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LOS NIÑOS QUE DEJARON DE SOÑAR

Secuelas del abuso sexual en la infancia


Joan Montané Lozoya

LOS NIÑOS QUE DEJARON


DE SOÑAR
Secuelas del abuso sexual en la infancia

MANDALA
EDICIONES
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I.S.B.N.:

Depósito Legal:
Dedicado a mi abuelo Alberto a quien no conocí.
El dijo que un libro era un tesoro por eso estoy seguro que se
alegraría de la riqueza que ahora poseo y que con él quiero
compartir, porque aunque nunca lo imaginara ha colaborado en
la edición de este libro y porque a pesar de todo él nunca dejó
de soñar.
Índice

Introducción
El abuso sexual infantil ........................................ 9

Primera parte
Consecuencias psicológicas .................................. 15
Autolesiones ....................................................... 15
Miedo ................................................................ 18
Amnesia ............................................................ 21
Comportamiento asociativo .................................. 25
Agresor sexual ................................................... 28
Indecisión .......................................................... 31
Suicidio ............................................................. 34
Vergüenza ......................................................... 37
Relaciones ......................................................... 41
Autoestima ........................................................ 45
Culpa ................................................................ 48
Desconfianza ...................................................... 55
Autorrevictimización ............................................ 58
Adicciones ......................................................... 63
Dualidad ............................................................ 67
Silencio ............................................................. 70
Ansiedad ........................................................... 72
Diferencia .......................................................... 76
Sexualidad ......................................................... 79
Victimismo ......................................................... 83
Rabia ................................................................ 85
Depresión .......................................................... 88
Fobias ............................................................... 90
Cadáveres ......................................................... 92
Testimonio de Arantxa ......................................... 94
Segunda parte
Consecuencias familiares ..................................... 111
Testimonio de Silencio ......................................... 122

Tercera parte
Consecuencias físicas .......................................... 129
Testimonio de Beatriz .......................................... 133

Cuarta parte
Consecuencias sociales ........................................ 139
Testimonio de Joan .............................................. 147

Quinta parte
Consecuencias en la infancia ................................ 153
Testimonio de Lorena .......................................... 157

Sexta parte
Consecuencias jurídicas ....................................... 161
Testimonio de Anabel .......................................... 164

Séptima parte
Las últimas consecuencias .................................... 181

Direcciones de interés ........................................... 185


Introducción

El abuso sexual infantil (ASI)

H ay hechos en la vida que no deben ser silenciados. Los abusos


sexuales cometidos contra la infancia es uno de ellos. Hablar
de este asunto no es cómodo ni agradable, pero sí necesario. Y
mucho. No hacerlo es tanto como añadir más piedras a ese gran
muro de impunidad que, aún hoy en día, enmascara este delito.
No debemos ni podemos seguir callados. Y menos que nadie, a
pesar de las vicisitudes que se nos presentarán, aquellos que un
día tuvimos la desgracia de convertirnos en una víctima más para
engrosar la estadística de supervivientes de ASI.

Con este trabajo, he pretendido hacer un viaje hacia las conse-


cuencias del abuso sexual infantil; una larga lista de secuelas que
aparecen en la infancia y nos acompañan, demasiadas veces, du-
rante toda la vida. También, y en la medida de lo posible, me gus-
taría saber conducir al lector hacia la reflexión y el conocimiento
de un asunto en el que la desinformación y las ideas erróneas son
todavía demasiado habituales.

Pocos son los temas que no debatimos alguna vez en familia


o entre amigos y colegas. Pero ¿quién habla abiertamente del
abuso sexual infantil? No es un tema que surja en demasiadas
conversaciones. Se diría que sólo concita el interés de ciertos
sectores especializados o, a lo sumo, de unos cuantos que vivi-
mos en nuestras carnes este hecho traumático y que tomamos la
decisión de enfrentarnos a él. Esa es la realidad que debe cam-
biar. El abuso sexual nos toca a todos de cerca, es un problema
de todos, así que la implicación y el compromiso también debe
convertirse en una labor común.

Sí, no es nada frecuente hablar de abusos sexuales, pero me-


nos lo es aun hablar de sus consecuencias. Podemos imaginar lo
devastador que puede llegar a ser para un niño el abuso sexual,
pero si lo que pretendemos es sumergirnos y comprender el vas-
to abanico de secuelas que se desarrollan, así como la duración,
el efecto e incluso la continuación generacional que puede tener,
entonces, nuestra imaginación, es muy posible que no dé para
tanto.

Soy consciente de lo delicado y resbaladizo de este territorio por


el que estamos empezando a transitar. Lo sé perfectamente; yo
mismo lo he recorrido. También sé que se trata de un camino
bastante inexplorado. Pero cuanto más sepamos y cuanta más
información seamos capaces de compartir, más cerca estaremos
de revertir una situación demasiado terrible y alarmante como
para seguir dándole la espalda.

Se han efectuado diversos estudios en los que se analiza desde


distintos ángulos el abuso sexual. Igualmente, se han publicado
libros en los que abundan datos y estadísticas que nos permiten
tener una idea más realista con respecto a la magnitud de este
problema. En este sentido, no quiero competir, complementar
o reescribir nada de lo hecho o escrito hasta la fecha. Todos los
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datos son importantes y también manejaré algunos, pero lo que


a mí realmente me interesa aportar en este escrito es la mirada
hacia el interior, una mirada a las secuelas, amplia, probable-
mente dolorosa, pero también reflexiva, sincera y —al menos eso
espero— esperanzadora.

Una de las primeras dificultades con que nos encontramos al ha-


blar del abuso sexual infantil es la falta de consenso en cuanto
a su definición. Y este es uno de los primeros puntos que debe-
ríamos tener resueltos. Tampoco estaríamos hablando de diver-
gencias irreconciliables; no obstante, hay aspectos que conviene
analizar con detenimiento.

Algunas de estas definiciones suelen tomarse como referencia en


muchos de los artículos, libros o escritos que abordan el abuso
sexual, por más que no se trata de un uso unánime. Muchas de-
finiciones inciden en la asimetría de edad, lo que suele darse en
buena parte de los casos; sin embargo, no tienen en cuenta, —o
bien limitan notablemente— una posibilidad que no deberíamos
dejar al margen: el abuso entre menores, una realidad incómo-
da, es cierto, pero no por ello podemos obviarla. También en este
caso puede existir asimetría, aunque no necesariamente.

¿Cómo encontrar, entonces, esa definición que dé una respuesta


satisfactoria a todas las víctimas de abuso sexual infantil? Si nos
fijamos bien, la pregunta, en sí misma, ya contiene un dilema de
suma importancia. Al utilizar el término infantil, estamos exclu-
yendo implícitamente a todos aquellos que no pertenezcan a esta
categoría. ¡Claro! —podríamos argüir—, precisamente de eso se
trata, de separar y diferenciar unas cosas de otras. Hasta aquí es
correcto, pero si eso debe ser así, ¿hasta qué edad deberíamos
considerar que un abuso sexual pertenece a esa etapa que he-
mos convenido en denominar infantil? Estoy convencido de que
más de uno estará pensando que un individuo de unos quince o
dieciséis años ya ha superado esta etapa y tiene, por lo tanto,
suficientes recursos como para negarse a mantener una relación
sexual no deseada, y si aun así es obligado a ello, por ejemplo,
con el uso de la violencia, entonces quizá debiéramos hablar de
violación. Tal vez. Pero mucho me temo que no nos vamos a li-
brar del problema con tanta facilidad.

Cuando nos referimos a los abusos sexuales infantiles, uno de los


aspectos a tener en cuenta es que estos se producen, en un por-
centaje muy elevado, dentro del propio entorno familiar, siendo
el padre u otro miembro muy cercano a la víctima el elemento
agresor. Una característica muy común en este tipo de abusos es

Introducción - 11
su temprana iniciación, así como su prolongación en el tiempo
por espacio de bastantes años. A veces, muchos años, como es
el caso de quien escribe estas líneas. Bien, pues es en este punto
concreto donde surge la contradicción. Veamos.

Una persona que ha sufrido abusos desde los siete hasta los die-
ciocho años, ¿cómo la definimos? ¿Qué diremos de ella?, ¿que fue
abusada de los siete a los trece y violada de los trece a los diecio-
cho? Sería una manera de explicarlo, aunque en mi opinión dista
de ser la más acertada. Al fin y al cabo, estamos hablando de un
mismo hecho. Yo mismo he intervenido en programas de radio y
televisión, y una de las preguntas más comunes es la referida a
la duración de los abusos. Si quisiera ser estrictamente riguroso
con el concepto infancia, diría que sufría abusos desde los siete
hasta los doce años, más o menos. Y si me preguntaran si a los
doce años dejaron de abusar de mí, entonces debería contestar
que no. Pero claro, a partir de ahí, tampoco sabría muy bien qué
responder. En definitiva, los condicionantes del abuso pueden
prolongarse más allá de ese tiempo que convenimos en llamar
infancia, con lo cual, aunque la edad puede ser un factor que nos
permita poner fin a los abusos, también es bastante usual que no
sea así y que estos se dilaten en el tiempo hasta bien avanzada
la adolescencia, e incluso más allá. Este aspecto también tiene
su trascendencia en algo tan negativo para el sobreviviente como
es la culpa. Muchos son los que se han cuestionado su comporta-
miento, creyendo que podrían haber hecho mucho más de lo que
hicieron en su momento.

Si tuviéramos que fijarnos en un aspecto concreto a la hora de


constatar la existencia del abuso sexual, este debería ser la re-
percusión negativa que tiene sobre la víctima.

El National Center on Child Abuse and Neglect, cuya definición es


la más utilizada, hace una especial mención de las secuelas. De-
fine el abuso sexual como: “Contactos entre un niño y un adulto
en los que se utiliza al niño como objeto gratificante para las ne-
cesidades o deseos sexuales del adulto, interfiriendo o pudiendo
interferir esta experiencia en el desarrollo normal de la salud del
niño”.

No puedo estar más de acuerdo con esta valoración, máxime


cuando la elaboración de esta obra gira en torno a dichas in-
terferencias. Pero cometeríamos un error si excluyéramos otros
elementos de gran trascendencia. Si evaluamos el abuso sexual
sobre la base de unas secuelas psicológicas o de cualquier otra
índole, podríamos estar dando a entender que si estas no se pro-
Introducción - 12

ducen o no se manifiestan, entonces el abuso no existe o no es


punible, lo cual no es en modo alguno aceptable. Un asesinato,
un robo o una violación son un asesinato, un robo y una viola-
ción, independientemente de las consecuencias que se deriven
de ellos.

Tampoco podemos considerar la asimetría de edad como un as-


pecto presente en cualquier situación de abuso. La imagen de un
adulto y un niño, aunque represente a la mayoría, no lo hace con
la totalidad. Y lo que es más importante: esta definición deja de
lado la posibilidad del abuso entre menores, casi diría que lo ex-
cluye explícitamente, lo cual me parece un error bastante grave.
Estos casos no son tan excepcionales como para no tenerlos en
cuenta.

Pensemos en un colectivo especialmente vulnerable, como podría


ser el de los discapacitados psíquicos. En este caso, la edad no
jugaría un papel tan relevante. Es ahí donde mejor se aprecia el
abuso de poder ejercido por el agresor sobre la víctima, porque,
en esencia, y eso deberíamos tenerlo muy claro, el abuso sexual
es un abuso de poder.

Con lo visto hasta el momento, me atrevería a proponer la si-


guiente definición para el abuso sexual a la infancia: “Cualquier
actividad, con contacto físico o sin él, donde el agresor o agre-
sores, por lo general adultos, busquen su gratificación sexual a
costa de la víctima o víctimas, generalmente menores, y en los
que no hay un consentimiento explícito, bien sea por la edad u
otros factores que limiten su capacidad de decisión, y con inde-
pendencia de las consecuencias derivadas del acto”.

El siguiente paso será preguntarnos hasta qué punto nos afecta.


¿Son episodios aislados o bien es una lacra a la que todos esta-
mos expuestos? Desgraciadamente, nos aproximamos bastante
más a la segunda opción que a la primera.

Estudios llevados a cabo en los últimos tiempos coinciden en que


una de cada cinco personas ha sufrido algún tipo de abuso sexual
antes de alcanzar la adultez. Según sea el país donde se hayan
efectuado los estudios, y según sea la metodología empleada,
nos encontraremos con algunas variaciones, pero aun así, la cifra
del 20 por ciento me parece una aproximación bastante razona-
ble. Y preocupante. Otra estadística no menos preocupante es la
que hace referencia a la edad en que se inician los abusos. Dicha
estadística procede del foro sobre los abusos sexuales que puse
en marcha hace ya más de cinco años. Estos datos no pretenden

Introducción - 13
ser en modo alguno concluyentes, pero sí me parece oportuno
hablar de ellos, porque indican la tendencia. En este caso, la
participación ha sido de ciento cincuenta y un miembros, con el
siguiente resultado:

Antes de los 3 años: 9%


De los 3 a los 7 años: 57%
De los 7 a los 11 años: 25%
De los 11 a los 13 años: 5%
Después de los 13 años: 4%

Cuando el niño nos habla sobre supuestos abusos sexuales que


ha padecido o padece, podemos estar casi seguros de que nos
está diciendo la verdad. Un niño no tiene nada que ganar rela-
tando algo así, y además, según sea su relato, podemos deducir
objetivamente que por su edad no debería estar en posesión de
ciertos conocimientos de índole sexual.

Desgraciadamente, no siempre es tenida en cuenta su versión de


los hechos, o bien se le responde con el silencio, o silenciándolo,
o lo que es mucho peor, quizá no se le quiera creer.

Hasta en los casos donde el abuso es descubierto, bien sea por lo


referido por el menor o bien por la naturaleza incuestionable de
las evidencias, puede ocurrir que no se proceda con la celeridad
necesaria y con la oportuna denuncia. En demasiadas ocasiones,
aunque el abuso sea conocido por el entorno, y más habitual-
mente por la madre, esta no lo denuncia, ya sea por miedo, por
dependencia económica o emocional, o por cualquier otro motivo
que, sin duda, nos parecerá incomprensible, aunque no por ello
menos real. Pero por más incomprensible que nos parezcan al-
gunas cosas que envuelven la realidad de los abusos sexuales, lo
cierto es que estas cosas están ahí, hoy, muy cerca de nosotros.
Y también creo que todos, individualmente, podemos hacer algo
más de lo que hacemos.
Introducción - 14
Primera parte
Consecuencias psicológicas

Autolesiones

Q uienes tuvimos el infortunio de vivir una infancia enturbiada


por un hecho traumático tan grave como el abuso sexual,
estamos más expuestos a convertirnos en adultos problemáti-
cos. Esta posibilidad se acentúa cuando no se hizo nada para
remediarlo mientras sucedía ni cuando dejó de suceder, siendo
esta una situación bastante frecuente, tanto si se conocieron los
hechos como, obviamente, en el caso contrario.

Las lógicas dificultades que pueden condicionar nuestro futuro


pueden verse incrementadas por la gravedad de lo vivido, la edad
que teníamos, el tiempo que duraron los abusos, la posibilidad de
haberlo podido enfrentar o no, y la consiguiente respuesta obte-
nida de nuestro entorno familiar y social, así como otros factores
de mayor o menor relevancia.

Desgraciadamente, cuando hablamos de abuso sexual infantil,


debemos referirnos a situaciones particularmente graves y des-
estabilizadoras. Ello no es óbice para puntualizar que no siempre
es así. Hay personas que, por sus circunstancias personales, han
podido afrontar el abuso y solucionar los aspectos más conflic-
tivos del trauma. Pero, aclarado esto, es justo dejar constancia
de que el abuso, para una gran parte de la población abusada,
significa tener una herida más o menos oculta que está lejos de
haber cicatrizado.

Para muchos, tanto la edad como el parentesco que nos une al


agresor han sido elementos que no jugaron a nuestro favor. Es
comprensible que aquel niño que un día fuimos no hallara otra
salida que la ocultación de los hechos. Mantener aquel secreto
quizá no fuera la mejor elección, pero, teniendo en cuenta algu-
nas respuestas del entorno familiar donde sí se reveló el abuso,
al final comprobamos que nuestros temores no eran en absoluto
irracionales. Dicha respuesta, tan esencial para el restablecimien-
to de la normalidad del menor, pocas veces es la más adecuada.

Según vayamos avanzando, descubriremos los obstáculos que


nos impiden identificar un conjunto de secuelas que nos permitan
apuntar hacia una sintomatología característica que se adecue a
las personas que sufrieron abusos sexuales en su infancia. Y es
que las secuelas son muchas y diversas; algunas, ampliamente
compartidas; otras, bastante menos. Es precisamente sobre una
de estas últimas de la que hablaremos a continuación.

Si afirmamos que los supervivientes de abuso sexual infantil (en


adelante, ASI) se caracterizan por tener una baja autoestima,
dificultades para relacionarse con los demás o problemas con la
sexualidad, no creo que nadie se sorprenda. Parece lógico. Sin
embargo, si hacemos la misma afirmación en cuanto a una per-
sona que tiene la necesidad de cortarse, golpearse o quemarse
Primera parte - 16

conscientemente, entonces tal vez sea más difícil exigir la misma


comprensión de antes.

En este apartado, vamos a intentar comprender las motivaciones


de una secuela tan inquietante e incomprendida como es la au-
tolesión.

Antes, no obstante, quisiera hacer mención de otra secuela que


compartimos todos los que fuimos abusados, una secuela que,
además, se manifiesta de un modo incuestionable en las autole-
siones. Podría, incluso, haberle dedicado un apartado específico.
Me refiero al dolor, un dolor más o menos manifiesto, que a veces
intentamos ocultar y otras veces lo mostramos como una reinter-
pretación del papel de víctima que vivimos durante la niñez.

Sí, podría hablar del dolor, abrir un apartado para dotarle del pro-
tagonismo que requiere, pero creo que se trata de un sentimiento
que va tan implícito en todas y cada una de nuestras secuelas y
de nuestra propia vida que terminaría cayendo en un exceso de
reiteraciones.

Ahora bien, el binomio que conforman las autolesiones y el dolor


tiene una significación distinta. No vamos a tratar con un dolor,
digamos, convencional. Hablaremos del dolor del cuerpo y del
dolor del alma, y de cómo el primero actúa para tratar de redimir
al segundo.
En las autolesiones, como decíamos, el dolor es un elemento fun-
damental para entender cualquier mecanismo relacionado con
esta secuela, pero quisiera insistir en que la percepción que te-
nemos del mismo y el uso, por decirlo así, que hacemos quienes
padecimos abusos, es muy diferente. Para empezar, no se trata
tan solo de un agente pasivo; también puede ser un objetivo con
resultados concretos.

La autolesión es interpretada como una forma de sacar fuera


todo ese dolor que nos invade. Cuanto mayor es la autolesión,
mayor es el dolor que se trata de neutralizar, porque también lo
es la necesidad de liberarnos de él. El problema es que, una vez
liberada la tensión, y tras ese primer momento de calma, apare-
cen la vergüenza y la culpabilidad. Hay que tener claro que nadie
se autolesiona porque sí, como si de un pasatiempo se tratara. Al
igual que el alcohol, la comida o la ludopatía, esta es una adicción
para la cual se requiere algo más que la simple voluntad para
vencerla. Así pues, hablar de autolesiones es hablar de una espi-
ral que se realimenta en una sucesión incontrolada que a veces
no parece tener fin.

Primera parte - 17
No es fácil dar rienda suelta a todo ese dolor acumulado. Es,
como reconocemos todos los que lo padecemos, un motivo más
para sentirse estigmatizado y seguir ocultando el secreto que
nos mantiene en esa cárcel de dolor, silencio e incomprensión.
Sabemos que nadie entendería las razones que nos impulsan. Lo
único que conseguiríamos serían reproches y preguntas para las
que no tendríamos respuesta. Y si lo hiciéramos, las respuestas
no serían del agrado de nuestros desconcertados interlocutores.
¿Quién quiere oír: “Me autolesiono porque de niño mi padre, her-
mano, tío, abuelo o primo abusó sexualmente de mí”?

Normalmente, siempre hay una causa para que se produzca un


efecto. Es decir, cabría suponer que si alguien se autolesiona en
un momento dado es porque hay un hecho concreto que lo ha
desencadenado. Esto suele ser así, pero con ciertas matizacio-
nes. Podríamos establecer un nuevo paralelismo con las adiccio-
nes. Estas son una vía de escape, de eso no cabe duda; induda-
blemente, también son muchas más cosas, pero aun siendo una
vía de escape a la que recurrimos cuando las cosas van mal, no
dejan de ser un recurso que se retroalimenta en su variante más
negativa.

Cuando algo no va bien, cualquier adicción, aunque nos produz-


ca una fugaz sensación de alivio, a la larga, siempre lo empeo-
ra todo. Con las autolesiones sucede algo parecido. Aunque en
un primer momento tanto la adicción como la autolesión puedan
tranquilizarnos y alejarnos de la realidad, invariablemente, esta
termina por plantarse de nuevo ante nosotros, haciéndonos sen-
tir más culpables, más avergonzados y más miserables de lo que
ya nos sentíamos antes. Al final, se transforma en una rutina
frustrante y autodestructiva, en la que siempre estamos buscan-
do la salida por la puerta equivocada.

Parecerá extraño lo que escribiré a continuación, pero las auto-


lesiones también están relacionadas con nuestra necesidad de
obtener el perdón. No hay que buscarle ninguna reminiscencia
religiosa, por más que cada cual tenga sus propias creencias.
Sin duda que nos parecerá paradójico y contradictorio, ya que no
sólo buscamos el perdón por una culpa que en ningún caso nos
pertenece, sino que, además, lo hacemos agrediéndonos noso-
tros mismos. Pero todo eso, si queremos entenderlo, deberemos
interpretarlo desde el punto de vista del superviviente.

Podríamos decir que cada agresión lleva implícita una parte del
perdón; un único protagonista para dos papeles. Reproducimos
Primera parte - 18

la agresión para, acto seguido, ser nosotros mismos quienes nos


perdonamos y nos cuidamos; recreamos un escenario donde las
cosas ocurren del modo que debieron ocurrir, comportándonos
como debieron haberlo hecho quienes no lo hicieron.

Otro tipo de asociación más primaria, y quizá no del todo cons-


ciente, podemos localizarla en esa necesidad de calma y de paz
que tanto anhelamos. El patrón interiorizado en la infancia fue el
de agresión/calma. Primero venía el abuso —agresión— y después
se iba el agresor —calma—. Ahora, inconscientemente, tratamos
de repetir el mismo patrón para encontrar esa tranquilidad. Es
como si viviéramos en un permanente estado de ansiedad, dolor
y desasosiego que sólo podemos neutralizar con la autolesión —
agresión—. Después, nos cuidamos, nos atendemos y nos perdo-
namos —calma—.

Miedo

El miedo es uno de nuestros instintos primarios más necesarios


para la supervivencia. Nos permite responder adecuadamente y
protegernos de cualquier agresión o peligro al que podamos estar
expuestos.

Ante determinadas circunstancias, se disparan nuestras alarmas


naturales y nos predisponemos para enfrentarnos a una amenaza
o, más comúnmente, para huir de ella. Este estado de alerta no
debe confundirse con la cobardía, pues su objetivo primordial es
evitar un peligro para garantizar nuestra supervivencia. Sin mie-
do, probablemente, ya nos habríamos extinguido.

El abuso sexual ha alterado muchos de nuestros comportamien-


tos y respuestas ante las contingencias a las que nos enfrenta
la vida, entre ellas, el natural funcionamiento del miedo. Con el
tiempo, este se ha vuelto contra nosotros, dificultando nuestra
evolución emocional y social, y convirtiéndose en un amplificador
de otras secuelas que nos han acompañado hasta el día de hoy.

Existe una clara conexión entre el miedo y la incapacidad para


llevar a término acciones que, en circunstancias normales, no de-
berían implicar excesivas dificultades. El miedo, tal y como ocurre
con el dolor, se nos muestra como un sentimiento que no pode-
mos aislar de las secuelas que nos afectan. Entre ellas, podemos
citar la culpa, la vergüenza, las autolesiones, las fobias, la indeci-
sión, las relaciones, la sexualidad, el suicidio o incluso la rabia.

En algún momento, perdimos el control, dejando que los miedos

Primera parte - 19
controlaran nuestros actos. Lo que para otros no representa más
que una cotidianidad sin mayores contratiempos, para nosotros
es una realidad repleta de miedos absurdos que afectan la au-
toestima, la determinación, la seguridad y otros muchos aspectos
que interfieren negativamente en el desarrollo normal de nuestra
vida diaria.

He decidido incluir el miedo como una de las secuelas de los


abusos sexuales, pero ¿qué nos da miedo, en realidad?, ¿qué tra-
tamos de ocultar? Nuestros miedos sólo encuentran respuesta y
explicación si los relacionamos con otras secuelas, como la culpa,
la indecisión, la vergüenza y la sexualidad. Despejar la incógnita
de nuestro comportamiento significa enfrentarnos a una serie de
verdades que siempre hemos querido mantener encerradas en
algún rincón de nuestra mente.

Hasta el momento, no hemos hecho otra cosa que invertir in-


gentes cantidades de energía para construir una realidad imagi-
naria: la dualidad, otra cuestión de la que también hablaremos.
Es como si de repente nos viéramos enfrentados a la negación
de una realidad para adentrarnos en otra que desconocemos. Y
es bien sabido que lo desconocido siempre produce cierto temor,
algo que nosotros acusamos en gran medida.

Nuestro miedo es atemporal y se manifiesta ante cualquier hecho


que se asocie a comportamientos del pasado, a situaciones que
entrañen responsabilidad, que nos enfrenten a la necesidad de
tomar decisiones o incluso ante la acción más inofensiva. Pero
también puede adquirir dimensiones muy reales. Estoy pensando
en las reacciones de la familia cuando tomamos la decisión de re-
velar lo que sucedió en nuestra niñez. ¿Qué dirá nuestra familia?
¿Qué dirán nuestros amigos? ¿Cómo nos verán a partir de ahora?
¿Cómo debemos reaccionar? Las preguntas son interminables, y
no sólo aluden a las respuestas de los demás, también hay mu-
chos interrogantes internos a los que nunca nos hemos querido
enfrentar. Y si queremos llegar a alguna resolución positiva, va-
mos a tener que hacerlo.

El miedo tiene muchos tentáculos, algunos de ellos muy largos.


Uno de los más sorprendentes quizá sea el miedo al éxito. Efec-
tivamente, el éxito nos asusta e incomoda a más de uno. De he-
cho, no debería asombrarnos demasiado. Sólo debemos asociarlo
a una de nuestras obsesiones para que adquiera sentido: ocultar
el abuso de que fuimos objeto. Para ello, cuanto más desaper-
cibidos logremos pasar, mejor. Parece evidente que el éxito nos
situaría en el centro de la atención, algo que no deseamos en
Primera parte - 20

absoluto.

En este punto, sirva mi propio ejemplo. Recuerdo muy bien la


sensación que experimenté hace ya bastantes años en el insti-
tuto, demasiados años, de hecho. El caso es que nunca he des-
tacado por mi brillantez, aunque tampoco por ser una nulidad;
simplemente, ¡cómo no!, pasaba desapercibido. Pues bien, una
vez me convertí en protagonista por un día. No dudo de que
para muchos, el escenario que paso a describir hubiera sido de
lo más estimulante y placentero, pero en mi caso, sólo recuerdo
una sensación de agobio tremenda. El caso es que la profesora
de Filosofía dijo que la mejor nota la había obtenido alguien que,
por decirlo de algún modo, no entraba en los pronósticos. Poco
después, como si fuera un juego, añadió que era alguien que
siempre estaba callado. Ni por un momento se me ocurrió pensar
que pudiera estar hablando de mí, no por lo de callado, de lo que
tampoco era demasiado consciente, sino porque era incapaz de
verme como el mejor en ninguna cosa. Lo más curioso, y así me
lo pareció entonces, es que buena parte de la clase sí tenía claro
que yo era el aludido. Sí, ahora soy capaz de ver lo raro que lle-
gaba a ser.

Al final me doy cuenta de que los esfuerzos para pasar desaper-


cibido consiguen justo el efecto contrario.
Amnesia

Es posible que el término amnesia sugiera una imagen excesiva-


mente categórica, una imagen que no se ajusta a lo que pretendo
explicar. De hecho, son estadísticamente pocos los que no tienen
recuerdo alguno de los abusos sexuales de que fueron objeto
en su infancia; no obstante, son más que suficientes como para
tenerlos en cuenta. Por lo general, la mayoría tenemos lagunas
más o menos extensas que abarcan episodios concretos de nues-
tro pasado. Dichos episodios pueden tener relación con los abu-
sos, aunque también pueden abarcar épocas y sucesos que no
parecer estar conectados con estos.

Quizá podría haber utilizado el término memoria, un concepto


con connotaciones menos contundentes y, por qué no decirlo,
menos alarmantes. Pero si tenemos en cuenta que hablar de abu-
sos sexuales en la infancia ya es de por sí alarmante, no tendría
mucho sentido perdernos en un debate terminológico cuyo ob-
jetivo fuera encontrar un concepto más light. Además, hay per-
sonas que realmente no recuerdan apenas nada; sólo tienen in-

Primera parte - 21
tuiciones, flashes o sospechas, algo en lo que profundizaremos a
continuación.

Por lo tanto, podríamos concluir en que hay una especie de am-


nesia selectiva, pero se trataría de una amnesia aparentemente
aleatoria, pues si bien lo que en algunos casos se elimina de
la memoria consciente son los abusos, en otros sucede justo lo
contrario: sólo se recuerdan los episodios de abuso, sin recordar
apenas nada del resto de la infancia. La razón última de una u
otra selección podría estar en la cantidad de abusos sufridos. La
mente hace el esfuerzo de desechar los recuerdos especialmente
perjudiciales para no romper la normalidad en la que nos hallá-
bamos. Cuando el abuso es ocasional, cabe la posibilidad de que
nuestra mente cumpla con esa función, pero cuando se trata de
abusos que pueden durar muchos años, entonces, el sistema fa-
lla y nuestra mente elimina indiscriminadamente los recuerdos,
de tal forma que se llegue a invertir el proceso para recordar de
nuestra infancia tan solo los abusos.

Una de las encuestas que he realizado en el foro de abusos


sexuales da pistas muy claras con respecto a los problemas que
tenemos para recordar ciertas cosas, y más cuando atañen a los
abusos. Dicha encuesta tiene que ver con la frecuencia con que
padecimos los abusos en nuestra infancia. Con ciento once parti-
cipantes, se dieron los siguientes resultados:
Casi todos los días: 30%
Algunas veces al mes: 19%
Fueron pocas veces: 3%
No lo recuerdo: 48%

Llama la atención que un 32 por ciento de las personas que su-


frían abusos dijera que ocurrían casi todos los días, aunque lo
que me interesaba resaltar, a tenor de lo que estamos tratando
en este caso, es que un 46 por ciento, o sea, cerca de la mitad,
es incapaz de recordar cuántos abusos sufrió.

El proceso al que se enfrentan las personas que no recuerdan


haber sufrido abusos sexuales en su infancia se agrava con res-
pecto a quienes sí recuerdan, ya que la ausencia de recuerdos no
va ligada necesariamente a la ausencia de secuelas. Quizá por
este motivo, el verdadero proceso de recuperación se inicia en
el momento en que se produce una identificación de la persona
amnésica con las personas que sufrieron ASI. Cuando alguien
advierte que comparte secuelas, sentimientos y experiencias pa-
recidas, inevitablemente surge algo más que una mera sospecha.
Primera parte - 22

Eso es algo que he tenido la oportunidad de constatar en diversas


ocasiones a través del foro de la web para supervivientes de ASI.
Allí hay cientos de personas que comparten sus experiencias, y
entre ellos, también están aquellos cuya experiencia traumática
ha desaparecido de su memoria consciente.

Llegados a este punto, es inevitable preguntarse: ¿cómo llegan


las personas sin recuerdos a descubrir lo que sucedió en su ni-
ñez? Algunos sospechan de la existencia de abusos, basándose
en indicios o flashes inconexos que, con el tiempo, terminan con-
cretándose en algo más, aunque no mucho más, habitualmen-
te. No es aconsejable crearse demasiadas expectativas en este
sentido. En otros casos, es el terapeuta quien puede ir atando
cabos e insinuar esta posibilidad. A veces, surge el recuerdo de
repente, por ejemplo, ante el nacimiento de un hijo o cuando un
hijo tiene la misma edad que teníamos nosotros cuando sufrimos
los abusos.

Por uno u otro camino se va confeccionando poco a poco una


suerte de rompecabezas en el que faltan muchas piezas, pero
que, al mismo tiempo, resultan suficientes para recrear el esce-
nario de un pasado que se enterró hace tiempo en el olvido. A
pesar de todo, en esas circunstancias no cabe esperar que las
dudas desaparezcan por completo. Todos quisieran poseer ese
recuerdo nítido e incontrovertible que legitime su postura y eli-
mine cualquier sentimiento de culpabilidad. Pero el caso es que ni
poseyéndolo se elimina ese sentimiento, como veremos en otro
apartado.

La razón por la que se recupera parte de la memoria, así como


otras veces se convierte en una lucha con escasos resultados, es
algo que excede mis conocimientos. Quizá se reduzca a algo tan
simple como estar preparados para asumirlo o no estarlo. Parece
lógico pensar que si estamos predispuestos a enfrentarnos con
nuestro pasado lleguemos a obtener mejores resultados que si lo
mantenemos todo en secreto.

La culpa de que nuestros recuerdos se hayan convertido en un


territorio inaccesible reside en la incapacidad para conectar con
la causa originaria. El desconocimiento del origen entorpece en
gran manera el inicio de cualquier proceso de recuperación. Sería
como tratar de medicarse sin saber a ciencia cierta qué enfer-
medad nos está afectando. De todos modos, ya me apresuré a
señalar con anterioridad la existencia de una serie de síntomas
que llevan al afectado a generar ciertos recursos, como las sos-
pechas, flashes imprevistos y otros. No es un gran alivio, pues

Primera parte - 23
en el mejor de los casos se tratará de un proceso angustioso en
el que siempre nos estarán acechando las sombras de la duda.
Los pensamientos intrusivos del tipo “¿No me estaré inventado
todo esto para justificar algo para lo que no encuentro una mejor
explicación?” suelen estar a la orden del día.

A veces, intento realizar el ejercicio de viajar al pasado, y la


verdad es que todavía me crea enormes dificultades situarme
en la mente de ese niño que un día fui y saber qué pasaba por
mi cabeza. Creo que no pasaba nada. O, en consonancia con lo
escrito hasta ahora, no recuerdo nada. Sí de los hechos, pero no
de lo que pensaba de ellos. Yo diría que el pensamiento sobre lo
que me estaba sucediendo no tenía una explicación y, probable-
mente, si intuía alguna, esta no era buena, así que lo mejor era
desecharla. A partir de ahí, la reiteración y el tiempo terminan
invalidando la eficacia del mecanismo del olvido, si es que alguna
vez la tuvo. Y para terminar, se borran los recuerdos sin que in-
tervenga un patrón lógico, y es cuando aparecen las consabidas
lagunas y problemas con la memoria.

Llama la atención esa similitud de sensaciones, sentimientos y


secuelas que experimentamos las personas que hemos padecido
ASI, y más aun cuando siempre habíamos creído que no existía
nadie que tuviera esos pensamientos y actitudes tan… ¿diferen-
tes? Sin duda, actúa como un bálsamo averiguar que, después de
todo, no somos tan extraños como creíamos. También reconforta
saber que lo sucedido tiene una explicación lógica. Y eso mismo
es aplicable a nuestros problemas de memoria.

Mi mujer me ha instado a que haga algo al respecto, como acu-


dir a un profesional, por ejemplo. Yo siempre me he resistido.
Bueno, nadie es perfecto. Desde luego, debo reconocer que los
problemas existen; sin embargo, no considero que sea dema-
siado preocupante, sobre todo si lo comparo con otras secuelas
que también me han afectado y que han interferido mucho más
negativamente en mi vida. Eso no significa que no me preocupe,
por eso quise contrastarlo con otras muchas personas que pasa-
ron por lo mismo. Y ciertamente, nuestros problemas con la me-
moria son un hecho ampliamente compartido. De igual manera,
pude comprobar que en muchos casos las sensaciones eran muy
parecidas, y cuya manifestación, quizás en parte para escurrir el
bulto, se resumía en esta frase: “Soy una persona bastante des-
pistada”. Esta es, tal vez, la inocua explicación que nos damos a
nosotros mismos, antes que convenir que se trata de una secuela
surgida en la época de los abusos.
Primera parte - 24

Casi me atrevería a establecer una clasificación en tres grandes


grupos; una persona puede estar incluida en uno, en los dos o en
los tres a un mismo tiempo.

El primer grupo estaría compuesto por las personas cuya amnesia


les impide recordar cualquier suceso relacionado con el abuso. En
el segundo grupo estarían las personas con grandes lagunas en
cuanto a su infancia. Este grupo, a su vez, se podría subdividir en
dos más: aquellos que recuerdan exclusivamente los abusos, sin
apenas otros recuerdos, y quienes recuerdan pocos episodios de
su niñez, generalmente, no asociados al abuso. Y en el tercero,
los que tenemos y hemos tenido diversos problemas con la me-
moria: los despistados, que digo yo.

El más numeroso, sin duda, lo formamos los del tercer grupo. Ya


hemos visto que desde la infancia nos negamos a aceptar la rea-
lidad que nos tocó vivir, tratando de continuar con nuestra vida,
como si los abusos nada tuvieran que ver con la normalidad que
siempre hemos ansiado. El mecanismo fue y sigue siendo no pen-
sar en ello. El resultado, en algunas ocasiones, puede derivar en
una amnesia, pero para la mayoría termina siendo una actitud de
no reconocimiento, de no pensar, de no estar en nuestro cuerpo,
de no asociar sentimiento alguno.

El esfuerzo al que nos obligamos para aislar del recuerdo aquel


episodio de nuestra niñez nos obliga a pagar un peaje bastante
oneroso. Al someter repetidamente nuestra memoria al olvido
ocurre algo parecido, por utilizar un símil, a lo que sucede con la
quimioterapia. Al final, se elimina lo bueno y lo malo. Tenemos
permanente activado un dispositivo de eliminación, de ahí que
no deba sorprendernos que en muchas ocasiones se nos olvide,
incluso, lo que teníamos pensado hacer apenas unos segundos
antes. Lo que habíamos achacado siempre a nuestro prover-
bial despiste, como vemos, puede tener su origen en los abusos
sexuales de la infancia.

Comportamiento asociativo

El comportamiento asociativo no lo vinculo a ningún comporta-


miento especialmente extraño. Tampoco me refiero a él como una
cualidad específica que pertenezca a un determinado segmento
de la población, incluidos los supervivientes de ASI. En realidad,
se trata de algo tan simple como la asociación existente entre
ciertas respuestas y determinados estímulos que las desencade-
nan. Digamos que se trata de un mecanismo de aprendizaje muy

Primera parte - 25
útil y que se puede observar claramente durante la infancia. Pero,
como sucede en tantos órdenes de la vida, nada es, en esencia,
ni bueno, ni malo. Pero en nuestro caso, que a fin de cuentas es
lo que nos incumbe, parece haber una tendencia a dar con los
efectos no deseados de cualquier comportamiento. Y este no es
una excepción. El efecto sería la respuesta inadecuada ante el es-
tímulo o situación que estamos viviendo. ¿Por qué sucede esto?

Nos parecerá lógico, por poner un ejemplo, que una persona


sienta una profunda aversión al agua si en su infancia estuvo a
punto de ahogarse, o incluso si se la forzó y se la atemorizó para
que aprendiera a nadar. Es fácil deducir que las respuestas de
esta persona ante el líquido elemento estén condicionadas por
esa traumática experiencia infantil. Igualmente ocurre con cier-
tas situaciones que se asocian con los abusos sexuales.

Aunque no sea políticamente correcto lo que diré a continuación,


mantengo la tesis de que la agresión sexual, aunque suponga
para el niño una experiencia desconcertante y traumática, no
es peor, en muchos casos, que las consecuencias que tendrá en
el futuro. No quiero restarle ni un ápice de importancia al dolor
que implica una experiencia de este tipo para muchas perso-
nas, ¡cómo iba a hacerlo siendo yo una de ellas! En todo caso,
lo que me interesa resaltar es la respuesta que se instaurará
en nuestro comportamiento y cuya manifestación seguirá latente
durante años. La infancia es un período delicado y no es nada
fácil sobrevivir con un elemento tan perturbador como el abuso,
pero no había otro remedio que hacerlo, y para ello empleamos
las herramientas que teníamos a nuestro alcance, las únicas que
poseíamos. Sin embargo, lo que antes pudo servirnos para seguir
adelante, ahora nos ocasiona graves problemas.

Para desgracia nuestra, estos condicionamientos adquiridos no


pueden eliminarse de la noche a la mañana. Por más que nues-
tra racionalidad adulta nos deje ver que muchas de nuestras
respuestas son desproporcionadas o carecen de sentido, existe
una gran incapacidad para encontrar los recursos que permitan
desprogramarnos. Tener conciencia de una realidad no garantiza
una inmediata modificación de las sensaciones que interfieren en
nuestras relaciones sociales y sentimentales. Pero es, eso sí, el
primer paso.

Durante el abuso, nos sentimos indefensos y vulnerables. Nece-


sitamos agarrarnos a cualquier asidero capaz de hacernos creer
que tenemos el control de lo que sucede a nuestro alrededor.
El esfuerzo dedicado a paliar esta pérdida se convertirá en una
Primera parte - 26

prioridad casi obsesiva. Este mecanismo se pondrá en marcha


desde los primeros abusos y ya no se detendrá hasta que seamos
capaces de enfrentarnos al pasado.

Si la infancia se caracteriza, entre otras cosas, por la depen-


dencia que tenemos con respecto a nuestros cuidadores, es fácil
imaginar la contradicción y la complejidad con la que nos vamos
a enfrentar: quienes nos desposeyeron de la posibilidad de con-
trolar lo que ocurre a nuestro alrededor, mediante el abuso y sus
secuelas, suelen ser los mismos que debían habernos enseñado
a manejarla.

Esta situación nos lleva a un aislamiento donde no hay referen-


cias, y a vivir en una constante alerta, con el fin de capturar
cualquier detalle que se asocie a un posterior abuso: una mirada,
unas palabras, unos gestos, ruidos… Cualquier gesto, experien-
cia, olor o situación repetitiva que precedió al abuso será inter-
pretada como una señal de peligro. Estas respuestas terminan
por enquistarse de tal modo en nuestro cerebro que, a la larga,
ya no resulta posible ejercer una lógica discriminación entre los
peligros reales y los que no lo son. Y así seguimos actuando al día
de hoy, sin que en muchos casos sepamos de dónde procede esta
extraña conducta ni qué podemos hacer para controlarla.

Imaginemos algo tan sencillo y habitual en nuestra vida como


una simple discusión. No me refiero a una discusión en la que se
llegue a las manos ni mucho menos, sino a una pequeña discu-
sión que se olvida en cinco minutos. En definitiva, lo que sucede
en cualquier pareja. Para una persona que sufrió abusos, esa dis-
cusión, en apariencia inocua, podría contener un mensaje implíci-
to que él mismo no ha descifrado, y su pareja menos todavía (de
ahí proceden muchos problemas). Tal vez ocurriera que el padre
abusara del niño y, en muchas ocasiones, lo hiciera después de
discutir con su madre. La asociación es obvia: tras una discusión,
llegan los abusos. Esta persona sabe, porque quedó registrado
en algún rincón de su memoria, que tras una discusión vendrán
los peores momentos de su vida. Es inevitable que estas asocia-
ciones surjan de repente, sin que tengamos la capacidad para
controlarlas. La única forma de prevenir su aparición pasa por
reconocer su origen. A pesar de que lleguemos a comprenderlo,
no siempre será posible evitar el malestar y la desazón que pro-
ducen algunas de estas situaciones aparentemente inofensivas.

Otro ejemplo, tal vez más desconcertante, aunque no menos fre-


cuente, lo detectamos en las manifestaciones de amor. Damos
por sentado que en una pareja se origine alguna que otra discu-

Primera parte - 27
sión, pero mucho más habitual será que existan las expresiones
de amor y cariño. Ahora, imaginemos un escenario distinto al
anterior. En este caso, el agresor basó su estrategia —lo que
ocurre muy a menudo— en repetirle al niño cuánto le quiere y
que los abusos obedecen a ese amor especial que siente por él.
El niño es dependiente y necesita ser querido, y de eso se apro-
vecha el agresor, sobre todo si se trata de un familiar. Frente a
un mensaje de estas características, el niño termina por asociar
una situación horrible con que le digan lo mucho que le quieren.
Buena parte de los problemas de pareja surgen, precisamente,
por el desconcierto de uno de sus miembros ante la respuesta
extemporánea del otro tras una manifestación de cariño, lo cual
va unido a la total incapacidad de este a la hora de aportar una
explicación coherente para un comportamiento que ni él mismo
sabe a qué obedece.

Podríamos enumerar muchas situaciones donde se producen


estas profundas divergencias entre parejas donde uno de sus
miembros sufrió ASI. Los ejemplos son tantos como situaciones
seamos capaces de encontrar en nuestro pasado. Una buena for-
ma de comprender lo que nos ocurre es analizar las causas de
esa reacción desmesurada e investigar en nuestra infancia para
encontrar el origen de dicha reacción.
Agresor sexual

Todas las secuelas tienen la extraña cualidad de incomodarnos.


Eso es así porque nos obligan a mirar en nuestro interior, y casi
siempre para ver algo poco agradable. Si tuviera que destacar
alguna especialmente embarazosa, sin duda, sería la que vamos
a tratar a continuación.

Dejando a un lado la complejidad del asunto, así como las sus-


ceptibilidades que provoca un estudio en el que apenas caben los
matices, el mayor obstáculo lo encontramos en las dificultades
para intercambiar información con alguien que se reconozca a
sí mismo como agresor sexual, o cuanto menos, como potencial
agresor. Cierto que contamos con nuestra propia experiencia al
respecto, pero es probable que no seamos capaces de abordar el
asunto con la necesaria objetividad.

Está claro que muy pocas personas se van a declarar libre y cons-
cientemente abusadores de niños y, además, con predisposición
para hablar de ello. Y claro, para un sobreviviente de ASI, dialo-
Primera parte - 28

gar con personajes de estas características tampoco es una tarea


muy atractiva que digamos.

Hubo una temporada en la que estuve en contacto con una per-


sona que se declaraba parcialmente pedófilo. En su caso, no ha-
bía sufrido abusos en su infancia, o sea que no repetía ningún
patrón de comportamiento. Sabemos que muchas personas que
han abusado sexualmente de menores han tenido una infancia
donde los malos tratos, abusos sexuales incluidos, también han
estado presentes. Hay quien afirma que eso siempre es así. Per-
sonalmente, no lo creo, aunque sí es cierto que ocurre con cierta
frecuencia. En cualquier caso, esta circunstancia nunca debe ser
interpretada como eximente de unos actos que, a fin de cuentas,
constituyen un delito, un delito bastante menos perseguido y pe-
nado de lo que debería ser, pero bueno, este ya es otro tema.

Aprovechando que estoy en este resbaladizo terreno, me pare-


ce necesario aclarar que un pedófilo es una persona a la que le
atraen sexualmente los niños, pero que no abusa necesariamente
de ellos, al contrario que un pederasta, que, por definición, abusa
de niños, no siendo estos necesariamente su única preferencia
sexual. Esto es importante tenerlo en cuenta. Y es que la persona
a la que me refería, y parece ser que no es la única, me comen-
taba que se cortaría las manos antes de abusar de un menor. La
pedofilia es una inclinación sexual que, para algunos, supone una
dura lucha en la que se impone su conciencia y su sentido común.
Por desgracia, y como muy bien sabemos, no siempre es así.

¿Quién es el agresor?, ¿Cómo podemos reconocerlo?, son pre-


guntas exentas de una respuesta que nos aclare demasiadas du-
das. El agresor puede ser y estar en cualquier parte, aunque en
mayor medida se trata de un familiar. Otra encuesta efectuada en
el foro nos da una imagen bastante clara sobre la identidad del
agresor. En una muestra de ciento cincuenta y nueve participa-
ciones, se obtuvieron los siguientes resultados. Un aspecto que
también quiero mencionar es que entre esos ciento cincuenta y
nueve agresores había ocho mujeres, lo que indica una abruma-
dora mayoría de agresores masculinos, sin que por ello debemos
obviar la realidad de la existencia de las agresoras. Si quienes
padecimos abusos solemos quejamos de nuestra invisibilidad so-
cial, un niño que padeció abusos de una mujer todavía puede
sentirse más bicho raro. Las secuelas son las mismas, puede que
incluso peores. Pero vayamos a los resultados:

El padre (madre): 25%

Primera parte - 29
El hermano (hermana): 23%
El tío: 15%
El abuelo: 6%
Un conocido: 27%
Un extraño: 4%

De aquí se desprende que un 69 por ciento de los abusos fueron


perpetrados por un familiar, mientras que el 31 por ciento res-
tante fue alguien ajeno a la familia, aunque casi siempre un co-
nocido. Entre los conocidos también hay otros familiares menos
directos.

Existe la creencia, tal vez demasiado generalizada, de que un


niño abusado se convertirá en un futuro adulto abusador. Eso es
algo que la mayor parte de las veces, y por fortuna, no se co-
rresponde con la verdad. Es cierto que la posibilidad existe, pero
a la mayoría de nosotros no nos ha ocurrido. De hecho, es un
comentario que nos suele molestar bastante. No podemos negar
que un número indeterminado de abusadores fueron agredidos
sexualmente en su infancia; sin embargo, la tergiversación apa-
rece cuando se intenta aplicar la misma teoría a la inversa. Es
entonces cuando se produce la falsedad. Pensemos por un mo-
mento: si lo hiciéramos así, el 20 por ciento de la población que
es abusada en su infancia, según estimaciones bastante fiables,
se convertiría a su vez en abusadora, con lo que, potencialmente,
a ese teórico 20 por ciento le faltarían víctimas infantiles de las
que abusar, y más aun si tenemos en cuenta que un abusador de
menores suele ser reincidente, por lo que no se conformará con
una única víctima. Afortunadamente, esta progresión geométrica
es tan falsa como imposible.

En mis investigaciones, sólo me he tropezado con una estadís-


tica que hablaba de un 12 por ciento de agredidos que en su
adultez reprodujeron el mismo patrón. Eso indicaría que uno de
cada ocho corre este riesgo, aproximadamente. Las estadísticas
que yo manejo, aunque más modestas, están todavía bastante
más alejadas de esos números. Pero sea cual sea la estadística
que consultemos, siempre existirá una duda más que razonable
en relación con la fiabilidad de unos datos que se ocupan de un
asunto sobre el que pocos hablan con absoluta sinceridad. Ló-
gico, por otra parte. Pero ya puestos, tampoco estaría de más
disponer de las estadísticas de la población no abusada, en la
que también se reflejara que tanto por ciento se ha convertido
en agresor sexual. Después de todo, quién sabe si la proporción
entre ambos segmentos de población no difiera demasiado.
Primera parte - 30

Pero regresemos al núcleo de la cuestión, y hagámoslo plantean-


do la pregunta clave: ¿tiene una explicación lógica que una per-
sona que ha padecido abusos sexuales termine convirtiéndose en
un abusador? De tenerla, la tiene, aunque la primera impresión
nos induzca a creer lo contrario.

No desees para los demás lo que no deseas para ti. Esa debería
ser la premisa que nos moviera a todos. Después de tanto su-
frimiento, tanto dolor y tanto miedo, lo más coherente sería que
nuestras acciones y pensamientos se encaminaran a lograr que
nadie tuviera que pasar por lo mismo. Y así sucede la mayoría
de las veces. Conozco cientos de personas abusadas para las que
semejante comportamiento resulta impensable. Pero deberemos
asumir que también existe el polo opuesto, y que en ambos casos
habrá que seguir buscando una explicación en los abusos que se
padecieron en la infancia.

