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Grado 1
Un día, para distraerse, a Pedro se le ocurrió gastar una broma a aquellos campesinos. De
pronto, se puso a gritar con todas sus fuerzas:
Los campesinos abandonaron sus labores y salieron disparados para ayudar a Pedro.
Corrían enloquecidos porque sabían lo terrible que puede ser un lobo atacando a las ovejas.
–¡Ja, ja, ja, qué divertido! ¡Os lo habéis creído y sólo era una broma!
No le dan miedo las tormentas; no teme ni a las personas ni a los barcos, y ni siquiera a las
ballenas, que sabe que son gigantes pacíficos. Pero su madre le ha enseñado a tener
cuidado con el tiburón blanco.
Grado 2
Inmóvil entre la vegetación, la rana adulta parece una bella piedra preciosa, verde y
brillante. Pero al menor ruido, desaparecerá. Su constitución se parece a la de un atleta:
sus patas traseras son muy largas y musculosas, y poseen unos dedos muy desarrollados.
Sabe nadar, saltar y trepar por las hojas de los juncos: las acrobacias no le dan miedo.
La rana pasa la mayor parte del tiempo trepando por las hojas de los matorrales, las cañas
y los arbustos que crecen cerca del agua. Es capaz de desplazarse por las alturas sin
caerse: bajo los dedos de las cuatro patas posee unos discos adhesivos, a modo de
ventosas, que se pegan. Esto le permite subirse fácilmente por el follaje y sujetarse a los
tallos de las plantas.
Rita, además de una mamá, un papá y una abuela Lola de ochenta y nueve años, tenía un
montón de colecciones de cosas que se pueden coleccionar: caracolas y piedrecitas de la
playa, botones, flores y hojas secas, plumas de pájaro y envoltorios de chicle. Y miedos,
manías y mucha vergüenza.
Guardaba sus caracolas y piedrecitas de la playa en botes de cristal. Las flores, las hojas
secas y las plumas de pájaro, en cajas de zapatos. Los botones y los envoltorios de chicle,
en unas carpetas especiales para botones y envoltorios de chicle.
Los miedos, las manías y la vergüenza, los llevaba todos colgados de su espalda.
Cuando iba al parque a jugar, le entraban todos los miedos del mundo:
¿Y si al llegar descubría que no había nadie? Se sentiría más sola que la una.
¿Y si estaba lleno de niños, pero no querían jugar con ella? Se sentiría aún más sola. ¡Más
sola que la una y media!
Grado 3
Por la noche Lucía había soñado con un hada regordeta y pelirroja que se colaba por su
ventana. Todavía adormilada, se sentó en el borde de la cama, se colocó las zapatillas, vio
un pequeño bulto rojo sobre el edredón y...
–¡Aaaah!
Un momento: ¡lo del hada no había sido un sueño! No, no, ni hablar. Allí, a los pies de la
cama, dormía a pierna suelta Roberta con cara de felicidad.
–¡Aaaah! –volvió a gritar la niña. Y esta vez lo hizo tan fuerte que el hadita, asustada, se
incorporó de un salto.
–¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Dónde hay fuego? Que no cunda el pánico. Los niños
y las hadas, primero.
Lucía se acercó a Roberta y la tocó con su dedo índice, dándole de nuevo un buen empujón.
–¡Ay! ¿Otra vez? Mira, como vuelvas a empujarme, preparo las maletas, me monto en el
primer vuelo con destino a Cancún y que te haga de hada madrina una pareja de la policía.
–Lo siento, Roberta, no quería hacerte daño; ¡creía que eras un sueño!
Grado 4
–¿A la muñeca? –protestaron sus zapatitos rojos–. ¡La muñeca es nuestra, no puedes
llevártela!
–Tengo que hacerlo –dijo Tol–. La necesito para salvar a mi hermano, que está fuera de la
casa.
–¿Fuera de la casa nuestra muñeca? ¿Con un calcetín loco? ¡Estás soñando! ¡Nunca
vamos a ir fuera sin los humanos!
Entonces Tol encontró lo que había estado buscando: el botón que ponía en marcha a la
muñeca que caminaba.
Pulsó el botón y la muñeca empezó a moverse. Caminaba como un robot, sí, pero
caminaba. Y entonces, toda su ropita, asustada, comenzó a desabotonarse. Como por arte
de magia, en unos segundos, del vestuario de la muñeca solo quedaban unos zapatitos
rojos y sus calcetines.
Tol se enrollaba en el cuello de la muñeca como si fuera una corta bufanda multicolor,
entraron con ella en la habitación de Bruno. Cuando llegaron frente al ropero, Tol gritó:
Grado 5
Fragmento de: Heka. Un viaje mágico a Egipto, Núria Pradas
Parpadeó varias veces. Intentaba abrir los ojos, pero aquel movimiento tan insignificante le
suponía un esfuerzo enorme. Tenía el cuerpo destrozado. Se dio cuenta de que estaba
estirado en el suelo. Pero no era el suelo húmedo del parque.
Ahora sí que abrió los ojos. Lo veía todo borroso. Instintivamente, hizo el gesto de subirse
los anteojos. Pero no los llevaba puestos. El corazón se le subió a la garganta. Sin anteojos
era hombre... bueno, niño perdido. Palpó el suelo. ¡Uf, estaban allí, a su lado! Se los puso.
Su madre tenía razón: eran feos, pero fuertes y no se habían roto. Eso sí, estaban
completamente torcidos, el ojo derecho hacia arriba y el izquierdo hacia abajo. Tenía que
girar la cabeza de una forma extraña para poder ver algo. Y lo que vio, a través de sus
anteojos torcidos, lo dejó estupefacto.
Dio un salto del susto; un salto que ni él mismo se creía capaz de dar. Se quedó medio
incorporado. Le costaba asimilar la información que los ojos le transmitían al cerebro. Una
cara rarísima lo miraba con los ojos tan abiertos de par en par como los suyos. Un rostro
que parecía tener tanto miedo de Víctor, como Víctor de él.