Sie sind auf Seite 1von 18

CUADERNOS DE ÉTICA, Vol. 30, Número extraordinario “Ética ambiental”, 2015.

EL CRITERIO DE LOS VALORES PARA UNA ÉTICA ECOLÓGICA

Enrique Téllez Fabiani∗

Planteamiento del problema


Asistimos a una época en la que los acontecimientos del progreso tecnológico parecen rebasar
nuestra capacidad de interpretación. Quizá esta sea la razón por la que tenemos muchos
diagnósticos apresurados que intentan dar soluciones, antes de haber entendido los problemas.
Frente a esta situación, que genera más ambigüedades1 que precisiones, debemos detenernos
para llevar a cabo una reflexión que oriente mínimamente las interpretaciones futuras que
deberán hacerse para los proyectos de transformación política.
Hace poco tiempo todavía era necesario convencer que existían daños provocados por las
actividades humanas para llamar la atención del lector; ahora, dejamos ese catálogo a un lado
para convencer que la perspectiva 2 que hemos adoptado para evaluar dichos daños es la
adecuada. Aún considerando el amplísimo margen de error posible, aventuramos una


tellezfabiani@yahoo.com
1
Una ambigüedad que ya habría de trascenderse es la de ‘sustentabilidad’ (Naredo, 1996).
2
Se podrían distinguir al menos seis tipos de ‘argumentaciones’; a saber: antropocéntricas, religiosas,
patocéntricas, biocéntricas, fisiocéntricas, y metafísicas. Se trata de una de muchas posibles clasificaciones; sin
embargo, así enunciadas pueden ayudar a la mejor comprensión de nuestro tema. (Gómez-Heras, 2002:16-15)
Para Jacorzynsky, recuperando el tema que nos concierne, dice que la mayoría de las éticas ambientales sólo
consideran el valor intrínseco e instrumental. (Jacorzynsky, 1998)

1
interpretación mínima, pero no suficiente; no agotamos el tema, pero tratamos de indicar
posibles vías de interpretación.
Si los problemas relativos a los daños sobre la naturaleza dependen de la política, partamos de
un hecho político: no hay sistema político que sea perfecto; es decir, en tanto empírico, todo
sistema histórico es imperfecto 3 . Luego, tiene efectos negativos a los que llamaremos
víctimas. La racionalidad política debe evaluar todos sus principios y estrategias de acción
para conservar o modificar el orden vigente de acuerdo a la factibilidad. Pero aún en el más
honesto esfuerzo y la mayor pretensión de justicia en el sistema histórico, siempre habrá esos
efectos negativos, justo porque no es perfecto. De manera que, la transformación política
siempre será necesaria y nunca suficiente. Siempre hay víctimas, cierto, pero tendríamos que
potenciar toda la labor histórica de nuestro esfuerzo para que no las hubiera, al menos como
un postulado teórico, que pretendería orientar (utópicamente) la acción política hacia la
abundancia (en lo ecológico) y a la justicia (en lo político).
Desde los orígenes de la humanidad ha existido la opresión de unos contra otros, siempre han
existido víctimas en cualquier formación histórica; pero no había llegado a su extremo como
problema global, hasta que los imperios tuvieron la posibilidad de ser empíricamente
planetarios, con la primera circunnavegación colonizadora del occidente euro-atlántico. Desde
entonces, empezó a configurarse un proyecto civilizatorio, cuyo proceso a uy largo plazo
llamamos globalización, por designarlo de una manera fácil y rápida, pero no sin
ambigüedades.
El aspecto que nos interesa ahora, es subrayar su carácter global: antes, se podía destruir una
parte de la naturaleza a nivel regional con la posibilidad de ir a otro lugar y repetir la
operación sin verse afectado del todo; sin embargo, hoy en día, destruir una parte, por
pequeña que sea, repercute en cualquier otro lugar, directa o indirectamente, en el corto o
largo plazo. Tenemos, por ejemplo, que uno de los descubrimientos científicos, en la nueva
reconfiguración de la geopolítica mundial de la posguerra en base a los energéticos, captó de
manera teórica la destrucción (como efecto) de elementos atmosféricos inasequibles a la
experiencia humana, sólo hasta un siglo después de la primera revolución industrial inglesa
(como causa).4
Esta reconfiguración, que tuvo como punto de partida los efectos de las bombas atómicas, la
crisis del petróleo, entre otras cuestiones, hizo explícita e ineludible la inclusión del tema

3
Dussel, 2006.
4
La capa de ozono atmosférico se encuentra fuera de la biosfera terrestre, de manera que no es posible percibirla
si no es con un equipo que llegue hasta los 30 km. desde la superficie.

