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Responsabilidad Social, dilemas y futuro

¿Cuáles son las direcciones que tomará la Responsabilidad Social Empresarial en el futuro
inmediato?
Por Mauricio González Lara

La Responsabilidad Social Empresarial (RSE) se encuentra en una encrucijada: si bien ya es una realidad ineludible
para las organizaciones del siglo XXI, aún existen muchos mitos y falsas percepciones que impiden su óptimo
desarrollo. Queda claro que no es una moda, ni un acto aislado de filantropía, ni una acción mercadotécnica orientada a
la promoción de una causa benéfica, ni un recurso retórico para mejorar la imagen corporativa; pero todavía no se
interioriza como una filosofía que permee en todos los niveles de la empresa, con indicadores aplicables en la praxis.
Peor aún, el grueso del mundo corporativo aún no la asume como un compromiso sólido que le permita redimensionar
su rol en el mundo.
En aras de sortear estos dilemas, la RSE comienza a redefinirse en función de enfoques que permitan exhibir resultados
concretos en ventanas más cortas de tiempo. ¿Cuáles son estos lineamientos? El futuro inmediato de la RSE cruzará
por tres rumbos principales: la demanda de transparencia total por parte de los consumidores, la adopción del “valor
compartido” y el polémico protagonismo de los súper ricos en los problemas de la aldea global.
Transparencia, piedra de toque.
Hace apenas algunos años, el grueso de las compañías solían considerar a la RSE como un paliativo para justificar
prácticas y tomas de decisiones que pudieran resultar cuestionables ante sectores críticos de la opinión pública. Si bien
está lógica aún se encuentra presente en algunas corporaciones, cada vez es más difícil engañar a la sociedad. Como
bien señala el estudio Social good: the end of goodwashing, elaborado a mediados de 2011 por la agencia de publicidad
JWT, los denominados “mileniales” (personas cuyo rango de edad abarca de los 18 a los 33 años) no confían en la
legitimidad de los programas sociales promovidos por las marcas.
El 55% se muestra escéptico sobre el impacto de los esfuerzos de RSE de las empresas, y el 92% sospecha que el
dinero que donan a cualquier programa de caridad se pierde en costos ajenos al problema que se busca solucionar. Los
consumidores no son lo que eran antes: el marketing con causa y los programas filantrópicos de corto aliento no
significan mucho para los “mileniales”.
¿Esto quiere decir que la RSE no les importa? De ninguna manera. Los “mileniales” son sustancialmente más exigentes
en torno al compromiso social que esperan de una organización que las generaciones que los antecedieron; la
diferencia estriba en que para ellos la RSE no es posible si no se cumple con un concepto inmanente a la forma en la
que entienden el mundo, la transparencia. Es natural: si desde su infancia han estado acostumbrados a obtener
información de todo aquello que les interesa con un solo click, ¿por qué no someter a esa misma lógica a las
organizaciones con las que interactúan diariamente? ¿Por qué no hacer pública su satisfacción o rechazo ante la
transparencia u opacidad de una compañía través de las múltiples redes sociales a las que se encuentran conectados
todo el día?
La consolidación del “maximum disclosure” (apertura total) como requisito sine qua non de la RSE es inexorable: de las
etiquetas con el desglose de calorías en los productos alimenticios a la práctica de hacer públicas las huellas de
carbono, sin obviar la constante atención de grupos de interés sobre la ética de las decisiones de las grandes
corporaciones, no hay empresa peleada con la transparencia que pueda proclamarse socialmente responsable en la
posmodernidad. Las organizaciones sin fines de lucro también serán sometidas a un escrutinio más severo, por lo que
muchas de ellas deberán adoptar estándares y procesos similares a los de cualquier empresa pública.

Adiós cursilería, hola valor y resultados.


