” o un “yo” exte-
183
riores. 3. Al hombre no le es posible ‘"percibir*’ otra
cosa que el cuerpo y el gesto ajenos. La opinión ge
neral es que no solamente las cosas “son así”, sino
también que “no pueden ser de otro modo”. La ver
dad es que hasta los análisis fenomenológicos de
Scheler nadie se ha ocupado expresamente en inda
gar la posible verdad de aquellos tácitos supuestos.
Frente a las anteriores afiianaciones, he aquí las
que un tratamiento fenomenologico del problema
nos permite hacer:
1. Multitud de las experiencias psíquicas de mi
mundo interior no son privativamente mías, sino
ajenas o compartidas. De otro modo: lo que yo llamo
mis pensamientos, mis voliciones o mis sentimientos
pueden ser muchas veces, y lo son de hecho, pensa
mientos, voliciones y sentimientos de otro . En el
caso normal es cierto que mi pensamiento me viene
dado “como” mío y el pensamiento de otro “como”
ajeno; pero no lo es menos que con notoria frecuen
cia pienso pensamientos de otro. Basta recordar
cuántas veces se dice espontáneamente: “esto que
ahora pienso lo he leído u oído”, o la aparición de
inconscientes “reminiscencias” entre mis ideas per
sonales, o el mundo psíquico del niño —que piensa,
quiere o siente lo mismo que su medio familiar—, o
el hecho de “querer” algo por obra de aceptada obe
diencia, o mi tristeza después de convivir con per
sonas tristes, o la personal ofensa que un español
184
puede sufrir sabiendo que ha sido injuriado en el
extranjero otro español, para caer en la cuenta de
que el hombre puede pensar, querer y sentir como
suyos pensamientos, voliciones y sentimientos de
otros.
2. Existen ocasiones en que, por el contrario,
vivimos como ajenos un pensamiento o un sentimien
to rigurosamente propios. Es muy típico como ejem
plo el caso de los comentaristas medievales de Aris
tóteles y de Avicena, para los cuales uno y otro con
tenían ideas propias de la Edad Media, es decir, del
mismo comentarista. El manejo de textos antiguos
con escaso sentido histórico lleva consigo casi siem
pre un fenómeno de esta índole.
3. Hay vivencias que se nos revelan como pura
mente dadas, sin adscripción íntima y decidida a
nuestro yo ni al de otro ; como ocurre cuando duda
mos en la referencia genética de cualquier experien
cia psíquica. El pensamiento o el sentimiento están,
ciertamente, referidos formalmente a un yo, porque
esto pertenece a su esencia misma; pero están sólo
como “apoyados” en él, sin formar unidad trabada
con el yo que les soporta.
4. Percibimos realmente genuinos datos espiri
tuales de las personas exteriores a través de los fe
nómenos de expresión. Un acto expresivo posee
siempre, naturalmente, un sustrato material —mo
vimiento corporal—, a través del cual llega a nues
185
tros sentidos; pero el “sentido” de la expresión se
percibe independientemente de su soporte anatómi
co y con anterioridad a él. Ante unos ojos, antes de
saber si son garzos o grandes, percibo yo distinta
mente si me miran con amistad o con iracundia (* ).
La frase de Klages “el cuerpo es la expresión del
alma” adquiere ahora transparente claridad.
Admitida la existencia de vivencias “indiferentes”
desde el punto de vista del tú y del yo, y a la luz de
cuanto sabemos acerca del psiquismo del niño y del
primitivo, be aquí cómo puede interpretarse gené
ticamente la aparición del tú. Vive el hombre, en
primer lugar, a través de una corriente de experien
cias psíquicas indiferenciadas respecto a la oposi
ción yo-tú; vive, pues, más en los otros que en sí
mismo, en la comunidad más que en la individuali
dad. Su “yo” es más bien lo que el adulto llamaría
un “nosotros”. Poco a poco, comienzan a formarse
en la confundida corriente torbellinos vivenciales
cada vez más definidos formalmente, que de modo
progresivo atraen hacia sí nuevos elementos y son
atribuidos a distintos individuos. Entiéndase bien.
No sucede que en el niño no exista un “yo”, sino que
éste es difuso, lábil v sin verdadera intimidad. To*
186
das las vivencias espirituales—-pensamientos, voli
ciones, sentimientos del espíritu— se hallan referi
das a ese yo sin límites, pan-psíquico, en el que no
hay singularizados “individuos” (*). Copio de Grün-
hanm unos párrafos muy demostrativos: “Si se ob
serva a niños de tres a cinco años jugando a cual
quier juego, se advierte que cada niño está visible
mente preocupado sólo de sí mismo y, en realidad,
habla sólo de sí. Cuando se les oye de lejos se creería
que sostienen una conversación; pero si nos acerca
mos, vemos que aquello no es sino un monólogo co
lectivo, en el cual los participantes ni se escuchan
ni se responden... Este ejemplo, aparentemente ro
tundo, de la actitud egocentrista del niño, es más
bien prueba de que el alma infantil está vinculada
a lo común... Los niños se conducen en apariencia
sin miramientos hacia los otros, precisamente porque
se tratan sobre el supuesto de que todos sus pensa
mientos, incluso los mal expresados o no expresados
en absoluto, son una propiedad común, de suerte
que todos ellos pueden ser leídos y concebidos, aun
sin una explicación expresa por parte de los que
hablan” r,r>. Véanse, por otro lado, en el capítulo so
bre la personalidad del niño de la conocida obra de
187
H. Werner 50, multitud de ejemplos igualmente sig
nificativos.
Comienza, pues, el hombre —y aquí podrían aña
dirse las copiosas observaciones sobre la conciencia
de la personalidad en los primitivos— por atrave
sar un período de expresiva ornnianimación. Mesas
y sillas, animales, muñecos y hombres son centros
de expresión malévola o amistosa; y en el seno de
todas esas expresiones, no frente a ellas, vive el yo
del infante. Ahí, en ese tejido indiferenciado y flu
yente, es donde aparecen los "torbellinos vivencia-
íes” de que nos habla Schcler. Tales vórtices de
atracción y referencia son desde entonces otros tan
tos “individuos” ; los cuales se nos aparecen frente
a nuestro yo como otros, recortados de aquel pan-
individuo que era el mundo psíquico infantil. Ob
sérvese bien que un individuo se nos aparece como
otro por ser individuo, y no individuo por ser otro,
en contra de lo que acontecería si fuese cierta la
teoría de la fusión afectiva. La conciencia de un yo
exterior a nosotros no depende primitivamente,
pues, ni de percibir un cuerpo ajeno agitado por
movimientos de expresión, ni de aprehender deter
minados contenidos vivenciales; sino de una radi
cal “conciencia de no-participación” frente a vi
vencias de cualquier contenido atraídas hacia un
torbellino vivencial, di-stante de nosotros en tanto
188
que individual. Cada uno de tales vórtices es un yo
exterior, un tú.
Esta exposición genética permite ya comprender
el “mecanismo’* psicológico de la percepción del tú
y aun de radicalizar considerablemente algunos
puntos de vista sclielerianos (*). Un tú singulari
zado se nos revela por medio de los signos que lla
mamos expresiones (**). La comprensión de lo
expresado “no es un saber conceptual de la noti
ficación... consiste tan sólo en que el oyente apre
hende (apercibe) o simplemente percibe al que
habla (***), y lo percibe intuitivamente como una
persona que expresa esto o aquello” (Husserl).
“Nunca aprehendemos primariamente de los otros
meras vivencias aisladas; siempre el total carácter
psíquico del individuo en su expresión entera. Mi
núsculas variaciones métricas del cuerpo que le so
porta (nariz, boca, ojos) pueden transformarle com
pletamente; al paso que otras más considerables
189
pueden dejarle inmodificado” (Scheler). Basta con
siderar nuestra propia experiencia respecto a la dis
tinción entre mellizos extraordinariamente parecidos
—el porqué de considerar como dos tús diferentes
un mismo cuerpo visto en dos copias espacialmente
separadas— para comprender la radical primacía de
la expresión en la percepción del tú.
Pero una misma expresión puede ser aprehen
dida, en un primer análisis fenomenològico, de tres
modos diversos. Puede, en primer lugar, hallarse
rota la conexión simbólica unívoca entre expresión y
vivencia, bien de modo voluntario (simulación), in
voluntario (histeria) o pretervoluntario (milagro) ;
entonces percibimos un tú realmente convivido bajo
una apariencia equívoca. Otras veces aprehendemos
al ser que se expresa sobre la base de una represen
tación intuitiva, pero inadecuada ',7, con lo cual te
nemos un ser supuesto, al que no corresponde ver
dad. Por fin, la aprehensión de un ser en intuición
adecuada nos da la íntima posesión de un ser vivi
do. En el primero y en el último de estos casos te
nemos de la vivencia expresada una percepción "in
terna”, la vivimos; en el segundo, tenemos de ella
una percepción “externa”, la suponemos.
El conocimiento del tú exterior nos llega por
modo normal a merced de esta con-vivencia del sen
tido de la expresión, cuando ésta es percibida en
intuición adecuada. En contra de lo comúnmente
190
admitido, el sentido íntimo nos permite convivir
en “nuestro interior” vivencias espirituales ajenas:
“intuición interna” no equivale a “autopercepción”.
Percibo mi cuerpo como algo exterior, y la alegría
o el entusiasmo de otro —la misma alegría o el mis
mo entusiasmo, obsérvese bien— los convivo como
algo propio e íntimo. A la intuición interna le es
dado, pues, tanto el cumplimiento de actos espiri
tuales del propio yo como el de otros referidos a un
yo ajeno. El cuerpo, por su parte, no es causa efi
ciente de la percepción del prójimo, sino mera con
ditio sine qua non; en general, dentro de una teoría
total de la persona, el cuerpo representa un pa
pel analizador, catalizador y limitador: analiza el
flujo continuo de vivencias y expresiones en que la
persona vive, cataliza la llegada de vivencias al ni
vel de la conciencia —ahora vemos el fundamento
teórico de un precepto eclesiástico : el que impone a
los sacerdotes leer con silencioso movimiento labio-
lingual el rezo del breviario— y limita el vivir en
el espacio y en el tiempo.
Falta todavía, empero, ahondar nuestro análisis
hasta el centro mismo de lo que en verdad sea per
cibir un tú. Scheler, que yo sepa, no ha llamado
la atención sobre este recóndito hondón del pro
blema. Me refiero con ello a lo que constituye la
raíz última de nuestra certeza respecto a la exis
tencia de personas extrañas. Recapitulemos el pro
191
ceso. Percibo una expresión, comprendo su espiri
tual sentido, convivo con el tú de que procede la
vivencia expresada. ¿Qué hay en esta convivencia
por cuya virtud me halle yo cierto de tener ante mí
una persona autónoma? Si la convivencia fuese iden
tificación, no percibiría un tú, esto es, un ente dis
tinto de mí, no idéntico conmigo. Entre las posibles
vías de acceso a la respuesta, una palabra de Hus
serl, hablando de la comunicación expresiva, nos va
a poner en camino certero. Dice Husserl: “Si el ca
rácter esencial de la percepción consiste en un in
tuitivo opinar (Vermeinen) que aprehendemos una
cosa o un proceso como presente...”. El quid de la
cosa está en ese opinar. La percepción nos permite
opinar que lo anotado (die Kundnahme) es una
captación cierta (Wahr-nehmung) de la notificación
(Kundgabe). Mediante la percepción opinamos so
bre la certeza (*). ¿No es esto mismo lo que ocurre
en la pdVcepción del tú? A mi juicio, exactamente.
En el convivir la vivencia expresada asienta una
esencial equivocidad de mi temple (**) ; en el fon
do, no estoy ni puedo estar radicalmente seguro de
que mi vivencia es realmente común a mí y al otro.
192
Que puede ser así y que así es en muchos casos, las
páginas anteriores lo demuestran hasta la saciedad;
que un caso determinado y singular haya de ser así,
es muchas veces problema. Estoy íntimamente se
guro, por ejemplo, de convivir la tristeza de A. ¿Lo
estoy de la real tristeza de A, a pesar de su expre
sión? Este es el problema. En el plano más super
ficial de la experimentación, Buytendijk y Pless
ner 5S han demostrado ampliamente que la com
prensión de los movimientos expresivos es un fe
nómeno equívoco. Un mismo gesto ha sido inter
pretado unas veces como expresión de mal sabor y
aborrecimiento, otras como de acecho y meditación,
algunas como de mordacidad y desprecio. Y, sin
embargo, de lo que estoy absolutamente cierto
ante una manifestación genuinamente objetiva es
de hallarme frente a un tú. ¿Cómo puede expli
carse esta aparente disonancia?
A mi juicio, por el hecho mismo de lai insegu
ridad, aunque ésta no aparezca en nuestra concien
cia: tampoco la “resistencia” del mundo material
aparece muchas veces en el campo consciente y,
sin embargo, sobre ella asienta ónticamente mi in-
esquivable estar en el mundo. La inseguridad ra
dical de la vivencia convivida me pone en contac
to con algo que podría llamarse en una primera
aproximación “la esfera de lo autónomo”. Autó
nomo es para mí lo que se me escapa, lo que no
13 193
me obedece, lo que me convence de “inseguro”.
Este hecho de la “oscilación en la seguridad” de mi
convivir; esta azarosidad íntima e irreductible en la
vivencia de mi compañía es justamente la que me
hace inferir con “seguridad” —he aquí la para
doja— la realidad de un tú como centro autóno
mo. Sucede como si la sutil mano del alma quisie
se en vano asir una vivencia compartida, en oca
sión de acto común —una alegría convivida, por
ejemplo— con otra persona exterior. La compar
tida vivencia deja algo entre sus dedos —la tristeza
o la alegría con-vividas, compartidas- -, pero no lo
suficiente para identificarla con segura certeza; y
entonces el alma llega experimentalmentc (*) a la
convicción: “aquí hay algo autónomo”. Ese algo es
la persona exterior, el tú auténtico.
Con ello viene confirmado lo que antes encon
tramos haciendo la crítica de la “comprensión”
diltheyana: “Lo que tengo delante... es una cierta
realidad personal, actualizada y vertida al suce
der histórico-espiritual a través de unos actos
perceptibles, de intención y sentido inciertos”,
Cuando la mencionada inseguridad se traspone a la
esfera psicológica, surge el tipo antropológico bur
gués: individualismo, desconfianza, etc. Cuando
194
una fe da contenido a la realidad del algo que lla
mamos tú. se nos muestra el tipo entusiasta-cre
yente. Entre uno y otro extremo caben todas las
transiciones imaginables.
Lo que ocurre, en definitiva, es que a través de
la expresión liemos llegado al centro mismo de la
persona, a la transinteligible e inaccesible intimi
dad de nuestro prójimo. Es cierto que mediante la
expresión está la persona exterior abierta hacia
nosotros; pero esa abertura o boca de comunicación
se abre o se cierra más o menos por obra de la
“personal” libertad de la persona. Lo que en reali
dad nos cerciora de la existencia de un tú es, en
ùltima instancia, la libertad de ese tú. Esa libertad
irreductible es la que permite a la persona el acto
fundamental de “poder callar”, al que antes aludí
con palabras de Scheler: “No sólo sabemos que hay
individuos psíquicos extraños - otros yos—, mas
también que nunca podremos aprehenderlos en su
peculiar esencia individual” (Scheler). Este íntimo
centro personal, originariamente dado al hombre
—aunque su aparición facticia “ostensible” tenga
lugar a través de un proceso genético— es el que
impide considerarle como mero anthropos zoon po-
litikon, al modo aristotélico, a pesar de pertenecer
a la vez, también originariamente, a comunidades
diversas 59. El zoon politikon no conoce ese autó
nomo e irreductible centro personal. El hombre no
195
es un Robinson, es cierto, pero no por ello deja de
ser íntimo, de poder ensimismarse inaccesiblemente;
y desde ese rincón último de su ensimismamiento
tiene a su cuerpo, a su yo y a sus vivencias.
5$í * íjí
197
realidad de su divino fundamento, es anterior a
todo posible modo de existir. La “esfera de lo di
vinal (G otthaft)”, absolutamente real y “prepo
tente”, es precisamente la que, según el cambiante
contenido de eso “divinal” —cambiante en la His
toria y en la personal experiencia—, sirve de metro
y patrón a la aprehensión y judicación de las res
tantes esferas de la realidad (Scheler).
Lo que a nuestro punto de vista concierne en
medida eminente es, sin embargo, el modo de aber
tura de la humana existencia bacia su prójimo co
existente. El análisis ontològico de la existencia
muestra que ésta se halla también constitutivamente
abierta a los otros hombres. “La investigación hacia
el fenómeno mediante el cual se puede contestar la
pregunta por el quién (*), nos conduce a estructu
ras del humano estar (das Dasein) igualmente ori
ginarias que el estar-en-el-mundo: el ser-eorv (Mit-
sein) y el co-estar ( Mitdasein) ” 01 (Heidegger). Tan
primario es para el hombre existir entre y con las
cosas como existir entre y con los hombres. A tra
vés de esta constitutividad del co-estar infiere el
hombre ónticamente la esfera del tú y del nos
otros: el hombre se encuentra con los otros.
Los otros —entiéndase bien- - no son el resto to
tal de los exteriores a mí, del cual se destaca mi
(*) La pregunta es: “¿Quién es el que es en la cotidianidad del
humano estar?”
198
yo, sino “más bien aquellos de los que uno mismo
no se distingue, entre los cuales uno está también” ;
y está con ellos de modo radicalmente distinto del
modo corno està con las cosas. “Con y también de
ben entenderse aquí existencialmente y no catego
rialmente ((*)**). Sobre el fundamento de este com
partido estar-en-el-mundo. el mundo es ya y siem
pre aquel que comparto con los otros. El mundo
del humano estar es co-mundo. El ser es co-ser (**)
con otros. El intramundano ser en sí de éstos es
co-estar”.
¿En qué relación se halla con estos otros el hu
mano estar? Con las cosas se encuentra el hombre
cuidándose de ellas; la cura o cuidado adopta aquí
el modo del cuidarse de. Con los otros hombres,
empero, el hombre se encuentra procurando por
ellos; el cuidado o cura asume ahora el modo de la
procura, término que en la acepción heideggeriana
engloba todas las posibilidades sociales que “de
hecho” pueden relacionar entre sí a un hombre
con otro hombre: dar de comer, cuidar el cuerpo
enfermo, etc. La última diferencia de la procura
respecto al cuidarse de asienta en que el hombre
(*) Esto es, sin entendim iento espacial, como diría Bergson;
■ mundano, como dice Heidegger.
(**) Me adelanto a u n fácil retruécano, que p o r esta vez tiene
un curioso sentido. Gomo nos movemos en el plano cotidiano del
existir en esta parte del análisis heideggeriano, el ser es, efecti
vamente, “coser y cantar”.
199
no es ni puede ser para el hombre mero instrumen
to. Esta procura es también —y aquí se inserta su
decisiva significación para mis propósitos actua
les— aquello por lo que el hombre no se encuentra
existencialmente solo, a pesar de consistir su ser en
la co-existencia (*). De aquí que se imponga un
breve análisis suyo.
Queda dicho que la procura es la común raíz
de todas las posibles relaciones entre hombre y
hombre: unas deficientes o indiferentes, como el
pasar junto a otro en la calle, y otra? positivas,
como el “ser uno para otro”, el “estar uno en pro
de otro”, etc. Entre los modos positivos de la pro
cura hay dos posibilidades extremas: la sustitución
(für einen einspringen) y la prevención (einem
V'o rauspringen) . En la sustitución, uno procura
por otro asumiendo su cuidado, “sustituyéndole”
en su puesto; con lo cual este otro queda en situa
ción de dependencia o dominación respecto al que
por él procura: tal es el tipo de la procura que el
padre de familia o el buen gobernante hacen pot
ei hijo o el gobernado. En la prevención, en cam
200
bio, no se asume el cuidado del otro, antes bien se
le reserva; pero “se le previene” en orden a su
“poder ser” existencial. Esta última pn^ura no
atañe al objeto del cuidado, como la anterior, sino,
más hondamente, a la existencia misma del otro; y
así éste queda ayudado “deviniendo transparente a
sí mismo en su cuidado y libre para éste”. El tipo
fáctico de la prevención es el consejo del sacerdote
en el confesionario —cuando el consejo no es tópi
co— y el del médico al neurótico. La acción mé
dica habitual se halla como forma mixta entre es
tos dos tipos extremos de la procura. Sobi-e este
modo de ser humano que hemos llamado procura se
edifica luego todo el problema ya psicológico de la
comprensión del prójimo; “este fenómeno denomi
nado, y no felizmente, impedía ( Einfühlung), debe
a la vez tender ontològicamente el puente desde el
propio sujeto, dado en primer lugar solo, al otro
sujeto, en primer lugar generalmente cerrado” (Hei
degger).
Según lo expuesto, óbrense ante el hombre tres
esferas de la realidad: la esfera de la divinidad,
como fundamento en que asienta y “es” su existen
cia; la esfera de las cosas exteriores, como un cons
titutivo estar con ellas y entre ellas; y la esfera
de la coexistencia, como un estar con los hombres
—y, en parte, como hemos visto, también “en”
201
los hombres—, igualmente, constitutivo del existir
humano (*).
202
ma que en última instancia puede ser reducida a
la idea —positiva o negativamente interpretada,
como un “me resiste” o como un “me empuja”—
de resistencia: “el ser real no es ser objetivo, es
más bien ser resistente”. El impulso y la voluntad
nos anuncian la realidad que les resiste.