2
‘ambiental’ en la agenda política. Un tema que finalmente llegó para quedarse. Pero se quedó
en el mismo contexto cultural en el que se creó; de manera que la solución sólo fue pintar de
verde el mismo proceso civilizatorio, que incluye lo mismo al capitalismo que al socialismo
en el contexto de la guerra fría. Pero aquí surge otra cuestión: es global, ciertamente, pero las
emisiones surgen en los centros industriales del norte y la padecen las periferias del sur.
El llamado ‘ambientalismo’ surge de los efectos negativos de estos centros industriales, con
su propio lenguaje, su propia cultura y sus propios supuestos teóricos y prácticos. Desde la
perspectiva del último siglo (justo cuando nos volcamos a la depredación de los
hidrocarburos), el ‘ambientalismo’ resultó una respuesta a los efectos negativos de este
proceso civilizatorio; pero cuando hoy hablamos de las grandes mayorías excluidas del
planeta, afirmamos que son ellas mismas efecto, y no causa, de los problemas de corte
‘ambiental’. Sin embargo, por ser justamente herederos de una tradición extractivista de más
largo plazo y con más profundos problemas, debemos argumentar con nuestras propias
herramientas teóricas desde estas otras víctimas (aquellas en el extremo de los efectos
negativos dentro de la contingencia más adversa) en términos de posibles soluciones
prácticas. Argumentamos, por tanto, contra el exceso de formalismo de la mayor parte del
pensamiento nor-occidental que descuida la parte material y con ello no sólo se muestra
incapaz de dar respuestas lúcidas y oportunas a los problemas mundiales, sino que hace
ambiguos los conceptos como el de sustentabilidad, con la finalidad de mitigar, pero no
transformar a fondo, las relaciones de dependencia desmesurada entre los países (o regiones)
más industrializadas y las más desfavorecidas.
Entre otras razones, por esta cuestión aventuramos hablar de ética ecológica que no niegue lo
ganado por la tradición ambientalista, pero que recupere la experiencia de cinco siglos de
colonialismo, dado que en la inmensa escala humana, los primeros que sufren los efectos
negativos de cualquier sistema histórico, son los más vulnerables porque se encuentran fuera
de la consideración política, en el olvido social, y como ‘sobrantes’ en el sistema económico;
a menudo identificados con una clase social (campesinos), una situación de género (mujeres y
niños), una etnia (indios, bantúes, pueblos ‘originarios’, etc.) en condición geográfica
desventajosa (el bloque latinoamericano) con respecto a la también ambigua ‘globalización’.

Dignidad y valor ecológico


Debemos comenzar con una precisión. Hay aspectos de la vida que se descubren sólo hasta
que son negados, o perdidos. Se des-cubre lo que se en-cubrió previamente. Se en-cubre lo
que no se usa, de la misma manera que el polvo cubre un objeto olvidado en una mesa. En

3
este caso, el tiempo y el aire lleno de polvo hacen su parte, hasta que los des-cubrimos,
quitándole el polvo. La pérdida del color de las paredes de una casa, por ejemplo, se va
deteriorando tan lentamente que no la alcanzamos a percibir. Es un proceso muy largo
comparado con la agitación de nuestra vida diaria. Es tan evidente y sin embargo, queda en-
cubierto en el día-a-día. La dignidad se des-cubre sólo desde la negación: ya estaba ahí,
siempre ha estado ahí, pero cuando nos sentimos no-considerados es cuando surge, como un
recuerdo repentino, que debemos afirmarnos en nuestra dignidad. Nos sentimos des-
valorados; pero dignidad no es lo contrario a des-valorado, porque dignidad y valor no son lo
mismo. Aclaremos esta cuestión. Dice Dussel:

“El ‘trabajo vivo’ [el ser humano] no tiene valor, tiene dignidad, no es un medio
y ni siquiera un fin: ‘pone’ fines. […]. La vida humana, el sujeto vivo ni tiene
valor ni tampoco derecho ‘a la vida’. El sujeto humano viviente tiene dignidad
y en tanto tal ‘funda’ todos los valores, aun los éticos, y todos los derechos”.
(Dussel, 2007:143)

Para nosotros, el ser humano no tiene dignidad, es digno. No la tiene porque no es algo
atribuido, como el valor; más bien, advertimos que la dignidad es un aspecto de la vida. Dice
Jonas: “Me pongo algo como fin porque lo considero valioso, o lo considero valioso porque a
mi menesterosa naturaleza le está ya puesto como fin antes de cualquier elección.” (Jonas,
1995:151). Es decir, no se elige tener fines, tanto más cuanto estén referidos a las necesidades
materiales básicas, a las que no podemos sustituir, ni elegir. En términos materiales, se trata
de un aspecto cualitativo por el simple hecho de estar ‘ya dados’ en la naturaleza, como
nuestros constituyentes materiales básicos, sin negar variaciones biológicas. La naturaleza
misma ya está dada también; nadie creó un árbol: sólo los reproducimos en el lento
aprendizaje de la agri-cultura, en tanto vínculo orgánico entre los vivientes humanos y no-
humanos. Los vivientes, en su totalidad, ya están dados de antemano, lo que quiere decir es
que no fueron creados por nosotros. Nos encargamos de la reproducción y del
acrecentamiento cultural, en el caso de los vivientes humanos, pero nada más. La naturaleza y
nosotros, somos dignos. Lo digno es venerado, respetado, sacralizado. Además, somos
fundamentos de todo valor. No tenemos valor porque éste sería una cantidad infinita que se
diluye en lo cualitativo.

En las comunidades indígenas, en los ahora llamados ‘pueblos originarios’, se suele hablar en
términos de propiedad de la comunidad. La tierra, por tanto, no tendría un valor cuantitativo
como desde nuestra perspectiva. La Tierra (con mayúsculas) es un objeto que deviene sujeto

4
en las comunidades más arraigadas del planeta, y, por esto mismo, reclaman que sea
considerada como ‘alguien’, casi en el mismo estatuto de una madre porque es creadora,
ofrece de comer, es parte del gozo de la vida pero también sufre y comunica su sufrimiento.
Desde esta perspectiva, no tiene sentido vender o comprar la Tierra, porque es considerada
como algo/alguien digno, herencia desde tiempos inmemoriales. La Tierra, la Pachamama,
Gaia, es venerada. Frente a esta postura, es irracional pensar que los vivientes en conjunto
(humanos, o no) tienen valor. Dice Rigoberta Menchú (1998:43-44): “Miren, si ustedes
ofrecen [dinero en tanto valor en un sentido cuantitativo] para mi rescate [en un secuestro],
me estarían ofendiendo para siempre porque mi dignidad no se compra ni se vende con todo
el dinero del mundo”. El viviente no tiene valor: es digno;

