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Eje II

Lengua y Literatura I

Prof. Betiana Maccari


Esc. Nº 4-119 "Sta. María de Oro"
El eclipse
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva
poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó
con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento
fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor
redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a
sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de
sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo
algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su
arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y
dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se
produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la
piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas
recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían
eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus
códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Monterroso, Augusto. Cuentos. Buenos Aires, Alianza Editorial, 2007.


Memorias de un wing derecho
Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño
nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines.
No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.
Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a
ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para
qué m... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías
nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.
¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en
la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha...
Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después
una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace
que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800.
Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago
en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me
atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por
favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro. debe llevar más de 12.000 goles. por debajo de las
patas... Y...¡el tipo está ahí!
donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum!
adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el
nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh!
Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.
Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al
lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré
servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de
siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos escegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi
no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las
bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso,
del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero
bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban
alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club
para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se
encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.
Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se
juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!...
apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en
meterlo adentro.
¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las
cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que
había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y
había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no
me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.
¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba
se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. porque también es
importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un
fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo
apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia ,
nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe
cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo
conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se
juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda
como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué
tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese
día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca.
Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya
tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera
pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos.
Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante.
De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se
llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante
cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando
llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un
día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me
quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté.
En la defensa no andábamos tan bien porque el que manejaba a los tres era un salame. Un paspado.
Pero con los de adelante bastaba.
No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se
meten todos abajo. Están locos. tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón.
Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a
Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Íbamos perdiendo uno a cero,
porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la
astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once
también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me
tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo
luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces
yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al
segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el
arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio.
Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco. ¡Qué
golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la
derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me
abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se
la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido
fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir
que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club
trajeron una.
Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” , “clun” y unas sacudidas.
Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y
nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los
muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con
esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan.
El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad. ¡Por favor!

Fontanarrosa, Roberto. El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos.


Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Planeta, 2013
El hombrecito del azulejo
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que
sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de
facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y
comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del
Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados,
porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles
y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la
luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera
flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de
Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban
aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el
viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo
acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe
hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul,
barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que
ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el
friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada
cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que
ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso.
Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios
pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del
zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo
veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el
rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo
un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le
apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado
con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le
dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando
estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él
unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la
sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos
elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las
pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en
invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y
la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la
lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte
evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos"
ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está
vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada
que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los
mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte
bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo,
como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el
otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el
cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara
encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie
acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que
conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas
y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño
peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a
quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que
podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá
abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie,
y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará
los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y
al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al
enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa
criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es
imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de
Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas
Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al
oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer
su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la
aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen
junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que
los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro,
en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los
perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su
agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las
estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las
porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a
desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a
morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo
en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El
hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas
latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la
divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a
referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le
explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de
Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u
ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por
error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes
que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro
en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir
demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de
los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y
luego desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a
Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque
trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones
ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte
parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe
de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de
los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay",
sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas
banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al
brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan
bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más
truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel,
como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a
duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella
produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los
soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como
un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un
ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que
el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se
desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel!
¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda,
trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha
conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal,
descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue
y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy
orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una
fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge,
se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la
vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer
y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se
percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su
madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la
cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor.
Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra
de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología,
también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se
acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado
Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los
faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los
lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente,
nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando
todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la
ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y
cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio,
sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra
encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la
tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único
que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con
baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que
cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos
cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y
fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece
por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en
ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el
año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres
grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto,
porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también
puedan burlarla las lágrimas de un niño.

Mujica Láinez, Manuel. Misteriosa Buenos Aires.


Buenos Aires, DeBolsillo, 2005
Historia de los dos que soñaron
El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:
"Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no
duerme), que hubo en el Cairo un hombre poseedor de riqueza, pero tan magnánimo y liberal que todas las
perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el
sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que
se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: "Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla." A
la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las
naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó el fin a Isfaján, pero
en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había,
junto a la mezquita, una casa y por el Decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la
mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones
y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito
acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en
ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca
de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel,. El capitán lo mandó buscar y le dijo: "¿Quién
eres y cuál es tu patria? El otro declaró: "Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed
El Magrebí." El capitán le preguntó: "¿Qué te trajo a Persia?". El otro optó por la verdad y le dijo: "Un
hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y
veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste".
"Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle:
"Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo
hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una
fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro
de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te
vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete".
"El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del
capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el
Oculto."

(Del Libro de las 1001 Noches, noche 351)

Borges, Jorge Luis. Historia universal de la infamia.


Madrid, Alianza Editorial, 1998.
La intrusa

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta en que llegó, nadie se quejó de mi conducta.
Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi
escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de
planchar con mis propias manos el papel carbónico.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció
sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración!
recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros
se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Crees usted que yo me
inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero
hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito.
Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella!
Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González" -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa
ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que
ella fue con la alcahuatería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté,
Señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba
como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una
extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

Orgambide, Pedro. La buena gente. Buenos Aires, Sudamericana, 1970.


Cassette

Año: 2132. Lugar: aula de cibernética. Personaje: un niño de nueve años.


Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que cuando
crezca pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso.
Entretanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas
comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de comunicación. Después,
en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra, que invente. La educación en
el conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra
anécdota en la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez. Blas
sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy airosa se dirige
hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera, siguió con la vista en una
mañana como esta y al seguirla pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la
miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha desaparecido.
Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete.
Es una cassette.
Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música
estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX a
las que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción.
¡Cómo se habrán aburrido, sin esa cassette!
"Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica --había comentado el tutor-- los pasatiempos se
sucedían como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la grabadora, de la
radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine parlante y policromo.
¡Pobres! ¡Sin esta cassette cómo se habrán aburrido!
Blas, en su vertiginoso siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos. Su vida no transcurre
en una ciudad sino en el centro del universo. La cassette admite los más remotos sonidos e imágenes;
transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; emite cuerpos en relieve; permite que él
converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora
cuya memoria almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas.
(Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las
informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos
matemáticos.)
En vez de terminar el deber Blas juega con la cassette. Es un paralelepípedo de 20 X 12 X 3 que, no
obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones.
Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve qué
es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga. ¡Ah, podrán
presentarle cosas para que él piense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o asá!
Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por el
aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos:
-- ¿No sería posible --se dice mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más personal,
más íntima, más libre, sobre todo más libre?
Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que funcione
sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se apague en cuanto
se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia adelante,
hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno fastidioso... Todo esto sin molestar a nadie,
aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría participar en la
fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por
ejemplo, la conversación entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de llegar de
la nebulosa Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de
seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción
de cada paisaje, la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código de
signos. No como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras impresas en
láminas cosidas en un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración entre un artista
solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
-- ¡Esto sí que será una despampanante novedad! --exclama el niño--. El tutor me va a preguntar:
"¿Terminaste ya tu deber?" "No", le voy a contestar. Y cuando rabioso por mi desparpajo, se disponga a
castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué proyectazo le traigo!"...
(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera
con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años,
dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el
libro.)

Anderson Imbert. En: Tomo la palabra. Lengua y Literatura 2. Buenos Aires, Colihue, 2005.

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