He aquí las tres formas en que se nos muestra el
fenómeno genérico de la resistencia, en relación con
los tres órdenes de la realidad antes mencionados:
a) Resistencia del mundo exterior a la expansión
impulsiva primaria del liombre: en ella descansa,
como vimos, la eierta e inconmovible realidad con
que se nos aparece el mundo exterior o físico
(Maine de Biran, Dilthey, Frischeisen-Köhler,
Seheîer, Heidegger), b) Oscilación fugitiva de
la vivencia con-vivida, inseguridad en nuestro
contacto con el fenòmeno expresivo: sobre ella
asienta, según las personales ideas antes explanadas,
nuestra íntima e inconmovible certeza respecto a la
real existencia —coexistencia— de las personas ex
teriores. c) Prepotencia absoluta de “algo”, por
cuya virtud o “fuerza” es enviada o arrojada a ser
nuestra existencia y que, consecuentemente, consti
tuye el fundamento necesario del “ir haciéndose”
que es el existir humano: así inferimos la realidad
de lo Absoluto, de Dios (Zubiri).
206
por tener un destino comunal en modo alguno dis-
gregable en mera suma de los actos realizados pol
las personas que ocasionalmente puedan constituir
la. Heidegger ha llamado Geschick, co-destino, al
destino superior —decisivo para los singulares des
tinos existenciales que las compongan— de estas
comunidades personales (i'\ La coexistencia se hace
aquí todavía en el plano antropológico de lo ge
nuinamente personal: uno pertenece a un Estado o
a una Iglesia en tanto persona, y no por virtud de
determinados caracteres instintivos o somáticos.
Otro tipo de la convivencia es el que asienta en
el plano vital. La familia —aparte de que en ella
pueden establecerse vínculos espirituales, y que de
hecho casi siempre se establecen— representa el
ejemplo más inmediato. Schelcr sostiene que la teo
ría aristotélica del anthropos zoon polilikon, am
pliada luego hasta la admisión de un "originario
instinto de especie” (según la cual el hombre se
halla naturalmente en una comunidad moral y ju
rídica, con anterioridad a todo "contrato” o toda
“promesa” ), no representa otra cosa que una for
mulación teórica de la comunidad vital entre hom
bres ligados por sangre, tradición, paisaje, lenguaje
natural, etc. 0P>. De tipo vital-instintivo es también
la convivencia ocasional de la multitud o de la hor
da. En todos estos casos, el yo “habita” en el estra
to tímico de la personalidad —la timopsique de
207
Stransky—, y en su actividad se funde vitalmente
con los otros yos exteriores, en ocasiones hasta la
Einsfühlung o total identificación afectiva. El hom
bre no actúa como “persona” en todas estas formas
de la coexistencia; aunque, naturalmente, no deje
de “ser persona”. Es el amor y no la simpatía —fe
nómeno vital— el que representa la genuina co
existencia de dos personas.
Pueden citarse, en fin, los tipos de coexisten
cia que podemos llamar convencionales o contrac
tuales: sociedades burguesas, científicas o comer
ciales, etc. En ellos el contacto de una y otra per
sona se verifica en ámbitos deliberadamente obje
tivos y externos; y si los juicios analógicos tienen
una zona de validez, sin duda es éste su justo cen
tro. El caso extremo en esta serie de posibilidades,
exclusivo a fuerza de extremo, viene representado
por aquel en que el yo se instala en el estrato
corporal o somático de la personalidad o, mejor,
de la totalidad psicofisica. Entonces se rompe toda
convivencia: las sensaciones o los sentimientos-
sensaciones —ejemplo : el placer o la displicencia
al probar un manjar, el dolor de un pinchazo, et
cétera— son absolutamente incompartibles. El cuer
po limita y aisla; si viviésemos fisiológicamente,
como pretendían Vogt, Moleschott o Büchner—los
del pensamiento-secreción, etc.—, no podríamos sa
lir del más terminante y desesperado solipsismo.
208
Esta rápida estratificación de la coexistencia en
«u concreción facticia necesitaría, evidentemente,
mayor explanación. Creo, sin embargo, que para
mis fines actuales basta con lo ahora dicho, que pue
de ser resumido así : los hombres pueden coexistir de
hecho como personas, como seres vivientes —co
existencia vital instintiva, simpatía— y como cuer
pos individuales pensantes (Descartes) o fisiológi
cos (materialismo puro).
(*) Heidegger ÍS. u. Z., pág. 126) nos habla tam bién de la “dis
tancia” existencial entre yo y el otro. “Al estar con otro le desazo
na—de modo oculto para uno mismo—el cuidado por esta (listan-
210
que etimológicamente quiere decir “tener la mis
ma voz o el mismo lenguaje” (de ouv y -pipu.; ) i el
que se me abre sinceramente tiene la misma vi
vencia expresa que yo, y esta es la raíz de la com
pañía (*). A la cerrazón del tú vecino la lla
mamos silencio; a la voluntaria desfiguración ex
presiva, de modo que rompa la corresponden
cia probable entre expresión y vivencia, mentira
o simulación, y a la involuntaria o automática
ruptura entre una y otra, histeria. Por lo demás,
como queda dicho, asienta siempre una funda
mental inseguridad, aun en los casos de sinceri
dad máxima (**), en la intuición de los conte
nidos vivenciales de cada expresión.
Sale el hombre de sí y “toma contacto” con los
otros hombres. Con lo cual queda dicho algo nada
leve: que el hombre “salga de sí”, abandone su
propio y auténtico modo de existir, en el caso de
211
convivir con los otros hombres. Nuestro idioma tie
ne dos expresiones a este respecto realmente pro
fundas y aun terribles. Ortega ha recogido la pa
labra alteración, el hacerse otro por salir uno de
sí. Más decisiva es, a mi juicio, la expresión que
suele emplearse para caracterizar la acción del que
se cuida mucho de otro procurando por él : se des
vive por él. Tremenda palabra esta de desvivirse.
¿Es que el cuidador de otro pierde su vida, su exis
tencia propia por el hecho de serlo? ¿Pierde sólo
vida temporal, en favor de una sobreautenticidad
de su misma existencia, aniquilándose para real
mente ser? El problema tiene su importancia: es
justamente el problema del médico, en buena par
te el del sacerdote, el de la hermana de la Cari
dad y aun el de la caridad fáetica (*). En el aná
lisis heideggeriano del eo-estar humano (Mitda -
sein) parece que toda “salida de sí”, todo contac
to de la existencia con los otros hombres, tiene lu
gar según el modo inautèntico o impropio de exis
tir que se llama cotidianidad. Pregunta Heiddeg-
ger: “¿Quién es, pues, el que ha asumido el ser en
el cotidiano estar con otro ?” C7. Con otras pala
bras: ¿en qué se ha convertido la existencia cuan
do actúa como coexistencia en el tráfico cotidia-
212
no, cuando existe según el modo de la procura?
La respuesta la da él mismo unos párrafos des
pués. En el coexistir, la existencia está en servi
dumbre a los otros, los cuales disponen de su ser
y la privan de él. Pero estos otros no son “éste” o
“aquél”, es decir, otros determinados; son indeter
minados, sustituíbles entre sí, fungibles. “El quién
—de la coexistencia cotidiana— no es éste ni
aquél..., es el neutro, el uno'1'’ (das Man, uno cual
quiera o uno de tantos...). “La mismidad de la exis
tencia cotidiana es el cualquiera-mismo, que nos
otros distinguimos del auténtico yo-mismo ( o él-
mismo) propiamente aprehendido”.
He aquí, pues, las dos preguntas que ahora sur
gen ante nosotros: 1. ¿Es cierto que siempre per
demos la autenticidad de nuestra existencia en la
alteración, en el desvivimos por los otros? 2. ¿Qué
precisiones podemos obtener respecto a la índole
de nuestro contacto con el prójimo?
213
hago justamente es esclarecer al aconsejado sobre
la autenticidad de su existencia misma, por él co
tidianamente desconocida, y por mi parte, dado el
consejo, mi existencia puede continuar siendo su
propio destino. Pero, ¿y si mi existencia “consis
te en” aconsejar, como le ocurre al médico, al maes
tro y, en buena medida, también al sacerdote? (*).
Al hablar acerca de la constitución fundamen
tal de la historicidad, desliza Heidegger un breve
párrafo que indudablemente contiene más de lo
que dice: “Si la existencia (***) ligada a destino
existe como estar-en-el-mundo en un co-ser junto
a otros, su suceder es un cosuceder y determina el
destino comunal ( das Geschick). Con ello desig
nados el suceder de la comunidad, del pueblo. El
destino comunal no se compone de destinos sin
gulares agrupados, del mismo modo que el estar
con otro tampoco puede ser comprendido como
una reunión de varios sujetos. En el estar con otro
en el mismo mundo y en la decisión para deter
minadas posibilidades, son ya dirigidos de antema
no los destinos singulares... El destino comunal de
la existencia, ligado al suyo singular, en y con su
214
generación (*), representa el pleno y auténtico su
ceder de aquella existencia” 68.
Parece clara una consecuencia general: la exis
tencia conservará su autenticidad en el coexistir
cuando éste cumpla un destino comunal en el que
se hallen subsumidos y por el que sean dirigidos
los destinos singulares que le integran. De ahí ema
na naturalmente que también se puede vivir lo co
tidiano de modo auténtico, siempre que esa convi
vencia o coexistencia cotidiana sea realizada con
ánimo o intención de destino, esto es, de historia
o de salvación. La coexistencia cotidiana del cris
tiano—en tanto sea vivida cristianamente— re
presenta un permanente referir todas las accio
nes cumplidas cerca de éste o de aquél prójimo a
un destino de salvación, a la vez suyo propio y co
munal. Este destino comunal de la existencia va
ligado al destino singular de ésta —salvación en el
cuerpo ” místico y a su través—, es un schicksal
haftes Geschick, dentro de la terminología heideg
geriana. Del mismo modo, la coexistencia de un
español con otro —en tanto la vivan como real
mente españoles— representa una actualización en
el suceder cotidiano de un destino a la vez comu
nal y singular. Por fin, la procura del médico por
su paciente será un modo de existir auténtico en
(*) Generación en el sentido de Dilthey, Ges. Sehr., V, págs. 36-
41 (generación histórica).
215
tanto sea cumplida en el marco de un destino co
munal a los dos; esto es, dentro de un entendimien
to religioso o histórico-nacional del acto de curar
le. Todo lo demás: profesión, luero, etc., es ya pura
cotidianidad, modo deficiente de existir el hom
bre. He aquí el resultado: para el cristiano, para el
español, etc., en cuanto como tales actúen, no existe
cotidianidad; en el sentido de Heidegger, nunca la
coexistencia les convierte en “uno de tantos”. El
desvivirse” por alguien en la procura es un autén
tico vivir y aun un transvivir, al menos cuando se
actúa en orden a un destino de salvación.
217
tro personal, hontanar vivo e inaccesible de actos
y de intenciones. De aquí que convenga estable
cer desde ahora una distinción esencial.
De un lado está el modo amoroso que podemos
llamar amor de distancia o amor distante. Por
su virtud, admiramos objetivamente, “distancián
dolo”, el objeto de nuestro movimiento amoroso.
Este orden de amor nos exige detenernos un mo
mento en nuestro tráfico vital: así, ante cualquier
“objeto” amado, un cuadro, un rincón urbano, los
ojos de la mujer amada o el saber filosófico de un
sabio. Ante el amor distante, el hombre aparece
como cuerpo, como aparece la belleza de una es
tatua griega; y su vida psíquica al modo de un “ob
jeto” representable y aprehensible, también algo
“estatuario”, llámese acervo de saberes, produc
ción poética —en tanto obra producida, no en tan
to actividad creadora—, etc. Así amamos también
a la belleza, o a la verdad, o al bien, considerándo
los “objetos ideales” en un ideal topos uranios.
Las cosas amadas son soporte de los valores que se
ama, en ellas realizados y actualizados: un cuadro
de Patinir actualiza la belleza azul y una escultura
de Montañés la belleza del dolor sereno e inocente.
Nuestro amor es entonces una aspiración hacia el va
lor realizado y admirado; nuestro pasmo, como esa
detención momentánea antes del salto hacia arri
ba en Ja que el atleta dispone el músculo para el
218
esfuerzo, es también un recogimiento del que, al
zándose, sale disparada la mirada hacia los grados
superiores de lo valioso.
Se halla en profundo contraste con el anterior
amor a los objetos este otro modo amoroso del amor
a las personas, al que propongo denominar amol
de instancia o amor instante. La persona no pue
de ser reducida a objeto, no es objetivable, por la
razón potísima de no ser un objeto: es un centro
de actos, de los cuales el más esencial es ir siendo
haciéndose a sí misma. Por lo tanto, el amor a una
persona no puede ser nunca una admiración con
templativa, sino un penetrar activo dentro de ella,
y no admirando el valor de lo ya realizado, sino
coejecutando con ella actos valiosos: estando ac
tivamente dentro de ella, instándola. “Ni en el
amor ni en cualquiera otro acto genuino, aunque
sea un acto cognitivo, es posible objetivar a una
persona... La persona sólo puede serme dada en
cuanto coejecuto sus actos, bien cognitivamente en
la comprensión y en la copia vivencial, bien mo
ralmente en la secuacidad”, como la persona del
Cristo es dada a sus secuaces, a sus discípulos (Sche-
ler) C!). Nuestra activa instancia se mueve en una
pesquisa y caza interior a la persona amada, de la
que han de ser botín su valor y su verdad. Sin em
bargo, sería enteramente erróneo pensar que el
amor personal consiste en pura búsqueda de valo
219
res nuevos y cada vez más altos en la persona arria
da. Es cierto, en verdad, que el movimiento amo
roso aspira esencialmente hacia los más altos va
lores del amado, pero indiferentemente a si tales
valores van a encontrarse o no. El amor personal
no es en sí una aspiración; no es el deseo de rea
lizar un fin. “Es el mismo amor el que de modo
continuo hace aparecer en su objeto cada vez más
altos valores (*), y precisamente en el curso de
su movimiento, como si éstos brotasen del objeto
amado por sí mismos, sin intervención del amante”
(Scheler) 70.
Indaguemos, empero, brevemente lo que en rea
lidad ocurre, porque en el párrafo anterior se han
mezclado dos fenómenos diversos. En nuestra co
existencia, ese modo de existir que hemos llamado,
con Heidegger, la procura, nos pone en contacto
existencial con al otro, con el prójimo. La expre
sión percibida y la azarosa comprensión hacen de
ese contacto existencia! un contacto psicológico,
aunque muchas veces no llegue a la conciencia no
ticia de su secreta ejecución; convierten al hom
bre de solo en acompañado. Este contacto se veri
fica a través del fenómeno de oscilación o azarosi-
dad en la aprehensión de vivencias convividas, en
(*) Compárese con Santa Teresa: “Que sólo amor es el que da.
valor a todas las cosas” (Exclamaciones del alma a Dios , 2).
220
el cual se cumplen a un tiempo una suerte ele ob
jetivación del tú y la radical autonomía, transin
teligible, inobjetivable y libre de la persona espi
ritual (o del tú psíquico como persona, también
como persona). Aquí, en este liminar momento de
la comprensión personal, es donde se inserta nues
tra instancia; comienza nuestra actividad compren
siva a in-star a la cierta y fugitiva persona que
“con” nosotros, por obra de su libertad, abriendo
o cerrando la boca de su revelación a nosotros, co
opera a la mutua comprensión. Lo que ante el ob
jeto es “presencia” suya y “contemplación” amo
rosa nuestra, aquí es recíproca “cooperación”, co
laboración; en última instancia, con la plenitud de
sus acepciones, “coacción”. La comprensión perso
nal es siempre una osada coejecución de un acto
espiritual con la persona de nuestra procufa o con
la supuesta persona de la hermenéutica histórica.
En el primer caso, partimos desde la expresión in
tuida a la caza de la intención y del sentido expre
sivos: entonces hemos “comprendido” una sonri
sa o una parálisis histérica (*). En la tarea histo
riogràfica, nuestro dato inicial son las “fuentes” ;
“desde” ellas, una vez depuradas pulcramente por
221
la crítica más severa, damos el salto hacia los se
nos de las personas a que atañen las fuentes, co
ejecutando los actos —escribir el libro, pintar el
cuadro, idear el templo o dar la orden de una ba
talla-— engendradores de aquellas fuentes presen
tes y objetivas; sólo entonces habremos “compren
dido” en verdad La Celestina, Accio o Felipe II. En
uno y otro caso, sin embargo, y en medida todo lo
distinta que se quiera entx'e uno y otro, asienta la
misma esencial osadía o azarosidad respecto a la
certeza de nuestra comprensión.
Hasta ahí, el amor de instancia. No se trata to
davía del amor en el sentido habitual de la pala
bra —la amistad, el amor filial, el sexual, etc.—,
sino meramente de algo que hace posible luego la
edificación de todos los amores posibles o de to
dos los odios (*). Que se trata de un acto radi
calmente amoroso no puede ser puesto en duda,
en cuanto constituye un incoercible movimiento de
penetración (**) hacia y tras el ser de la perso
na, “un arrebato que nos saca fuera de nosotros
mismos y nos transporta allende el ser” (Zubiri) 71
222
o un derramarnos nosotros, de efundirnos hacia la
persona amada. A este amor, fundamento de todos
los otros modos de amar a la persona, es al que
llamo amor de instancia o instante, por recoger lo
que en él hay de penetración activa en el ser de
la persona. Aparece así clara la profunda relación
entre amor y comprensión personal —de la tota
lidad de la persona— que Jaspers72 y Spranger 73
han puesto en evidencia, o la esencial ligazón agus-
tiniana entre el amatur y el noscitur.
Pero en el amor instante habita una constituti
va incertidumbre respecto a la persona amada. La
comprensión es esencialmente falible; a pesar de
que en la comprensión personal coejecute yo los
actos espirituales de la persona “comprendida”, yo
no puedo nunca estar seguro de que a esa persona
“la tengo en la mano” patente y cierta. Siempre, en
el coexistir, “hay dos” que coexisten, y así se deben
entender las profundas y anhelantes palabras del
maestro Eckhart: “Donde hay dos, hay dolor”. La
persona es siempre radicalmente autónoma e in-
fungihle; de un hombre podré “tener en la mano”
el trabajo de sus músculos o el acervo de sus sa
beres; en modo alguno la intimidad inalienable de
su espontáneo centro personal.
¿Cómo acontece, pues, que de hecho estemos se
guros de la expresada alegría o de la declarada es
peranza del prójimo? Porque, indudablemente, es
223
tamos seguros de ellas, o al menos podemos estar
lo o lo hemos estado. Sin tal seguridad, la vida se
ría sencillamente imposible; viviríamos en la más
desesperada soledad de una compañía inaprensible
—“la soledad de dos en compañía”, y aquí Cam-
poamor fue por una vez poeta—, seguros de que
el prójimo existe e incapaces de alcanzar en su ver
dad una sola de sus vivencias. Pues bien: este trán
sito del azaroso amor instante a la cierta y expresa
compañía tiene lugar por virtud de un modo de
existir constitutivo de la existencia humana: el mo
do de existir de la creencia. Creer es tan propio del
hombre como preguntar. Un hombre incapaz de
preguntar, aproblemático, dejaría de ser hombre
para convertirse en piedra, en animal o en ángel :
un hombre incapaz de creer dejaría también de ser
hombre, perdería su humana consistencia: no po
dría ni siquiera decir mi duda (*). La creencia,
unida al *'amor instante ”, da todos los tipos posi
bles de lo que habitualmente se conoce con el nom
bre de amor personal. Para este multiforme amor
personal —“amor” en sentido corriente, amistad,
etcétera—, en el que se nos revela con seguridad
:224
la perdona cuyos actos coejecutamos, propongo el
nombre de amor de revelación o creyente.
Con ello, sin embargo, queda dicho mucho y no
hay dicho nada. Creencia ¿de qué? La pregunta es
grave y requiere urgente elucidación. Pero antes de
emprenderla quiero descubrir un delicado error en
que muchos poetas y filósofos incurren cuando ha
blan del amor personal. El cual consiste en admi
tir que el amor creyente —en el sentido que aca
bo de indicar— borra las fronteras de la indivi
duación entre el amante y la persona amada, les
identifica; así viene haciéndose desde el neoplato
nismo. He aquí un manojo de expresiones que con
firman lo expuesto. Sabunde: “ El amor junta a los
hombres en uno, y como de la mayor unidad resul
ta la mayor fortaleza, así los hombres unidos por
este modo tienen grande e invencible fortaleza, y
cuando aman a Dios se unen entre sí y hacen como
uno solo’* TC Menos grave —y, por lo tanto, más
cierta— es la afirmación de Ausias March :
226
lia destacado cou singular energía esta profunda
verdad, tan radicalmente cristiana: "‘’Al amor per
tenece justamente aquella penetración comprensiva
en otra individualidad formalmente distinta del yo
que penetra, y en cuanto es otra y distinta, así como
una afirmación cálida y emocional de su realidad
y de su modo de ser...” “Es precisamente en el
amor más profundo y perfecto cuando exclusiva
mente se nos revelan Jos límites de la persona ab
solutamente íntima” so. La ilusión consiste en con
fundir el amor personal con alguna de las formas
«le la simpatía o contacto emocional, sobre todo con
la fusión emocional ( Einsfiihlvn ) . Entre el amor
escuetamente personal o acósmico y la fusión emo
cional, polos extremos de la coexistencia emocio
nal, un análisis fenomenològico permite aislar las
siguientes formas de la simpatía: la copia emocio
nal (Nachfühlung), el cosentimicnlo (Mitgefühl)
- -compasión, piedad, etc— y la humanidad, como
"amor al hombre en general”. Todas estas formas
de la simpatía “pueden” acompañar a! amor perso
nal, confundirse con él y confundir al amante res
pecto a la verdadera naturaleza del acto amoroso en
tre personas.