Nadie duda de que el aprendizaje es uno de los factores más im-


portantes para la formación de una persona. Y también sabemos
que uno de los períodos donde más vamos a desarrollarla será
durante nuestra niñez. Cuando en esa etapa tan trascendente de
nuestra vida se abusa sexualmente de nosotros, y más aun cuan-
do lo hace un familiar directo, la interiorización de esas conductas
erróneas puede convertirse en una forma más de aprendizaje, un
aprendizaje traumático y desnaturalizado, sin duda, pero apren-
dizaje al fin y al cabo.
En esas circunstancias, se origina una especie de desdoblamiento
donde, por una parte, intuimos que aquello no está bien, pero por
otra, también es lo que nos han inculcado aquellos en quienes
confiamos y de quienes fuimos dependientes. Cada uno lo ubicó
como pudo en su propia realidad, y puede ocurrir que termine-
mos aceptándolo como una manera más, aunque enfermiza, de
relacionarnos. Se trata de un proceso difícil de explicar. Hablando
sobre ello, más de uno expresaba recordar haber vivido aquellas
situaciones como algo normal. En realidad, no creo que lo vivié-
ramos con normalidad, sino que teníamos la imperiosa necesidad
de normalizarlo y, por consiguiente, construimos nuestro particu-
lar mundo donde aquello tuviera cabida. Una simple cuestión de
supervivencia. Ni más, ni menos.

El caso es que esta terrible disyuntiva puede derivar en una lucha


para controlar ese comportamiento que nos inculcaron, una lucha
que podemos ganar o que, en algunos casos, podemos perder, y
lo que es peor, será una pérdida que afectará a futuras víctimas.

Primera parte - 31
Indecisión

Quien más, quien menos se ha enfrentado al dilema de decidir


entre dos o más opciones, y entre ellas, elegir la que considere
más oportuna o adecuada a sus necesidades. No suele ser este
nuestro caso. Cuando hablamos de indecisión, nos estamos refi-
riendo, sobre todo, a esa falta de carácter para imponer o man-
tener nuestros deseos, necesidades u opiniones. El problema,
entonces, no está tanto entre decidir una u otra cosa, sino en la
propia incapacidad para decidir.

La constante tendencia a infravalorarnos, junto a un silencio pro-


ducto del miedo a importunar o a ser cuestionados, queda tan
asentado en nuestra personalidad y nos condiciona hasta tal ex-
tremo que nuestro criterio apenas tiene valor para nosotros o
para los demás.

A una edad muy temprana, cuando aún no habíamos desarrolla-


do todas nuestras potencialidades, anularon nuestra capacidad
para decidir y nuestro derecho a decir que no. Alguien decidió por
nosotros. Y desde luego que no lo hizo por nuestro bien.

Cuando se instaura en nuestro pensamiento esa distorsionada


realidad que nos enfrenta a un abuso sexual al que no nos nega-
mos explícitamente o no opusimos la suficiente resistencia, sur-
ge la irremediable pregunta: ¿a qué legitimidad nos acogeremos
ahora para negarnos a cualquier acto que no deseemos? Sí, ya
lo sé, entonces no pudimos hacer otra cosa. Pero el razonamien-
to de nuestra infancia y la impotencia que sentimos en aquellos
tiempos son difíciles de aplicar al presente. Ahora sentimos la
culpa, la vergüenza, la pérdida, el engaño, la decepción por nues-
tros actos y toda una serie de sentimientos irreconciliables para
los cuales no parece haber lugar en nuestro complejo y muchas
veces ingobernable mundo de hoy.

La indecisión está muy ligada a la desidia, al fatalismo y a la vi-


sión negativa de cuanto nos rodea, siendo nosotros el centro de
todo. Cuantas más dificultades tenemos a la hora de tomar una
decisión, peor es la imagen que nos devuelve el espejo. A cada
nuevo abandono, aumenta y se reafirma nuestra inseguridad, del
mismo modo que disminuyen las posibilidades de afrontar con
éxito una futura decisión.

La vida nunca se detiene; por más inmóviles que permanezca-


mos, los acontecimientos seguirán obligándonos a tomar partido.
Y es entonces cuando nos planteamos: “¿Por qué tengo que to-
mar una decisión? ¡Si al fin y cabo terminará saliendo mal!”. Este
Primera parte - 32

es el planteo tradicional al que nos vemos enfrentados una y otra


vez. Nos hemos acomodado en la renuncia, aceptando cualquier
cosa buena o mala que nos llegue o nos toque. No parece haber
nada por lo que valga la pena luchar. En algún momento, tiramos
la toalla porque creímos que ya no tenía sentido forcejear con un
destino implacable.

Es evidente que la indecisión nos ha mantenido por debajo de


nuestras posibilidades. Vivimos instalados en una permanente
situación de stand by, viendo la vida pasar, sin atrevernos a for-
mar parte de ella de una manera activa, decidida. Si fuéramos
un ordenador, podríamos decir que nos hemos colgado. Con la
indecisión, estamos negándonos la oportunidad de evolucionar,
de aprender, de integrarnos, de ser aquella persona que siempre
pudimos y debimos ser.

Otro asunto ligado a la indecisión es la disponibilidad. De en-


trada, disponibilidad e indecisión se nos podrían antojar como
términos más bien antagónicos, pero en nuestro caso son aspec-
tos negativamente complementarios. Y ello es así porque nuestra
disponibilidad no se ejerce libremente, sino que se basa en la
incapacidad de decidir el momento en que estamos o no estamos
disponibles.

La disponibilidad tiene su vertiente positiva, es cierto, pero cuan-


do se convierte en nuestra única alternativa posible, y cuando se
contrapone claramente a nuestros intereses o a nuestros deseos,
entonces estamos hablando de otra cosa muy distinta. La alter-
nativa que adoptamos para decidir entre aceptar un requerimien-
to o no hacerlo marcará el baremo con el que estableceremos
cuáles son nuestros límites. En el momento en que ya no somos
capaces de comunicar a nuestros semejantes el punto exacto que
no deben traspasar, estamos dejando la puerta abierta para que
cualquiera abuse de nosotros. Y para nuestra desgracia, no van a
faltar candidatos dispuestos a rebasar ese límite.

La indecisión, básicamente, significa no decidir. Pero quizá la di-


ferencia, en nuestro caso, no sea la duda entre una u otra cosa,
pues al hablar de decisión solemos pensar que alguien no se
decide porque duda en escoger una opción entre varias. Para
nosotros, el dilema es que preferimos no decidir nada, ni bueno,
ni malo, ni regular.

Todos los seres humanos nos enfrentamos a un gran número


de circunstancias que nos obligan a tomar partido en uno u otro
sentido. Incluso, no hacer nada o hacer lo menos posible tam-

Primera parte - 33
bién podría interpretarse como una decisión. Paradójicamente,
la decisión de no decidir. Pero bueno, quizá ya nos estaríamos
metiendo en honduras demasiado filosóficas.

No siempre nos pasa desapercibida esta limitación en nuestro


comportamiento. Pero entre tener conciencia de ello y estar lis-
tos para hacer algo al respecto media un abismo. La clave, como
no podría ser de otra manera, consiste en enfrentarnos a los
abusos sexuales que padecimos en la infancia. Esa es la decisión
por excelencia, la que nos permitirá encontrar la llave y abrir las
puertas de todas las demás. Pero claro, estamos hablando de
tomar decisiones, algo a lo que rehuimos desde la más tierna
infancia, y si además se trata de una decisión relacionada con los
abusos, entonces el efecto de negación se multiplica. Ahora bien,
la llave no es una panacea. Conviene señalar que si logramos
superar esta barrera y tomamos la decisión que corresponde, por
importante que sea, que sin duda lo es, no significa que se vayan
a solucionar de un plumazo todos los problemas derivados de un
hecho traumático tan grave y arraigado como es el abuso. Las
puertas no se abren solas. Nuestro trabajo con la llave va a ser
arduo, exigente y con muchos obstáculos que superar. Es innega-
ble la importancia de ese primer paso, pero después deberemos
seguir caminando.

Cuando hablamos entre nosotros de la indecisión, nos referimos


a ella como si fuera una especie de propensión a boicotear nues-
tros objetivos. Empezamos a hacer algo con la mejor intención y,
acto seguido, hacemos lo contrario. Por decirlo de alguna mane-
ra, es como si en nuestro interior habitara un doctor Jeckill lleno
de buenos propósitos y un mister Hide que los desbarata uno tras
otro.

Yo mismo recuerdo perfectamente cómo desarrollaba este me-


canismo en el terreno literario. Quizá fuera uno de los escasos
aspectos donde me valoraba positivamente. Me marcaba unos
objetivos, que en un primer momento alcanzaba sin excesivos
problemas, como podría ser escribir un cuento, una poesía o una
narración más o menos breve, pero tan pronto como se plantea-
ba la disyuntiva de presentarlo a alguna editorial o hacer algo
más que guardarlo en un cajón o tirarlo a la papelera, aparecía
siempre mister Hide. Aquel era mi límite infranqueable y donde
se iniciaba el boicot a todo mi esfuerzo anterior.

Suicidio
Cuando se habla de asuntos desagradables o circunstancias más
Primera parte - 34

o menos ingratas que afectan a otras personas, uno suele experi-


mentar una cierta sensación de alivio. Incluso, a veces, más que
alivio: lo que se siente es la seguridad o la certeza de que, según
qué cosas, no pueden afectarle. Una de ellas es el suicidio.

Quizá las sensaciones más habituales, cuando hablamos de suici-


dio, sean la extrañeza, la incomprensión o incluso un sentimiento
de superioridad. En cualquier caso, para más de uno, existe el
convencimiento de que hay ciertas cosas que están más allá de
toda lógica. Pero, dejando a un lado esas hipotéticas certezas,
también encontraríamos un gran desconocimiento, miedo, egoís-
mo o la simple y llana negación a inmiscuirse y tratar de com-
prender, aunque sea mínimamente, otros mundos, otras historias
y otras realidades.

Algunos hemos deambulado por la vida protegiéndonos con un


muro de contención; con ladrillos que, a modo de creencias, ex-
periencias o sueños, nos han librado del aterrador vacío exterior.
Sabemos que está ahí, pero hacemos cuanto está a nuestro al-
cance para no ver aquello que no queremos ver, y como no lo
vemos, pensamos que no existe. Y si algún día su existencia nos
toca más de cerca de lo que quisiéramos, nos tranquiliza consta-
tar que no tiene que ver con nosotros, sino con los demás.

No creo afirmar nada nuevo si digo que en esta vida existen po-
cas certezas, más allá de las que cada cual se construye o de las
que adquiere en los variados supermercados de creencias y reli-
giones. Quizá la muerte, como se suele decir, sea la certeza más
incuestionable e ineludible de todas. Y tampoco es esta una ma-
teria que sepamos manejar demasiado bien, así que una buena
parte de la humanidad prefiere aferrarse a la vida como si fuera
eterna. Nos imbuimos de realidades que den sentido a nuestra
existencia, aunque dichas realidades sean cualquier cosa menos
reales, y avanzamos ajenos al vacío que nos rodea. Sin entrar a
cuestionar su mayor o menor trascendencia, el caso es que nos
hace sentir vivos y a salvo. Pero ¿a salvo de qué? Obviamente, a
salvo de todo aquello que nos lleve a pensar que nuestra vida no
tiene ningún sentido. Necesitamos tener esa sensación, vivir en
ella, pues, de lo contrario, nuestra estabilidad emocional estará
en peligro. No todos hemos tenido la suerte de tenerla en todo
momento. A veces ocurren cosas que nos alejan de ese entorno
seguro. A veces, nos enfrentamos a ciertos hechos imprevisi-
bles y catastróficos; hechos que no buscamos, que no quisimos
y que derribaron nuestro muro de contención. Y eso sucedió en
la época donde menos podríamos esperarlo y donde menos pre-
paración teníamos para enfrentar hechos de semejante calibre:

Primera parte - 35
nuestra infancia.

Quienes nunca han visto peligrar ese muro tampoco suelen com-
prender a los estigmatizados, aquellos cuya historia les ha condi-
cionado hasta tal extremo la vida que su instinto de supervivencia
termina convirtiéndose en una tortura más que conviene superar,
y, en ocasiones, termina haciéndolo mediante el suicidio, una de
las secuelas más desconcertantes, complejas e inquietantes del
abuso sexual infantil.

A una persona que ha tomado la firme decisión de suicidarse, de


nada le sirve que le hablen de la existencia de otras salidas me-
jores o de que el tiempo lo cura todo. Estos razonamientos tienen
la particularidad de agobiar todavía más al presunto suicida. Si
has tomado esta decisión y lo has hecho porque no ves otra al-
ternativa, ¿de qué sirve que te digan que hay otra salida? Si tú no
la ves, estos comentarios sólo aumentan tu frustración. Siquiera
eres capaz de vislumbrar algo que a los demás les parece tan evi-
dente, con lo que terminas creyendo que eres más inútil todavía,
reafirmándose la postura inicial de suicidarte.

Cuando le hablamos a alguien que se halla inmerso en este tran-


ce, debemos tener muy claro que nos estamos dirigiendo a una
persona que se encuentra en una situación muy distinta a cual-
quier otra imaginable. No tiene nada que ver con lo que conoce-
mos, a no ser que también hayamos pasado por lo mismo, por lo
tanto, sería una estupidez decirle que comprendemos por lo que
está pasando.

¿Qué podemos decir entonces? Desde luego, ninguna abstrac-


ción. Frases como “La vida es maravillosa” no le van a alentar
en absoluto; más bien lo interpretarán como una puñalada. Creo
que lo único que sirve son los hechos concretos, cercanos…, en
vez de la frase “Entiendo por lo que estás pasando”, ya que pro-
bablemente no lo entiendas en absoluto; sería más adecuado:
“Quisiera entender lo que estás pasando”, o: “Me gustaría estar a
tu lado, si me dejas”. Y nunca emitir juicios; los juicios dejémos-
los para nuestra propia persona, que es donde siempre deben ser
aplicados.

Cuando se llega a plantear el suicidio es porque ya no se vislum-


bra otra alternativa mejor para uno mismo, e incluso para los de-
más. Quien decide quitarse la vida también lo justifica creyendo
que los demás estarán mejor si desaparece.

Debo confesar que el suicidio me sorprendió por su gran inciden-


cia en los abusos sexuales. Tenemos la lógica tendencia a com-
Primera parte - 36

parar partiendo de nuestras propias experiencias y percepciones.


En el primer caso, debo decir que el suicidio no ha formado parte
de mi amplio arsenal de secuelas, y en cuanto a las percepciones,
es cierto que siempre la he contemplado como una posibilidad
que nos toca muy de cerca…, pero nunca pensé que tanto.

Hace algún tiempo, efectué una encuesta entre los miembros


del foro de nuestra web. De hecho, es la encuesta más antigua.
Me llamaron la atención las continuas alusiones que se hacían al
suicidio, así que lo planteé, con el objetivo de averiguar qué por-
centaje había intentado suicidarse en una o más ocasiones. No se
contemplaban pensamientos suicidas, sino hechos consumados.
Evidentemente, sin éxito, claro. La muestra es de ciento sesenta
y dos personas y este el resultado:

Lo he intentado una o más veces: 61%


No lo he intentado nunca: 39%

La idea del suicidio no es una ocurrencia que surja sin más ni


más; es una larga y constante acumulación de tristeza, soledad,
incomprensión y silencio; una nube cada vez más oscura que ter-
mina por sobrepasarnos, alcanzando un punto sin retorno, donde
ya no vemos otra salida para liberarnos de una vida en la que se
agotaron las ganas y los recursos para seguir adelante. A partir
de ahí, nos adentramos en una espiral donde se empieza a fanta-
sear con la idea de poner en práctica el recurso definitivo.
En los peores momentos de nuestra vida, el suicidio puede llegar
a parecer un mero trámite que viene a confirmar una realidad
que uno ya siente muy adentro: la de sentirse muerto. Y si ya
nos sentimos muertos en vida, lo único que nos queda por hacer
es corroborarlo con nuestra última acción. Por suerte, nuestros
planes no siempre se cumplen. A pesar de todo, y aunque al
principio cueste creerlo, siempre hay una nueva oportunidad a la
que aferrarnos.

El suicidio es el resultado de la exacerbación de todas las demás


secuelas. Se rebasa el límite y desaparece cualquier asidero que
nos permita ver algún sentido a nuestra vida; una vida en la que
ya sólo se percibe sufrimiento y ninguna posibilidad de que pueda
revertirse esa situación.

Probablemente, no lleguemos a encontrar una respuesta a la ten-


dencia suicida, como si esta apareciera per se. Hay que recono-
cer las secuelas asociadas y lograr que disminuya su intensidad,
reconociendo su origen, que, en nuestro caso, son los abusos

Primera parte - 37
sexuales. Y si podemos recorrer este camino de la mano de otras
personas que estén en una situación parecida, tendremos mucho
ganado.

Vergüenza

La vergüenza no acostumbra a observarse como una caracte-


rística positiva; de hecho, no conozco a nadie que presuma de
ser vergonzoso, quizá porque le dé vergüenza hacerlo. Pero el
caso es que, entre otras utilidades, y dentro de unos parámetros
normales, la vergüenza se manifiesta como un recurso de auto-
protección. No existe un baremo con el que medir la dosis justa
de vergüenza. Cada cual tiene su propia área reservada, parcelas
de intimidad que no se desean compartir con nadie. Y estamos
en nuestro derecho, aunque de pequeños nos hicieran creer lo
contrario.

La vergüenza actúa como una especie de alarma que nos advier-


te sobre nuestra individualidad y la necesidad de preservar cier-
tos rasgos. En situaciones normales, indica unos límites que no
queremos que sean sobrepasados. Hay personas que tienen muy
claro cuáles son sus límites. Pero nosotros, y debido a los abusos
sexuales de que fuimos objeto, nos movemos en una zona donde
esta percepción es muy difusa. Nuestra privacidad fue invadida
de un modo tan brutal que ahora somos incapaces de ejercer un
control efectivo sobre ella. Esta situación nos convirtió en perso-
nas vulnerables, con la consiguiente exacerbación de otras se-
cuelas.

Podríamos clasificar la vergüenza en dos categorías: la natural y


la inducida. La primera tendría que ver con los límites de priva-
cidad correspondientes a la elección individual, aunque también
estaría sujeta a otras premisas educacionales, sociales, religiosas
o de otros tipos. Si tenemos en cuenta que todos estamos más
o menos condicionados por nuestro entorno, podríamos concluir
que sólo existe, cuanto menos, una relativa libertad de elección.

Cuando nos referimos a la vergüenza inducida, aquí desaparece


cualquier atisbo de libertad de elección. En este caso, se trata de
una imposición, implícita o explícita, que violentó nuestro apren-
dizaje natural sin que pudiéramos tomar medida alguna sobre
aquellas circunstancias, y menos aun sobre las consecuencias.

Aquí ya no se trata de establecer límites acordes con nuestra


manera de entender el mundo. La incapacidad para relacionarnos
con el entorno nos obliga a construir un muro que nos separa
Primera parte - 38

cada vez más de la realidad y que, al mismo tiempo, nos aleja de


la posibilidad de entender lo irracional de nuestra conducta. La
vergüenza, efectivamente, se convierte en la cara visible de una
necesidad irracional de ocultar cualquier vestigio, por nimio que
parezca, susceptible de develar un secreto del que nada quere-
mos saber y del que nadie debe saber nunca nada.

Los abusos sexuales son, casi siempre, un asunto que pertenece


a esas áreas reservadas a las que hacía referencia. Ya hemos se-
ñalado algunas de las consecuencias que comporta este secreto,
pero quizá lo más grave sea que, en muchos casos, no seamos
capaces de compartirlo ni con nosotros mismos. La obsesión por
ocultarlo es tan grande que, literalmente, también se lo ocul-
tamos a nuestro pensamiento. El abuso sexual es interpretado
como un motivo de vergüenza, una vergüenza indescriptible que
no podemos compartir…, ni tan siquiera podemos pensar. Esa
obstinada renuncia es la que nos imposibilita procesarlo e inte-
grarlo de algún modo en nuestra existencia. Y es en este punto
donde surgen los problemas.

Ya sabemos que los abusos tienen innumerables y nefastas con-


secuencias en nuestro aprendizaje, y que inciden especialmen-
te en la forma de relacionarnos con el mundo y con nosotros
mismos. La vergüenza y la errónea utilización que hacemos de
ella son algunas de las cuestiones de las que hemos salido peor
parados.
Me consta que algunos supervivientes de ASI, una minoría, debo
decir, jamás se sintieron culpables por aquel terrible episodio. Por
regla general, esto sucede cuando en su momento se enfrentaron
al agresor y cuando este no era un familiar directo. Esta actitud
disminuyó considerablemente la sensación de vergüenza, aun-
que, en contrapartida, aumentó la de rabia, ya que la revelación,
en muchos casos, no supuso la solución del problema; a veces,
incluso, lo agravó.

Los abusos sexuales dispararon nuestras alertas y nos sumieron


en el más absoluto desconcierto. La vergüenza se apoderó de
nuestros actos hasta hacernos creer que cualquier acción podría
poner al descubierto nuestro oscuro secreto. Así es, teníamos
un terrible secreto que ocultar, y, a partir de entonces, cualquier
movimiento podía delatarnos y revelar al mundo lo monstruoso
de nuestro pasado y, en última instancia, lo monstruosos que
éramos nosotros. Claro que la realidad no era esa, pero así es
como la percibíamos y la hemos percibido durante mucho tiempo.
Por eso, creímos que nuestro secreto sólo estaría a salvo en el
silencio y la soledad.

Primera parte - 39
Es indudable que los efectos de semejante proceder son devasta-
dores. El resultado fue convertirnos en seres introvertidos, poco
sociables, incapaces de evolucionar en numerosos aspectos, te-
merosos, indecisos y que siempre hacían todo lo posible para
pasar desapercibidos.

Algo tan cotidiano como mirar a los ojos de nuestro interlocutor


lo hemos vivido casi como una invitación para dar a conocer al
monstruo que habita en nosotros, como si con la mirada le abrié-
ramos las puertas de nuestro interior de par en par, y de este
modo, pudiera ver todo lo oscuro que siempre hemos tratado de
ocultar. Sostener la mirada de quien nos habla significa decir:
“Estamos en igualdad de condiciones”, mientras que apartarla
equivale a decir: “Soy inferior, no tengo seguridad alguna en lo
que estoy diciendo, estoy ocultando algo…”.

No es sencillo tratar de diseccionar los sentimientos hasta llegar


a descubrir por qué nos hacen actuar como lo hacen. En ocasio-
nes, intervienen elementos que desconocemos o no queremos
conocer. Pero cuando aceptamos la presencia del abuso sexual,
nos parece como si, de repente, tuviéramos en nuestro poder
muchas más piezas para armar ese complicado rompecabezas de
nuestro pasado.
Con estos nuevos argumentos, ya podemos esbozar una defi-
nición de la vergüenza y tratar de comprender sus orígenes, a
veces erróneos, y su razón de ser.

Nuestro mayor problema aparece cuando los sentimientos y las


sensaciones dejan de tener validez. Nos sentimos traicionados
por ellos y ya no son los que nos conducen a plena luz por el ca-
mino correcto del aprendizaje. En cierta manera, es como si que-
dáramos ciegos. Las referencias que conformaban nuestro entor-
no y con las que construíamos nuestra realidad desaparecen. Lo
que era ya no es. Lo incuestionable empieza a cuestionarse.

Por razones de pura supervivencia, nos hemos visto obligados a


escoger un camino alternativo, apartándonos cada vez más de
nuestros sentimientos. El precio de esta supervivencia se traduce
en un futuro lleno de secretos, donde apenas existe conciencia
de si lo que se está ocultando es bueno o malo. Ya hemos perdi-
do parte de nuestra capacidad para controlar y discernir entre lo
conveniente y beneficioso, y aquello que no lo es.

Si las cosas fueran más sencillas, podríamos decir, sin temor a


Primera parte - 40

equivocarnos, que no deberíamos sentir vergüenza por lo que


nos sucedió. Quien en verdad debería sentirse avergonzado es
el perpetrador del abuso, valiéndose de su superioridad y sin
importarle lo que ocurriera con nosotros. Pero ya hemos com-
probado que eso no es así, y es totalmente ilusorio esperar que
pueda llegar a serlo. Ante la ausencia de culpabilidad por parte
del adulto, circunstancia que casi siempre es así, la vergüenza es
interiorizada por el menor. Y la transferencia no termina aquí.

La vergüenza, como es fácil comprender, está indisolublemente


asociada a la culpa. Si alguna cosa nos indica la vergüenza es
que tenemos conciencia de nuestros actos. Lo grave es que nos
equivoquemos con respecto a esa conciencia y no podamos hacer
nada para remediarlo, ni que tampoco haya alguien en nuestro
entorno que hubiera hecho algo en su momento. Desde el mismo
instante en que se asume la culpa, o parte de ella, también esta-
mos asumiendo la vergüenza de haber participado, de haber con-
sentido o de no haber hecho lo suficiente para evitar aquella si-
tuación, algo que el verdadero culpable jamás llega a plantearse.

Parece un poco extraño, pero si el adulto no se siente culpable


o avergonzado por sus actos, y, por regla general, no manifiesta
la menor empatía hacia el sufrimiento de los demás, es el niño
quien termina haciendo efectiva esa transferencia a su favor, o
mejor dicho, en su contra, pues ambas secuelas condicionarán el
resto de su vida.
Hasta que uno no es plenamente consciente de que no le perte-
nece ni un ápice de culpa, ni de vergüenza, no es posible desha-
cerse de ellas e iniciar un proceso de recuperación con garantías
de éxito.

Relaciones

No parece muy descabellado afirmar que nuestra existencia per-


dería buena parte de su sentido si dejáramos de relacionarnos
con los demás. Siempre ha habido eremitas y otros buscadores
de soledades, pero son excepciones que no representan la socia-
bilidad que caracteriza a los humanos. En cualquier caso, debe-
mos diferenciar la soledad vista como una alternativa deseada
y deseable, de la soledad impuesta por circunstancias externas,
por nosotros mismos o por ambas cosas.

Las relaciones, al igual que otros aspectos de nuestra persona-


lidad, evolucionan con las experiencias que vamos acumulando
mediante el aprendizaje, aunque eso dependerá, y mucho, de

Primera parte - 41
la idoneidad de dicho aprendizaje. Una vez más, para nuestra
desgracia, no fue ese nuestro caso. Una injerencia como el abu-
so sexual puede haber tenido efectos devastadores en nuestra
capacidad para relacionarnos de una forma adecuada y enrique-
cedora.

A lo largo de nuestra vida se producen relaciones de muy diversa


índole. Durante la infancia, nuestra principal relación la mantene-
mos con nuestros padres. Si dijera que para muchos de nosotros
esta relación no ha sido buena, estoy seguro de que los signos
de asentimiento constituirían una gran mayoría. Y eso es así con
independencia de dónde se haya producido el abuso, aunque es
cierto que el abuso intrafamiliar puede acentuar el problema.

La revelación o el descubrimiento de los abusos en la niñez, así


como la respuesta que se brinde al menor, determinarán en gran
medida que las relaciones paterno-filiales no se vean afectadas.
Si no se produce esa respuesta positiva, hay muchas posibilida-
des de que las relaciones terminen deteriorándose.

Instintivamente, el niño asume que sus padres lo van a proteger


y a salvar de cualquier peligro. Raro es el niño que no vea a su
padre como un héroe, pero es obvio que a ningún padre se le
pueden exigir heroicidades más allá de lo razonable. Sin embar-
go, el niño no está para semejantes disquisiciones, por lo que
si percibe esa continua sensación de peligro, lo cual ocurre en
el caso de abusos sexuales prolongados en el tiempo, el menor
se siente profundamente desconcertado y desvalido. Para él, el
mundo no gira como debería, y el mensaje subyacente es que
sus padres no han sido capaces de comprenderle, ayudarle y sal-
varle. No es extraño que en muchos casos los padres poca cosa
pudieron hacer, y no lo es porque nunca llegaron a enterarse de
lo sucedido. No hay que olvidar que estamos hablando de algo
instintivo, y aunque más adelante el niño comprenda que sus pa-
dres no tuvieron la culpa por lo sucedido, la confianza y la segu-
ridad se ponen a prueba y se resienten desde el mismo momento
en que se inician los abusos. No es infrecuente que el adulto
abusado en su infancia conserve ciertas dosis de rencor hacia sus
progenitores. En estos casos, ni unos, ni otros son conscientes de
las razones de esta difícil relación.

Este escenario puede revertirse cuando el niño revela lo que su-


cedió y los padres actúan en consecuencia, sin dudar de su pa-
labra y apoyándolo en todo momento. La mala noticia es que tal
escenario pocas veces se da, pues lo habitual es que el niño guar-
de el secreto. Por eso es tan importante estar atentos a cualquier
Primera parte - 42

señal del menor, porque, no lo olvidemos, los niños siempre dan


señales de que algo no va bien. Otra cosa es que seamos capaces
de interpretarlas correctamente.

El problema relacional con la familia, como es fácil intuir, se acre-


cienta sobremanera cuando el agresor es uno de los familiares,
muy frecuentemente, el padre o padrastro. Entonces, todo lo
descrito anteriormente se multiplica. La familia ya no es un ente
protector, ya no hay mensajes subliminales. Su propia imposibi-
lidad para contextualizar lo que está sucediendo aboca al menor
a una confusión de la que difícilmente podrá escapar, aunque no
por ello dejará de hacer lo posible para normalizar una situación
que escapa a su comprensión.

¿Cómo puede un niño convertir el abuso sexual al que está sien-


do sometido en algo normal?

Por una parte, tenemos un padre que abusa de nosotros, y por


otra, la protectora figura de la madre que no hace nada para
defendernos, muchas veces porque no lo sabe, ciertamente, y
otras porque no quiere saberlo. El papel que antes ocupaban los
dos de una manera más o menos proporcional, cuando el agre-
sor es el padre, ahora pertenece por completo a la madre. Sobre
ella recaerá toda la responsabilidad de salvarnos. Se le exigirá el
máximo, sepa o no sepa lo que está sucediendo, y nuestra única
esperanza se personificará en su figura. La responsabilidad, pro-
bablemente, sea excesiva, lo que no suprimirá un creciente ren-
cor hacia ella cuando no se cumplan unas expectativas, a veces,
inalcanzables. Nuestros sentimientos se tornan cada vez más
confusos, se apagan, se difuminan y se alejan de la realidad.

Es habitual que sintamos miedo hacia el agresor y resentimiento


hacia la madre, aunque la gama de sentimientos puede ser mu-
cho más variada.

Tras innumerables decepciones e imposibilidades, muchos depo-


sitamos nuestras esperanzas en la llegada a la edad adulta. Pen-
sábamos ingenuamente que en esa nueva etapa desaparecerían
nuestros problemas como por arte de magia. Pero no tardamos
en descubrir con desencanto que no es así. Lo que veníamos
arrastrando del pasado, lo incorporamos a las nuevas relaciones:
con los amigos, con la pareja o con los hijos. Lo que somos, lo
arrastramos siempre con nosotros, a no ser que hagamos algo
para modificarlo. Si no hemos revelado lo que sucedió en nuestro
pasado, situación que se da en la mayoría de las personas ASI,
lo único que vamos a encontrar serán nuevas relaciones donde

Primera parte - 43
depositar nuestros antiguos problemas.

Quizá los amigos constituyan el entorno donde nuestras caren-


cias puedan pasar más desapercibidas, aunque ahí caben mu-
chos matices. Una de las características que mejor nos define en
cuanto a las relaciones es aquella que afirma nuestra condición
de personas de pocos amigos. Buenos, eso sí, pero pocos. No
digo que no haya una parte de verdad en creer que son pocos
pero buenos, pero también es probable que eso sea así porque no
podemos aspirar a otra cosa. Si algo nos identifica por encima de
otras consideraciones es la propensión a la soledad, al silencio,
a la introversión y, aunque no queramos ser muy conscientes,
alguna que otra rareza inconfesable. Elementos, todos ellos, no
demasiado atrayentes para hacer amigos.

Las dificultades con la pareja, al contrario que con los amigos,


suelen ser muy manifiestas y no tardan en ponerse en eviden-
cia. No es extraño llevar a nuestras espaldas una larga lista de
fracasos sentimentales, y en algunos casos, estar inmersos en
situaciones de violencia doméstica.

Nuestra pareja, como es lógico, espera que asumamos las res-


ponsabilidades que se nos suponen, mientras nosotros lo único
que esperamos es pasar lo más desapercibidos posible. Nuestro
comportamiento genera dudas en nuestra pareja, y esta, como
no puede ser de otra manera, intenta despejarlas. Para nosotros,
sin embargo, su búsqueda de respuestas es interpretada como
un ataque del que nos defendemos, a veces, con muy poco tacto
y sin saber de dónde vienen los tiros. Sin el único argumento que
podría resolver esa situación, o sea, revelar lo que nos sucedió en
la infancia, hay muchas probabilidades de que la relación se vaya
deteriorando hasta una ruptura definitiva, algo que, para variar,
nos confirmará lo que siempre hemos creído, es decir, que somos
unos fracasados.

Aun cuando logremos mantener una pareja a nuestro lado, he-


cho que nunca le agradeceremos lo suficiente, los problemas se
transmitirán a los hijos. Tampoco las relaciones con estos van a
resultar fáciles. Muchas madres se lamentan amargamente de su
incapacidad para abrazar a sus hijos. Yo mismo, aunque no tenga
hijos, comparto con otros muchos supervivientes de ASI una no-
toria incomodidad en el trato con niños pequeños.

Creo que es habitual el temor a relacionarse con menores, a ve-


ces, inducido por la idea de que un niño abusado se convertirá
en un adulto abusador. Eso es algo que está muy alejado de la
Primera parte - 44

realidad, lo que no significa que pueda suceder en ocasiones;


sin embargo, para muchos de nosotros, y en mayor medida los
hombres, tenemos en algún rincón de nuestra mente el temor de
que tal cosa pueda ocurrir. Ahora estoy convencido de que eso es
imposible en mi caso; al menos, tan convencido como lo puede
estar cualquier otra persona. Pero cuando tu vida está sujeta a
tantas inseguridades es normal que todo se ponga en duda. Por
otra parte, el trato con los niños nos enfrenta con esa etapa que
no supimos resolver. Vemos en cualquier niño a nuestro propio
niño: el mismo que abandonamos en algún lugar del pasado. Si
no le dimos a nuestro niño interior lo que necesitaba, si lo traicio-
namos, ¿qué podemos ofrecerle a nuestra futura descendencia?
En cierta manera es como si cada niño fuera una pregunta para la
que no hay respuesta y de la que siempre hemos preferido huir.

Igualmente, me consta, gracias a compartir tantas experiencias


con tantos compañeros y compañeras, que la posibilidad de te-
ner hijos genera una ansiedad y una aprensión superior a la que
pueden sentir otras personas. En este caso, y más en el de las
mujeres, el temor no radica tanto en la posibilidad de convertirse
en abusadoras, que tampoco es imposible, aunque sí improbable,
sino en el de no saber protegerles adecuadamente, tal y como
les sucedió a ellas. Y solapando ambas posibilidades, siempre
planean las dudas sobre nuestra capacidad para ser buenos pa-
dres. Ya imagino que esta duda, en mayor o menor medida, debe
afectar a todo el mundo, pero en nuestra situación creemos tener
motivos de sobra para dudarlo vivamente, lo que no significa que
nuestros temores acaben cumpliéndose.

La soledad, a veces disimulada por una falsa sociabilidad, es una


de nuestras características más destacables. La razón es bastan-
te simple. Nuestro afán por ocultar cualquier vestigio del pasado
que pudiera levantar sospechas nos lleva a relacionarnos lo me-
nos posible con los demás. Actuamos como si permanentemente
nos acechara el peligro, como si cualquier acontecimiento fuera
susceptible de poner al descubierto un pasado que nos persigue.
La soledad se asocia con seguridad. Si estamos solos, nadie sa-
brá lo que ocurrió.

Autoestima

Este es un término que apenas necesita ser definido; es algo tan


simple como tener estima hacia uno mismo. Su funcionamiento
también es bastante sencillo.

Primera parte - 45
La autoestima funciona como un catalizador que indica nuestro
estado anímico. La interpretación que hagamos de nuestros ac-
tos, bien en sentido negativo o positivo, determinará nuestra ma-
nera de valorarnos e influirá en la forma de afrontar las nuevas
situaciones que se nos vayan planteando. Así pues, cuando la
baja autoestima se instala en nuestro comportamiento, se crea
una espiral de negatividad que dificulta la positiva resolución de
cada nuevo proyecto en el que nos embarquemos, así como tam-
bién le resta valor a cualquier logro que hayamos obtenido. Poco
a poco, se va minando cualquier expectativa, se van cerrando las
puertas a nuevas experiencias y terminamos llegando a la con-
clusión de que no servimos para nada.

En definitiva, la baja autoestima tiende a ver fracasos y obstácu-


los insalvables allá donde la alta autoestima ve éxitos u oportu-
nidades de superación.

La baja autoestima es una secuela con una gran diversidad de


agentes desencadenantes. En ocasiones, las causas no parecen
revestir gran importancia; sin embargo, siempre es el propio in-
dividuo quien establece la gravedad de su situación, a través de
la respuesta que sea capaz de dar en cada circunstancia de su
vida.

Hoy en día, la autoestima está condicionada por factores exter-


nos que antes apenas nos afectaban o no existían. Cada vez más
se fabrican nuevas necesidades que debemos satisfacer. No es
de extrañar que vivamos en una especie de montaña rusa emo-
cional, o lo que es lo mismo, en un permanente estado de pre-
cariedad con respecto al valor que nos concedemos, pues, cada
vez más, no depende tanto de cómo nos vemos, sino de cómo
pensamos que hemos de ser vistos. Y todo eso por no hablar de
lo que poseemos. Lejos de valorar nuestra esencia humana, el
baremo de la autoestima puede estar sujeto a algo tan volátil
como un automóvil, el dinero, tener un cuerpo perfecto o un
sinfín de otras nimiedades capaces de determinar un estado de
permanente infelicidad.

La baja autoestima es un signo inequívoco de que algo funciona


mal; no obstante, por sí solo, difícilmente nos dará una pista que
nos sitúe en el origen del problema. Otro tanto sucede cuando
hablamos de los abusos sexuales. Sacar la conclusión de que
una baja autoestima está asociada con una infancia en la que se
produjeron abusos no tiene demasiado sentido. Lo razonable no
es analizar hasta la extenuación una pieza del rompecabezas,
sino contemplarlo completo; sólo entonces, observando todas las
Primera parte - 46

secuelas y los comportamientos, podemos empezar a considerar


la eventualidad de un antiguo episodio de ASI.

El menor se encuentra en pleno proceso de formación y de apren-


dizaje. Su innata curiosidad y su capacidad para experimentar
nuevas situaciones irán conformando su personalidad y reforzan-
do su autoestima. Pero no se trata de un proceso inalterable; por
eso, cuando se produce un suceso tan imprevisto y destructivo
como el abuso sexual, el resultado no puede ser otro que la con-
fusión, la indecisión y una progresiva pérdida de recursos que
acarreará un creciente temor a seguir experimentando. El niño
no sólo carece de respuestas adecuadas, sino que ve muy limi-
tada su capacidad de acción, por lo que no es extraño que acabe
replegándose sobre sí mismo.

En muchos casos, el niño no tiene dónde acudir en busca de ayu-


da, situación que se agrava cuando el padre y el abusador son
una misma persona. Su voluntad queda en manos del agresor,
y este, con una impunidad que tal vez nunca llegue a ponerse
en tela de juicio, lo manipulará a su antojo hasta transferirle el
miedo, la vergüenza y la culpabilidad que él es incapaz de sentir.
No me importa repetir una vez más que la responsabilidad y el
derecho de acabar con tan injusta realidad recae en el supervi-
viente. La aceptación y la resolución que sea capaz de desarrollar
supondrán una esperanza de futuro para que se reduzca el nú-
mero de víctimas.
La cuestión es que, ante unas perspectivas tan inabordables
como incomprensibles, el niño se siente atrapado, perdido y con-
fuso. Percibe que ya no puede confiar en nadie y, probablemente,
nunca volverá a recuperar por completo esa inocente y necesaria
cualidad. Se verá obligado a recurrir a la ocultación y a invertir
todos sus esfuerzos en la supervivencia emocional.

Con el tiempo, nuestras inseguridades aumentarán y se irán ra-


mificando hacia cualquier ámbito en el que nos movamos, más
aun si el abuso procede del ámbito familiar, lugar por excelencia
donde debería residir la seguridad. Paradójica y tristemente, allí
donde se debería forjar la autoestima, se convierte en el lugar
donde nos es arrebatada.

La evolución del niño deja de estar sujeta a la adquisición de


las necesarias habilidades para el proceso de reafirmación de la
autoestima. Un hecho tan trascendente para el futuro queda re-
legado a un segundo plano, lo cual, sin duda, comportará graves
consecuencias.

Primera parte - 47
El universo infantil empieza a desintegrarse, quizá de repente,
quizá poco a poco. Tiene su importancia esa apreciación, pues
que ocurra de una u otra forma dependerá de si se trata de un
abuso intrafamiliar largamente planificado o si el abuso es per-
petrado por alguien ajeno a la familia. En este segundo caso,
podríamos referirnos con mayor probabilidad a un abuso repenti-
no y ocasional, ya que el menor no es tan accesible y el agresor
dispone de menos tiempo y oportunidades para llevar a cabo sus
abyectos planes. Por consiguiente, también existirán más posi-
bilidades de que, en una situación de esta índole, el niño pueda
confiar en sus padres y minimizar las secuelas del abuso.

Son muchas las corazas y máscaras que utilizamos para prote-


gernos de males y agresiones imaginarias. Es lógico; fue tanto el
daño y el dolor que ahora, por decirlo de un modo vulgar, mata-
mos moscas a cañonazos; es decir, adoptamos medidas despro-
porcionadas ante situaciones de muy escasa significación o que,
directamente, no entrañan peligro alguno. Esa coraza ya forma
parte de nosotros. En realidad, hay muchos tipos de coraza o de
máscara; unas sirven para esconder, otras para disfrazar y otras
para aparentar. En este último caso, podría servirnos para parecer
siempre perfectos: nos vestimos con un ropaje de falsa autoes-
tima con el propósito de que nadie sospeche quién se esconde
detrás. Es un sobreesfuerzo continuo para desviar la atención. Y
aparentemente funciona. Desde fuera, muchos nos juzgan como
personas seguras, pero por dentro seguimos aterrorizados. Es
habitual que el día menos pensado esa coraza se venga abajo y
nos desmoronemos.

Otro tipo de actitud parecida a la que citaba anteriormente es lo


que podríamos llamar la sonrisa permanente. No importa cómo
nos estemos sintiendo en nuestro interior, sonreímos ante situa-
ciones en las que preferiríamos llorar y decimos que sí cuando no
nos apetece en lo más mínimo hacer lo que nos piden. Pintamos
el dolor de alegría y tratamos de llenar los vacíos con cualquier
cosa que nos aleje de un recuerdo que nadie debe ni tan siquiera
intuir.

Una de las características más evidentes de la baja autoestima


es la negativa imagen que tenemos de nosotros mismos. Conse-
cuencia inevitable de esta actitud es que eso será exactamente lo
que estaremos proyectando a los demás.

El aspecto físico es una parte más del reflejo de nuestra autoima-


gen. Si hemos asumido que no valemos para nada, que no somos
dignos de ser amados y que apenas podemos aspirar a otra cosa
Primera parte - 48

que a sobrevivir a duras penas, nuestra imagen física tampoco


nos preocupará demasiado y también será un fiel reflejo de nues-
tro estado de ánimo. Así pues, al carácter introvertido y poco
emprendedor habría que sumarle un aspecto descuidado, muy
poco dado a llamar la atención, e incluso, en algunas ocasiones,
no demasiado escrupuloso en lo que se refiere a la higiene.

Culpa

Hay sentimientos que aportan positivismo y otros cuya negativi-


dad es palpable. La culpa es un excelente candidato para el se-
gundo caso, y más cuando lo relacionamos con los abusos sexua-
les. Ahora bien, si analizamos este término, despojándolo de sus
connotaciones más características, tal vez nos encontremos con
algunos aspectos que valdría la pena tener en cuenta.

Al plantearnos, por ejemplo, qué grado de culpabilidad nos co-


rresponde por el hambre que hay en el mundo, podemos concluir
que, a título individual, es imposible e inhumano asumir seme-
jante carga. Es obvio que si nos culpáramos por todas las cala-
midades que asolan nuestro mundo, acabaríamos enloqueciendo.
Ahora bien, tampoco podemos eludir la responsabilidad de estar
formando parte de una sociedad a la que puede atribuírsele, por
acción u omisión, una culpa global por muchas de las cosas que
ocurren a nuestro alrededor. Y no me refiero a las desgracias que
suceden en partes remotas del planeta, sino lo que acontece en
nuestra propia casa.

La sensación de culpa es una respuesta ante hechos en los que


nos hemos visto involucrados y de los que nos consideramos,
en todo o en parte, responsables. Esto siempre tiene una parte
positiva, en tanto que nos permite rectificar si se vuelven a pre-
sentar situaciones similares y, también, permite reconocernos a
nosotros mismos como personas sensibles ante los hechos de los
que nos culpabilizamos; aunque, eso sí, no siempre con razón.

Si nuestro aprendizaje hubiera evolucionado adecuadamente,


habríamos ubicado la culpabilidad en el lugar pertinente y, en
consecuencia, habría derivado en provechosas aplicaciones futu-
ras, pero, por desgracia, nuestro aprendizaje fue por otros de-
rroteros.

El sentimiento de culpa suele estar presente en la mayoría de


casos de abuso sexual. Su afectación puede medirse al observar
el amplio abanico de posibilidades que pudimos vivir, y que van
desde la resistencia que pudimos oponer, la comprensible pasi-

Primera parte - 49
vidad frente a una asimetría de poderes tan notoria, el placer
experimentado ocasionalmente, la sensación de haber sido noso-
tros quienes provocamos esa situación o bien no haber hecho lo
necesario para evitarlo. Todos estos aspectos, y probablemente
algunos más, determinarán el grado de culpabilidad que experi-
mentaremos en el futuro.

La incapacidad para comprender aquellos hechos, junto a la au-


sencia de remordimientos que se percibe en el agresor, hace que
el sentimiento de culpa contamine nuestro pensamiento hasta
convertirse en una de las secuelas más difíciles de superar. Inclu-
so, cuando ya nos hemos enfrentado a los abusos y nos hallamos
en pleno proceso de recuperación, la culpabilidad sigue haciendo
acto de presencia y nos hace dudar de nuestro proceder. De este
modo, podemos acabar creyendo que lo mejor era callar para no
molestar a nadie, y no hablemos de denunciar al agresor. Al final,
quien sale perdiendo siempre es el mismo: nosotros.

La culpa es uno de los sentimientos más resistentes a la hora de


valorar la posibilidad de revelar lo que nos sucedió. A veces, al-
gunos factores desencadenantes, como podría ser el nacimiento
de un hijo, nos permiten dar ese paso que de otro modo quizá no
hubiéramos dado jamás.

Probablemente, tengamos que repetirnos una y otra vez que no


fuimos culpables de nuestro pasado, y, con todo, seguiremos ac-
tuando como si realmente tuviéramos la culpa de algo, o lo que
es lo mismo, planteándonos excusas para abandonar o no hacer
lo que, en el fondo, sabemos que debemos hacer. Nuestra lucha
interna será la más complicada, y a veces frustrante, de las ba-
tallas.

En los abusos intrafamiliares, la culpa puede ser inducida por


terceras personas de un modo a veces abrumador e insalvable.
Habrá que añadir que no siempre hay que buscar una intencio-
nalidad expresa ni un propósito específico para dañarnos o des-
acreditarnos; a veces sólo se trata de un mero instinto de super-
vivencia del clan familiar ante un elemento perturbador. Hecha
la aclaración, y en determinadas ocasiones, también podemos
vernos enfrentados con auténticas e incalificables injusticias fa-
miliares. Estas actitudes son bastante menos frecuentes cuando
el abuso se ha perpetrado por alguien ajeno al entorno familiar.

En realidad, nos lo podríamos plantear de este modo: ¿la cul-


pa nos la quedamos todos o se la queda uno solo? Esta es la
cuestión. La experiencia y el conocimiento de tantos y tantos
Primera parte - 50

casos, lamentablemente, me llevan a concluir que el resultado


casi siempre es el mismo. Nos quedamos solos, marginados y
culpabilizados. Somos vistos como un peligro, a veces como per-
sonas que mienten y que sólo buscan la manera de hacer daño
a la familia.

Nos hallamos ante un muro difícil de derribar, y sin ayuda, apoyo


y comprensión, hay grandes posibilidades de que nuestros es-
fuerzos estén condenados al fracaso. Si queremos seguir adelan-
te, tal como corresponde hacer, nos veremos obligados a asumir
algunas consecuencias desagradables e imprevistas.

Podríamos enumerar muchas razones para sentirnos culpables


de lo que hemos hecho o de lo que hemos dejado de hacer. En-
tre ellas destaca el no habernos negado a los abusos, ceder a
los chantajes, tener sentimientos contradictorios hacia el agresor,
la posibilidad de destruir la familia, haber tenido o percibido un
trato preferente en relación con el resto de los hermanos, ha-
ber disfrutado ocasionalmente durante el abuso o el temor a las
medidas legales que se le puedan aplicar al agresor en caso de
desvelar el secreto.

No haber reconocido los abusos, cuando nos ponemos en la piel


de ese niño que un día fuimos, tiene su explicación. El niño no es
consciente, sobre todo a edades muy tempranas, de la frontera
que separa un juego inocente de la ruptura de unos límites que
nunca se debieron traspasar. El menor no ha desarrollado aún la
capacidad necesaria para comprender qué está ocurriendo, y me-
nos aun para asimilarlo. Ante un panorama como este, el niño no
tarda en quedar atrapado en la planificada estrategia del agresor.
Raras veces se produce la reacción que pueda librarnos de este
infierno, y aun en el caso de producirse, no tenemos garantizado
que los abusos vayan a terminar. Incluso, es posible que suceda
justo lo contrario, bien por las represalias o bien porque no va-
mos a ser creídos.

El menor es un ser dependiente, por eso, y en mayor medida


cuando nos referimos a un abuso intrafamiliar, se reduce drásti-
camente cualquier posibilidad de escape. A no ser que otro adulto
lo descubra, bien directamente o bien mediante ciertos mensajes
que el niño siempre envía, el secreto difícilmente saldrá a la luz.

Cuando estamos en condiciones de revertir esa situación, por lo


general cuando ya somos adultos, nos enfrentamos a la intrusión
de nuevos factores familiares, sociales o psicológicos que añadi-
rán otros elementos de culpabilidad a nuestra ya pesada mochila.

Primera parte - 51
Esta situación puede llevarnos a reafirmar nuestra decisión de
mantener el secreto y, en consecuencia, a seguir excitando nues-
tro atormentado sentimiento de culpa.

Tanto en la infancia como en la adultez, nos hallamos sometidos


a chantajes que dificultarán el desprendimiento de este pesado
lastre. Cualquier iniciativa de llevarlo a cabo traerá consigo una
inevitable sensación de culpa, una culpa inducida por todos aque-
llos a quienes no les interesa la verdad y que no mostrarán re-
paro alguno en hablarnos de los devastadores efectos que podría
tener nuestra irresponsable revelación.

En nuestra infancia, el chantaje emocional siempre estuvo pre-


sente, explícita o implícitamente. Si de adultos ya nos cuesta
manejarlo de un modo adecuado, ¿cómo sería siendo niños? En
nuestro cerebro se grabaron a fuego frases del tipo: “Este es
nuestro secreto”, o: “Como se lo digas a alguien, te castigarán”, e
incluso otras bastante más contundentes y amenazadoras. Hacía
alusión a lo implícito del mensaje, porque, aun sin haber escu-
chado nunca este tipo de frases, siempre subyace en la mente del
niño la inevitable simultaneidad entre la revelación de los abusos
y la destrucción de la familia, o lo que es lo mismo, el fin de su
medio de supervivencia.