La ruptura antropológica
Los periodos temporales de la evolución natural contrastan con los de la evolución humana;
esto supone la trascendencia del medio físico para los organismos más básicos de la vida. Se
trata de una clave de transformación, en tanto capacidad productiva, fabril, porque las cosas
son sacadas de su contexto físico para ser constituidas como cumplimiento de la continuidad
de la vida humana. No obstante, son parte de una misma evolución: primero, el medio
determina materialmente al viviente humano; pero después, el viviente humano se im-pone su
existencia, determinando al medio. La estrategia adaptativa es su capacidad de construir sus
propios medios para superar su entorno.
La especie humana reconoce su posibilidad de trascender en un doble momento de su
existencia material: como subjetividad corporal, reconoce la utilidad de entes (cosas)
orgánicos, en tanto no-culturales aún, sin ‘mundo’; como subjetividad carnal, viviente con
cultura, trasciende hacia la producción de lo que necesita, lleva a cabo la culminación de
productos que, en tanto fabricados para realizar actividades cada vez más complejas, le
permiten transformar el medio ‘físico’ en medio ‘cultural’, en términos de la preservación de
la vida.
Una de las mayores rupturas, posterior al neolítico e inmediatamente anterior a nuestra época,
es la máquina porque supuso nuevas configuraciones materiales debido a la extracción
desmedida de combustibles fósiles. El uso extendido (planetario) y el uso intensivo (llevado al
extremo) tuvo como consecuencia la reorganización de la geo-política a nivel mundial, que
hoy reconocemos en nuestra propia sociedad como una reconfiguración ‘natural’, como
resultado de varios siglos en el drama humano.

5
En lo cotidiano, experimentamos formas cada vez más sofisticadas de realizar operaciones
que suponen infinidad de relaciones sociales, económicas y políticas. En esta realidad
reconocemos una diversidad de utensilios, herramientas, máquinas, aparatos, artefactos en
general; en suma, una serie de mediaciones para alcanzar los fines propuestos. Así planteado,
no existe el conflicto, porque todo tendería a lograr el fin elegido, en términos de ciertos
medios que lo permiten. Se trata de la racionalidad instrumental que decide la relación medio-
fin. Pero como habíamos visto, todo sistema histórico, institución o acto, no es perfecto,
porque las actividades humanas que le otorgan su razón de ser, tampoco lo son. Dejado a su
propia suerte, en el largo plazo, el sistema histórico sufre un ‘desgaste’ que si se descuida,
puede subvertir la relación medio-fin, como empíricamente acontece aun sin darnos cuenta.
Es necesario, por tanto, reorientar las actividades humanas en términos de la continuidad de la
vida.
Todo acto humano tiene como última instancia posibilitar la vida. Existe una voluntad de
permanecer en la vida, para lo cual el viviente humano convendrá las estrategias de
adaptación más eficaces. La reproducción debe ser el fundamento del mero establecimiento
del medio-fin; y, como tal, debe orientar los medios para el logro de la continuidad. Pero la
vida humana, dada la ruptura antropológica desde el medio físico que supone, no sólo es
reproducción: hay crecimiento, un desenvolvimiento de las capacidades culturales.

Valor ecológico
Para Marx, el acto de producir es el acto de poner al objeto ahí, a la mano. Es hacerlo
disponible cuando no se encuentra en la naturaleza como lo necesitamos. En la interpretación
humana de la naturaleza se encuentra todo lo disponible para la vida; es decir, todo se
despliega ante nosotros como posibilidades para vivir. Pero aquello que no satisface
culturalmente lo que necesitamos, lo podemos elaborar a partir de la intervención humana
sobre la naturaleza, tomando en cuenta dos aspectos de ella: el aspecto cualitativo se llama
valor de uso; mientras que el aspecto cuantitativo, se llama valor de cambio. El valor de uso
es el momento en que un elemento de la naturaleza es útil-para algo, referido a la necesidad
humana; su utilidad es la cualidad portadora, en tanto que cumple una función, pero no es el
elemento natural mismo.
Independientemente del sistema histórico del que se trate, el valor de uso es la riqueza de la
naturaleza por el hecho de ser mediación; es decir, el valor de uso es mediación funcional
entre la naturaleza y el ser humano.

6
Un valor de uso es un producto material apto para satisfacer necesidades
humanas, de cualquier tipo que estas sean, y cuyo acceso o carencia decide
sobre la vida (disponerlo) o la muerte (no disponerlo). […]. Es condición
material de posibilidad de todo proyecto humano específico. (Hinkelammert,
2014:45)

Pero para producir valor de uso, no basta la producción; es necesario, pensarlo como una
parte del complejo engranaje de la sociedad. Un valor de uso que se produce para los otros, es
un valor de cambio; es un valor de uso social, lo cual supone un posible intercambio dentro de
un sistema histórico en concreto que puede ser ‘trueque’, ‘dinero’, ‘mita’, entre otros.
La escisión de una ‘cosa’, en tanto elemento de la naturaleza, en valor de uso y valor de
cambio, no es suficiente desde la perspectiva de los nuevos problemas que ahora nos obligan
a pensar con mayor discernimiento. Al respecto, Dussel ha propuesto dos cuestiones:

Las cosas reales tienen ‘dignidad’ […], son ‘valores ecológicos’ (VE) que
pueden producir valores de uso (VU) (natural o producido, tanto materiales
como culturales, estéticos, etc.). El ‘valor de cambio’ (VC) o ‘económico’ sólo
es tenido por los productos humanos fruto del trabajo. (Dussel, 2007:151)