Pero siendo esto cierto, no lo es menos que el
amor creyente “nos pone en la mano” de modo
cierto, si no la libertad inalienable de la persona
amada, al meno6 sus contenidos coejecutados, los ac
227
tos cumplido» en nuestra coexistencia con ella. Los
innumerables ejemplos de adivinación respecto a
la conducta y a los actos del otro entre dos perso
nas que se aman, su mutuo y exhaustivo “conoci
miento”, son pruebas patentes de ese “tener en la
mano” la vida personal que se da en el amor cre
yente. El hombre, por su obra, se convierte en
abierta revelación: “me abrió su corazón”, decimos
en castellano de casos análogos, y aun nos referi
mos con ello a la excepción, porque en el verda
dero amor el corazón está permanentemente abier
to. Ahora podemos dar exacto sentido al per molta
part de vos qui trob en mi del amoroso Ausias
March. De alu que la creencia también pueda ser
confundida con la identificación, y de hecho lo
haya sido, aun siendo fundamentalmente cierto lo
que respecto al amor personal nos ha dicho Schei er.
Volvamos, empero, al modo de existir de la
creencia amorosa. Si las cosas del espíritu pudie
ran reducirse a fórmula matemática —que no lo
son, pese a Herbart y a Fechner—, osaríamos esta
blecer la del amor creyente así: amor creyente
= amor instante -f- creencia. ¿ En qué consiste esta
creencia que a la vez se nos impone y nos libera?
Se impone a nosotros: sin saber cómo ni por
qué (*), un día nos encontramos, por virtud suya,
228
que el alma de esta o de la otra persona nos entre
ga su secreto y quedarnos liberados de aquella vana
excursión venatoria que era nuestra convivencia en
el amor instante. Sigue ahora nuestra activa y no
ociosa inmersión en el alma del otro; pero de ella
volvemos con las manos llenas de su verdad y su
valor. Lo que era inseguro tanteo se ha trocado en
certísima cosecha. Frente al amor creyente, fraca
sa la más rigorosa y afilada actitud crítica; un cri-
ticista enamorado con amor creyente sabría con
certeza intuitiva que la persona amada “es así” y
no se le podría apear de ello; porque la creencia
no afirma una realidad anterior vacilante, sino des
cubre una realidad nueva y nos hace “verla” (*).
Y respecto a su origen, sólo podemos decir que se
da segurísimamente en cuanto hay convivencia (**)
2 2 9
y que precede al amor, en el sentido habitual de esta
palabra: no se cree porque se ama, como a veces
suele admitirse, sino se ama porque se cree. Pre
guntémonos, pues: ¿en que consiste esta creencia
del amor creyente?
A mi juicio, la esencia misma de esta creencia
amorosa podría expresarse así: consiste en una
suerte de secreta evidencia, por cuya virtud se nos
revela intuitivamente la realidad de un destino co
munal (ein Geschick, en el sentido de Heidegger)
que codetermina nuestro singular y auténtico des
tino. Ei amor creyente supone el descubrimiento de
un destino, de un co-destino, y su aceptación. La
existencia de un hombre aislado consistiría en un
mero irse haciendo, sin determinación de ese ha
cer. Robinsón no podría ser de otro modo ; pero Ro
binson no existe sino como ficción pura. La exis
tencia del hombre real, acompañado y amoroso,
consiste en un poder y querer ir haciéndose según
el hilo de un aceptado destino comunal: amistad,
familia, amor de hombre y mujer, patria, comuni
dad religiosa. Al amor instante se une siempre, ve
nida de no se sabe dónde, la creencia intuitiva en
otra parte, no quiere decir que “todos los hom bres son natural
m ente buenos”, al modo russoniano. Se puede saber que un hom bre
es malo y am arle, como Cristo ama a los “pecadores”.
230
una u otra forma de destino comunal con la per
sona instada; y si es cierto que con las personas co
existentes podemos convivir ajenos a toda común
destinación —en pura cotidianidad, siendo todos
“uno cualquiera”—, también lo es que ello suce
de sustituyendo la verdadera instancia por la “con
vención” o por el “contrato”, abobándola (*). Amor
instante supone por sí autenticidad en el existir;
pero el amor instante no puede existir realiter sino
como amor creyente, amor destinado o misivo (**).
De ahí que el destino singular de cada hombre,
siendo innegable, en cuanto el hombre es persona,
presente en su flanco constitutivamente ciertas
“muescas” que le enlazan con otras personas en un
total destino comunal. Gtra vez aquello del Géne
sis: “No es bueno que el hombre esté solo”. El des
tino personal es como una pirámide. Termina en el
incompartible punto de su mismidad; pero tiene a
su costado planos a los que pueden acostarse otros
homólogos; más aún, y esto ya no puede darlo la
imagen geométrica, “tienen que irse” acostando
para que la pirámide misma exista realmente.
Siempre, pues, que el hombre coexiste auténti
camente con su prójimo hay para él eo ipso una
231
creencia rectora y reveladora. Lisa y llanamente r
una revelación. Acabo de ver a un amigo. Hemos
hablado de cosas triviales, cotidianas; en aquel mo
mento de charla sobre la vida que pasa hemos vi
vido al margen de toda destinación, fuimos uno de
tantos que hacen lo mismo en uno de tantos cafés.
Ni yo era entonces “yo” ni él era “él”. Pero en la
conversación ha incidido el tema del personal que
hacer: yo he hablado de un próximo libro; él, de
un posible drama. Pues bien: en aquel momento
ha habido en nosotros, con la mínima solemnidad,
la genuina revelación de un destino comunal. Yo
he comenzado a ser “yo” y él “él”. Mi libro y su
drama eran proyectos nuestros, inalienablemente
nuestros, necesarios para que yo y él lleguemos a
ser propiamente nosotros mismos. Y, sin embargo...
Por debajo de mi libro y su drama, codeterminan
do nuestro intransferible y auténtico acto personal
de proyectarlos, hemos entrevisto cierto, preciso,
revelado, nuestro codestino de amigos, la razón de
nuestro amor de amigos, la específica creencia que
define en “amistad” creyente nuestro amor instan
te de personas en contacto: la revelada creencia de
nuestro destino como hombres coexistentes en una
generación del mundo y de España. En el plano de
lo propiamente personal, al mismo tiempo que in
feríamos y proyectábamos nuestro auténtico y sin
gular destino en tanto “yo” y “él”, hemos descu-
232
bierto, revelada, nuestra vinculación personal, el
lazo amoroso y creencial que constituye nuestro
personal “nosotros”. Más aún: sólo en tanto nos
hemos visto incluidos con nuestra singularidad en
el destino comunal, hemos podido reconocer líneas
normativas —“objetivas”, si cabe hablar así en el
orden de lo genuinamente personal— para nues
tro proyectado quehacer. De otro modo, este último
habría sido puramente azaroso, puramente equívo
co. dentro de su proyectada autenticidad (*). Po
dría analizarse de modo análogo el amor entre hom
bre y mujer, o amor de enamoramiento, revelador
del codestino que suele expresarse trivialmente en
la frase “ser el uno para el otro” (**) ; o el amor de
hombre a hombre, como tales meros hombres, en
el que se infiere la “religación” religiosa entre los
destinos de los dos, a pesar de la singular destina
ción religiosa de cada uno: descúbrese como “re
velación”, en definitiva, el destino de la Humani
dad, siempre interpretado por el hombre de modo
religioso o seudorreligioso: trascendente, al modo
(*) El destino comunal, podría decirse forzando un poco el
sentido escolástico de las palabras, convierte al destino singular de
equívoco en analógico. N aturalm ente, la constitutiva libertad de la
persona im pide que el destino del hom bre sea unívoco, al menos
en el plano de lo tem poral.
(**) Una copla popular española expresa con maravillosa p ro
fundidad la cotidianizaeión de la relaci n de hom bre y m ujer pa
sado el “auténtico” am or : “Tu calle ya no es tu calle — que es una
calle cualquiera — camino de cualquier parte” .
233
del Cristianismo y, en general, las religiones posi
tivas, con destino escatologico ; o mítico —quiliásti-
co, seudohistórico— al modo del progresismo en
cualquiera de sus formas, el marxismo, etc.
ha revelación, como acaba de verse en este apre
tado índice de posibilidades, puede asentar en di
versos planos; aunque todos ellos sean seguramente
reductibles a dos cardinales : el plano histórico -—co
existencia generacional, nacional, etc.— y el sobre
o metahistórico —coexistencia religiosa de la pura
bombreidad—. Pero un análisis profundo de la
existencia humana nos impide detenernos en la
misividad puramente histórica del destino y consi
derarla como radical y única posibilidad de exis
tir el hombre. La indagación fenomenològica de
Zubiri, antes mencionada, acerca de la constituti
va religación de la humana existencia —Dios como
el “algo” que la religa y fundamenta, como “lo que
hace que haya esto que hay”—, nos muestra que
un afán de radicalidad en la indagación de lo que
es constitutivo a la existencia no puede detenerse
en su constitutiva temporalidad, sino en el polo ín
timo suyo de donde le viene el fundamento de ir
siendo en el tiempo y su misividad, su condición
de ser enviada o lanzada a ese ir siendo. En defi
nitiva, de lo sobretemporal, de Dios. Toda revela
ción de un destino comunal que se quede detenida
en la pura temporalidad, en la Historia, es un mo-
234
do deficiente de revelación. Una indagación radical
de toda revelación creencial en orden a la codes-
tin adóni del hombre —y la destinación del hombre
siempre es codestinación, como hemos visto— con
duce siempre al plano de la Divinidad, de lo eter
no, El repudio de esta existencial creencia, la des
ligación de la existencia, la superbia vitae —en la
que el hombre cierra los ojos a la fundamentación
de su existencia auténtica, “encubriendo” a Dios—,
es justamente aquello en que consiste existencial-
mente el ateísmo (Zubiri).
La revelación en el amor creyente nos ha con
ducido a Dios. No a ninguna religión positiva, pero
sí a una teodicea de la existencia humana, al des
cubrimiento “de lo eterno en el hombre”, por em
plear el título scheleriano. Ahora ya nos es posi
ble entender aquella esporádica frase de Dilthey,
tan sorprendente (v. el cap. I), según la cual una
biografía sólo puede hacerse mirando al biografia
do sub specie aeterni. Y también las expresiones
sobre el amor que se leen endos textos sagrados del
Cristianismo. Leamos la Epístola de San Juan: “Si
nos amamos los unos a los otros, Dios reside en
nosotros y su caridad es cumplida en nosotros”
(San Juan, I Ep., IV, 12); o en San Pablo: “Sois,
pues, el cuerpo de Cristo y miembros de otros miem
bros” (San Pablo, I Cor., XII, 27); “Tengan los
miembros la misma solicitud unos de otros, por
235
manera que si un miembro padece, todos los miem
bros compadecen” (I Cor., XII, 25, 26) ; “La cari
dad nunca deja de ser..., mas el conocimiento (-(vó>c;'cv
pasará” (I Cor., XIII, 8). El hombre radicalizado,
aquel que en la comprensión de su existencia llega
a su mismo fundamento, descubre en su amor cre
yente: 1, que coexiste en Dios con los otros hom
bres, al modo de los miembros de un mismo cuer
po: la coexistencia es correligación en Dios, y et
destino singular de cada hombre, un destino comu
nal divinamente fundado; 2, que el amor creyente
entre un hombre y otro debe ser entendido, en úl
tima instancia de su autenticidad —en el modo ul-
traauténtico de existir que es el religioso—, como
amor de Dios y en Dios (“Dios reside en nosotros” ),
y 3, que la caridad, el amor creyente a las personas
en Dios, “no deja de ser”, en cuanto es un acto
cumplido en el polo de contacto de la temporali
dad del existir con el fundamento que “hace que
sea” (*). He aquí, pues, que un entendimiento
236
existencial y cristiano de la convivencia personal
nos revela que las personas existen a la vez: 1, li
bremente entre sí; 2, la una para la otra en Dios, y
3, una y otra para Dios.
El amor creyente, en fin, se nos revela con sig
no contrario al del amor distante u objetivo. En
aquél había una aspiración del amante hacia la
cosa amada, y su modo más evidente era la ad-mira-
ción amorosa y contemplativa del objeto. En éste,
amamos “desde” Dios, residiendo Dios en nos
otros; por lo tanto, desde el sumo valor. El amor
creyente entre persortas es un derramamiento, una
efusión del amante hacia el amado. Es cierto, como
Scheler sostiene, que vamos descubriendo valores
cada vez más altos en la persona amada, coejecu
tando con ella amorosamente los actos de nuestro
coexistir; pero, en rigor, no “ascendemos” en el
seno de la persona amada —ni ella en nosotros, en
cuanto es amante— ; más bien “descubrimos” sus va
lores desde nuestro existencial “endiosamiento”, des
de nuestro “entusiasmo”. Esta es justamente la di
ferencia radical entre la idea helénica del amor
—el eros— y la cristiana —el agape johánnico y
paulino—. El eros es, en definitiva, amor distante,
amor a objetos naturales —un caballo— o ideales
—la belleza— ; una aspiración arrebatada, una ma
nía hacia lo excelso. El agape o caridad es amor
2 3 7
creyente entre personas (*(*) que viven radical
mente su coexistencia en Dios, su comunal destino
de miembros de un mismo cuerpo; una efusión ha
cia lo amado desde mi alcanzado “endiosamiento’'.
La procura revelada en la creencia se ha hecho ca
ridad, y a través de ésta se han abierto para el hom
bre las puertas del prójimo y las de la temporali
dad, las de la Historia
jtj * jtj
238
cion del hombre como un ser constitutivamente en
tre y con las cosas, y la de las cosas como centros
de resistencia objetivos, como objetos subsistentes,
nos devolvió teóricamente —prácticamente no la ha
perdido nadie— la seguridad del mundo físico. En
el fondo descubrimos el amor objetivo o distante
como esencial actividad del hombre. 3. Nos pregun
tamos entonces: Si considerar teóricamente el “ma
nejo” de las cosas nos ha salvado de la relativiza-
ción del mundo físico, ¿no nos salvará de la relati-
vización del mundo histórico —del histerismo to
tal— la consideración teórica de lo que sea “tra
tar” —manejar— a una persona? 4. Nuestra pri
mera cuestión era, pues, la tocante a la realidad y
al conocimiento de las personas exteriores. El aná
lisis nos demostró que a la existencia humana tam
bién pertenece constitutivamente un estar entre y
con los hombres; existir es coexistir. Sobre esta
base ontològica estudiamos cómo aparece de hecho
nuestra seguridad respecto al prójimo y los proble
mas que plantea su conocimiento. 5. Quedó paten
te que el conocimiento de las personas al “tratar
las” consta de dos momentos fenomenològicamen
te distintos: nuestra certeza de su realidad y la cer
teza mutua de nuestra mutua y coejecutada convi
vencia. 6. Esta segunda certeza sólo le es dada al
hombre por virtud de lo que llamamos “amor cre
yente”, en el cual hay para una y otra existencia la
239>
revelación de un común destino que les religa res
petando sus destinos singulares. 7. La coexistencia,
radicalmente considerada, nos revela que el des
tino comunal asienta por modo necesario en el des
tino religioso de cada hombre, en su doble condi
ción de destino singular y de destino compartido
en la comunidad personal de los hombres.
¿Qué pensar, en orden a nuestro problema, des
pués de este largo y arduo camino? ¿Cómo el “tra
tamiento” de las personas nos redime de la fugaci
dad, azarosidad y relatividad del existir histórico?
Recordemos que el coexistir de modo auténtico, al
tiempo que nos revela un destino comunal —y jus
tamente por obra de esta reveladora creencia—,
señala ciertas líneas a nuestra autenticidad perso
nal, ciertas “normas” a lo que de otro modo sería
un “ir siendo” puramente azaroso. El hombre pue
de seguirlas de varios modos auténticos ( “analogía
de la autenticidad en la coexistencia” : dentro de
mi destino comunal de español puedo cumplirlo
auténticamente de modo diverso, como médico o
como “hombre de acción”, por ejemplo), o puedo
no atender aquellas líneas normativas, desconocer
las, y entonces caigo en el modo impropio de exis
tir que llamamos cotidianidad, paso a ser “uno de
tantos”. Pensemos que cada destino comunal acep
tado impone “objetivamente” ciertas normas esti
mativas, morales, etc. En consecuencia, la revela
ción en el amor creyente nos señala normas válidas
a nuestro quehacer y a nuestra estimación. La ob
jetividad de la existencia histórica se llama revela
ción. El combate contra el historismo no puede ha
cerse mediante conceptos tomados del conocimien
to físico; era, pues, una empresa esencialmente
vana preguntarse por la “objetividad” de las nor
mas de nuestra conducta histórica; en cuanto las
personas no son “objetos”, no pueden estar some
tidas a “objetividad”, como lo está el astro para
ocupar en el tiempo, “objetivamente”, sus diver
sas posiciones en la órbita. Lo cual tampoco quie
re decir que la norma histórica no sea firme, den
tro de lo que el “deber ser” supone para la liber
tad de la persona; sólo que la firmeza no es ahora
objetiva, sino revelada. Por otro lado, el hecho de
que la norma del destino personal proceda de una
creencia no quiere decir que sea caprichosa y “sub
jetivamente modificable”, en el sentido romántico
del “vivir mi vida”, etc. La creencia reveladora nos
hace ver la norma de nuestro destino en el ámbito
de la coexistencia; lo que liemos de ser nosotros en
nuestro ir siendo se nos revela, si vale hablar así,
“fuera de” nosotros y de nuestro capricho, esto es.
como antes decíamos, “con firmeza”. El destino co
munal es un “desvivirse” para más auténticamente
“vivir”. En contraste con el empeño de Meinecke,
no es la conciencia moral lo que “eleva un preciso
16 241
seto contra toda subjetividad” y “defiende infali
blemente contra el descarrío de una visión relati -
vizadora del mundo” (*) ; no es la libre ausculta
ción de Dios en el verbum internum —mentalidad
de protestante frente a la Biblia—, sino la norma
“fuera de nosotros”, a la que se conjuga la liber
tad interior: mentalidad católica, norma escrita,
convivencia contra individualismo, personalidad
realizada en “cuerpo” místico, in Ecclesia.
Tiene razón Ortega 81 insistiendo en que el hom
bre necesita históricamente diversas “revelacio
nes”. Le lia faltado ver, no obstante, dos profundas
determinaciones de la revelación histórica para que
en verdad sea auténtica y no capricho del hombre
que “hace su historia”. La primera consiste en el
recién descrito parentesco entre revelación y desti
no comunal. La segunda está en el fondo a que se.
llega radicalizando nuestro entendimiento de esa
reveladora creencia. Siendo cierto lo anteriormen
te expuesto en orden a la norma histórica y a su
firmeza, no lo es menos que esta firmeza asienta
hasta ahora en la pura temporalidad. El problema
sigue vigente; todavía no hemos llegado a la sép
tima vuelta en nuestra circunvalación de esta Je-
ricó de la Historia. Pensemos, no obstante, que la
coexistencia y el destino comunal en ella inferido
242
descansan sobre ese raro “ser” que hace que seamos,
al cual llamamos comúnmente Dios. En consecuen
cia, la norma histórica de nuestro auténtico co
destino —de nuestra radical compañía— descansa
siempre, querámoslo o no, conozcámoslo o no, so
bre el fundamento de una última norma religiosa.
El “deber ser” histórico, en virtud del cual nos
convertimos en hombres auténticos por obra de un
destino singular y comunal, es siempre un “deber
ser” religioso. Repitamos, mutatis mutandis, lo an
tes dicho: dentro de mi destino comunal de hom
bre puedo cumplir auténticamente de modo diver
so —puedo casarme o no, etc.— las normas de mi
inscripción en el a la vez singular y comunal fun
damento religioso de mi existencia, o puedo libre
mente no atenderlas, desconocerlas, y entonces me
convierto en un cotidiano “uno de tantos”. Sólo
la norma religiosa salva de la cotidianidad. Pero
la norma religiosa exige ya el paso desde la religio
sidad natural o “existencial” —esta que hemos in
ferido en el análisis del coexistir y a cuya ribera
nos encontramos— a la religiosidad positiva. El
problema de la nueva “revelación”, ahora desde la
eternidad, en cuya virtud aparece la religión po
sitiva, trasciende ya mi análisis de la coexistencia.
Baste anotar que sigue apoyándose sobre la creen
cia—una nueva creencia, la fe teologal—, a la curl
aparece evidente, cuando existe, la nueva realidad,
24?
la palabra expresa de Dios en la Escritura —textos
sagrados-— o en el tiempo: “Verbo” encarnado. La
religiosidad se hace así vida nueva de la existen
cia, asentada sobre la norma creída, sobre la “nue
va ley”. Frente a la interpretación de Meinecke
ante la última norma —protestante, subjetivista—
está la nuestra, por igual intimista y normativa, a
la vista de San Juan y San Fabio: la existencia co
mo simultaneidad de un “Dios en mí” y de un “ in
vicem membra” (*).
