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PIET SCHOONENBERG, S.I.

LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO


De macht der zonde, aparecido en el volumen del mismo título publicado por L.C.G.
Malmberg's-Hertogenbosch (1962) 201-271 1

EL PECADO, CONSIDERADO EN SÍ MISMO COMO CASTIGO

No es Dios el que castiga el pecado, sino que es éste el que contiene en sí mismo su
castigo. Esto supone que el castigo no sigue simplemente al pecado, ya pasado, sino que
el pecado permanece. En efecto, el pecado no es sólo una mala acción exterior; es
también una decisión personal. Toda acción tiene un carácter transitorio en su aspecto
exterior, pero en su núcleo permanece. Este núcleo de cada acción es la decisión por la
cual la persona se realiza en una cierta dirección: es la actitud que ella adopta. Por eso
se puede hablar de estado de pecado o estado de gracia.

Sin embargo, ese estado no puede ser considerado ni como algo jurídico - una especie de
"libro de cuentas del tribunal divino"-, pues es estado en cuanto que es "actitud"; ni
tampoco como algo definitivo, pues mientras estamos en la tierra no hay estado de
gracia sin tentaciones, ni estado de pecado sin solicitaciones de la gracia.

Esto nos lleva a un examen crítico de la verdad católica. según la cual, tras la remisión
de los pecados, pueden quedar "penas temporales" que hemos de padecer en esta vida, o
purificar (en el purgatorio) o ser remitidas (indulgencias). Según la explicación habitual,
aunque la falta se ha perdonado, no han sido remitidas sus penas. Sin embargo, esta
explicación recuerda mucho una situación jurídica, posible sólo porque tales castigos
son el signo que revela (aunque también puede ocultar) la actitud del culpable. Pero las
penas temporales de que aquí se trata no son las jurídicas, sino que se encuentran en el
orden de nuestra relación con Dios, igual que la "pena eterna" por la obstinación en el
mal. Y si esta pena eterna es remitida cuando se perdona el pecado mortal, ¿qué
significa que el pecador haya de padecer todavía penas temporales? Las penas
temporales significan -aquí podemos continuar identificando castigo y actitud culpable-
que nuestra actitud no ha sido todavía perfectamente purificada, que la buena actitud
fundamental está todavía envuelta en actitudes periféricas malas. El pur gatorio
representa la purificación definitiva de estas actitudes, y la indulgencia es una bendición
dada a nuestras purificaciones, aunque falsamente se la haya presentado como remisión
de una pena exterior.

En su sentido más profundo, el castigo no se enc uentra, pues, fuera del pecado, sino que
coincide con él. Ahora bien, el pecado se erige fuera del hombre y contra él, en la
medida en que ambos no se identifican. El pecado aprisiona al hombre y causa su
muerte. Esto es claro en pecados específicos (homicidio, toda injusticia...), pero, ¿es
propio de la misma naturaleza del pecado el oprimir al hombre?, ¿en qué medida?,
¿cómo la muerte, la soledad, la angustia resultan del apartarse de Dios?, ¿el pecador se
pierde porque pierde a Dios, se autodestruye porque se aparta de Él?

A veces se presenta el pecado como una autodestrucción y se atribuye a la gracia


justificante el que el pecador continúe existiendo y sea un ser humano. Se da este
argumento metafísico: Dios es la fuente del ser, y apartándose de Él, el hombre destruye
su propio ser. O bien: sin los otros el hombre no puede realizarse, cuánto menos sin
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Aquel que es fuente de su ser. Tales argumentos sólo muestran que el pecador trabaja
en su autodestrucción; pero el pecador hace más que eso: lleva a cabo una acción
esencialmente "ambivalente"; se esfuerza por lograr un bien, por realizar un valor, pero
lo hace contra la alianza de Dios, de modo negativo y destructor. Dicho de otro modo: el
pecado es negativo, pero concretiza su rechazo en una acción positiva, que es en
cualquier caso una autoafirmación. Y no puede dejar de serlo, pues la creatura no puede
dejar de realizarse; ni puede aniquilarse por la misma razón que tampoco puede darse a
si mismo la existencia: el ser o no ser no está al alcance de su poder.