De esta cita se desprenden dos cuestiones: la primera hace relación con una nueva escisión
metodológica del valor de uso, ahora en valor de uso natural y valor de uso producido. En la
segunda, propone un nuevo concepto: el valor ecológico. Veamos la cuestión con mayor
detenimiento.
En tanto portador material del valor de cambio, el valor de uso es fundamento de toda
economía posible. Esto es así, en virtud de que sin el valor de uso, no habría posibilidad de
intercambiar nada; en otras palabras, no habría economía; sólo consumo directo entre un
sujeto necesitado y un elemento de la naturaleza que satisfaga la necesidad. Podría tratarse de
la dinámica cazador-presa que se cumple para los animales; pero, para los vivientes humanos
resulta reduccionista porque los humanos intervienen la naturaleza para transformarla y crear
‘algo más’ que trasciende a la naturaleza intervenida para finalmente convertirla en cultura.
Esta escisión es fundamental, porque se trata justo del tránsito de la naturaleza hacia la
cultura, en tanto aspecto de la vida que es exclusivamente humano. Esto supone un trabajo
abstracto.
La rama de un árbol puede ser usada como leña para una fogata. En este sentido, bastaría con
recolectar las ramas y apilarlas para convertirlas, en el momento de arrojarlas al fuego, en

7
leña. La distinción entre una situación y la otra, es que la fogata es un incendio controlado; es
decir: está pensada para acotar, limitar, restringir lo necesario para el ser humano en un
tiempo específico, razón por la cual decimos que es ‘controlado’. En términos filosóficos, el
ser de este elemento natural cambia (de rama a leña); y lo hace por medio del ser humano. En
este simple tránsito, decimos que el humano interviene la naturaleza y la transforma, de valor
de uso natural (rama) a valor de uso producido (leña). Este proceso es muy simple pero
ilustrativo; avancemos con el mismo ejemplo del árbol.
El valor de uso producido surge de la necesidad de transformar cualquier elemento natural en
objetos cada vez más elaborados. Apilar o echar al fuego, como en el caso de la leña, podría
ser una actividad muy simple, en parte como la del castor. Una telaraña, un nido, o inclusive
un instrumento, como el palo lamido que usa el oso hormiguero para que se peguen las
hormigas que no están al alcance y posteriormente comérselas, son ejemplos de actividades
que podrían no ser exclusivamente humanas. Sin embargo, no las consideramos trabajo, dado
que no tienen el grado de elaboración que suponemos en otras actividades. Por esta razón,
Marx llamó a este trabajo más elaborado, como trabajo abstracto, mismo que supone
proyección teórica que no tendrían los animales, aunque exista en ellos, la previsión mínima
para intersecar a una presa en vuelo, hacer nudos simples en un nido, etc. Es una distinción
fundamental para los argumentos antropocéntricos, como decididamente asumimos el nuestro.
Es el caso de la transformación que sufre un árbol: la rama (valor de uso natural) es
convertida a leña, o tablón (valor de uso producido), pero también puede adquirir otros usos
más elaborados, como por ejemplo, un mueble. También como un valor de uso producido,
adquiere el aspecto de valor de cambio; pero, por lo pronto, nos interesa pensarlo ahora sólo
como un objeto que necesita una cierta proyección previa. En efecto, para que la
transformación culmine desde la rama hasta el mueble, se necesita atravesar una gradación
inmensa de mediaciones para culminar en mueble.
La distinción temporal es importante. No es lo mismo ‘lo producido’ (el árbol) que ‘lo por
producir’ (el mueble). Esto supone una sola dirección en la evolución humana. El problema
no es la conversión alquímica de algunos elementos, sino la imposibilidad de ir en contra de la
evolución, confundiendo la causa y el efecto: de la extinción de elementos vivos (como
especies) y no-vivos (los hidrocarburos) durante nuestro proceso civilizatorio, seguramente
surgirán muchas otras, pero algunas de las que hicieron posible nuestra existencia ya no están
aquí y ahora. De hecho, han desaparecido más especies de flora y fauna en las últimas
décadas que en toda la historia del homo sapiens. La tasa de consumo de los valores de uso ha
sido mayor que la de regeneración de la naturaleza; de manera que la amenaza que

8
enfrentamos hoy en día es la posible destrucción de la base de la vida. El valor ecológico, por
tanto, surge de la necesidad de distinguir el valor de uso natural que tiene posibilidad de ser
intervenido por el viviente humano, y del que no tiene esa posibilidad. Nadie inventó un
árbol, o las moléculas de agua, de la misma manera que nadie inventó al humano, al menos
desde una perspectiva secularizada del asunto. Ya estaban creados, ya estaban dados desde el
surgimiento del viviente humano (en cualquier tradición cultural, ya sea semita, o
evolucionista, por ejemplo). El valor ecológico es un atributo, ciertamente, pero es un valor
infinito que se diluye en lo cualitativo de la dignidad. En estricto sentido podríamos hablar de
dignidad ecológica, para no confundir los términos; pero optamos por dejarlo así, a falta de
una mejor terminología.
¿Por qué sería tan importante esta distinción? Porque es absolutamente necesaria para el
funcionamiento de la naturaleza misma. La capa de ozono atmosférico que se localiza a más
de 30 km de altura, es una capa protectora de los rayos ultravioleta que dañan algunos
elementos vitales (en el sentido amplio) de la superficie terrestre. Es inasequible a la
experiencia humana; de hecho, es invisible y sin embargo, es absolutamente indispensable
para la continuidad de la vida en la Tierra. Supimos de ella desde el siglo XIX, pero nos fue
significativa su presencia, debido a los efectos de su agotamiento, en la segunda mitad del
siglo XX. En tanto ser vivo, el planeta Tierra tiene una dinámica que gradualmente hemos ido
conociendo en términos no solamente de un conocimiento supuestamente ‘desinteresado’, o
meramente ‘contemplativo’, sino más bien, de la premura de los daños y consecuencias
negativas para la vida.
El valor ecológico del que hablamos, en tanto aspecto adventicio que desde nuestra
perspectiva otorgamos a la totalidad viviente, es fundamento de todos los otros valores, en
este caso infinito; atribuyéndole significancia a todos vivientes y al cosmos en general. Ya no
sólo hablamos de ser fundamento de toda economía, sino de toda vida, si por ellos
entendemos que la ecología es una economía permanente. (Rootes, 1999) Decimos
fundamento en el sentido de ser la base de donde surge toda dinámica de lo vivo que hay en la
Tierra. Si se daña, o falta una de sus partes, todo lo demás funciona mal, o se encuentra
amenazado. Se trata no solo de los elementos vivos, sino de aquellos que promueven la vida
en cualquiera de sus formas, como los elementos químicos que, aislados, solo producen
moléculas; pero cuando éstas se combinan y surge la vida, hablamos ya de posibilidades
mayores de formas de vida a partir de elementos no-vivos. El valor ecológico de ellos, viene
de su significancia para la vida, y prácticamente todo lo existente juega un papel fundamental.