¿Qué sentido tiene para nosotros, entonces, el
profundo verso de Goethe sobre que se apoya Mei
necke: “el instante es eternidad” ? “Instante” admi
te tres acepciones: brevísimo lapso temporal, lo que
“está en” o lo que insta o urge. Equiparar la pri
mera acepción a la eternidad es un puro dislate.
Pero las otras dos son precisamente las que enlaza
nuestro concepto del “amor instante” : por él “es
tamos en” —en la persona coexistente— y a la vez
instamos o urgimos un real convivir la fugitiva vi
vencia. Pues bien: este doble sentido es el que al-
244
berga en su seno la palabra alemana Augenblick,
mirada, ojeada e “instante”. La mirada penetra en
la otra persona, está en ella y a un tiempo la insta
o urge a que entregue su secreto. He aquí el senti
do propio de la expresión goethiana. El instante
como contacto personal, como mirada entre perso
nas. Si a esa instancia del instante se une la creen
cia, el amor creyente nos pone en contacto con el
destino, y éste, ya lo hemos visto, con la eternidad.
Digamos, pues, con Goethe: “el instante es eterni
dad”. Mas no olvidemos que esto sólo es cierto mi
rando al prójimo con radical hondura, haciendo
pie en el fondo de nuestro común destino, esto es,
religiosamente. Desde ese último polo de la exis
tencia, la mirada del hombre abarca totalmente y
posee acto a acto-—¡ay, si luego no llegase el des
carrío o la cotidianidad!— su destino entero. “Se
tiene en la mano a sí mismo”. Su vida es, en la es
peranza de poder ser interminable, tota simul et
perfecta possessio; eternidad, según Boecio.
245
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M E N T A R IA S
246
16. Cit. por K öhler, Psychologische Probleme, Berlin, 1933.
17. "Der A ufbau d er geschichtlichen W elt in den Geisteswissen
schaften”, Ges. Sehr., V II, 86.
18. Ibid., Ges. Sehr., V II, 141.
19. Ibid., Ges. Sehr., V II, 143.
20. Ibid., Ges. Sehr., V II, 87.
-21. “Die Entstehung der H erm eneutik”, Ges. Sehr., V, 318.
22. Fr. Seiffert: “Psychologie, M etaphysik der Seele”, en el Hand
buch der Philosophie, de Bäum ler y Schröter, M unich y
Berlin, 1928, pág. 93.
23. “Die K ategorien des Lebens”, Ges. Sehr., V II, pág. 234.
.24. E. Spranger: Lebensformen, 6.a ed., H alle, 1927, pág. 27. La
traducción española de este famoso libro (Madrid, 1935,
pág. 45) traduce Sinngehalt p o r sustancia de sentido, con
notoria inadecuación respecto a la postura y a la intención
de Spranger. Me ha parecido oportuno em plear el término
haber— como sustantivo—, a la vez idóneo y neutral frente
a la idea de sustancialidad.
-25. Ibid., pág. 419.
26. “Die Entstehung...”, Ges. Sehr., V, 319.
27. “D er Aufbau...”, Ges. Sehr., V II, 141.
28. “Entwürfe zur K ritik der historischen V ernunft”, Ges. Sehr.,
V II, 191.
29. V. “Die Selbstbiographie”, en Dilthey, Ges. Sehr., V II, 199, y la
Geschichte der Selbstbiographie, de G. Misch.
30. “Plan der Fortsetzung zum Aufbau...” , Ges. Sehr., V II, 216.
31. Ibid., pág. 211.
32. "’Plan der Fortsetzung...”, Ges. Sehr., V II, 214.
33. Ibid., pág. 217.
34. Troeltsch: “Die Logik des historischen Entwicklungsbegriffes”,
en Kantstudien, XXVII, 3-4, pág. 286.
35. A. K ronfeld: Das Wesen der psychiatrischen Erkenntnis, Ber
lin, 1920, págs. 113 y sigs. La posición teórica de K ronfeld
se halla entre una vision neokantiana de la Ciencia y la fe
nomenología como instrum ento descriptivo. Desde luego,
no llega al fondo del problem a que ahora me ocupa.
36. Th. L ipps: “Das Bewusstsein von frem den Ichen”, Psychol.
Unters., I, 1907, y Leitfaden der Psychol., 3.a ed., 1909,
págs. 48 y sigs.
247
37. j. V olkelt : Das ästhetische Bewusstsein, Munich, 1920.
38. II. M ünsterberg: Grundziige der Psychologie, I, 2.“ cd., Leip
zig, 1918.
39. Ges. Sehr., V, pág. 112.
40. M. Seheier: Wesen und Formen der Sympathie, 3.a ed., Bonn,
1926, págs. 277 y sigs.
41. \V. K. C lifford: Seeing and Thinking, Lectures and Essays,
2 voi., 1879 (cit. por Scheler, loc. cit., pág. 4).
42. A. R iehl: Der philosophische. Kritizismus und seine Bedeutung
für die positive Wissenschaft, t. II, 2.a parte, págs. 156-172.
43. Ges. Sehr., V, págs. 112-113.
44. Loc. cit., págs. 21 y 233.
45. O. K ülpe: Die Realisierung. Ein Beitrug zur Grundlegung der
Realwissenschaften, II, pág. 40, Leipzig, 1920.
46. M. Seheier: Loe. cit., pág. 279. Añade Seheier: “el día eu que
se descubra «pie sólo se trata de una ilusión, el solipsismo
sería la única consecuencia lógica"’.
47. J. V olkelt: Loc. cit., Abschnitt IV.
48. H. D riesch: Philosophie des Organischen, 2.“ ed., págs. 531-34.
49. M. Scheler: Loc. cil., III parte, págs. 244-307. Tam bién Der
Formalismus in der Ethik y Ordo amoris. El análisis del
fingido Robinson se encuentra en Der Formalismus, pá
ginas 542-43.
50. Th. L itt: Individuum und Gemeinschaft, 3.“ cd., Leipzig,
1926, pág. 141.
51. M. Scheler: “Erkenntnis und A rbeit”, cn Die Wissensformen
und die Gesellschaft, pág. 477.
52. W. u. F. der Symp., pág. 301 ; “Erk. u. Arb.”, loe. cit., pág. 477.
53. Ejemplo tomado de I". Graebner, El mundo del hombre pri
mitivo, M adrid, 1925, pág. 30.
54. K offka: Die Grundlagen der psych. Enlwick., pág. 96. Hay
edición española.
55. A. A. G rünbaum : “ Die S truktur der Kinderpsyche” , Ztschr.
päd. Ps., 28, 1927 (cit. por Buytendijk, “Sobre la diferencia
esencial entre el animal y el hom bre”, Rev. de Occid., CLIV,
págs. 36-37).
56. H. W erner: Entwicklungspsychologie, 2." cd., Leipzig, 1933,
págs. 387 y sigs. (Ilay una fem entida traducción española.)
57. V. sobre este concepto a E. H usserl, loc. cit., pág. 34.
248
58. J. B uytendijk y H. Plessner: “Die Deutung des mimischen
A usdrueks”, Philos. Anz., I, Bonn, 1925, pág. 72. También
J. Buytendijk, loe. cit., pág. 41.
59. Der Formalismus, págs. 54546.
60. X. Z ubiri: “En torno al problem a de Dios”, Rev. de Occid.,
núm. CXLIX, 1935, págs. 129 y sigs.
61. M. H eidegger: S. und Z., pág. 114. La breve exposición que
subsigue a este texto procede de las páginas 113-130
(1.a parte, cap. IV, “Das In-der-Welt-Sein als Mit- und
Selbstsein. Das Man” ) ; a reserva, claro es, de las reflexio
nes personales intercaladas.
62. Erkenntnis und Arbeit, págs. 459 y sigs.
63. D ilthey: Loe. cit., Ges. Sehr., V, 110.
64. Der Formalismus, págs. 540 y sigs.
65. S. und Z., págs. 384-85.
66. Scinder: W. u. F. der Syrnp., pág. 269.
67. S. u. Z., pág. 125.
68. S. u. Z., loc. cit.
69. IF. u. F. der Symp., págs. 192-93.
70 Ibid., pág. 182.
71. X. Z ubiri: Socrates y la Sabiduría griega, Ediciones Escorial»
1940, pág. 68.
72. K. Jaspers: Psychologie der Weltanschauungen, 3.a ed., Berlín,
1925, págs. 125 y sigs.
73. E. Spranger: Lebensformen, 6.a cd., H alle, 1927, págs. 413 y 418.
74. R. Sabunde: Theologia naturalis (cit. por Menéndez y Pelayo,
Historia de las ideas estéticas en España, ed. de E. Sán
chez Reyes, Santander, 1940, I, págs. 420-21).
75. Ausias M arch: Cants (Famor, 13.
76. León H ebreo: Diálogos de amor (cit. por Menéndez y Pelayo,
loc. cit., II, pág. 15).
77. E. V. H artm ann: Phänomenologie des sittlichen Bewusstseins,
págs. 773-94 (cit. p o r Scheler, W. u. F. d. S., págs. 79-80).
78. \V. D ilthey: “Die Jugendgeschichte Hegels”, Ges. Sehr., IX,
pág. 98.
79. E. Spranger: Lebensformen, pág. 195.
80. W. u. F. d. S., págs. 79-84.
81. J. Ortega y Gasset: Historia como sistema y Del Imperio Ro
mano, M adrid, 1941.
249
C A PITI 7 . 0 IV
252
mente forzado a vivir, hablar y obrar como los de
más hombres en los negocios comunes de la vi
da” 1. Así habla el hombre Hume, que empieza a
notar la fractura entre su burguesa y sociable hom-
breidad y el filósofo Hume. Pues bien: un siglo
más tarde, el rompimiento va a estar absolutamen
te consumado en la vida social europea. K1 profe
sor teoriza sobre sus saberes durante sus horas de
Universidad, de Seminario o de Instituto científi
co; y por otro lado, como hombre corriente y mo
liente, “come, juega al chaquete y habla con sus
amigos” el resto del día ; pero, esto es lo importan
te, sin molestia, sin advertir la monstruosa ruptu
ra entre dos modos de ser de su existencia. La le
janía de Sócrates, que filosofaba con los menestra
les al paso de su tráfico vital ateniense, es incalcu
lable.
Pensemos por un momento lo que le ha ocurri
do al historiador. Hasta el siglo xix, el historiador,
o ha vivido por sí la historia que escribe, o ha esta
do entregado activa y personalmente al quehacer
histórico. Pensemos en Maquiavelo, Saavedra Fa
jardo, Mariana, Voltaire o, como figura final, en
el mismo Ranke. ¿Qué ocurre luego? El historia
dor se profesoraliza. vive de y para su historio
grafía y deja toda intervención en la vida históri
ca que le rodea, salvo para depositar su voto en las
urnas o para conversar con sus amigos. De hecho,
se ha roto toda relación entre la historia que escri
be y la historia que vive. La investigación callada
en el archivo o la explicación en la cátedra son
como una aislada torre de marfil —aquí viene bien
el consabido tópico— en el seno del cotidiano, ru
moroso y urgente tráfago político-social de los
hombres en torno. La consecuencia es inmediata y
evidente. El saber histórico no es para el historia
dor un repertorio de pretéritos modos de existir,
más o menos claramente actualizados en el presen
te —esto es, en uno mismo y los hombres de car
ne y alma que le rodean—, sino una serie de su
cesos sin corporeidad que se van sucediendo, un
film de imágenes montadas —como antes escribí—
no al aire, sino “al tiempo”. La Historia se hace
histerismo y, al final, el hombre mismo acaba por
ser convertido en puro “suceso”. Repito que no es
esta la única etiología del fenómeno historista; pero
ello no quita realidad e importancia a las conse
cuencias de la profesoralización respecto a él.
Según esta esquemática descripción del historia
dor profesoralizado, para este hombre consiste su
existencia en dos fracciones escuetamente separa
das. Una es la cotidianidad extrauniversitaria, el
inautèntico convivir con los hombres en torno, al
margen, desde luego, de la historia romana o me
dieval profesada. Otra es el puro saber histórico,
reducido a una serie de imágenes más o menos ri-
2 5 4
cas en detalle, que pretenden ser “objetivas” re
producciones de los “hechos” acontecidos quinien
tos o mil años antes; el cual saber queda enquista
do en la vida cotidiana como una espeeialización
o habilidad singularizada. El historiador era el es
pecialista en contarnos lo pasado en tanto pasado;
no se pensaba ni por un momento que lo más esen
cial de la tarea historiogràfica es contarnos el pa
sado como presente “en” nosotros.
258
sona”, sino “objeto”, y el médico no es “coejecu
tor”, sino “contemplador” a la caza de datos pu
ramente noéticos. Se escapa entonces al médico
—que ya no lo es por modo genuino, en cuanto
más “sabe” de los enfermos que los “trata”— la ra
dical realidad de la persona enferma ante sus ojos.
Convierte al enfermo en racional fascículo de sabe
res, unas veces utilizados como instrumento de ma
yor lucro —-con lo cual queda el médico reducido a
lo antes dicho— y otras al puro goce de “saber”. Ob
sérvese que en este caso queda rigurosamente
“solo”, con la soledad tan típica del hombre mo
derno. El médico exclusivamente teórico o intelec
tual es une chose qui pense, como el espíritu en
Descartes, que ha transformado la realidad tangible
y caliente del enfermo—instante en nosotros, ur
gente, pujante— en una serie más o menos conexa
de imágenes o species intellectuales.
No es un azax-, pues, que en estas condiciones
aparezca en el médico la conciencia de una relati-
vización de su actividad y, a la postre, de su saber.
No me refiero al médico que ejercita la Medicina
en su consulta o a domicilio —éste “no puede” caer
jamás en el relativismo de que hablo; sxx riesgo es
la cotidianización profesioxxal—, sixxo al patólogo,
al fisiopatólogo, al bacteriólogo, al bioquixxxista en
cultivo pux-o. Pexxsemos en la idea qxxe de la enfer
medad y el eixfei'nxo tenían Lotze o Heixle allá por
los años 1848-50. Para Lotze J, la enfermedad es
una alteración en el acontecer físico o natural del
organismo, y líenle por su parte, la considera
también como proceso o movimiento en condicio
nes alteradas. Con ello penetra abiertamente en
Medicina la constitutiva relatividad de la física em
pírico-racional postgalileana. Valga lo mismo para
las ideas de Virchow (enfermedad como agregado
local de células alteradas: empirismo puro) o de
Klebs (enfermedad como lucha “objetivamente’'
perceptible entre huésped y parásito). Evidente
mente, el enfermo se les lia escapado a las pinzas
científicas de estos hombres; no en vano Virchow,
en sus extremosos años jóvenes, vino significativa
mente a designar al hombre como “el llamado in
dividuo” \ ¿De dónde les llegan estas ideas desliu-
manizadoras a tales “médicos” ? No de la clínica,
ciertamente; no del trato vivo y personal con en
fermos, sino de un laboratorio desligado de aqué
lla. Empleemos nuestro lenguaje: no de una co
existencia auténtica con el enfermo, de una creyen
te y amorosa instancia en su vida personal, sino de
contemplar objetivamente lo que en una perso
na puede ser “objeto” : su cuerpo o su vida psí
quica considerada “desde fuera”, al modo de la psi
cología empírica o experimental. Tampoco es un
azar, en fin. que los clínicos medularmente conta
giados por el naturalismo caigan en una desespera-
tia relativización de su actividad mèdica, de su
“procura” ; no de otro modo debe interpretarse el
curioso “nihilismo terapéutico” de los “médicos”
hipernaturalistas de la Neue Wiener Schule (Sko
da o Dietl, sobre todo) (*).
El médico teórico tampoco vive realmente la
Historia. Su contacto con ella es habitualmente—y
esto de modo implícito— el esquema positivista.
Desde él, como ya vimos, puede llegar a una re-
lativización de su saber, el cual se convierte en un
esquema teórico sometido al vaivén de los “hechos”.
La causa última está, como siempre, en su caída ha
cia la profesoralización y en la consiguiente pérdi
da de contacto con los hombres según el modo del
destino. Virchow representa paradigmáticamente en
Medicina el tipo del “profesor no coexistente”.
3. El médico “curador”. He aquí al verdadero
médico. No abandona su necesario “saber” ; mas en
él lo decisivo es el “tratamiento”, y a éste se hallan
enderezados todos los saberes teóricos y técnicos.
No trata a cuerpos, sino a hombres, y de ahí que
261
no se le escape la inmediata y evidente realidad per
sonal que los hombres nos ofrecen, ni su consiguien
te compañía. De ahí también la imposibilidad de su
deslizamiento bacia el historismo o la relativiza-
ción naturalista de su experiencia médica; de allí,
en fin, su real coexistencia según el modo del des
tino (un destino, por lo demás, más o menos defi
cientemente comprendido). Pero todos estos proble
mas requieren explanación más cuidadosa. Las pá
ginas que siguen van destinadas a un estudio existen
cial de la acción médica, de la coexistencia entre el
médico y el enfermo. Sucesivamente se tratarán los
siguientes enunciados:
a) La instancia amorosa del médico en el en
fermo y las técnicas que de ella se desprenden.
b) La verificación de la radical instancia amo
rosa en saberes y en técnicas empírico-intuitivos.
c) La verificación de la radical instancia amo
rosa en saberes y técnicas teóricos o científicos.
d) Esquema existencial de la enfermedad y de
la curación terapéutica. Medicina e Historia r>.
2 6 2
1. La instancia amorosa del médico
en el enfermo.
270
de una visión del hombre como centro personal rea
lizado en el espacio por un cuerpo, un cáncer gás
trico o un tumor cerebral, deben ser considerados
como expresión visible —como gesto dramático y
mudamente llamativo— del primario “estar enfer
mo” del hombre.
Se apoya la creencia de modo inmediato en la
expresión, sea esta tumor, fiebre o lamento; pero
de modo mediato y terminante —a la postre, radi
calmente decisivo— en algo mucho más profundo:
la coexistencia auténtica con el enfermo según el
modo de la “prevención” (v. más arriba), la cual
produce la revelación de un destino comunal que
brado o alterado. Pero esto, extraño a primera vis
ta, necesita de una más rigurosa explanación.
Comencemos por advertir que el interrogatorio
y la exploración del paciente son un caso particu
lar, específicamente orientado, de aquella actividad
primaria de la coexistencia que llamábamos instan
cia o amor instante. Ante una persona exterior —el
enfermo—, que no siempre está sinceramente abier
ta a nosotros, nos empeñamos como médicos en
captar el sentido existencial de su expresión (*).
En esa instancia se injerta luego —en los casos de
“acierto” prediagnóstico— la creencia reveladora
que la convierte en amor creyente. Forma exprc-
272
una boda o de un viaje, sentirse amenazado por la
muerte (*), ete. El “yo estoy enfermo” adquie
re así su sentido para el paciente como una ame
naza contra su destino existencial, referido en últi
ma instancia a una actualización vivencial, más o
menos precisa en la conciencia, de la ontologica an-
gustia-para-la-muerte heideggeriana. (Tan es así,
que cuando una‘fe vivísima e intuitiva en la super
vivencia destruye en su raíz esta angustia —caso de
los santos—, la actitud del enfermo frente a la en
fermedad se hace radicalmente distinta.) En este
caso, el médico, por virtud de su reveladora y amo
rosa creencia —esto es, “desde” el destino compren
dido—, “coejecuta” o “coexiste” con el paciente el
contenido amenazador de su destino, ese destino en
el que el “estar-enfermo” se halla inscrito y del que
la vivencia de estarlo recibe su sentido. En cuanto
el destino del enfermo es ocasionalmente compren
dido y coejecutado por el médico, es ya un destino
comunal o codestino, y, en rigor, sólo en cuanto lo
es puede el médico “coejecutar”, por obra de su
amor creyente, el “estar-enfermo” del hombre des
valido que le busca. “Estar-enfermo” es una forma
de existir desvalidamente en el destino.
18 273
2. Otras veces la enfermedad no es vivida como
tal por el enfermo; tal es el caso del llamado “des-
pistaje precoz” de tuberculosos ignorados, de sifi
líticos, etc.: la '‘prevención” que el médico ejerce,
así en el sentido existencial como en el médico-so
cial de la palabra (“Preventorios” ). Entonces, la
creencia básica y reveladora del “este hombre está
enfermo” se verifica a través de un contacto total
mente azaroso u ocasional con el presunto enfermo,
en cuanto este no sabe “su” enfermedad: o es lleva
do por sus deudos, o es explorado por razones polí
ticamente coactivas, o acude “por si está enfermo”,
"para curarse su salud”, como suele decirse ( ;:). No
obstante esto, la comprensión del “este hombre
está enfermo” se efectúa de modo esencialmente
análogo. El médico parte de un síntoma desconoci
do por el enfermo o no valorado como tal, de(*)
274
una expresión inadvertida del estar-enfermo, según
nuestro anterior entendimiento del síntoma.