Tampoco de adultos nos libramos del chantaje. Ahora nos vemos


enfrentados a otro tipo de frases: “¿Y para qué contarlo ahora?”,
o bien: -“Vas a hacer daño a terceras personas que no lo mere-
cen”. Esta última casi parece decir: “Tú sí lo mereces”. Y de igual
manera que en el caso anterior, también ahora vamos a encon-
trarnos con reacciones más amenazantes. Permanecer callados
siempre es considerada la mejor opción para todos…, menos para
el afectado.

Es penoso para un superviviente de ASI constatar que su entorno


más cercano, lejos de ofrecer el apoyo y la comprensión desea-
ble, prefiera pasar por alto todo lo que pueda estar relacionado
con el abuso, en aras de mantener esa actitud hipócrita de familia
feliz donde no se modifica ni una coma. Con este escenario, no
cabe esperar otro resultado que no pase por la impunidad del
agresor y por una nueva derrota de la víctima.

Los sentimientos contradictorios hacia el agresor se producen por


igual en la niñez que en etapas posteriores. Las razones, como
ya hemos ido viendo, responden a la voluntad del agresor para
crear esta confusión, así como los lazos reales de afectividad que
nos unen, bien sea por cuestiones familiares o de otra índole. No
Primera parte - 52

siempre la revelación será el antídoto que aporte luz y sentido a


nuestros complejos y, a veces, irreconciliables sentimientos. Las
dificultades para conectar con ellos son un factor muy común
y requieren una profunda interiorización de nuestra parte para
lograr algún resultado positivo. Nos hallamos inmersos en un es-
cenario donde la gravedad aumenta proporcionalmente al grado
de parentesco que nos une con el agresor. Cuanto más ligados
estemos emocionalmente al agresor, tanto mayor será nuestro
grado de confusión y de culpa, y también de dependencia, en
este último caso no sólo del agresor, sino de cualquiera con quien
mantengamos una cierta intimidad o afectividad.

No es extraño que un considerable número de personas abusa-


das por su propio padre, incluyendo las que lo hayan revelado
en pequeños círculos, manifiesten sentir cariño hacia el abusa-
dor. El síndrome de Estocolmo es muy habitual entre nosotros,
aunque en nuestro caso es más apropiado utilizar otra expresión
parecida: relación de hechizo. Sea como fuere, la sola idea de
ocasionarle algún daño nos genera un sentimiento de culpa in-
soportable. El niño todavía acusa más esa sensación. Quizá tam-
bién por eso, entre otras cosas, resulta especialmente doloroso
comprobar cómo, en el ámbito judicial, un juez pueda basarse en
el cariño demostrado por el menor hacia el padre para minimizar
el delito, tergiversar la realidad e incluso absolver al acusado. Y
todo ¡por el bien del menor!
A lo largo de la historia humana, la familia ha sido una institu-
ción tan importante que, por muy justificados que puedan ser los
motivos, nunca será fácil enfrentarse a ella. Eso lo intuye el niño
y lo sabe el adulto. Para el primero, impera el instinto de super-
vivencia, mientras que para el segundo se trata más de evitar
males mayores.

La disyuntiva entre el silencio y el hecho de socavar los cimientos


de tan venerable institución nos produce ansiedad, indecisión y
rabia. Tal vez si pensáramos que todos iban a estar a nuestro
lado, disminuirían nuestras reticencias al enfrentamiento, pero
nuestras sospechas de que esto no vaya a ser así, por desgracia,
están fundadas. La familia acostumbra a oponer una resistencia
más o menos sutil, es decir: “Sabemos que no ha estado bien,
pero es mejor olvidarlo”. También es posible que se alinee de
una forma clara y manifiesta con el agresor, haciendo recaer las
culpas sobre aquel elemento perturbador que trata de romper la
estabilidad y de echar por tierra la imagen de familia feliz.

Cuando la figura paterna se convierte en agresora, es relativa-

Primera parte - 53
mente habitual que el abuso vaya acompañado de un trato pre-
ferente hacia la víctima. Dicho así parece un tanto descabellado,
pero tiene su explicación. Debemos tener en cuenta que, en es-
tos casos, el abuso se lleva a término de un modo largamente
planeado y, por lo común, sin que intervenga la violencia física,
tan frecuente en otros tipos de maltrato. En un primer momento,
el menor se siente privilegiado por las atenciones especiales de
que es objeto. Cuando esto ocurre, no se es consciente del abu-
so, sino de una especie de privilegio, un juego o una muestra de
cariño, algo que el agresor ya se encarga de transmitirle. Esto no
pasa desapercibido para los demás hermanos, en caso de haber-
los, lo que puede degenerar fácilmente en una relación de celos
que dificultará cualquier resolución y que puede ser el origen de
futuros conflictos que nadie sabe cuándo surgieron ni por qué.

Sentirse culpable por este pretendido trato preferencial, teniendo


en cuenta lo que nos ha ocurrido, es cuanto menos paradójico,
aunque no por ello menos cierto.

Quizás uno de los aspectos más culposos y más difíciles de asu-


mir sea el hecho de haber sentido placer en algún momento del
abuso. Eso te hace dudar profundamente de todo, empezando
por uno mismo, y concibiendo pensamientos que siempre des-
embocan en una culpabilidad insoportable y en una rabia mal
contenida.
Nunca está de más recordar que el niño jamás tiene la culpa. El
único responsable de un abuso siempre es el adulto. Es su res-
ponsabilidad evitar que se produzca el abuso, sean cuales sean
las circunstancias, aunque sea el menor quien les seduzca, algo
que casi siempre argumentan los agresores y que nunca es cierto
en la definición adulta del término. Un niño puede buscar cariño,
pero no sexo. Si alguien no entiende esto, mejor será que acuda
rápidamente a un psiquiatra.

El placer es otro gran generador de culpas. Nuestro cuerpo está


diseñado de un modo concreto y responde a ciertos estímulos. No
podemos ni debemos sentirnos culpable por ello. Somos así.

Durante la niñez, aunque nos dominen e inmovilicen la culpa, el


miedo y la vergüenza, todavía no somos plenamente conscientes
de todas las consecuencias que acarrea la revelación de nuestro
secreto. Eso es especialmente válido cuando nos referimos a las
medidas legales que pueden sobrevenir de una posible revela-
ción. De adultos, sabemos que se trata de un delito en el que se
contemplan penas de cárcel que pueden superar los diez años,
Primera parte - 54

aunque casi nunca se apliquen, todo hay que decirlo. Ese factor
añadido de culpabilidad, que puede llevar a nuestro padre, tío,
abuelo o hermano a los tribunales, se cierne sobre nosotros hasta
convertirnos en seres perversos dispuestos a acudir a la ley para
vengarnos de todos. La víctima se convierte en verdugo. Mucho
tiene que ver la familia en todo esto. Ahora, todos pueden llegar
a parecer víctimas de nuestra ira descontrolada. Nuestra necesi-
dad de justicia se interpreta como venganza. A mí siempre me ha
parecido profundamente surrealista esta situación. Espero que
no me lo parezca sólo a mí.

Ahora bien, si hemos de ser realistas, las familias que tengan en-
tre sus filas a un abusado no deberían preocuparse en exceso por
sus posibles reacciones si alguna vez tuvieran que enfrentarse a
una revelación o incluso a una denuncia. Lo cierto es que muy
raras veces se llevan estos casos a los tribunales. Por un lado,
tenemos que se trata de un delito que no puede demostrarse
fácilmente, y menos aun después de tantos años; y por otro, y
en el mejor de los casos, o sea, en los de mayor gravedad, dicho
delito prescribe a los quince años.

Cuando pensamos en derribar esa barrera de silencio, aislamien-


to y tristeza que nos ha mantenido apartados del mundo, ya es-
tamos dando el primer paso para liberarnos de la culpa y tratar
de poner remedio a otras tantas secuelas que han condicionado
nuestra vida. Pero no se trata de ninguna panacea. No hay que
caer en el error de suponer que este paso significará automáti-
camente el fin de todos nuestros males. Más bien es el principio;
el principio de una solución, por supuesto, pero no una solución
exenta de problemas, contrariedades y disyuntivas que parece-
rán llevarnos hacia callejones sin salida. La culpa se rige clara-
mente por estos principios.

Cuando revelamos haber sido abusados sexualmente, como de-


cíamos antes, esperamos el apoyo incondicional de los nuestros.
Si el abuso es intrafamiliar, podemos esperar sentados, ya que el
apoyo no suele aparecer o bien lo hace muy condicionado. Sea
cual sea el resultado, es probable que se aleje de nuestras ex-
pectativas. Y es que nuestras expectativas, en consonancia con
todo el dolor acumulado durante tanto tiempo, son muy elevadas,
aunque no por ello menos justas y necesarias. Tenemos todo el
derecho y toda la razón para contar incondicionalmente con ese
apoyo que no tuvimos durante la infancia, pues, a fin de cuentas,
nunca debemos olvidar que en esta historia hay un delincuente
y una víctima, algo que la familia no suele vislumbrar con tanta
claridad.

Primera parte - 55
Nuestra percepción se modifica con rapidez, en algunos aspectos
más que en otros. Por lo que respecta al sentimiento de culpa,
aunque conscientemente sepamos que no deberíamos sentirla,
nos sigue afectando. A medida que vamos haciéndolo, aparecerá
otro sentimiento que actuará de contrapeso y que, en cierta ma-
nera, se convertirá en una necesidad. Casi todos hemos pasado
por ello y, por desgracia, casi todos nos hemos estrellado con-
tra un muro. Estoy hablando del reconocimiento. Para despren-
dernos de la culpabilidad, necesitamos que se reconozca que no
fuimos culpables. Necesitamos que desaparezca cualquier atisbo
de duda sobre quién fue el agresor y quién fue la víctima. Y la
familia, para nosotros, es uno de los actores principales de nues-
tro drama. Tanto es así que, durante un tiempo, no concebimos
otra salida, invirtiendo grandes dosis de tiempo y energía en una
batalla que pocas veces se gana. Al final, deberemos asumir que
la necesidad de ser reconocidos habrá de ser satisfecha mediante
otros cauces. Es, sin duda, un trance doloroso, uno más en nues-
tro proceso de recuperación.

Desconfianza

La empatía es una cualidad que casi todos los que hemos pade-
cido abusos hemos experimentado al hablar con alguien que ha
pasado por lo mismo o nos leemos en el foro unos a otros. En
términos generales, podríamos definir empatía como la capaci-
dad de ponernos en la piel de los demás. Esa sería una definición
genérica, pero quizás en nuestro caso habría que hacer algu-
nas puntualizaciones. Algunos hicimos un gran descubrimiento
al comprobar que había alguien más que pensaba y sentía igual
que nosotros. La mayoría nos veíamos como bichos raros, únicos,
como si no pudiera haber nadie con pensamientos, ideas y pro-
blemas como los nuestros.

No nos cuesta demasiado ponernos en la situación de los demás.


Esto es así porque tenemos experiencias y secuelas muy pareci-
das, eso es innegable, pero también soy de la opinión de que si
nos ponemos en la piel de los demás es porque así podemos des-
prendernos de nuestra insensibilidad, y lo que no somos capaces
de sentir en nuestra propia piel, nos atrevernos a sentirlo en
las experiencias de los demás. También esta es una de nuestras
secuelas. No sé si todos los ASI estarían dispuestos a compartir
esta opinión, pero, de todos modos, haber alcanzado estas cotas
de empatía, sea cual sea el mecanismo y las circunstancias que
nos hayan llevado hasta ahí, ya supone haber dado un paso de
Primera parte - 56

suma importancia.

Después de habernos negado durante tantos años cualquier sen-


timiento, la empatía que experimentamos al leer o hablar con
alguien que pasó por lo mismo que nosotros la vivimos como
un pequeño gran triunfo. Y es que la empatía lleva implícito un
elemento de suma importancia: la confianza. Estar en contacto
con alguien que de verdad entiende lo que decimos, pensamos
y sentimos nos hace creer que por fin vamos a poder confiar en
alguien. Toda nuestra existencia ha estado marcada por la des-
confianza, por la necesidad de ocultar cualquier detalle que de-
latara nuestra perversa condición. Cuando nos comunicamos con
alguien, y lo hacemos sin necesidad de llevar puesta esa máscara
con la que creemos ocultar nuestros oscuros secretos, es como
si se abriera un nuevo mundo ante nosotros. No somos mons-
truos ni bichos raros a los que nadie entiende. Podemos hablar
libremente; hablar de nuestros sentimientos. Y hasta se nos hace
extraño que nuestro interlocutor sea tan parecido a nosotros.

Cuando regresamos al pasado, y lo hacemos enfrentando la con-


fianza que teníamos depositada en el agresor con nuestros sen-
timientos, y todo ello mientras estábamos siendo víctimas de un
abuso sexual, ¿qué observamos realmente?, ¿qué conclusiones
podemos extraer?, ¿qué sentimiento puede tener un niño que
está siendo sodomizado por su propio padre? No pretendo ser
desagradable, pero es que la realidad que estábamos viviendo
era esa y no otra. Al menos yo. ¿Qué ha de sentir un niño en
estas condiciones? Un adulto que no haya pasado por ello tal
vez pudiera ponerle palabras. Incluso, nosotros podemos hacer-
lo ahora…, bueno, no todos. Pero con un mensaje tan terrible y
sin posibilidades de ubicarlo en ninguna parte, la única salida
razonable que le quedaba a ese niño que un día fuimos era la
anulación, aunque fuera parcial, de los sentimientos. Cuanto más
drástica fuese la situación, más drásticos serían también los re-
cursos empleados en la supervivencia. Y, por consiguiente, más
drásticas iban a ser las consecuencias.

Nuestro aprendizaje, como el de cualquier niño, se sustenta en


la obediencia a los adultos que supuestamente nos cuidaban y
protegían. Cualquier niño pone a prueba a sus padres. La tras-
gresión es una forma de saber cuáles son los límites. Nosotros ya
no necesitábamos probar nada.

Los adultos eran quienes sabían qué nos convenía en todo mo-
mento. Los adultos decidían qué estaba bien y qué estaba mal.
Entonces, ¿qué lugar le corresponde al abuso?, ¿era por nuestro

Primera parte - 57
bien?, ¿porque nos querían?, ¿había que presuponer que las de-
mostraciones de cariño estaban asociadas a un comportamiento
sexual? Por desgracia, el niño no está capacitado para encontrar
las respuestas a semejante rompecabezas, y aun así, está obliga-
do a encontrar una salida satisfactoria, una salida que le permita
seguir adelante.

Durante la niñez, uno tiene mucha más curiosidad que respues-


tas, pero ante hechos como los que nos tocaron vivir, todo parece
morir a nuestro alrededor. La curiosidad se vuelve extremada-
mente peligrosa y, al menos en lo referente a este asunto, es sus-
tituida por el silencio y la ocultación; acaba de nacer un secreto
angustioso que sólo nos generará confusión y miedo. El silencio,
el miedo y la vergüenza no son, precisamente, grandes genera-
dores de respuestas, así que, irremediablemente, nuestros sen-
timientos dejarán de ser confiables y empezarán a desligarse de
esa incomprensible realidad.

Es normal que la desconfianza aparezca si vivimos por debajo


de nuestras posibilidades. Cuando empleamos tanto esfuerzo en
ocultar el pasado, es inevitable que aparezcan repercusiones ne-
gativas en cualquier otra actividad que estemos llevando a cabo.

Si fuéramos un ordenador, sería como emplear una gran parte del


ancho de banda para descargar, por ejemplo, películas o música.
Eso significaría que el resto de las funciones se ralentizarían e
irían peor. Nuestro particular ancho de banda está permanen-
temente ocupado por los abusos, que descargan toda una serie
de secuelas que nos impiden concentrarnos en otras actividades
más positivas, lo que, inevitablemente, nos hace funcionar peor,
colgándonos a menudo y desconfiando de nuestras posibilidades.
Sin dejar el símil, podríamos decir que, al develar el secreto de
nuestra infancia, quizá no logremos liberar por completo el an-
cho de banda, pero, por lo menos, en vez de estar descargando
cincuenta películas-problemas, pasaremos a descargar cinco. Es
obvio que el cambio será muy notable.

Librarnos del peso del silencio, de la culpa, del miedo y de la ver-


güenza nos abre expectativas que antes siquiera éramos capaces
de imaginar. La confianza, poco a poco, vuelve a instaurarse en
nuestro quehacer diario, y a cada paso que vamos dando dismi-
nuye esa destructiva limitación que es la desconfianza.

Autorrevictimización
Primera parte - 58

Reconozco que la utilización de este concepto no ayuda mucho a


una lectura fácil, y además, ni siquiera existe; sin embargo, he
sido incapaz de hallar otra palabra que refleje con mayor fideli-
dad lo que pretendo exponer.

Vamos a indagar en el significado último de dicho término, así


como en el efecto que tiene para nosotros. Para empezar, diga-
mos que la palabra victimización hace referencia a los hechos
traumáticos que padecimos durante la infancia, y que, en el caso
que nos ocupa, son los abusos sexuales. Fuimos victimizados por
uno o más agresores.

Cuando le añadimos la partícula re para convertirlo en revictimi-


zación, entonces hacemos alusión a ciertos factores externos re-
lacionados con ese abuso sexual que llevan al individuo a revivir
las malas experiencias del pasado. Estos hechos igual surgen du-
rante la infancia, por circunstancias asociadas al abuso, como lo
hacen muchos años después, cuando ya somos adultos, e igual-
mente por esas u otras causas relacionadas con el abuso. Las
consecuencias de la revictimización, en algunos casos, pueden
llegar a ser peores que el propio hecho traumático original.

Un ejemplo de revictimización muy característico y esclarecedor,


y que tiene validez tanto para el menor como para el adulto, po-
demos hallarlo en el escenario que se genera tras una denuncia.
Esta suele interponerse por la madre, en el caso del niño, o por
nosotros mismos una vez que somos adultos. Cuando se trata de
un menor, este es conducido a declarar a un lugar extraño para
él, y tiene que hablar ante un personaje intimidatorio como es el
juez y, en algunas ocasiones, obligado a relatar y a denunciar los
hechos en presencia del presunto agresor, que muy bien puede
ser el propio padre. Es natural que el niño se sienta desbordado y
que no alcance a comprender lo que está sucediendo. Este sería
un caso muy obvio de revictimización.

Por lo que respecta a la confrontación del niño con el agresor, por


fortuna, alguien comprendió que era una aberración y general-
mente trata de evitarse. Esta situación puede resultar enorme-
mente traumática para el niño. Aunque pocas veces se produce,
no se trata de una práctica ilegal, por lo que si el juez lo estima
oportuno, tiene potestad para exigirlo.

Cuando hablamos de adultos, y al contrario de lo que cabría es-


perar, no existen grandes diferencias. En este caso, la denuncia
es llevada a cabo por la víctima. Si el agresor es alguien de la
familia, hay muchas probabilidades de que una buena parte de

Primera parte - 59
nuestro entorno familiar no entienda o no comparta nuestra ne-
cesidad de hacer lo que hacemos, y llegan a ponerse en nuestra
contra de una manera frontal. Así pues, lo que para nosotros ya
era un paso extremadamente difícil, de este modo pasa a ser
una nueva tortura, o lo que es lo mismo, un nuevo episodio de
revictimización.

También puede suceder lo mismo sin necesidad de interponer


denuncia alguna. Es algo que algunos ya hemos tenido la desgra-
cia de comprobar, y que se produce cuando tomamos la decisión
de revelar a la familia lo sucedido en nuestra niñez. En algunos
casos, la respuesta de la familia puede ser admirable y encontrar
en ese momento el apoyo que no tuvimos en el pasado. Pero la
realidad es que nuestras expectativas de comprensión se ven a
menudo traicionadas o, en el mejor de los casos, ninguneadas.
“¿Ahora nos acordamos de esto?”, “¿No lo habrás imaginado?”,
“Haces esto por venganza”. Es una nueva experiencia revictimi-
zante para la que uno nunca está preparado.

La autorrevictimización, ahora sí, no deja de ser otra forma de


revictimización, pero con una particularidad: carece de factores
externos identificables, es decir, aquellos donde reconoceríamos
que lo sucedido es claramente perjudicial para el sujeto. Tampoco
interviene nadie, al menos de un modo directo y premeditado.
En definitiva, cuando hablamos de la autorrevictimización, es-
tamos haciendo referencia a una serie de causas que obedecen
exclusivamente a la percepción distorsionada del individuo, por
más que esa percepción pretende beber de hipotéticas fuentes
externas. Es decir, una persona cualquiera puede tener un pro-
blema y recurrir a diversas herramientas y recursos para ponerle
solución. Es lógico que en ese problema haya alguna persona
que se relacione con él de un modo más directo o más indirecto;
sin embargo, el proceder suele encaminarse a la resolución del
conflicto, buscando las salidas más adecuadas. Eso es algo que
no sucede en nuestro caso. Cuando hay un problema, también
hay alguien que lo provoca y que se aprovecha de nosotros. O
bien nos consideramos demasiado estúpidos para solucionar el
problema. O percibimos que el mundo y todo cuanto sucede va
contra nosotros. Podríamos decir que, a diferencia de la revicti-
mización, la autorrevictimización es un proceso continuamente
realimentado y que toma como excusa cualquier eventualidad
para justificar ese destino adverso que siempre parece dispuesto
a amargarnos la existencia.

No pretendo indagar en los factores externos —revictimización—,


como podrían ser el comportamiento de nuestra familia ante el
Primera parte - 60

conocimiento de los abusos o la lamentable experiencia que su-


pone para el menor enfrentarse a su agresor en un juicio. No hay
duda de que estas actitudes, tristemente conocidas y experimen-
tadas por muchos de nosotros, tienen graves consecuencias, y
que al menos me permito dejar constancia de ello para más ade-
lante. Pero ahora, y una vez aclarados los términos, mi interés se
decanta por las circunstancias que nosotros mismos hemos pro-
piciado a partir de aquel trágico suceso de nuestra infancia, y por
el cual convertimos nuestra existencia en una frustrante sucesión
de acontecimientos irresolubles en los que siempre acabamos
representando el tan asumido papel de víctima.

Con el tiempo, perdemos la capacidad para escapar de una reali-


dad que construimos para aislarnos de aquella otra realidad into-
lerable. Ahora todo parece trágico e irreversible. Nuestra actitud
no hace más que reafirmar las limitaciones que conforman nues-
tro panorama existencial. La autorrevictimización, en mayor me-
dida que la baja autoestima, y dicho sea de paso, resulta un buen
indicador para sospechar de posibles abusos en la infancia.

Hace años, nos convertimos en víctimas de alguien sin escrú-


pulos. De eso no cabe ninguna duda. Pero una vez alcanzada la
edad adulta, cabría pensar que estamos en disposición de resti-
tuir todo aquello que nos fue arrebatado, o cuanto menos, de in-
tentarlo. Pero cuando se han interiorizado tantas cosas negativas
y desde una edad tan temprana, no resulta sencillo deshacer esa
espiral en la que nos hallamos inmersos casi desde que tenemos
uso de razón. Son demasiadas cosas las que quedaron en el ca-
mino. Sin embargo, en algún momento deberemos abrir los ojos
y ver que ya no somos víctimas de un agresor; ahora nos hemos
convertido en víctimas de nosotros mismos. Y esa es la verdadera
esencia de la autorrevictimización.

A veces se olvida que la niñez es el período crucial donde se de-


sarrollan las habilidades y recursos básicos que posteriormente
vamos a utilizar en la etapa adulta. Si esto no ha sucedido, por la
razón que sea, estaremos en inferioridad de condiciones. Ante la
impotencia que nos producen nuestras propias limitaciones, jun-
to a la ineficacia a la hora de revertir ese contexto tan negativo,
no damos con otra alternativa que la de culpar al mundo, al des-
tino o a cualquier persona que esté cerca de nosotros. Pasamos
a ser la víctima de la que todos se aprovechan y no queremos ni
oír hablar de que, si tal cosa ocurre, es porque nosotros lo per-
mitimos. Pero es así. Siempre es así. Siempre está en nuestras
manos cambiar las cosas.

Primera parte - 61
Durante la niñez nos sucedió algo terrible. Alguien debía asumir
las culpas por todo aquello. En nuestra limitada percepción infan-
til, no veíamos que el adulto manifestara ni el más pequeño atis-
bo de culpa. Sin embargo, todo indicaba que allí había muchas
culpas que asumir; de otro modo, no nos sentiríamos tan malos,
tan raros, tan solos… ¿Quién era el culpable entonces?, ¿noso-
tros? Debió ser así. No había otra explicación ni nadie que nos la
pudiera dar. De ahí a pensar que nos merecíamos cualquier cosa
que nos ocurriera sólo había un paso. Sin darnos cuenta, empeza-
mos a actuar de un modo inconsciente, pero premeditado, donde
se reafirmaban nuestras percepciones victimistas de la realidad
distorsionada en la que nos habíamos instalado. Así pues, ya de
adultos, si por ejemplo nuestra pareja nos maltrataba, volvía a
quedar confirmada una vez más nuestra condición de víctima.
Ya nada podía hacerse para modificar el destino y aceptábamos
cualquier cosa que este nos trajera, y así lo seguimos haciendo,
sin ser conscientes de que, en realidad, somos nosotros quienes
estamos propiciando este destino gris y sin expectativas del que
tanto nos quejamos.

Siempre son nuestra actitud y nuestra determinación las que nos


sitúan en el lugar que nos corresponde. O sea que si nos consi-
deramos víctimas del destino, nuestro comportamiento no puede
ser otro que el de buscar situaciones donde poder desarrollar
este triste papel que nos inculcaron en la infancia.
¿Por qué nos empeñamos en representar continuamente este
papel de víctima? La impermeabilidad al cambio es una buena
razón, y también una consecuencia directa de los abusos. Nece-
sitábamos desesperadamente construir un mundo en el que nos
pudiéramos sentir seguros. Pero ese mundo era pequeño, inesta-
ble y voluble. Y probablemente no haya cambiado mucho desde
entonces. Cualquier cosa que suceda a nuestro alrededor y que
se aparte de la cotidianidad a la que estamos acostumbrados,
nos sobresalta y se convierte en una posible amenaza. Pensamos
que sólo ahí estamos a salvo, pero cada vez que las amenazas se
concretan no tenemos más respuesta que la de interpretar una y
otra vez nuestro socorrido papel de víctima.

¿Por qué decidimos en su momento interpretar ese papel y aún


ahora seguimos haciéndolo? Hace muchos años, cuando éramos
unos niños que no comprendían ciertas cosas, nos sucedió algo
horrible. Y nadie vino a salvarnos. ¿Por qué no acudió nadie en
nuestro auxilio?, ¿por qué sufrimos tantas veces?, ¿por qué na-
die se daba cuenta? Fuimos victimizados y nadie hizo nada. Allí
estaba nuestra familia, pero no hubo quien nos rescatara. Eso se
Primera parte - 62

grabó a fuego en nuestra mente y es algo que nunca llegaremos


a superar del todo. Por eso, aún hoy, continuamos representando
este mismo papel, reproduciendo situaciones del pasado y mos-
trando nuestra faceta más lastimosa, víctimas de la vida y del
destino, esperando que venga alguien a ayudarnos, a compren-
dernos y a salvarnos; esperando que aparezca ese salvador que
repare aquella terrible injusticia que, en realidad, ya nadie puede
reparar. Sólo nosotros podemos hacerlo, mirando al pasado para
comprender nuestro presente y porque nos ocurre lo que nos
ocurre. Pero mirar al pasado no significa quedarse atrapado en
aquel tiempo; esa es una triste lección que debemos aprender, un
paso más para seguir avanzando.

El dolor es un sentimiento ampliamente conocido y que guarda


relación con lo tratado. Es una consecuencia lógica del abuso y
puede prolongarse a lo largo de nuestra vida, pero también acaba
convirtiéndose en el motor que realimenta la sensación de que
no hay salida.

La permanencia del dolor tiene dos inconvenientes añadidos: por


un lado está la pérdida de visión con respecto a su origen; y por
otro, el factor acumulativo que nosotros mismos vamos generan-
do, fruto de la propia autorrevictimización en la que nos hallamos
sumidos. Esta situación degenera en lo que podríamos llamar el
egoísmo del dolor. Se podría definir como el desequilibrio entre
lo que realmente nos ocurre y la percepción que tenemos de los
hechos. O, de un modo más llano: la exigencia de ser reconoci-
dos y, lo que es peor, tratados como víctimas.

La mala suerte, la desgracia y todo aquello que, en el fondo,


nosotros mismos provocamos con nuestra actitud, nos empuja
a buscar continuamente comprensión, en el mejor de los casos,
o compasión, en otros. Nada nos parece suficiente para colmar
nuestra necesidad de resarcimiento. Y aun cuando descubrimos
el origen de nuestro dolor, siempre existirá una cierta resisten-
cia a abandonar un rol que hemos interpretado durante tanto
tiempo. Esta perpetua exigencia, a la larga, resulta agotadora
para quienes nos rodean. El dar y recibir que debe caracterizar
cualquier relación, en nuestro caso se convierte en un exclusivo
recibir. Es obvio que, más pronto que tarde, quien esté a nuestro
lado se cansará de dar.

Adicciones

Adicción es un término que hoy está en boca de todos. Cada

Primera parte - 63
vez parecen ser más las actividades susceptibles de convertirse
en conductas adictivas, lo que no es de extrañar, pues más allá
del hecho en sí, la consideración debe hacerse basándonos en
el uso y el resultado que obtengamos de ellas. Más que unas u
otras adicciones en particular, este es el aspecto que me interesa
investigar, y me interesa, como es fácil adivinar, porque las con-
ductas adictivas tienen mucha relación con los abusos sexuales
en la infancia.

Cuando alguien lleva a cabo cualquier actividad de un modo reite-


rado, sin que medie obligación alguna o una necesidad manifiesta
de hacerlo, podemos colegir que esa persona disfruta realizando
dicha actividad. Pero esta breve descripción, que también sería
más o menos aplicable al comportamiento adictivo, no sirve para
explicarlo. En ese caso, más que la búsqueda lúdica ocasional,
estaríamos hablando de ciertos actos relacionados con la huida,
a veces de una necesidad irresistible de evadirse de la realidad a
cualquier precio. Y no debemos olvidar que el precio de las adic-
ciones suele ser bastante elevado.

Todos necesitamos desconectarnos en algún momento de nues-


tra rutina, y para ello tenemos infinidad de actividades entre las
que elegir. La adicción, no obstante, aparece cuando la reitera-
ción de los actos deja de estar sujeta a nuestra voluntad y más
pronto que tarde termina perjudicándonos. La característica más
común de un comportamiento adictivo es no reconocer el proble-
ma hasta que ya es demasiado tarde. El autoengaño y la falsa
creencia de estar controlando la situación pronto dejan paso a
problemas cada vez mayores que afectan la economía, la salud o
el entorno, y sin que nuestra voluntad vencida pueda hacer otra
cosa que jurar en vano que no volverá a suceder lo que, sin duda,
sí volverá a suceder. De hecho, una adicción no puede controlarse
hasta que se reconoce y se ponen a nuestro alcance los recursos
necesarios.

Las adicciones acostumbran a ser respuestas narcotizantes ante


una realidad de la que no queremos hacernos responsables. Aho-
ra bien, si lo dejáramos así, parecería que se trata de una sim-
ple cuestión de irresponsabilidad, cuando lo cierto es que tras
esa conducta compulsiva podemos llegar a descubrir una larga
trayectoria de negación que nos puede conducir hasta el origen
mismo de la adicción.

Las causas pueden ser muy traumáticas y a veces fáciles de iden-


tificar. Eso no es aplicable para quien las padece, mientras la
autonegación impida cualquier tipo de reconocimiento. También
pueden darse diferentes causas cuya suma nos lleva a esa huida
Primera parte - 64

autodestructiva. En cualquier caso, vamos a encontrar una gran


diversidad de causas y efectos.

Teniendo en cuenta que una adicción se comporta como una vía


de escape, y que tiene la capacidad de distorsionar la realidad
con el falso propósito de hacerla más aceptable, cabría esperar
que nuestra respuesta adictiva ante los abusos sexuales fuera
aleatoria, es decir, cualquier adicción habría de servirnos para
este propósito. No hay razón objetiva que induzca a pensar lo
contrario; sin embargo, la experiencia me demuestra que los
problemas no resueltos en la infancia suelen esconderse tras el
alcohol, las drogas, las relaciones dependientes o destructivas,
el sexo o los trastornos de la alimentación. Estos serían los más
comunes, aunque no los únicos.

La adicción ha sido una de las secuelas que me dejó el abuso.


En mi caso, fue la ludopatía, y me consta que no forma parte del
catálogo habitual de adicciones ASI, por más que, socialmente,
se está convirtiendo en una auténtica plaga. Como todo lo rela-
cionado con los abusos sexuales, poco se puede decir estadísti-
camente hablando, y aunque no fuera más que una curiosidad
personal, siempre he pensado que estaría bien contar con un
trabajo que hubiera incursionado en una posible interacción entre
la ludopatía y el abuso sexual infantil. Aunque puedo decir que la
mayoría de secuelas las comparto ampliamente, en este aspecto
me siento un poco solo.
También con las adicciones hicimos en el foro una encuesta bas-
tante reveladora. En este caso, los participantes fueron ciento
quince. Los resultados nos muestran que un 65 por ciento de las
personas encuestadas aseguran padecer o haber padecido una o
más adicciones:

No tengo ninguna adicción: 34%


Una (alcohol, drogas, comida, etcétera): 46%
Dos o más adicciones: 20%

Cuando sufrimos los abusos, se cierne sobre nosotros una capa


de confusión que, sin temor a exagerar, y más cuando no lo he-
mos revelado, nos acompañará el resto de nuestros días. Quizás
a una edad tan temprana no hay muchas probabilidades de que
se produzca esa respuesta que hemos dado en llamar adicción,
pero sí es muy posible que la semilla ya esté plantada. De todos
modos, que no haya muchas probabilidades no significa que no
haya ninguna. Recuerdo una compañera que me comentaba que,
de niña, cada vez que sabía que se iban a producir los abusos,
bebía una copa de licor. Decía que así le parecía más soportable.
No hace falta decir cuál fue la adicción que en el futuro iba a su-

Primera parte - 65
ponerle un problema.

Buscamos nuestros recursos para escapar, para hacernos invi-


sibles, para protegernos. Sin embargo, estos recursos tienden
a ser bastante limitados, con lo que las salidas que elegimos no
acostumbran a ser las más adecuadas ni efectivas, y lo que es
peor, a la larga, se convierten en un perjuicio que no tardará en
volverse contra nosotros.

Sí, lo cierto es que recuerdo esa sensación de querer ser invisi-


ble, de querer pasar desapercibido, de que el agresor no reparara
en mí…, pero claro, no funcionaba. Eso me recuerda las palabras
de otra compañera que hacía referencia a lo mismo; ella habla-
ba de quedarse inmóvil, de no respirar, de un temor irracional a
que el ruido de su respiración delatara que estaba viva y que, en
consecuencia, pudiera ser abusada. El mero hecho de estar vivo
ya era percibido como un peligro. Realmente, es una sensación
angustiosa. No obstante, puede ocurrir lo contrario. E igualmen-
te, en este caso, hay una expresión muy gráfica de otra compa-
ñera: ella tiene grabados en el recuerdo los momentos en que el
agresor la miraba con deseo. Sabía muy bien lo que sucedería
a continuación. Todavía no lo soporta. La respuesta, según sus
palabras, fue ponerse una capa protectora de grasa. Así, gorda,
dejaría de ser el objeto del deseo de cualquiera. Y, obviamente,
sigue bloqueándose cuando interpreta que alguien la observa de
un modo, digamos, inadecuado.
Comentábamos, en el apartado dedicado a la culpa, la posibilidad
de interpretar correctamente o no el resultado de nuestros actos.
Por una parte, el sentimiento de culpa nos proporciona una visión
sobre ciertos hechos en los que no juzgamos correcto nuestro
proceder. Entonces, nos damos la oportunidad de acometer en el
futuro esas mismas acciones de otro modo más correcto y acer-
tado. Hasta ahí todo bien. Pero cuando nos detenemos en el abu-
so sexual y lo asociamos al comportamiento adictivo, la anterior
definición pierde buena parte de su sentido.

El origen, una vez más, podemos encontrarlo en el aprendizaje


erróneo al que nos sometieron y que ahora nos impide ejecutar
correctamente los procesos lógicos derivados de las circunstancias
que vamos experimentando. Dicho de un modo más comprensi-
ble: pensemos por un momento en una persona dependiente, por
ejemplo, del alcohol. Esta persona se esfuerza lo indecible para
dominar este impulso que le perjudica. Por desgraciada, raras
veces lo consigue. La consecuencia lógica será una insoportable
sensación de culpabilidad que retroalimentará la necesidad de
evadirse de nuevo. Si nos ciñéramos a la definición positiva de
culpa, deberíamos convenir que esta persona ha constatado, a
Primera parte - 66

través de la culpa, que sus acciones son manifiestamente negati-


vas y debe modificar su comportamiento. ¿Por qué, entonces, no
basta con la voluntad y el sentido común?

Como ya se ha apuntado en algún otro apartado, tras el abuso


sexual, extraemos la conclusión, entre otras, de que no podemos
fiarnos de nuestros sentimientos. Estos deberían servirnos para
aportar la información de lo que ocurre, pero cuando la informa-
ción que tienes consiste en que tu padre te está violando y tienes
cinco años, es evidente que dicho proceso estará muy lejos de
ser acertado. Está claro que este mecanismo no nos sirvió en
nuestra infancia, lo que nos obligó a buscar otros recursos que
nos permitieran sobrevivir, unos recursos desesperados que aho-
ra nos aíslan y nos impiden ejercer un sano control sobre nuestra
vida.

Sólo cuando comprendamos y asumamos la realidad que estamos


viviendo, así como el origen traumático de muchos de nuestros
conceptos erróneos que desembocaron en una conducta adictiva,
estaremos en condiciones de liberarnos de la culpabilidad y de
encontrar soluciones que nos permitan escapar, poco a poco, del
círculo vicioso en el que llevábamos, en muchos casos, más de
media vida.
Dualidad
Mucha gente, hoy en día, parece poco dispuesta a examinarse, a
reconocerse, a efectuar una mirada interior. Nosotros tampoco,
aunque no tanto por pereza o desidia, sino más bien por miedo.
Aunque diéramos ese paso, lo más probable sería que no fué-
ramos demasiado objetivos. Hay tantos aspectos que no somos
capaces de discernir con claridad… La vida nos ha enfrentado con
múltiples interrogantes para los que no tenemos respuesta. Así
es; en demasiadas ocasiones desconocemos la respuesta, pero
hay otras veces que ni siquiera sabemos cuál es la pregunta.

Vamos a partir de planteamientos básicos: ¿hacemos siempre


aquello que queremos hacer?, ¿decimos siempre lo que pensa-
mos? Mantener una coherencia sin fisuras con respecto a lo que
somos nos ubicaría en una posición realmente envidiable, pero
no nos engañemos, pocos de nosotros podemos presumir de se-
mejante actitud, y eso es así porque una buena parte de las per-
sonas que fuimos abusadas no tenemos nada claro lo que somos,
lo que pensamos o lo que queremos.

Primera parte - 67
La personalidad se va forjando a lo largo de la vida, siendo la in-
fancia un período esencial en el que se establecen las bases que
nos permitirán alcanzar los objetivos que nos propongamos en
el futuro. En el mejor de los casos, que puede ser casi cualquier
caso excepto el nuestro, todo aquello que uno pueda llegar a ser
en un momento determinado siempre nos sitúa en un punto del
camino, porque en realidad no existe esa meta última que, una
vez alcanzada, servirá para definirnos de un modo inequívoco.

Es cierto que, al tratar de aprehender nuestra esencia, vamos a


estar moviéndonos en un terreno resbaladizo, pero, al menos,
si nos hallamos en disposición de hacerlo, eso significará que
nuestra evolución personal ha dado sus frutos. Quizá, como ya
señalábamos, no encontremos la respuesta definitiva, pero es
posible que eso ocurra porque nuestra esencia, precisamente,
consista en no encontrarla, sino en la búsqueda, en andar el ca-
mino. Cuando no hay camino ni nada que buscar, tampoco hay
sentido.

El problema, más allá de las filosofías de la identidad, aparece


cuando somos incapaces de reconocer nada positivo que nos de-
fina, o bien cuando nuestras autodefiniciones son negativas o,
más claramente, no existen. ¿Qué credenciales, entonces, vamos
a presentar a los demás? Si yo me relaciono con alguien, será
requisito imprescindible ser alguien, pero ¿quién? Si me impidie-
ron desarrollar algo tan básico como mi propia identidad, ¿cómo
me presento ahora ante los demás? A título individual, puedo
esconderme, engañarme o embarcarme en una búsqueda deses-
perada, pero, sea como sea, ante el mundo debo ser alguien. Y
al final, poco va a importar que ese alguien se corresponda o no
con quien realmente soy, pues, a fin de cuentas, ni yo mismo lo
tengo claro.

En definitiva, y para empezar a sentar algunas bases, podría-


mos decir que nuestra dualidad se fundamenta en dos criterios
erróneos: por una parte, estamos mostrando una imagen muy
distinta de lo que realmente somos, aunque hacemos uso de ella
porque consideramos que será aceptada por los demás. Y por
otra parte, está la verdadera imagen, el verdadero reflejo de lo
que realmente somos, pero como no la reconocemos, tampoco
tenemos posibilidad alguna de mostrarla ni hacer uso de ella.

No es habitual que un niño sea consciente de estar siendo víctima


de abusos sexuales; de hecho, y debido a la edad tan temprana
en la que se inician a menudo, es probable que ni siquiera posea
Primera parte - 68

los rudimentos necesarios para comprender el significado de lo


que está ocurriendo. Sin embargo, más tarde o más temprano,
el niño intuirá que su situación no es normal, y eso ocurrirá tanto
por la actitud del agresor, que le instará a mantener el secreto,
como por la incomodidad, la vergüenza y, más adelante, la com-
paración con sus pares y el miedo que le provocará la posibilidad
de llegar a ser descubierto.

Cuando el abuso se comete de un modo inesperado o incluso con


violencia, la percepción de anormalidad es inmediata. Si este es
el caso, hay más probabilidades de que el perpetrador sea un
extraño o alguien ajeno al entorno más próximo del menor. No
es así cuando se trata de un familiar directo o alguien próximo al
niño. Entonces, es más habitual que la estrategia del agresor sea
más sutil y planificada, dificultando que la víctima pueda discernir
la verdadera motivación del adulto.

En los abusos intrafamiliares suelen utilizarse recursos como el


cariño, el chantaje emocional o ciertas amenazas más o menos
veladas. Sea cual sea la estrategia, el niño termina sintiéndose
estigmatizado, sucio, culpable y con la idea de que debe ocultar
lo sucedido. Es en este punto donde surge la dualidad, o como
nos gusta definirlo a nosotros de un modo más familiar: la nece-
sidad de ponemos la máscara. También puede suceder que esta
secuela derive en otra bastante más grave, conocida como tras-
torno de la personalidad múltiple. En este sentido, se han reali-
zado diversos estudios para asociar este tipo de trastorno con los
abusos sexuales, aunque, como sucede a menudo, sin resultados
concluyentes, lo que no significa que esta relación no exista.

La imagen externa que hemos ido construyendo con el tiempo


nos obliga a emplear una buena parte de nuestras energías, es-
forzándonos por aparentar lo que no sentimos, tratando de ser
normales o, cuanto menos, de parecerlo. Pensamos que nuestra
imagen real es intolerable y decidimos ponernos una máscara
para que los demás nos acepten y no vean el monstruo que se
esconde detrás. Es una tarea realmente agotadora.

Tras una vida mostrando esa parte de ti, no puedes pretender


modificarlo de un día para otro. Además, puede ocurrir que ter-
minemos confundiendo esa falsa realidad con lo que somos real-
mente. Nos ponemos esa máscara de aparente felicidad y, si bien
no engañamos por completo a todo el mundo, sí al menos con-
seguimos ocultar ese secreto hasta el fin de nuestros días. Y así
continuamos nuestra existencia, creyéndonos nuestras propias
mentiras. Por suerte, el destino a veces desbarata nuestros pla-

Primera parte - 69
nes. El día menos pensado, cualquier suceso imprevisto desmo-
ronará lo que nos costó tanto tiempo construir.

Esta dualidad es una consecuencia lógica de lo que nos tocó vivir.


A partir del momento en que decidimos no revelar los abusos,
también estamos tomando la determinación de ocultar los senti-
mientos asociados a esa negación. Si no podemos expresar esas
emociones que nos perturban de un modo tan abrumador, no nos
queda otra salida que presentarnos ante los demás con un nuevo
traje emocional que no levante sospechas sobre nuestra auténti-
ca realidad. Ahí surge la doble vida. Podríamos pensar, y tal vez
lo hacemos, que algún día esos sucesos del pasado dejarán de
afectarnos y que, finalmente, alcanzaremos una vida plena y feliz
sin la necesidad de fingir ni de actuar ante los demás. Desgracia-
damente, esos hechos nunca se olvidan ni dejan de afectarnos. Y
no dejarán de hacerlo hasta que no nos enfrentemos a ellos.

Cuando seamos capaces de apartar de nosotros la vieja máscara,


lo seremos también para abrir las puertas que nos fueron nega-
das en la infancia. Sólo entonces seremos nosotros. Quizá ser
nosotros no nos garantice la felicidad en todo momento, pero si
llegamos a ser felices, será porque también hemos llegado a ser
nosotros.
Silencio

El silencio es un espeso manto tejido de culpa y de vergüenza


que se extiende cada vez más, aislándonos de todo y de todos. El
mundo se difumina y se restringe, y quedamos confinados a es-
pacios cada vez más reducidos. Nuestros sentimientos, nuestras
opiniones, nuestras necesidades…, todo termina aplastado por
el peso de ese abrumador silencio que nos ahoga. Las palabras
golpeando nuestro pecho, pugnando por salir, las lágrimas, los
gritos, incapaces de escapar de ese agujero negro…, mientras
esa mezquina ley del silencio que nos fue impuesta hace tanto
tiempo se alza como un muro extendido a lo largo del tiempo,
impidiendo que se oiga nuestra voz.

Nuestro mundo se derrumba mientras observamos resignados y


en silencio. Alguien avasalla y destruye nuestra inocencia, alguien
pisotea nuestra dignidad, alguien nos amenaza, nos hace callar. Y
nosotros miramos al suelo, en silencio. Y ahora que somos adul-
tos, muchas veces, seguimos actuando exactamente igual. Acep-
tación y silencio. El silencio, siempre el silencio…
Primera parte - 70

Nunca fuimos dueños de nuestros silencios, sino esclavos sumi-


sos de una mentira que nos hicieron creer. Asumimos la culpa con
la ingenuidad de quien apenas empieza a comprender el mundo
que le rodea. Cuando vives instalado en ese mundo de silencio,
llega un momento en el que parece inconcebible cualquier otra
realidad.

Nos engañamos pensando que el silencio nos permite tener bajo


control todos nuestros oscuros secretos y no queremos ver que
eso es precisamente lo que nos destruye. Queremos creer que el
silencio nos mantendrá a salvo de esa terrible verdad, sin dar-
nos cuenta de que nos vamos apagando poco a poco. Queremos
creer que el silencio evitará un dolor insoportable a quienes nos
rodean, cuando lo cierto es que nadie soportará ni una décima
parte de lo que hemos soportado nosotros casi toda nuestra vida;
no queremos ver que la única ayuda posible aparecerá cuando
rompamos el maldito silencio que nos encadena a esta mediocre
existencia.

Cuando rechazamos la posibilidad de comunicar lo que sentimos


y pensamos, estamos desperdiciando una de las herramientas
esenciales de la convivencia, por eso nuestras relaciones nunca
han sido demasiado gratificantes, ni siquiera con nosotros mis-
mos, los primeros engañados. No nos atrevemos a ver, compren-
der y aceptar todo aquello que conforma nuestro ser. Hay dema-
siadas partes oscuras, pero, engañándonos a nosotros mismos,
engañamos también a los demás. Y así, los castillos que construi-
mos en el aire se caen una y otra vez.

Si al observar nuestro interior disfrazamos la verdad desnuda y


sólo vemos aquello que nos interesa ver, cuando observemos a
los demás también veremos de ellos aquello que nos interese.
Nuestra menguada percepción de la realidad sólo verá, escuchará
o leerá aquello que se ha permitido ver, escuchar o leer. Todo lo
que no nos interese o nos obligue a enfrentarnos con la realidad
que durante tanto tiempo hemos escondido desaparecerá entre
la negación y el silencio.

Siempre hay algo que nos impulsa a ocultar lo que estamos sin-
tiendo; es como si rompiendo este esquema corriéramos el pe-
ligro de volvernos terriblemente vulnerables, como estar desnu-
dos y saber de la fealdad de nuestro cuerpo y de nuestra alma.
¿Quién querrá saber de nosotros cuando se descubra el monstruo
que llevamos dentro? El silencio nos aleja cada vez más de la
verdad, distorsionando nuestra percepción de lo que nos rodea y
de nosotros mismos.

Primera parte - 71
¿Y qué ocurre cuando por fin rompemos esa barrera? ¿Qué sucede
cuando tomamos la decisión de no estar encadenados nunca más
al silencio? Ocurre que nos encontramos tambaleantes, como un
niño que empieza a dar sus primeros pasos. Temerosos, indeci-
sos. Pero aun así, esta es la única forma de alcanzar una nueva
conciencia, una nueva perspectiva que nos hará comprender que
hay un vasto territorio para conquistar y que vamos a tener que
luchar por él. A veces, lo haremos con miedo, y otras veces,
con un apasionamiento desmesurado, lo que puede conducirnos
a perder las perspectivas y la razón de lo que defendemos, pero,
sea como sea, debemos seguir adelante.

Uno de los silencios más difíciles de romper consiste en contarle


a la familia que padecimos abusos sexuales en la niñez. Y cuando
el abusador es un familiar, todavía resulta más complicado. Al
hilo de esta cuestión, se hizo otra encuesta en el foro donde se
valoraban distintas posibilidades. Sobre una muestra de ciento
treinta y dos participantes, estos fueron los resultados:

No, nunca lo diré: 15%


No, pero tal vez lo haga: 4%
Lo conté de pequeña: 14%
Lo conté antes de los 20 años: 13%
Lo conté entre los 20 y los 50 años: 42%
Sólo lo sabe mi pareja: 12%
Cuando somos capaces de apreciar el valor de nuestra propia
verdad, corremos el riesgo de radicalizar nuestra postura y no
darnos cuenta de las consecuencias ni de las distintas percepcio-
nes de los demás. Al contrario de lo que decíamos antes, ahora
actuamos como si la nuestra fuera una verdad absoluta que no
admite matices ni cuestionamientos de ningún tipo, y entablamos
polémicas de las que después no nos resulta fácil salir airosos.
Toda la vida hemos estado perdiendo las batallas, y ahora que
empezamos a tomar las riendas de nuestra existencia, no quere-
mos perder más, aun a costa de la razón.

Buena parte de nuestros problemas giran en torno al aprendizaje


interrumpido de nuestra infancia, el mismo que, sin contempla-
ciones, frustró nuestro agresor. Ahora, cuando creemos una cosa,
lo hacemos con tal fuerza que tenemos la tendencia a concebir
que no es posible la existencia de otras alternativas. Pero será la
experiencia, en última instancia, la que nos habrá de mostrar que
hay multitud de fórmulas válidas, y algunas de ellas mejores que
la nuestra. El tiempo terminará trayéndonos el equilibrio.
Primera parte - 72

El silencio nos dejó encerrados, aislados, aferrados a cuatro con-


vicciones distorsionadas, cuando no completamente erróneas,
que nos limitan y complican nuestra convivencia con el resto de
la humanidad. Antes siquiera éramos conscientes. Ahora, debere-
mos reaprender lo que en su momento no nos permitieron. Ahora
que ya hemos hablado, también debemos aprender a escuchar.

Ansiedad

¿Cómo explicar qué es la ansiedad? Seguro que existen muchas


explicaciones posibles. Yo percibo la ansiedad como una respues-
ta ante la ausencia de respuestas. Sí, ya sé que parece un simple
juego de palabras, pero después de intercambiar muchas opi-
niones con otras tantas personas que han pasado por la misma
experiencia, creo que la mayoría nos adheriríamos a esta des-
cripción.