9
Valor simbólico
El criterio de los valores exige introducir temas que quizá no sean nuevos pero que siempre
pueden ser conflictivos, debido a la diversidad de perspectivas que se tienen. Dice Leff,

La controversia entre la racionalidad económica y la racionalidad ambiental en


las perspectivas del desarrollo sustentable, llevan a contraponer a la lógica del
valor de cambio –de la ley estructural del valor- una racionalidad productiva
fundada en valores-significados. (Leff, 2004:43)

En efecto, siguiendo parte de su argumento, la cuestión que suele faltar, o podríamos advertir
inclusive que se trata de una omisión intencional de parte de las teorías de moda, es la
articulación de la ‘teoría de los valores’ con la interpretación cultural, no sólo ecológica.
En el ejemplo que usamos para explicar las categorías anteriores, partimos de un árbol. Ahora,
siguiendo con él, debemos aventurar otras categorías; pero, no desde su utilidad, sino desde su
significado cultural. La utilidad está vinculada a los intercambios económicos, mientras que el
significado cultural generalmente se deja de lado, dado que el análisis económico a menudo
reduce la vida social a lo económico. En este mismo sentido, lo ecológico queda como un
mero subconjunto de lo económico, cuando lo que tratamos de postular aquí es justo lo
contrario: lo ecológico debería de abarcar lo económico, como una de sus sub-disciplinas. No
quisiéramos caer en el mismo reduccionismo con la cuestión cultural; sin embargo, podemos
empezar afirmando que el valor simbólico se encuentra en cada uno de los otros valores. Dice
Echeverría:

Producir y consumir objetos [materialmente, aclaramos] es producir y consumir


significaciones. Producir es comunicar, proponer a otro un valor de uso de la
naturaleza; consumir es interpretar, validar ese valor de uso encontrado por
otro. Apropiarse de la naturaleza es convertirla en significativa. (Echeverría,
1998: 181-182)

Supongamos primero el mueble de madera. Está de más decir que se trata de arte, por simple
que sea, una mesa, o una silla, es producto humano que contiene una cierta elaboración que
supone un diseño previo, por escueto que sea. Es valor de cambio en la medida que es
intercambiable por algo equivalente; también es valor de uso producido, dado que supone la
intervención humana para producirlo. Todo lo que la constituye, colores, formas, ensambles,
entre otros, son parte de la apreciación muy particular de una cultura; pero para ninguna

10
significará lo mismo. Y sin embargo, la mesa es un objeto doméstico que se le encuentra casi
en todos lados con la misma función. Pero, desde la perspectiva cultural, usar una mesa de
plástico ya no es lo mismo que una de madera. Y esto es así, porque un artefacto dice mucho
de nosotros: nos ubica en una posición social, expresa algo que queremos decir, habla de
nuestro estado de ánimo, nos pone en un contexto particular, entre muchas otras cosas.
Hoy en día, por ejemplo, llamamos ‘rústico’ a un cierto estilo doméstico que incorpora
elementos de la naturaleza y subraya lo artesanal para desprenderse de lo industrial. Una mesa
rústica tendrá defectos marcadamente visibles (versus la homogeneidad de la producción en
masa), además de evidenciar que está hecha del pedazo de madera entero, el tablón completo.
Para un segmento enorme de la población que vive con estilo occidental de vida, no es posible
sostener una casa con este tipo de muebles, dado que son sumamente caros; de manera que, en
su mayor parte, se usan de algún material ya no natural, sino producido con muchas
mediaciones.
El significado que tiene esto para la cultura, es inmenso, porque vivimos entre los productos
en base a petróleo, que suponen una cadena enorme de mediaciones tecnológicas para
sustraerlo y llevarlo a casa, aunque económicamente más barato. Ya desde aquí podemos
advertir que estamos privilegiando el valor de cambio contra el valor de uso. Como primera
aproximación, aún sin ser conclusivo, en conjunto, el capitalismo (el socialismo de corte
soviético lo hizo en sus propios términos) es profundamente extractivo del valor de uso pero
en términos de un valor de cambio excesivamente encarecido. Pero, ¿cómo se logra la magia
de tener ganancias exorbitantes con insumos relativamente bajos, casi regalados? En parte,
con el valor simbólico.
Parece contraproducente, pero todavía en nuestras sociedades, al automóvil sigue siendo un
objeto que otorga nivel social a quien lo maneja. Pero claramente es una posición ficticia. Lo
mismo acontece con la ropa o el ‘smartphone’. Por la cantidad de empleos que genera, las
utilidades, o la necesidad sentida de la población, los autos siguen siendo la referencia por
excelencia del status quo de nuestras sociedades y desde luego, de la economía misma. En
otras palabras, el valor simbólico que tienen los autos lo vuelven un bien casi irresistible aun
para las clases bajas de casi cualquier población. Podemos definir el lujo en los términos de la
teoría de valores que esbozamos: es un objeto con altísimos valores de cambio y simbólico. Y
hay quien sostiene que con los lujos sobrevive el capitalismo (Sombart, W., 1928), de manera
que el sector productivo que quiere tener ganancias seguras y rápidas, producen bienes y
servicios de lujo simplemente por su valor simbólico, porque no necesariamente supone valor
de uso natural, como las joyas, o el lino en la ropa, sino valor de uso producido barato, como