De ahí resulta que, si bien se reduce el poder de aniquilación del pecado, no se


disminuye sin embargo su gravedad. Al contrario: no aniquilando al pecador, el pecado
establece una contradicción en su ser entre el "Señor, ábrenos" y la decisión por la que
uno mismo se ha cerrado la puerta. Así, el pecado es ante todo no autodestrucción, sino
rotura de la alianza: en la decisión que es un pecado mortal, el pecador mismo rechaza la
vida de la gracia, rehusándola o usurpándola (es decir, no queriendo recibirla como
gracia).

Desde estas consideraciones precedentes hay que interpretar la pérdida de la gracia


santificante como castigo de Dios: el pecado mismo castiga al pecador desposeyéndole
de la vida de la gracia. Ésta es la vida realizada por la alianza, en comunión personal;
una "existencia-con", que nos es dada, y que, por consiguiente, es ofrecida a nuestra
libertad, y que no puede existir si no respondemos a la invitación de Dios con actitud
receptiva de amor, fe y esperanza.

Se podría concebir este carácter sobrenatural del pecado de un modo extrínseco: el


pecador pierde la gracia y conserva su naturaleza. Pero esto no es exacto, pues no existe
de hecho una natura pura: la naturaleza humana, tal como existe, está hecha para la
gracia intrínsecamente (no de modo accidental) y absolutamente (su orientación a la
gracia es la única que existe y cuenta). Evidentemente, esta comunión con Dios es
también el bien supremo de la criatura. En consecuencia, perder la gracia es perder la
comunión que colma el corazón del hombre, es caer en la soledad total, es frustrar la
naturaleza en su más profunda finalidad. Con ello, el hombre no pierde ciertamente su
ser, pero abandona su plenitud y su significación. En este sentido se puede hablar de
autoaniquilación.

Será útil, por último, indicar la repercusión del pecado en nuestra existencia y actividad
en el plano natural. Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta la relación
naturaleza-persona. Por naturaleza entendemos la realidad humana tal como es
presupuesta y utilizable en nuestras decisiones libres. La persona es el sujeto mismo de
la libertad. Aquello que en el hombre se beneficia de los dones de la gracia no es
solamente su naturaleza, sino también su persona, y es más fundamental la tensión-en-
la-unidad que existe entre persona y gracia, que entre ésta y naturaleza, pues lo que
llamamos "naturaleza" es siempre naturaleza humana de una persona humana, y lo que
llamamos "gracia" es la participación personal de otra naturaleza humana: la del Hijo.
La fuente de gracia es, pues, esa naturaleza humana del Hijo, y el sujeto de la gracia es
la naturaleza humana, pero tal como existe en la persona humana, pues no es la
naturaleza en sí misma la que está bajo el influjo de la gracia, sino la persona. Por ello,
nuestra naturaleza responde a la gracia en la medida en que está a disposición de la
persona humana y en la medida en que es expresión de su respuesta a la gracia. La
verdad de esto la confirman algunas experiencias. Por ejemplo, un enfermo alcanzado
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por el encanto de la gracia: la enfermedad no cambia, pero sí la actitud del enfermo


respecto a ella, y como consecuencia, la enfermedad misma.

LA INCAPACIDAD DE AMAR

El pecado es lo contrario a la caridad. El pecado en su plenitud -el mortal- excluye toda


caridad sobrenatural. Pero la unidad de naturaleza y gracia, indicada más arriba, lleva
consigo el que el pecado excluya también la caridad natural humana. En efecto, no hay
que considerar ni la naturaleza ni la gracia como entidades independientes que obran
por sí mismas: es la persona la que obra, y en su actividad todos los dominios están
entrelazados. La persona no puede pues, decir "sí" en el plano sobrenatural y "no" en el
natural, o inversamente. El que dice "no" a la alianza con Dios, dice igualmente no en
su naturaleza y en las relaciones de ésta con su Creador. El que se niega a amar a Dios
sobre naturalmente, también se niega a amarle naturalmente.