El origen de la ansiedad también puede estar focalizado en un


hecho muy concreto, como podría ser la posibilidad de revelarlo
a la familia o, al contrario, la tensión que provoca tener que man-
tener siempre este secreto. Otras veces, concentramos nuestras
preocupaciones en lo que pueda acontecer, en miedos que no
acabamos de identificar o en la imperiosa necesidad de escapar
de nosotros mismos.
¿Por qué es tan difícil averiguar el origen de nuestra ansiedad?
Esa sería la pregunta clave, una pregunta que, de hecho, está
ampliamente contestada a lo largo de este escrito. No somos ca-
paces de identificarla porque no resolvemos el conflicto del pasa-
do. Si a ello le unimos la tendencia a no hurgar en los recuerdos
de nuestra niñez, sobre todo los que hacen referencia a los epi-
sodios de abuso, nos encontramos con una desconexión absoluta
entre la causa —abusos— y el efecto —ansiedad—. Y eso no sólo
ocurre con la ansiedad, sino con el resto de las secuelas. Hasta
que no establezcamos un principio de conexión, nuestros esfuer-
zos supondrán un enorme gasto de energía para obtener unos
muy pobres resultados.

Lo que viene a continuación es preguntarse cómo se conecta uno


a la causa de todos sus males, cómo funciona este proceso y por
qué es tan necesario.

Como ya he comentado en alguna ocasión, el primer paso que


debemos dar y que nos permitirá conectar con nuestro pasado
es reconocer lo que nos sucedió. Tal vez, debamos decirlo en voz
alta o escribirlo. Yo fui abusado sexualmente cuando tan solo

Primera parte - 73
era un niño. Si la gente supiera lo extraña que suena esta frase
para muchos de nosotros, se sorprendería tanto como yo lo hice
a mis treinta y ocho años, edad en la que empecé a derribar mi
particular muro de autonegación. Así es, me costó meses acep-
tarlo. Yo era consciente de que algo me había pasado, es cierto,
pero mi mente no lo asimilaba, y sobre todo, no quería hacerlo.
Lo sabía perfectamente, pero jamás lo pensaba. Cuando le po-
nes palabras a lo que te ocurre, tu realidad se modifica; ponerle
palabras significa enfrentarse a ello y asumir las implicaciones
de ser un sobreviviente de abusos sexuales, y eso es algo para
lo cual, al menos en mi caso, no estaba preparado. Pero ahora
sé que uno no puede esperar eternamente a sentirse preparado.
Eso no funciona así. Hay que actuar, hacer las cosas, como sea.
No importa la forma en que se rompa el círculo vicioso, lo impor-
tante es que por fin se rompa. Después, ya se irán poniendo las
cosas en su sitio. Y, sin duda, estamos mucho más preparados de
lo que creemos.

Pero cuando decidimos mantener un secreto autodestructivo que


no vamos a develar bajo ningún concepto, nos hacemos fuertes
en nuestro particular proceso de ocultación, iniciando así el de-
sarrollo de un comportamiento dual que nos apartará progresiva-
mente de la realidad, construyendo mundos aparte donde no hay
sitio para nadie que no acepte nuestras reglas, a veces absurdas,
y creando barreras que nos alejan cada vez más del resto de las
personas.
Lo que antaño fuera una respuesta de nuestro instinto de supervi-
vencia, ahora forma parte de nuestro comportamiento relacional.
El precario equilibrio al que nos conduce dicho comportamiento
hace que nuestras relaciones no sean ninguna maravilla. Es más,
diría que muchas veces nos relacionamos a nuestro pesar. Esa
conducta tiene su explicación en la necesidad de mantener un
contacto que nos obligará a estar muy pendientes de que no se
desmorone ese castillo que construimos en el aire, de no levantar
sospechas, de no dar ninguna pista. Cada vez que nos relacio-
namos con alguien, tenemos la sensación de estar corriendo el
peligro de que quede al descubierto ese ser horrible que creemos
ser. Así es como lo sentimos, por más que la racionalidad indique
lo contrario.

Ante una situación de permanente alerta, uno nunca es del todo


consciente de la conexión que mantiene con la realidad circun-
dante. No miramos; sólo vemos. No escuchamos; sólo oímos. La
inteligencia debiera bastar para encontrar un mínimo equilibrio;
sin embargo, cuando la irracionalidad se interpone en nuestro
camino, nuestras salidas se limitan a defender una postura que,
paradójicamente, sólo contribuye a nuestra propia autodestruc-
Primera parte - 74

ción.

Tan cierto como que nuestras circunstancias nos fueron impues-


tas lo es que nosotros decidiéramos no romper esa cadena. Quizá
condicionados, quizá porque carecíamos de recursos, por miedo
o por otros muchos motivos que se han visto e irán viendo. Ahora
bien, la conclusión que nos debe interesar es que el cambio que
antaño no fue posible, ahora sí lo es. El futuro, la justicia, la paz
y el triunfo de la verdad está en nuestras manos.

La cuestión, en definitiva, es que todas esas energías empleadas


en mantener el precario equilibrio del que hablábamos las esta-
mos pagamos con la ansiedad. Y pagamos ese precio sin la menor
conciencia de por qué lo estamos haciendo. Sentimos ansiedad y
no sabemos la razón. Tratamos por todos los medios de curar un
síntoma, desatendiendo por completo su origen. El tiempo, unido
a la rutina, ha hecho que nos olvidemos y enterremos una parte
tan significativa y dolorosa de nuestro pasado, bien por miedo,
bien por necesidad.
Desgraciadamente, abandonar los recuerdos en algún rincón de
nuestra mente no tiene ni tendrá efecto alguno en cuanto a las
consecuencias del abuso; estas podrán seguir manifestándose
independientemente de que lo recordemos o no. La diferencia es
que, si lo recordamos, y más concretamente, lo traemos a nues-
tra memoria con un objetivo consciente, estaremos abriendo una
puerta para solucionar de un modo efectivo nuestros problemas,
al menos aquellos relacionados con el abuso sexual que padeci-
mos en nuestra infancia. Y si no recordamos nada, nada tendre-
mos que se pueda modificar.

Los esfuerzos invertidos para mantener las puertas cerradas no


siempre bastan. La ansiedad va haciendo mella y nuestro cuerpo
y nuestra mente buscan vías de escape para aminorar una ten-
sión que puede llegar a ser insoportable. Podríamos compararlo a
la actividad de un volcán. En ocasiones, se producen erupciones
extraordinariamente destructivas, mientras que otras veces hay
erupciones continuadas y de baja intensidad. Estas explosiones
repentinas las podemos dirigir contra nosotros mismos o bien
contra los demás. Cuando van dirigidas a los demás, suelen ma-
nifestarse como una irritabilidad sin demasiado sentido. Y en las
situaciones más graves, como pueden ser las autolesiones o el
suicidio, solemos adoptar el papel de víctima en la que descargar
toda nuestra ira y nuestra frustración.

Por lo que concierne a la irritabilidad, la mayor parte de las veces


solemos controlarla, pero cuando eso no es así, entonces es bas-

Primera parte - 75
tante desproporcionada y está fuera de contexto. Es decir, cuan-
do necesitamos liberar esa tensión, lo hacemos casi de un modo
instantáneo, incontrolado, y sin que el motivo aparente justifique
en absoluto nuestro comportamiento. Estas situaciones, además,
se producen con las personas más allegadas, lo que provoca no
pocas discusiones. Y tal y como ocurre en tantos otros ámbitos
de nuestra vida, no sabemos cómo resolverlo ni cómo darle una
explicación que contenga un mínimo de coherencia.

Tal vez pueda parecer que todo esto es mucho más sencillo. Eso
nos gustaría creer a todos. Recuerdo perfectamente los días pos-
teriores a la revelación de mi gran secreto. Ya cerca de los cua-
renta años, podríamos considerar que era una persona suficien-
temente madura como para evaluar mi situación de un modo
objetivo. Bueno, pues al parecer, no lo era tanto. Lo cierto es que
me costó bastantes meses asociar muchas de mis secuelas con
el hecho de haber padecido abusos sexuales. Jamás se lo había
contado a nadie, casi me atrevería a decir que no me lo había
contado ni a mí mismo. Lo que quiero decir es que no me había
enfrentado a mi situación en ningún momento, ni con el pensa-
miento. No se trataba de un problema de amnesia, sino más bien
de algo demasiado perturbador para siquiera darle cabida en mis
pensamientos, así que opté por no pensar jamás en ello. Pero,
como decía antes, esto no me libraría en absoluto de las secue-
las. Y entre ellas, la ansiedad, sin duda.
La ansiedad es un elemento bastante pertinaz. Quizá sea uno de
los que durante más tiempo nos acompaña, incluso después de
haber revelado nuestro secreto y estar en un franco proceso de
recuperación.

Yo calificaría la ansiedad como un tipo de secuela elemental,


una reacción inmediata que nos asalta ante cualquier imagen
o pensamiento de aquel infame pasado. O simplemente, como
una respuesta ante cualquier situación novedosa. Lo que sí po-
demos decir, una vez descubierto el secreto, es que los episodios
de ansiedad, ahora, suelen obedecer a ciertas situaciones más
definidas y a las que podemos empezar a dar una respuesta con
pies y cabeza.

Diferencia

La sensación que nos lleva a vernos diferentes puede tener con-


notaciones de muy diversa índole; igual puede vivirse como un
suceso muy positivo, necesario y que nos distingue de los demás,
Primera parte - 76

como producir el efecto contrario y, en consecuencia, percibir


nuestra realidad como un conjunto de peculiaridades negativas
que nos estigmatiza y segrega del resto.

Para los que padecimos abuso sexual en la infancia, la diferencia


tiene mucho que ver con un tránsito entre callejones de parado-
jas y contradicciones que nunca sabemos hacia dónde nos llevan.
La diferencia nunca fue un signo de distinción positivo ni una
opción que escogiéramos en libertad, sino una deficiencia incul-
cada con sometimiento y arrastrada como una condena que nos
acompaña de por vida.

El sentimiento natural que nos impele a diferenciarnos sanamen-


te alcanza su cenit durante la adolescencia. Todo ser humano
tiene esa necesidad de reafirmarse y buscar su propia identidad.
Aunque el proceso tiene sus periodos álgidos, es un sentimiento
que nunca llega a desaparecer por completo. A grandes rasgos,
es lo que sucedería en circunstancias normales, un tipo de cir-
cunstancias que, por desgracia, no estoy abordando muy a me-
nudo en esta obra. De todos modos, las circunstancias normales
serían un concepto que requeriría un análisis más profundo.

Todos necesitamos reivindicar nuestra individualidad ante los de-


más, pero lo que hacemos para conseguirlo, y he ahí la paradoja,
consiste en adherirse a ciertos estándares cuya autoproclamada
diferencia los convierte en una falsedad. A veces, vemos anun-
cios en televisión donde nos instan a hacer, conducir, beber o
comer tal cosa, porque eso, precisamente, es lo que nos va a
diferenciar de los demás. Es obvio que, de hacer caso a estos
anuncios, todos terminaríamos haciendo lo mismo para ser dife-
rentes. Curioso.

Quizá sea este mundo globalizado el que ha llenado de compleji-


dad algo tan simple como ser diferente. Porque, a fin de cuentas,
sólo existe una fórmula para ser diferente y, como espero sea
fácil de intuir para muchos, consiste en ser uno mismo. Esta es la
única diferencia real, porque, en definitiva, ser diferente es una
cuestión estrictamente individual.

También podríamos hablar de las diferencias grupales que, en


el fondo, no son más que un invento para uniformizar cualquier
nueva propuesta. Pero claro, los individuos son libres —o debe-
rían serlo— para asumir y disfrutar su diferencia del modo que
les parezca más oportuno. Y ahora ya deberíamos entrar noso-
tros, los sobrevivientes de abuso sexual, aunque es obvio que
entramos en el mundo de la diferencia a empujones, a empujo-

Primera parte - 77
nes emocionales, si se quiere, pero lo hicimos, y el caso es que
no teníamos ningún interés en ser diferentes, a pesar de ser así
como nos hemos sentido siempre, sufridores de una diferencia
que nunca buscamos sentir y que nos desvivimos por ocultar a
los ojos del mundo.

Ser víctima de abuso sexual en la infancia significa adjudicarse


una diferencia de tal magnitud que, más tarde o más temprano,
dejas de sentirte digno de mirar la vida con los mismos ojos. Todo
cambia. La percepción de la realidad, de la gente, de ti mismo…
Ya nada es igual. Éramos uno de tantos; éramos niños, con nues-
tro mundo, nuestras fantasías y nuestros sueños infantiles. Tras
el abuso, ya no lo fuimos más. Todo fue distinto. Todo se apagó.
Y aquel niño se quedó quieto, inmóvil, asustado, tratando de en-
tender qué había pasado mientras el tiempo se alejaba.

La diferencia, cuando pensamos en el abuso sexual infantil, tie-


ne características bastante definidas. Siempre me ha llamado la
atención comprobar que muchos de nosotros empleamos la mis-
ma expresión a la hora de referirnos a esa diferencia. Me fami-
liaricé con ella las primeras veces que acudí a un grupo de ayuda
mutua para supervivientes de ASI. Algún tiempo después, cuan-
do empecé a dominar los rudimentos necesarios para navegar
por la red, puse en marcha el foro del que ya he hecho mención.
Y también allí pude corroborar, no sin cierta sorpresa, que a am-
bos lados del océano se utilizaba esta misma expresión.
En definitiva, y para develar este pequeño misterio, cuando nos
referimos a la diferencia, lo hacemos calificándonos como bichos
raros. No importa que se trate de un español, un argentino o
un mexicano; resulta sorprendente que, en muchas ocasiones,
cuando se presenta alguien nuevo en el foro de nuestra web, lo
haga explicando un poco por encima su historia y, finalmente, al
intentar definir su estado de ánimo, diga que se siente como un
bicho raro. Cuando alcanzas una cierta perspectiva de tu propia
realidad, te das cuenta de que también sea esta la percepción
que algunos puedan tener de nosotros. Algo tendrá que ver nues-
tro comportamiento, sin duda, un comportamiento que se originó
en la infancia y se desarrolló a sus anchas en el caldo de cultivo
de nuestro silencio, nuestra culpa y nuestra soledad, pero eso sí,
siempre a la sombra del único culpable: el agresor que nos robó
la infancia.

Sería un error, no obstante, utilizar esa mirada retrospectiva para


justificar nuestros lamentos o la actitud que nos ha llevado a te-
ner esa percepción distorsionada. Nos vemos como bichos raros
porque no nos dejaron otra alternativa. Sucedió cuando éramos
Primera parte - 78

niños, cuando no podíamos defendernos. Ahora, sí podemos. Y


tenemos tanto el derecho como el deber de hacerlo. Y lo tenemos
tanto por nosotros como por todos los que han pasado o pueden
estar pasando por este mismo infierno.

La cárcel emocional que nos separa del mundo es una conse-


cuencia directa del comportamiento que nos ha mantenido enca-
denados a un pasado con excesivas cuentas pendientes. Cuando
nuestras actitudes irracionales, por mucho que nos esforcemos
en disfrazarlas, se reflejan en el espejo de la racionalidad que nos
rodea, este nos devuelve una imagen que encaja cada vez menos
en la realidad que pretendemos estar viviendo. Finalmente, no
concebimos otro resultado posible: somos bichos raros.

¿Cómo escapar de este círculo vicioso? En realidad, sucede algo


parecido con todas las secuelas. Nos obcecamos hasta la exte-
nuación buscando una salida, buscando una solución en cualquier
parte, excepto en el lugar donde se halla el problema. Y la razón
es tan simple como que no lo sabemos ni lo queremos saber.
Estamos hablando de un territorio prohibido. Existe una especie
de acuerdo tácito e inconsciente con nosotros mismos para no
regresar a un pasado que nos superó en casi todos los sentidos.
Nuestra memoria no quiere viajar a los oscuros tiempos del olvi-
do. Por lo tanto, por más vueltas que le demos, siempre termina-
mos encontrando a ese bicho raro frente al espejo.
Nuestra determinación para no enfrentar los abusos, a fin de
cuentas, el argumento principal para lograr esa normalidad que
tanto ansiamos, no hace sino incrementar el baldío esfuerzo para
enmascarar lo intolerable de nuestra situación. Al final, buscan-
do soluciones en lugares equivocados, sólo conseguimos afianzar
una sensación de derrota que nos confirma que nada podrá cam-
biar nuestro triste destino.

Sexualidad
Considerando que las secuelas de las que hablamos provienen
de los abusos sexuales padecidos en la infancia, parece lógico
suponer que la sexualidad, en su sentido más amplio, ha de ser
un terreno abonado para todo tipo de problemas.

Disociar la actividad sexual adulta de los nefastos recuerdos de


nuestra niñez no siempre es posible. En general, las imágenes
intrusivas nos invaden cada vez que las situaciones del presente
se asemejan a la experiencia traumática que vivimos en el pa-
sado. A partir de ahí es muy fácil concluir que el sexo puede re-
trotraernos a situaciones vividas en la niñez y convertir nuestras

Primera parte - 79
relaciones sexuales en algo poco o nada gratificante.

La privación de un acontecimiento tan hermoso como el acceso a


nuestra sexualidad adulta ha sido uno más de tantos peajes que
hemos tenido que pagar. Nos arrebataron esa parte de nuestra
vida, convirtiendo la belleza del descubrimiento en algo sucio,
inquietante y, sobre todo, peligroso; algo que debíamos evitar
a toda costa, porque el único recuerdo que éramos capaces de
asociar a ello estaba plagado de dolor, vergüenza y miedo.

Las secuelas relacionadas con el sexo van desde las dudas acer-
ca de nuestra orientación sexual, pasando por la anorgasmia, la
vaginitis o la promiscuidad, hasta la ausencia total de relaciones
sexuales.

El foro, nuevamente, nos aporta una perspectiva de la realidad


sexual de las personas abusadas. Estas cifras podrían servir para
cotejar las diferencias, si las hay, con el resto de la población. En
este apartado, hubo una participación de ciento treinta y cinco
personas, con los siguientes resultados:

Soy gay: 3%
Soy lesbiana: 5%
No tengo preferencias: 6%
No tengo vida sexual: 12%
Soy heterosexual: 74%
Los recursos de la mente humana para afrontar y asimilar los
abusos sexuales no nos permiten establecer pautas unificadas
basadas exclusivamente en la relación causa y efecto. La rela-
ción entre esta experiencia traumática y la afectación en nuestra
futura sexualidad es manifiesta y comprobable en casi todos los
casos; sin embargo, también es distinta en cada uno de ellos.

La singularidad de las secuelas tendrá que ver con factores como


la edad: por lo general, no es lo mismo un abuso a los cuatro años
que otro padecido a los doce. También suelen existir diferencias
entre un abuso sexual esporádico y otro reiterado a lo largo de
muchos años, siendo este último muy habitual cuando se trata de
abusos intrafamiliares. Igualmente, haber sido víctima de un solo
abusador o haberlo sido de tres o cuatro puede tener más o me-
nos repercusiones en nuestra futura concepción del sexo. Haber
revelado lo que nos sucedió o no haberlo hecho; haber sido escu-
chados, creídos y apoyados o no haberlo sido son elementos que
también tienen su influencia en el resultado final, y no ya sólo de
nuestra sexualidad, sino también del resto de secuelas.

Uno de los aspectos que más incrementa la autopercepción como


Primera parte - 80

seres diferentes es la confusión que solemos tener con respecto


a nuestra orientación sexual. En ocasiones, este conflicto no se
resuelve sino al cabo de muchos años, o incluso puede permane-
cer en estado latente el resto de nuestra vida.

Aunque nos haga sentir raros, la duda sobre la orientación sexual


es muy habitual entre los supervivientes de ASI. ¿Y por qué es
de esta manera? A pesar de ser un hecho que he constatado
ampliamente a través de muchas conversaciones con personas
abusadas, lo cierto es que no he hallado demasiadas pistas que
me permitan fundamentar una teoría con suficiente consisten-
cia. No está de más añadir que las dudas acerca de la orienta-
ción sexual no son patrimonio exclusivo de las víctimas de abuso
sexual. Está indecisión es frecuente en la mayoría de las perso-
nas a una determinada edad. Digamos, entonces, que el abuso
sexual lo que hace es acentuar esta indefinición y prolongarla en
el tiempo. Además, considerando nuestras dificultades para de-
cidir cualquier cosa, como podemos leer en el apartado dedicado
a la indecisión, no es extraño que las dudas permanezcan en esa
especie de estado latente. Así pues, nuestra orientación sexual,
más que definirse, se deja llevar por situaciones azarosas, de
adaptabilidad o de comodidad. Esta situación puede mantenerse
durante años hasta que, por los motivos que sean, la indefinición
deja de ser soportable. Ahí puede aparecer, por poner un ejemplo
de los que conozco, ese padre de familia, casado y con hijos que,
de repente, descubre su homosexualidad.
También quisiera apuntar que muchas personas no hemos tenido
ninguna duda en reconocernos heterosexuales u homosexuales,
y ello sin que, al menos aparentemente, el abuso haya interve-
nido o coaccionado tal decisión, pero teniendo en cuenta que en
muchos casos no ha sido así, abordo el asunto como si nos inclu-
yera a todos. Eso no es así en esta ni casi en ninguna secuela;
unas secuelas afectarán a un 20 por ciento de los ASI, por decir
algo, y otras, a un 80 por ciento. Como no hay estadísticas para
cada caso, dejo al lector que se identifique en la medida que
quiera y reconozca en cada una de las secuelas.

Cuando hablamos de sobrevivientes de abuso sexual, conviene


tener en cuenta que estamos hablando de hombres y mujeres.
Traigo a colación esta obviedad porque también este es un factor
muy a tener en cuenta a la hora de analizar posibles consecuen-
cias del abuso sobre la sexualidad.

La víctima femenina debería sentir un lógico rechazo hacia el


sexo masculino. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que una
abrumadora mayoría de agresores son hombres, por lo que no

Primera parte - 81
sería descabellado deducir que las mujeres, implícitamente, de-
berían experimentar un cierto rechazo hacia ellos en su opción
sexual. Pero no es menos cierto que los hombres también nos
encontramos en la misma situación, porque también nosotros
fuimos agredidos mayoritariamente por otros hombres; así pues,
estaríamos enfrentados a un mismo dilema. Si nos ceñimos a
esta hipotética y un tanto simplista teoría, cabría esperar que el
rechazo a la opción sexual masculina se reforzara más, si cabe,
y nuestra inclinación hacia el sexo femenino aumentara. Pero lo
cierto es que no sucede así. Las dudas están presentes por igual
en hombres y mujeres, y si me tuviera que decantar por unos u
otras, diría que somos los unos quienes manifestamos más du-
das. La conclusión, en definitiva, es que no parece que el sexo del
agresor sea un factor determinante para escoger una determina-
da opción sexual. A lo sumo, podríamos aventurar que el abuso
sexual incrementa nuestras dudas y tal vez refuerce, aunque no
necesariamente manifestándose de un modo explícito, una orien-
tación sexual predeterminada, independientemente del sexo del
agresor y el de la víctima.

Tras estas disquisiciones, hay que apuntar que no importa mucho


la orientación y la posterior opción sexual que elijamos; nada nos
librará de las dificultades. En esto todos estamos de acuerdo.
Para empezar está el contacto sexual. Por más que nuestra pare-
ja no represente peligro alguno, el acto sexual nos retrotrae con
facilidad a los episodios de abuso que vivimos en nuestra infancia
y, aunque lo desmienta nuestra racionalidad, e incluso nuestro
deseo, a veces vivimos a la pareja como si de nuestro agresor se
tratara. No es fácil, por más que nos esforcemos, combatir este
comportamiento asociativo. Diría que afecta más a las mujeres
que a los hombres.

Cuando se dibujaron en nuestra mente esas terribles imágenes


tan indisolublemente asociadas a la actividad sexual, es razo-
nable pensar que en nuestros futuros encuentros sexuales, aun
siendo consentidos e incluso deseados, pueda aparecer incons-
cientemente un mensaje negativo que nos devuelva al pasado y
que dé al traste con las relaciones sexuales mantenidas en ese
momento. Tampoco es extraño que las relaciones sexuales des-
aparezcan durante un largo período de tiempo o que la relación
de pareja termine resintiéndose hasta terminar en ruptura. Ya
hemos hablado sobre la dificultad de mantener nuestras relacio-
nes y de cómo estas suelen tener un final, casi previsible a veces,
por culpa de las secuelas que arrastramos desde nuestra niñez.
La sexualidad no deja de ser una más.
Primera parte - 82

También puede suceder todo lo contrario. El abuso sexual, en-


tonces, se constituye como el factor desencadenante de una
promiscuidad más o menos desenfrenada. Aquí, el mensaje que
interioriza la víctima es que sólo sirve para eso y que la única
manera de que le hagan caso, la valoren o, simplemente, no le
hagan más daño, sea a través del sexo. Este penoso aprendiza-
je puede inducirnos a creer que el sexo es la única manera de
relacionarse. Está claro que terminaremos entendiendo que no
es así; sin embargo, nuestro comportamiento, por más raciona-
lidad que intentemos aplicarle, puede indicar justo lo contrario.
En este caso, los hombres suelen ser quienes manifiestan más
claramente este tipo de comportamiento. De todos modos, no
es tan extraño que la mujer interiorice el mismo mensaje. De
hecho, según algunas estadísticas, más del 60 por ciento de las
prostitutas han sufrido algún tipo de abuso sexual en su niñez.
“Ya que sólo sirvo para eso, al menos voy a hacerlo cobrando”.
Esto lo pensó, siendo niña, una sobreviviente de abusos sexua-
les cuando descubrió que existían mujeres que hacían lo mismo
que le hacían a ella y, además, recibían dinero a cambio. No sé
si cuando alguien le preguntó qué quería ser de mayor le haría
partícipe de sus pensamientos.

El problema de la promiscuidad motivada por los abusos tiene


una interiorización parecida para ambos sexos, aunque la visión
externa del mismo hecho es completamente distinta, por lo que
la afectación también lo será. Dicho de un modo más compren-
sible, una mujer que se acuesta con cualquiera no se observará
con los mismos ojos que un hombre que se acuesta con todas.
No creo necesario hacer demasiados comentarios con relación a
la sociedad machista en la que aún estamos viviendo.

La incapacidad para mostrar nuestros verdaderos sentimientos,


unida a otras muchas limitaciones, hacen que el sexo se convier-
ta en una vía habitual con la que creemos satisfacer necesidades
de acercamiento y de comunicación. Más tarde o más temprano,
las expectativas se frustran para añadir un nuevo fracaso a nues-
tra interminable lista. Incluso en esas condiciones, el autoengaño
nos hace creer que todo marcha bien. Los primeros problemas
pueden aparecer cuando una relación se asienta y nos obliga a
hacer nuevos planteamientos y distinciones. En ese momento,
reaparecen las asociaciones no deseadas.

Tanto si tomamos el sexo como nuestra vía de comunicación,


como si renunciamos a él parcial o totalmente, terminaremos
enfrentados al mismo problema.

Primera parte - 83
Victimismo

Al mismo tiempo que interiorizaba la significación de los abusos


sexuales en mi vida, empezaba a posicionarme sobre ciertos as-
pectos que con anterioridad jamás llegué a plantearme. Entre los
más importantes destacaría haber sido una víctima, así como la
influencia que dicha circunstancia pudo haber tenido en mi futuro
comportamiento.

De un tiempo a esta parte el concepto víctima me viene produ-


ciendo cada vez más rechazo, muy al contrario de lo que sentía
antes de haber revelado mi pasado de abusos. Aunque no era
demasiado consciente de ello, me sentía plenamente identificado
con ese papel. De hecho no era capaz de verme ni concebirme
de otro modo. Esa era la absurda realidad donde todas las piezas
encajaban en el puzle de una existencia infeliz.

Fue a partir del enfrentamiento con mi pasado cuando fue modifi-


cándose mi esquema mental, lo que motivó que dejará de utilizar
el término víctima y empezara a familiarizarme con el concepto
sobreviviente. Era como subir un nuevo peldaño, como haber
salido, aunque no necesariamente indemne, de una batalla que
poco antes no estaba nada claro que terminara nunca, y menos
aún que terminara saliendo de ella vencedor.
Hoy por hoy prefiero seguir hablando de sobrevivientes. En nin-
gún caso de víctimas, por más extendido que esté su uso. Pode-
mos hablar de víctimas siempre que nos estemos refiriendo al
pasado, a ese tiempo en que se produjeron los abusos. La victi-
mización tiene un periodo de caducidad reconocible, y cuando se
traspasa ese umbral se corre el riesgo de caer en una patología
en la que es fácil quedar atrapado.

Incluso me atrevería a decir que el término sobreviviente ya em-


pieza a generarme también ciertas dudas. Es verdad que ejem-
plifica y dibuja la realidad que nos tocó vivir: hemos sobrevivido
a una situación realmente peligrosa y en muchos casos prolon-
gada, y lo hicimos casi siempre sin ayuda. Pero al mismo tiempo
sobrevivir también se me antoja como una suerte de limitación.
Podemos dar las gracias por haber sobrevivido pero ¿es que no
podemos aspirar a más? He sobrevivido, es cierto, pero tam-
bién aspiro a la plenitud, a la felicidad, a la realización, a lo que
mi deseo alcance. En definitiva, a lo que puede y debe aspirar
cualquier persona según sus posibilidades, sus capacidades y su
decisión para alcanzar las metas que se proponga.
Primera parte - 84

Pero volvamos atrás, y es que si ya tengo algunas reticencias


respecto de la supervivencia a largo plazo, ya no digamos con
relación al victimismo.

En el momento en que aparecieron los abusos o fuimos conscien-


tes de su realidad, o más exactamente aún, de sus secuelas, una
nube negra se cernió sobre nuestras vidas. Fuimos victimizados
y lo fuimos en el momento de nuestra vida en que carecíamos de
recursos suficientes para escapar de aquella situación inconcebi-
ble e intolerable. Lo malo es que, para muchos, ya han transcurri-
do muchos años y hemos seguido aplastados, inmóviles, creyen-
do que no existe salida alguna y que nada tiene sentido.

Con el tiempo fuimos desarrollando la enfermiza percepción de


un mundo que parecía ir siempre en contra nuestra. En los peo-
res casos, esa errónea percepción retroalimentó nuestra paranoia
hasta convertirnos en histriónicos actores del victimismo, inter-
pretando aquí y allá una realidad enquistada en nuestro cerebro
y que no buscaba otra cosa que demostrar la enorme deuda que
el mundo había contraído con nosotros. A la hora de la verdad
nuestros objetivos casi nunca se veían colmados, ya que nuestra
demanda era a todas luces irracional. Lo más habitual era que
se alejaran de nosotros, con lo que se potenciaba aún más esa
sensación, entrando así en un círculo vicioso donde el convenci-
miento de individuo victimizado por todo y por todos era cada vez
mayor, y donde la búsqueda de otras alternativas empezaba a no
tener ningún sentido.

Nunca fuimos conscientes de aquella realidad, no podíamos serlo


sin enfrentarnos al pasado, y aunque semejantes actitudes ale-
jaran al más pintado, nosotros sólo podíamos percibir soledad e
incomprensión.

Como en todos los ámbitos de la vida vamos a encontrar diferen-


tes grados. En las líneas precedentes quizá haya hecho un retrato
un tanto extremo. No pretendo generalizar, ni en este aspecto ni
en ningún otro, pero el victimismo es uno de los aspectos que nos
ha definido a la mayoría.

En algún momento de nuestra vida, casi todos hemos experimen-


tado la fantasía de que lo sucedido en el pasado requiere algún
tipo de resarcimiento. No lo logramos en la infancia ni supimos o
pudimos obtenerlo cuando ya fuimos adultos. A partir de ahí es
como si hubiéramos dado esa batalla por perdida y nos hubiéra-
mos instalado en una permanente exigencia que no obedece a
ninguna lógica. La razón es muy simple; en el momento en que

Primera parte - 85
nos apartamos del origen ninguna respuesta puede saciar nues-
tra búsqueda. Pero seguimos buscando. Es como si los abusos
padecidos nos hubieran legitimado para exigir una compensación
permanente e ilimitada por los daños sufridos. ¿Y quien paga?
Desgraciadamente cualquiera que esté a nuestro lado. Existen
otras vías que nunca hemos querido explorar, y desde luego tie-
nen poco que ver con sentirse víctima.

Rabia
La rabia no es un sentimiento extraño para los sobrevivientes de
abuso sexual infantil. Otra cosa distinta es que se manifieste, y
en caso de hacerlo, que lo haga adecuadamente.
Nuestra rabia tiene particularidades que la convierten en un ele-
mento difícil de manejar y de expresarse de un modo natural; es
decir, de ubicarse y manifestarse con respecto al sujeto u objeto
causante.

La rabia no acostumbra a surgir inmediatamente después del


abuso ni suele dirigirse hacia el abusador, por más que nos lo in-
dique el sentido común. Ambas cosas pueden suceder, es cierto,
pero tanto por la edad como por nuestra relación con el agresor,
en muchas ocasiones un familiar directo, no es lo que ocurre ha-
bitualmente. La rabia aparece más tarde, conforme se van acu-
mulando las secuelas negativas del abuso, pero incluso en esta
tesitura raramente se dirigirá hacia el abusador. Al final, te sien-
tes atrapado por un sentimiento que no encuentra el canal ade-
cuado de expresión. Con el tiempo, la rabia adquiere un carácter
explosivo y se desborda cuando y contra quien no debe.

En algunas ocasiones, sucede lo contrario: el sentimiento se pro-


yecta en la dirección correcta, o sea, contra el agresor; no obs-
tante, sería muy aventurado creer que esta circunstancia puede
garantizarnos el resultado deseado. Sea cual sea la decisión que
tomemos, nuestra necesidad de reconocimiento es tan grande y
la respuesta de nuestro entorno, tan escasa que la rabia tiene
muchas probabilidades de terminar volviéndose contra nosotros.
Debemos tener en cuenta que los sentimientos como la rabia,
el odio o la envidia, por citar sólo algunos, no suelen afectar a
aquellos contra quienes van dirigidos, sino que afectan a quienes
los manifiestan. Por lo tanto, si no somos capaces de resolver
adecuadamente nuestro sentimiento de rabia, los únicos perjudi-
cados vamos a ser nosotros.
Primera parte - 86

En circunstancias normales, el sentimiento de rabia aparece


cuando nuestras expectativas no se cumplen y nos sentimos per-
judicados por el resultado obtenido, o bien cuando dicho resul-
tado nos parece injusto y experimentamos la impotencia de no
poder hacer nada para remediarlo. Las posibilidades comprenden
aspectos tan triviales como que nuestro equipo pierda un partido
o hechos tan traumáticos como la muerte de un ser querido. Po-
demos concebir una amplia gama de escenarios susceptibles de
generar este sentimiento. Ahora bien, cuando hacemos referen-
cia a los abusos sexuales y los vivimos desde nuestra perspectiva
infantil, las contingencias que acabamos de citar se distorsionan
de tal manera que dejan de tener validez. En nuestro pequeño
mundo todo es confuso. Por un lado, nos enfrentamos a un origen
reconocible; hacemos frente a una situación concreta que nos
perjudica, pero no estamos en disposición de verlo ni de enten-
derlo; carecemos de la seguridad, los recursos y la fiabilidad de
nuestros sentimientos, y por si fuera poco, contamos con la ines-
timable colaboración de nuestro agresor a la hora de promover
tanto como pueda esa confusión, lo que no le resulta nada difícil
cuando se trata de un progenitor.

Es evidente la existencia de un responsable visible con nombres


y apellidos, alguien que suele formar parte de nuestro núcleo
familiar más directo. Pero, por paradójico que le parezca a quien
no haya experimentado esto en primera persona, esta situación
casi nunca nos lleva a dirigir nuestra rabia hacia el agresor. Bas-
tante trabajo tendremos en reconocer el daño causado y, cuanto
menos, responsabilizarle de algunos o muchos de nuestros pro-
blemas. Si logramos eso, ya habremos dado un paso importante.
La rabia, que curiosamente sentimos con mucha facilidad cuando
se trata de otras personas, es posible que nunca la lleguemos
a sentir en nuestro caso concreto. Poniéndome yo mismo como
ejemplo, puedo decir que no la he sentido; sin embargo, eso no
me ha impedido que haya roto totalmente las relaciones con mi
padre desde hace ya algunos años.

Concebimos la familia como la base de nuestra supervivencia. Es


algo que sabemos por puro instinto y que, además, es cierto y
necesario para nuestro desarrollo. Aunque no seamos capaces de
imaginar ciertas abstracciones, sabemos muy bien que si se hun-
de nuestro barco, nosotros nos hundiremos con él. Así las cosas,
la única salida que nos queda es aceptar lo inaceptable. No decir
nada y evitar cualquier sospecha.

Para nuestra desgracia, la incapacidad de exteriorizar lo que sen-


timos no hará que desaparezca este sentimiento tan destructivo.

Primera parte - 87
A veces, inocentemente, queremos creer que, cerrando los ojos,
dejará de existir lo que está frente a nosotros, pero no es así;
la rabia no desaparece; siempre nos acompaña, agazapada, en-
mascarada, y aunque ya no podamos asociarla a su verdadero
origen, o incluso hayamos olvidado por completo su origen, se-
guirá a nuestro lado. Actuará como un volcán que entra en erup-
ción en los momentos menos oportunos, generando confusión e
incomprensión tanto en nosotros como en las personas que nos
rodean.

Al final, lo que nos queda es una rabia interior que no está foca-
lizada en nada específico. Hace tiempo que perdimos cualquier
referencia. Ahora, sólo permanece esa sensación desconectada
e indiferente a la realidad, una sensación autodestructiva que se
dirige al mundo, al destino y, principalmente, a nosotros.
A menudo, casi sin darnos cuenta, hacemos uso de esa rabia en
nuestras relaciones interpersonales. Existe una cierta ambiva-
lencia en nuestro comportamiento, una tendencia a pasar de un
extremo a otro. Podemos adoptar, la mayor parte de las veces,
una actitud de sumisión ante ciertos acontecimientos y, en otras
ocasiones, dejar salir ese monstruo que tratamos de mantener
encadenado en las catacumbas de nuestro corazón. El proble-
ma es el mal manejo que hacemos de estas situaciones, ya que
nuestra actitud sumisa va ligada al miedo, a la incapacidad de
enfrentarnos a la vida, a la sensación constante de peligro y a
otras muchas cuestiones que en su momento no pudimos resol-
ver. Resumiendo: sólo nos sentimos relativamente cómodos con
aquello que nos es muy familiar, y sólo en este restringido cam-
po de acción podemos sentir la suficiente seguridad como para
relajarnos y permitir, sin darnos cuenta, que aparezca de vez en
cuando el monstruo. Traduciéndolo a lo cotidiano, diríamos que
la rabia es mucho más probable que se manifieste en entornos
conocidos y seguros que en cualquier otro ámbito donde nuestra
vulnerabilidad esté en juego. Lo paradójico, una vez más, es que
el resultado siempre es inverso a nuestras necesidades reales. Por
poner ejemplos, digamos que ante una injusticia laboral, vamos
a ser incapaces de reaccionar y acataremos con sumisión lo que
se nos imponga. Y por el contrario, ante una situación familiar in-
trascendente, podemos tener una reacción desproporcionada de
la que, poco después, es probable que nos arrepintamos. Y ni en
un caso, ni en el otro vamos a ser capaces de dar una explicación
coherente a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.

Depresión
Depresión es una palabra que está en boca de todos. Cualquier
Primera parte - 88

contratiempo parece tener la suficiente entidad para sumirnos en


un estado depresivo. Uno puede estar deprimido casi por cual-
quier cosa. Hoy en día, depresión y estrés forman parte de nues-
tro vocabulario habitual.

Creo que se impone la necesidad de devolverle su verdadero sig-


nificado al término, porque, de lo contrario, no sé cómo podría
relacionarlo con los abusos sexuales. Y es que no siempre resulta
fácil hacerlo, en parte, por la ambigüedad en la que ha caído el
término, pero también por la dificultad que entraña para nosotros
diferenciar una depresión de una profunda tristeza que nos ha
acompañado durante mucho tiempo.

Cuando realizamos el esfuerzo de mirar al pasado, solemos ver-


nos como un ser gris, insatisfecho, que se arrastra por la vida con
mayor o menor fortuna, con ese mínimo necesario para seguir
adelante, para cumplir con ciertas obligaciones que nos man-
tienen en contacto con la realidad, a pesar de algún que otro
cortocircuito.

Podríamos hablar de la depresión como un estado de abando-


no, por una ausencia de responsabilidad en las cuestiones más
elementales, por una percepción negativa del entorno, por no
querer ver a nadie, por encerrarse y querer desaparecer… ¿Y no-
sotros?, ¿podríamos encajar en esa descripción? Pues tal vez en
parte, tal vez algunas temporadas sí y otras no tanto. En gene-
ral, nos mantuvimos en un precario equilibrio, durante mucho
tiempo, con altibajos, más bajos que altos, eso sí, y siempre
cerca de la frontera de la depresión, pero yo diría que sin caer
de lleno en ella; con algunos síntomas más o menos patentes
según la temporada, pero sin manifestarlos todos en su máxima
expresión. De alguna manera es como si supiéramos que no nos
lo podíamos permitir, pues, en caso de hacerlo, caeríamos en un
abismo del que no sería posible salir. Y aunque logremos mante-
ner esta precariedad mucho tiempo, no es menos cierto que las
caídas al abismo ocurren. Está claro que, estando tanto tiempo al
borde del precipicio, nuestras posibilidades de caer son bastante
elevadas. Sin embargo, también podríamos contemplarlo desde
la óptica contraria: ¿y si tal vez esa precariedad actuara como
una especie de agente inmunológico? Así es como siento haberlo
vivido yo.

En realidad, no creo que exista un antídoto que nos impida caer.


Al menos no del todo. A veces, tendemos a creer que llevamos
el control de cuanto nos rodea, incluso de los abusos que padeci-

Primera parte - 89
mos y que, con frecuencia, pensamos que no nos afectaron. Pero
cuando abrimos la caja de los truenos, comprobamos que el pre-
tendido control no era más que una tapadera bastante menos só-
lida de lo que queríamos creer. Y por otra parte, también hay que
decir que los intentos de suicidio, en las personas que padecimos
ASI, son preocupantemente elevados, lo cual deja patente que
no es tan difícil, a veces, caer en una depresión, cuyo desenlace
no puede ser más drástico.

Si la depresión indica algo, no puede ser otra cosa que un cambio


en negativo. Pasamos de estar bien a estar mal. Con diferentes
matices, claro, pero en cualquier caso, la característica más co-
mún es el cambio negativo que experimentamos. Esto me hace
abundar en esa pervivencia en el límite: estamos tan mal que, de
hecho, ya nos hemos habituado a sobrevivir de ese modo.

Podríamos no estar deprimidos, con todas sus consecuencias más


negativas, por un mero proceso de adaptación. Vendría a ser
parecido a la adaptación del cuerpo a las drogas. Un drogadic-
to tolera dosis que a cualquiera que no las haya probado nunca
lo mataría. Nosotros hemos vivido con secuelas que a cualquier
persona normal le hubieran conducido irremediablemente a una
profunda depresión. La diferencia es que nosotros hemos tenido
mucho tiempo para adaptarnos. Demasiado.
Fobias
Si buscamos en el diccionario la palabra fobia nos vamos a en-
contrar con un par de definiciones que identifican con precisión
uno de los síntomas que la mayoría hemos experimentado en el
pasado o en el presente.

En primer lugar, se alude al objeto: “Aversión obsesiva a alguien


o a algo”. Dicho objeto está íntimamente relacionado con las cir-
cunstancias vividas. Asociamos nuestra experiencia traumática,
no siempre de un modo consciente, a detalles que tuvieron que
ver con ella.

Imaginemos que nuestra aversión va dirigida hacia las personas


que llevan bigote, a cierto color, a la oscuridad, al sexo, a los ni-
ños, a los ruidos inesperados o a los lugares cerrados. Por poco
que investiguemos, vamos a descubrir que todas estas caracte-
rísticas guardan una relación más o menos directa con la expe-
riencia que vivimos durante la infancia.

La otra definición nos habla de un “temor irracional compulsivo”.


Primera parte - 90

Aunque el origen sea el mismo, en este caso, ha desaparecido el


objeto reconocible sobre el que depositar nuestro temor irracio-
nal. Por eso, precisamente, es irracional.

Si nos identificamos con esta segunda definición, nos hallamos


en un estado donde todo es susceptible de entrañar algún peli-
gro. Un hecho que se aparte, por poco que sea, de la cotidiani-
dad a la que nos hemos acostumbrado y en la que nos sentimos
seguros, puede convertirse en el detonante de un temor compul-
sivo e incontrolable. Nos hemos instalado en una frágil burbuja,
viviendo con esa permanente sensación de que nuestra precaria
estabilidad estará siempre expuesta a venirse abajo en cualquier
momento. Y, desgraciadamente, así ocurre.

En otro apartado, hablábamos de la vergüenza, un sentimiento


muy característico entre nosotros y que nos impide relacionarnos
con los demás de una manera natural y fructífera. Pero la ver-
güenza tiene sus propias particularidades, como ya hemos visto.
Cuando nuestra incapacidad para relacionarnos se transforma en
una auténtica tortura, y lo que en verdad desearíamos es no
tener que establecer contacto alguno, entonces estamos supe-
rando los límites de la vergüenza para adentrarnos en el terreno
de la fobia; en este caso, fobia social. El aislamiento, el silencio,
la incomprensión, la sensación de percibirnos diferentes, junto a
tantas otras facetas de nuestro comportamiento, propician este
tipo de fobia tan común entre nosotros.
Además de la vergüenza, hay otros candidatos con los que se
suelen confundir las fobias. Uno de ellos son las manías. A casi
nadie le gusta reconocer sus defectos, pero quien más o quien
menos, cuenta en su particular catálogo de actitudes con algunas
manías, la mayoría de ellas, inofensivas. La diferencia: lo que en
definitiva nos lleva a considerar estas manías como una secue-
la que nos afecta es exactamente eso: que nos condicionan en
nuestra vida diaria.

Si tenemos la manía de no pasar nunca debajo de una escalera,


pues no pasamos y listo. Eso, en principio, no debería compor-
tarnos demasiados problemas; a lo sumo, alguna que otra crítica
jocosa. Pero si nuestra manía, por ejemplo, consiste en el recha-
zo absoluto a mantener relaciones sexuales, entonces esta manía
se convierte en fobia, una secuela que sí interfiere de un modo
incuestionable en nuestra actividad diaria y en nuestra relación
con los demás.

Otro motivo de confusión muy común, y que además forma parte


de la propia definición del término, es el miedo. Pero el miedo, tal
como dicen mis compañeras de la asociación valenciana de ACA-

Primera parte - 91
SI, es una de las cuatro emociones primarias con las que nace el
individuo, junto con el dolor, el amor y la rabia. El miedo forma
parte de nuestro sistema de alarma, y como tal, actúa en nuestro
beneficio ante situaciones inesperadas o peligrosas. No obstante,
cuando se desvincula del peligro real y termina generando res-
puestas inadecuadas ante peligros imaginarios, entonces volve-
mos a estar hablando de fobias.

Una vez entendido el significado de fobia y la manera en que nos


afecta, deberíamos preguntarnos sobre la razón por la que he-
mos desarrollado esta secuela tan difícil de controlar.

En nuestra mente quedan grabadas ciertas sensaciones que aso-


ciamos con acontecimientos destacables de nuestra vida. Estos
acontecimientos pueden ser positivos o negativos. Todos habre-
mos experimentado alguna vez las evocaciones que nos puede
producir cierto olor o sabor, y cuyos orígenes nos retrotraen a la
infancia o a una época que quedó atrás hace tiempo. Lo mismo
sucede cuando la experiencia es negativa. En este caso, pue-
de quedar grabada de una manera más indeleble y, en algunas
ocasiones, sin la necesidad de que la fobia pueda relacionarse
directamente con el episodio abusivo. Es decir, la ausencia del
recuerdo no elimina el comportamiento fóbico, aunque aparente-
mente no exista conexión entre ambos. En realidad, existe, pero
nuestra mente ha eliminado el recuerdo consciente del abuso. Lo
que no puede hacer es eliminar las consecuencias.
Cadáveres

Quizá uno de los sentimientos que más me sorprendió en mi pro-


ceso de recuperación fue la capacidad de ponerme en la piel del
otro. Es posible que para algunos lectores esta sea una cuestión
tan normal como frecuente, pero el caso es que para mí no lo
era, y supongo que tampoco para buena parte de quienes han
padecido abusos. Esta carencia tiene mucho que ver con lo que
trataremos a continuación.

Como tantos otros, jamás hablé con nadie de lo sucedido durante


mi niñez, por lo tanto, hasta los 38 años, momento en que por fin
di el gran paso, no tuve la posibilidad de intercambiar experien-
cias ni impresiones con otra persona que también hubiera sufrido
abusos sexuales en su infancia.

Con el transcurrir del tiempo he llegado a creer que mi sorpresa,


al empatizar con otros compañeros, se debía al hecho de poder
sentir a través de sus historias lo que nunca me atreví a sentir a
través de la mía. Y ahí es donde aparece el nudo gordiano de la
Primera parte - 92

cuestión: el incorrecto manejo de los sentimientos.

Ya hemos ido viendo las diferentes afectaciones de los ASI. Pero


ahora quisiera centrarme en los sentimientos y en como estos se
convierten en un elemento desestabilizador que se vuelve contra
nosotros, afectando de un modo muy directo nuestro comporta-
miento y, por ende, a las personas de nuestro entorno.

Desde nuestra perspectiva, por más empeño que pongamos en


normalizar nuestro comportamiento, siempre nos hemos visto
como seres extraños, y esta percepción solemos transmitirla a
los demás, razón por la que más de uno considera sensato apar-
tarse lo máximo posible de nuestro lado. Creo que esta descrip-
ción ejemplifica en buena medida el título que, por dramático no
menos cierto, he escogido para encabezar este apartado. Entién-
dase, eso sí, que se trata de cadáveres emocionales, no cadáve-
res en su sentido literal.

Cada vez que pienso en ello con detenimiento llego a la conclu-


sión de que lo acontecido en nuestra infancia fue tan demoledor y
reclamó tantos esfuerzos por nuestra parte que los sentimientos
acabaron distorsionándose, pero sobre todo terminaron concen-
trados casi exclusivamente en nuestra propia realidad y nuestra
supervivencia. No teníamos para más; es como si nuestra reali-
dad emocional se hubiera convertido en una especie de agujero
negro.
¿Qué ocurrió? Por una parte estaba la confusión respecto de lo
que estaba sucediendo. Nuestra mente poco podía hacer a la
hora de dar una explicación satisfactoria. Esa confusión iba en
aumento en proporción directa al grado de parentesco que nos
unía al agresor. Cuando el amor natural que requiere un niño es
sustituido por el abuso sexual, y además se le condiciona para
que acepte lo que está ocurriendo como una muestra de cariño
o como algo normal, ya tenemos en marcha un proceso de con-
fusión capaz de generar multitud de secuelas que, de no poner
remedio, nos acompañarán el resto de la vida.

Decíamos que el abuso sexual se nos presentó disfrazado de


amor, pero más pronto o más tarde esa idea deja de ser creí-
ble, si es que lo fue alguna vez. En nuestro interior sabemos
que sexo y cariño, con un niño de por medio, en ningún caso
puede ser aceptado en nuestra realidad adulta. Sin embargo la
mayoría de veces somos incapaces de afrontarlo, motivo por el
que relegamos a algún rincón de nuestra mente ese problema
irresoluble y tratamos de seguir adelante con nuestra vida. Lo
malo es que esta estrategia no suele funcionar. Sí que podemos

Primera parte - 93
seguir adelante sin volver a pensar en los abusos durante años,
pero nuestros sentimientos y muchas de las secuelas asociadas
al abuso también seguirán adelante con nosotros, formando par-
te de nuestro bagaje con independencia de que pensemos en ello
o no. El recuerdo del abuso no es una condición sine qua num
para sufrir las consecuencias del mismo.