El error más recurrente cuando se polemiza sobre la RSE es iniciar la discusión sin desterrar el prejuicio de que ser
socialmente responsable equivale, en el mejor de los casos, a destinar una parte del presupuesto a programas de
filantropía o bienestar social, o en el peor, a realizar una serie de concesiones que tarde o temprano impactarán
significativamente en las utilidades (o sea, a ganar menos).
Los paradigmas a seguir en los años venideros se centrarán principalmente en obliterar por completo esa noción.
Podrán suscitarse diferencias en cuanto a parámetros y prácticas entre la comunidad profesional de la RSE, pero todos
deberán estar de acuerdo en un punto de partida: la responsabilidad social debe ser concebida como un elemento
estratégico atado a maximizar la rentabilidad.
Las empresas empiezan a cambiar sus modelos de negocios para conciliar la productividad y el bienestar social en sus
cadenas de valor. La idea es aumentar la competitividad mediante la creación de diversas redes en el entorno que
fomenten un crecimiento conjunto; es decir, de generar “valor compartido”. Campbell’s, Philips y GE son empresas
campeonas en materia de “valor compartido”; en México, Pepsico –vía Sabritas- es ejemplo de esta práctica con un
notable plan agrícola que ayuda a la modernización de varias familias campesinas a la vez que garantiza
autosuficiencia en su abastecimiento.
En febrero de 2011, Michael Porter y Mark R. Kramer publicaron en la revista Harvard Business Review el
ensayo Creating shared value: how to reinvent capitalism and unleash a wave of innovation and growth, donde retoman
la tendencia y la presentan como una forma viable de desactivar los numerosos reclamos contra el modelo económico
capitalista tras la crisis de 2009. Porter y Kramer, incluso, proponen la desaparición del término RSE para sustituirlo por
el de “valor compartido”.
En realidad, el concepto de “shared value” no es nuevo (los mismos Porter y Kramer ya lo manejaban en The
competitive advantage of corporate philantropy, publicado en 2002, sólo que bajo el poco afortunado término de
“filantropía estratégica”). Su relevancia, sin embargo, es más intensa que nunca por una sencilla razón: frente al
preocupante escepticismo de los consumidores, desatado por el cambio generacional y el descontento social provocado
por las recientes crisis económicas (manifestado en movimientos como Occupy Wall Street), las cadenas de valor
compartido aseguran un palmario esquema en el que tanto la corporación como la sociedad se ven beneficiadas de
manera sinérgica; se obtienen resultados concretos para todos, en lugar de los esfuerzos aislados y caprichosos de la
filantropía tradicional y los programas de marketing con causa.
Ahora bien, ¿llegará a sustituir al término RSE? Lo dudo. La Responsabilidad Social Empresarial es una cultura de
gestión que vincula a la empresa con el bienestar de la sociedad a través de la promoción y desarrollo de los integrantes
de la organización, ayuda a la mejora constante de la comunidad, ética en la toma de decisiones y sustentabilidad
ambiental.
Si bien el “valor compartido” transita por todos estos ámbitos, no siento que haga énfasis suficiente en los referentes a la
ética y supervisión del manejo interno de la corporación. La fuerza del lenguaje, además, se impone: las palabras
“responsabilidad” y “social” dan por sí mismas una idea de compromiso que simplemente no encuentro en “valor
compartido”. De hecho, estas preocupaciones no están particularmente presentes en ningún texto escrito por Porter,
quizá porque él mismo no las considera importantes: recordemos que el celebrado gurú asesoró por mucho tiempo en
management y estrategia a la familia de Muhammar Kadafi, lo que raíz de la caída del dictador libio desató un escándalo
mayúsculo en el circuito académico estadounidense.

Los súper ricos: cada vez más protagónicos, cada vez más controversiales.
El deseo de algunos súper ricos de involucrarse en el bienestar social se ha incrementado en este siglo. En junio de
2006, el entonces CEO de Microsoft, Bill Gates, anunció su transición de ejecutivo a director de tiempo completo de la
fundación que fundó con su esposa en 1975, la cual ha contribuido a la educación y la salud global.
También en 2006 Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del planeta, informó que daría 37,000 millones de su
fortuna acumulada en Berkshire Hathaway a causas filantrópicas. Estas dos figuras han redefinido el alcance de la
filantropía: antes los súper ricos podían abstenerse de toda preocupación social; hoy, como resultado de la atención
mediática generada por Gates y Buffet, resulta casi imposible abstraerse de esta dinámica sin experimentar severos
costos de imagen.
Warren Buffett llevó el debate a un nivel más alto en agosto de 2011, cuando le propuso al gobierno de Barack Obama
que planteara un gravamen especial a aquellos que ganaran más de un millón de dólares al año. La iniciativa de Buffett
fue recibida con escepticismo, sobre todo en el ala conservadora republicana, adversa casi por sistema a la noción de
los impuestos escalonados. Sin embargo, la idea de Buffett ha ido permeando en el imaginario de la aldea global, en
especial entre otros multimillonarios. Una semana después de la propuesta de Buffett, un grupo de súper ricos franceses
–presidentes y directores de compañías como Total, Societe Generale, Fimalac y Air France- le pidieron a Nicolas
Sarkozy, el presidente galo, que les cobrara más impuestos.
Amén de lo que suceda en el ámbito fiscal, esta súbita toma de conciencia de los súper ricos marca un punto de
inflexión interesante en el ámbito de la RSE y del management. Las incesantes demandas de múltiples stakeholders
para implementar una mayor responsabilidad social en el manejo de las grandes fortunas, sumada al hecho de que el
aumento exponencial en la calidad de vida ha redundado en que la edad productiva de los ejecutivos se haya elevado
más allá de los 60 años, ha derivado en que los CEOS ya no visualicen su retiro como una vida de descanso en la playa
o en las montañas, sino como una oportunidad para ser un agente de cambio social y construir un legado del que
puedan sentirse genuinamente orgullosos.
No se trata de elegir la filantropía como una actividad social después del retiro, sino de dedicarse de tiempo completo a
proyectos programáticos y ambiciosos que sirvan como agentes de cambio social; no sólo en esferas universalmente
consideradas como “políticamente correctas”, también en temas espinosos y controversiales, como el activismo del
financiero George Soros para impulsar la legalización de las drogas en California. Anne Mack, trendspotter de JWT, está
convencida de que estamos frente a un cambio de valores:
“Durante la segunda mitad del siglo pasado, cuando un ejecutivo de alto nivel entraba en una crisis de mediana edad
era común que comprara un coche o se consiguiera una amante más joven. Ese era el cliché. Hoy, en cambio, adopta
una causa social y se dedica a promoverla con el vigor propio de un joven progresista. Muchos son extremadamente
competitivos y comparan el número de donaciones obtenidas como si estuvieran apostando al futbol o los caballos. Es
impresionante. En el caso de los súper ricos, como es el caso de Gates, se ha convertido en una segunda carrera, en
una segunda vida.”
Personajes como Buffett y Gates cuentan con una amplia gama de contactos en todas las esferas posibles. Se ven a sí
mismos como protagonistas de la vida mundial y actúan en consecuencia. En el mediano plazo vamos a ver cómo
injieren de manera cada vez más directa en el planteamiento de la agenda pública de la aldea global; no como meros
filántropos, sino como actores capaces de influenciar, no sin controversia, las políticas públicas de las naciones.

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