Considero oportuno intercalar aquí un breve in
ciso enderezado a exponer en esquema las posibili
dades expresivas de la existencia. La existencia per
sonal puede actualizarse en el tiempo y en el es
pacio mediante “expresiones” deliberadamente co
nocidas y queridas —un saludo al amigo que pasa
o las llagas artificiales de un simulador—■; semi-
conocidas o semiqueridas —los procesos normales
“liiponoicos” e “hipobúlicos” de Kretschmer o “es
féricos” de Schilder y los síntomas histéricos; ejem
plo : la contracción de los músculos de Reisseisen en.
un asma psicògeno— ; semiconocidas y no queridas
—tipo, la enfermedad somática habitual : una úlcera
gástrica es oscuramente conocida por el enfermo
(sólo por dolores, a veces vagos, acideces, ele., y,
desde luego, totalmente involuntaria)—, o, en fin,
absolutamente no queridas y no conocidas —-el “in
filtrado precoz”, antes de revelarse en síntomas sub
jetivos, o una sífilis ignorada—. Un Wassermann
positivo es, en una visión existencial de la persona,
la “expresión”, el gesto exterior de una existencia
amenazada. Frente al cartesianismo, “exist encía”
humana no es equiparable a “conciencia” (*).
275
Pues bien: partiendo de esa “expresión” y ur
giendo, “instando” a la existencia que en ella se
actualiza para que nos revele el secreto de su sen
tido, el médico descubre la dramática realidad de
un destino amenazado; sólo que la “coejecución”
intencional de ese destino la hace el médico -—se
gún el modo de la procura que llamamos preven
ción— instalándose en el futuro del paciente, ade
lantándose en la línea de su destino y advirtiendo los
cuidados que a éste le acechan, sin que él lo sepa,
en su amenazado porvenir. En otro modo de coexis
tencia, esto es lo que hace el buen “consiliario” res
pecto al “aconsejado”, y ahí radica el fundamento
de toda “cura” de almas. El médico, por obra de
su preventora solicitud, puede así esclarecer al pa
ciente acerca del patológico destino que le aguarda
y conseguir que éste se ponga libremente en volun
tario tratamiento. En definitiva, las cosas ocurren
así porque el médico sabe o puede saber acerca del
enfermo mucho más que el enfermo mismo (*),
porque es superior a él en el destino comunal que
la coexistencia revela.
En uno y en otro caso hay dos notas claras en el
papel del médico como “curador” : su situación de
276
“preeminencia coexistencia!” ante el paciente y la
coejecución o preejecución intencional y ocasional
—mientras dura la “visita”—■del destino del enfer
mo, convirtiéndolo eo ipso en destino comunal. Una
visita médica auténtica, como una auténtica des
cripción biográfica, son, o deben ser, miradas las
cosas en su raíz, una “conversión” del médico al des
tino del paciente o del biografista al destino del
biografiado; todo lo demás es cotidianidad, modo
trivial y descalificado de ejercer la Medicina o la
biografía. Esta es justamente la raíz de toda bue
na anamnesis. La diferencia fundamental está,
como ya indiqué, en que la biografía es coexistencia
teorética y la visita médica es coexistencia pragmá
tica, “tratadora” o “curadora”. Ahora podemos
comprender plenamente las siguientes frases de
Freyer, que no me resisto a traducir: “Penetra
aquí un hombre en la vida y el destino de otro
hombre. Y el otro quiere que aquél penetre en su
vida y destino: le llama o acude a él, se le abre (*)
y se confía a él. Conviértense médico y paciente
en “camaradas de un mismo camino” (Weggenos
senschaft, V. Weizsäcker), y así se expande la en
fermedad del paciente hasta el médico...; dos hu
manidades toman entre sí contacto en un inter
277
cambio de menester y auxilio, de debilidad y for
taleza, de padecimiento y sabiduría. En fuerza de
un más profundo arraigo en la vida (o al menos en
fuerza de un más profundo arraigo en un saber de
la vida) puede el médico injertarse a sí mismo,
como fuerza operante, en la crisis del ajeno desti
no ; puede ser la razón del enfermo” !). O aquello
de V. Weizsäcker: “Nosotros—los médicos— ...
tenemos que posibilitar hombres” 10. O, en fin, es
tos dos geniales fragmentos de Aristóteles: “Pues el
arte médico y el arquitectónico son el eidos de la
salud y de la casa” n . “Pues la salud es el logos de
la enfermedad” r“. El médico auténtico viene a po
seer así, en la mente aristotélica, el logos, la “ra
zón” de la enfermedad que el enfermo sufre, de
“su” enfermedad.
279
teras de otro tiempo, una gravedad doetoraí o un es
tilo deportivo (según lo que “se lleve” en cada
época), et sic de coeteris. El médico ayuda “sien
do más” que el enfermo, amándole personalmente,
efundiéndose a él desde arriba, pudiendo adelantár
sele eri su destino; en una palabra: amándole según
el agape y no según el eros (*). Aunque este “ser
más” pueda adoptar en la cotidianidad la pintores
ca forma de una chistera.
Llamo coejecución, como es patente, a la única
forma en que las personas pueden coexistir autén
ticamente en el mundo temporal. Quedó ya claro
que los procesos somáticos y la inmediata partici
pación psíquica en ellos —sensaciones y sentimien
tos-sensaciones— son rigurosamente individuales e
intransferibles. El dolor gástrico del enfermo es
suyo y, para su desgracia, sólo suyo. En cambio,
una persona puede rigurosamente participar en los
actos personales sensu stricto de otra persona. Ante
un triste, yo puedo coparticipar de “su” tristeza y
hacerla “nuestra” tristeza. El triste primitivo y yo,
como con-tristado, mantenemos conciencia de nues
tra autónoma personalidad; pero nos une la misma
tristeza “coejecutada”. (Recuérdese que ahí asien
ta la diferencia entre la coexistencia amorosa y la
simpatía: en ésta desaparece la despierta coneien-
280
cia autónoma de la persona, instalada como está la
convivencia en planos inferiores al centro perso
nal. Casos extremos, el orgasmo erótico o la convi
vencia de las bacantes en la orgía dionisíaca. Re
cuérdese también que la simpatía puede unirse al
amor personal, encubriendo su más delgada cali
dad. Una “persona” puede decir de “otra” : “me
es poco simpático, pero ¡cómo le amo!”.)
Los actos básicos de la existencia personal con
sisten, sin embargo, en irse haciendo libremente en
el tiempo. Dentro de ciertos límites que tengo im
puestos —mi cuerpo y sus posibilidades, mi me
dio histórico-social, mis dotes y talentos en volun
tad e inteligencia, etc.—, voy haciéndome, deci
diendo de mi ser, y a esto llamo cumplimiento de
mi destino. Ya hemos visto cómo ese destino sería
pura azarosidad o equivocidad si no emanasen des
de la coexistencia normas reveladas y firmes. Nor
ma revelada y límites impuestos son el marco de
cada destino personal: infringible la norma, invio
lable el límite. El hecho de que éste pueda ser dila
tado por una voluntad heroica, no altera aquella
verdad radical. Pues bien: en la coexistencia autén
tica, esos actos libres y decisivos en que consiste ir
haciéndose uno su destino pueden en algún modo
compartirse o “coejecutarse”. Coexistiendo auténti
camente con un amigo, y sin mengua de seguir cada
uno su camino, ambos coejecutamos los actos que
281
pertenecen a la forma de comunal destinación que
llamamos “españolidad”, y si es con un cristiano,
“coejecuto” con cl, sin mengua de ser tan propio
el negocio de nuestra salvación, actos que pertene
cen a nuestro común destino de cristianos; así,
cuando en la misa decimos con el sacerdote, juntos
en Dios, et clamor meus ad Te veniat.
Pensemos ahora en nuestro quehacer de médi
cos. La coexistencia auténtica del médico y el en
fermo lleva en sí los siguientes elementos: 1, la
contemplación objetiva, con amor distante, del
cuerpo enfermo y del tú del paciente; 2, una posi
ble convivencia simpática con los afectos vitales del
enfermo, que en modo alguno es necesaria: un mé
dico puede amar personalmente al enfermo aunque
no se compadezca sensiblemente de su llanto. Es
conveniente, empero, en una cierta medida, para
más fácilmente ascender a la coexistencia personal;
y 3, la coexistencia personal por cocjecución o pre
ejecución (v. supra) intencionales de los actos cons
titutivos del destino revelado y ocasionalmente co
munal. Este es el hontanar último de nuestro “está
enfermo” ante el verdadero paciente ,s.
El último ingrediente de la coexistencia autén
tica, justamente el que la hace tal, es el que ahora
me interesa. En él coejecuta el médico con el en
fermo la cierta vivencia del desvalimiento de éste,
o, de otro modo, del impedimento que siente en la
282
■obra de cumplir libremente su destino, sus fines
personales (*). lia escrito O. Schwarz: “Enferma
sólo puede estarlo una persona, pues sólo ella tie
ne tareas que cumplir” M. “Lo” enfermo —un apén
dice inflamado en el apendicítico, el curso del pen
samiento en el neurótico obsesivo— es precisamen
te “lo” que impide cumplir el propio destino, el
guijarro o la sima en nuestro camino. De aquí que
el médico no pueda ejercer como tal si no conoce
los fines personales del paciente y los “coexiste”
durante el tiempo de la visita. En la instancia amo
rosa del médico en el enfermo se le revelan a aquél
creyentemente los “fines personales” que consti
tuyen su destino y la inhibición que en su cumpli
miento supone la enfermedad, y es así en tanto co
ejecuta el médico con el paciente de modo inten
cional unos y otra (***). Si un médico descubre en
su exploración una pleuresía y no sabe que esa
pleuresía representa para quien la padece —aparte
283
loa impedimentos vitales inmediatos, el dolor ,et-
eétera— un grave o insalvable obstáculo para su vo
cación de militar, entonces, aunque sepa auscultar
correctamente, no ha empezado a ser módico. Allí
asienta la diferencia entre el “clínico” y el “aus-
cultador” ; lo cual no quiere decir que se pueda ser
clínico sin saber auscultar correctamente.
Con ello se ve que el acto inicial de la práctica
médica es muy anterior a la ciencia o a la habilidad
técnica. Por su misma constitutividad requiere lo
que podríamos llamar “el heroísmo habitual de la
coexistencia”, y esto no lo da sólo la práctica —si
quiera ésta ayude y exalte las previas y radicales
condiciones—, sino la vocación asentada sobre una
determinada constitución. No todos, en efecto, pue
den ser médicos, aunque todos pueden saber más
o menos Medicina. No es fácil ni agradable la co
existencia con el enfermo. No cuento las molestias
sensoriales —contacto con la podre y el hedor—, ni
siquiera la compasión ante el dolor físico, y quie
ro referirme sólo a la necesaria coejecución del do
lor espiritual, de la angustia existencial ante la
muerte, del dramático desvalimiento. Hay por fuer
za en el médico una tensión dolorosa que v. Weiz
säcker ha sabido captar agudamente: “vese forza
do el médico a verterse hacia lo morboso, aquello
de que el hombre sano más quisiera apartarse. Así,
en el médico sano se engendra esa contradicción de
284
atracción y repulsión psíquicas, esa ambivalencia
entre sentimiento y obligación... que nunca podrán
aniquilar la costumbre y la rutina. Hacerse ruti
nario consiste, propiamente, en negarse al dolor de
esta tensión y dejar con ello secarse la raíz y la
fuerza de toda actividad médica verdadera” 1
Quien baya ejercido la Medicina con autenticidad,
siquiera sea una vez. sabe sin duda algo de esto, y
quien no lo sepa no puede, en verdad, ser llamado
médico.
(!:) Una fina consideración del refrán habitual como forma tí
pica del lenguaje cotidiano, se encuentra en la interpretación exis
tencial que de Don Q uijote y Sancho hace F. J. Conde en La
utopia tic la Insula fíarataria. Escorial, núm. 7.
286
m ia—justamente la enfermedad del “uno cualquie
ra” y del hombre singularizado y auténtico en cuanto
es o puede ser “uno cualquiera”—. La enfermedad
cotidianamente vivida del hombre cotidiano inhibe
la realización de sus tópicos fines personales, y la
instancia amorosa del médico en el enfermo se li
mita a coejecutar intencionalmcnte esos actos co
tidianos en que la vida de éste consiste. O, mejor
dicho, no hace falta ni siquiera esfuerzo de com
prensión: es la visita cotidiana al hombre trivial,
que el médico “despacha”, en cuanto diagnostica
“una” gripe, con “una” fórmula tópica y “una”
frase de su repertorio habitual: “¡en pocos días,
al trabajo de siempre l”. La previsión médico-so
cial tópicamente válida es la fórmula correspon
diente, como medicina personalista, al plano his
tórico de estas existencias instaladas en la cotidia
nidad (*).
19 289
determina la personalidad a la forma morbosa” 1'..
Sobre el “personalismo” de Kraus y Brugseh, algo
queda dicho en el primer capítulo. Los más inteli
gentes seguidores del rastro kreldiano han sido, con
más o menos acierto, v. Weizsäcker 19, Siebeck 20.
0. M üller21, E. Meyer22, Hollmann23 y algunos
otros. La primacía corresponde sin duda al clínico de
Heidelberg, más profundo y fino, y a la vez más ate
nido—con Siebeck— a la inmediata realidad clíni
ca. Estimo sencillamente magistrales, por citar sólo
un ejemplo, les historias clínicas sobre angina tonsi-
lar que recoge en sus Studien zur Pathogenese. Ella?
nos revelan de facto cómo una afección vulgarísima
pone en juego, a través de la moral sexual, todo el
fondo existencial que late bajo la humana cotidia
nidad. De otro modo: cómo “también la gente del
pueblo — tiene su corazoncito”.
294
tenciahnente sobre ellos!) Sin una actitud religiosa
e histórica —no es misión mía pasar del domi
nio existencial al político y al sobrenatural reve
lado; el médico verá “cuál” elige— no puede ejer
cerse auténticamente la Medicina. El otro cos
tado de la responsabilidad médica proviene tam
bién de la frecuente “coejccución” de actos per
sonales a la vera del enfermo. Nadie como el
médico puede, con medios naturales, adiestrar
al enfermo a autentificar su existencia. Nues
tra vida yace con harta frecuencia en la coti
dianidad; a muchos, sólo la pisada de la muer
te sobre su atrio —-esto es existencialmente la
enfermedad— les revela lo que en la vida hay de
“amor, sentido y menester”, como decía Rilke.
¡Qué ocasión para un corazón que en verdad sepa,
como al médico concierne, prevenir el destino de
su paciente, mostrarle el futuro cuidado y la triaca!
Se me dirá que esto ya no es Medicina, sino meta o
ultramedicina; que aquí ya no se cura al “hombre
enfermo", sino al “enfermo hombre” —el hombre
como ser enfermo de que nos hablaron San Agus
tín ( nasci hic in corpore mortali, incipere aegrota
re est ~s) y Nietzsche (“el más ancha y hondamente
enfermo de todos los animales” ). Es cierto, pero
no siempre. Al neurótico le enseñamos muchas ve
ces a que radicalice su existencia, y, en todo caso,
¿no habremos contribuido a “curar” a un enfermo
295
dándole una fe en que halle sentido su dolorida
existencia? Ile aquí la meta y la semilla de loda
posible y auténtica deontologia.
297
sólo podrá establecerse cuando el médico baya cum
plido su exploración y haya establecido su teoría
diagnóstica. Aquí estoy haciendo un análisis feno
menològico y existencial del acto médico, poniendo
en abierto orden descriptivo ingredientes amasados
realiter en su estructura total y unitaria. Tal es el
sentido de hablar ahora del problema terapéutico.
Análogamente —en el plano vital de la enferme
dad— describimos la fiebre como un complejo de hi-
pertermia, taquicardia, alteraciones metabolicas, et
cétera, sucesivamente descritas; no porque el fenó
meno totalitario y teleoelino “fiebre*’ sea la suma
de ellas (antes son diversificaciones fáclicas de la
primaria unidad biológica “fiebre’’), sino porque la
mente humana sólo puede proceder científicamente
descomponiendo los datos “totales” de la realidad.
El quid está en no olvidar la unidad superior, la
unitiva “cinta del espíritu”, de que nos habla la
conocida estrofa goethiana.
Dos momentos fundamentales hay en el trata
miento: la reinstalación o reinstitución—que no
restitución— del hombre en su individualidad y la
reconducción de ese hombre a la vida histérico-so
cial. Consiste la primera en la “puesta a punto’’ de
todos los instrumentos psicofísicos: que el hígado
funcione bien, que el pensamiento no trabaje obse
sivamente, etc.; de todos los ímpetus vitales: que
la vida sexual o el apetito marchen por su cauce,
298
etcétera, y de todos los sistemas de señales: visión
y audición conscientes, vivencias lúcidas, etc. (*).
El segundo momento de la acción terapéutica está
en ayudar al enfermo al recobro de sus fines exis-
tenciales o al logro de otros nuevos más idóneos con
el nuevo ámbito de su libertad: inventar una nue
va vida para el insuficiente del corazón y encau
zarle por ella, reeducar un neurótico, etc. Huelga
indicar que estos dos momentos se hallan íntima
mente trabados entre sí: la “puesta a punto” de un
corazón va unida a las nuevas condiciones en que
ese corazón haya de funcionar; enderezar un cur
so del pensamiento que se atasca obsesivamente
equivale a reinstalar simultáneamente al neuró
tico, etc. Ahora se comprende bien aquello de Glau-
cón en la República platónica: el médico es tam
bién hombre de Estado o político en su Medicina
misma.
En esta concepción total y personal del trata
miento, llamo técnicas terapéuticas a todos los me
2 9 9
dios de que el médico ¡mede valerse para conseguir
la reinstalación de la persona enferma en su desti
no. Una palabra amable, un consejo amoroso son,
en esta acepción total del termino, técnicas tera
péuticas; tanto como puedan serlo la taxis de una
hernia o un sondaje duodenal. Del mismo modo
llamo técnicas diagnósticas a todos los medios de
que el médico puede valerse para conseguir una
cabal comprensión de la situación de la persona en
ferma en su destino. La instancia amorosa y cre
yente es técnica diagnóstica, tanto como lo sea la
palpación renal o el tacto uterino. Una adverten
cia: dentro de esta concepción total de la Medicina,
sólo una necesidad descriptiva justifica la separa
ción entre diagnóstico y tratamiento, como si fue
ran dos actos distintos. Ambos son, en realidad, inse
parables. 3No hay más que un acto unitario: el acto
médico, el cual puede luego diversificarse como
diagnóstico y terapéutica en su realización facticia
y concreta, o en instancia amorosa y creyente, em
piria y teoría racional, dentro de una descripción
como la en que ahora me ocupo.
La acción terapéutica del médico sobre el enfer
mo descansa sobre tres supuestos : 1. El supuesto
existencial. En la coexistencia de dos hombres es
posible el modo de la “prevención”, según el cual
uno se adelanta a las posibilidades existenciales del
otro, no para asumir el cuidado de su destino, sino
300
para esclarecérselo al compañero y lograr que éste
lo reciba con pleno advertimiento. Antes quedaron
brevemente explanadas las condiciones más visibles
de la preeminencia existencial médica y el fondo
vital-constitucional sobre el que asienta siempre un
verdadero médico. Los mejores médicos serán siem
pre los que tengan una encendida vocación de ayu
da; pero, esto supuesto, entre los vocados siempre
serán elegidos por el éxito los poseedores de aque
llo que Nietzsche llamó vida ascendente o crecien
te: vida generosa y derramada. 2. El supuesto de
posibilidad. El hombre es un ser modificable, con
modificabilidad de ser viviente —una plastia gástri
ca o la habituación a un nuevo régimen alimenti
cio— y de ser personal (* )—conversión religiosa
o política, cambio de costumbres, etc.—. Esta plas
ticidad de su existencia, así en su plano psicofisico
como en el personal —la adquisición de habitus, en
el sentido escolástico—, es la que posibilita la ac
ción terapéutica del médico mediante las técnicas
somato y psicoterápicas. 3. El supuesto del impul
30J
so. De nada servirían preeminencia y posibilidad si
no hubiese en el hombre un impulso de ayuda fren
te al prójimo existeneialmente débil. Este impulso
radica en el amor instante y se presenta allá don
de el hombre exista. Los modos históricos de con
figurarse constituyen lo que llamamos Historia de
la Medicina. Dos, sin embargo, pueden designarse
como absolutamente radicales: el amor hipocráti-
co —pagano— y el amor cristiano o caridad, refe
ribles directamente al eros platónico y al agape
johánnico-paulino. Dicen los Purangeliai liipocráli-
cos: “Donde está el amor al hombre, allí está tam
bién el amor al arte” ; al arte médico, quieren decir.
Esc amor hipoorático es el eros por el hombre sano
y perfecto, por el ¡calos hagathos de la paideia; esto
es, el amor de aspiración. Por eso habla el escritor
hipoorático de “amor al arte” y no “al enfermo” ;
al arte que conduce razonablemente la desarmonía
del nasos a su forma (eidos), que es la salud (Aris
tóteles), y por eso también prohibe el propio Hipó
crates en De arte la asistencia a los incurables. El
amor cristiano es la caridad derramada hacia el po
bre y desvalido, el amor de efusión. Pero sobre las
concreciones médicas del amor cristiano —desde los
diáconos y las viudas en las primitivas comunida
des hasta los hospitales— no es ésta hora de hablar
con amplitud. Espero poder hacerlo algún día con
toda la necesaria.