Con el tiempo, y con el problema enquistado, no reconocido o


ni siquiera recordado, llegamos a una etapa adulta que nos en-
frentará a nuevos retos para los que no hemos adquirido las he-
rramientas adecuadas. Tenemos una serie de sentimientos que
no entendemos del todo y que a duras penas sabemos manejar.
Con ese triste bagaje somos arrojados a un mundo que se nos
presenta completamente hostil.

Tratando de explicar esta situación me decía a mí mismo que


nuestro problema requiere de tanta energía para sobrellevarlo
que nos hacen falta todos nuestros sentimientos para salir ade-
lante, y aun así, no siempre de la mejor manera. Esa es la rea-
lidad tal como la concebimos, y en esa realidad, muchas veces,
no cabe nadie más. Así es: no nos quedan sentimientos para los
demás. ¡Cómo voy a preocuparme de este o del otro con lo que
me pasó a mí! ¡Yo requiero toda la atención y todos los cuidados!
Ahí radica el germen de las dificultades para llevar a buen puerto
cualquier relación. Y es con ese comportamiento con el que va-
mos sembrando nuestro camino de cadáveres emocionales.
Testimonio de Arantxa

Me gustaría introducir la mano en ese saco de anzuelos y tener


la paciencia y la templanza de extraerlos uno a uno sin dañarme.
Extenderlos después ordenadamente sobre el suelo, observarlos,
arreglar lo que es útil y arrojar a la basura para siempre los que
no tienen razón de ser. Pero cada vez que lo intento, parece que
uno arrastra a todos los demás.

¿Cómo encontrar las palabras cuando no existen las que yo nece-


sito para hacerte entender lo que se siente? Si te hablo de dolor,
¿sabes de qué dolor hablo? Porque dolor se escribe igual sea el
producido por una inflamación en la muela o sea el de la muerte
de un amigo, de tu pareja o de un padre. Y todos sabemos que
no tiene nada que ver; sin embargo, se escribe con las mismas
letras.

Si te hablo de miedo, ¿de qué miedo hablo? Porque uno siente


miedo ante un examen, pero no es el mismo miedo que se siente
ante la muerte, y sin embargo, se escribe con las mismas letras.
Primera parte - 94

Si te hablo de angustia, ¿de qué angustia hablo? Porque uno


siente angustia cuando no puede abrocharse el botón del pan-
talón. También la siente cuando un hijo está enfermo, pero no
es la misma angustia, y sin embargo, se escribe con las mismas
letras.

Dime qué palabras debo utilizar para expresar lo que siento y


lograr que lo entiendas. ¿Cómo explicarte que unos hechos que
ocurrieron hace treinta años todavía duelen, angustian y dan
miedo, y no pienses que estoy loca?
Lo más doloroso de esta historia es la sensación de que nadie,
salvo quien lo ha vivido, es capaz de comprender, y que el único
camino para superarlo es precisamente compartir y sentir que
los que te quieren lo comprenden. Pero no existen las palabras…,
y aun así, necesito contarte…, para seguir viviendo. Permíteme
que utilice una y otra vez las palabras, que utilice muchas, que
insista. Permíteme que no esconda nada, que lo saque todo fue-
ra, que no quede nada dentro que me haga volver a mirar atrás.
Permíteme recordar. Nunca pienses, por favor, que busco tu com-
pasión. No puedes decirme que yo no sentí lo que sentí, que hoy
no siento lo que siento. Sólo busco comprensión, y si lo consigo,
seré un poco más feliz.

Quizá no soy yo quien te hable hoy, quizá sea esa niña asustada
que desde dentro grita “Socorro” e implora ser rescatada de una
vez por todas. Quizás es que la coraza tras la que se ha escondido
durante tantos años le pesa hoy tanto que suplica que alguien le
ayude a arrancarla de su cuerpo y la arroje por fin a la hoguera.

Cuando alguien mira los ojos de un niño, lo que ve es inocencia,


felicidad. Su mundo es el de los muñecos de peluche, el de las
risas, los bailes y los globos de agua. Su vida infantil se desploma
frente a un insulto, un rasguño en las rodillas o a la pierna de su
muñeca rota. Su refugio: el adulto, que le abraza, le protege y
le dice que no pasa nada. Lloran, gritan, necesitan contarlo, y el
consuelo de sus padres apacigua todos sus temores.

El cuerpo y el alma de un niño no están preparados para soportar


el terror, la vejación; el niño no está preparado para que le roben
el alma y mucho menos para soportarlo en secreto sin poder bus-
car el consuelo de los que confía, para pedirles que le arropen,
que le expliquen qué está pasando, para que le rescaten.

Cuando un adulto en el que confía invade ese universo de ino-


cencia y le somete de golpe al mundo de los adultos, un mundo
que no comprende, que le asusta, que le asquea, que ni siquiera

Primera parte - 95
sabía que existía…, el dolor y la sensación de vergüenza es tan
brutal que, de alguna manera, el niño muere; muere porque de
repente deja de ser un niño. Nunca, nunca más volverá a sentirse
un niño.

Desaparece la inocencia, desaparece la alegría, la espontanei-


dad, los juegos, las risas, los chismorreos con sus amigos. Des-
aparece el sueño apacible… Desaparecen los lloros. Sí, los lloros,
porque el niño deja de llorar, para que no le oigan, para no tener
que contar… Los gritos, el lloro desgarrado se convierten en un
lagrimeo silencioso aferrado a un almohadón, el mismo lagrimeo
silencioso que le acompañará el resto de su vida.

Yo tenía ocho años cuando sucedió por primera vez. Mi alma in-
fantil quedó recostada para siempre sobre un sofá en una fría
tarde de invierno. Ella se sentó allí, feliz e ingenua, cargada de
la alegría y esa chispa infantil que sólo se tiene cuando eres un
niño y tu único deseo es vivir. Después…, sólo quedaba miedo,
desconcierto, vergüenza, pánico…

Él tenía sesenta años y yo confiaba en él, por eso, no entendía…


Decían que era un ser fabuloso, decían que yo era la niña de sus
ojos, decían que me quería…, por eso, no entendía…

No sé qué fue más duro para mí, la sensación de desgarro, de


que algo se me rompió por dentro y de pérdida por lo que ya
nunca podría recuperar; la sensación de culpa, de vergüenza,
de sentirme vejada; la sensación de desconcierto, de verme de
golpe en un mundo que no comprendía y del que nadie me había
hablado, salvo cuando relacionaban el tema con el peor de los
pecados; las pesadillas, la angustia, el miedo…; o mantener el
secreto. Sentir todo aquello y no poder contárselo a nadie. Dejar
de formar parte de este mundo, porque ya no encontraba mi si-
tio entre los amigos de mi edad, en sus juegos, en sus risas, en
sus aventuras infantiles. No poder recurrir al mundo del adulto,
debido al sentimiento de culpa y vergüenza que me oprimía el
pecho. Era un secreto, nuestro secreto: aquello que nadie podía
comprender, porque se enfadarían mucho conmigo. De repente,
me encontré sumergida en la soledad más infinita, en la soledad
con mayúsculas, en la soledad en términos absolutos. Sola entre
dos mundos, dos mundos a los que ya no pertenecía: el infantil
y el adulto.

La vida entera se transforma de una forma tan brutal en tan solo


unos minutos que no hay forma de asumirlo para el corazón de
un niño. En cuestión de segundos… ¡te roban tantas cosas! Te
Primera parte - 96

roban la infancia, te roban la alegría, te roban tus juegos, a tus


amigos…, pero también te roban la adolescencia, el primer beso,
la primera caricia… y la segunda, y la tercera. Te roban tu derecho
a descubrir el amor, te roban el derecho a crecer y madurar con
normalidad. Te roban el derecho a quererte y a dejarte querer. Te
roban tu fe, la fe en ti y en los demás. Creces con la creencia de
que volverán a dañarte una y otra vez sin que nadie te proteja.
Te roban años de felicidad, te roban el deseo de crecer, las ganas
de vivir, de aprender, de soñar. Te roban el interés por el mundo
y lo que sucede en él… Te roban el alma.
El cuerpo y el alma de un niño no están preparados para eso; no,
no lo están. Sentir lo que sientes y no poder pedir ayuda…, tener
la sensación de vivir con ese secreto que te pesa como una losa
que no te permite levantar ni tan siquiera la mirada es una sensa-
ción insoportable. Dejar los juegos de tu edad; jugar sólo a fingir,
a disimular, a esforzarte las veinticuatro horas del día para que
nadie sea capaz de intuir lo que está ocurriendo… No, el cuerpo y
el alma de un niño no están preparados para soportarlo.

Yo no sé cuántos años tenía cuando ya no pude soportarlo, no sé


cuándo fue que dejé de sentir…

Cuando vuelvo la vista atrás e intento sumergirme en aquellos


años, siento como si me sumergiera en un largo y oscuro túnel,
ausente de colores, lleno de penumbra.
Necesito contarte mis recuerdos porque siento que, sólo al ha-
cerlo, dejarán de hacerme daño. Han sido tantos años deseando
contarlo, tantos años deseando compartir un dolor superior al
que estaba preparada para soportar, tantos años deseando pedir
ayuda…

Recuerdo las pesadillas, cada noche; recuerdo cómo se hacía de


madrugada sin poder conciliar el sueño, las lágrimas, los rezos,
las súplicas de perdón de una niña ingenua que le rezaba a un
dios para que perdonara su pecado. Recuerdo los deseos de no
despertar al día siguiente, porque deseaba de forma desesperada
dejar de sufrir. Recuerdo el terror que sentía a la muerte, con-
vencida de que mi pecado me llevaría directamente a ese infierno
del que me hablaban mis padres por cometer ese acto impuro. La
sensación de pecado, en una familia en la que un beso, y no ha-
blemos del sexo, era pecado mortal. El miedo al infierno, el miedo
a morir y acabar en ese fuego para pecadoras como yo. Recuerdo
que aquella idea me aterraba sobremanera. Y cada noche rezaba
para que no muriera, pidiéndole a Dios que me dejara vivir hasta
ganarme el perdón por mi pecado, un pecado que nunca confesé
porque me daba demasiado miedo y vergüenza. Temía el infier-

Primera parte - 97
no, y sin embargo, necesitaba tanto descansar…

Recuerdo el temor a mirar a la gente a los ojos, como si llevara


una señal en la frente que mostrara mi vergüenza. Recuerdo la
sensación de asco, asco a él y asco a mí misma, por dejarme ha-
cer. Recuerdo la sensación de sentirme vejada una y otra vez.

Recuerdo que olvidé cómo era la niña que había en mí. Recuerdo
que dejé de ser quien era para convertirme en un ser que odiaba
y despreciaba. Recuerdo cómo me fui alejando de todo el mundo
que quería por el temor a que descubrieran a la persona que vivía
tras aquella coraza que poco a poco iba construyendo.

Recuerdo que a veces me preguntaba si era normal sufrir así, si


le ocurriría lo mismo al resto de la gente.

La impotencia: esa impotencia tan grande en un ser tan pequeño.


Las ganas de huir hacia ninguna parte. El esfuerzo extenuante
por fingir ante el mundo, enfrentada constantemente al terror
de levantar alguna sospecha sobre lo que estaba ocurriendo. La
mirada casi siempre ausente, el esfuerzo por formar parte de una
conversación de la que inevitablemente salía flotando. Casi siem-
pre, cuando regresaba de algún triste viaje de mi imaginación, la
conversación se hallaba en otro tema, en otro lugar.

La angustia: esa angustia que me aprisionaba el pecho y que me


ahogaba por culpa de un secreto que me sobrepasaba. La falta de
aire, las palpitaciones, el gusano en el estómago, el miedo. Los
gritos mudos en el túnel del silencio.

Los deseos de gritar, de subir a lo alto de una montaña y chillar


hasta que no quedara voz en mi garganta; gritarle al mundo lo
que estaba ocurriendo, pidiendo socorro con todas mis fuerzas;
gritar hasta que se oyera mi voz, hasta que alguien comprendiera
mi terror y me salvara.
Recuerdo su olor, el aroma que impregnaba todo su cuerpo, el
olor y sabor agrio de su saliva, su tacto en mi cuerpo, mi tacto
en el suyo, su cercanía, su aliento; recuerdo… lo que todavía no
me atrevo a contar.

Recuerdo la sensación de miedo cuando sonaba el timbre, la in-


capacidad para huir de él, incluso cuando estaban mis padres,
porque él siempre me llevaba a una habitación, aun estando ellos
al otro lado de la pared, sin que aquello le supusiera obstáculo
alguno.

Recuerdo los gritos e incomprensión de mis padres al otro lado de


Primera parte - 98

la puerta. Me cuestionaban mi encierro, reprendían mi aislamien-


to en el colegio, castigaron mi bajón de notas y me juzgaron una
y mil veces por mi inmadurez, porque nada me importaba, sólo
divertirme, el campamento y pasarlo bien. Recuerdo que huía
de él porque sabía que iba a venir a casa. Entonces, mis padres
me llamaban y me hacían volver; decían que venía a verme a
mí, que le había devuelto la alegría. ¡Si ellos supieran dónde me
obligaban a ir!

Recuerdo su osadía, y aún hoy, siendo adulta, me sorprende más


y más esa osadía. En la cocina de su casa, con todos mis amigos
en el salón, entrando y saliendo, y él tocándome y besándome,
como si ese riesgo le causara placer. Y a mí…, terror.

Él decía que me amaba, que cada noche rozaba con sus dedos
una foto que tenía de mí, lo que me hacía sentir un asco tremen-
do. Decía que le había devuelto las ganas de vivir. Decía que era
lo que más quería en este mundo y que nadie podía saberlo por-
que no lo entenderían. Entonces, me preguntaba si yo también le
amaba. Titubeante frente a su insistencia, y sintiéndome como la
misma escoria, le decía que sí.

Recuerdo cómo mis amigas empezaban a hablar de los chicos, de


los besos, de los rollos, y yo permanecía callada y envuelta en
pura rabia, porque un hijo de puta me había robado esa ilusión,
ese descubrimiento, esos sueños. Recuerdo que hacían pregun-
tas, cuyas respuestas yo ya conocía y negaba por la vergüenza
que sentía y el temor a crear alguna sospecha.

Recuerdo el esfuerzo extenuante y desesperado por ocultar ante


el mundo tanto dolor, tanta vergüenza y tanto miedo. Nadie, ab-
solutamente nadie, pudo notar jamás ni el más mínimo indicio
de que me ocurría algo. La energía quemada para tal fin dejaba
mi mente, mi cuerpo y mi alma al límite del agotamiento. Tanto
esfuerzo, día tras día, mes tras mes, año tras año…, fue creando
una coraza tan potente que terminó siendo inaccesible, incluso
para mí.

Recuerdo que llevé bajo mi ropa un mallot de gimnasia por lo


menos hasta los quince años, en un vano intento de negarle a mi
cuerpo su derecho al crecimiento, aferrándome como podía a una
niñez robada que no quería perder, o por el deseo de castigar a
quien esperaba ansioso que creciera, o por la satisfacción que me
creaba dificultarle el camino.

El sueño, mi sueño…, repetido una y otra vez: el sollozo inconteni-


ble de una niña; el sollozo desesperado, asustadizo y furioso; los

Primera parte - 99
golpes en el pecho de alguien sin rostro que soporta mi rabia con
entereza hasta que sólo lloro, lloro y lloro; y alguien me abraza y
al oído me susurra: “Tranquila, ya pasó todo”, y de repente…, la
paz. Pero la niña creció, creció con el sollozo y la rabia contenida
en su pecho, y aún espera…, aún sueña que un día…, mi sueño…

Alguien que no haya vivido esta situación difícilmente podrá en-


tenderlo. Quizá, sólo quizá, quien tiene un hijo de esa edad pue-
de mirarle a los ojos, verle la chispa de la infancia, la ingenuidad,
esa alegría y ese deseo de jugar y vivir, e imaginar por un mo-
mento el terror en su mirada si se viera de repente en esa jugada
injusta del destino. Es como si, de repente, sólo quedara tu cuer-
po, porque el interior, el alma, te la roban, entera, y sólo dejan,
en su lugar, un despojo humano. Y yo me pregunto, ¿cómo una
madre puede no darse cuenta de eso?

El horror es tan grande que es imposible ponerle palabras, y si lo


intentas, hay quien piensa que buscas compasión. Pero yo digo
que si buscara la compasión, ¿por qué no lo he explotado durante
años? Esa palabra me da asco; es como si alguien intentara con-
vencerme de que no he sentido lo que yo sé que sentí. Y es tan,
tan, tan duro que trastoca el resto de tu vida.

Tenía trece o catorce años cuando supe que no podía más, cuan-
do supe que tenía que elegir entre vivir o morir, y supe que no
podía continuar si él seguía ahí. Y elegí vivir.
El día que decidí poner fin a aquello, pensé, convencida y segura,
que era el final de una trágica historia. De verdad, pensaba que
volvería a recuperar mi vida a partir de aquel instante. Recuerdo
la cara de alegría que puso cuando, al abrir la puerta de su casa,
me encontró allí. Sonrió de oreja a oreja y dijo que se alegraba
por verme aparecer sola y por propia voluntad. No entré. En la
misma puerta, le dije que sólo iba para decirle que nunca, nunca
jamás volvería a tocarme. Y él… lloró. Lloró como un crío, y me
pidió perdón, me repitió mil veces que nunca quiso dañarme,
que me quería con locura. Y lo dejé allí, llorando como un niño.
Aún no entiendo por qué lloró. El pecho me latía con fuerza y con
satisfacción. Por primera vez en varios años, había hecho algo
que me hacía sentir no bien, sino increíblemente bien. Sentí que,
después de eso, podía comerme el mundo. Y, de verdad, creí que
podría recuperar mi vida.

Decidí enterrar mi pesadilla. O no lo decidí. En realidad, eso no


lo recuerdo, pero sí sé que la enterré. No quería volver a pensar
en ello jamás. Sólo soñaba con vivir, con volver a relacionarme,
con dejar de sentir esa vergüenza tan espantosa. Estaba eufóri-
Primera parte - 100

ca. ¡LO HABÍA HECHO, POR FIN, LO HABÍA HECHO! Y sólo habían
bastado unas palabras. ¿Por qué no lo había hecho antes? No
podía encontrar la respuesta a esa pregunta, y aún hoy, no sé si
puedo, Simplemente, no pude. Estaba paralizada, anulada por el
miedo, hipnotizada…

Pero ¿cómo se cambia de repente? ¿Cómo reaparece uno ante


los demás después de haber permanecido oculto durante años?
¿Cómo recupera uno la voz después de permanecer callado du-
rante una eternidad? ¿Cómo se aprende de nuevo a levantar la
mirada y no sentir vergüenza y miedo? ¿Cómo deja uno de ser
lo que ha sido durante años para convertirse en la persona que
había deseado ser siempre, en la persona que era antes, como
si nada hubiera pasado? ¿Dónde puede uno buscar la alegría, la
inocencia, la seguridad, la autoestima; buscarla y encontrarla?
¿Cómo se arroja al fuego una coraza elaborada durante años?
Supongo que no queda otra que aprender de nuevo a sentir todas
esas cosas. No lo sé, o a lo mejor es peor que todo eso y la vida
no te lo enseña. No lo sé. Imagino que cada etapa de la vida tiene
su momento, y el mío… se escapó.

Las cosas no sucedieron como yo había soñado, porque la niña


que fui ya no existía, se había quedado perdida en un sofá en
una triste tarde de invierno. Ahora, tenía trece o catorce años,
y no sabía muy bien quién era. Me sentía vejada, avergonzada
y triste. Y me pregunté cómo hacer desaparecer todo eso, cómo
dejar de sentir algo que estaba tan arraigado, pero no tenía la
respuesta. Simplemente, intenté seguir adelante. Mi mayor afán
era vivir. Me aferraba a cualquier situación que me hiciera sentir
bien. Necesitaba vivir, recuperar los años que me habían robado.
Era una sensación terriblemente fuerte, y por sentir aquello, uno
es capaz de pagar cualquier precio.

Sin embargo, no podía, no podía porque era incapaz de sentir.


Supongo que fue el único mecanismo que encontré para soportar
el dolor. A veces, hasta me preguntaba si sentiría algo si muriera
un ser querido, y ni siquiera estaba segura de la respuesta. No
sentir es casi peor que el dolor, terrible, porque te hace pensar
que estás muerto.

Ahora me doy cuenta de que no podía porque mi vida se apoyaba


sobre un globo vacío. El mundo al que yo ahora intentaba incor-
porarme había seguido sin mí todos esos años. La gente con la
que yo me relacionaba había seguido con sus vidas, mientras yo
flotaba ausente en otro mundo de dolor y soledad; y ahora, me
encontraba perdida. Quizá la máscara que llevaba puesta todo el
tiempo les había impedido a los demás darse cuenta de que yo

Primera parte - 101


no estaba, que allí sólo había estado un cuerpo sin alma, ausente
todo el tiempo.

Recuerdo la necesidad de sentir cariño, la necesidad de sentir


ternura, de querer, pero era tal el desprecio y el asco que sentía
por mí misma que era imposible dejar que alguien se acercara a
mí. Y ese terror fue el que me hizo crear a alguien nuevo, a al-
guien que ocultara a esa niña asustada y vejada que había en mi
interior, a alguien que no se pareciera en nada a ella, a alguien
que me la hiciera olvidar. Por eso, oculté tras la coraza mi alma,
y ante el mundo despertó una Arantxa alegre, dicharachera, di-
vertida y chistosa. Una amiga de sus amigos, siempre dispuesta,
siempre feliz. La niña que había permanecido siempre como una
tenue sombra casi imperceptible apareció ante los demás de re-
pente, en un día, como una explosión: “¡Aquí estoy yo!”. Ahora,
viéndolo desde la perspectiva del tiempo, no sé cómo alguien se
lo creyó, pero éramos críos, y la sorpresa sólo duró unos días.
Luego, pasé a ser para todos “Arantxa la tremenda”. En mi clase,
me convertí en un ser popular; me escogían para hacer teatro,
porque era divertida y hacía reír. Después de todo, fingiendo era
una profesional, aunque eso nadie lo sabía. Pero aquella actua-
ción estelar no aliviaba el terror de mis noches ni mis pesadillas.
Suponía un esfuerzo extenuante semejante actuación, pero aquel
era el precio: el precio por sentirme persona. Aunque no fuera
yo, que más daba, siempre era mejor que la niña que permanecía
oculta tras la coraza.
Me reconfortaba que la gente contara conmigo, sentirme querida,
que todo el mundo acudiera a mí para hablarme de sus proble-
mas. Decían que sabía escuchar… ¡Cómo no iba a saber, si mi
mundo era el del silencio!

Me dejaba querer, pero no demasiado. No me daba cuenta de


que seguía huyendo de cualquier persona que traspasara ciertos
límites emocionales. No sabía por qué ocurría, pero no soportaba
que alguien me dijera esas palabras mágicas: “Te quiero”. Daba
igual si eran palabras de amor o el “Te quiero” de un amigo. Fuera
de la forma que fuera, aquellas dos palabras hacían que desapa-
reciera repentinamente de la vida de la persona que las pronun-
ciaba. Sentía terror a que las personas que apreciaba pudieran
atravesar mi coraza y encontrarse de frente con la persona que
yo veía cada mañana en el espejo, esa persona a la que yo odiaba
y despreciaba, la misma que se sentía sucia y culpable por ha-
berse dejado hacer, por haber permitido. Pensaba que cualquiera
que se acercara demasiado me descubriría, me despreciaría y me
dañaría.
Primera parte - 102

Enterré y oculté los malos recuerdos, los fotogramas de imáge-


nes insufribles; olvidé el olor, los jadeos, su sabor. En quinientas
páginas de diario, jamás lo nombré, jamás mencioné nada re-
lacionado con él, como si jamás hubiera existido. Se mantuvo
la tristeza, la rabia, la sensación desesperada del ahogo en el
pecho, pero sepulté a mil metros bajo mis pies la causa que lo
provocaba. Lo oculté de tal manera que llegué a perder de vista
la procedencia de mi sufrimiento, y una y otra vez me pregunta-
ba: “¡¿Qué coño me está pasando?! ¡¿Por qué me siento así?!”.
Me culpaba a mí misma de serle tan desagradecida a la vida, por-
que tenía todo lo que deseaba: tenía amigos, me querían y me
buscaban. ¿De dónde procedía esa tristeza? ¿Por qué sentía una
rabia tan horrible y tan insoportable? Y el vacío, esa sensación de
vacío, tan oscuro, tan profundo…

Recuerdo una noche…, un coche a toda velocidad por una aveni-


da y un solo pensamiento: paz. Un paso adelante, un segundo,
tan solo un segundo. No pensé en el del coche ni en mi familia, ni
en los amigos que tenía tras de mí, ni en el futuro que me perdía.
No pensé en la muerte ni en el suicidio; sólo pensé que un paso
adelante significaba… paz. Todo fue un segundo. Un paso adelan-
te… Unas manos que me sujetan por los hombros y tiran de mí
con fuerza, un coche dando un giro repentino, un frenazo…, un
grito…, un coche que me roza los pies, un amigo de frente, suje-
tando mis hombros, gritando, mirándome desconcertado: “¡¿Te
has vuelto loca?!”. No hubo respuesta. Silencio. Recuerdo que
le miré, no dije ni una palabra. Sólo un pensamiento: seguiré
viviendo.

Empecé a escribir, porque necesitaba imperiosamente expresar


lo que sentía con tanta fuerza y no comprendía. Empecé a es-
cribir en el año 1987, tenía veintiún años. Mi conciencia no po-
día relacionar aquellas sensaciones tan brutales con lo que había
ocurrido tantos años atrás. ¿Cómo iba a hacerlo? Sin embargo,
nunca dejé de tener la sensación de ser diferente, aunque no re-
cordara muy bien por qué.

A veces, encontraba el valor para contarle a algún amigo que me


sentía muy mal, pero cuando me preguntaba por qué, no tenía la
respuesta, y eso me hacía sentir aun peor. Recuerdo la sensación
de impotencia cuando intentaba ponerle palabras a lo que sentía.
Era como si entre las miles de palabras que existen en el diccio-
nario no hubiera ninguna que pudiera describir lo que necesitaba
expresar.

Durante años, viví flotando en el mundo, rodeada de gente, sin

Primera parte - 103


sentir, sin aprender, sin jugar, sin leer, sin interesarme por lo que
pasaba a mi alrededor, sin vivir.

¿Cuántos años perdí? ¿Cuántos años me robó?

Cuando un día quieres recuperar tu vida, e intentas seguir con


ella, no sabes lo que falta; siempre convives con una sensación
de vacío tan terrible que crees estar caminando varios metros por
encima del suelo, como si nada fuera real.

Y pasas los años con esa angustia a cuestas, sin contárselo a


nadie, y cada vez te pesa más y más, te devora, te quema…; y
deseas tanto gritarlo…; y sólo callas y sacas fuerzas de donde no
las tienes para seguir fingiendo que todo va bien.

Y aprendes a copiar lo que hacen los demás para volver a formar


parte de ese mundo del que has estado ausente y al que ansías
volver. Y aprendes a reír, a contar chistes; aprendes a relacionar-
te, a escuchar, a ser persona. Tu vida se convierte en un esfuerzo
tremendo y continuo para cada cosa que haces, desde el mis-
mo momento en el que te levantas de la cama, porque el deseo
verdadero es quedarse tumbado en ella y no levantarse durante
días. Pero luchas con toda tu alma por levantarte, por mirarte al
espejo, por salir, por relacionarte, por fingir, por intentar seguir
con tu vida.
Y un día, tienes que decidir que quieres hacer con tu futuro, y no
tienes fuerzas para pensar en el mañana, porque toda tu energía
la gastas en el vivir cada día. Y tu familia se abalanza sobre ti,
reprochándote tu desinterés, tu inmadurez, y no puedes expli-
car que no puedes… ¡Qué impotencia! Y sin ser capaz de decidir,
echas las cartas al azar y te equivocas una vez y otra, y te invade
de nuevo esa sensación de fracaso, mientras simulas que todo va
bien y le sonríes al mundo. Y sigues pagando una y otra vez tus
errores.

Pero no puedes dejar de luchar; no puedes, porque una y otra


vez reclamas tu derecho a ser feliz, tu derecho a vivir. Muchos
pueden pensar que los abusos sexuales nos hacen débiles y frá-
giles, pero no es cierto: nos hacen vulnerables. Somos fuertes,
porque una y otra vez nos enfrentamos a nuestros sentimientos,
y peleamos con uñas y dientes para salir de un abismo que nos
supera.

Y luché, luché con todas mis fuerzas. Eso nadie me lo puede re-
prochar. Poco a poco, aprendí a disfrutar de cada momento boni-
Primera parte - 104

to, a aferrarme como la gente a mi alrededor no sabía. Aprendí a


valorar y empaparme de cada instante feliz con una gran intensi-
dad. Esas cosas sencillas que la gente ni siquiera ve y que pasan
desapercibidas para la mayoría, para mí suponían una vida, un
momento eterno. Estamos tan acostumbrados a vivir que ya no
percibimos el auténtico valor de la existencia. Yo quería vivir,
quería vivir a toda costa y sentir cada momento. En lo más pro-
fundo de mi ser se despertó una irrefrenable obsesión por recu-
perar lo perdido; tenía la sensación de que un montón de años se
habían quedado en el camino, que me habían sido arrebatados
sin mi permiso. Necesitaba volver a ser niña, recuperar la ca-
pacidad de sorprenderme, de maravillarme ante las flores, las
montañas, los momentos con los amigos…, porque cuando has
vivido al otro lado de un muro, el contacto con la gente se vive
como algo maravilloso e increíble. Y empezó un inquietante ca-
mino, con un continuo subir y bajar. Tan pronto me sentía feliz y
agradecida por lo que estaba viviendo, y reía, gritaba y me daban
ganas de bailar, como bajaba a una velocidad de vértigo hasta
las profundidades oscuras y cavernosas, a ese pozo negro sin fin
al que me precipitaba sin poder hacer nada para evitarlo. Y no
entendía por qué sucedía eso una y otra vez. En realidad, nadie
lo notaba, porque fingía ser la que todos esperaban que fuese, y
sola, en mi silencio, lloraba.

Fue mi primera relación la que hizo saltar todo por los aires: el
primer beso. Y con él…, el olor, el sabor, las imágenes, los re-
cuerdos. Y entonces, por primera vez, lo conté. Se lo conté a él,
se lo conté a mi mejor amiga y se lo conté a la persona que más
confiaba en el mundo, la persona que en los últimos años me
había animado a vivir, a quererme, a ser feliz. La persona gracias
a la cual había seguido adelante. La única persona a la que le
dejaba mirarme a los ojos y no me asustaba. Doblaba mi edad,
y pensaba que de nuevo me ayudaría a encontrar el camino. No
lo hizo. Con un simple “Esto me supera”, desapareció de mi vida
para siempre. Ya no quiso volver a verme. Creo que fue enton-
ces cuando me sentí como la misma mierda, como si el cartel
de “CULPABLE” ocupara toda mi frente. Nunca en mi vida me he
sentido más sola y abandonada. En aquellos días, empezó una
especie de proceso de autodestrucción y compasión. Empecé a
beber; lo hacía sola, en mi habitación, sentada en el suelo y apo-
yada en la pared. Nadie se enteró jamás. Me emborraba con mis
amigos y provocaba imágenes patéticas. En alguna de aquellas
borracheras, confesé mis pecados. No recuerdo lo que conté; iba
demasiado borracha; sin embargo, sí recuerdo la respuesta de un
amigo: “Si querías conmoverme, no sólo no lo has conseguido,
además, me has aburrido. Lo siento por aquella niña, pero tú no

Primera parte - 105


me das ninguna pena”.

Aquel día, juré que nunca volvería a hablar de aquello. Y durante


muchos años, jamás lo mencioné. Lo enterré, convencida de que
el tiempo lo haría desaparecer. No podía soportar que me recha-
zaran una y otra vez por un pecado que yo no había cometido.
¿Por qué lo hacen? ¿Por qué cuando vences ese miedo que te
supera para contarlo la gente te trata con desprecio y mira hacia
otro lado? ¿Por qué todo el mundo se echa las manos a la cabeza
cuando se habla de los abusos sexuales, y cuando cuentas lo que
tú has vivido, te castigan? ¿Por qué te sepultan una y otra vez en
tu silencio? ¿Por qué?

¿Por qué? ¿Por qué?

Nunca, nunca, nunca he dejado de luchar por mi vida. He vivido


dos vidas paralelas que se entrecruzan una y otra vez sin poder
hacer nada para evitarlo. No puedes dejar de preguntarte: “¿Por
qué yo?”, “¿Por qué a mí?”. No puedes evitar pensar cómo sería
tu vida si no hubiera ocurrido. ¡Cuántos años perdidos! Tienes la
sensación de que, al robarte tu niñez y tu adolescencia, te han
robado la base sobre la que debería apoyarse tu vida, y no sabes
cómo rellenar ese vacío tan brutal.

Es duro cambiar la imagen del otro lado del espejo y aprender a


quererla. Es duro acercarte a la gente y no temer que te vayan a
dañar. Es duro aprender a dejarte querer. Es terriblemente duro
empezar una relación de pareja, creerte su cariño y que acepte
tus altibajos. Es duro aprender que tu pareja no abusa de ti, sino
que te ama. Es tremendamente duro borrar las imágenes que se
solapan en un beso, en una caricia… Son años, años de miedo,
de lucha, de esfuerzo. Hasta que un día, eres capaz de amar y
sentirte amada, aunque te hayan robado el derecho de disfrutar
de tu primer beso. Poco a poco, muy poco a poco, con un desgas-
te de energía casi extenuante, empiezas a aceptar la imagen del
otro lado del espejo, empiezas a no temer a la gente, empiezas
a mirar a los ojos y no sentir vergüenza y miedo. Poco a poco,
empiezas a encontrar tu sitio, por fin. Poco a poco, empiezas a
tener lo que el resto del mundo tiene de forma gratuita.

Hace tiempo que recuperé en parte mi vida. Hace tiempo que


aprendí a reír y a disfrutar de los momentos cotidianos que te
brinda la vida y hacer de ellos algo bonito. Hace tiempo que soy
capaz de amar y de sentirme querida, que soy capaz de llegar
a casa por la noche y decirme a mí misma: “¡Qué bien me he
sentido hoy!”. Hace tiempo que soy capaz de reír, de pasármelo
mejor que nadie con mi pareja, con mis hijas, mis amigos, en la
Primera parte - 106

montaña o en cualquier parte. Hace tiempo que aprendí que la


felicidad no es más que la sucesión de momentos de paz, mo-
mentos bonitos con los amigos, con la familia; aprender a dis-
frutar volcándote en las páginas de un libro, en el cuidado de las
plantas al son de la música, de un café, un amigo, unas velas,
una cena en tu casa con tu gente… La vida es increíble y vale la
pena vivirla, a pesar de todo y a pesar de todos.
Mis amigos, los que me he ido ganando poco a poco con mi es-
fuerzo, me han ayudado muchísimo a sentirme querida. Tengo
que reconocer que siempre me han mimado, ¡pero tanto!, que
si dudara de su cariño sería injusta. Ha sido gracias a ellos que,
poco a poco, he ido recuperando mi autoestima, al menos, en lo
que al tema afectivo se refiere.

Cada vez los momentos malos son muchísimo menos que los
buenos. Cada vez ocupan una parte más pequeña de mi vida,
pero a veces, de repente, y sin avisar, se despierta en el pecho
un dolor, una punzada aguda que me quita el aire y siento que
me ahogo. Dura unos días, y no hay nada en el mundo que pue-
da aliviar ese dolor. Roza lo insoportable y aguanto porque he
aprendido que se pasa; sólo hay que esperar. Antes, cuando ve-
nía, fingía, nadie lo notaba. Podía haber estado llorando toda la
tarde, que por la noche recibía a mis amigos con la mejor de mis
sonrisas. Pero supongo que la energía, al igual que una batería,
también se agota. Y ya no me queda energía para disimular.
Mi autoestima aún se tambalea. Es como si mi cerebro y la ima-
gen que tengo de él fueran por caminos separados. Siempre con-
vivo con esa sensación de no ser capaz. No me creí capaz de
acabar el COU y estuve a punto de abandonar, a pesar de que
saqué una media de notable. No me veía capaz de aprobar un
examen cuando estudié Trabajo Social, y a pesar de sacar las
mejores notas de la clase, siempre pensaba que era suerte, y
que el siguiente lo suspendería, porque yo no podía ser capaz.
Siempre he sido la más rápida en los cursos, y siempre he ido por
delante, y nada, absolutamente nada, me borra la sensación de
que yo no soy capaz.

A esa autoestima deplorable se le añade la ayuda de una jefa que


disfrutaba con el acoso particular. Doce años escuchando: “Eres
una inútil que no vale para nada”, “Eres tonta, no eres capaz de
hacer un trabajo”, “Por favor, no pienses que es peor, sólo haz lo
que te piden”, gritos, insultos, vejaciones…, más mierda para la
mochila.

Primera parte - 107


Es duro y difícil luchar contra todo eso, y esperar que no te afec-
te. Pero lo hago: lucho, lucho cada día.

Ya no me esfuerzo por ser quien no soy. He decidido renunciar al


esfuerzo de fingir y ver qué pasa. Ser capaz de decir: “Me siento
mal” ha sido todo un reto, pero lo he conseguido. Poco a poco, va
asomando alguien nuevo, alguien que ni es la niña triste y asus-
tada que se escondió tras una coraza, ni es tampoco aquella per-
sona alegre y dicharachera que en realidad nunca existió. Poco a
poco, con casi cuarenta tacos, voy encontrando mi sitio.

Cuando estoy triste e intento comunicarlo, nadie puede enten-


derlo. Al fin y al cabo, lo tengo todo: una familia que me apoya
incondicionalmente; una pareja que está de mi parte, aunque no
siempre me entienda; unas hijas que son mi alegría, una razón
irrenunciable para vivir; y amigos. Me siento querida, muy queri-
da. ¿Cómo explicarle a alguien, cuando lo tienes todo, que sigue
habiendo algo que te rompe el alma? ¿Cómo explicas el dolor por
algo que sucedió hace casi treinta años, si incluso a mí me resulta
increíble?

Hoy sé, tengo la certeza absoluta, de que al igual que es nece-


sario llorar a los muertos, es imprescindible deshacerse de esta
carga de mierda que se ha acumulado a lo largo de los años, esa
especie de cáncer que te va devorando por dentro sin que te des
cuenta. Para limpiar el alma hay que arrojar fuera el dolor, el
miedo. Han sido unas sensaciones muy fuertes las que me han
acompañado durante toda mi vida. La niña que aún llora a veces
dentro de mí, todavía necesita desahogar su rabia y su temor
para poder crecer definitivamente. Aún sueña con ese ser sin
rostro que apacigüe su ira y le susurre al oído que ya ha pasado
todo. Entonces, sólo entonces, desaparecerá el dolor.

Pero es tan difícil. Después de tantos años, he vuelto a hablar


del tema. He vuelto a mis raíces para arrancarlas de cuajo y des-
garrar con ellas la causa de mis heridas. Pero no sé si la gente
lo entiende. Lo que he sentido es que, al contarlo, la gente que
quiero, tiende a mirar hacia otro lado. Los que antes consideraba
seres cercanos y cálidos se han convertido en distantes. Y lejos
de sentirme comprendida, aumenta el sentimiento de culpabili-
dad, como si tuviera que pagar una y otra vez por el pecado que
otra persona cometió. Es como si la vida me hubiera hecho una
terrible encerrona. Es como si, al iniciarse el abuso, llevara implí-
cita una maldición: “Sufrirás esto el resto de tu vida, y lo harás
sola. Ahora, porque no tienes el valor de decirlo, porque sólo eres
una niña. Y cuando crezcas, seguirás sola, porque, cada vez que
lo cuentes, la gente mirará hacia otro lado, y eso te hará sentir
Primera parte - 108

más y más sola, y te alejarás más y más del mundo. Una y otra
vez, sentirás deseos de ocultarte tras tu máscara, porque cada
vez que asomes la cabeza, te dañarán”.

No quiero; me niego a volver a refugiarme tras la coraza. Necesi-


to hacerla pedazos y que desaparezca para siempre. Pero ¿cómo
logras que lo entiendan las personas que quieres? No pueden
hacerlo…, no saben. Y yo no quiero perder el cariño de mi gente,
pero su incomprensión me llena de rabia. No es justo. Cuando lo
intento, siento que pierdo algo en el camino. La gente sigue ahí,
pero, de pronto, la noto distante. Y duele, joder…, ¡cómo duele!
Mil veces me pregunto cómo habría sido mi vida si aquello no
hubiera sucedido. Y se despierta una tremenda rabia e ira por los
años perdidos, por los años robados. Quiero recuperar mi vida
para siempre; quiero arrojar la rabia al vacío y sé que sólo podré
hacerlo sacándola fuera, hasta que no quede nada, nada, nada.
Pero cuando lo cuento, nadie se queda el tiempo suficiente para
escuchar. ¿Nadie me puede conceder al menos ese derecho?

Y cuando has decidido dar ese paso al frente, ya no hay mar-


cha atrás, aunque no sé hacia dónde mirar, porque ahora son
los demás los que ya no me miran a los ojos. Me pregunto si se
puede forzar y forzar la máquina hasta que lo entiendan y sufrir
la sensación de que piensen que estás loco o desequilibrado, o
simplemente resignarse a que no puede ser, permitiendo que los
seres queridos aparten la vista como si les hubieses decepciona-
do por no ser la persona alegre y estable que pensaban que eras.
Es como si sólo te aceptaran a cachos.

No me puedo enfadar con la gente que quiero por no entenderlo,


o por sentir miedo de no saber ayudarme, y aun así estoy ca-
breada, furiosa con la vida, con el mundo, por no dejarme arrojar
esa mochila de mierda al vacío. Entonces, la sensación de rabia
se eleva al infinito. Y cuando estás tan, tan cansada, piensas: “¿Y
cómo voy a seguir cargando con ella toda mi vida?”.

Durante años, los deseos estaban muertos; no deseaba vivir, no


deseaba aprender, no deseaba soñar…; sólo deseaba dejar de
sufrir. Ahora, tengo un afán tremendo por vivir, por aprender, por
recuperar el tiempo perdido…, pero me falta la energía para ha-
cerlo. Cada cosa nueva me supera, me viene grande, me asusta.
Me gustaría que alguien comprendiese mi miedo, mi cansancio,
y me cogiera de la mano para ayudarme a seguir caminando.
Porque deseo vivir, más que ninguna otra cosa. Deseo trasmitir
alegría a mis hijas y que nunca me vuelvan a preguntar por qué
estoy triste. Deseo que las punzadas de dolor desaparezcan para
siempre. Deseo que mi cabeza pueda estar quieta por un rato.

Primera parte - 109


Deseo dormir de un tirón, sin pesadillas. Deseo dejar de tener
miedo. Deseo dejar para siempre el lagrimeo silencioso y llorar
por fin. Deseo subir a lo alto de una montaña y dejar que la niña
que llevo dentro chille su rabia hasta agotarla, para que pueda
descansar por fin. Deseo oírte decir que se acabó, que ya pasó,
que lo comprendas. Deseo poder mirarte a los ojos y saber que
eres capaz de sentir mis palabras y mis silencios. ¡Deseo que me
creas!, que entiendas que mi sentimiento no lo siento sola; es el
mismo de todos los que hemos pasado por este trance. Deseo ser
capaz de decir lo que siento sin tener miedo, y que me escuches
sin incomodarte.

A pesar de los pesares, no cambio mi vida por la de ningún otro.


A pesar de la angustia, del dolor, de las pesadillas, de la incom-
prensión, a pesar de haber estado muerta durante años porque
alguien me robó el alma, a pesar de no sentir, a pesar… de tantas
cosas, no cambio mi vida. Y no la cambio, porque cuando em-
piezas a vivirla, eres capaz de saborear cada minuto de felicidad
como el resto del mundo no sabe hacer. He comprendido que la
gente que me rodea, que no ha sufrido lo que nosotros hemos
sufrido, a veces no es consciente de lo que vale un minuto de
felicidad. Creo que cuando empiezas a salir de este agujero ne-
gro y profundo eres capaz de saborear la vida en profundidad;
eres capaz de percibir y disfrutar aquello que el resto del mundo
ni siquiera ve. He comprendido que la felicidad, mi felicidad, es
una sucesión de minutos en los que disfrutamos intensamente de
esas cosas sencillas que nadie percibe. Ese ratito en el que sim-
plemente me siento bien, ese gusanillo en el estómago que crece
en mí cuando comparto un café con un amigo, ese placer que da
la música mientras me vuelco en las páginas de un libro o mien-
tras riego mis plantas, ese minuto en el que siento un instante de
paz… son esos minutos de gloria, mis minutos de gloria, a veces
más intensos que los que viven otros en toda su vida, porque
no son capaces de valorar lo que significa vivir sin sufrir. Estuve
muerta mucho tiempo, pero en algún momento de mi vida me di
cuenta de que podía elegir, y elegí vivir. Este sufrimiento nos ha
hecho más sensibles, más humanos, más buena gente. Quiero
aprender a sacar de toda esta mierda algo bueno y aprender a
valorar lo que me brinda la vida. Sentirme así me da energía para
mirar hacia delante.

Quiero vivir; sólo necesito la energía suficiente para conseguirlo.


Primera parte - 110
Segunda Parte
Consecuencias familiares

N o creo que nadie en su sano juicio sea capaz de poner en


duda la gravedad de un abuso sexual infantil. Bueno, qui-
zá más que una creencia sea un deseo un tanto iluso, porque,
desgraciadamente, parece haber bastante gente que no está en
su sano juicio, a tenor de lo sé que por propia experiencia y, en
mayor medida, por lo que me cuentan mis compañeros del foro.
Así es; sucede con demasiada frecuencia que la víctima termine
convertida en culpable, y es precisamente en el entorno familiar
donde más aparecen esos cuestionamientos que, a veces, le de-
jan a uno sin palabras.

En cualquier caso, vamos a empezar abordando los asuntos fami-


liares, prestando especial atención a ciertos factores colaterales,
tal vez más desconocidos, pero que inciden de un modo muy di-
recto, y a veces devastador, en la integración y resolución de este
hecho traumático por parte del superviviente.

Tras el abuso, nos sentimos abrumados por un cúmulo de senti-


mientos que no siempre vamos a saber manejar adecuadamente
y que pueden desestabilizar nuestra existencia. Es algo bastan-
te comprensible si consideramos las edades en las que fuimos
abusados. Quizás el lector que no esté familiarizado con este
asunto piense que el niño o la niña irán corriendo a contarles a
sus progenitores la desagradable y traumática situación por la
que acaban de pasar. Esta es una idea muy lógica, pero errónea.
En primer lugar, hay que decir que el abusador más frecuente es
el padre o el padrastro, con lo cual la posibilidad de confiar en
la familia pierde muchos enteros. También puede ser cualquier
otro miembro de la familia, quien, de un modo más o menos
directo, coacciona al niño para que mantenga el silencio. Inclu-
so tratándose de un abuso extrafamiliar, puede el menor seguir
manteniendo su silencio, bien sea por vergüenza, por miedo a
no ser creído o por sentirse cómplice y, por ende, culpable de lo
sucedido, algo de lo que ya se encarga el agresor.

El tiempo no se detiene, y aunque de mejor o peor manera vamos


a evolucionar, de adultos, nuestro instinto nos seguirá empujan-
do a la huida y a la evitación. Por doloroso que resulten ciertos
recuerdos, tarde o temprano deberemos aceptar que las respues-
tas sólo las encontraremos en nuestra capacidad de enfrentarnos
con el pasado. El camino de la recuperación se nos empezará a
mostrar cuando podamos mirar de frente las secuelas que nos
paralizan, limitan y aterrorizan; la luz surgirá cuando situemos
el origen de muchos de nuestros males en los abusos de nuestra
infancia. Ya tenemos sobrada experiencia, la mayoría, para saber
que la evitación sólo nos ha conducido a perpetuar una agonía
que no nos merecemos.

Otra idea bastante alejada de la realidad pretende ver al niño


olvidándose de estos sucesos traumáticos y siguiendo adelante
con su vida con absoluta normalidad. Es posible que de adultos
Segunda parte - 112

no tengamos en la conciencia el recuerdo de lo sucedido, sobre


todo si los abusos se produjeron a edades muy tempranas, pero,
por desgracia, las secuelas sí nos acompañarán la mayor parte
de las veces, y, además, con el agravante añadido de no saber a
qué obedecen. Otros creerán que hechos como estos no pueden
olvidarse jamás. Y es cierto, en parte; pero sólo en parte. En mi
caso, que hago extensivo a otros muchos, sabía perfectamente
lo que había hecho mi padre, pero, a pesar de recordarlo, nunca
pensaba en ello. Es como si estuviera archivado en algún lugar
de mi mente donde jamás entraba, motivo por el que me resul-
taba del todo imposible relacionarlo con ninguna secuela ni hacer
nada con esa información. Era como una zona gris, como algo
que estaba en la memoria, pero que en ningún caso se convertía
en un recuerdo consciente sobre el que reflexionar o sacar con-
clusiones.

Las circunstancias descritas hacen que uno de los papeles más


trascendentales lo deba jugar la familia, o la parte de la familia
no agresora si el abusador es un miembro de ella. Nuestra recu-
peración tendrá mucho a favor o en contra, dependiendo de las
actitudes que adopten las personas más allegadas. Y si a alguien
se le pasa por la cabeza que voy a poner en tela de juicio a la
familia y al rol activamente positivo que debería representar…,
está en lo cierto.

El pensamiento generalizado es que la familia apoyará incondi-


cionalmente a quien haya sufrido este tipo de abuso. Cualquiera
que lo observe desde el exterior pensará que esta es la actitud
lógica y que cabe esperar. Pero cuando se observa desde dentro,
las cosas son muy diferentes. La razón puede parecer un verda-
dero misterio, pero el asunto es tan simple como la grandeza y la
miseria del ser humano. Imaginemos una catástrofe cualquiera,
por ejemplo, un incendio. Seguro que surge un héroe que sale
entre las llamas con un niño en brazos. Muy peliculero, pero bue-
no, esa sería la parte más noble del hombre. Pero de ese mismo
incendio también saldría más de uno que, por salvarse, no duda-
ría de pasar por encima de un niño que yace herido en el suelo,
por decir algo. Bien, lo que quiero decir es que ante una catás-
trofe familiar del calibre de los abusos sexuales también surgirán
estos dos estereotipos que acabo de describir. Y entre uno y otro,
toda una amplia gama de actitudes ambiguas. Quizá la mayoría,
pues al igual que sucede en tantos otros ámbitos de la existencia
humana, hay muchas más tonalidades de grises que un negro o
un blanco inmaculado.

Podemos analizar varias razones de peso capaces de impedir que


la familia adopte ese papel protector y salvador que tanto requie-
re y espera el niño. Una de esas razones es el desconocimiento.

Segunda parte - 113


En muchos casos, nadie sabe que entre sus filas hay un agresor
que abusa y un menor que está siendo o ha sido abusado. Cuan-
do eso sucede, es inevitable que surja la pregunta: ¿cómo es
posible que nadie se dé cuenta? Es un asunto ciertamente pelia-
gudo. Cito de nuevo mi experiencia, ya que padecí abusos duran-
te diez años, o tal vez más, y mi madre nunca llegó a enterarse.
Alguien me dirá que mi madre, en realidad, no quiso enterarse.
Quizás haya parte de verdad en ello. Está claro que nadie piensa
que su pareja está abusando de su propio hijo, y más en genera-
ciones pasadas, cuando no había ni la más mínima información,
ni recurso de ningún tipo. Si tu mente no concibe una realidad,
aunque esta sea bastante evidente, no se ve.

Otra posibilidad, mucho peor, sin duda, es que, aun sabiéndolo, la


ley del silencio se imponga por encima de los intereses del menor.
Si antes se nos planteaba una pregunta obvia, ahora todavía con
más razón: ¿puede un familiar o conocido darse cuenta de lo que
ocurre con el niño y no decir nada? Pues sí. Puede. Y aunque no
sea la norma, ocurre con una frecuencia muy superior a la que
nos gustaría creer.

