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Aunque el siglo XX nos trajo oscuras advertencias de este nihilismo totalitario, que algunos
llamaron "religiones políticas" pero cuyo fundamento central no era más que el de la
"evolución", de una raza superior, de una utopía social, etc. -todos los cuales se cultivaron a
la sombra de la profecía nietzscheana del hombre sin Dios-, no está por descontado que
estamos libres de estos peligros. Prominentes científicos como James Watson, Joseph
Fletcher, Peter Singer, James Rachels y otros han jugado de alguna otra manera con el
determinismo genético, con la eugenesia o con la eutanasia de bebés con defectos. Quizá la
estela, mayormente cristiana en Occidente, de considerar a la vida humana con un valor
infinito, considerándola una imagen de Dios, pueda desvanecerse en un futuro. Quizá la
ciencia pueda producir una visión moral que salvaguarde estos principios, pero esto es algo
que ignoramos y en lo cual no podemos apostar con confianza, pues históricamente el ser
humano ha encontrado luz moral sólo a través de una narrativa en la que el universo tiene
propósito y el ser mismo tiene un soporte infinito, algo que va en contra de los dogmas de la
ciencia moderna. El malabareo de encontrar un sentido moral sin invocar nada trascendente,
ni nada teleológico, es difícil de sostener.
David Bentley Hart, en su lúcida respuesta al movimiento de los nuevos ateos (Dawkins,
Dennett, Hitchens), sugiere que la ciencia y la tecnología actualmente son tratadas como
formas "especiales de conocimiento y poder que deben aislarse de sus asociaciones
limitantes con las viejas piedades habituales de la naturaleza humana o la verdad moral (éstas
siendo, después de todo, meras cuestiones de preferencia personal)". La ciencia reclama, con
toda su aura real, exclusividad dentro del dominio del conocimiento, o al menos así la hemos
empezado a ver y a tratar. Esta visión monolítica corre el riesgo de ser un nuevo
fundamentalismo, un exceso unilateral, un monismo metafísico (aunque desencantado y
desmistificado). Hart señala que, aunque la magia moderna -la ciencia- en realidad sí
funciona, esto no quita que le proyectamos una fuerza metafísica y una credulidad
supersticiosa. Somos al menos tan supersticiosos como nuestros ancestros paganos cuando
pensamos "que el poder de hacer una cosa es equivalente al conocimiento de lo que uno está
haciendo, o de lo que uno debería hacer, o de si existen otras, más comprensivas verdades
ante las cuales el poder debería estar supeditado". La modernidad asume que el conocimiento
es poder -la ciencia y la tecnología son la plataforma en la que se erige el Estado moderno-,
y el fin del conocimiento es el poder. El mito moderno es la voluntad de poder, la libertad
como puro libre albedrío, sin las restricciones morales, que después de todo, se nos ha dicho,
son vestigios del oscurantismo del pensamiento mágico que ve el bien y el mal como
realmente existentes, independientes del juicio individual. ¿Pero qué ocurre cuando este
matrimonio del poder y el conocimiento se consolida tanto que se "libera" incluso de la
moral? ¿Acaso este matrimonio no significa necesariamente un divorcio previo de la gran
pareja del conocimiento, el amor, que define a la filosofía? Históricamente el amor ha estado
ligado al bien, a la verdad y a lo bello, pero la modernidad cree haber demostrado que los
llamados "tres trascendentales" son meras fabricaciones de la mente subjetiva, cuya realidad
palidece ante el sólido imperio de la actividad eléctrica del cerebro. El ser humano no tiene
una esencia, y por lo tanto puede ser cualquier cosa; podemos desarrollarlo como un nuevo
producto, el último gadget en la historia del progreso. Esto puede sonar a una exageración y
quizá lo sea, pero si el conocimiento no está ligado a una base moral, estará siempre al
servicio del poder. Y la voluntad de poder, que es siempre de alguna manera egoísta, es
antinómica del amor. ¿De dónde obtendrá la ciencia esta base moral? Por el momento la
modernidad se sigue alimentando de la moral que ha heredado de la religión, pues por más
alejada que parezca, la ciencia no surgió en oposición de la religión, sino que surgió de la
racionalidad cristiana y grecolatina, de un Logos que era siempre moral, orientaba siempre
la inteligencia a lo bueno, lo verdadero y lo bello y la supeditaba a fines trascendentes. Pero
nada asegura que esta inercia no se agote, especialmente cuando la religión es tomada cada
vez menos en serio (o con menos imaginación y más literalmente) y considerada algo de lo
cual debemos librarnos. Como dice Bentley Hart, la idea profusamente difundida de que la
humanidad siempre está evolucionando "hacia formas más racionales y éticas es un mito" -
la evolución, en términos científicos, es ciega, y el universo una mera casualidad-. Incluso si
es que hoy en día somos más racionales y éticos, nada nos asegura -ciertamente nada que
venga de la ciencia o del universo meramente material- que seguiremos en un
inexorable progreso hacia el perfecto humanismo, hacia el sueño trigarante de la Ilustración.
La ciencia es la magia moderna y una superstición en tanto su desmedida confianza en su
propia inteligencia amoral. Una idolatría de sí misma, "de nuestro propio poder sobre la
realidad material" y de su propia creencia en que no existe nada que no pueda medirse
(justamente, la palabra sánscrita maya se refiere tanto a lo ilusorio como a lo mensurable). Y
quizás incluso una goetia (magia negra), pues, como el hechicero, pone al servicio del poder
personal mundano todas las fuerzas del cosmos, sin tener ningún reparo en que los actos
inmorales puedan tener consecuencias. ¿Y acaso no estamos viendo las consecuencias de una
especie de pacto fáustico, en el que la explotación de la naturaleza a través de la ciencia
tecnológica amoral empieza a pintar un futuro desolador, hasta el punto de amenazar con
autodestruir el valeroso proyecto de nuestra humanidad?