11
el plástico. Se dice, que para los productos en general, la ‘marca es lo que cuenta’,
independientemente de su calidad. Bien visto, se trata de una centralidad del valor de cambio
y del valor simbólico que pierden su referencia al valor ecológico, en última instancia. Pero
este valor simbólico tiene un sentido distinto cuando se le observa desde otra cultura, como
veremos a continuación. Avancemos hacia el contradiscurso.

Del olvido de la modernidad al surgimiento desde la globalización


La ética ecológica crítica se centra en las condiciones de posibilidad absoluta de los vivientes
en su totalidad, sobre todo en los vivientes humanos en situación de extrema vulnerabilidad y
en las generaciones futuras. Nuestro tema no sólo son los aspectos nuevos del daño de la
naturaleza, sino la exclusión de la mayoría pauperizada en un medio devastado; y esto, ha
existido siempre de muchas maneras. El distintivo de nuestra época es el nivel global, donde
se tocan los problemas de dominación humana con la devastación de la naturaleza, ambas
víctimas de una sola unidad orgánica, material.
Hasta aquí, no debería sorprendernos que la mayoría de los grandes proyectos de extracción
de energéticos en el mundo, tengan vínculos con la población más vulnerable que ha quedado
al margen de la modernidad. Me refiero a los indios en América Latina, pero también muchos
de los pueblos africanos y asiáticos. Por parte de las empresas trasnacionales, se trata de llegar
a los últimos lugares físicos donde no habían tenido acceso previo, para incorporarlos al
circuito de la economía extractivista, que en última instancia llamamos ‘recurso natural’,
‘materias primas’, ‘commodities’, ‘capital natural’, etc. No es casual que justo en estos
lugares, habiten estos mismos pueblos. Viven ahí, porque desde tiempos inmemoriales se les
fue relegando a la marginalidad geopolítica, hasta construir sus comunidades en los sitios más
remotos. En este mismo proceso, también se transformaron en condición de posibilidad de la
globalización: se trata del ‘esclavo’, de la ‘mano de obra’, del ‘jornalero’, el ‘trabajo vivo’,
como categoría fundamental para Marx, etc. Tanto al humano como a la naturaleza, se les ha
reducido a mera utilidad para el incremento del capital, anulando su forma de organización
comunal y reduciendo su cultura a la sumisión.
Como hemos mencionado, desde hace cinco siglos surgen los aspectos negativos de la
modernidad, donde el amerindio quedó encubierto en el largo proceso que hoy llamamos
globalización. Hasta el día de hoy, el indio sigue siendo un sujeto negado (en su dignidad)
dentro de la misma cultura a la que le da sentido. Entre ambigüedades y distorsiones, el hecho
es que ha sobrevivido, prácticamente como un refugiado dentro de su país pero en los lugares
más inhóspitos de cada región. Este hecho no es causal: el avance de la civilización no ha sido

12
capaz de otorgarles un lugar en la sociedad, pero sí ha requerido de sus tierras y de su trabajo.
Se trata de un despojo donde la debilidad del estado, o su inexistencia, se hace patente; pero
que queda sustituida por el mercado.
La dinámica que mueve estas áreas en eterno conflicto, llega a su límite con un argumento
muy simple: desde la perspectiva del político-empresario, el indio no es capaz de aceptar el
progreso y se automargina. Desde la perspectiva del indio, aquellos no respetan el sentido de
comunidad vinculada a la madre-tierra. Los argumentos podrían no ser irreconciliables en la
teoría; sin embargo, en la práctica, se han radicalizado hacia los extremos debido a su
irresolución histórica desde tiempos inmemoriales. Hemos visto, no sin lamentarlo, que
algunos personajes de la élite política y empresarial (hablo en el caso de México) han llegado
a cuestionar los argumentos de los indios cuando, en su calidad de ciudadanos con títulos
comunitarios para habitar las tierras, reclaman frente al despojo cotidiano; inclusive ha pasado
que llegan a la burla con un cínico “suena muy romántico”, como única respuesta política a
sus demandas. En este punto, cuando en el mejor de los casos se ha llegado a un diálogo,
siempre aparece como irreconciliable. Ya con lo ganado en la teoría que acabamos de
esbozar, quisiéramos aventurar un contra-argumento a este cinismo que surge reiterativamente
ahora que en el contexto mexicano de ‘reforma energética’, estos temas se tratan con un
nuevo léxico que encubre y evade los problemas más profundos de nuestra cultura.
Partamos, entonces, del valor simbólico que resuena en las narrativas simbólicas de los
‘pueblos originarios’ americanos. Hablemos del caso concreto del maíz. A nivel estrictamente
comercial, como producto con valor de cambio, esta semilla no es ‘rentable’; mucho menos si
se le produce con técnicas tradicionales y para autoconsumo, como es el caso en su lugar de
origen: el centro de México y parte de centroamérica. Entonces, por qué es tan importante
para la cultura en esta región de América; la respuesta es porque ‘gana’ el valor simbólico (en
otro sentido al anterior ejemplo del mueble) sobre el valor de cambio. Ubiquemos el problema
desde la perspectiva de los valores.