Pero, ¿no puede el hombre volver a Dios con un amor natural, todavía no sobrenatural?
Sí que es posible; pero hay que añadir que desde el momento en que ese volver significa
amor trasciende la simple naturaleza: procede de la persona toda y de todas sus
relaciones naturales o sobrenaturales con Dios, pues el amor implica una actitud
positiva de la persona toda, de lo contrario no es amor. Ese amor se da todo entero con
todas las relaciones que lo unen a Dios y al prójimo, con su presente, su futuro y su
pasado. También su pasado, pues la persona que ama, así como adopta una actitud
receptiva ante la gracia, adopta una actitud repulsiva ante sus pecados. Sin este rechazar
su pecado no hay amor posible a ningún nivel: sin la gracia, el hombre culpable es
incapaz de amar natural o sobrenaturalmente.

Esto, que Tomás afirma del hombre caído, se dice aquí del hombre en cuanto tal, ya que
-y esto está implicado en la posición de Tomás- toda persona que ama debe, si quiere
alcanzar realmente a Dios, amarlo también por encima de toda otra cosa; y dado
también que todo amor de Dios debe estar acompañado del amor al prójimo (cfr. 1 Jn 4,
20; Mc 12, 28-34). Con un solo y único amor amamos a Dios y a nuestros semejantes
por amor de Él, en Él y por Él, y al mismo tiempo por amor de los hombres mismos.
Esta noción está ya contenida en la idea correcta de creación. Por otro lado, cuando
amamos a nuestro prójimo en su más profunda realidad, lo amamos en Dios explícita o
implícitamente. Por ello, cuando el pecado nos hace incapaces de amar a Dios, nos hace
también incapaces de amar realmente al prójimo. No se puede objetar que personas que
han perdido la gracia pueden no obstante amar realmente, pues aunque estuviésemos
ciertos de que su amor es real, no lo podríamos estar de que hayan perdido la gracia (D
1533). El verdadero amor, que sin duda está muy extendido en la humanidad, procede
de la gracia.

Para tomar conciencia de ello y para poner de relieve la necesidad de una conversión al
amor hemos insistido en considerar la incapacidad de amar como una consecuencia
inmanente al pecado. Esta consecuencia puede ser, por lo demás, extendida a la virtud:
sin caridad no hay posibilidad real de virtud, natural o sobrenatural. La caridad es como
el alma de todas las virtudes, pues éstas no son más que manifestaciones del amor en un
determinado dominio de la vida. Así, juntamente con la caridad, toda virtud se hace
imposible al hombre en pecado.
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Ésta es una doctrina tradicional en la Iglesia, que ha sido formulada frecuentemente y de


diversos modos a lo largo de la historia. Por ejemplo, toda la corriente de pensamiento
agustiniano, la actitud del Magisterio contra el pelagianismo y semipelagianismo, el
Concilio de Cartago (D 225-227), el "Indiculus gratiae" (D 240-245), el Concilio de
Orange (D 376-395), el Concilio provincial de Sens (D 725), etcétera. Esas mismas
ideas permanecen vivas en la oración de la Iglesia, especialmente en los domingos
después de Pentecostés, y todas ellas son eco de la palabra de Cristo: "sin mí nada
podéis hacer" (Jn 15, 5).

A esta confesión fundamental y siempre actual la Iglesia ha añadido varias enseñanzas


comp lementarias. Así, se condenó la opinión según la cual algunos hombres están
predestinados al mal (D 397, 621, 623, 628). Se defendió que nadie puede ser excluido a
priori de la gracia (D 2305, 2426, 2429, 2452). por lo cual no es el pagano, sino el
pecador, el incapaz de amar y practicar la virtud. Por último, se ha hablado en diversas
declaraciones de los vicios y pecados del hombre que vive en estado de pecado. La
primera serie de estas declaraciones trata de las gracias que no justifican, pero que
preparan la justificación: son gracias -según Trento- que preparan positivamente la
recepción de la gracia, pero sin merecerla (D 1525ss, 1557 y las declaraciones contra
Bayo y Jansenio). La otra serie de declaraciones va más lejos: la Iglesia defiende (contra
Bayo, entre otros) que se da un cierto bien natural proveniente de las solas fuerzas
naturales (D 1937).