302
Podemos ya preguntarnos: ¿qué técnicas terapéu
ticas derivan de este primer momento dei acto mé
dico por nosotros llamado instancia amorosa y cre
yente en el enfermo? Tales técnicas, casi huelga ad
vertirlo, no pueden reducirse a “maniobras”, se
gún el entendimiento mecanizado y habitual de la
"técnica”. El tratamiento o “manejo” del enfermo
tiene lugar ahora con manos más sutiles que las
corporales, y el “saber hacer”, o técnica correspon
diente, recibe el nombre de psicoterapia y adopta
la forma de diálogo o de rilo. Decía ya Platón en
el Cármides que “el alma se trata mediante ciertos
coloquios”. En un sentido general, toda palabra del
médico dirigida al enfermo es psicoterapia, hasta
la anamnesis o el saludo de llegada, como todo acto
es rito, desde la palmada cariñosa en la espalda has
ta el pase frontal hipnótico.
Creo que todos los miles de páginas consagrados
a la psicoterapia en estos últimos veinte años—pres
cindiendo de descripciones técnicas: hipnosis, psi
coanálisis, psicagogía, auto y heterosugestión, etcé
tera-— pueden reducirse a pocas palabras. La psi
coterapia está fundada en la intuición amorosa que
el médico hace del destino a la vez propio y comu
nal del enfermo y está enderezada a otorgarle con
suelo, consejo y conducción por obra de la coexis
tencia. El reiterado con de los tres vocablos lo de
clara bien expresamente.
303
Parece que consuelo viene de con y solatio. y ésta
de solus; consueltf vale en su raíz tanto como con
soledad. El consuelo es el arte de hacer de dos sole
dades desoladas una compañía sosegada. La en
fermedad aísla; Sigerist ha descrito"”’ este ca
rácter del aislamiento como uno de los más pri
mitivos entre las formas históricas de la enfer
medad, y de nuestra sociedad civilizada ha po
dido escribir II. Freyer: “La enfermedad de un
miembro de la sociedad es para esta, en primer
lugar, un fenómeno de eliminación. El enfermo
es, en cierto modo, un apóstata. Su enferme
dad le reduce a una existencia privada, y sólo su
curación le devuelve a la sociedad *so. Tal vez sea
la soledad, el aislamiento, el robinsonismo, la enfer
medad del enfermo hombre moderno, y su primer
síntoma el solus recedo de Descartes. El enfermo,
pues, necesita consoladora compañía, y no compa
ñía circunstante, sino compañía instante. Necesita,
en fin, apoyo para su existencia en el vacío. Las
técnicas de la consolación médica —en este senti
do entendida—- han sido infinitas a lo largo de la
Historia; pero todas ellas tienen como raíz común
la irracionalidad. Todas las prácticas de la medi
cina irracional —mágica, teùrgica, magnética, etcé
tera—descansan en lo que cristianamente llamamos
nosotros consuelo: en un apoyo crecncial que acom
pañe a la existencia en el vacío del enfermo. Nun-
.304
ca como en el lecho de la enfermedad se siente el
hombre “arrojado” —en el sentido de Heidegger—,
solo. El rito mágico del pueblo primitivo, la danza
curativa de Baco o de Cibeles en la Tracia o la
Frigia, el helénico “sueño en el templo” (la incu
batio latina, esto es, que el dios se le acueste a uno
en el alma), el magnetismo animal, el mesmerismo
o el transfert psicoanalítico, todo ello tiene la mis
ma raíz antropológica: el apoyo de la existencia he
rida y sola sobre una creyente y creída compa
ñía (*). Un fondo religioso o seudorreligioso se di
visa en el fondo del fenómeno médico-irracional, a
saber: el descanso comunal de consolado y conso
lador —mago, sacerdote-médico, chamán, psico
analista— sobre el codestino que abraza y sustenta
a una y otra existencia. San Pablo, que algo sabía
de esto, nos habla en su Carta a los Gálatas (V, 19,
23) como de una herejía de los veneficia o farma-
keía, ritos medicamentosos curativos, seguramente
(*) Hay un texto árabe sobre las danzas orgiásticas de los der
viches extraordinariam ente demostrativo de mi interpretación de
la magia como compañía: “Quien conoce la fuerza de la danza,
habita en D ios; pues él sabe cómo el am or mata... al yo, este
oscuro déspota” (D jelaleddin Rum i, un sufi; cit. por H. Eckstein
en sus notas a la Psyche de Rohde, en la ed. de K roner). Un pá
rrafo muy significativo, interpretando en el mismo sentido las dan
zas dionisíaeas, hállase en el prólogo de Hegel a su Fenomenología
del Espíritu.
20 305
de origen dionisíaeo (el farmakeía del texto griego
es revelador).
La consideración cristiana del enfermo lleva
también en sí, naturalmente, elementos sobrerraeio-
nales. Baste leer los párrafos de la Epístola de San
tiago (V, 14-15) en que el Apóstol aconseja para
caso de enfermedad -—párrafos que se repiten en el
oficio de la Extremaunción—, para verlo confirma
do. Sin embargo, conviene señalar aquí la diferen
cia fundamental entre la sobrerracionalidad del
consuelo cristiano y la irracionalidad de la magia
en cualquiera de sus formas, basta la psicoanalíti
ca (*). La irracionalidad mágica se basa en una
concepción del hombre y de la enfermedad que
destruye toda idea de la razón y del saber, esto es,
toda posible ciencia. Un confuso panteísmo vitalis
ta es la base de toda medicina irracional no cristia
na, y cuando han coincidido en un mismo pueblo
pagano una medicina lógica (del logos, de la razón
expresable) y una mágica —ejemplo: Grecia—, és
tas han vivido absolutamente separadas entre sí. La
radical divergencia entre los escritos hipocráticos
306
—basados en la teología racional de la línea jónico-
aristotélica— y los ritos curativos dionisíacos e in
cluso las “incubaciones” de los asdepíades, es una
demostración patente. En cambio, por vez prime
ra en la Historia, el Cristianismo —sin' tener en
cuenta su verdad sobrenatural—■integra en un mis
mo cuerpo armónico el tratamiento empírico-racio
nal y el consuelo sobrerracional. La medicina mo
nástica, con su hortus medicinalis, sus uroscopistas
y el religioso descanso del enfermo en Dios, ofrece
el primer ejemplo institucional de esta no inven
tada armonía. Después sólo cabe el descaí río en
uno u otro sentido —empirismo y racionalismo ex
clusivos del tiempo moderno, magia y nigromancia
irracionales de la Edad Media, etc.— o la prosecu
ción con estilo histórico diverso de la armonía cris
tiana entre el consuelo y el medicamento. Al ha
llazgo del actual estilo en esa armonía quieren ser
vir —casi es obvio indicarlo— las páginas no siem
pre reposadas de este libro.
El consejo asienta también sobre la compañía, y
es el consuelo verbalmente expresable. Por su esen
cia misma, el consuelo no puede ejercitarse sino so
bre el misterio. Pues bien; el consejo es la claridad
expresa de ese misterio en orden al quehacer exis
tencial. No en vano Consus era, según Livio, el
dios romano de los secretos, el que podía “decir
los”. El consejo auténtico es siempre una voz de
307
allenile nuestra finitud existeneial y tiene algo del
don de consejo; llámese unas veces voz de amigo,
demonio socrático, Angel (*) o, en su más levan
tada excelsitud, voz expresa de Dios. El monacato
antiguo efetaba parcialmente basado en el consejo;
el varón neumatikós, más tarde vir spiritalis en la
Regla de San Benito, expresaba al neófito los fun
damentos inexpresos de su existencia y le consola
ba expressis verbis en las horas de vacilación o de
angustia.
Sobre esta base antropológica descansa la reali
dad cotidiana del consejo médico. En su preven
ción sobre el paciente y desde su preeminencia exis
tencial, el médico auténtico le revela su cuidado
futuro y el medio de vencerlo. El cuidado le viene
a la existencia de su finitud temporal; o, mejor, de
su inseguridad de trascender. Sólo sobre una creen
cia —en definitiva, y como siempre, sobre una
creencia religiosa o seudorreligiosa en la funda-
mentación de aquel la existencia— puede sustentar
se el consejo capaz de hacer frente al permanente
cuidado en el sano y al plus de ocasional cuidado
en el enfermo. Sólo en el descanso de la existencia
sobre su divina sustentación alcanza ésta seguro so
siego :
310
duce a Dios. iNo importa en una teoría existencial
—sí, en cambio, en una vida religiosa— que ese
Dios adopte a veces la menguada figura del mito.
Existencialmente, Dios es fundamento del quehacer
temporal o trascendencia de la finitud; religiosa
mente, la trina persona que nos habla desde fuera
—'‘Verbo” encarnado— y desde dentro—el ver
bum internum agustiniano.
En último extremo, conducción y consejo des
cansan sobre el consuelo, sobre el misterio creído.
Tal es la técnica terapéutica fundamental que co
rresponde a la instancia amorosa y creyente. The-
rapeuein quiere decir en griego curar, mas también
venerar. ¿A qué? Al apoyo a la común existencia
del enfermo y el médico, de donde viene todo po
sible consuelo. El consoler toujours de Fonsagrives
no era una fórmula retórica.
313
empeños: 1. Kl descubrimiento de que los hechos
no sirven de nada si no van entramados y apoyados
en un sistema de saberes teóricos; 2. El hallazgo de
que, en última instancia, los saberes racionales no
tienen consistencia para el hombre si no van sus
tentados en un manojo de radicales creencias; y
3. Una ampliación considerable en el entendimiento
de los llamados “hechos”. A este último punto que
ría venir. Para el positivismo, un “hecho” sólo es
real en tanto lo percibimos sensorialmente; todo
lo demás es pura invención fabulosa. Pues bien; en
los últimos cincuenta años hemos venido sucesiva
mente a la cuenta de que existen multitud de “he
chos” no tangibles ni ponderables. Se ha ampliado
y afinado considerablemente nuestra superficie de
contacto con la realidad. La tristeza de un hombre
es un “hecho” irreductible a los datos sensoriales
mímicos que la expresen. A la vista de un gesto
triste, yo puedo decir al presunto entristecido: “No
me engaña usted; su gesto es de tristeza, pero de
hecho no está usted triste” ; o viceversa, ante una
“falsa” alegría. Quiero con ello decir, para aviso
y meditación de positivistas, que casi todo cuanto
va en el apartado anterior son “hechos”, aunque
no mensurables en la balanza o en el colorímetro:
ya advertí en el capítulo primero que la tarea de
hoy consiste humildemente en descubrir lo olvidado
y mostrar al médico lo que hay oculto en su tarea.
314
Continuamos, por tanto, en el terreno de los he
chos al pasar a la verificación empírico-sensorial
del primario “estar enfermo”. La técnica de esa ve
rificación diagnóstica es la exploración, en el sen
tido habitual de la palabra. Sería necio que yo me
detuviese ahora en resumir un esquema explora
torio mil veces repetido : inspección, palpación, per
cusión, etc., por aparatos y sistemas. Quiero so
lamente hacer alguna observación en dos direccio
nes: método e interpretación.
El método para perseguir la captura de los sín
tomas o “hechos objetivos” que revelan o expresan
corporalmente el “estar enfermo” es, como siempre,
el empírico. El médico procede según ensayos y
errores, ni más ni menos que las amibas de Jen
nings para captar su presa ; sólo varía de modo esen
cial, como es evidente, el contenido de este esque
ma metódico formal. Frente a los datos de inspec
ción y anamnesis, el médico formula una hipótesis
diagnóstica previa. El llamado “ojo clínico” radica
justamente en una ajedrecística facilidad para es
tablecer rápidamente el plan de la jugada explo
ratoria, a la vista de ciertos datos previos. La hipó
tesis provisional es en seguida comprobada explo
ratoriamente: si se ha acertado, la exploración ul
terior va enderezada a confirmar el hallazgo diag
nóstico; si se erró, entonces hay que volver a em
pezar mediante una hipótesis nueva, nacida del
315
cotejo entre los datos iniciales y la experiencia ne
gativa del error. Las reglas inductivas de Stuart
Mill encuentran aquí seguro campo de ejercicio.
Todo ello es muy obvio. Acaso no lo sea tanto
lo que hay sumergido en la entraña de la descrip
ción anterior. Por un lado, que ella, reflejando el
empirismo, expresa patentemente el error ultra-
positivista de un Magendie, que pretendía fundar
la Medicina sobre las puras observación y experi
mentación, sin teoría alguna previa; los “hechos”
constituirían el definitivo saber. En rigor, un he
cho empírico no supone nada sin una previa teoría
diagnóstica y fisiopatológica. Pero el problema del
empirismo tiene otra faz mucho más importante.
Me refiero a la interpretación teórica del síntoma
dentro de ese saber teorético de que surge su ha
llazgo y su ordenación.
En estos últimos veinte años han sido numerosos
los ensayos por comprender la significación y el
sentido del síntoma dentro de un entendimiento
total del “organismo” o del “hombre”. Unos cuan
tos nombres, en parte ya citados: v. Monakow32,
Goldstein33, R. Allers 3\ O. Schwarz30, O. Tem-
kin 3<’, L. R. Grote 37, v. Weizsäcker 38 y todavía al
gunos otros. Las notas bibliográficas al final de
este capítulo recogen una indicación somera de cada
tentativa y su juicio. Por mi parte, tomando algo
de cada una y dentro de la línea existencial-per-
316
sonalista de mi pensamiento, daré en esquema lo
que puede ser la hermenéutiea de un síntoma.
Un síntoma es “un hecho morboso apreciable
por los sentidos” (Corral). Letamendi llamaba a
los síntomas, muy felizmente, “formas expresivas
de la enfermedad”, y Broussais, eon pathos organi-
cista y romántico a la francesa, “gritos de dolor de
los órganos que sufren” 3U. La vieja clínica distin
guía entre el síntoma espontáneo y el provocado.
Sería el primero expresión inmediata del proceso
morboso y el segundo respuesta del organismo a
una situación creada artificialmente: la simple ex
ploración del reflejo rotuliano, por ejemplo, es un
síntoma provocado. Esta distinción es, sin duda, ex
cesiva: todo síntoma es, a la vez, respuesta y ex
presión. En el síntoma responde somáticamente la
persona total enferma a un complejo de estímulos
externos e internos más o menos artificiales; y con
ello expresa a los sentidos del explorador lo que
toca a la totalidad biológica del cuerpo dentro de
la anómala situación personal en el tiempo que lie
mos llamado “estar enfermo”. Consecuentemente,
y contra las ideas de R. Allers, estimo que todo
síntoma es “expresión” y no “anuncio” asígnifiea-
tivo (*). El hecho de que la significación de un sín-
317
toma no nos sea conocida —por ejemplo, la del sig
no de Babinski—, no nos autoriza “todavía” a ne
gársela.
¿Qué sentido tiene la expresión en que el sín
toma consiste y se significa? Tal pregunta era to
talmente ajena a la concepción naturalista de la
Medicina. Así corno a ningún físico se le ha ocu
rrido preguntar: ¿qué sentido tiene para la piedra
o para la Tierra que la atrae, la caída de aquélla?
—pregunta rigurosamente absurda para la mente
humana—, tampoco a los médicos naturalistas la
indagación del sentido del síntoma. Este tenía una
“causa”, en modo alguno un “sentido”. Es curioso
que Lotze 10 postulase la supresión de la idea de
peligro en el entendimiento científico de la enfer
medad, por su carácter “subjetivo”. La aplicación
del pensamiento causal y mecánico condujo a la
visión habitual del síntoma como déficit. Si en un
motor de explosión se oye un ruido extraño, el me
cánico piensa ipso facto en el defecto de alguna
pieza. Con pocas variaciones, éste era respecto del
síntoma el pensamiento explícito o implícito de los
patólogos de hace unos decenios.
Goldstein lia introducido las ideas de totalidad
y leleoclinia en la concepción del síntoma. En sín-
loa gestos mímicos del sordom udo son “expresión” de lo que ese
sordomudo quiere significarnos.
toma morboso o su conjunto siudrómico son res
puestas vivas de Ja totalidad viviente que es el or
ganismo enfermo y representan siempre una tenden
cia hacia la adecuación del estado morboso a las
“preguntas” del ambiente habitual —síntoma es
pontáneo— o artificialmente modificado —síntoma
provocado—. El síntoma viene a ser así algo crea
dor, compensador. La interrogación por el sentido
queda con ello planteada; pero este sentido lo ve
mos todavía biológicamente concebido, y no según
un entendimiento del hombre como persona. La
definiva incorporación de la idea de persona a la
existencia humana permite establecer para la com
prensión del síntoma el trino esquema que si
gue (*). He aquí los tres momentos que teórica
mente se pueden aislar en la respuesta o “reacción”
que el síntoma representa:
1. Reacción física. Una fracción del síntoma
es directamente referible a una causa exterior —el
agente morbógeno— por la vía de la causalidad me
cánica: la desviación ósea en una fractura, la in
fluencia del coeficiente partición en la distribución
orgánica del cloroformo inhalado, etc. El hombre
actúa aquí como mero cuerpo material : y lo es, efec-
(*) Sin embargo, recuerdo haber leído liare unos años el raso
•—lo refería en la Klin. ïï'och., si la m em oria no me falla, el pe
diatra Moro—de un niño afeetado p o r una m eningitis aséptiea a
consceueneia de haber sido atarado p or un perro.
324
frecuentes son en el clima empirista de los Estados
Unidos. Apenas es calculable el inmenso beneficio
que el tratamiento de los enfermos debe a la empi
ria positivista; apenas serían también calculables
sus estragos si la técnica terapéutica fuese empiris
mo sensorial puro, como el de aquellos médicos
norteamericanos—Cotton, Hunter y Graves 43—
que comenzaron a tratar a los esquizofrénicos con
amplias resecciones de colon por haber visto ■ —y
visto realmente, de esto no puede haber duda— al
teraciones radioscópieas o funcionales en su intes
tino grueso. Con esta mentalidad, aunque el éxito
operatorio fuese favorable —un diez por ciento fué
la mortalidad observada—, pronto dejarían de exis
tir enfermos mentales— y también sanos de la
mente. La misma conceptuación que nos merecería
un hipnotizador empeñado en tratar el cáncer gás
trico o la esquizofrenia por pura hipnosis —Freud
soñó e hizo soñar que la esquizofrenia podría cu
rarse con una talking cure— o las fantasías teori
zantes de un Brown o un Rasori frente al enfer
mo (*), debe merecernos el empirista puro, arma-
(*) Es curioso el lím ite a que la aberración scudo-racionalista
puede llegar. El filósofo Schelling, doctor honoris causa en Medi
cina por obra de sus cofrades los médicos románticos, se empeñó
en tratar “schcllinguianam ente” a Carolina von Schlegel, enferma
durante un viaje que hacían juntos. El resultado fué la defunción
de la desventurada. El suceso produjo gran rer itelo en el mundo
romántico alemán. N uestro buen Coya podría poner al p ie: “El
sueño de la razón produce monstruos ’.
325
do de su bisturí ante todo lo “visible”. Consoladora
y comprensiva coexistencia, empiria positiva y teo
ría racional son tres momentos indisolubles en la
actividad del médico.
Por fortuna, la auténtica Cirugía no ha sido
así jamás, al menos desde que su ejercicio dejó de
ser una albeitería técnica independiente de la me
dicina doctoral universitai'ia. Mucho menos lo es
la cirugía actual, después de hombres como Bier,
Sauerbruch, Forgue, Lériche y tantos otros. López
Ibor 44 llama la atención acerca de que precisamen
te fueron los cirujanos los primeros en reaccionar
activamente —-Bier, por ejemplo— contra la escue
ta mecanización del arte médico. Basta observar la
atención a la persona entera que se pone hoy an
tes de intervenir quirúrgicamente un Basedow o la
finura con que un ginecólogo sopesa los problemas
morales, para percibir el definitivo ocaso del puro
empirismo positivista en la actividad de curar.
326
3. Verificación de la creencia amorosa en saberes
teóricos: medicina científica.
327
liberada y forzosamente sobre los supuestos cultu
rales de la época en que vive. Más aún: esos mis
mos supuestos determinan que la atención expec
tante del médico recoja éstos o los otros “hechos” ;
quiero decir, que se oriente de un modo o de otro
en la exploración del enfermo. Léase una historia
clínica de Hipócrates, otra de Sydenham o lloer-
haave y otra actual, y ante unos ojos históricamen
te sensibles aparecerán con claridad estos dos ha
llazgos: el médico, aun manteniendo la misma acti
tud fundamental —curar al paciente conociendo
su “caso”— se propone en su exploración metas
secundarias distintas; consecuentemente, los “he
chos” captados por aquélla son distintos entre sí y
distintamente interpretados.
Una historia clínica hipocrálica nos muestra
siempre al hombre concreto enfermo, nunca al tí
fico o al pulmoníaco: el paciente es el hijo de Ky-
dis, la hermana de Harpálides, la mujer de Her-
moptolemos o, más sigilosa y discretamente, “el que
habita extramuros”. Por otro lado, la historia es
por modo muy acusado “visión presente”, esto es,
lo menos “historia” que pueda imaginarse: no bus
quemos allí antecedentes remotos o hereditarios,
sino lo que el médico ha “visto” en el enfermo y
en su ámbito — de aere, aquis et locis y los e pide-■
miarum libri — en cuanto se ha puesto en contacto
con él. La interpretación de la anamnesis y de los
328
hallazgos exploratorios tiene sentido pronóstico y
se configura según una concepción humoral de la
physis. He aquí, pues, toda la mentalidad helénica
—“visiva”, objetivadora, natural— dirigiendo y
orientando la exploración y la interpretación de los
síntomas.