Un argumento a favor de los pueblos originarios desde el valor simbólico


El vínculo que existe entre el viviente humano y la naturaleza no sólo es interpretativo
(teórico, contemplación, meramente paisajístico), sino productivo, interviniéndola con el
trabajo, desde la interpretación teórica, meramente contemplativa, o desde la transformación
completa.
El trabajo supone que hay una identidad entre el sujeto y el objeto. Centrado en lo humano,
éste se objetiva (cuando in-corpora la naturaleza dentro de sí) y el objeto se subjetiva (lo

13
humano imprime su forma al objeto). El cumplimiento de las necesidades implica un proceso
de actualización perentoria dentro del medio natural (comer, vestir, descansar, etc.), pero
simultánea y perentoriamente, en el medio social (mediante la comunicación y la recreación
social continua, cotidiana). Su actualización dentro de la naturaleza responde a la necesidad
material de in-corporar (‘meter al cuerpo’) valores de uso naturales, como una manzana: a la
que hay que intervenirla mínimamente para ingerirla. Pero análogamente, este fruto, como
cualquier otro objeto de la naturaleza, puede ser contemplado con un cierto gusto estético,
reconociendo los símbolos de su cultura. Lo mismo acontece para un río, un árbol, o
cualesquiera elementos de la naturaleza. No se trata de una identificación ingenua: es un
reconocimiento de que la naturaleza y nosotros como especie, somos lo mismo; o, en todo
caso, nos necesitamos no sólo material, sino culturalmente. Es una necesidad cultural que
tiene referencia a la pertenencia del lugar, tiene un vínculo muy profundo e inconsciente de
arraigo. Somos lo que comemos, pero no nos reducimos a ello. Somos maíz porque comemos
maíz, pero no nos reducimos a ser maíz: inventamos el culto en torno al maíz recreándonos
con los Otros (la comunidad) y lo Otro (la naturaleza), como en la bien conocida obra
sincrética del Popol Vuh.
En efecto, los pueblos mesoamericanos se congregan en torno al maíz. Las narrativas
simbólicas hacen referencia a la cosmogonía según la cual, los humanos fueron creados ya no
de la arcilla (como las cosmogonías de otros lugares), sino del maíz. De manera que el valor
simbólico del maíz, resultado de la recreación material (de la producción milenaria), los
identifica en una sola unidad cultural. La pervivencia (físicamente) del maíz va de la mano
con la sobrevivencia (culturalmente) del que lo trabaja: del pueblo mesoamericano en su
conjunto. Lo mismo podemos decir sobre el peyote para el pueblo wirrárika, o la hoja de coca
para los cocaleros del altiplano andino, el arroz para los chinos, etc. Cada pueblo tiene un
elemento de la naturaleza con el que se identifica porque es interpretado como origen y
destino en la cultura.
Desde esta perspectiva cultural, es irracional el valor de cambio para algo que le otorga
sentido cultural a una comunidad: no importa que no sea rentable, lo verdaderamente
significativo es la reproducción de la vida junto a la madre-tierra (o la pachamama en los
pueblos suramericanos). Y, a la inversa, desde la perspectiva exclusivamente mercantil, el
valor simbólico para esta semilla, este cactus, o esta hoja, es irracional; sobre todo si se trata
de una semilla tradicional, autóctona, sin ‘valor tecnológico agregado’, como se le suele
llamar a cualquier incorporación biotecnológica. El Mercado decidiría si vale la pena
conservarla: si no es competitiva, no merece existir; y si esto es así, tampoco vale la pena

14
conservar al pueblo que la cultiva. Esta situación no nos es ajena: en toda América Latina, el
campesino (identificado con los pueblos originarios) que siembra productos con alto valor
simbólico, es un grupo social que permanece en una situación de resistencia inevitable frente a
las políticas públicas del estado donde se encuentra, al grado de identificarse como el
adversario natural.
Pero si el humano es lo que come, ¿cómo interpretar las semillas transgénicas? Hay muchas
variedades de semillas transgénicas; aquí nos referimos a la tecnología terminator, que “son
plantas que han sido manipuladas genéticamente para volver estériles las semillas” (Ribeiro,
2002:115); pero además, se encuentran las traitor que, “con el control de la expresión de las
características genéticas la meta es lograr que las características de un cultivo se pueden
‘prender’ o ‘apagar’ al aplicarle un químico determinado”. (Ribeiro, 2002:116) Si los pueblos
mesoamericanos hacen todo lo posible por re-crear en sus narrativas la significancia de sus
plantas, animales, montes, astros, y demás; y se actualizan materialmente con la agricultura
(cultura de la tierra), es porque sienten la necesidad cultural de permanecer en la vida con su
comunidad. Si, por el contrario, una cultura no ve ya sentido de vivir, deviene suicida
culturalmente; así, las semillas transgénicas5: algunas de ellas no se reproducen con el fin de
maximizar el valor de cambio y anular tanto el valor ecológico como el valor simbólico. Ésta,
está orientada en contra de la vida, no solo de la semilla misma, sino del campesino
organizado que la cultiva.
Se trata de una cultura de la desesperanza 6 , donde se crea la sensación de vivir
resignadamente sin opción a cambio, toda vez que estaría cubierta toda necesidad material
con la tecnología y el capital que supone. Con la semilla transgénica se cierra el círculo
vicioso del apocalipsis iniciado por la misma cultura de la desesperanza: después de haber
destruido las bases materiales de la vida, la mejor solución será la semilla a-histórica, pos-
apocalíptica: la transgénica que resiste todo para ser expresión de nada, la que se halla frente a
la cultura de la esperanza, frente a la vida comunitaria, frente a la posibilidad de las
generaciones futuras.