Es innegable que buena parte de los que padecimos abusos


sexuales viviremos lastrados por graves secuelas, y estas exis-
tirán independientemente de lo que sepa o no sepa, y de lo que
haga o deje de hacer la familia. Tampoco se trata de endilgar las
culpas a unos u otros, pero me parece imprescindible, al menos,
dejar constancia de que un poco de ayuda no nos hubiera veni-
do nada mal. Pero bueno, las cosas son como son. El pasado no
puede modificarse y tampoco quisiera ser crítico ni alarmista en
exceso.

La mayor o menor gravedad está muy relacionada con el abuso


en sí, con el agresor y con otras circunstancias, pero una buena
disposición y actuación familiar puede minimizar considerable-
mente los efectos negativos de cara al futuro. Y por supuesto,
nuestra participación activa en el proceso de recuperación nos
puede liberar de una gran parte del lastre antes mencionado.
Así que debemos ser conscientes de que nuestros problemas ac-
tuales, aunque provengan en buena medida del abuso, han de
ser enfrentados y resueltos por nosotros. Y para ello, deberemos
deshacernos de nuestro inseparable compañero, el victimismo,
para empezar a buscar todas las herramientas y recursos que
necesitemos para salir victoriosos.

Veamos las distintas posibilidades que pueden sucederse cuando


Segunda parte - 114

el menor es víctima de un abuso sexual:

• La familia lo descubre y actúa en beneficio del menor.


• La familia lo descubre, pero desatiende en mayor o menor
grado las obligaciones que se le suponen.
• No se cree la versión del menor.
• No se descubre hasta que ya somos adultos.
• No se descubre nunca.

Morir en un accidente de tránsito o que nos toque el gordo de la


lotería están en los polos opuestos de lo que desearíamos; sin
embargo, coinciden en que ambas cosas las percibimos como po-
sibilidades muy remotas. De igual manera, pocas familias —si es
que hay alguna— piensan que un hecho de la magnitud del abu-
so sexual infantil suceda entre los suyos. ¿Quién puede esperar
que algo así pase delante de sus narices? Erróneamente, muchos
creen que, de suceder algo así, seguro se darían cuenta.

La negación es tan fuerte cuando se trata de aceptar que estos


hechos nos pueden afectar directamente que no debería sorpren-
dernos la realidad con la que nos toca convivir, una realidad en
la que la opinión pública observa el abuso sexual infantil como
un hecho extraordinario, cuya incidencia no debe buscarse entre
gente normal. Tal monstruosidad sólo puede ocurrir en ciertos
ambientes marginales, familias desestructuradas, o haber sido
perpetrado por alguien al que se le ha ido la olla. Esta es una idea
que nos va muy bien para ser utilizada a modo de escudo, con el
propósito de alejar unos fantasmas demasiado turbadores y que,
llegado el caso, no sabríamos muy bien cómo afrontar.

Parece ser que hay ciertas cosas en la vida para las que uno
nunca está preparado. Sin embargo, esas cosas suceden. Y por
desgracia, ocurren más a menudo de lo quisiéramos. Y no sólo en
ese tipo de familias que parecen servir como tranquilizantes para
nuestra conciencia, situándonos al otro lado de la barrera y exi-
miéndonos de toda culpa. Sucede —y, además, mayoritariamen-
te— en familias que nadie dudaría en calificar como normales.

¿Por qué existen tantas dificultades para hacer frente a una si-
tuación que, por si quedara alguna duda, está tipificada en el
Código Penal con bastantes años de cárcel? Los cimientos de al-
gunas familias se asientan en un sutil entramado de cuestiones
no habladas ni pactadas explícitamente. Hay ciertas cosas que
no pueden ni deben ocurrir. Pero ocurren, y cuando lo hacen,
llega el caos. Para evitarlo, la única salida es mantenerlo oculto a
cualquier precio, aunque el precio sea abandonar a su suerte al

Segunda parte - 115


niño abusado.

A pesar de lo desestabilizador que pueda resultar el descubri-


miento de un hecho de este calibre, por fortuna, sigue habiendo
muchas familias cuya primera opción es proteger al niño. Esta es
la opción lógica, la primera que se nos viene a la cabeza y la que
muchos dan por sentada, porque no parece que pueda existir
otra alternativa. No obstante, y ateniéndome a mi experiencia,
no puedo contemplarla sino como una alternativa más, y, desgra-
ciadamente, no la más habitual.

Lo que está demostrado es que la respuesta del entorno familiar,


cuando es positiva, facilitará que las secuelas susceptibles de
provocar los abusos en el niño queden mucho más contenidas y
eviten en buena medida que la sociedad tenga entre sus filas a
un nuevo individuo adulto deprimido, suicida o agresor.

En el foro, planteamos una encuesta para valorar nuestras rela-


ciones familiares y, en su caso, sacar conclusiones acerca de los
efectos del abuso sexual y dichas relaciones. Sobre una muestra
de ciento ocho participantes se obtuvieron los siguientes resul-
tados:

Siempre nos hemos llevado mal: 42%


Siempre nos hemos llevado bien: 19%
Nos limitamos a una relación cordial: 39%
Quizá lo más llamativo sea que tan solo una de cada cinco per-
sonas diga sin ambages que en su familia siempre se han llevado
bien; el resto va desde la cordialidad, pasando por el quedar bien,
hasta llegar al llevarse directamente mal. Mis críticas hacia las fa-
milias de las víctimas de abusos sexuales, como puede verse, no
tienen que ver con ninguna extraña fijación mía, y tampoco sería
el más adecuado para tenerla, pues como ya he comentado en
alguna ocasión, y siempre en comparación con otros casos, casi
puedo considerarme afortunado en este aspecto.

Superada la prueba familiar con mayor o menor éxito, nos en-


frentaremos con la respuesta social, otro escollo que también
puede ocasionarnos serios quebraderos de cabeza. Y algo más
que quebraderos puede suponernos una batalla con la respuesta
legal. Esta última ha causado no poca controversia, pudiéndose
convertir en otro importante agente de revictimización para el
menor.

Pero vayamos a las familias patológicas donde el máximo valor lo


constituye la supervivencia del ente familiar. Es obvio que el man-
Segunda parte - 116

tenimiento de este estatus de familia feliz y libre de problemas


no es compatible con un abuso sexual. Afrontarlo con todas sus
consecuencias significa poner en peligro ese entramado que cada
cual es libre de calificar con el adjetivo que prefiera. Yo utilizo un
término, concretamente, hipócrita, porque engloba una buena
parte del modo de actuar de la familia. Si este no te parece el
más adecuado, tengo otros, aunque los omitiré educadamente.

Ante esta dramática e incomprensible situación de abandono


aparecen distintas variantes, todas ellas negativas para el menor,
y en las que, fundamentalmente, se desatienden e incumplen las
normas más elementales para su buen desarrollo psíquico, físico
y emocional.

La negligencia familiar hacia la víctima puede adoptar formas


sutiles, como eludir y derivar culpabilidades y responsabilidades,
o bien ser de una obviedad tan manifiesta que escandalice a cual-
quiera. A cualquiera, menos a la familia perfecta.

Hay que reconocer que todos tenemos bastante facilidad a la hora


de emitir juicios, eso sí, siempre y cuando el objeto a juzgar no
tenga que ver con nosotros. Creo que todos conocemos muy bien
lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Sí, esa famosa
cita, esa que siempre pensamos que se aplica a los demás.

Cuando he hablado de abusos con alguien y se ha planteado la


hipótesis de que dicho alguien se hubiera encontrado en una si-
tuación de ese tipo, en ningún caso recuerdo haberme tropezado
con una opinión que interpusiera cualquier circunstancia antes
que los intereses del niño. Existe una absoluta unanimidad cuan-
do se trata de decidir lo primero que hay que preservar. Todos
están absolutamente de acuerdo en defender al menor por enci-
ma de cualquier otra contingencia. Pero si esto es realmente así,
¿por qué ocurren entonces tantos casos de negligencia? ¿Qué es
lo que falla? En primer lugar, y entre otras cosas, sucede por-
que quienes emiten estas opiniones sólo hablan de una hipótesis.
Una cosa es lo que uno cree que haría y otra muy distinta lo que
termina haciendo, o sea, la realidad, con una serie de compleji-
dades y circunstancias que no es posible calibrar desde la mera
hipótesis. Y después está la no menos sorprendente capacidad de
distorsionar la realidad que tienen algunos. Nosotros porque no
tuvimos más remedio, pero en este caso me refiero a los agreso-
res. Me acuerdo de un comentario que hizo una persona abusada
en su infancia y que nos puede ir muy bien para reflexionar sobre
ello. El abusador, en este caso, era un familiar. Imaginemos la es-
cena familiar en la que todos están mirando el televisor, agresor
y víctima incluidos. En un momento dado, en el programa hablan

Segunda parte - 117


de que han detenido a unos pederastas. Entonces, el agresor
exclamó: “Habría que matarlos a todos”. La chica que vivió esta
situación todavía alucinaba cuando relató estos hechos. ¿Hasta
qué punto el agresor no es consciente de sus actos? Claro, no
pretendo disculparlo, sino tan solo tratar de entender cómo una
persona es capaz de abstraerse de sus responsabilidades y sus
actos hasta pensar que aquello no va con él. O tal vez sea un
simple acto de hipocresía o de cinismo.

Cuando hablamos de un elemento agresor dentro de la familia,


debemos tener presente que puede ser cualquiera de sus miem-
bros. Sin embargo, las estadísticas de este lamentable ranking
son bastante concluyentes, y señalan al padre o a quien repre-
sente este papel como el primero de la lista, y, además, en una
posición bastante destacada.

En una situación de abuso sexual donde el padre y el agresor son


la misma persona, el menor desarrolla sentimientos contradicto-
rios. Los vínculos emocionales provocan una exacerbación de los
problemas inherentes a la propia situación de abuso. Por una par-
te, el menor intenta por todos los medios a su alcance ocultar lo
que ocurre, aunque, por otra parte, también está esperando que
alguien descubra y ponga fin a ese oscuro secreto. Por lo general,
cuando hablamos de alguien, nos estamos refiriendo a la madre.
Es la figura materna quien se erigirá como el centro en el que
habrá de confluir la responsabilidad de tomar las medidas más
adecuadas ante esta situación de abuso. A pesar de la predispo-
sición altruista y abnegada de muchas madres, estas no siempre
son capaces de comprender la gravedad del suceso ni de estar
a la altura de las necesidades del niño. Este primer escenario,
más allá de la resolución materna, es el más común en un abuso
sexual intrafamiliar; un escenario que, también hay que decirlo,
está sujeto a multitud de variables.

Es muy frecuente que el abuso se convierta en un secreto entre


el agresor y la víctima, razón por la cual no llegará a descubrirse
y, en consecuencia, poca cosa podrá hacer la madre ni nadie del
entorno del menor. El secreto convierte en cómplice a la víctima,
creándole un sentimiento de culpabilidad que asegura el silencio.
Eso no significa que el niño no dé señales de que algo no va bien.
Otra cosa es que dichas señales sean correctamente interpreta-
das, algo que no sucede con la frecuencia que desearíamos. Al
fin y al cabo, lo último que piensa y quiere pensar una madre es
que su propia pareja está abusando del hijo de ambos. Existe una
negación que podríamos considerar, hasta cierto punto, lógica.
Segunda parte - 118

Es obvio que, en este primer escenario, el menor tiene todas las


de perder. No podrá procesar ni exteriorizar este hecho traumáti-
co, y desarrollará toda esa gama de secuelas de mayor o menor
intensidad que ya hemos ido mencionando a lo largo de esta
obra. Tal vez en un futuro, ya adulto, sea capaz de romper con
este secreto tan doloroso y dañino, y cuando eso ocurra, si es
que ocurre alguna vez, pueda liberarse de una buena parte del
lastre. Ahora bien, en este nuevo horizonte no faltarán nubarro-
nes, pues la experiencia me dice que seguirá corriendo el riesgo
de verse enfrentado a nuevas revictimizaciones de la mano del
sector familiar, social o incluso jurídico si opta por una denuncia
y no ha prescrito el delito.

Las variables, si entramos en las sospechas más o menos funda-


das que pueda tener la madre, también son dignas de conside-
ración. Puede tratarse de alguna sospecha basada en pequeños
indicios o bien tener la absoluta certeza de que el menor está
siendo abusado. En este último extremo, puede incluso ser parte
activa de él, aunque es poco frecuente. Infrecuente por acción,
ya que por omisión resulta bastante más habitual. Sea cual sea
la situación de abuso y el grado de conciencia que tenga la madre
de él, lo que nos interesa saber es qué se hace al respecto.

Cualquier circunstancia de la vida está ligada a ciertos condicio-


nantes que influirán en nuestra toma de decisiones. Por poner un
ejemplo: si estoy a disgusto en el trabajo, la decisión consecuen-
te podría ser dejar dicho trabajo. Pero, en este caso, los condicio-
nantes serán mi responsabilidad de colaborar en el mantenimien-
to de una familia u otras obligaciones de carácter económico, o
de otro tipo. Si considero que las opciones de acceder a un nuevo
trabajo de parecido nivel que me asegure, en la medida de lo
razonable, la estabilidad que he tenido hasta la fecha no son mu-
chas, podría llegar a concluir en que lo más sensato es continuar
ejerciendo el mismo trabajo.

Tal vez no parezca demasiado acertado trasladar el ejemplo ante-


rior a un ámbito familiar en el que se están produciendo abusos
sexuales; es decir, un ámbito donde la madre está a disgusto
con la situación de abuso que acaba de descubrir o sobre la que
alberga sospechas fundadas. En este caso, los condicionantes
podrían ser el miedo, la dependencia económica o su propio his-
torial, que suele ser bastante influyente, y que quizás también
incluya abusos sexuales y malos tratos.

Cuando se dan los condicionantes anteriormente mencionados,


unidos a una sospecha más que significativa sobre la existencia

Segunda parte - 119


de abuso sexual, la tendencia puede dirigirse hacia la evitación
de dicha sospecha o bien desviarla hacia otras circunstancias que
no se correspondan con lo que realmente ocurre. Cuando alguien
es incapaz de enfrentarse a ciertos acontecimientos, adopta la
postura de mirar hacia otro lado o a negar las evidencias. Incluso
cuando las evidencias no parecen dejar espacio para la duda, se
continúa negando lo innegable.

En el mundo del niño, saberse protegido es fundamental. Esta


es una de las principales funciones que deben desempeñar los
progenitores, con el objeto de garantizar su correcto desarrollo
psíquico y físico.

Cada vez que se produce un abuso, el niño siente que su mundo


se resquebraja, que se le traiciona, que se le abandona. La sen-
sación de sentirse desprotegido y abandonado es abrumadora.
Imaginemos cuál sería la situación si el niño percibe que sus
protectores no ejercen su función, bien porque uno de ellos es
el agresor, o bien porque, en esa misma situación, generalmente
la madre, sabiendo lo que está sucediendo, no hace nada por
evitarlo.

No quiero que parezca que estoy haciendo un alegato contra las


madres o contra la familia en general, pero tampoco quiero dis-
frazar una realidad que conozco demasiado bien. Estos compor-
tamientos, aunque tengan sus razones internas, existen, y, por lo
tanto, también es necesario analizarlos; sólo así vamos a poder
contemplar el cuadro desde la perspectiva apropiada.

Por una cuestión genética, la madre desempeña un papel funda-


mental a los ojos del niño. Más allá de los hechos que se produje-
ron en su niñez, las relaciones de las personas sobrevivientes de
abuso sexual con sus respectivas madres casi siempre son bas-
tante complicadas. Es como si la responsabilidad máxima se les
hubiera atribuido a ellas y la respuesta no hubiera sido la desea-
da. Como ya se ha indicado, hay casos en los que realmente eso
fue así, sin que por ello debamos buscar atenuantes ni excusas
para justificarlo, pero en otros muchos casos, ese resentimiento
se enquistó en una época donde sólo queríamos ser salvados
y nadie acudió en nuestra ayuda, probablemente, porque nadie
supo nunca qué nos estaba pasando. Y a pesar de ello, la brecha
que se abrió en su momento no se ha cerrado por falta de co-
municación. Eso en términos generales. Si entramos más en lo
particular, vemos que las posibilidades eran nulas, porque nunca
se habló ni se habla de los abusos. Ocurre a menudo que siguen
siendo un secreto que nadie conoce. El silencio no sólo se impone
Segunda parte - 120

puertas afuera, sino que sucede otro tanto puertas adentro, mo-
tivo por el cual es imposible solucionar este tipo de conflictos.

Una de las consecuencias más frecuentes de los abusos y mal-


tratos durante la infancia es, como ya hemos visto, nuestra ten-
dencia a adoptar el papel de víctima y, por consiguiente, la mayor
probabilidad de ser nuevamente victimizados una vez alcanzada
la etapa adulta.

Las personas que hemos padecido abusos tenemos mayores di-


ficultades para defendernos ante cualquier tipo de agresión. Es
como si el abuso fuera una enfermedad para la que no tenemos
un sistema inmunológico en condiciones. Mientras no nos en-
frentemos, con todas las consecuencias, al problema que arruinó
nuestra infancia, estaremos expuestos a ser victimizados una y
otra vez. Digo esto para poner en evidencia la vulnerabilidad de
las personas abusadas. Pero lo digo, sobre todo, porque si no
somos capaces de defendernos nosotros mismos, estaremos en
clara desventaja a la hora de defender a los demás, incluidos
nuestros propios hijos. Esa es la situación en la que muchas mu-
jeres llegan a la maternidad, a veces creyendo que el pasado ya
se superó, y a veces, simplemente, queriendo olvidar, o mejor
dicho, no queriendo recordar. Ante semejante perspectiva, no es
extraño que una y otra vez se repita el mismo patrón, unas pocas
veces por acción y una gran mayoría por omisión.
Otro escenario que suele darse es justo el contrario del que aca-
bo de exponer. Ante el temor, en ocasiones irracional, de que les
suceda a nuestros hijos lo mismo que nos sucedió a nosotros, se
tiende a una excesiva sobreprotección que igualmente puede ser
perjudicial para el menor.

La cuestión, en definitiva, es que una madre víctima de malos


tratos, abuso sexual incluido o no, tiene más probabilidades de
no defender como debería los derechos más elementales de sus
hijos.

Los malos tratos instauran una autoimagen muy negativa. El es-


pejo nos dice que no valemos para nada, y son los demás quienes
dicen lo que debemos hacer. No sabemos imponernos. Cuando
una mujer con este perfil se empareja con un hombre con ten-
dencias maltratadoras y abusivas, que a veces ella misma busca
inconscientemente, porque es el modelo que se le inculcó en su
aprendizaje erróneo, obtenemos el peor resultado posible para
ella y también para sus hijos. Y si, además, la madre también pa-
deció abusos sexuales, ya tenemos el perfecto modelo de madre

Segunda parte - 121


que no sabrá reaccionar ni romper con una relación de dependen-
cia en la que se siente atrapada, sin recursos y también, muchas
veces, aterrorizada.

No es un panorama muy halagüeño el que estoy describiendo,


pero todavía puede ser peor. He dicho en varias ocasiones que
el silencio, si bien no es una constante, suele ser la opción más
habitual que elige la víctima. También hemos analizado las ra-
zones de por qué sucede así. Sin embargo, hay excepciones en
las que el niño, a su manera, le cuenta a la madre las cosas que
le hace su papá. Muchas de esas excepciones se van al traste,
agravando todavía más la traumática situación que vive el menor.
Y ocurre porque la madre no cree en lo que le dice el niño. O no
le quiere creer. ¿Por qué? Pues porque es más fácil la postura que
desmiente al niño que enfrentarse a una realidad que implicaría
asumir una serie de responsabilidades de enorme calado y que
podrían llevar al divorcio, a los tribunales… o al hospital.

En un ambiente de desprotección como el que estamos descri-


biendo, el niño está echado a su suerte. Los recursos de supervi-
vencia que se verá obligado a emplear desembocarán en muchas
de las secuelas que ya hemos analizado anteriormente.
Testimonio de Silencio
Creo que es el momento de escribir un poco y enfrentarme a mi
pasado. No sé muy bien por dónde empezar… Tengo 19 años y
mi primera infancia fue feliz, con dos hermanos y alrededor de
nannies que siempre cuidaban de nosotros.

Mis papas eran aquellas personas ocupadas que viajaban y te


traían regalos…, pero yo me consideraba muy feliz. Supongo que
una termina imaginando que así era como funcionaban las cosas.
Cuando empecé a crecer un poco, me di cuenta de que no suce-
día lo mismo en las demás familias.

Con el tiempo, mi papa fue viajando menos y pasando más tiem-


po en casa. Eso significó un aumento de reglas y regaños a los
que no nos tenían nada acostumbrados las nannies. Mi papa
permaneció una buena temporada en casa, porque sus negocios
iban mal. Su respuesta a la nueva situación fue refugiarse en el
alcohol y el maltrato hacia mi hermano y hacia mí. Por fortuna,
sus negocios volvieron a tomar impulso y regresó a sus viajes…,
Segunda parte - 122

y mis hermanos y yo a nuestra jaula de oro.

Al cabo de unos años, mi nanny de toda la vida se fue de la casa.


Mis papás decían que ya no la necesitábamos. Pero para mí era
como una madre: ¿cómo no iba a necesitar a quien para mí era
mi mamá? Yo pensaba que era para toda la vida. Al final, tuve
que aceptar que era sólo una nanny y que estaba formando su
propia familia, y eso implicaba dejarme. Todavía la extraño.

Fue por aquella época cuando mi mundo empezó a tambalear-


se. Mis hermanos y yo vivíamos prácticamente solos, siendo aún
unos niños: chóferes para la escuela, cocineras para la comida…
y esa era la única gente que había en nuestra casa. De ahí en
adelante, solos todo el tiempo.

También fue por entonces cuando mi hermana comenzó a cam-


biar bruscamente. Demasiado. Tanto fue así que a veces me cos-
taba reconocerla por su manera de actuar y pensar. Empezó a
tener fuertes depresiones, momentos de mucha felicidad a los
que seguían periodos muy agresivos y un sinfín de extraños com-
portamientos. Después de tratamientos, hospitales, psicólogos,
psiquiatras y medicamentos, llegó el diagnostico: trastorno bi-
polar.

Poco tiempo después, mi hermana se iría de casa. Mi hermano y


yo, un poco más grandes, supimos llenar muy bien ese vacío con
amistades: fiestas todos los días, alcohol, dinero, diversión, ca-
rros, novios para mí, novias para él…; cómplices uno del otro, en
definitiva. No pedíamos más; por el contrario. De hecho, ahora
nos molestaba que mis padres fueran a casa, pero, a decir ver-
dad, no era que debíamos preocuparnos mucho por eso. Nuestra
única preocupación era esconder y limpiar un par de días antes
de que llegaran, y parar las fiestas un par de semanas para des-
pués volver a lo mismo.

A mis papás se les ocurrió la brillante idea de ponernos un tutor,


porque al final se dieron cuenta de que mi hermano y yo vivíamos
de fiesta, no íbamos a dormir a casa y rara vez aparecíamos en
el colegio. Acababa de cumplir dieciséis años. A partir de aquel
momento, cada vez que se marchaban de viaje, nos dejaban a
cargo del mejor amigo de mi papá, a quien llamábamos tío y
vivía cerca de casa. Siempre que salíamos de noche, teníamos
que ir a avisarle y decirle adónde íbamos, con quién y a qué hora
llegábamos.

Él se preocupaba demasiado por mí. Así empezaron los abusos.

Segunda parte - 123


El mejor amigo de mi papá iba a mi casa a ver si necesitába-
mos algo y, como casi siempre, mi hermano estaba en casa de
sus amigos. Él aprovechaba aquella situación y se me acercaba
mucho. Yo fui incapaz de imaginar lo que pretendía, hasta que
un día me besó, para decirme a continuación que era culpa mía,
porque yo lo provocaba. Más adelante, me obligó a que lo tocara
y lo masturbara. Con el tiempo, fue pidiendo más y más. Lo tenía
todo bien planificado. Le daba permiso a mi hermano para que
no apareciera por casa durante semanas completas. Estaba a su
merced, sola… Me obligaba a quedarme con él y a tener sexo va-
rias veces al día, casi siempre anal, pero también oral y vaginal.
A veces, me trataba con mucho cuidado, caricias y cariños que
yo hasta disfrutaba, y otras veces me lastimaba mucho. Tenía
que cumplirle sus fantasías, ver pornografía con él y hacer lo que
quisiera: bañarme con él, andar desnuda o hacerle el favor con
un amigo suyo.

Al principio, yo siempre lloraba, gritaba y me resistía, pero lo


único que conseguía era que me lastimara más, así que opté por
dejar que las cosas pasaran e intentar no pensar ni sentir. Mi vida
tenía dos caras: por una parte, súper feliz, con una buena familia,
en el mejor colegio, con muchos amigos, un novio al que adora-
ba, mi hermano que me apoyaba y me hacía compañía, una me-
jor relación con mis padres las pocas veces que nos veíamos…, y
por otro lado, el infierno, el infierno de los abusos y mis intentos
de tragarme el dolor y esconder esa parte de mí.
Con el tiempo, el tipo empezó a ser cada vez más agresivo. Un
día, me dejó toda marcada de moretones y chupetones. Al día
siguiente, mi novio terminó conmigo. Me dijo que yo le era infiel
y me llamó puta. No fui capaz de decirle nada. Me dolió tanto que
cuesta expresarlo; me dolió tanto que no pude reaccionar. En-
tonces, decidí que si me iban a llamar así, al menos les daría una
razón. Y así fue. Empecé a tener sexo con quien me lo pidiera,
con cualquier muchacho que conociera. Ni siquiera lo disfrutaba.
Después, me sentía la persona más vacía, sucia y utilizada del
mundo.

Hice nuevos amigos, ese tipo de amigos que la sociedad y mis


padres no podían ver, aunque, por otro lado, parecían entender
mejor mi sufrimiento. En ese ambiente, entré en contacto con
algo que me permitiría alejar de mí aquel sufrimiento: ¡drogas!
Primero, sólo marihuana; después cocaína, ácidos, heroína, hon-
gos, éxtasis…, lo que fuera mientras me colocara.

Al principio era perfecto: cuando se daban los abusos, muchas


veces yo ni me daba cuenta porque estaba a tope de drogas.
Segunda parte - 124

Simplemente, me escapaba y creaba mi propia realidad, por pri-


mera vez en mucho tiempo.

Aunque dejara de sentir aquel dolor por unos instantes, este


siempre regresaba cuando pasaban los efectos, y lo hacía con
más fuerza, más vacío y más secuelas.

Con las drogas, sentía que podía ser otra persona, que podía
cambiar el mundo entero. Creía ingenuamente que mi vida iba
a mejorar, que iba a ser feliz otra vez. Entonces, nada me pre-
ocupaba y el dolor desaparecía. Mi realidad era otra, pero con el
tiempo fue tanta la adicción que ya no era capaz de pensar en
otra cosa. Ya no podía vivir sin ellas. Tanto fue así que nada me
importaba; me dejó de importar hasta mi hermano, que es a
quien más quiero en este mundo. Lo dejé a un lado, anteponien-
do las drogas a él, a mí misma, a todo.

En el ambiente de las drogas todo puede pasar, todo es exceso,


no hay límites. Cuando me quedaba sin dinero, tenía que partici-
par en orgías para que me dieran más drogas; estar con mujeres,
hombres, hacer lo que me pidieran, aguantarme el dolor, el asco,
pensar sólo en la recompensa…: una pastilla, una dosis… Es ini-
maginable todo lo que me hacían, pero yo daba lo que fuera. Mi
vida se convirtió en sexo y drogas.

Empecé a quedarme por temporadas a vivir con amigos en pi-


caderos; allí, cuando no se pagaba la mercancía, las cosas se
arreglaban con peleas o con armas. Era normal que cada fin de
mes alguno de los que vivían allí llegaran desangrándose por los
balazos recibidos en peleas; era normal el sexo de todos con to-
dos, no tener comida por días, sufrir abusos de cualquier tipo.
Entre los abusos que aún seguía padeciendo, las orgías y el acos-
tarme con los chicos que salían conmigo, terminé creyendo que
no servía para otra cosa; creía que mi obligación era dar sexo a
quien me lo pidiera.

Al final, enfermé. Faltaba al colegio, estaba vacía, sola y con mu-


cho dolor. Mis verdaderos amigos trataron de ayudarme, pero yo
los hice a un lado. Dejé de ver a mi hermano, y si me buscaba,
me escondía. A mis papás apenas los veía, mis novios me utili-
zaban y me dejaban, hasta mi agresor se empezó a cansar de
mí; decía que ya no rendía igual por andar metida en drogas y
que estaba demasiado acabada y flaca, pero aun así siguió abu-
sando de mí, aunque ya nunca con caricias ni atisbos de cariño;
al contrario: me golpeaba, eso sí, con mucho cuidado de hacerlo
en lugares donde no se notaran las marcas. Me encerraba en el
baño, me insultaba…

Segunda parte - 125


Toqué fondo. Me di cuenta de lo mal que estaba. También vi lo
solo que estaba mi hermano y que, al igual que yo, empezaba a
frecuentar ambientes poco recomendables. Entonces, temí mu-
cho que fuera por el mismo camino que yo. Tomé la decisión de
hablar con mi mamá y le dije que tenía una fuerte adicción a las
drogas y que necesitaba ayuda. Al principio, pareció preocuparse
por mí. Me llevó a un centro de rehabilitación y me botó ahí. Me
dejaron como paciente interna por un período de tres meses.

Cuando era tiempo de sesiones familiares, yo me salía a los jar-


dines, pues mis padres jamás quisieron ir. En tiempo de visitas,
tampoco acudieron. Sólo de vez en cuando me llamaban por te-
léfono. No podían permitir que su gente de la alta sociedad les
viera en un albergue de vulgares y deprimentes drogadictos.

Los primeros tiempos no fueron nada fáciles. Con el transcurso


de los días, poco a poco, empecé a avanzar y a acostumbrarme
al buen trato. En el albergue nadie me lastimaba, nadie abusaba
de mí; ahí no tenía que dar sexo a cambio de ser escuchada o de
recibir un abrazo; ahí había gente que sufría y que quería salir
adelante igual que yo, gente que ayudaba. Ahí dejé las drogas y
me juré que mi vida iba a cambiar.

Cuando regresé a mi casa, me apliqué hasta terminar el colegio.


Todo parecía estar volviendo a la normalidad, con mi hermano,
con mis antiguos amigos, incluso la relación con mis padres. Pero
aquello no iba a durar demasiado.

Mi agresor seguía apareciendo en mi vida y otras cosas comenza-


ron a aparecer: inseguridades, miedos, secuelas… Me sentí atra-
pada y decidí huir. Decidí irme de mi casa. ¡Cómo me costó! Dejé
a mi hermano, a mis amigos, abandoné la oportunidad de poder
seguir estudiando y hacer una carrera universitaria, dejé a mis
papas que, aunque los viera poco, los quería, y mucho. Dejé mi
casa, mis lujos, el bienestar económico. Con dieciocho años, me
fui de mi país. Llegué al extranjero sola, con otro idioma, otra
cultura, otra gente: una nueva vida donde nadie sabía de mi pa-
sado, un lugar donde creía poder empezar de nuevo.

Estaba claro que intentaba huir de mis problemas, lo que no siem-


pre es la mejor solución, aunque a veces es necesario por una
mera cuestión de supervivencia. O tal vez de desesperación.

Antes de dejar mi antigua vida, pensaba que al irme todo cam-


biaría, que mi pasado se borraría sin más. Y no es así. Lo más
Segunda parte - 126

difícil terminó, ya pasó, pero esto se llama vida, no cuento de


hadas. Voy hacia adelante, de eso estoy segura, pero no es pre-
cisamente fácil. Las recaídas siempre parecen estar acechando.
Ya en el extranjero, un día llamé a mi mamá y quise explicarle
por todo lo que había pasado. No me quiso escuchar. A veces,
creo que fue lo mejor; me hizo pensar que realmente no quiero
que ella lo sepa.

Y aquí estoy. Hace varios meses que dejé mi antigua vida, pero
aún hay cosas que en ciertas ocasiones no me dejan continuar…
¡Son tantos recuerdos, cicatrices y secuelas! Sufro de ataques
de pánico, obsesiones, a veces depresiones, pesadillas… No he
vuelto a tener sexo y veo difícil que algún día me anime a volver
a tocar a un hombre o a dejarme tocar. Tengo sentimientos de
culpa, escucho voces en mi cabeza, tengo fobias y dolor, echo de
menos a mi hermano, a mi país, a mis amigos, a mi gente… Me
encantaría seguir estudiando, pero aquí no puedo darme esos
lujos; aquí tengo que trabajar, trabajar y arreglármelas sola. El
precio que he tenido que pagar ha sido muy elevado.

Ahora, estoy ahorrando, porque albergo la esperanza de regresar


algún día a mi país, pagarme un lugar donde vivir, pagarme estu-
dios, quizás alguna terapia y visitar a mi familia.

Cada día va un poco mejor. Ya me encuentro adaptada a mi nue-


va forma de vida y estoy superando muchas cosas y empezando
a aceptar mi pasado. Vuelvo a tener muchos amigos, un par de
trabajos estables y, aunque con altos y bajos, sigo adelante.

A veces, pienso que hubiera estado bien tener algún tipo de edu-
cación religiosa. Cuando se está tan vacía, una busca desespera-
damente algo a lo cual aferrarse, pero, a falta de eso, me aferro
a mi música y a mis libros, que, aunque suene extraño, me han
sacado de muchas.

Dos años después…


Estoy haciendo terapia. La terapeuta dice que escriba todo lo que
ha pasado en mi vida últimamente; que debo escribirlo, leerlo y
releerlo hasta asimilarlo; que sería mejor contarlo una y otra vez
hasta que logre asimilarlo.

Mi estancia en Estados Unidos tampoco ha sido fácil. Estaba sola


y pasaron miles de cosas, los mejores momentos de mi vida y
también algunos de los peores. Tras dos años de trabajar y vi-
vir bien la mayor parte del tiempo, me cansé, no sé muy bien

Segunda parte - 127


de qué, y huí una vez más. Dejé de nuevo a todos mis amigos,
mi trabajo… una vez más, dejé a la gente que quería, a la única
gente que tenía.

Lo abandoné todo y me fui a Nueva York. La validez de mi visa


terminaría pronto y no quería estar ilegalmente en ese país. En-
tonces, un amigo se ofreció a casarse conmigo para arreglarme
los papeles. Yo, aunque dudaba de sus intenciones, acepté. Ob-
viamente, me fue muy mal: él sólo quería utilizarme, y bien que
lo hizo. Sólo quería sexo y nada más. Era violento y muy agre-
sivo. Mi situación económica era la peor posible y todo se vino
abajo otra vez.

Un buen día, desesperada, tomé mis cosas y me vine a México.


Otra vez en México, sin vida, sin un lugar donde vivir y sin nada
ni nadie. Estuve en casa de un amigo. Caí en las drogas otra vez.
Pero conservé la suficiente lucidez como para acudir a un grupo
de ayuda de un fin de semana y me recuperé medianamente.

Volví a dejar la ciudad y el ambiente de las drogas, que parecía


acompañarme allá donde fuera. Otra vez, intenté empezar de
cero. Tampoco me fue nada bien: me tocó dormir en la calle y
pasar hambre. Aunque eso sucedió hace poco, mi memoria pa-
rece resistirse. Lo que sí recuerdo es que apareció mi hermano
para salvarme la vida. Con dieciocho años, me salvó y nos fui-
mos a vivir juntos. Como mi hermano sí tiene contacto con mis
papás, consiguió que le dieran dinero, y con ese dinero para él,
se mantenía y me mantenía a mí. Incluso, pude entrar en la uni-
versidad.

Al cabo de un tiempo, mi hermano se fue de esa ciudad. Regresó


a vivir con mis papás, porque ellos se lo pidieron. Yo dejé la uni-
versidad y también regresé a la ciudad donde viven mis papás, la
misma donde vivía la persona que había abusado de mí durante
un par de años. Me lo encontré y volvió a abusar de mí. Me había
jurado que eso nunca volvería a pasar. ¡Y volvió a pasar! Me vine
abajo otra vez. Tuve un intento de suicido y volví a las drogas.
Tuve que acudir al médico, debido a problemas físicos causados
por el abuso. Busqué a mis papás, pero me dieron la espalda. Y
lo siguen haciendo.

Finalmente, regresé a rehabilitación y me recuperé nuevamente.


Estoy limpia de drogas desde entonces. Sigo tratando de rehacer-
me, de reconstruirme, de pegar esos pedacitos que aún quedan
de mí, tratando que cada día sea un poco mejor que el anterior.
Segunda parte - 128

Sigo sin entender por qué mis papás no me quieren, no me vol-


vieron a aceptar en su casa ni apoyarme en ningún sentido. In-
tenté hablar de nuevo con mi mamá y obviamente no me hizo
caso. La semana pasada, busqué a mi papá y me insultó. No sé
por qué siempre me han rechazado. Ahora estoy con un amigo,
y en tres días regreso a la ciudad donde estudio y vivo. Quiero
continuar con mi carrera, aunque me cuesta muchísimo estudiar,
concentrarme y aun más seguir las reglas, pero lo intento cada
día, a pesar de que en demasiadas ocasiones me siento tremen-
damente sola y perdida. Quisiera vivir donde vive mi amigo, pero
ahí también viven mis papás y mi agresor, y dicen los terapeutas
que no sería sano ni conveniente, pero en la ciudad donde vivo y
estudio no encuentro trabajo y me siento muy sola.
Tercera parte
Consecuencias físicas

E ntre las consecuencias físicas que afectan al sobreviviente de


abusos sexuales en la infancia están las más obvias, que apa-
recen en la víctima inmediatamente después del abuso, y las
que lo hacen a largo plazo. Estas últimas, debido a la distancia
temporal del suceso, o incluso debido al no recuerdo del propio
abuso, pueden convertirse en un auténtico misterio, pues apare-
cen y desaparecen sin que exista, aparentemente, ninguna causa
que lo justifique.

Hallándose las agresiones sexuales dentro del terreno de lo físi-


co, sería lógico que los efectos negativos de este acto abusivo,
tanto a corto como a largo plazo, se manifestaran en este mismo
ámbito. En realidad, no siempre es así. No todos los agredidos
desarrollan después esta secuela. La afectación psicológica, por
ejemplo, es mucho más común. De todos modos, se trata de un
trastorno que se produce con una frecuencia significativa, y su
gravedad nos obliga a observarlo como una más de las conse-
cuencias asociadas al abuso sexual infantil. Tampoco está clara
la razón por la que en unos se manifiesta y en otros no. Tal vez
tenga que ver con la temprana edad en la que se iniciaron los
abusos, la frecuencia, la utilización de violencia o si hubo más de
un agresor. Sobre este último aspecto, también realicé una en-
cuesta en el foro, donde participaron ciento veinticinco personas.
Las cifras fueron las siguientes:

Un solo abusador: 58%


Más de un abusador: 42%

También podemos desglosar ese 42 por ciento del siguiente


modo:
Dos abusadores: 24%
Tres abusadores: 8%
Cuatro abusadores: 4%
Más de cuatro abusadores: 6%

El niño puede empezar con pesadillas y, en general, problemas


con el sueño. Este no es un síntoma exclusivo de la niñez; tam-
bién es una secuela bastante común entre las personas adultas.
Si los abusos se producían por la noche, no es difícil imaginar
las dificultades para conciliar el sueño. Luces encendidas, ansie-
dad, no perder de vista la puerta de la habitación o un estado
de permanente alerta por lo que sucederá tarde o temprano son
situaciones que, mantenidas durante años, pueden constituir un
problema realmente grave y generar diferentes tipos de somati-
zación. Este tipo de estrés postraumático no siempre se traduce
en una somatización, ni tampoco, lo haga o no lo haga, solemos
ser conscientes de la razón por la cual nuestro cuerpo reacciona
de una manera determinada.

Podemos pasar años y años tratando de curar nuestro cuerpo,


Tercera parte - 130

pero lo que en realidad necesitamos es curar nuestra alma. Hasta


que no averiguamos cuál es la causa que produce toda esta sin-
tomatología, estaremos lejos de dar con un remedio eficaz.

Otro problema ampliamente compartido tiene como protagonista


la comida. Aunque esta consecuencia puede entrar en el orden
de lo psicológico, también tiene una evidente connotación física.
Es como si el cuerpo demandara esa comida para ocultarse del
peligro: no resultar deseable escondiéndose bajo kilos de grasa.
También constituye uno de los indicadores de posibles abusos. Un
cambio súbito en los hábitos alimenticios del menor puede hacer-
nos sospechar; aunque estos cambios, como es obvio, también
pueden obedecer a otras causas.

Los retrocesos en la evolución del niño siempre son un signo muy


a tener en cuenta, no sólo con relación a los posibles abusos que
pueda estar padeciendo, sino a cualquier otra circunstancia que
le esté afectando. En este sentido, puede ocurrir que un niño,
por ejemplo, vuelva a perder el control de los esfínteres cuando
se trata de una etapa que ya ha superado tiempo atrás. Este
aspecto, concretamente, sí que debería hacernos sospechar muy
en serio.

Estos y otros síntomas pueden ir desapareciendo con el tiempo o


agravarse. Incluso, es posible que aparezcan otros que antes no
teníamos. A largo plazo, ciertos dolores generales pueden llegar
a cronificarse, y será difícil obtener resultados efectivos con los
distintos tratamientos que probemos. Cuando se desconoce la
causa de estos males, y cuando la propia persona se niega a sí
misma los abusos que padeció en su niñez, estamos mantenien-
do cerradas puertas que van a dificultar en gran medida cualquier
posible solución.

También el recuerdo físico —lo que llamamos imágenes intrusi-


vas— puede afectar ciertos comportamientos. Un ejemplo muy
claro lo hallaremos en el acto sexual. No es extraño que muchas
personas que han sufrido abusos no quieran saber nada de sexo
o traten de evitarlo tanto como les sea posible. Pero aun ponién-
donos en el caso contrario, y existiendo incluso una buena dis-
posición a mantener relaciones sexuales, siempre pueden surgir
situaciones que disparen alguna imagen y que nos hagan revivir
los recuerdos del abuso hasta echar por tierra ese momento que
debería ser placentero. A pesar de nuestra buena predisposición,
el cuerpo manifiesta físicamente que hay un problema que aún
no se ha resuelto satisfactoriamente.

No es extraño, entonces, que algunas personas puedan llegar a

Tercera parte - 131


percibir a su pareja como un agresor, por irracional que parez-
ca y aunque conscientemente sepan que en ningún caso es así.
Otras señalan que, después de hacer el amor, y sin ninguna razón
aparente, sienten ganas de llorar. Y en muchos casos, el recuerdo
está profundamente enterrado en la mente; no hay consciencia
de por qué sucede tal cosa, lo cual, como es obvio, supone un
serio impedimento a la hora de querer abordar el problema, un
problema sobre el que se desconoce su origen.

Las secuelas físicas también pueden estar relacionadas con la


agresión física. Por lo general, solemos decir que en el abuso
sexual no interviene la violencia física, pues en principio no es
necesaria. Pero en otra encuesta del foro queda claro que las
agresiones, además de la sexual, no son en absoluto anecdóti-
cas. Una de cada cuatro personas ha sido víctima de violencia. Lo
que no recoge la encuesta es en qué contexto se produjeron las
agresiones. Los abusos sexuales en los que el agresor es alguien
ajeno a la familia tienen más posibilidades de contar con la resis-
tencia de la víctima, y, por lo tanto, del uso de otros medios por
parte del agresor.

En este caso, hemos separado los maltratos en físicos, psicológi-


cos y exclusivamente sexuales, teniendo siempre en cuenta que
tanto los físicos como los psicológicos van unidos a los sexuales.
Este es el resultado sobre la base de ciento dieciseis participan-
tes:
He padecido maltratos físicos: 23%
He padecido maltratos psicológicos: 43%
Sólo he padecido abusos sexuales: 34%

El cuerpo, en definitiva, siempre tratará de expresar físicamente


el profundo dolor del alma que hemos querido reprimir o que
no hemos sabido expresar de otra manera, y creo que la mejor
forma de expresarlo y entenderlo será con la lectura de un testi-
monio de alguien que lo vivió en primera persona.
Tercera parte - 132
Testimonio de Beatriz

No recuerdo bien todos los detalles. Este ha sido un viaje, hacia


delante, lleno de liberación, y hacia atrás, lleno de amnesia; pero
creo que se impone un orden cronológico que facilite la compren-
sión.

Mis padres tuvieron un hijo, que murió al mes de nacer, y tres


hijas. Yo soy la mediana. Mi hermana mayor me saca cuatro años
y medio y yo le saco a la pequeña uno.

Mis primeros recuerdos al respecto son de mi padre sodomizan-


do a mi hermana mayor. Yo debía tener dos años. Mi hermana
pequeña y yo no queríamos ver lo que sucedía por las noches,
y salíamos por la ventana, saltábamos al alféizar de la ventana
contigua y accedíamos así al cuarto de al lado. Estamos hablando
de un tercer piso. Todavía me asombra que no nos matáramos
cayendo a la calle. Esa vía de escape terminó para nosotras cuan-
do, esta vez a la luz del día, nos vio una señora de los edificios de
enfrente, quien, rápidamente, avisó a la vecina, que era amiga

Tercera parte - 133


suya, para que se lo dijese a mi madre. Ese día nos pegaron una
paliza.

También recuerdo a mi padre haciéndome lo mismo a mí. Enton-


ces, mi espíritu salía del cuerpo y veía su cara mientras estaba
sobre mí, a pesar de estar tumbada boca abajo en mi cama.
Mi cuerpo aún recuerda la absoluta inmovilidad que tenía de la
cintura para abajo cuando me sujetaba, y por más que quisiera
moverme, era del todo imposible. Después, veo la escena desde
fuera. Mi cuerpo ya no siente nada.

Desde entonces, duermo con un ojo abierto y otro cerrado. Siem-


pre atenta a si se abre o no la puerta del dormitorio.

Lo peor sucedió en el baño. Aquí aparecen varios recuerdos, aun-


que soy incapaz de encontrar un orden en el tiempo. El primero
de ellos es completamente sensorial. Siento una fuerza que me
arrolla desde atrás. Una fuerza inmensa, imparable. Y algo den-
tro de mí me dice que tengo que llegar a la puerta antes de que
se cierre, o no sobreviviré. No sé cómo consigo meter la pierna
antes de que la puerta se cierre. La puerta me pilla la pierna,
pero ya no siento dolor más que en la pierna, porque el resto de
mi cuerpo es como si hubiese desaparecido. Es el verano en que
cumplí tres años, y no es mi casa, así que debe ser en agosto,
donde quiera que estuviésemos alquilando durante el mes de
vacaciones.
Mi madre lo tuvo que saber entonces por las heridas y el sangra-
do rectal. Entonces, visité a mi primer psiquiatra; así hasta los
siete años de edad.

Otro recuerdo es el vello púbico de mi padre. Su pene no puedo


verlo, porque está dentro de mi boca. Después, ese fogonazo de
luz que me borra la memoria. Cuando recupero la conciencia,
estoy tumbada en la bañera. El agua desde la alcachofa de la
ducha me cae en la cara. No siento mi cuerpo, especialmente de
la cintura para abajo. Es el baño de mi casa.

El tercer recuerdo es de mi padre tratando de obligarme otra


vez. Estamos en el baño. Le digo que se lo diré a mi madre. Me
amenaza con dejarme morir de hambre. Le digo que me da igual,
porque le pediré comida a mi madre. Y él me contesta que nos
dejará morir de hambre a mis hermanas, a mí y a mi madre.
Veo a mis hermanas en la terraza. Mi espíritu, una vez más fuera
de mi cuerpo, las ve jugando alegremente, y a mi madre en la
cocina, yendo al salón. Recuerdo hasta el vestido que llevaba.
Siento un gran amor por ella y pienso que no puedo dejarla morir
Tercera parte - 134

de hambre, así que vuelvo a mi cuerpo y sé que no tengo salida.


Siento una enorme ola de ira que crece dentro de mí y pone una
enorme nube gris oscura delante de mis ojos…, después, ese fo-
gonazo de luz y vuelvo a dejar de sentir mi cuerpo.

En el último recuerdo, me veo dentro de la bañera con mi padre.


Mi madre aporrea la puerta del baño y mi padre me dice que, oiga
lo que oiga, no salga de ahí. Abre la puerta del baño y mi madre
entra gritándome que salga. Estaba aterrada. Sabía que si salía
se me caería el pelo. Creo que me oriné encima, porque siento un
calor húmedo que me chorrea entre las piernas. Mis padres dis-
cuten. Él le dice a ella que está loca. Ella le recrimina que si yo no
estoy, que qué hace el grifo abierto, a lo que él responde que no
le había dado tiempo a cerrarlo. Mete la mano para cerrarlo y yo
casi grito del susto. Mi madre me grita tres veces más que salga
de ahí inmediatamente, pero no descorre la cortina. El terror me
paraliza. No sé cuánto tiempo pasa hasta que salgo de la bañera.
Estoy completamente helada.

Pasan los años, y cuanto yo tenía siete, sale en los periódicos la


noticia de un hombre que abusaba de sus tres hijas. La profesora
de Literatura, la señorita Marisol, lo comenta en clase. Estoy a
punto de decir que a mí me pasa lo mismo, pero luego pienso que
si lo digo habrá sucedido realmente, y no quiero que suceda, así
que me callo.
Realmente, no sé cuándo paró. Sí tuve conciencia, a los nueve
o diez años, de que el asunto podía empeorar al leer un libro
con la historia de Piel de asno, pero no la versión recortada para
los niños. Aunque todavía no menstruaba, sabía que tenía que
empezar a esconderme aun más o sería peor. Así que empezó la
paranoia.

Con dieciocho años, inicié otra terapia, debido a las somatizacio-


nes. Había tenido un accidente con la bicicleta y mi disociación
alcanzó cotas altísimas. Me hicieron escáner y electroencefalo-
gramas, así como otras pruebas para averiguar por qué perdía la
noción del tiempo y el espacio, por qué perdía la conciencia en
cualquier sitio y momento. Al no hallar nada, me derivaron a psi-
quiatría. Sé que el médico habló con mi madre y hubo un cambio
de actitud muy grande por su parte. Pero yo entonces no recor-
daba absolutamente nada y no acerté a entender qué sucedía.

Ahora, observo las secuelas físicas, dividiéndolas en dos tipos:


las inmediatas y las de largo plazo. Entiendo que este tipo de
secuelas dependerán en buena medida del tipo de abuso que

Tercera parte - 135


se haya padecido. En mi caso, el abuso incluyó sodomizaciones,
cuando yo contaba con tan solo tres años de edad; siendo así, la
desproporción física hace que el abusador literalmente te revien-
te por dentro.

Los daños físicos que se producen en el momento de la violación


—sangrado, destrozo de todos los tejidos del ano y aledaños,
dolor…—dejan secuelas tan inmediatas como inevitables. Algunos
de estos daños permanecen poco tiempo, como el sangrado, otros
te acompañan… ¿siempre? De hecho, han transcurrido treinta y
cuatro años y todavía tengo debilitados los tejidos de esa zona.
Si me siento sin poner cuidado, y al hacerlo separo demasiado los
cachetes de las nalgas, noto cómo internamente se me vuelven
a desgarrar los tejidos. Cualquier deportista que haya tenido una
rotura fibrilar entenderá, en pequeña escala, a qué me refiero. Si
me estriño sucede otro tanto.

Cuando di a luz, mi único temor era que se me volviese a des-


garrar la pared que separa el ano de la vagina, porque entonces
empiezas a defecar por la vagina y tienes que entrar a un quiró-
fano a que te recompongan. No sé si algún día me recuperaré de
estas lesiones, máxime si no lo he hecho en tantos años.

Después, hay otros daños físicos, los que se producen con pos-
terioridad a la violación y que tienen que ver con la cotidianidad,
con esa vida normal que siempre hemos anhelado. En esa vida
está la obligación de callar, de disimular tu dolor, de fingir que no
pasa nada, el sufrimiento que soportas en soledad, esa constante
y enfermiza situación que vives a diario…

Las somatizaciones son las secuelas de largo alcance. En mi caso,


se centraron en dos áreas: la garganta/tiroides y la piel.