Esta segunda serie de declaraciones completa lo dicho aquí anteriormente. Es cierto que
el pecado nos debilita, nos esclaviza; pero no destruye nada de lo que pertenece a la
naturaleza humana misma, incluido el libre albedrío. El pecado no "hiere al hombre en
sus facultades naturales": sólo reduce la actividad de nuestra voluntad libre y de
nuestras otras facultades. Y esta reducción no suprime la libertad, sino que limita su
campo de acción (lo cual no es contradictorio, ya que la libertad humana, tomada en
concreto, es siempre una libertad "situada"). Así, cuando falta la gracia, la voluntad del
hombre permanece libre, pero le falta un lugar y un medio vital en el que pueda acceder
a la caridad y a una virtud auténtica. Las relaciones humanas pueden aclararlo: el que no
es amado por otra persona puede amarla, pero no puede tener verdadera amistad con
ella; así, su propio amor se ve privado de una dimensió n importante. Algo semejante se
da en nuestras relaciones con Dios: aquella situación limita, restringe y no permite al
pecador acceder a un amor real. Sin embargo, no hay lesión de la voluntad, pues esa
incapacidad no nace de falta de fuerzas, sino de la situación que, por el pecado original
y las faltas personales, oprime nuestro libre albedrío y nuestras facultades.

La teología distingue entre la aptitud física para amar, que tiene el pecador, y su
incapacidad moral. Aquí "moral" no quiere decir "relativo" (la incapacidad moral de
amar es absoluta), sino "perteneciente al orden moral", y por tanto, procedente de una
decisión libre. Pues bien, en la incapacidad moral absoluta para toda caridad y virtud,
nuestra voluntad libre ejerce el poder físico que tiene de elegir; pero sólo puede elegir
bienes limitados y no el bien total, el bien moral, objeto de la virtud. Esos bienes
limitados consisten en actitudes específicas en un dominio limitado (por ejemplo, amor
a la familia, fidelidad al partido, honestidad...). Consideradas en sí mismas, son buenas;
son incluso un bien moral, un acto de virtud; pero restringido e internamente limitado
por razón de la falta de caridad. Esta insuficiencia interior se puede manifestar de
diversos modos: el más llamativo es el hecho de que el pecador no permanezca. mucho
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tiempo en la práctica de ese bien natural limitado. Esta falta de estabilidad en la


actividad moral manifiesta la debilidad interna de la actitud que la sustenta.

Todo ello se hace más evidente si se examina el desarrollo de la vida moral. En ella el
hombre está en camino de hacerse una unidad, armonizando la multitud de tendencias
que lo habitan. Esta armonía debe desarrollarse y ser conquistada. Esta situación no es
consecuencia del pecado, sino algo inherente a nuestra naturaleza, a la vez espiritual y
material (lo cual muestra cómo nuestra cualidad de seres humanos nos es dada como
proyecto y tarea a realizar). Es así como debemos modelarnos personalmente
ordenando, unificando e integrando todas nuestras tendencias, facultades y
circunstancias con relación a la comunidad humana y a Dios: todo debe ser integrado y
convertido en caridad. Aquí interviene el pecado: nos hace incapaces de amar y, por
tanto, de integrarnos. El hombre no está marcado por el pecado en la medida en que le
falta integración, sino caridad, única capaz de llevar a cabo esa integración.