Comentarios finales

5
El estado de la cuestión material de la contaminación de razas locales de maíz en México, se puede ver en:
Álvarez-Buylla, E. (2004:181-218).
6
“La negación de las alternativas opera por medio de la utopización de la sociedad dada. Cuanto mayor es esa
utopización, menos espacio queda para el pensamiento de alternativas. Alternativas que no se pueden pensar,
tampoco se pueden realizar. El pensamiento de alternativas solo puede ser controlado cuando la sociedad que
niega la posibilidad de alternativas, se presenta como la realización virtual de la utopía. El totalitarismo del siglo
XX, en todos los casos, ha aparecido en nombre de la utopía realizada en la sociedad que se totaliza. Este
proceso lo hallamos en las ideologías utopistas del neoliberalismo de hoy”. Hinkelammert, F. (1995:19)

15
Una manera de afirmarse en la vida es poner al valor ecológico en la base material de todos
los demás valores; en otras palabras: debemos situarnos en la dignidad de la totalidad de los
vivientes para interpretar la realidad y considerar la orientación adecuada para su posible
transformación. El valor simbólico, por su parte, deberá ser un atributo humano que
contribuya a la orientación, ciertamente utópica, de la abundancia material, al gozo y la
satisfacción de las necesidades humanas.
Sin negar ningún sistema económico histórico, el valor de cambio no puede anular el valor
ecológico (como la semilla con tecnología terminator) con el solo fin del lucro máximo,
aunque se destruyan las bases materiales de la vida. Tampoco se trata de un ‘regreso a la
cuevas’, que supondría anular al valor de cambio para quedarse solamente con el valor
ecológico. Deberá haber un punto medio donde se equilibren los valores: la razón entre el
valor ecológico y el valor de cambio, es directamente proporcional a la razón entre el valor de
uso natural y el valor de uso producido.
Esto garantizaría que todo lo producido es un producto para la vida; no como un arma que
puede ser muy rentable para una economía, pero que es un producto para la muerte. La
semilla transgénica parece un producto configurado (valor simbólico) para ser un arma de
destrucción masiva. Si la utopía de la semilla transgénica es el suicidio, nuestro imperativo
ético es reconocer la dignidad de la semilla ya dada en la naturaleza, para recuperarla como
base de la vida; de manera que al reproducirla perentoriamente, nos proyectemos en el largo
plazo, hacia las generaciones futuras.

Recibido 15 – 12 - 2014
Aceptado 30 – 12 - 2014

Bibliografía
Álvarez-Buylla, E. (2004), “Aspectos ecológicos, biológicos y de agrodiversidad de los
impactos del maíz transgénico”, en Muñoz, J. (Coord.), Alimentos transgénicos. Ciencia,
ambiente y mercado: un debate abierto, p. 181-218, México, Siglo XXI y UNAM.
Dussel, E. (2006), 20 Tesis de Política, México, Siglo XXI y CREFAL.
Dussel, E. (2007), Materiales para una Filosofía de la liberación, México, PyV y UANL.
Echeverría, B. (1998), Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI.
Gómez-Heras, J. M. G. (coord.) (2002), Ética en la frontera. Medio Ambiente. Ciencia y
técnica. Economía y empresa. Información y democracia, Madrid, Biblioteca Nueva.
Hinkelammert, F. & Mora, H. (2013), Hacia una economía para la vida. Preludio a una
segunda crítica de la economía política (4ª ed.), México, UMSNH y EUNA.

16
Hinkelammert, F. (1995), Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, San José, DEI.
Jacorzynsky, W. (1998), “Los desafíos de las éticas ambientales”, en Anámnesis, 15, p. 165-
194.
Jonas, H. (1995), El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización
tecnológica, Barcelona, Herder.
Leff, E. (2004), Racionalidad ambiental. La reapropiación social de la naturaleza, México,
siglo XXI.
Menchú, R. (1998), Rigoberta: la nieta de los mayas, Madrid, Aguilar.
Naredo, J. M. (1996), “Sobre el origen, el uso y el contenido del término sostenible”; en La
construcción de la ciudad sostenible, Madrid, MOPTMA.
Ribeiro, S. (2002), “El poder corporativo y las nuevas generaciones de transgénicos”,
Heineke, C. (Comp.), La vida en venta, San Salvador, Ed. Böll.
Rootes, Ch. (ed.) (1999), Environmental movements. Local, National and Global, Londres,
Frank Cass.
Sombart, W. (1965), Lujo y capitalismo, Madrid, Revista De Occidente.

Resumen
El texto que ahora someto a la opinión del lector, consta de tres partes. A manera de punto de partida
teórico, la primera trata de plantear la distinción entre dignidad y valor; para plantear inmediatamente
después, que la base de la vida material es el valor ecológico, o dignidad ecológica, incuantificable y
lleno de significados culturales. Por último, consideramos el caso del maíz, en tanto semilla que
simbólicamente es parte de la materialidad de la cultura mesoamericana; contrastándola con la semilla
intervenida genéticamente. En todos los ámbitos de la vida humana en comunidad afirmamos el uso y
la dignidad de la semilla autóctona para proyectarnos hacia las generaciones futuras.

Palabras clave: valor ecológico, valor simbólico, ecología, vida material, dignidad.

Abstract
The text now submit to the reader's opinion, it has three parts. As a theoretical starting point, the first
is raising the distinction between dignity and worth; to raise immediately after that the basis of
material life is the ecological value, or ecological dignity. These are unquantifiable, and full of cultural
meanings. Finally, we consider the case of maize seed is as symbolically part of the materiality of
Mesoamerican culture; contrasting it with the genetically intervened seed. In all areas of human life in
community use and we affirm the dignity of native seed to project to future generations.

Keywords: ecological value, symbolical value, ecology, material life, dignity.

17
18

Das könnte Ihnen auch gefallen