Desde pequeñita, siempre estuve enferma de la garganta, como


si fuera una respuesta física para garantizar el silencio. Si no
hablas, no se te puede escapar ese horroroso secreto de familia.
Esa necesidad tiene su lógica cuando te han amenazado con de-
jarte morir de hambre y sabes de la imposibilidad de sobrevivir
sola. Cuando llegas a ese convencimiento, sabes que tu vida de-
pende del silencio.

Fiebres altísimas de más de cuarenta grados, asfixia por el estre-


chamiento de las vías respiratorias; en invierno o verano, daba
lo mismo, un año tras otro. No era más que una cría y ya sa-
bía cuáles eran los medicamentos que me recetaría el médico.
Pero el cuerpo tiene sus razones y la memoria celular no padece
Tercera parte - 136

amnesia. El cuerpo es realmente increíble. Cuando estamos en


fase fetal, las células de la lengua y de la piel son las mismas;
sólo en una fase posterior se especializan y distinguen. Por eso,
la piel es nuestro sentido más comunicativo. La piel nos pone en
contacto con el mundo o nos preserva de él.

Desarrollé una afección de la piel que fue diagnosticada como


soriasis. Es un picor interminable. La piel se muda a una veloci-
dad cuatro veces superior a la normal, con lo cual siempre tienes
placas de piel muerta en la superficie. En consecuencia, la piel
viva es tan reciente que resulta ser más sensible que la de un
recién nacido, de modo que cualquier prenda con fibras sintéticas
te irrita. Los cosméticos y productos de higiene personal te irri-
tan. El sol te quema desde febrero hasta noviembre —he llegado
a tener ampollas en el borde de las orejas y en la raya del pelo—.
Renuevas la ropa interior por otra de la misma marca y talla, y te
hace rozaduras durante más de cuatro meses.

Si la garganta era la somatización que representaba la prohi-


bición de hablar, la soriasis se convirtió en el escudo, un torpe
escudo para defenderme del abuso que siguió prolongándose en
el tiempo.

Aunque ya era adulta y las violaciones habían cesado hacía tiem-


po, seguía inmersa en una situación familiar igual de patológica.
Marcharme de casa para convivir con mi novio desató toda una
cascada de presiones y rechazos. La somatización, entonces, se
centró en la tiroides: hipotiroidismo subclínico, cuyos síntomas
fueron el aumento de peso, cabello crespo y electrizado, intole-
rancia al frío, fatiga excesiva, taquicardias, somnolencia diurna e
insomnio nocturno, deterioro mental —depresión, psicosis, mala
memoria…—, retención de líquidos, piel muy reseca, desarreglos
menstruales, infertilidad, anemia, voz ronca, inflamación de las
piernas, falta de apetito, entumecimiento, metabolismo ralenti-
zado…

Como resultado de ello, tuve que dejar de trabajar, pues no era


capaz de rendir mínimamente. Aumenté treinta y cinco kilos en
dos meses y medio, y me fatigaba tanto, por ejemplo, al prepa-
rarme un desayuno, que tenía que sentarme a descansar para
recuperar el aliento. Como era animadora sociocultural, y habi-
tualmente estaba de campamento o hacía actividades similares,
me resultaba imposible hacer frente a mi trabajo.

La electrización del cabello me produce unas migrañas horroro-


sas, y el médico no ha logrado dar con nada que puede minimizar

Tercera parte - 137


sus efectos. He llegado a llorar del dolor.

El metabolismo ralentizado hace que los procesos de eliminación


de desechos —entre otros— vayan muy despacio, así que estoy
en un estado permanente de toxicidad. De vez en cuando, el
cuerpo tiene crisis de limpieza y se me abren llagas por todo el
cuerpo, llagas muy dolorosas y sangrantes. Lo peor viene cuando
me salen en el intestino grueso. El dolor es tan horroroso que le
he llegado a pedir a mi esposo que me matara, que si realmente
me amaba, que me matase.

Me quedé embarazada y tuve un aborto espontáneo a las once


semanas de gestación —es algo relativamente habitual si tienes
problemas de tiroides—. Tuve una depresión muy fuerte y precisé
hacer terapia para salir del pozo donde la pena me había sumido.
Luego, tarde dos años en volver a quedar embarazada.

La piel tan seca hace que se me resquebraje por cosas tan sen-
cillas como quitarme un jersey o coger un vaso. Hay temporadas
que tengo que vestirme y desvestirme con guantes si quiero no
manchar la ropa de sangre.

Cuando me alejé de mi patológica familia, algunas somatizacio-


nes cedieron extraordinariamente. Este es sólo un ejemplo: es-
taba buscando a través de internet un regalo para el Día de la
Madre, ya que no me sería posible ir a su casa, ya que vive a 500
kilómetros. Tenía las manos tan llagadas que estaba manchando
el teclado de sangre. Cuando tomé la determinación de que no
iba a enviarle nada, que no iba a participar de la hipocresía de
esa familia feliz donde no ocurre nada malo, las llagas se me
cerraron… ¡en dos horas! En tan solo dos horas, el cuerpo había
creado piel nueva.

Actualmente, no mantengo relación alguna con mi familia de ori-


gen y las somatizaciones van desapareciendo, muy lentamente,
pero lo hacen. Ignoro si desaparecerán por completo o las tendré
que arrastrar durante el resto de mi vida, como me sucede con
las secuelas inmediatas.
Cuarta parte
Consecuencias sociales

N uestra decisión de mantener el secreto contra viento y marea


no beneficia a nadie. Si alguien sale ganando es el agresor. Y
los más perjudicados, como siempre, nosotros.

Las dificultades del sobreviviente para encontrar acomodo en la


sociedad tienen mucho que ver con el individuo y sus particulares
circunstancias, pero también con la propia sociedad. Ya hemos
visto el amplio y complejo mundo interior de la persona que ha
padecido abusos sexuales en la infancia, así como su resistencia
a enfrentarse a un pasado tan doloroso. Ahora bien, aunque los
obstáculos interiores y exteriores hacen desistir a más de uno,
siempre hay quienes tratan de abatir sus fantasmas y librarse de
esa condena infame que se arrastra desde la niñez.

Por lo que respecta a la sociedad, las dificultades deberemos bus-


carlas en el desconocimiento general que se tiene sobre el abuso
sexual infantil y sus consecuencias. Ya sabemos que aquello que
no se conoce acostumbra a generar miedo y rechazo. Esa es la
realidad que debemos cambiar. La información veraz y sin com-
plejos es el primer paso para empezar a cambiar las cosas.

No son pocos los que se sorprenden cuando les mencionas que


un 23 por ciento de las niñas y un 15 por ciento de los niños han
sufrido algún tipo de abuso sexual antes de cumplir los diecisie-
te años. Cuando se dan esas cifras, conviene aclarar lo que se
entiende por abuso sexual infantil. No estamos hablando única-
mente de penetración anal o vaginal, sino de cualquier compor-
tamiento abusivo en el que se busque una gratificación sexual
por parte del agresor a costa de la víctima. En este campo se
contemplan los tocamientos, el exhibicionismo, mostrar material
pornográfico, etcétera. Es una cifra alarmante que, además, y en
contra de la opinión generalizada, rompe con la idea de que estas
cosas rara vez se dan en las familias normales; de hecho, es allí
donde se producen con mayor frecuencia.

Señalaba antes la importancia de la información para una socie-


dad madura y comprometida. Pues bien, esas cifras pertenecen al
año 1996, y desde entonces no se ha hecho prácticamente nada
más, en cuanto a estadísticas se refiere. No nos ha de sorpren-
der, entonces, que apenas exista alarma frente a los abusos y
que sólo llamen nuestra atención los casos de pederastas que se
descubren en la red. La responsabilidad sobre este punto recae
en los medios de comunicación. No quiero decir que estos casos
deban silenciarse. En absoluto. Es evidente que debemos luchar
contra ello, ¡cómo no!, pero la realidad es mucho más amplia. Y
me parece bastante descorazonador que se hable mucho sobre la
punta del iceberg y que apenas se hable del resto del iceberg.

Otra apreciación incorrecta, aunque últimamente creo que está


empezando a modificarse, es la que nos dice que los abusos los
Cuarta parte - 140

sufren casi exclusivamente las niñas. No hay más que ver las ci-
fras que acabo de señalar en el párrafo anterior para comprobar
que los hombres también estamos expuestos, y mucho, a pade-
cer esta lacra.

En este mundo de la comunicación en el que nos ha tocado vivir,


los sucesos corren el peligro de trivializarse o de exacerbarse.
Por qué ocurre una cosa u otra sería entrar en un terreno apa-
sionante que va más allá de las posibilidades de este escrito; sin
embargo, si hago este comentario es para explicar la percepción
que se puede tener hoy en día de los abusos sexuales.

Hasta no hace demasiados años, el abuso sexual estaba restrin-


gido a los ambientes profesionales, sin que apenas se supiera
nada por parte del común de los mortales. Y si nos retrotraemos
unas cuantas décadas más, ni una cosa, ni la otra. En la actuali-
dad, quien más, quien menos, ha escuchado noticias sobre pede-
rastia, sobre escándalos relacionados con el clero y, en bastante
menor medida, sobre abusos intrafamiliares.

Actualmente, el abuso sexual infantil ha empezado a aparecer


en los medios, y todos sabemos que los medios determinan, en
buena medida, lo que existe. El caso es que hoy se habla de ello,
y aunque sea una realidad un tanto equívoca e incompleta, lo
importante es que este asunto salga del armario en el que ha
permanecido desde siempre. Paradójicamente, el hecho de que
se hable ahora podría hacer pensar a más de uno que antes no
ocurría, o bien que lo hacía en una proporción mucho menor. Y
eso no es así. Es innegable que cuantitativamente pueda haber
más casos hoy que cincuenta años atrás, pero eso responde a
algo tan simple como el aumento de población que se ha pro-
ducido en este lapso de tiempo. Proporcionalmente, y eso es lo
relevante, las cosas siguen estando más o menos igual. Lo que
sí es cierto, y quizás eso pueda inclinar un poco la balanza, es
que hoy en día, con internet, existen muchas más posibilidades
tanto para lo bueno como para lo malo, algo que los pederastas
han aprovechado. Pero en la parte positiva de la balanza también
podemos apuntarnos algunas cosas. Yo mismo puedo dar fe de
su eficacia, con una web con foros en los que se reúnen cientos
de personas de todo el ámbito hispanohablante para compar-
tir experiencias, ayudarse unos a otros y crear asociaciones en
distintas ciudades. Todo esto, unido a alguna avanzadilla en la
batalla de la prevención y de la información en general, podría
hacernos concluir que las fuerzas siguen equilibradas. O sea que
hay que redoblar esfuerzos y seguir luchando para que los abu-
sos sexuales en la infancia ocupen el lugar que, tristemente, les
corresponde y, en consecuencia, se pongan todos los medios ne-

Cuarta parte - 141


cesarios para combatir esta lacra que afecta a tantas personas,
tanto hoy como ayer.

Otra de las ideas equivocadas que sigue enquistada en el ima-


ginario popular reside en la imagen que se tiene del abusador
sexual. El inconsciente colectivo, en muchos casos, sigue aso-
ciándolo al viejo verde merodeador de escuelas y a ciertos indi-
viduos depravados, marginales, solitarios, enfermos o locos. Pro-
bablemente, esta imagen distorsionada del agresor tenga algo
que ver con esa parte de nosotros mismos que se obstina en no
reconocer esta realidad como algo que nos toca mucho más de
cerca de lo que quisiéramos. Eso no significa que no existan indi-
viduos que respondan a las características anteriormente apunta-
das, pero la mayoría responde al estereotipo de persona normal:
padres de familia, maestros, obreros, sacerdotes, empresarios y,
en general, todo tipo de ciudadanos perfectamente integrados en
la sociedad.

Siendo alguien que responde a un perfil tan vasto, también pode-


mos desechar esa idea un tanto clasista de que estos elementos
acostumbran a formar parte de ciertos sectores desestructurados
y marginales.

Un problema importante que afecta al sobreviviente, tanto de


niño como de adulto, es que no se le crea cuando decide relatar
lo que le ha ocurrido. En el caso del adulto, las mayores dificul-
tades las encontrará en el entorno familiar, pero también puede
hallarlas en otros ámbitos. Para el niño, no hay otro mundo que
no sea el familiar. Poner en peligro ese mundo del que tanto de-
pende es un riesgo que detiene a la mayoría. Recuerdo que una
de mis compañeras decía que haberlo revelado en su niñez le
supuso una paliza y seguir sufriendo abusos. Quizá no sea esta
la respuesta más habitual, pero es indudable que, al producirse
la revelación por parte del niño, no suele dársele el apoyo y la
credibilidad que tanto necesita.

Si interiormente resulta tan complicado tomar esa decisión, la


respuesta exterior tampoco está para tirar cohetes; de ahí que el
temor a la revelación esté más que justificado.

Cuando un menor decide romper el silencio, muchos adultos pre-


fieren creer que se trata de fabulaciones o fantasías del crío antes
que darle credibilidad a lo que está relatando. Pero aun puede
ser peor. Mi mujer, al hilo de lo que mencionaba antes sobre una
compañera, me ha contado en más de una ocasión que, ante los
Cuarta parte - 142

reiterados malos tratos que le infligía su padre, decidió interpo-


ner una denuncia. La respuesta de las autoridades fue decirle que
era una mala hija por hacer tal cosa. Tal vez eran otros tiempos,
aunque tampoco tan lejanos, y también estaríamos hablando de
otro tipo de abuso, pero a veces dudo de que hayamos evolucio-
nado demasiado en algunos terrenos, sobre todo en el fondo.

Hay otras falsas ideas, absurdas diría yo, como las que señalan
que es el menor quien provoca el abuso, o que, en todo caso,
podría evitarlo. Esto forma parte de un imaginario retrógrado y
machista que, quiero creer, está más cerca de la extinción que de
otra cosa. De lo que no hay duda es que estas excusas son las
que suelen utilizar los agresores cuando se les interroga y se les
piden cuentas por el delito cometido.

La sociedad ha ido integrando poco a poco los abusos sexuales


infantiles como una realidad más que hay que afrontar. Eso se
puede ver, como decía, en los medios. Otra buena muestra son
los libros o las películas, donde el abordaje de este asunto, en la
última década, ha sido notable. En el momento en que escribo
esto creo haber leído bastante literatura y visto la mayoría de las
películas y documentales donde se aborda el abuso sexual. Es cu-
rioso comprobar cómo la sociedad, en sus expresiones artísticas,
da una respuesta más o menos acertada al tema, mientras los
afectados, al menos yo, tenemos una recepción del mensaje, por
decirlo de algún modo, tan peculiar. Estas reflexiones, obviamen-
te, las hago desde la perspectiva en la que es posible valorar la
enorme diferencia que existe entre guardar el secreto y haberlo
revelado. La mejor manera de explicarlo es con un ejemplo: re-
cuerdo haber visto películas, antes de hablar con nadie sobre mi
pasado, donde se abordaban los abusos sexuales. Y aunque esté
diciendo que las vi, lo cierto es que, una parte importante del
argumento, concretamente, allí donde se hablaba de abusos, era
como si no la hubiera visto. Es el instinto de negación, cuya pre-
sencia es indisociable al instinto de supervivencia en nuestra in-
fancia. Lo más curioso es que, algún tiempo después, cuando las
emitían nuevamente, y en coincidencia con un período en el que
ya había revelado mi episodio de abusos, me sorprendía compro-
bar que algunas de las películas que, en un primer momento, no
me gustaron demasiado, hacían referencias muy explícitas a los
abusos. Y otra curiosidad: en este segundo visionado, al contrario
de la primera vez, solía descubrir una buena película.

Tal como sucedía en el pasado, intenté borrar aquello que no que-


ría recordar. La mente seguía actuando de la misma forma en que
lo había hecho desde la época en que se produjeron los abusos.
Me siguen maravillando los esfuerzos y la capacidad de nuestro

Cuarta parte - 143


cerebro para salvaguardar nuestra integridad mental.

Si nos centramos en el entorno social más inmediato, igualmente


podemos tropezar con algunas reticencias. Una vez superado el
obstáculo que nos imponía nuestro propio silencio, nos damos
cuenta de que lo que necesitamos hacer inmediatamente des-
pués es justo lo contrario. Si el silencio ha sido nuestro peor ene-
migo, ahora debemos aliarnos con la palabra. Verbalizar nuestras
sensaciones pasa a ser una de nuestras prioridades. El inconve-
niente, entonces, radica en encontrar un interlocutor adecuado.
Para muchas personas, aunque se trate de amigos, el hecho de
hablar sobre ciertas cosas es incómodo. Y los abusos sexuales
entran de lleno en esta categoría. Consideran que es algo privado
y que no les atañe. Y están en su derecho. En realidad, no saben
cómo actuar ni qué decir. Hay posiciones bastante más critica-
bles, como las de aquellos que manifiestan que es mejor estar
callado, olvidar y seguir adelante con nuestra vida. Pero, como
sabemos muy bien, para seguir adelante con nuestra vida es im-
prescindible hablar de ello y liberarnos de la carga que hemos
arrastrado durante tantos años.

Una de las consecuencias sociales que generan mayor frustra-


ción en el sobreviviente es la constatación de cómo un asunto de
tanta gravedad sigue considerándose un tabú del que conviene
hablar lo menos posible. No dejo de cuestionarme a quién puede
convenir semejante consideración. A nosotros no, desde luego.
Es justo admitir que el primer muro nos corresponde derribarlo
nosotros, y deberemos hacer el esfuerzo, a pesar de nuestra es-
casa habilidad a la hora de comunicar lo que nos ocurre. Nuestras
limitaciones, en este campo, tienen su lógica explicación. Nunca
hemos hablado de ello; de hecho, casi todos hemos sido coaccio-
nados explícita o implícitamente para no hacerlo, y ahora no es
fácil revertir esa situación. Pero debemos hacerlo, porque si tan-
ta gente desconoce la gran cantidad de abusos sexuales que se
producen en su entorno es lógico concluir que poco se hará para
ponerle remedio. Tampoco debe entenderse que nuestra obliga-
ción sea la de crear alarma, pero si, al menos, situar las cosas
en su sitio.

El vacío que produce la falta de información provoca otros efec-


tos indeseables, entre ellos, que casi no existan asociaciones que
se ocupen específicamente del abuso sexual infantil, y mucho
menos de las personas adultas que lo padecieron durante su in-
fancia. Por otra parte, la justicia a duras penas trata de ponerse
al día, y la sociedad sólo hace eco de las noticias sobre gran-
des redes de pederastia o de aquellas donde están involucrados
Cuarta parte - 144

miembros del clero, y más esporádicamente, de algún que otro


caso especialmente llamativo. Los que sabemos demasiado bien
lo que ocurre podemos indignarnos o sorprendernos ante tanto
desconocimiento, pero, en el fondo, esta es una actitud que no va
a servirnos de gran cosa. Conocemos muy bien la cruda realidad,
una realidad que nos dice que la mayoría fuimos abusados en el
ámbito de una familia normal o por alguien de nuestro entorno
más próximo, y que seguimos en el anonimato. A partir de esta
realidad, podemos movilizarnos o seguir lamentándonos. Mejor,
la primera opción.

Esta claro que, si no alzamos la voz, parte de la culpa también


nos pertenecerá. Si nadie nos oye es como si no existiéramos. Y
si no existimos, nadie moverá un dedo por nosotros. Nos lo debe-
mos a nosotros mismos y a los que están pasando lo mismo que
nos ocurrió en nuestra infancia.

Hace algún tiempo, con motivo de la presentación de mi primer


libro, di una charla en Pinamar, Argentina, donde, por extensión,
se abordó ampliamente el abuso sexual infantil desde todas las
variantes posibles. El público, mayoritariamente, estaba com-
puesto por profesionales de la sanidad, de la educación y de la
judicatura. El resto de la población estaba escasamente repre-
sentado. Por una parte, me alegró que los sectores profesionales
más involucrados con la infancia fueran los más interesados; sin
embargo, también fue algo decepcionante comprobar lo aleja-
do que se encuentra el resto de la sociedad de un asunto que,
de hecho, tanto le afecta. Porque nos afecta a todos. Todavía
pesa demasiado la idea de esas cosas no sucederían nunca en
mi familia. Los abusos sexuales, como los accidentes de tránsito,
parecen formar parte de aquellas cosas que les ocurren a otras
personas.

Antes comentaba que apenas hay asociaciones dedicadas a la


prevención y el asesoramiento sobre el abuso sexual infantil. Y
así es. No ha sido fácil ponerlas en marcha, y su sostenimiento,
con la colaboración de los socios y algunas subvenciones, con-
tinúa estando demasiado ligado a la precariedad. Pero no es en
estas dificultades donde quisiera poner especial énfasis, sino en
las actividades que desarrollan y que nos pueden dar una visión
de conjunto con respecto a la acogida social que se les dispensa.
Una de estas actividades es la información preventiva que se lle-
va a cabo en diferentes centros educativos. Focalizar la atención
en esos centros escolares es una prioridad que, además de repor-
tar ingresos para el mantenimiento de la asociación, nos permite
tratar el problema con los verdaderos interesados, dotándoles de
la información adecuada y de los recursos para negarse ante la

Cuarta parte - 145


nada deseable eventualidad de verse enfrentados a una situación
de estas características. Sin embargo, y aunque no sea la norma,
siguen existiendo centros de enseñanza que rechazan esta infor-
mación por cuestiones tan peregrinas como que en su centro no
ocurren estas cosas.

Personalmente, también he tenido la oportunidad de comprobar


las respuestas sociales frente a los abusos, todo ello gracias al
libro que publiqué en 2004 y a la web que lleva varios años fun-
cionando. Por ambas razones, he intervenido en radio, prensa
y televisión. Debo decir que, por lo general, el trato ha sido co-
rrecto, o incluso excelente, tanto hacia mi persona como hacia
el asunto a debatir, pero siempre hay alguna excepción que nos
dibuja el panorama en el que aún estamos viviendo. Mencionaré
dos: una surgida en los propios medios y otra a raíz de una de
mis apariciones.

“¿No pensaste que con tu silencio también estabas perjudicando


a los que ahora están pasando por lo mismo que tú?”. Esa fue una
pregunta que me hizo por televisión alguien del público. No sé si
se esperaba que la respondiera, porque el público era un conglo-
merado de voces, a cual más elevada; vamos, lo que popular-
mente conocemos como un gallinero. La verdad es que no estoy
muy seguro de que importara demasiado lo que dijera. Ante una
situación así, lo primero que debo hacer es asumir mi culpa por
prestarme a ciertos programas con los que tal vez debería haber
empleado un criterio más exigente. Pero, en aquel momento, me
interesaba hablar de la web, promocionarla y llegar al máximo
número posible de personas. Y bueno…, pagué un precio. Al poco
de terminar aquel programa, me enteré de que el público era de
pago, y que las preguntas ya estaban previstas de antemano. Por
fortuna, y como ya he dicho, se trata de una excepción. Y hablan-
do de excepciones, pasemos a la segunda.

Sucedió al día siguiente de una de mis intervenciones, también


en televisión. Un conocido, nada más verme, me comentó que
me había visto y no se le ocurrió otra cosa que preguntarme si
me habían pagado algo por haber contado aquello. Lo bueno —o
malo, según se mire— es que no creo que lo dijera con mala fe
ni con ánimo de molestar. A partir de ahí, me planteo dos op-
ciones: o la gente está tan alejada de esta realidad que siquiera
es consciente del alcance de sus palabras, o lo que pensó aquel
individuo es que lo que yo estaba contando no podía ser cierto y,
por lo tanto, mi presencia en aquel programa obedecía a razones
económicas que nada tenían que ver con lo que estaba relatando.
Cuarta parte - 146

Y el dinero debió parecerle un buen argumento. Pero no. Por si


queda alguna duda, nunca he cobrado nada.

Ya hemos analizado sobradamente las razones de nuestro silen-


cio, y por ello estamos pagando un precio social. Creo que está
en nuestras manos darle la vuelta a esta lamentable situación.
Por eso es tan importante modificar la percepción que tiene la so-
ciedad del abuso sexual infantil. Espero que entre todos se pueda
lograr pronto, pues, como ya he dicho en más de una ocasión, no
es este un asunto minoritario.

Una sociedad mejor empieza por una mejor infancia de todos sus
miembros, y el abuso sexual es un verdadero atentado contra el
futuro de todos.
Testimonio de Joan

Este será el segundo libro que escriba sobre el abuso sexual in-
fantil y llevo ya unos cuantos años ocupándome de este asunto,
incluso con presencia en los medios escritos y hablados, un paso
inconcebible apenas unos años atrás. Pero lo que antes era im-
pensable, ahora son peldaños por los que, con mayor o menor
esfuerzo, voy ascendiendo. Y cada vez paso más tiempo mirando
hacia arriba que hacia abajo.

El caso es que hablar de mí, hacer un trabajo introspectivo, su-


mergirme en mis recuerdos, tratar, en definitiva, de confeccionar
este testimonio, sigue siendo difícil. Puedo hablar de los demás,
sentir empatía y emocionarme con los relatos a veces desga-
rradores; puedo diseccionar y analizar todos y cada uno de los
aspectos del abuso sexual infantil, pero hablar de mí…, eso es
otra cosa.

Bucear entre las imágenes del pasado, recuperar la memoria per-


dida… es doloroso, incómodo. Siempre termino pensando: “¿Y
para qué? Ya sé lo que pasó y creo estar haciendo lo correcto

Cuarta parte - 147


después de tanto tiempo de no hacerlo; ¿para qué seguir, enton-
ces, hurgando en la herida?”. Y bueno, supongo que una de las
respuestas sea que mientras siga doliendo, incomodando, pertur-
bando… es que la herida no se ha cerrado del todo, motivo por
el cual hay que insistir. En realidad, es posible —y hasta cierto
punto, lógico— que nunca llegue a cerrarse del todo, pero sé que
debo ser capaz de mirarlo de frente, de enfrentarme a cualquier
momento que formó parte de mi vida.

Siete años. Un gran cambio. Dejé mi escuela de siempre para


irme a otra. Dejé de ser un niño hiperactivo, travieso y revoltoso
para convertirme en un niño callado, introvertido y solitario. Me
debió afectar mucho el cambio de colegio. Al menos, eso es lo que
siempre quise creer, pero me temo que, aunque los recuerdos no
afloren, fueron otras circunstancias las que me afectaron.

Mis primeros recuerdos, en realidad, no son de abuso. Mejor di-


cho: yo no los percibía así, lo cual no quiere decir que no lo
fueran. Recuerdo las mañanas de los sábados o los domingos.
Sólo sé que eran festivos. Recuerdo cómo mi hermano y yo ju-
gábamos, y nos peleábamos en la cama. Mi madre ya se había
levantado y mi padre seguía en su habitación. Al cabo de un rato,
mi padre me llamaba para que fuera a su cama. La razón: que
mi hermano y yo dejáramos de pelearnos. La verdadera razón:
imagino que otra muy distinta a la que mi mente no tiene acceso.
No tengo conciencia de que entonces pasara nada más, pero,
teniendo en cuenta mis recuerdos posteriores, estoy casi seguro
de que algo debió pasar.

Los episodios de mi infancia surgen en mi memoria como frag-


mentos inconexos, como si pertenecieran a vidas diferentes que,
al final, y como piezas de un extraño rompecabezas, confluyen
en lo que ahora soy.

Los recuerdos son escurridizos, pero no tanto como para ignorar


lo que sucedió. Nunca lo he dudado, aunque tampoco he querido
pensar mucho en ello; nada, para ser exactos. Eso fue así hasta
el día en que ya no pude seguir huyendo.

El abuso es terrible, no puedo decir otra cosa distinta, pero lo que


hacemos después con él, al menos en mi caso, es lo que termina
arruinándote la vida. Las consecuencias acaban por sepultarte
bajo toneladas de mierda, al mismo tiempo que eres tú quien
guarda celosamente la llave que podría liberarte. Cruel paradoja,
sin duda. ¿Cómo explicar algo tan inexplicable?
Cuarta parte - 148

El peso del tiempo y del olvido te hunde cada vez más, y a veces
sólo la más absoluta desesperación es la que te permite encon-
trar una puerta, una puerta que no es más que el inicio de un
largo camino repleto de obstáculos, pero, al fin y al cabo, un ca-
mino hacia la libertad.

Mi vida no ha estado exenta de problemas y limitaciones. Buena


parte de ellos muy similares a los de mis compañeros del foro
y de las asociaciones FADA, ACASI, ASPASI, GASJE y AVASI. Mi
singularidad, por llamarla de algún modo, ha estado en la adic-
ción al juego. Las adicciones son vías de escape bastante fre-
cuentes entre nosotros, aunque la ludopatía, al parecer, no es
muy común.

A mis treinta y ocho años, ante la posibilidad de consolidar una


pareja estable y llevar una vida normal, parece ser que decidí boi-
cotearme una vez más. Es una especialidad nuestra. Y la verdad
es que estuve a punto de lograr mi objetivo. Mi pareja tardó más
de la cuenta en darse por vencida y algún resorte se movió en mi
interior. Una puerta se abrió ante mí y decidí traspasarla. Estuve
varios días en el umbral…, pero al final di el paso. Por primera vez
en mi vida le contaba a alguien que, cuando era un niño, mi pa-
dre abusó sexualmente de mí durante años. Mi secreto, el mismo
que pensaba llevarme a la tumba, salía por fin a la luz.
Primera parada: baja laboral. Siete meses para interiorizar lo que
había ocurrido. Siete meses para derribar un mundo imposible,
falso y carente de sentido. Y una vez abatido ese muro, ¿qué
queda?: perplejidad, el abismo, siempre tan cerca…, y pregun-
tas, decenas de preguntas que se agolpan buscando desespera-
damente una respuesta que les dé sentido a tantas cosas absur-
das que han conformado una existencia que, de pronto, ya no
parece la mía.

Pero mis primeros pensamientos no llegaron tan lejos. De hecho,


mi confesión no se sustentaba en la necesidad de sacar algo de
mi interior o de explicar ciertos comportamientos; mi decisión de
revelarlo respondía a la incapacidad para encontrar otra salida
mejor. Aunque no fuera un acto premeditado, no podía quitarme
la idea de concebirlo como una justificación. O sea que, siendo
verdad, seguía pensando que nada tenía que ver con mis proble-
mas reales.

Segunda parada: psicóloga. Acudí a cuatro o cinco sesiones que


me sirvieron para darme cuenta de que debía elegir entre dos
opciones: o bien los demás no se enteraban de nada relacionado

Cuarta parte - 149


con mi realidad, o bien era yo quien estaba absolutamente des-
conectado de la realidad. Al cabo de algún tiempo, descubrí que
se trataba de la segunda opción, evidentemente.

La psicóloga elaboró un informe en el que se podía leer un ex-


tenso listado de sintomatologías de alguien que debía estar muy
mal y que en ningún caso tenía que ver conmigo. Mi pareja me
confirmó, ante mi incredulidad un tanto ofendida, que, efectiva-
mente, aquel era yo. Desde luego, no puedo decir que estuviera
encantado de conocerme.

Tercera parada: la asociación. Mi dilatada experiencia en el mun-


do del juego me permitió, entre otras cosas, entrar en contacto
con una asociación de jugadores anónimos. Eso tuvo lugar bas-
tantes años antes y, por desgracia, no sirvió de mucho en aquel
momento. Eso sí, me hizo saber que existían asociaciones que
se dedicaban a ayudar a los demás en aspectos concretos. En un
momento dado se me pasó por la cabeza que si existían este tipo
de asociaciones, tal vez hubiera alguna que también se ocupara
de las personas que fueron abusadas sexualmente durante su
infancia. Tras bastantes indagaciones, descubrí que había una y
que, además, estaba en mi ciudad. ¡Bingo! Bueno, tal vez no sea
esta la expresión más adecuada en mi caso.

Acababa de encontrar mi camino, aunque me parecía intermina-


ble y daba auténtico vértigo mirar hacia atrás.
Lo que sí tuve claro desde el principio fue que ya no había retorno
posible. Si el silencio había sido mi cárcel durante tantos años,
ahora utilizaría todos los medios a mi alcance para terminar con
ese secreto de familia que todos parecían dispuestos a ocultar. No
sucedería de un día para otro, sin duda, pero mis objetivos poco
a poco se fueron convirtiendo en realidades que hacía tiempo
había olvidado, tanto tiempo que ni siquiera estoy seguro de que
las tuviera alguna vez.

Cuanto más me involucraba en la causa, más me daba cuenta de


la poca información que existía al respecto y más consciente era
de la incomodidad que causaba en algunas personas hablar de
lo que hasta hace bien poco era un tabú impenetrable. No puedo
decir que no lo entendiese; yo mismo he vivido situaciones bas-
tante incómodas. Hablar en general sobre los abusos sexuales es
una cosa, pero hacerlo de uno mismo y de ciertos detalles es otra
muy distinta. Esa conexión con una realidad que todos hemos
tratado de olvidar por todos los medios no es nada fácil.

Todo lo desconocido suele producir un cierto temor y rechazo, por


eso es tan importante la información. Esa idea me llevó a hacer
Cuarta parte - 150

cosas que jamás hubiera imaginado: publicar un libro —un sue-


ño del que prácticamente había desistido— o aparecer en radio,
prensa y televisión, hechos, todos ellos, para los que jamás me
hubiera considerado lo suficientemente capacitado. Pero el caso
es que ocurrió. Cuando se cree en uno mismo, todo es posible.
Cuando se dejan las puertas abiertas, las cosas ocurren. A ve-
ces no ocurren aquellas cosas que uno espera, pero, después de
todo, quizás eso sea lo mejor.

El contacto con tantas personas en diferentes medios me hizo ver


que, por norma, existe una gran sensibilidad y ganas de com-
prender y transmitir esa realidad. Cierto es que me tropecé con
alguna desagradable excepción, pero sólo fue eso y no debe des-
virtuar la percepción general.

Hablar de abusos sexuales significa llamar a la puerta de cada


familia y comunicarles que hay una posibilidad entre cuatro de
que ellos formen parte de esta desgraciada estadística. Ante una
realidad como esa no es posible permanecer impasible. Hay que
tomar medidas, aunque sólo sea advirtiendo que eso puede su-
ceder y que en ningún caso se trata de una posibilidad remota.
Hay muchas cosas que se pueden hacer. Tampoco se trata de
salvar al mundo entero, pero cada cual, dentro de sus posibilida-
des, puede hacer mucho. Como dice un refrán africano: Mucha
gente pequeña, en lugares pequeños, hace pequeñas cosas que
cambiarán el mundo.
Si nosotros permanecimos tantos años sumidos en el silencio, y
lo hicimos a pesar de tener la razón de nuestra parte, no debe ex-
trañarnos la resistencia de muchas personas a la hora de afrontar
una realidad tan desconcertante y difícil de abordar. Pero no hay
otra alternativa. Las sociedades cambian cuando el cambio es
necesario. Y en este caso lo es. Pero también es cierto que la so-
ciedad debe conocer esa realidad; de lo contrario, será difícil que
se adquiera una conciencia de cambio. No sólo debemos superar
nuestros traumas para ser felices, sino para lograr que los demás
también lo sean.

Cuarta parte - 151


Quinta parte
Consecuencias en la infancia

C uando hablamos de abuso sexual infantil, lo primero que de-


beríamos preguntarnos es: ¿cómo puede afrontarlo un niño?,
¿cómo lo asimila?, ¿cómo lo integra en su realidad cotidiana? La
respuesta que primero nos viene a la cabeza es que no debería
poder; es demasiado monstruoso, y, además, el niño carece de
los recursos propios de la adultez. Y, sin embargo, no tiene más
remedio que normalizarlo y seguir adelante; eso sí, pagando con
unas consecuencias que quizá le acompañen para siempre.

A pesar de la monstruosidad del hecho en sí, también deberemos


considerar que los abusos son percibidos de diferente manera
según sean las circunstancias que configuren el entorno del niño.
Entre ellas, me parece necesario destacar un elemento diferen-
cial que, en ocasiones, puede jugar un papel muy relevante con
relación a la gravedad, asimilación y posteriores posibilidades de
resolver positivamente un episodio de abuso. Esta distinción ha-
bría que hacerla entre los abusos perpetrados por un familiar y
aquellos en los que el agresor es alguien ajeno al entorno del
menor.

Este apunte tiene una gran trascendencia tanto por la interpre-


tación que haga el niño de los sucesos como por la posterior
reacción que pueda tener. Ante la lógica sensación de impoten-
cia e indefensión que ocasiona un abuso de este tipo, cuando el
agresor es un desconocido o no pertenece al círculo más próximo
del niño existirán más opciones de que se produzca una respues-
ta encaminada a buscar ayuda. La razón está en que el niño, en
este caso, es capaz de distinguir dos bandos, viendo a su familia
como a los buenos que pueden rescatarle frente a un malo que
pretende dañarlo. Cuando agresor y familia están en el mismo
bando, las posibilidades de diferenciar y resolver el problema fa-
vorablemente para el menor se complican mucho más.

En términos generales, y a pesar de la exposición anterior, no


deberíamos observarlo con demasiado optimismo, pues la con-
clusión nos lleva a determinar que el silencio será la opción que
con más probabilidad se elegirá en ambos casos. A partir de ahí,
el secreto transformará a la víctima en cómplice, emergiendo
automáticamente un sentimiento de culpabilidad que reforzará la
necesidad de ocultar lo que ha ocurrido. Y ese es un sentimiento
que puede acompañarnos el resto de nuestros días.

Cuando el niño cae en la trampa que le tiende el agresor, cual-


quier escapatoria se intuye más peligrosa que la propia realidad.
El agresor suele ocuparse de reforzar esa percepción. Eso es im-
portante a la hora de comprender el silencio del niño. Al final, la
víctima se abandona a su suerte: deja de sentir. Ante semejante
coyuntura, no tarda en aparecer la dualidad, esa doble vida que
muchos hemos llevado adelante en ese titánico esfuerzo por apa-
rentar una cierta normalidad que nos permita aceptarnos y ser
Quinta parte - 154

aceptados. También es este un período que puede prolongarse


muchos años; incluso, toda la vida. Ciertamente, las secuelas
pueden durar toda una vida. ¿Y los abusos? Personalmente, me
sorprendieron los resultados que se obtuvieron en el foro. En esta
encuesta participaron ciento doce foristas y los resultados fueron
los que siguen:

Menos de 1 año: 18%


Entre 1 y 4 años: 21%
Entre 5 y 8 años: 16%
Más de 8 años: 25%
No lo recuerdo: 20%

Si, por fortuna, el niño encuentra la manera de relatar lo que le


ha sucedido, o bien a través de ciertos indicios se descubre el
abuso, entonces será de vital importancia que la intervención de
los adultos sea lo más acertada posible; de lo contrario, se corre
el riesgo de que el menor se retracte de cualquier manifestación
incriminatoria que haya podido efectuar anteriormente hacia su
agresor.

El descubrimiento de los abusos padecidos por un menor puede


salir a la luz fruto de las manifestaciones del propio menor, o
bien motivado por las sospechas o evidencias que, por lo general,
descubre la madre. Entre las pruebas físicas más evidentes están
las manchas de semen o de sangre en la ropa interior, y las he-
ridas en la zona genital o anal. También existen otros indicativos
a tener en cuenta, como las pesadillas y los problemas con el
sueño. Igualmente interesante sería reparar en el contenido de
los sueños que el niño pueda relatar. La pérdida del control sobre
los esfínteres o la enuresis constituyen otro claro motivo para la
sospecha.

Las consecuencias del abuso tienen un claro reflejo en algunos


cambios conductuales que no deberían pasar desapercibidos.
Cuando el abuso es intrafamiliar, los intentos de fuga están a
la orden del día. De igual modo son habituales las conductas
autolesivas, violentas o incluso los intentos de suicidio, que se
producen con mayor frecuencia de lo que muchos querríamos
creer. El rendimiento escolar puede verse seriamente afectado
y de un modo muy repentino, aunque en algunos casos los es-
tudios pueden convertirse en una especie de refugio, como una
realidad paralela para evadirse de la realidad, razón por la que las
calificaciones pueden ser excelentes. Según la edad del menor,
también es posible que se introduzca en el mundo de las drogas
y el alcohol.

Quinta parte - 155


En muchos aspectos, las secuelas que afectarán al menor no
diferirán demasiado de las que, por desgracia, nos habrán de
acompañar en nuestra etapa adulta. Así pues, el miedo, la culpa,
la vergüenza, la ansiedad, la baja autoestima o la depresión ya
aparecen durante la infancia. Yo mismo recuerdo muy bien esas
sensaciones, sobre todo la de sentirme diferente, estigmatizado
y, en consecuencia, aislado del mundo.

A nadie le gusta sentirse excluido y que lo vean como un bicho


raro, pero en eso nos convirtieron sin que pudiéramos escapar de
este destino que ahora intentamos cambiar.

Hay otros aspectos relacionados con la sexualidad que nos pue-


den inducir a pensar que algo no marcha bien. Eso no significa
que debamos considerarlos, sin distinción alguna, como facto-
res determinantes por sí mismos, pues la curiosidad y la expe-
rimentación en este terreno, y sobre todo a ciertas edades, son
comunes y no tienen por qué ser nocivos ni indicadores de un
posible abuso. Ahora bien, cuando van asociados a otros com-
portamientos sospechosos, entonces conviene prestarles una es-
pecial atención. En este orden de cosas, un conocimiento sexual
precoz que no se corresponde a su edad sería un elemento so-
bre el que convendría investigar, o al menos averiguar de dónde
procede esa información. Más difícilmente observables, aunque
igualmente sospechosos, serían otros comportamientos, como el
exhibicionismo, la masturbación compulsiva o los primeros pro-
blemas de identidad sexual. Y, sin duda, un factor, en este caso
muy determinante, sería que el menor tratara de abusar o abu-
sara de otro menor. Ese aspecto casi nos podríamos atrever a
calificarlo como concluyente.

Antes mencionaba una disminución en el rendimiento escolar. En


realidad, esta involución no pertenece al ámbito estrictamente
escolar, sino que es aplicable a todos los terrenos en los que se
mueve el niño. El aprendizaje puede quedar seriamente afectado,
por lo que nuestras habilidades sociales presentarán un impor-
tante deterioro y un estancamiento que, a su vez, nos pueden
conducir al aislamiento social que ya he mencionado. De ahí a
desarrollar ciertas conductas antisociales sólo hay un paso.
Quinta parte - 156
Testimonio de Lorena

Llevo tiempo buscando la mejor manera de expresarme, inten-


tando dar con la fórmula que me permita contar —y contarme—
mi historia. Y debería ser así, porque, a decir verdad, nunca lo
hice; sólo fui capaz de plasmar pequeños fragmentos en clave
en aquel diario que guardaba celosamente en mi adolescencia;
retazos de un pasado donde relataba cómo me habían cagado la
vida, cómo aprendí desde tan pequeña a sentir aquel odio tan
inmenso…

Vueltas y más vueltas, viendo mi historia como un ovillo al que


no acierto a encontrarle un principio. Pero lo encontraré; sé que
hoy es el día indicado para sentarme a escribirla, porque estoy
abierta hacia adentro, porque me estoy mirando, porque estoy
sensible a mí, porque llueve… y porque tengo ganas de que me
abracen.

Hasta acá, siempre me he sabido abusada sexualmente, y en


este nuevo proceso que he iniciado me estoy ocupando de las se-

Quinta parte - 157


cuelas, de las consecuencias, aunque todavía me cuesta mucho
empezar por donde debo; allá donde más duele. ¡Me cuesta tan-
to recordarme y reconocerme en esas situaciones! No me gusta
hablar de ello; nunca he podido sacar fuera esos recuerdos que,
como dagas encendidas, corren y queman las venas, las entra-
ñas…

Algunas imágenes son muy fugaces, pero al mismo tiempo van


acompañadas de sensaciones muy fieles e intensas, sensaciones
que quedaron impregnadas en la piel y que me remiten a una
muy corta edad, quizá a los tres o cuatro años, y que no me
abandonan hasta los quince…, quizá dieciséis.

Mi tío, el marido de la hermana de mi madre, siempre cerca,


siempre dispuesto para el cuidado de su sobrina. Siempre con
una buena excusa, buscando la ocasión para estar solos.

Algunas de las imágenes más nítidas pertenecen a la época en la


que me subía a su chata. Lo recuerdo mirándome con esos ojos
grandes y negros…; esa boca grandota y sedienta; sus manos
pesadas y ásperas; su respiración incitante, con aquel olor que
aún hoy suelo reconocer. Me llevaba con él a comprar las cosas
para el asado familiar; me invitaba a aprender a manejar, su-
biéndome sobre sus piernas, apretujada contra el volante y su
abdomen. Mientras con carita de distraída yo me hacía la que
disfrutaba de aprender a manejar, él me recorría con esas mana-
zas tan grandes, tan pesadas, tan ásperas, tan feas… Me fregaba
y respiraba profunda y asquerosamente en mi oído. ¡Metía sus
grandes dedos en aquel lugar que era tan mío! Y me respiraba
al oído… Lo siento hoy, aún lo siento; el ritmo de la respiración
agitada y entrecortada, como un gruñido entre dientes… Yo no
lloraba. Por aquel entonces, de niñita, no lloraba. Tampoco esca-
paba, ni gritaba, ni me asustaba…

Guardo imágenes de algunas tardes de mucho calor, de cómo


mi mamá nos preparaba a mi hermana y a mí para que el tío
nos llevara a la pileta. Por alguna extraña razón, mi hermana
siempre se lo hacía venir bien para que me tocara entrar pri-
mero a la cabina de la chata y sentarme al lado del tío. Re-
cuerdo a mi hermana sentada en la otra punta de la butaca,
con la nariz pegada a la ventanilla y mirando hacia afuera. Y
yo al lado de él, para que hiciera lo de siempre. Después, en
el agua, cuando me tiraba del trampolín y caía, y él me aga-
rraba, me sostenía, me tocaba…, y también me penetraba.
A veces, sólo a veces, no quería tirarme del trampolín…
Quinta parte - 158

También recuerdo escenas en el patio de mi casa, a plena luz


del día. Veo gente deambulando por la casa, aunque no logro
descifrar qué hacían, dónde estaban con exactitud cuando él me
tocaba y hacía que lo tocara; dónde estaban cuando me sentaba
entre sus piernas y me ponía de rodillas, obligándome a hacerle
tantas cosas que aún hoy me resultan innombrables.

Asco. Recuerdo haber sentido mucho asco. Tener que sentir y


soportar todo eso en mi boca, mientras sus manotas, sostenién-
dome de la nuca, me empujaban hacia delante y hacia atrás. Y
yo no sabía dónde estaba la gente.

Otras veces, algún tiempo después, yo hacía mi tarea en la mesa


del comedor y él llegaba de visita de rutina, como casi todas las
mañanas. Se sentaba bien pegadito a mi silla. Mi mamá estaba
de espaldas a la mesa, preparando el almuerzo, cortando, pican-
do, trozando, lavando, mientras yo trataba de concentrarme en
mis sumas, en mis oraciones, pero ese olor a… ¿sexo? No sé, sólo
sabía que ese era su olor cuando tenía pretensiones conmigo. Ese
olor empezaba a distraerme y me paralizaba; me quedaba quie-
tita, como una estatua, procurando sólo toser o mover un poco
más ruidosamente los lápices para que mi mamá no escuchara
el ruido de su masturbación, ni el de su respiración. A veces, mi
mamá se daba la vuelta y él continuaba con sus manos abajo,
apoyado con los hombros en el filo de la mesa, su boca semia-
bierta y la lengua asomada, con cara de lobo sediento y ham-
briento, mientras yo hacía grandes esfuerzos para concentrarme
en mi tarea, mientras mi corazón latía desbocado ante el temor
de que mi mami lo advirtiera, ¡PERO NO!, ¡nunca advirtió nada!,
hasta el punto que se sacaba el delantal y le pedía la gauchadi-
ta de cuidarme y ayudarme a terminar la tarea, mientras iba al
centro de compras y volvía. Y se iba… ¡Siempre se fue! Entonces,
mi pulso se aceleraba aun más, y aunque me aliviaba porque mi
mamá no nos hubiera descubierto, temía por lo que vendría des-
pués. Sabía que tenía que dejar que las cosas pasaran, que era
sólo un ratito. Cerraba los ojos y pasaba.

Me sentaba en la punta de la mesa y me penetraba. Yo no veía


la hora para que terminara e irme corriendo al baño a lavarme.
A veces dolía tanto que hasta llegaba a sangrar. A veces el olor
era tan fuerte y nauseabundo que tenía que cambiarme la bom-
bacha. Cuando al fin me dejaba, corría asustada a encerrarme en
el baño. Me impregnaba con jabón para que nadie sintiera aquel
olor cuando saliera de allí, siempre tratando de ocultar cualquier
evidencia que pudiera develar aquel secreto… ¡¿por qué?!

Mis recuerdos más nítidos los ubico en aquellas mañanas en las

Quinta parte - 159


que yo dormía… Escuchaba su chata llegar, escuchaba cómo en-
traba en casa. Entonces, yo me tapaba, aunque me muriera de
calor. Me retorcía como un nudo, tratando de tapar cualquier
hueco que quedara para entrar bajo el cubrecama… Sabía que
vendría. Y así era. Antes que cualquier otra cosa, y como de
costumbre, preguntaba por la chinita. Y mi mamá lo mandaba a
despertar a la remolona. Oía cómo sus pasos se acercaban y en
unos segundos se desbarataban todos mis esfuerzos con el cu-
brecama. Siempre encontraba el modo. Empezaba a deslizar su
mano por mis piernas, mi pecho… Yo me hacía la dormida… ¡¿por
qué?! ¿Por qué no me levantaba antes?, ¿por qué no gritaba?,
¿por qué no le miré a los ojos y lo corrí de mi cama?, ¿por qué no
hice eso recién a los doce, a los catorce, a los quince?, ¿por qué
no pude hacerlo antes?

Y acá lo más terrible que he debido afrontar: ¿disfrutaba? Era


placer corporal, sensaciones desconocidas. La vida se me está
yendo tratando de entender, de reconocerme como una criatura
erógena, incapaz de distinguir lo que estaba bien de lo que esta-
ba mal. Y es que ¿cómo podía estar mal algo que causaba tanto
placer? Todavía hoy me cuesta encontrar respuestas. A pesar de
toda la lógica y la racionalidad de mis años, sigo perdiéndome en
el vacío. Si esto es así, ¿qué respuestas podía encontrar mi pobre
niña?
¡Maldita sea! Siempre me dijeron que no comiera tantos carame-
los porque se me caerían los dientes, pero nunca me dijeron que
no dejara que me tocasen porque me arruinarían la vida.

Cuando advertí que aquello no era normal, ya era demasiado tar-


de. Él seguía insistiendo, aunque entonces ya podía hacer uso de
buenas artimañas para esquivarlo, evitarlo, rechazarlo, correrlo…
La última vez que intentó tocarme tendría yo alrededor de quince
años, quizás. Pude pegarle una cachetada, mirarlo fijo a los ojos
y advertirle que no volviera a intentarlo, que no se acercara más,
porque todo el mundo sabría lo que me había hecho.

Imagino que seguirá viviendo con total impunidad, quién sabe


si haciéndoles lo mismo que a mí a otras criaturas. Para todo el
mundo fue lo mismo que esto saliera a la luz. Todos siguieron no
estando, no viendo.

Y yo acá, tratando de reconstruirme desde otro lugar, desde otros


afectos, otras emociones…; cometiendo errores, cayendo una y
otra vez…, pero sigo en pie, buscando desesperadamente todos
Quinta parte - 160

aquellos abrazos, el refugio y la protección que no tuve en su


momento.

Duele. Este nuevo proceso es sumamente doloroso, pero estoy


dispuesta a destapar y a dejar de evitar para que nunca más
vuelva a dolerme. Ansío poder encontrarme con lo más hermoso
y más espantoso que tengo dentro para elegir de una vez y para
siempre aquello que me pertenece de verdad y con lo que quiero
quedarme.
Sexta parte
Consecuencias Jurídicas

E s posible que las consecuencias jurídicas, contempladas en


términos puramente cuantitativos, sean las que tengan una
incidencia menor para los sobrevivientes de abuso sexual infantil.
Sin embargo, no significa que sean menos graves. Lo que ocurre
es que el mantenimiento del secreto, las amenazas, las coaccio-
nes, la culpabilidad, la prescripción del delito, las raras ocasiones
en que alguien se da cuenta de lo que ocurre con el menor y otras
muchas circunstancias que no juegan a nuestro favor hacen que
la interposición de una denuncia sea muy infrecuente en relación
con la cantidad de casos de ASI que se producen.