Veamos, por contraste, lo que Boerhaave escribe
en torno a la misión del médico ante el enfermo:
“Viendo al enfermo, inquiere el médico si del he
cho morboso que examina hubo en la enfermedad
algo ya preexistente que pudo hacer o que parezca
pudiese hacer cognoscible y curabit:, a manera de
predisposición, la enfermedad presente” 45. El sta
tus praesens es concebido así: “El estado presente
de la enfermedad ¿será arjé o comienzo? ¿Será
anabasis o ascenso?” 4U. A Boerhaave, como a todos
los médicos racionalistas del racionalista y barroco
fin del Seiscientos, le importaba, pues, la enferme
dad como “tipo morboso” racional, no como afec
ción de un hombre concreto. En Baglivio se lee este
revelador párrafo: “Duo sunt praecipui medicinae
cardines, ratio et observatio. Observatio tamen est
filum, ad quod dirigi debent medicorum ratioci
nia” 47. Ya no es de extrañar que en caso de epide
mia diagnosticase Sydenham a todos los enfermos
vistos durante ella según el “tipo” o genio epidé
mico de ésta, aunque los síntomas fuesen totalmente
dispares; o, dicho con palabras actuales: un neu
329
mónico por neumococos que fuese visto durante
una epidemia de difteria, hubiese sido considerado
“diftérico aberrante'’. He aquí a la razón, en el
momento de su orgullo máximo, fingiendo su ley
sobre la naturaleza.
Una historia clínica de hace cuarenta años se
ocupaba de preferencia en precisar hasta el último
límite funcional y anatómico las alteraciones del ór
gano enfermo. Lo fundamental en la exploración
era “el hígado” o “el estómago” alterados, más que
el tipo morboso o el “estar enfermo” del individuo
afecto. Virchow consideraba como trastorno local
incluso a la fiebre. Se hacía una prueba funcional
“del corazón” para ver su posible rendimiento, y
no se pensaba en hacer una prueba funcional car
díaca “del hombre” portador de un corazón enfer
mo. A través de Virchow, eran vigentes los pensa
mientos anatomopatológicos de Bichat: “Puisque
chaque tissu organisé a une disposition par-tout uni
forme, puisque, quelle que soit sa situation, il à la
même structure, les mêmes propriétés, etc., il est
evident que ses maladies doivent être par-tout les
mêmes” 48. Aquí el empirismo del hallazgo anató
mico domina el entendimiento de “la enfermedad”.
Decían Wunderlich y Roser 40 que la historia clí
nica no debía servir para exponer los juicios del
médico —esto es, la ratio de que nos hablaba Bagli-
vio—, sino más bien el material observado, de modo
330
que pudiese ‘“servir a las investigaciones científicas
de otros”. El pathos de la “objetividad” y del pro
greso científico es bien patente. Hace pocos años,
en cambio —y sin mengua de la investigación em
pírica más minuciosa—, lia podido escribir von
Weizsäcker r,° que cada historia clínica es el testi
monio de la común subjetividad de dos hombres, el
médico y el enfermo; los cuales, en trabajo común,
se esfuerzan por una meta objetiva, la salud del
último. Las historias clínicas “polidimensionales”
(Kretschmer) o “tectónicas” (Birnbaum) represen
tan un último ambicioso estrato.
Estas viñetas históricas nos muestran patentemen
te no sólo la necesidad con que la teoría médica se
halla entramada en la comprensión del caso patoló
gico, pero también la influencia de la situación y
del horizonte históricos en la configuración de di
cha teoría. Humoralismo, atomismo, solidismo, rne-
todismo, iatromecánica, stahlismo, brownismo, “me
dicina fisiológica”, Naturphilosophie, “medicina
científico-natural”, passio, reactio y laesio celula
res...; toda la historia del pensamiento medico es
una sucesión de transitorias doctrinas, cada una con
su ocasional adarme de verdad, ante el enfermo do
liente. Por otro lado, la interpretación teórica de la
enfermedad como suceso humano: enfermedad
como castigo de un pecado, como residencia cor
poral de un espíritu maligno, como desarmonía de
331
la physis, como dolorosa prueba, como “distinción”
(Novalis), como azar fastidoso,.. Cada época ha te
nido una postura existencial más o menos expresa
ante el hecho inexorable de la enfermedad. La so
ciedad burguesa y moderna está penetrada hasta el
tuétano por el temor a la mala fox-tuna, al azar mo
lesto y angustioso que es enfermar:
332
función por fibras centrales descendentes. Nada es
problemático para 61 en la explicación. Las fibras
y las células pueden verse, etc. Sin embargo, hay en
el esquema toda una serie de hipótesis inverificadas:
la “acción inhibitoria” (¿qué misterio os ése?;
¿quién la ha comprobado?) de las fibras centrales,
el artificial aislamiento de los elementos que com
ponen el arco, idealmente aislados del resto del su
ceder orgánico, cuando están enclaustrados en él, et
cétera. Ahondando más se ve que debajo de lodo ello
anda la hipótesis atomística del asociacionismo bio
lógico y psicológico. En cuanto se detenga el médico
a reflexionar, siquiera sea un minuto, en torno a
cualquiera de sus cotidianos esquemas fisiopatoló-
gieos, se verá sorprendido por la problemática teorc-
ticidad sobre que asientan; y si pierde todavía otro
minuto, por la insoslayable historicidad de su saber.
Problemática y todo, la teoría es necesaria, así
para diagnosticar como, más generalmente, para an
dar por el mundo. Tienden los hombres a saber y sus
ojos no les dan sino la apariencia de las cosas. Se
les impone, pues, la necesidad de inventar algo so
bre lo que haya dentro de esas cosas, y surge la teo
ría científica. Cuando se dan cuenta, porque han
visto algo nuevo, de que la vieja teoría no sirve, o
cuando están cansados de ella, cambian el ángulo de
su visión sobre las cosas e inventan una teoría nue
va. Y así siempre. Ahora estamos ahitos de hacer
333
historia de las distintas posturas y nos preguntamos:
1.“, por qué nos estamos preguntando siempre sobre
las cosas: y 2.°, si de la comprensión de todas las
posturas del hombre ante las cosas no podrá desti
larse un saber históricamente total y más satisfac
torio acerca de esas cosas, como el policía que trata
de reconstruir el hecho interrogando a los distintos
testigos. Con lo cual vendremos seguramente a la
cuenta de que no podemos pasar de la apariencia
de tales cosas; y entonces, nos resignaremos a la
necesidad de “creer” en una teoría... o empezare
mos a ponernos delante de otras cosas, et sic de m e
teris, mientras haya historia. O mientras haya hom
bres, <pie es lo mismo. Sólo una mudable creen
cia (*), como siempre, nos permite elevar fugaces
teorías racionales sobre las cosas. Sólo otra creen
cia inmutable en lo que está más allá de la razón y
del tiempo en que somos e inventamos —del tiempo
en que consistimos— nos permite existir con segu
ridad como seres interrogantes e inventores. Al final
veremos demostrada esta consideración a la luz de
la práctica médica y aprenderemos la triaca contra
esa inevitable historización de nuestro saber.
También a la verificación teórica o científica de
337
todo es peligroso, porque podemos caer, por ligereza,
en un post hoc, propter hoc, confundiendo acciones
sugestivas o mejorías ocasionales con el efecto real
del medicamento (*). Ello nos obligará a redoblar
nuestra cautela en la estimación de cada paso ; pero,
en último extremo —aunque se trate de un neosal-
varsán y podamos comprobar su efecto a través de
las reacciones serologicas—, siempre tendremos que
recurrir al definitivo “estoy mejor'’ o “no estoy me
jor” ; siempre podrá presentarse la experiencia de
un Wassermann positivo con un terminante y no
transitorio “estoy bien” y uno negativo con un per
tinaz “todavía no estoy bien”.
¿Qué quiere decir ello? Que, en definitiva, así
como juzgábamos del “estar enfermo” del pacien
te por un primario “está enfermo”, del mismo
modo juzgamos de su curación por un terminal
“está bien”. El saber del médico y su instancia amo
rosa juzgarán si al subjetivo “estoy bien” corres
ponde un coexistencial y revelado “está bien”, que
es el decisivo. Lo que llamábamos prevención y
preeminencia existencial del médico, unidas a su
amorosa instancia en el enfermo, son las que le re
velan esa terminal creencia del “este hombre .está
33«
sano”, que ratifica la todavía falible impresión sub
jetiva del paciente (*). En suma: la curación o
reinstalación de la existencia del enfermo curado
en un destino nuevo o en una etapa ulterior del
antiguo, sólo puede ser inferida en último término
—dando su valor auxiliar a los medios de explo
ración objetiva-— mediante la creencia que expre
sa el “este hombre está sano”, la cual creencia le
es revelada al médico, como siempre, en su coexis
tencia amorosa e instante con el enfermo. Sólo en
tonces puede el médico, tuta conscientia, “dar el
alta”. Con lo cual podemos plantearnos ya la últi
ma cuestión de las que este libro había de tratar.
339
fades !... Un día viene un rudo viento contrario, y
esta es la enfermedad. Como la galerna, nace la en
fermedad de no se sabe dónde; simplemente, de
que se está en la m ar—o en la vida--, y la mar y
la vida son inseguras paia barcos y hombres. El
viento es duro y contrario, inminente el riesgo de
acabar allí la derrota. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo
navegar en ese arduo azar contra viento y marea?
Es hora de poner a prueba todas las posibilidades
existenciales : quantum potes , tantum aude; esta es
la divisa del barco en viento contrario y del hom
bre enfermo. Un hombre hay que conoce el arte de
navegar contra el viento: es el médico. El médico
inquiere rumbo y posición, comprueba atento el
estado del velamen y prescribe la maniobra. Co
mienza una penosa navegación “por bordadas”. Al
terminar cada una, ordena el médico nueva mani
obra; el barco sale de su ruta en una comba osada
e incierta y vuelve a ella. Ha ganado unos metros.
Otra comba sigue, y así hasta que sopla de nuevo
favorable el viento del destino o hasta el trance de
cisivo y final del naufragio.
Cada “visita” del médico al enfermo es el co
mienzo de una nueva bordada en la empresa de
navegar contra el viento. Una nueva coexistencia
ocasional que revela al médico el “está mejor” o
“está peor”, como al experto que escudriña posi
ción y velamen al retorno de cada virada hacia bar-
:u o
lovento. Prescribe el médico su tratamiento y se
despide. Queda el enfermo solo, con sus fuerzas,
en la incierta excursión de su bordada contra el
destino amenazador. Nueva visita, nueva bordada,
nuevo avance. Al fin, con la salud, otra vez la
marcha, a sotavento del destino, hacia la meta vo
cacional.
¿Qué ha encontrado el médico en cada una de
sus visitas? Por lo pronto, un manojo de “hechos”.
De ellos, son unos aparentes, los síntomas visi
bles. El enfermo se le aparece al médico como un
objeto al que puede contemplarse, porque “está
ahí” ; es un fragmento del mundo exterior, objeti
va y específicamente configurado, en el que se
ofrecen a nuestra expectante solicitud determina
das apariencias sintomáticas. La última raíz con
siste, como vimos, en la resistencia que el mundo
exterior presenta a nuestros ímpetus sensoriales ex
ploratorios. Primer fascículo de hechos: resisten
cias objetivas.
Otro grupo de tales hechos son cosentidos. Aquel
fragmento del mundo exterior es un ser viviente
capaz de vital dolor o de actividades totalmente rea
lizadas por su orgánica totalidad. Estos “hechos”
descansan, por modo singular e invisible, sobre los
otros visibles, aparentes y objetivos. El dolor vital,
cuando el intestino se contrae en peristalsis violen
ta, se “realiza” en movimientos cólicos percepti
341
bles, torsión protectora del cuerpo, lamentos, etcé
tera; pero la suma de todos estos “hechos objeti
vos”, sensorialmente aprehensibles, no constituye
el irreductible fenómeno del “dolor cólico”. Ya sa
bemos que tales “hechos”, correspondientes a la
esfera vital, son rigurosamente individuales. El mé
dico no puede hacer otra cosa que “cosentirlos”
por simpatía o compasión sensible. Siquiera ello,
aun siendo conveniente —¡el médico “simpáti
co!”—, no sea necesario para el cabal ejercicio de
la Medicina. Las razones quedan dadas atrás.
El tercer fascículo de “hechos” es mucho más
sutil y de una escueta singularidad. Son los actos
rigurosamente personales: afectos de la persona
—tristeza “espiritual”, etc.—, espontáneas y libres
intenciones de la expresión, actos decisivos del des
tino. La personalidad intransferible de estos actos
es terminante; pero el médico, en una coexistencia
amorosa y creyente, puede intencionalmente coeje
cutarlos en el destino comunal. El “hecho” es aho
ra la coejecución de actos revelados en una amo
rosa y creyente coexistencia. La objetividad de los
primeros y la con-fusión afectiva de la esfera vital
es ahora coejecución reveladora, “revelación”. El
enfermo ya no es algo que “está ahí”, ni desaparece
sumido en la unificadora “com-pasión” (*), es algo
342
“en que se está”, una determinada compañía en el
hacer de mi activa “instancia”. La expresión es
pontánea o querida —diálogo, gestos— es lo que
me permite llegar a la entrañable y amorosa co
existencia.
Apariencia resistente y coejecución amorosa son
los elementos rigurosamente propios de la acción
médica (*). Sobre ellos se edifica la teoría diag
nóstica; desde ellos y ésta, se parte hacia la aven
tura del tratamiento. El edificio del diagnóstico se
eleva, pues, sobre el cimiento inicial de una creen
cia: “aquí hay otro hombre enfermo al que puedo
ayudar” ; con los sillares de unos cuantos hechos:
hechos aparentes o síntomas y coejecuciones inten
cionales y amorosas; y, en fin, según el plano teó
rico de la doctrina médica históricamente vigente.
El tiempo podrá acaso derribar este edificio. ]\adie
nos asegura, en efecto, que un caso por nosotros
diagnosticado de “gota constitucional por trastor
no metabòlico del riñón, recayente en un padre de
familia, comerciante, casado, hipocondríaco y an
gustiado por su negocio” —por exponer un tipo
343
sencillo de diagnóstico personal—, será rotulado de
modo próximo o remotamente análogo dentro de
un par de siglos. Ni siquiera estamos seguros de que
el tiempo no arrebatará la consistencia de algunos
“hechos” aparentes, para nosotros tan objetivos y
seguros. Pensemos en la historicidad de algunos cua
dros morbosos, como parece acontecer con el de la
sífilis. Lo que antaño fué un “hecho” aparente o
sintomático de la construcción etiológico-diagnós-
tica por nosotros llamada sífilis, ha dejado de ser
lo; por ejemplo, las formas floridas de la lúes, fre
cuentes otrora y hoy invisibles. No es que la for
ma florida no fuese entonces un “hecho”, ni que
nosotros neguemos ahora su antigua facticidad;
pero si “fué” entonces un hecho presente, ahora
es un hecho “pasado” y, por lo tanto, histórico. Del
mismo modo que expresar la lealtad a través del
rito llamado devotio iberica fué un hecho en Roma
y ahora ya no “es”, aunque se exprese también
análoga lealtad. Podría incluso suceder que el sín
toma que antaño fué “hecho indicador de sífilis”
reaparezca con otra significación histórica, con otro
valor diagnóstico; así como el hecho “terror a las
brujas” tenía en la Edad Media un valor signifi
cativo, diagnóstico, distinto del que tiene hoy. He
aquí, pues, que hasta los “hechos” sobre que se
basa la construcción diagnóstica pueden ser, y de
hecho son mordidos por la Historia en virtud de la
344
constitutiva historicidad de las reacciones humanas,
hasta de las vitales. El treponema productor de la
sífilis es hoy el mismo que hace quinientos años:
la sífilis, como reacción humana contra el trepone
ma, no es hoy la misma que hace quinientos años.
Donde el hombre esté está la Historia.
¿Todo se lo llevará la Historia? Aun cuando
arrastrase el tiempo consigo hasta los “hechos” que
nosotros reputamos objetivamente más sólidos:
aunque el bacilo de Koch produzca en el hombre
dentro de mil años, en lugar de la actual tubercu
losis, un cuadro clínico igual a lo que hoy llama
mos difteria, algo hay, sin embargo, que la Histo
ria no se llevará, esto es, la revelación. Podrá fene
cer la vista objetividad; pero no desaparecerá la re
velación amorosa, por la razón sencilla y definiti
va de que no es cosa que el tiempo se lleve ni cosa
de especie alguna, sino palabra venida al centro
mismo del hombre desde el fundamento de su exis
tencia, desde más allá de las “cosas” y los “sucesos".
Pasará la figura de las cosas; pero hay una palabra
que no pasará, se nos ha dicho. Fenecerán lapíóoic.
el saber, y el lenguaje de los hombres, las ·,·'/.(ooo«i,
dice San Pablo a los corintios; pero el agape, el
amor en Dios, no dejará de ser. Amor que nos ha
bla con la palabra de la revelación, el Logos johán-
nico, padre inextinguible de las mudadizas y ex-
tinguibles glossai de los hombres. Sobre esta “pala-
345
bra” asienta, como vimos, toda la escala de reve
laciones que se le abren al hombre cuando existe se
gún su destino a la vez propio y comunal. Revela
ciones creídas por vistas, que se apoyan en “la Re
velación” no vista y creída por graciosa necesidad.
Sobre esa gran Revelación, más firme que si fue
ra “objetiva”, se le aparecen al médico auténtico sus
dos específicas revelaciones cardinales. La prime
ra, inicial, dice: “He aquí un hombre enfermo,
ciertamente enfermo, al cual puedo ayudar”. La
última es : “He aquí al mismo hombre al cual he ayu
dado a estar sano, a curarse”. No importa que la
salud y la enfermedad sean también conceptos his
tóricos. Para el griego no era la “salud” la misma
cosa que para nosotros, ni para nosotros lo mismo
que para el tibetano o el esquimal. Pero cualquie
ra que sea el tiempo y el lugar, estar sano siempre
será lo mismo: poder cumplir los fines de la pro
pia existencia, poder afrontar con suficiencia vo
cación y destino. La Historia pone cauce variable y
condicionador al “estar sano” (*); pero dentro de
cada configuración del cauce, salud tendrá quien
pueda hacer fluir a su destino, con libertad y po
derío, hacia su meta vocacional, y más allá, “hacia
la mar, que es el morir”. Para trasponer la linde
346
tras la cual nos dice la creencia que está nuestro
perenne pervivir.
Es bien patente la relación entre los tipos histó
ricos de la actividad médica que antes describí y los
momentos del acto médico, por nuestro análisis
puestos en evidencia. La medicina irracional o má
gica descansa fundamentalmente sobre lo que lla
mamos instancia amorosa y creyente en el enfer
mo. Al empirismo, como forma histórica del arte
médico, corresponde la verificación empírica del
estar enfermo. En fin, la medicina racional o teó
rica tiene su raíz en la verificación teórica de la
certeza médica fundamental. Una prueba más de
cómo la Historia va diversificando la totalidad hu
mana, expresando todas sus posibilidades -—limita
das, contra el progressas ad infinitum — de su tem
poral existir. Aunque, por otro lado, el cambiante
ropaje finja realidades siempre nuevas.
¿No puede salir de todo lo expuesto un sentido
totalmente nuevo en la exposición histórica de la
Medicina y un método a él adecuado? Indudable
mente. Quede su estudio como tarea pendiente para
otras romanas calendas.
347
N O T A S B I B L I O G R A F I C A S Y C O M P L E M K N T A H IA S
348
9. H. Greyer: “ D er Arzt und die Gesellschaft”, en Der Arzt und
der Staat, Leipzig, 1929, págs. 10-11.
10. V. y. W eizsäcker: Aerztliche Fragen, pág. 49.
11. A ristóteles: Metafisica, 1032 h 13.
12. Ibid., 1070 a 30.
13. Una discreta descripción de las vivencias en la enfermedad
puede verse en v. Wyss, Körper-seelische Zusammenhänge
in Gesundheit und Krankheit, Leipzig, 1931, págs. 96 y
siguientes.
14. O. Schwarz: Medizinische Anthropologie, Leipzig, 1929, pagi
na 256.
15. V. v. W eizsäcker: L. c., pág. 51.
16. O. Schwarz: L. c., pág. 318.
17. L. c., págs. 25-27.
18. L. v. K rehl: Krankheitsform und Persönlichkeit, Leipzig, 1929.
19. Los libros fundam entales de éste van indicados en las Notas
del cap. I. Puede añadirse a ellas: Seelenbehandlung und
Seelenfiihrung, G ütersloh, 1926; “ D er Arzt und iter K ran
ke”, cn Die Kreatur, I, 1, 1926; “D er neurotische Aufbau
bei den M agen-D annerkrankungen”, Verh. d. Ges. f. Verd.
u. Stoffwechskrank., Leipzig, 1927; Kranker und Arzt,
Berlin, 1929, y Ludolf von Krehl, Leipzig, 1937.
20. Como m uestra, su capítulo en lieber seelische Krankheitsent
stehung, Leipzig, 1939, y su contribución al Lehrbuch de
Bergmann, Eppinger, etc.
21. O. M üller: Die Stellung der Medizin zu den anderen Wissen
schaften, Stuttgart, 1927.