LA INCLINACIÓN AL MAL

Nuestra impotencia para hacer el bien no es la única consecuencia del pecado. La


inclinación al mal es incluso más evidente que la impotencia para el bien. Detrás de las
manifestaciones que pasan, hay siempre una actitud durable: tras el homicidio, perdura
el odio; tras el acto de impureza, el deseo egoísta. Incluso es perfectamente posible un
cambio total de sentimientos: la desesperación de Otelo, la repulsión de Amnón por
Tamar (2 Sam 13, 15), y especialmente, el arrepentimiento de Judas después de su
traición (Mt 27, 3-5). Pero mientras no se produce una conversión interior, bajo el
influjo de la gracia, el egoísmo que ha producido las primeras acciones busca de
ordinario alguna otra salida, antes de endurecerse en el orgullo y la desesperación. La
actitud permanece. La actitud culpable se mezcla de diversas maneras con la ineptitud
para el bien. Por eso existe en el hombre, en la medida en que éste es pecador, un
impulso y una tendencia culpables, que proceden a la vez de la persistencia de la actitud
y de la falta de integración, que impelen a todas nuestras facultades, tendencias,
instintos y pasiones a reclamar su propia satisfacción en la comunidad, a expensas del
valor total de la persona humana. Las tendencias que necesitan ser ordenadas se
convierten así en "pasiones desordenadas", en la medida en que son puestas en acción
por una actitud culpable, o son incapaces de llegar a integrarse a causa de la ausencia de
caridad.

Estas consideraciones nos permiten sondear el contenido de tres nociones, que están
siempre unidas al pecado en la Escritura y la Tradición: la "carne", la "concupiscencia"
y la "esclavitud".

Según la concepción semítica del hombre, la carne (sárx) no se opone al alma, sino a la
sangre y a los huesos: expresiones tales como "la carne y la sangre", "la carne y los
huesos", designan al hombre completo, a lo "humano". La oposición carne-espíritu, no
designa, pues, una distinción entre los componentes del hombre (en sentido metafísico),
sino una distinción teológica, soteriológica, entre dos situaciones en las cuales se
encuentra el hombre con relación a su salvación. En cuanto "espíritu", el hombre, el
cristiano, está lleno del poder de Dios, del Espíritu Santo. En cuanto carne, queda
entregado a su propia debilidad de creatura; más aún, al pecado. Esta idea la expresa
Pablo muy claramente en tres pasajes en que la carne es opuesta al espíritu (1 Cor 2, 10
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- 3, 4; Gál 5, 16-26; Rom 7,14 - 8,18). En el primer pasaje, lo que caracteriza


principalmente al hombre carnal es su ineptitud natural para comprender los misterios
de Dios (3, 3). En el segundo, el estado de pecado es lo que caracteriza a la carne (5,
17). Pero es en el tercero donde la carne es designada con más vigor como el mal: no
sólo es incapaz de comprender los misterios de Dios, sino que suspira además por el
mal, porque está gobernada y habitada por el pecado. Así, lo que se dice de la carne se
relaciona naturalmente con la concupiscencia y con la esclavitud a que nos reduce el
pecado.

El concepto de concupiscencia proviene en parte del mundo griego. Tuvo


originariamente el sentido de "deseo" natural; pero después adquirió un sentido
peyorativo, como algo opuesto a la razón: la concupiscencia se presenta así como la
tendencia al pecado en el hombre (1 Jn 2, 16). La doctrina de la Iglesia considera esta
concupiscencia casi exclusivamente como una consecuencia del pecado original. Pero si
seguimos la Escritura, puede también relacionarse con los pecados personales, en el
sentido de la actitud culpable y de nuestra impotencia para integrar nuestras tendencias
en la caridad, como dijimos antes. Insistamos de nuevo en que aquí son designadas
todas nuestras tendencias, las del cuerpo y las del alma. Con razón, pues, la teología
moderna ha puesto la concupiscencia no sólo en la naturaleza material del hombre, sino
también en todo el ser humano.

Según Pablo, es precisamente por medio de la concupiscencia como el pecado ejerce su


autoridad en el hombre. El pecado nos sujeta con una fuerza tal que el apóstol decía: "no
yo, sino el pecado que habita en mí" (Rom 7, 17). ¿Significa esto la supresión de toda
libertad? Sí, si se toma la palabra "libertad" en el sentido que le da la Escritura. No, si se
tiene en la mente la libertad que permanece siempre en el hombre, la libertad de la
voluntad, para la cual la Biblia no emplea esta palabra. La Biblia la designa como el
"corazón" del hombre; ese corazón de donde vienen nuestros pensamientos, palabras,
acciones, y que es sede del libre albedrío. Pero este libre albedrío, en favor del bien o
del mal, implica siempre un servicio: ejercemos nuestra libertad sirviendo a Dios o al
pecado. Sin embargo, la esclavitud existe sólo en el servicio al pecado; el servicio de
Dios libera el corazón del hombre. La "voluntad libre" no accede a la "libertad" sino en
el bien; en el pecado, se convierte en una "voluntad libre esclavizada" (Jn 8, 31-35).