Cuando alguien consigue superar todos los obstáculos y la denun-


cia se lleva a efecto, el resultado obtenido, casi siempre al cabo
de demasiados años, suele ser negativo tanto para los intereses
del denunciante como para los del menor. Y no digamos cuando
el denunciante es un adulto que interpone la denuncia por lo su-
cedido durante su niñez. Sí, es cierto que vamos avanzando, pero
venimos de tan lejos…

La denuncia de este delito —que, por si alguien tuviera dudas,


el abuso sexual a menores es un delito penado con cárcel, y por
muchos años, según la gravedad de los hechos— es también una
forma de romper el silencio, una manera absolutamente legítima
para que la sociedad adquiera conciencia de la dimensión del
problema. Sin embargo, las denuncias no suelen interponerse
la mayoría de las veces, y aun cuando sucede, el denunciante
inicia un proceso largo, incierto y muchas veces descorazonador.
También en el foro hicimos una encuesta al respecto. Nuestros
miembros, en número de ciento dieciocho, dieron las siguientes
respuestas:
No he denunciado: 32%
Ya no puedo, pero tampoco lo haría: 39%
Sí he denunciado: 9%
Ya no puedo, pero sí lo haría: 20%

Los abusos siguen siendo percibidos como un secreto de familia,


algo que se resuelve en casa y que ha de permanecer oculto a
la observación social y, con mayor motivo, a la intervención ju-
dicial.

De los casos que conozco personalmente, que no son pocos, sólo


tengo constancia de tres denuncias realizadas por personas adul-
tas con relación a los abusos sexuales que les infligieron en su in-
fancia, todas ellas resueltas infructuosamente para los intereses
del denunciante; todas, excepto una, que justo a la hora de escri-
bir estas palabras he sabido que el agresor ha ido definitivamente
a la cárcel tras cometer nuevos abusos con otras tantas niñas.
Resulta bastante lamentable que haya sido así, pero al menos me
felicito por poder incluir este hecho en el último momento.
Sexta parte - 162

Otro tanto sucede con las denuncias que interpone, generalmente


la madre, con respecto a los abusos que se están produciendo en
el momento de la exposición. Las dificultades para que emerjan a
la superficie todos esos casos encubiertos tienen mucho que ver
con el desconocimiento de los hechos por parte del entorno del
menor, algo de lo que ya se ocupa el agresor, bien de un modo
explícito, bajo amenazas, o más implícitamente, haciéndole sentir
al menor cómplice o culpable de lo sucedido. También el silencio
del infante supone un gran obstáculo, lo que se acentúa cuando
se trata de un abuso intrafamiliar o cuando es un varón. Casi po-
dríamos decir que el silencio está asegurado en más de un 90 por
ciento de los casos, razón de peso para que la labor de los padres
sea tan importante en el momento de averiguar lo que sucede
o ha sucedido con su hijo. Las sospechas, como ya he apuntado
en otro apartado, deben estar encaminadas a prestar una espe-
cial atención a los cambios bruscos en su comportamiento, a un
descenso inexplicable en su rendimiento escolar, a las evidencias
físicas más elementales y a manifestaciones sexuales que no se
correspondan con su edad o, de un modo más general, a cual-
quier otra señal que haga sospechar que algo fuera de lo normal
está sucediendo.

Presentar un testimonio en este apartado tal vez pueda indu-


cirnos a creer que el sistema judicial no está a la altura, que lo
mejor es quedarse callado y no denunciar para no tener más pro-
blemas de los que ya se tienen. Obviamente, no siempre es así.
Conozco varios casos, y lamentablemente ninguno tiene un final
completamente feliz, pero aun así, sé que no sería justo genera-
lizar. Si no pudiéramos confiar en la justicia, mal lo llevaríamos.
Cuantas más denuncias se interpongan, más conciencia se irá
creando sobre la gravedad de este problema y más favorables
serán los fallos que se produzcan al respecto. Por lo tanto, si no
hay circunstancias que lo desaconsejen de una manera muy cla-
ra, siempre conviene denunciar este delito, porque, no nos olvi-
demos, el abuso sexual infantil no es un asunto de familia que se
resuelve en casa: es un delito que se castiga con penas de cárcel
que pueden alcanzar hasta los quince años.

Mi objetivo es profundizar en los problemas que se generan a raíz


de un abuso sexual sufrido en la niñez, por lo tanto, me parece
que el testimonio que viene a continuación, a cuyos protagonis-
tas aprecio enormemente, reúne una buena parte de elementos
negativos que se asocian a una denuncia. A pesar de todo, hay
que seguir denunciando, rebelarse, luchar y creer en la justicia.

Sexta parte - 163


Testimonio de Anabel
En el año 1995, conocí al que sería el padre de mi hijo. Era una
persona muy jovial, tres años más joven que yo, y enseguida me
sentí atraída por su alegría. Yo acababa de romper una relación
sentimental de doce años, mientras que él hacía unos meses que
había roto una relación de nueve años, interrumpida en varias
ocasiones, porque, al parecer, no le estimulaba lo suficiente.

A los nueve meses de conocernos, nos fuimos a vivir juntos a


un piso de una de mis hermanas —fallecida dos años antes—.
Estaba muy enamorada y era muy feliz a su lado. A los dos me-
ses de convivencia, me quedé embarazada. Sabía que no era el
momento ideal, porque llevábamos juntos poco tiempo, pero era
fruto de un amor muy intenso. Le comuniqué mi estado y en ese
momento empecé a descubrir su otra cara. Me dijo que aborta-
ra, a lo que yo me negué rotundamente; primero, porque va en
contra de mis principios —no estoy en contra del aborto, pero yo
nunca abortaría—, y segundo, porque era fruto del amor.

Ese tiempo embobado, romántico y tierno que creía estar vivien-


Sexta parte - 164

do con él se transformó, de repente, en un estado de chantaje y


violencia. En casa, me acorralaba contra la pared e insistía una
y otra vez con la idea del aborto. Y yo siempre le dije que jamás
adoptaría semejante decisión, que me resultaba imposible.

Transcurrieron dos meses de desencanto, difíciles, confusos… El


plazo para poder abortar se agotaba. Finalmente, logré conven-
cerle para que acudiéramos a una sexóloga de COFES. El resul-
tado de todo aquello fue que accedió, respetando mi decisión de
dar a luz, y yo acepté seguir sola con el embarazo. Sin embargo,
en el último momento, decidió quedarse conmigo y tener el niño.
Yo interpreté su nueva actitud como una demostración de amor.

La relación proseguiría con muchos altibajos, momentos de mu-


cha felicidad y momentos de incredulidad ante ciertas expresio-
nes y situaciones donde denotaba una total falta de respeto hacia
mi persona. Por citar una anécdota, podría contar que en alguna
ocasión, a la hora de acostarme, y estando embarazada, arrojaba
spray insecticida contra los mosquitos. Yo me quejaba, porque
era perjudicial para el feto, pero él le restaba importancia y decía
que los mosquitos le molestaban. No sé cómo explicarlo; es cier-
to, me quejaba, sin embargo, no reaccionaba marchándome, lo
cual hubiese sido lo correcto.

El niño nació en Alicante. Fue un parto natural en el agua, porque


así lo quise. El padre me apoyó en esa decisión. Pretendí que el
parto fuera lo menos traumático posible para el niño y me pareció
que se trataba de lo más natural y adecuado tanto para el niño
y para mí como para el padre. Pensé que, de esta manera, sería
parte activa en el nacimiento de nuestro hijo.

El niño nació sano y guardo ese día como el más feliz de mi vida.
Después del nacimiento, nos trasladamos a vivir a nuestra ciu-
dad, Tudela, aunque lo hicimos a la casa de una abuela de él. Allí
permanecimos unos meses, hasta que arreglaron nuestra casa
definitiva, una casa de su propiedad que estaba rehabilitando.

Después del nacimiento, enfermé. Tenía mucha anemia. Dejé de


trabajar y estuve casi un año de baja. Amamanté al niño incluso
estando anémica, porque creía que le aportaba defensas. A los
ocho meses de baja, me diagnosticaron hipotiroidismo. Tuve que
dejar de amamantar. Él se burlaba despectivamente de mi estado
de salud y se reía de mí.

El niño era muy guapo cuando nació. Sigue siendo muy guapo.
Siempre ha estado muy ligado a mí. Ha sido un niño sensible y
cariñoso. Nunca ha sido rebelde; todo lo contrario: siempre dócil

Sexta parte - 165


y obediente. Desde que nació, ha demostrado ser un niño muy
inteligente y cariñoso. Al dejar de amamantarlo, empezó a tener
problemas de salud. Poco después de cumplir su primer añito,
empezaron sus problemas en la piel: dermatitis atópica. Se des-
pertaba muchas veces por la noche y no aceptaba separarse de
mí. Después de un agarrón de su padre se le salió el codo izquier-
do y, a partir de entonces, tenía repetidas luxaciones.

Cuando cumplió los dos años, el niño empezó a tenerle miedo al


agua y sólo aceptaba que le bañara yo. También comenzó a ha-
cerle ascos a algunas comidas. A los tres años, todos estos sínto-
mas se agudizaron. Su problema de piel se agravó al extremo de
tener que hacerle curas en el centro de salud a diario. Se desper-
taba más de veinte veces por la noche. Tenía pesadillas. Cuando
llegaba la noche, se excitaba mucho. Se ponía muy nervioso e
irritado. Comenzó a tener problemas de asma que le afectaban
al anochecer. Era un niño muy tímido, asustadizo e inhibido. Se-
guía siendo cariñoso y noble. Cuando había que desnudarlo para
bañarlo, gritaba histérico, y de ninguna manera aceptaba que lo
desnudaran ni su padre, ni la niñera, y gritaba para que lo bañara
yo. Cuando lo cogía en brazos, se tranquilizaba…

Cuando el niño tenía tres años, empecé a darme cuenta de lo


agotador que resultaba seguir intentado mantener esa relación.
Yo tenía muchos proyectos laborales y él no me permitía trabajar.
Me chantajeaba diciéndome que si me marchaba no buscara al
niño o cosas por el estilo.

En esos momentos, luchaba infructuosamente para conseguir


que se responsabilizara de los cuidados del niño y aceptara lo
que para mí era muy importante: el trabajo. No hubo manera. Al
final, lo hablé con él y decidimos separarnos. Nuestra relación se
deterioró por completo, aunque, de momento, el niño y yo segui-
ríamos en el mismo domicilio. Yo dormía en la habitación del niño.
Llegamos a un acuerdo: dejaría la casa y me marcharía a un piso
nuevo que aún estaban construyendo; mientras tanto, podíamos
quedarnos con él. A partir de entonces, cambió drásticamente.
Consumía cocaína y hachís, y se iba de fiesta cualquier día.

El 16 de septiembre de 2000, sábado, acabábamos de desper-


tarnos y estábamos en la habitación. Yo le estaba leyendo un
cuento, mientras el niño miraba las ilustraciones. Estábamos en-
cima de la cama. Su padre le llamó y él no quiso hacerle caso.
Decía: “Sigue, mamá, no le hagas caso”. Yo le insistí: “Te está
llamando”, pero volvió a decir: “Es igual, tú sigue, mamá”. Su
Sexta parte - 166

padre siguió llamándole con más insistencia. Al final, entró en la


habitación muy enfurecido. Sus ojos daban miedo. Chillaba y le
recriminaba al niño que no le hiciera caso. Esa fue la primera vez
que nos puso la mano encima al niño y a mí. Me sacó de la habi-
tación a patadas y a gritos. Se quedó dentro con el niño, diciendo
que iba a enseñarle a obedecer a su padre. No me dejó entrar. Me
quedé muy asustada. No sabía qué estaba pasando, no podía re-
accionar. Por fin, después de no sé cuánto tiempo, salieron de la
habitación. El niño ya no lloraba. Su mirada era… vacía. Su padre,
de forma autoritaria, me mandó a vestir al niño. Se lo iba a llevar
y no sabía dónde ni si me lo iba a devolver. Vestí al niño y le rogué
que por favor no se lo llevara, pero se lo llevó, bajo amenazas
de no volverlo a traer. El niño me dijo: “Mamá, no me dejes, no
quiero ir…”. Yo le dije que se tenía que marchar y le besé. Todavía
me siento culpable por haberle dejado marchar. No puedo olvidar
su mirada mientras bajaban las escaleras…

Tenía mucho miedo y me sentía paralizada. Al rato, llamé a casa


de uno de mis hermanos y hablé con mi cuñada. Finalmente, de-
cidimos poner una denuncia en el juzgado. Ya era de noche cuan-
do regresó con el niño. Con la excusa de que estaba nervioso, lo
saqué en su silleta a pasear. Eran las nueve de la noche. Me fui y
ya no regresé. Me quedé en casa de mi hermano.

A los dos días, retiré la denuncia por coacciones y, finalmente,


llegamos a mutuo acuerdo en la separación. Yo debía renunciar
a todas mis pertenencias materiales, excepto el ordenador y la
ropa. Me quedaba con la custodia del niño y aceptaba un régimen
de visitas de fines de semana alternos y miércoles por la tarde. Él
pasaría una pensión de 25 000 pesetas. Yo accedí, porque lo más
importante era tener la custodia del niño y que nos dejara en paz.
Accedí a retirar la denuncia de malos tratos y amenazas, y di por
bueno el régimen de visitas, porque, cuanto antes aceptáramos
la nueva situación, mejor. Él debía responsabilizarse como padre
y pensé que, una vez separados, la relación entre padre e hijo
sería mucho mejor. Nada más lejos de la realidad.

Él no aceptó de buen grado la separación y aprovechaba las vi-


sitas para amenazarme de muerte e insultarme. Me seguía por
la calle y me amenazaba con no dejarme vivir. Dijo que, tarde o
temprano, me mataría, porque las personas que no atienden a
palabras atienden a palos; por lo tanto, me daría de palos hasta
matarme, pero antes tenía toda la vida por delante para no dejar-
me vivir. Pensé que todo se debía a que nos habíamos separado
y a que ya no era él quien controlaba la situación, por rebelarme
y por no seguir acatando sus órdenes. Pensé que sería una cues-

Sexta parte - 167


tión de tiempo, que más pronto que tarde me dejaría tranquila y
que nuestra relación como padres se normalizaría. Pero no suce-
dió. Entré en una depresión y cada vez le tenía más miedo. Él se
reía de mi miedo y seguía amenazándome e insultándome.
A mediados de diciembre de 2000, mi hijo y yo vivíamos en un
piso de alquiler, esperando la construcción de un piso en el que
me había apuntado. Desde septiembre hasta noviembre, había
vivido en casa de mi hermano y de mi cuñada. El niño tenía cua-
tro años recién cumplidos. Aquel día, recogí al niño y lo llevé a
casa de mi madre. Yo fui con un amigo a la oficina, para recoger
o dejar algo, y después hice un poco de footing con ese amigo.

Recuerdo que en el hall de la casa, mi madre, cuando fui a re-


cogerlo una hora después, me dio al niño en brazos. Antes de
irnos, el niño se despidió de algunos tíos, y mi madre, mientras
tanto, me dijo que estaban pasando cosas raras entre el niño y su
padre. Le pregunté que a qué se refería, pero me dijo que ahora
había gente en casa y no quería que se enteraran. Insistí para
que me lo contara, pero me respondió que hablara con el niño,
porque a ella le había dicho algo y que, en todo caso, ya habla-
ríamos a solas. Sin saber nada, pero extrañada por las palabras
de mi madre, nos fuimos a casa.

El niño estaba en la camita dispuesto a dormir y, como de cos-


tumbre, me quedé un rato hablando con él, contándole algún
cuento hasta que se durmiera. Estaba relajado en su camita y
me preguntó si al día siguiente tenía que ir a casa de su papá.
Era martes y, efectivamente, los miércoles le tocaba estar con
su padre hasta las ocho de la noche. Le contesté que sí. Él me
preguntó si se tenía que quedar a dormir y yo le dije que no. Él
exclamó que si no se quedaba a dormir, no jugaría a ese juego
con su papá. Le contesté que tenía toda la tarde para jugar con
su papá. Me contestó que a ese juego sólo se podía jugar por
la noche. Seguí diciéndole que podía jugar por la tarde, pero el
niño empezó a mostrarse más terco, y como seguía insistiendo,
le pregunté cuál era ese juego que quería jugar con su papá. Él
me contestó que era un juego que sólo conocía su papá y que se
lo había enseñado a él y a su primita, que entonces tenía siete
años, hija de un hermano de él. Le pregunté cómo se jugaba,
por si quería que yo jugase con él, y me contestó que ese juego
era de papá y nadie más lo sabía, solamente ellos tres; y, ade-
más, no me lo podía contar, porque su papá se enfadaría. En ese
momento empecé a sospechar de la relación que podía tener
ese juego con lo que me había advertido mi madre, así que le
pregunté cómo era el juego y, después de instantes de titubeo,
me contestó que era un juego que se hacía cuando estaban en la
cama con los pijamas puestos, que su padre les decía que tenían
Sexta parte - 168

que cerrar los ojos y contar hasta diez. Luego, debían quitarse
los pijamas y jugar a la trompetilla, que consistía en chuparle el
pene a su padre como si se tratara de un chupachup. Se tocaban
los tres, y papá les enseñaba cómo debían tocarle a él y cómo
debía tocarle a la niña.

No estaba preparada para escuchar aquella historia. Me sentí in-


capaz de soportar la tensión, pero, aun así, intenté que el niño
no se diera cuenta de mi preocupación. Él hablaba deprisa, y a
mí no me daba tiempo de digerir todo lo que me contaba. Sin
embargo, mientras el niño hablaba, no le noté incomodidad, más
bien estaba contento de conocer un juego que los demás no sa-
bíamos. Sólo mostraba una cierta ansiedad. Finalmente, le corté
y le dije que ya era muy tarde, que tenía que dormir y que ya me
lo acabaría de contar otro día.

Desde ese momento, cayó sobre mis hombros un gran peso que
me rompió por dentro y por fuera. Necesitaba dar explicaciones a
las palabras del niño y no me podía creer que realmente hubieran
sucedido esos juegos. Necesitaba aferrarme a algo que me diera
esperanzas de que no había sucedido. Seguro que había alguna
explicación. Me dije a mí misma que no podía ser. Además, era
niño, y los niños no eran abusados.

Yo me consideraba una buena madre; si algo así hubiera pasado,


me habría dado cuenta. Además, el niño tenía buena relación
conmigo, hablaba mucho, y si de verdad hubiera abusado de él,
me lo habría contado. Aquello no era posible. A su padre le había
amado muchísimo y fruto de ello había nacido el niño. ¿Cómo po-
día haberme entregado a un ser tan despreciable, alguien capaz
de abusar de su propio hijo? No, no podía ser; era demasiado
para poder aceptarlo. Me quedaba la tranquilidad de que el niño,
aparentemente, no había sufrido.

Mi mente se había convertido en un torbellino de ideas, temores,


preguntas y respuestas. Trataba de centrifugar las imágenes que
martilleaban mi cerebro, procesar las palabras del niño y encon-
trar una salida razonable.

Al día siguiente, dejé al niño en la escuela y llamé a mi madre.


Necesitaba cuanto antes saber qué había pasado; tenía la espe-
ranza y la necesidad de saber que había una explicación lógica
a los comentarios del niño. Necesitaba constatar que no había
sucedido nada. Cuando le pregunté a mi madre qué le había con-
tado el niño, antes de decirle lo que me había dicho a mí, para no
interferir en su relato, me dijo que el día anterior estaban viendo
en la habitación pequeña un vídeo de payasos, los dos solos. En

Sexta parte - 169


un momento dado, el niño le dijo que cerrara los ojos y ella los
cerró. El niño comenzó a levantarle la bata y le tocó las bragas,
intentando bajárselas. Mi madre, sorprendida, le recriminó, di-
ciéndole que eso no lo debía hacer, a lo que el niño le respondió
que era un juego que le había enseñado su padre. Al preguntarle
por ese juego, le dijo que debían tocarse y chupar el pene a su
padre tanto el niño como su primita. Ella le respondió que eso era
una marranada.

Al comprobar que el relato era básicamente igual a lo que me


había contado a mí, pensé en comentarlo con algún profesional
que me aclarase lo que sucedía. Ese mismo día, fui a la consulta
de una conocida psiquiatra especializada en niños. Fui sola y le
comenté lo que pasaba para que ella me indicase qué podía ser.
Le dije que el niño estaba extraño y que yo lo achacaba a la se-
paración. La piel la tenía llena de heridas y acudía prácticamente
a diario al centro de salud para hacerle las curas. También le
dije que, por las noches, tenía muchas pesadillas y que le había
pedido un volante a su pediatra para que le atendiera un psicó-
logo, siempre con la idea de que el niño no estaba llevando bien
nuestra separación.

Ella me dijo que era necesario hacerle un estudio completo antes


de sacar conclusiones definitivas, pero que, en su opinión, el niño
estaba siendo abusado por su padre, ya que un niño de esa edad
no tiene los conocimientos ni la experiencia que le permitan dar
ese tipo de informaciones. Me aconsejó acudir a los servicios so-
ciales y hacer el estudio al niño.

Muy aturdida, le comenté el caso a la abogada que había llevado


la separación y ella misma se ofreció para acompañarme a los
servicios sociales. Lo primero que me dijeron, tras escucharme,
es que debían descartar algún tipo de enfermedad mental mía.
Extrañada por esos comentarios, desde el propio centro llamé
por teléfono para pedir cita con la psiquiatra del centro de salud
mental. Me dio cita para la semana siguiente.

El niño continuaba con las visitas a su padre. Cuando volvió, le


pregunté qué tal estaba y me dijo que bien. No habló mucho,
pero pensé que no había sucedido nada, porque el niño no contó
nada y parecía actuar con normalidad.

A la semana siguiente, acudí a la psiquiatra y descartó cualquier


posible enfermedad. Me dijo que lo que tenía era una depresión
reactiva, eso sí, y acerca de los comentarios del niño, me acon-
sejó encarecidamente que acudiera al juzgado para interponer
Sexta parte - 170

una denuncia, con el objeto de que se abriera una investigación


del caso. También me advirtió que, probablemente, lo pasaría
muy mal y que se me cerrarían muchas puertas, pero que debía
llamar a todas las puertas que pudiera, porque alguna de ellas
se abriría y me ayudarían. Me aconsejó, por encima de todo, que
protegiera al niño.

Acudí al juzgado con mi abogada y declaré ante la fiscal. Me pi-


dieron que declarase el niño y, al día siguiente, lo llevé. La fiscal
le preguntó sobre su padre y él dijo que le quería y que estaba
bien con él. También dijo que se lo pasaba bien en la escuela.
Cuando le preguntó a qué jugaba con su papá, el niño habló de
varios juegos, no recuerdo con exactitud cuáles, pero sí recuerdo
que mencionó el de la trompetilla. La fiscal le preguntó cómo era
el juego de la trompetilla y el niño respondió que debían chuparle
el pene a su padre. La fiscal le dijo que ya era suficiente. A par-
tir de ahí se suspendió el régimen de visitas y ordenó abrir una
investigación.

Después de la suspensión de las visitas, la juez ordenó que un


psicólogo del centro de salud de Tudela investigara sobre el con-
tenido de la denuncia. Este psicólogo se negó, porque no estaba
preparado para la realización de este tipo de peritajes. En su lu-
gar, se nombró al que en aquel momento era el director del centro
de salud mental. Mi psicóloga aceptó y en febrero se realizaron
las entrevistas. Antes de terminar las entrevistas y entregar el
informe por requerimiento de la jueza, indicó que se reanudaran
las visitas para no dañar la relación entre el padre y el hijo.

En la primera entrevista, me citó a mí y al niño. Me indicó que,


por favor, no le dijera al niño a qué iba. Hice caso y, tal como
me lo había pedido, a las diez de la mañana me presenté con el
niño. Acudió con nosotros mi madre. Nos sentamos en la sala de
espera hasta que nos llamaron. Me pareció muy mal estar con
enfermos adultos, algunos de ellos con graves problemas de an-
siedad. Creo que no era lugar de espera para un niño de cuatro
años al que se le debía hacer una investigación. Pero no es esta
la única crítica. Hasta las doce del mediodía, no me llamaron. Dos
horas de espera con otros adultos en una fría sala. A mi madre la
acompañaron a otra sala, dejándola a solas con el niño, mientras
el psicólogo me entrevistaba a mí.

Durante una hora y media, respondí a todas sus preguntas. Quise


informarle de todo para que él pudiera evaluar mejor las palabras
del niño. Debo confesar que yo todavía no me creía que hubieran
sucedido los hechos, pero necesitaba explicaciones lógicas sobre

Sexta parte - 171


lo sucedido. A las dos menos cuarto, después de terminar la en-
trevista conmigo, llamó al niño para preguntarle sobre los juegos.
A esa hora, el niño estaba muy cansado, aburrido, con hambre y
sueño, y un profesional —se supone— le llevó a una habitación a
solas con él. Al niño no se le había avisado de nada, así que me
imagino que estaría asustado, o cuanto menos, muy incómodo.
A los diez minutos, salieron y el niño se vino a mis brazos y me
pidió que nos fuéramos. El psicólogo nos dijo que el niño no que-
ría hablar y que ya era muy tarde, por lo que dejaba la entrevista
para el día siguiente. Me dijo que no quería que habláramos con
el niño sobre el tema y que haría una entrevista al niño y otra a la
abuela. Yo pedí que no hiciera esperar al niño tanto tiempo y que
facilitara su tranquilidad no interfiriendo en su tiempo de comida
y sueño. Dijo que tenía razón y me pidió disculpas.

Al día siguiente, no esperó tanto. Me dijo que el niño le había


contado los contenidos de los juegos y que ya me enteraría de su
valoración por el informe, pues no era adecuado que lo supiera
antes que el padre. De nuevo, se entrevistó conmigo y, además
de las preguntas más o menos normales, sí recuerdo que me
molestó su comentario con respecto a la posibilidad de que lo
sucedido tuviese mucho que ver con el hecho de que yo hubiera
descuidado a mi pareja para centrarme en el cuidado y atención
del niño, dejando abandonado a mi compañero. Sorprendida y
molesta por partes iguales, le respondí que el cuidado del niño
debía darse por los dos lados y, de esa manera, él no estaría
abandonado. Además, añadí, no estábamos haciendo un peritaje
sobre el porqué de nuestra separación, sino para averiguar si
efectivamente se habían producido los abusos. Y en el caso de
haber existido, no debería echarme la culpa a mí, y menos por
una razón como la que estaba esgrimiendo.

En el siguiente auto, la jueza levantó la suspensión del régimen


de visitas, porque, según el informe realizado, no había indicador
alguno que le hiciera sospechar que sucedieran los abusos. Dijo
que la familia del padre era ejemplar y que la relación con el niño
era la adecuada. Dijo que yo, probablemente, me había alertado
por un exceso de vigilancia hacia las relaciones del padre con el
niño.

Se reiniciaron las visitas. Por una parte, me tranquilizaba saber


que no había ocurrido nada; me quitaba el peso de tener que
enfrentarme a la dureza de la verdad, pero, por otra parte, sé
que era lo que quería creer y que no había base para afirmar que
los hechos no habían ocurrido. Tenía una gran confusión. Aunque
Sexta parte - 172

lo deseara, no podía aceptar el resultado si este se basaba en


engaños, por lo que pedí aclaraciones y, por lo tanto, recurrir el
auto. Sin embargo, mientras decidían por el recurso, me avisaron
por vía telefónica que debía dejar al niño con su padre esa misma
tarde y, en caso de no acatar el auto, sería la Guardia Civil la que
recogería al niño para entregárselo al padre.

El psicólogo concluyó que, por el bien del niño y de su padre,


era mejor que volvieran las visitas, y me dio unas cuantas reco-
mendaciones. Sus recomendaciones fueron que, por el bien de la
relación entre el padre y el hijo, se reiniciaran las visitas cuanto
antes, bajo la supervisión de los servicios sociales, y que, en
ellas, participaran familiares del padre. También dijo que no le
preguntáramos al niño por el desarrollo de las visitas ni que se le
preguntara por los juegos.

En el auto, la jueza ordena el reinicio de las visitas y el control de


estas por parte de los servicios sociales. Por teléfono, mi abogada
me ordenó dejar al niño esa misma tarde y me dijo que estaba
siendo vigilada por la Guardia Civil. Me asomé a la ventana y
quien estaba ahí era el padre del niño, riendo. Esa tarde, hasta
llegar la hora de entrega de mi hijo, él me estuvo siguiendo todo
ese tiempo en su todoterreno.

Sentí miedo y angustia por si se producían nuevamente los abu-


sos. El veredicto, aunque me tranquilizó, no hizo que desapare-
cieran mis sospechas. En mi interior, algo me decía que aquello
no iba bien.

Recuerdo que sufrí mucha ansiedad, y no sé cómo reaccionó el


niño porque no pude estar con él. A las ocho de la tarde, me trajo
el niño a casa. Intenté que no notara mi nerviosismo, y aunque
me moría de ganas de preguntarle si había jugado a esos juegos
con su papá, no lo hice.

Intenté llevar, dentro de lo posible, una vida normal. Sabía que,


aunque no hubieran quedado acreditados los abusos, algo había
pasado. Sin embargo, también era un alivio para mí, porque así
no debía enfrentarme a él y, sobre todo, si el auto estaba en lo
cierto, el niño no arrastraría el resto de su vida las consecuencias
del abuso y ya no sufriríamos más. Quise creer que las relacio-
nes mejorarían y que, al final, todo quedaría en una desgraciada
anécdota.

Pasaron dos semanas. Durante ese tiempo, acatando el auto, me


puse de nuevo en manos de los servicios sociales, a quienes in-
formé que el niño, después de las visitas a su padre, no mostraba

Sexta parte - 173


ningún comportamiento extraño, y que, además, sin yo pregun-
tarle, de forma espontánea me contaba cómo su padre, al pare-
cer, ya no debía acordarse del juego de la trompetilla, puesto que
ya no jugaban. Yo estaba más tranquila, y aparqué mis temores
por un nuevo abuso.

El día 14 de marzo de 2001, miércoles, su padre fue a recoger al


niño al centro escolar a las tres de la tarde. Debía traerlo a casa a
las ocho. Eran ya las ocho y cuarto, y todavía no lo había traído.
Estaba pendiente del regreso. Él sabía perfectamente que debía
entregármelo a las ocho en punto. Pasadas las ocho y media, me
lo trajo. Llamó al timbre. Abrí. Subieron, pero en el descansillo
de la casa se pararon y se quedaron susurrando unos momentos.
No sé qué le decía. Sólo hablaba él. Yo esperaba que trajera al
niño; era tarde, tenía que cenar, bañarse e ir a la cama, porque
al día siguiente debía levantarse pronto para ir a la escuela. Yo
pensé que él no se daba cuenta de la hora que era y que se iba
a acostar tarde por culpa de su irresponsabilidad. Con la puerta
cerrada, esperaba que se despidieran. Después de varios minu-
tos, el niño llamó y abrí la puerta. Le saludé y le di un beso.
Entonces, él me pidió que le cogiera en brazos. Lo cogí, y cerré
la puerta mientras el niño lloraba. No era un llanto normal en él.
En mis brazos, más bien parecía un gatito que ronroneaba. Es-
taba asustado y nervioso. Le pregunté qué le pasaba y él no me
contestó. Empezó como cuando le daban los ataques de asma,
que no podía respirar. Le intenté calmar. En mis brazos, dándole
calor y acariciándole, el niño se relajó. Cuando noté que estaba
más tranquilo, le pregunté de nuevo, pero no quiso contestarme.
Le dije que era tarde y que tenía que cenar. Él contestó que ya
había cenado en casa de su padre. Pregunté qué había cenado y
me dijo que jamón york. Pensé que no era suficiente, por lo que
le dije que eso era merienda y que debía cenar. Al ver que el niño
estaba sin fuerzas, triste y que no quería comer, no quise insistir
más y le dije que no cenase si no quería, que le daría un baño y
podría irse a la cama.

El niño me pidió que no lo bañara; sólo quería dormir, porque es-


taba muy cansado y tenía mucho sueño. Pensé que tal vez estaba
enfermo o incubando alguna enfermedad. No tenía fiebre, pero
recuerdo que lo llevé a la cama y se colocó encima en posición
fetal. Le iba a quitar el pijama, pero no me dejó. “No, el pijama
no, no quiero”, insistía una y otra vez. Le pregunté qué le pasaba
y por qué no quería quitarse el pijama, pero no obtuve respues-
ta alguna. “Vale”, le dije, “pero tengo que ponerte la pomada”.
El niño tenía un problema de piel: tenía úlceras por las piernas,
hombros y brazos. Así que le dije que estuviera tranquilo, ya que
Sexta parte - 174

no le iba a quitar los pantalones y que tan solo se los subiría por
la parte de los talones. Así lo hice, y cuando ya llegué a la zona
de las rodillas le dije que tenía que bajarle un poco los pantalones
para seguir poniendo la pomada, pero que luego se los subiría y
no le pondría el pijama.

Yo no quería forzarle; algo le pasaba y prefería, al día siguiente,


cuando estuviese descansado, averiguar qué le sucedía y con-
vencerle de que había que dormir con el pijama. Al final, el niño
me preguntó si iba a ponerle pomada por todas las pupas. Le dije
que sí y él insistió si también en la del culito. Le pregunté si le
había salido alguna en el culito, ya que antes no tenía ninguna. Él
me dijo que la que le había hecho su papá. “¿Te ha hecho papá al-
guna pupa en el culito?”. “Sí, una muy grande, pero que ya me la
ha curado él. Me ha salido mucha, mucha sangre”, me dijo. “¿Os
habéis caído o…?” —no recuerdo las palabras exactas—. “No, me
la ha hecho con el dedo y con un boli de muchos colores”.

¡Dios mío! Empecé a sospechar que se hubieran producido nue-


vamente abusos. Pensé que, por favor, no fuera lo que me temía.
Intenté calmarme y que el niño no notara mis nervios. Le dije
que no sabía cómo era la herida, por lo que primero debía verla.
Él me dejó verla. Se puso a cuatro patas y me mostró el culito.
Tenía el ano abierto y con heridas alrededor que le sangraban.
Ese momento y el día en que murió mi hermana han sido los más
dolorosos de mi vida.
Lo llevé al hospital y confirmaron por el parte de lesiones que
tenía heridas puntiformes hemorrágicas activas. Delante estaba
también la jueza. Esperamos hasta las doce de la noche a que
llegara la jueza, porque ella quería estar presente en las explora-
ciones. Recogieron muestras para analizar en el Instituto Forense
de Barcelona. Una vez terminada la exploración, y ya en casa,
daba por hecho que mandarían la suspensión de las visitas, pero
no fue así. No consentí que su padre viera al niño sin protección
alguna y no cumplí con el régimen de visitas. Esperaba que me
dieran el certificado de suspensión de visitas. Pasaban los días y
el auto no llegaba. Yo no me atrevía a salir de casa. No mandaba
al niño a la escuela y, para poder sacarlo a la calle, venían mis
amigas y nos íbamos a parques de pueblos cercanos, siempre
en permanente alerta por si el violador aparecía. La compra me
la traían mis padres a casa. Así transcurrió una semana, más o
menos.

El 28 de marzo de 2001, estaba en casa con mi hijo. Llamaron


para traer unos muebles y abrí la puerta. Entonces, se coló un
amigo de él. Creo que estaba muy colocado, porque tenía los ojos
que parecían salirse de sus órbitas. Me pidió que le entregara al

Sexta parte - 175


niño, de muy malas maneras, y me dijo que su padre estaba en
la puerta, esperando para llevárselo. Le dije que no. Entonces,
agarró al niño, al mismo tiempo que el niño se agarraba fuerte-
mente a mi pierna. Le dije que no lo asustara y, aún no sé cómo,
conseguí sacarlo de casa a empujones. De todas maneras, tal y
como estaba, creo que si hubiera querido, al tener más fuerza
que yo, habría podido quitármelo. Me asusté mucho. No podía
salir, no podía estar segura en mi casa y, además, no llegaba el
auto del juzgado. Yo llamaba a todos los organismos de ayuda a
la infancia para pedir socorro. Estaba realmente desesperada.

Alguien me informó de Protección del Menor dentro de Bienestar


Social. Acudí y me puse bajo su supervisión y protección. Ex-
ploraron al niño y me exploraron a mí. La psicóloga me dijo que
había hecho bien, que debía proteger al niño y que ella estaba
segura de que el niño había sido abusado, y también de que el
agresor era el padre. Utilizó métodos basados en juguetes y en
dibujos, y me explicó el resultado de cada uno de los juegos.
Pude comprobar que el niño dibujaba a los hombres con tres
piernas del mismo tamaño; que, cuando jugaba a colocar en un
barco a la familia, sacaba a quien representaba la figura paterna,
porque era malo; que, al ubicar la familia en una casa, quitó de
la cama al padre, porque, según dijo el niño, ese papá le hacía
mucho daño en el culito y era muy malo. Cogió el muñeco que
representaba al papá y lo tiró al suelo.
Otra psicóloga me entrevistó por separado para comprobar mi
estado de salud mental. Me dijo que era normal que lo pasara
mal y que era normal que los agresores dijesen de las denun-
ciantes que estaban locas. Tenían muy claro que yo no lo estaba
y que debían protegernos. Hicieron un informe para el juzgado y
solicitaron la suspensión de las visitas.

No quería volver a Tudela. Tenía mucho miedo de que me qui-


taran al niño. Nos quedamos a vivir en casa de una conocida y
matriculé al niño en una escuela donde respetaron no hacer pú-
blico su nombre, así como no permitir que nadie pudiera sacarlo,
ni siquiera el resto de la familia. Eso significó un nuevo paso para
quedarme más tranquila.

Una vez instalados en Pamplona, el niño me preguntaba si iba a


volver con su papá. “De momento no”, le respondí. Él se preocu-
paba, porque decía que su papá se iba a enfadar mucho y que le
haría mucho daño. Intentaba tranquilizarle y decirle que yo, su
mamá, le ayudaría siempre, y que me perdonase por no haberlo
hecho antes. Son momentos muy emotivos. El niño estaba asus-
Sexta parte - 176

tado por las consecuencias y yo también.

Dejé de trabajar. Miraba por todos lados y no me atrevía a salir


a la calle; además, me sentía culpable, me daba vergüenza la
situación por la que pasaba, no tenía fuerzas más que para que-
rer y proteger al niño. El niño iba contándome, cuando él quería,
detalles de las agresiones que había sufrido. A lo mejor, en dos
semanas no contaba nada y de pronto, como en una ocasión,
cuando estaba haciendo la comida, se acercó y me dijo: “¡Ah,
qué asco!, ¡huele como la comidita de papá!”. Yo le pregunté:
“¿No te gustaba la comidita que preparaba?”. “No la preparaba.
Le salía de la colita y era muy mala”. Me dijo que un día la vomitó
y su padre le hizo comer lo vomitado… Cada vez que me contaba
algo, sentía como una punzada en el estómago y me recriminaba
lo ciega que había estado, y me sentía culpable y en deuda con
mi hijo.

Hoy ha llegado del juzgado una petición, por parte del padre de
mi hijo, en la que se indica que se reinicien las visitas y que se
cambie de psicólogo al niño, y se alega la no aceptación del re-
curso por parte del Supremo, cuando lo cierto es que yo no tengo
contestación alguna del Supremo, por lo tanto, y al menos de
momento, no es oficial.

El martes me llamó el abogado para decirme que había llegado la


sentencia del Supremo. Rechazan todos los recursos presentados
por mi parte y dan la razón a la Audiencia Provincial de Navarra.
Se basan en que no es necesario que las actas estén firmadas;
con la firma del tribunal y de los abogados es suficiente.

No me parece justo que un juicio que se realiza a puertas ce-


rradas no necesite la firma del testigo, perito… ¿Quién garantiza
lo sucedido? Por ejemplo, en el famoso juicio de la concejal Ne-
venca, al ser público, se pudo saber el tono jocoso que empleó
el fiscal y quedó destituido. Yo quería que en las actas quedaran
reflejadas las burlas del psiquiatra, persona que, a pesar de no
haberme entrevistado a mí ni al niño, decía que yo podría ser
una persona muy dañina y comportarme de forma psicótica; y las
burlas, haciendo cómplice al propio tribunal, cuando manifestaba
entre risas: “Esa —por mí— no necesita ninguna terapia, porque
es muy testaruda”. También quería que se reflejara el hecho de
que había trabajado durante muchos años en el Centro Forense
de Barcelona, donde se realizaron las pruebas de análisis de la
zona perianal del niño, y en las que, según el hospital, existían
heridas puntiformes alrededor de todo el ano, con restos hemo-
rrágicos activos. Sin embargo, un año después, mandaron del
laboratorio los resultados y, sorprendentemente, no había restos

Sexta parte - 177


de semen y tampoco de sangre.

En el acta tampoco recogen muchos otros datos importantes con


fechas que yo, delante del tribunal, con exactitud pude demostrar.
Me parece de suma importancia que un juicio, para que se realice
con todas las garantías, deba ser grabado y firmado por todos
los testigos y peritos, sobre todo si es a puerta cerrada. Según el
Supremo, estaba el abogado, que debía ser quien dijera que no
estaba de acuerdo con el acta en el momento de ser leída. Pero
las actas no se leyeron. Yo fui la única persona que pudo estar
presente en el desarrollo de todo el juicio, excepto en la declara-
ción del acusado. Sé que no se leyeron las actas y, desde luego,
no las firmamos. También me parece muy mal que el abogado no
hubiera sido más ágil. Pero eso no quita la inexistencia de una
garantía en forma de grabación, o cuanto menos, con firma de
conformidad. También es inconcebible que no entren a valorar
la última agresión. Según el Supremo, es aconsejable que se
nombren todas las denuncias y se argumente la falta de pruebas,
pero también es posible que, por omisión, se desestimen. En este
caso, el Supremo entiende que el tribunal no nombró la denuncia
porque no hacía falta, dado que los informes son contradictorios
y las lesiones pudieron ser ocasionadas por estreñimiento.

En el juicio, el médico especialista en digestivo ordenado por el


juzgado manifiesta que la herida del niño corresponde a una di-
latación extrema del ano producida del exterior al interior y no
desde el interior al exterior, es decir, por estreñimiento. Es el úni-
co especialista que ha visitado al niño después de tener el parte
de lesiones. No existe otro médico que le viera, excepto los que
hicieron el parte de lesiones. Hoy en día, el niño todavía tiene la
zona dada, es decir, agrandada; por lo tanto, hay contradicción
en lo que dice la sentencia y lo que realmente dijo el médico en
el juicio. Por otra parte, los informes psicológicos no son prueba,
porque hay contradicciones entre ellos, y lo único que parecen
tener en común es la posibilidad de algún juego sexual.

La verdad es que, después de la última agresión sexual sufrida


por mi hijo, existe un informe del juzgado realizado por psicólogo
y psiquiatra donde no se descartan juegos y contactos sexuales
sin saber hasta dónde llegaron.

Otro informe de Bienestar Social dice tener todos los indicadores


de que el niño ha sido abusado y que el agresor es el padre.

Un informe realizado a instancias mías por la forense Casals, de


Valencia, especializada en abusos sexuales, informó con graba-
Sexta parte - 178

ción de vídeo y audio realizada al niño, que este fue abusado y el


agresor era el padre.

Tanto las psicólogas de Bienestar Social como la forense de Va-


lencia, a preguntas del presidente del tribunal sobre si tenían
certeza al cien por ciento de que el niño hubiese sufrido abu-
sos, respondieron afirmativamente en el juicio, y en cuanto a si
el agresor era el padre, también respondieron que sí. Además,
constan los informes psicológicos del niño, en los que su terapeu-
ta asegura que el niño ha sido abusado por su padre. También
ella confirmó ante el tribunal que el niño tenía todos los indicado-
res de haber sido abusado y que el agresor era el padre.

No existe, después de la última agresión, informe alguno que


descarte los abusos; tan solo un informe del psiquiatra, hecho a
instancias del abogado del agresor, que, sin conocernos al niño y
a mí, dice que tiene claro que el padre es torpe en la educación
del niño; es inmaduro y agresivo, y además, si consume drogas,
es peor en la convivencia; que la relación con el niño quizá no
sea adecuada, pero que del no adecuado a lo dañino hay un gran
trecho. Lo realmente dañino es lo que la madre hace: hurgar en
la herida si la hubo, y si no la hubo, abrirla. Por lo tanto, según
este psiquiatra, soy yo quien hace daño al niño por llevarle al
psicólogo y hacerle recordar, hablar, etcétera. Este informe es de
parte y está entregado una vez concluso el sumario. Además, no
le dieron las respuestas de mis informes en el juzgado y nunca
me ha entrevistado o al niño. ¿Por qué hacen caso a esa perso-
na? Luego, dicen que ni yo, ni mi madre somos creíbles, y que,
aunque el tribunal, no fundamenta la razón, no somos de fiar. Se
entiende que tendrán sus razones, y no hace falta argumentar-
las, aunque sí sería conveniente, dice el Supremo.

La testificación del niño tampoco es válida, porque puede estar


sugestionado por nosotras o por las psicólogas. Sin embargo, el
primer documento del sumario es la declaración del niño ante
la fiscal antes de ningún peritaje o valoración alguna. Según el
Supremo, no es válido recurrir por interpretación de las pruebas.
Yo pregunto: ¿qué se puede hacer ante tanta injusticia y enredo
judicial?

Mi opinión es que hay un pacto. Pienso que no les dan importan-


cia a las agresiones sexuales que mi hijo ha padecido. Opinan
que la conducta del padre no es la adecuada y que con unas
sesiones de terapia puede aprender a relacionarse con el niño.
Creo que al niño lo apoyan, porque saben que ya está en terapia,
lo mismo que yo, y por la vía civil, han compensado no dándole
de momento las visitas. El problema, si se confirma mi teoría, es

Sexta parte - 179


que no se trata de simples juegos. Se le ha hecho mucho daño.
Lo peor es que puede volver a tener las visitas. En la actualidad,
están solicitadas, y estoy a la espera de la resolución.
Según mi abogado, ahora cabe recurso ante el Constitucional,
pero me dijo que, con toda probabilidad, no vamos a conseguir
nada. Según él, es un puro trámite para poder acceder al tribunal
europeo. Mientras tanto, sólo podemos negarnos a las visitas.
Séptima parte
Las últimas consecuencias

C ualquier intento, cuyo propósito sea aportar información y un


poco de luz a un asunto como las secuelas que dejan los abu-
sos sexuales en la infancia, creo que casi supone una obligación
para todos aquellos que, mejor o peor, estamos en condiciones
de contribuir con nuestro granito de arena. Ese ha sido mi obje-
tivo.

No siempre el conocimiento nos ha de conducir a una realidad


que se pueda contemplar con agrado; por eso no es de extrañar
que algunas personas prefieran mirar hacia otro lado cuando se
tratan asuntos tan perturbadores. Pero nuestra realidad sigue
siendo la que es y no va a desaparecer porque no queramos ver-
la. De nada sirve la táctica del avestruz. Es inexcusable tomar
conciencia de la gravedad de estos hechos, máxime para quienes
hemos vivido esta experiencia en nuestra propia piel. Y no lo es
exclusivamente para nosotros; nos afecta a todos: en el presen-
te, a los que fuimos niños, y también en el futuro, a los niños
de hoy que siguen padeciendo esta lacra. No hay que olvidar las
aterradoras y siempre sorprendentes cifras que nos hablan de un
20 por ciento de la población que ha sido objeto de algún tipo de
abuso sexual antes de cumplir los diecisiete años. Con semejan-
tes números en la mano, no parece sensato desentenderse por
más tiempo de una realidad tan inquietante.

Aventurarse en un escrito de estas características significa me-


terse en un mundo duro y repleto de complejidades, pero tam-
bién puede servir para ofrecer un dato al alcance de cualquiera.
Podemos sumergir al lector en un escenario donde tal vez pueda
reconocer a alguna persona de su entorno, cuya conducta, hasta
el momento, le parecía desconcertante. Tal vez esta lectura haya
sido reveladora.
Hay que asumir nuestra responsabilidad por el desconocimiento
que sigue existiendo sobre el ASI. Una gran mayoría de super-
vivientes no ha revelado nunca lo que sucedió en su infancia y,
en muchos casos, ni ellos mismos son capaces de asociar las
secuelas que padecen con el hecho traumático que las provo-
có. El secretismo que rodea al abuso sexual infantil no facilita
en ningún caso la solución del problema. El agresor es el único
beneficiario del silencio, y de este modo puede continuar con su
nefasto proceder con total impunidad. Todos tenemos nuestra
propia responsabilidad a la hora de impedir que tal cosa siga
sucediendo. De ahí la importancia de romper con este largo y
pernicioso silencio tanto para los propios afectados como para la
sociedad en general.

Es indudable que este no ha sido un camino plácido ni excesi-


vamente alentador. No podía serlo, ni tampoco lo pretendía. Mi
única pretensión era presentar una realidad tal como la he vivido
y como la he conocido a través de tantas y tantas personas con
las que he podido mantener contacto y, sobre todo, amistad. Sin
embargo, no quisiera concluir sin antes hablar de una última se-
Séptima parte - 182

cuela que igualmente tiene su origen en los abusos sexuales y


cuyo carácter, al menos esta vez, es positivo y esperanzador. Esta
secuela es el valor. O también podríamos definirlo como coraje. El
valor por haber sobrevivido con un mínimo de cordura, sin nadie
que pudiera comprendernos ni ayudarnos. El valor que tuvimos
para sobrevivir entre silencios, vergüenzas y culpas que no nos
pertenecían. También, por llegar a la etapa adulta con tantas
carencias y limitaciones, y aun así, con el coraje suficiente para
seguir adelante después de que nos robaran el alma.

Es posible que una de las mayores pruebas de valor esté en la


decisión de romper el silencio mucho tiempo después, cuando
reunimos el coraje, junto a la necesidad, la desesperación o la
rabia, para dar ese paso tan importante y de tanta trascendencia
para nuestro futuro. Porque después de tantos años, aparentan-
do una felicidad que perdimos mucho tiempo atrás, algunos en-
contraron la fuerza para enfrentarse a la verdad. Y ciertamente,
la verdad nos ha hecho libres, pero no sin haber pagado un alto
precio.

Se requieren grandes dosis de valor para hablar de aquel epi-


sodio, para señalar con el dedo al padre, al tío, al hermano o al
abuelo. Y se requiere valor, porque, en demasiadas ocasiones,
no se recibe el apoyo incondicional que cabría esperar. Antes, al
contrario. Resulta deprimente percibir que las personas más alle-
gadas piensan, en su fuero interno, que callado estabas mejor. Y
no estamos hablando de la peor de las situaciones. No es extraño
que la familia se una para desterrar a ese elemento subversivo y
desestabilizador en el que nos hemos convertido. Se nos acusa,
ni más, ni menos, de querer destruir la familia.

Tampoco en el terreno social encontramos demasiadas facili-


dades. La mayoría se incomoda, trata de aparentar una actitud
comprensiva o compungida, pero, en realidad, prefieren no tocar
un asunto tan escabroso y tratan de cambiar de tema tan pronto
como sea posible. Y de nuevo te condenan al silencio. O te dicen
que trates de olvidarlo. Es mejor no hablar de eso. Mejor para
todos. Para todos, pero no para ti.

La sociedad apenas empieza a abrirse a este secreto a voces,


aunque sigue estando más cerca del tabú que de otra cosa. Es
cierto, como ya apuntaba al principio, que se ha empezado a ha-
blar de ciertos casos de pederastia o de aquellos en los que está
implicada la Iglesia, y, en mucha menor medida, del resto. El
problema es que este resto conforma una abrumadora mayoría,
y que en una elevada proporción, tiene su origen en el entorno

Séptima parte - 183


familiar. Y no me refiero a familias marginales o desestructura-
das, como también comentaba antes, sino a cualquier familia de
la que jamás dudaríamos.

Se necesita un gran acopio de valor para hacer frente a tantas


adversidades. Sirva este escrito de homenaje a todos aquellos
que siguen luchando por reconquistar esa infancia robada.
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