22 . E. Meyer: “Vom W erden und Wessen der ärztlichen Berufes”,
Kl. Woch., 1928, núin. 16.
23. W. Holl m ann: Op. eit.. Además, Soziale Therapie, Hippokra-
tes (D.), 1939.
21. Las Aerztliche Fragen de v. W eizsäcker son sólo agudos apun
tes iniciales; la Medizinische Anthropologie de Schwarz,
un ensayo demasiado influido por el idealism o; la con
tribución de R. Allers al libro Psychogenese und Psycho
therapie der körp. Symptomen, excesivamente fenomeno
lògica (a lo H usserl) y poco existencial, contra lo que el
hecho médico requiere.
25. Idea de un Principe político-cristiano, Empresa GL
349
26. El Parnaso español, Polim nia, 53. (Ed. de la “Biblioteca de
Autores Españoles”.)
27. E. Mareo M erenciano: De lo temporal a lo eterno en la moral
mèdica. “Pensam iento mèdico y moral profesional”, Va
lencia, 1941, pág. 63.
28. En. in Ps., CII, 6 .
29. H. E. Sigerist: Introduction à l’étude de la Médecine, Paris,
Payot, 1932; y “Die Sonderstellung des K ranken”, en Ky-
klos, Bd. 2, 1929, pág. 13.
30. H. E reyer: L. c., págs. 14-15.
31. J. J. López Ib o r: Lo vivo y lo muerto del psicoanálisis, Bar
celona, 1936, pág. 141.
32. V. Monakow y M ourguc: L. c., en el cap. I. De la obra de
V. Monakow interesa sobre todo el concepto de diaskisis,
con el <[ue comienza a introducir la idea de totalidad en
Neurología.
33. K. G oldstein: L. c., en el cap. I. La comprensión biológica
que Goldstein hace del síntoma representa uno de los más
valiosos esquemas de conjunto. Lástima que se escape el
ápice personal a su reflexión. En parte, sigo en el texto
su exposición.
34. R. A llers: Concepto y método de la interpretación, en Psico
génesis y psicoterapia de los síntomas corporales, dirigido
por O. Schwarz, trad, esp., Barcelona, 1932, págs. 92-136.
La indagación de Allers comienza introduciendo las dis
tinciones husserlianas entre “expresión”, “señal” y “signo” ,
para llegar a una idea de la comprensión del síntoma en
el sentido de Dilthcy-Spranger. Estudio teóricam ente va
lioso, pero un poco “ deshum anizado”.
35. O. Schwarz: Cap. “Das Symptom”, en Med. Anthr., páginas
296-307. Se mueve muy influido p or ideas de Gomperz
sobre el “testim onio” (Aussage). Investigación demasiado
form alista del síntoma y algo confusa.
36. O. T cm kin: “Studien zum Sinn-Begriff in der M edizin”, en
Kyklos, 2, 1929, págs. 21-105. Una buena exposición filosó
fica de la idea de “sentido”, seguida, entre otras cosas de
menos interés a este respecto, de una investigación sobre
la esfera del “sentido” en la historia clínica, singularm ente
350
en H ipócrates y en Sydenham. Fino sentido histórico. Más
valor historiológico que patológieo-gcneral.
37. L. R. G rote: “ D er funktionelle G edanke”, en Grundlagen und
Ziele der Medizin der Gegenwart, Leipzig, 1928, págs. 23-50.
Una revisión totalitaria de la patologia funcional.
38. V. V. W eizsäcker: Ae. Fr., caps. “Angst. Symptom und K ran
kheit” y “Symptom und Erziehung”, págs. 14 y 30.
39. Expresiones citadas p o r C orral: L. c., págs. 145 y siguientes.
40. H. Lotzc: L. c., pág. 128.
41. Mucho representa en este orden la colección Bios, que dirige
A. Mcycr-Abich desde hace pocos años. Un bello ensayo
sistemático p o r com prender lo viviente representa el pe
queño libro Bedeutungslehre, de v. Uexkiill (Leipzig,
1940), aparecido en dicha serie.
42. K. Kötschau y A. Meyer: Aufbau einer biologischen Medizin,
Dresde y Leipzig, 1936.
43. Cits, p o r IL Devine: Recientes adquisiciones en Psiquiatria,
M adrid, 1931.
44. La nueva imagen del medico y la reforma de sus estudios, en
“Pensam iento médico y moral profesional”, Valencia, 1941,
pág. 15.
45 y 46. Boerhaave: Introductio in Praxim clinicam, Lugduni Bu-
tav., 1740, págs. 9 y 16.
47. Georgii Baglivi opera omnia medico-practica et anatomica,
Venetiis, MDCCXXXVIII, pág. 3.
48. B ichat: Anatomie générale, París, 1900, I, pág. 50.
49. W underlich-Roser: “ U eber die Mangel des heutigen deutschen
M edizin und über die N othw cndigkeit einer entschieden
wissenschaftlichen Richtung in derselben”, Arch. phys.
Heilk., 1842 (cit. por Tem kin, Kyklos, 2, 1929).
50. V. v. W eizsäcker: “K rankengeschichte”, en Die Kreatur, II,
1928, pág. 455.
51. Paracelso: “Von den Im postaren der Acrzte”, en Chirurg.
Schriften, 171.
351
INDICE DE MATERIAS
PÚR*-
P rólogo ............................................................................................... ix
I.— E m tormo ai . problem a de la M edic in a .............. 1
1.— D os g ru p o s so cio ló g ico s ....................................... 1
El técnico profesional.—El médico científico.
Reducción de la Medicina a los supuestos
de la ciencia cultural: cuantidad, causali
dad, construcción.
2.—S u in s u fic ie n c ia ....................................................... 9
La Medicina como quehacer.—Las nuevas zo
nas de la realidad: vida y persona.—Histo
ricidad del hombre.—La vida .individual,
la vida personal y la Medicina; falsos “per
sonalismos” médicos.—Idea de la persona
como ser abierto e íntimo.—Los intereses
personales en el caso de una fractura.—His
toricidad de la enfermedad.
3. —L a M e d ic in a e n la e n c ru c ija d a ............................ 41
El problema de la Medicina.--Su posición en
el orbe del saber científico.—Sobre el “peli
gro” del personalismo médico.—El motor
de la investigación positiva, a la luz de la
Historia de la Cultura (M. Scheler) y de
la Sociología (M. Weber). Los “mitos” in
citadores del trabajo científico.
N otas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 58
353
Pagi.
IL — E l m édico r la H is t o r ia ......................................... 63
1.— P o sicio n es a h istó rica s ............................................ 63-
El técnico de la Medicina y la Historia.—La
historia como curiosidad o erudición.-—Po
sitivismo histórico-médico.—La utopía pro
gresista en Medicina.
2. —H isto rism o y M e d ic in a ........................................ 34
La Historia en el siglo xix.—Exposición del
historismo: antinomia entre singularidad y
totalidad; antinomia entre justificación au
tónoma y sentido creador; historicidad del
hombre; tipología como recurso.—Penetra
ción de la Historia en la Medicina: histori
cidad de las ideas de salud y enfermedad;
relativización del saber médico; tipología
médico-histórica.
."Notas b ib l io g r á fic a s y c o m pl e m e n t a r ia s ................. 111
V 'l V i
III. —C o e x ist e n c ia e h is t o r is m o .................................. 11
l. —S o b re la “cu ra c ió n ” d e l h is to r is m o ................... 11
Tentativas: el superhombre de Nietzsche; el
“giro hacia la idea” de Simmel; las “reve
laciones parciales” de Troeltsch; la “gene
ral experiencia de la vida” de Dilthey; la
“conciencia moral” .de Meineckc.—Heideg
ger y la historicidad de la existencia.
2. — L a re a lid a d d e l m u n d o e x te rio r c o m o p r o b le
m a h istó ric o ........................................................ 126
Relatividad del conocimiento físico.—El mun
do como resistencia.—Física racional y Fí
sica existencial.—La sustancia.—Los “obje
tos” y el amor.—Amor y mundo exterior.
Las ideas.
3. — E l c o n o c im ie n to d e las p erso n a s e x te r io r e s ... 146
Ideas de Dilthey.—La “comprensión” y sus ti-
pos.-—Insuficiencia de la comprensión dil-
theyana en orden al problema del “tú”.—
354
Ideas de Fichte, Riehl, Münsterberg, Lippe
y Volkelt sobre el problema de la persona
exterior.—La raíz del problema: el solipsis
mo del hombre moderno.—Ideas de Driesch.
El análisis de Scheler.—Génesis de nuestro
conocimiento de “tús”.—Seguridad de “pró
jimo” e inseguridad de “compañía”.—Teoría
general del conocimiento del “tú” : funda
mentos ontológicos, método y teoría del co
nocimiento, modo de percepción, estratos
del conocimiento.
4.—C o existen cia , a u te n tic id a d , a m o r y o b je tiv id a d
h istó ric a ............................................................... 209
Sinceridad, mentira c histeria.-—El problema
de la coexistencia y la autenticidad: el aná
lisis de Heidegger.—“Prevención” y “desti
no comunal” como formas auténticas en el
coexistir.—Amor distante, amor instante y
amor creyente.—Amor y autonomía de la
persona.—La creencia como revelación del
destino comunal.—-Amistad, enamoramien
to y amor al hombre como hombre.—El
destino religioso v la radicalidad de la co
existencia.—“Eros” y “agape”.—La “obje
tividad” histórica como “revelación”.—Ins
tante y eternidad.
N otas hibliocráficas y com plem entarias ............ 246
4. L a acción m éd ica en su c o n ju n to . M e d ic in a «
H isto ria ................................................................ 339
El tratamiento como una navegación “por bor
dadas”.—El triple hallazgo del médico.
Historicidad del síntoma “objetivo”: caso
de la sífilis.—-Lo perdurable en la Historia
de la Medicina.
ILOTAS BIBLIOGRÁFICAS Y COMPLEMENTARIAS.................... 348
357
INDICE DE AUTORES (*)
360
H unter, 325. Litt, 17 8 , 2 4 8 .
H usserl, 14 4 , 1 5 0 , 18 9 , 1 9 2 , 3 1 7 , L ittré, 6 8 , s 8 , 5 9 , in .
246 , 248 . Livio (Tito), 3 0 7 .
Huygens, 13 6 , 1 4 3 . Loeb, 7 6 , 1 1 2 .
López Ibor, 30 9 , 3 2 6 , 3 5 0 .
Jacobi, 1 3 1 . Lorenzo de Médicis, 3 3 2 .
Jahn, 7 5 . Lot ze, 80 , 8 6 , 10 6 , 18 2 , 2 5 9 , 260 ,
Jaspers, 6 7 , 100 , 223, in , 249 . 318 , 1 1 3 , 348 , 3 5 1 .
Jennings, 3 1 3 . Lubarsch, 7 6 , 1 1 2 .
Jordan, 5 8 . Lucrecio, 9 9 .
K ahler, 5 8 .
M achado (A.), 2 2 9 .
K ant (I.), 9 9 , 10 3 , 1 6 5 .
0
Kant ( .), 37, 38, 61 . Magendie, 1 4 , 7 5 , 7 6 , 8 2 , 10 4 , 10 9 ,
316.
K epler, 3 3 , 13 5 . Maine de Biran, 1 3 1 , 1 3 3 , 203 .
Mannheim, 8 1 , 1 1 2 .
Kieser, 10 3 .
Kipling, 2 10 .
Klages, 2 6 , 36 , 15 0 , 1 8 6 , 2 0 2 , 61 . M aquiavelo, 2 5 3 .
M arco Merenciano, 2 9 4 , 3 3 0 .
Klebs, 260 .
Koch (R.), 4 3 , Ó2 .
Marey, 6 .
Koffka, 180 , 2 4 8 .
M ariana (P.), 2 5 3 .
M artius, 2 4 , 6 0 .
Köhler, 1 7 , 140 , 1 4 9 . ¿47-
K ötschau, 3 2 1 , 3 5 1 .
Meinecke, 8 7 , 8 8 , 90 , 1 1 5 , 120 , 1 2 1 ,
12 4 , 14 9 , 2 4 1 , 244, 252 , 256, n i ,
K raepelin, 3 7 , 4 1 , 10 6 .
K raus, 2 5 , 3 2 1 , do.
246 .
Krehl, 3 9 , 2 8 9 , 6 1 , 3 4 9 .
Mendel, 5 1 .
M ercado, 10 3 .
K retschm er, 3 7 , 2 7 5 , 3 3 1 .
K ronfeld, 1 6 4 , 30 6 , 2 4 7 , 2 4 8 .
M esserschm idt, 5 5 .
Ktilpe, 1 3 2 , 16 2 , 2 4 8 .
M etalnikoff, 24 .
M eyer (Ad.), 3 2 1 , 5 9 , 3 5 1 .
M eyer (E.), 290 , 3 4 9 .
L a M ettrie, 1 4 . M eynert, 1 5 , 10 6 , 3 1 3 .
Laënnec, 5 1 , 7 5 , 8 2 .
Lange (F. A.), 5 0 , 5 b 5 2 , 54, 62 . M inkowski, 10 6 .
Misch, 2 4 7 .
Langenbeck, 3 9 . M oleschott, 5 1 , 208 .
Langm uir, 8 . M onakow (v.), 2 4 , 4 1 , 106 , 316.
do, 350-
Lawson T ait, 3 9 .
Leathes, 5 8 . M orgagni, 7 5 , 7 7 , 8 2 , 10 9 .
Leclerc, 7 2 . M orgenstern, 1 5 2 .
Leibbrand, xii. M oro, 3 2 4 .
Leibniz, 9 9 , 16 9 . M ourgue, 10 6 , 6 0 , 3 5 0 .
Leon H ebreo, 2 2 5 , 2 4 g. M üller (Joh.), 5 1 , 5 3 , 1 3 1 .
Leonardo, 50 , 5 2 . M üller (O.), 290 , 3 4 9 .
Lériche, 3 2 6 . M ünsterberg, 1 6 4 , 1 7 6 , 2 4 8 .
Lessing, 8 1 .
Letam endi, 10 2 , 3 1 7 , 1 1 4 .
Leube, 2 6 5 . Naunyn, 1 5 .
Liebig, 5 1 . N eander, 7 2 .
Liek, 34 , 6 1 . N euburger, 7 4 , 8 2 , in .
l.inns, 1 6 4 , 18 3 , 2 4 7 . Newton, 7 5 , 1 3 5 , 1 3 6 .
361
Nietzsche, 9 4 , 9 7 , 115, u 6, 119 , San B ernardo, 28 .
295, 301- San Isidoro, 2 6 4 , 3 4 8 .
Nissl, 1 5 . San Ju an Ev., 2 3 5 , 2 3 6 , 2 4 4 .
Novalis, 10 3 , 3 3 2 . San Juan de la Cruz, 6 6 , j i i .
Nygren, 2 38 . San Pablo, 6 7 , 2 3 5 , 2 3 6 , 2 4 4 . 280 .
30 S, 345-
O rtega y Gasset, 3 , 2 2 , 4 4 , 9 6 , 125, Santa Teresa, 68 , 2 20 , 2 2 2 .
16 9 , 2 1 2 , 2 2 9 , 2 4 2 , 5 8 , 2 4 g. Santo Tomás, 30 , 4 4 , 6 2 .
O rth, 2 4 , 6 0 . Sauerbruch, 4 9 , 3 2 6 .
O rs (Eugenio d’), 308 . Schade, 8 , 4 8 , 5 8 .
Scheler, 1 2 , 20 , 2 9 , 30 , 3 1 , 5 2 , 5 7 ,
Paracelso, 5 3 , 9 1 , 10 8 , 1 5 6 , 3 3 5 , 95, 1 3 1 . 1 3 2 , 1 3 3 , 1 3 4 , 15 0 , 1 5 4 ,
352. 1 5 9 , 16 4 , 1 6 5 , 16 6 , 1 6 7 , 1 6 9 , 1 7 0 ,
Pascal, 80 . 173 , 174 , 1 7 5 , 1 7 6 , 1 77, 1 7 8 , 1 7 9 ,
Pasteur, 1 5 , 5 1 , 3 3 6 . 180 , 18 2 , 18 4 , 18 8 , 19 0 , 1 9 1 , 1 9 5 ,
Pem artin, 1 1 2 . 19 6 , 198 , 2 0 2 , 2 0 3 , 20 6 , 2 0 7 , 2 1 9 ,
P érez de Urbel (Fr. J.), 348 . 220 , 2 22 , 2 2 6 , 2 28 , 2 3 7 , 2 3 8 , 2 6 4 ,
P etrarca, 9 1 . 343, 5 8 , 5 9 , 60, 6 2 , 2 4 8 , 2 4 9 .
Peyton Rous, 8 3 , 1 1 2 . Schelling, 3 2 5 .
P i Suñer, ño. Schilder, 2 7 5 .
P ick (A.), 10 6 . Schiller, 16 8 .
P ick (E. P.), 2 4 . Schleierm acher, 9 9 , 14 9 .
Piquer, 1 0 1 . Schopenhauer, 2 2 6 .
Platon, 9 9 , 10 3 , 1 4 4 , 30 3 , 2 4 6 . Schrödinger, 1 2 7 .
Plessner, 2 1 , 1 3 9 , 1 9 3 , 3 2 1 , 6 0 , 2 4 g. Schw artz (O.), 2 , Jl, 1 0 3 , 2 8 3 ,
Potain, 1 5 . 2 8 5 , 5 8 , 59, 349, 3 5 0 , 35t-
SeifTert, 28 , 1 5 5 , dr, 2 4 7 .
Q uételet, 6 . Shryock, 8 2 , 1 1 2 .
Quevedo, 2 9 1 , 30 9 . Siebeck, 290 , 3 2 3 .
Sigerist, x ir, 8 3 , 30 4 , 1 1 3 , 3 5 0 .
Ranke, 8 3 , 8 9 , 9 2 , 2 5 3 . Simmel, 1 8 , 3 7 , 8 6 , 1 1 5 , 1 1 6 , 1 1 7 ,
R asori, 3 2 5 . 124 , 256, 59, 1 1 3 , 2 4 6 .
Rehmcke, 1 3 2 . Skoda, 6 , 4 8 , 1 2 9 , 13 0 , 2 6 t.
R icker, 7 6 , 10 9 , 1 1 2 . Socrates, 5 3 , 1 5 6 , 16 0 , 1 6 3 .
R ickert, 8 6 , 8 7 , 8 9 , 1 1 7 , 132, 1 1 3 . Spencer, 8 .
Riehl, 1 6 4 , 1 7 6 , 2 4 8 . Spranger, 10 0 , 1 5 5 , 1 5 6 , 2 2 3 , 2 26 .
Richardson, 2 0 . 247 , 249 .
Rilke, 2 9 5 . Sprengel, 7 3 , 8 2 , 1 0 3 .
Ringseis, 10 3 . Stern (W .), 2 9 .
Rohde, 30 5 . Storch, 10 6 .
Roser, 3 30 , 3 5 2 . Stransky, 208 .
R othacker, 2 3 . S tu a rt Mill, 1 4 , 14 9 , 3 1 6 .
Rousseau, 1 5 7 . Sudhoff, 8 2 , 8 3 .
Swieten (v.), 9 1 .
Saavedra Fajardo, 7 0 , 253, 2 9 1. Sydenham, 7 7 , 9 2 , 3 28 .
Sabunde, 2 2 5 , 2 4 g.
Salz, 5 8 . Taine, 8 .
San Agustín, 4 3 , 1 1 8 , 141, 143, Tem kin, 4 3 , 1 0 3 , 3 1 6 , 6 2 , 351 .
144, 15 7 , 295, 2 4 6 . Tom ás de Kempis, 1 4 4 .
362
T roescher, 34. W eber (M ax), S3 . 5 4 . 5 5 . n o ,
T roeltsch, 86, 87, 88, 115, 117, 118, 150, 310. 5 8 , 62.
120, 124, 126, 163, 252, 256, 58. W eizsäcker (v.), 11, 39. 4 1 . 277,
u i , 113, 246, 247. 278, 284, 287, 288, 290, 297, 316,
T urgot, 84. 331, 5 9 , 62, 349, 350, 351, 352.
W erner, 188, 248.
U exkiill (v.), 139, 202, 321, 59, Ï46, W ernicke, 106.
351 - W inkelm ann, 71.
U hfeland, 103. W indelband, 80, 86, 87, 117, 112,
I I 3-
Vallés, 70, 103. W illiam s, 103.
V asari, 7r. W ittkow er, 26, 61.
Vesalio, 82. W underlich, 82, 380, 332.
Vico (G.), 72, 84. W undt, 8, 106.
V irchow , 15, 106, 260, 261, 330, W vss (v.), 349.
61, 348.
Vives, 56. Y orck (Conde de), 85, 100.
Vogt, 15, 51, 208.
V olkelt, 164, 165, 166, 170, 171, Zoepfl, 5 9 -
173, 194, 209, 248. Zondek, 60.
V oltaire, 84, 253. Zubiri, x m , 54, 85, 127, 197, 203,
V oronoff, 79. 222, 231, 234, 23s, 62, 246, 2 4 9 -
363
ACABOSE LA IMPRESION DE ESTE LIBRO
EN M A D R I D . E N LA I M P R E N T A D E
SIL VERIO AGUIRRE. CALLE DEL GENERAL
ALVAREZ DE CASTRO, 40, EL DTA
4 DE JULIO DE 1941
LAUS DEO