Las dificultades de terminología en torno a este tema de la libertad son grandes y


manifiestas a lo largo de la historia. La Iglesia, sin embargo, ha formulado en Trento de
una manera neta su defensa del "liberum arbitrium" (D 1555). Con mayor precisión se
establece este punto en condenaciones contra Bayo, Jansenio y Quesnel (D 1965, 2003,
2308, 2438). Positivamente resulta de aquí que, incluso sin la gracia, es posible al
hombre una elección, incluso de algún bien natural.

Quedan así establecidos los límites de la falta de libertad, de la esclavitud a que nos
somete el pecado. Pero hay que añadir inmediatamente que esto no disminuye su
gravedad: por el contrario, es ahora cuando se hace evidente. En efecto, si por el pecado
el hombre hubiera perdido también su libre albedrío, ya no sería responsable; el pecador
no sería ya un ser humano, sino infra-humano, no afectado ya por la oposición entre su
pecado y su cualidad de ser humano. Si, por el contrario, el pecador conserva su carácter
humano (y por consiguiente su racionalidad y su libertad), entonces sigue siendo
responsable; y sigue estando abierto a Dios, en primer lugar para su juicio, pero también
para su salud en Cristo. En tanto el pecador no se apropie la gracia con su liberum
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arbitrium, permitiendo así al Espíritu del Señor que lo libere, permanece fiel a su propia
elección culpable, se deja reducir a la esclavitud, es entregado a la concupiscencia.

Antes hemos visto que la incapacidad de amar -consecuencia del pecado- se hacía
concreta en la "moral cerrada". Sin embargo, si el pecado no significa solamente
incapacidad de amar, sino también tendencia a pecar más, se habrá de manifestar de
modo más impresionante que en la moral cerrada. Éste es el conflicto que describe
vigorosamente Sartre. Su filosofía es una descripción de la existencia en el pecado;
existencia en la que la falta de caridad no solamente restringe la moral a un espacio
cerrado, sino en la que el rechazo culpable del amor falsea toda moral.

El conflicto no significa solamente que esté cerrada la vía a mi poder de amar. Implica.
también que la significación de mi prójimo ha cambiado. Prójimo y mundo no cambian,
sin embargo, en su existencia propia, sino en la significación que el hombre pecador les
atribuye. El mundo creado por Dios nos atrae al mal en razón de nuestra
concupiscencia, al igual que la Ley, que es santa y viene de Dios (Rom 7, 7-13). El
mundo es causa de división para el hombre, porque éste está ya dividido en sí mismo.
Por ello, conversión significa ante todo la compunción de nuestro corazón endurecido,
la afirmación del hombre interior; pero toma a menudo la forma de una renuncia a
ciertos valores, de una sumisión, de un "sacrificio" en el sentido ascético de la palabra.

SOLEDAD Y ANGUSTIA

El pecado, que entraña una incapacidad de amar y un rechazo del amor, no queda sin
efecto sobre la fe y la esperanza. Si alguno rechaza profundamente toda fe y toda
esperanza, su actitud de fe y esperanza desaparece; su vida se hace más sombría, más
insegura; el prójimo y el mundo se convierten no sólo en farsantes, sino también en
extraños y amenazadores. La soledad y la angustia describen la situación del pecador.

Hay una soledad buena, que consiste en un volverse sobre sí mismo para buscar una
comunión más auténtica con el mundo, los hombres y Dios. Pero hay una soledad mala,
que puede consistir en la impotencia para establecer contactos, por circunstancias
interiores o exteriores (soledad como mal físico). También hay una soledad que
proviene de la impotencia para salir del amor de sí mismo. De ésta hablamos aquí. Es
importante observa r que el pecado conduce siempre y necesariamente a la soledad.
Ciertamente, es posible una solidaridad en el pecado sobre la base de nuestra humanidad
común; pero ella aleja a los que la han contraído. La Biblia nos lo muestra en la
narración de Babel y en el episodio de Amnón y Tamar. Todo el capítulo tercero del
Génesis puede concebirse como una condena a la soledad. También el infierno, última
consecuencia del pecado, puede resumirse como la extrema soledad que el hombre ha
escogido para siempre y a la que Dios le entrega.

Más aún que la soledad, la angustia constituye un capitulo de la meditación del hombre
de hoy sobre sí mismo. El hecho de que la angustia desconozca su objeto ha sido
observado por el escritor sagrado (Ecli 40, 1-7). Los existencialistas ven en la angustia
la reacción ante la nada que nos rodea, mientras que el miedo es la reacción ante una
amenaza definida. Esta angustia puede ser también considerada como proveniente de la
limitación y contingencia que pertenecen a toda creatura como cosa propia, la penetran
y se hacen conscientes en el hombre. Tal vez la conciencia de la santidad de Dios, el
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temor respetuoso ante su majestad y trascendencia constituyan un nivel más profundo


de esta angustia metafísica de la creatura : ésta adquiere mayor conciencia de su nada al
ver ante sí la abrumadora sublimidad de Dios.

En el pecador, la angustia se hace infinitamente penosa y viva. El hombre culpable


puede estar inquieto de dos maneras. Por una parte, puede temer el juicio y castigo de
Dios. Por otra, habiendo rechazado el vínculo de amor y confianza que le unía a Dios,
puede estar ahora entregado a su angustia de creatura, y llevar el infierno ya en vida. En
la Escritura se encuentra sobre todo el primer género de angustia. El Apocalipsis ve el
juicio de Dios en todas las plagas con que la tierra ha sido azotada (Ap 9). Es útil
comparar este capítulo con el 17 del libro de la Sabiduría. En efecto, este extracto de los
libros sapienciales es uno de los pocos textos en que se manifiesta el otro aspecto, más
profundo, de la angustia del pecador: la perplejidad del hombre que no sabe dónde se
encuentra. El infierno sobre la tierra es lo que describen esas dos visiones de angustia;
pero sólo el Apocalipsis nos hace conocer el esplendor de las moradas eternas del Padre
(aunque igualmente la posibilidad del horror supremo del infierno). El libro de la
Sabiduría, en cambio, subraya mejor que el pecado lleva en sí mismo su castigo (Sab
17, 20).

La visión descrita en este Libro muestra una vez más que no es necesaria ninguna
intervención divina para llenar de angustia la existencia del pecador: el mundo que lo
rodea con sus tinieblas y peligros será más aterrador a medida que la ruptura con Dios
sea más completa. Por esta razón el pecado hace más penosas las situaciones límite de
nuestra existencia: la enfermedad y la muerte. Según la Escritura, la muerte puede ser
una plenitud, una cosecha, como fue el caso de los patriarcas: "colmados de días" fueron
a unirse a sus antepasados, después de haber visto a sus hijos y a los hijos de sus hijos
(Gén 15, 15; 25, 8; 35, 29). Pero también hay otra muerte que llena de terror al hombre
del AT: la que nos arrastra en la primavera de la vida, de modo que ya no podamos
gozar del fruto de nuestros trabajos (Gén 3; Is 38, 10; Sal 55, 24; 102, 25). Este aspecto
de la muerte está ligado al pecado incluso en el juicio del paraíso. A la luz del NT
sabemos que el hombre redimido será librado del aguijón de la muerte; pero esto
aumentará también el horror a morir en estado de pecado, el horror a entrar en la
"segunda muerte".

Notas:
1
Traducción castellana en «El poder del pecado», Ed. Carlos Lohlé. Buenos Aires
(1968) 65-9.4.

Tradujo y condens ó: ANDRÉS BARCALA


ROBERTO CÁCERES

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