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LA MAGIA DE LA CIENCIA: CÓMO LA CIENCIA SE HA CONVERTIDO EN LA

GRAN SUPERSTICIÓN DE NUESTRA ERA

La palabra ciencia significa "conocimiento". No es insignificante que hoy en día la llamada


ciencia moderna tiene casi un monopolio sobre lo que la sociedad determina
como "conocimiento", o sobre aquello que consideramos real, que en nuestra época es casi
sinónimo de lo que es útil y puede transformarse en algún tipo de beneficio material.
Pareciera que sólo es conocimiento, sólo es real y sólo tiene valor lo que es científico, es
decir lo que es comprobable, cuantificable, repetible y supuestamente objetivo. Sin embargo,
la palabra ciencia tiene una etimología que la liga con una raíz indoeuropea que significa
"separar" o "cortar"; raíz que aparece en el término "escindir". Esto es ilustrativo, pues el
conocimiento científico, sin poner en duda su enorme poder y valía, es sólo un tipo de
conocimiento, aquel limitado a la segmentación de partes para su estudio dentro de ciertas
condiciones controladas que permiten, como si fuere, aislar una cosa del universo, para
analizarla hasta el punto de que pueda ser explotada. La ciencia moderna en este sentido es
siempre un conocimiento particular, dedicado solamente al estudio de elementos que pueden
descomponerse en otros elementos -fundamentalmente el estudio de la materia-, no es una
ciencia de ciencias, como lo era la filosofía para Aristóteles, por ejemplo. No es tampoco,
por esto mismo, una ciencia de vida, una ciencia que nos pueda decir cómo vivir, ni siquiera
quiénes somos. La biología puede decirnos cómo se formó la vida, pero no nos dice cómo
vivir, y para el ser humano es indivisible el hecho moral del hecho ontológico (algo que
tampoco puede responder la ciencia, pues puede responder, si acaso, cómo se formó el
universo, pero no cómo o por qué es que existe algo y no nada). Y más aún, es posible que
la naturaleza del ser humano lo lleve a buscar y a sólo encontrar paz y plenitud cuando su
perspectiva de la realidad incluye un sentido y propósito y por lo menos provee una
explicación satisfactoria para su vida interna subjetiva (que el ser humano es un robot
aletargado, como propone el biólogo Richard Dawkins, no cumple con estos requisitos).
Todo lo cual explica el hecho de que la religión sea un fenómeno que se encuentra en todas
las culturas.

Lo anterior para decir que la ciencia moderna se ha convertido en una metafísica, se ha


apropiado de un magisterio que no le pertenece, ha proyectado su visión atomista y
desangelada al grueso de la realidad. Y el ciudadano del mundo secular moderno se ha
convertido, casi por default, en fanático de la visión científica. Algo que puede comprobarse
con la rótula mágica de "estudio científico" o "según la ciencia" en cualquier nota que circula
en las redes sociales, o de conjuros omnipotentes como "científicos de Harvard descubren...".
Estas palabras dotan de una mágica consistencia a las cosas. Lo cual no significa que no haya
que valorar el rigor de la investigación y el método científico o celebrar los beneficios de la
ciencia moderna, sólo demuestra el prestigio carismático que tiene la ciencia, un prestigio
que, sin embargo, vive un proceso inflacionario y desproporcionado, sobre todo cuando se
aplica a áreas en las que la ciencia no tiene magisterio. Esto es, fundamentalmente, todo lo
subjetivo. Es decir, lo más grueso y dulce del pastel de la existencia (aunque algunos
científicos nos quisieran decir que ese pastel no existe, y que el placer subjetivo que uno
deriva cuando lo prueba es una ilusión de la computadora del cerebro).
Por todo el poder que tiene la ciencia para realizar predicciones y mediciones precisas,
desarrollar tecnología y hacer la existencia más cómoda en general, la visión materialista que
ha derivado la modernidad de su conjunto de observaciones -las cuales no tendrían que tener
una coherencia sistemática como visión del mundo, ya que son meros sondeos, más o menos
incisivos, en el tejido de la materia- no deja de ser una historia más, una narrativa que
seguimos, un mito. Evidentemente, lo mismo se puede decir del cristianismo, el budismo, el
idealismo, el existencialismo, el marxismo, el feminismo, el pastafarismo y cualquier otro
ismo, siendo el que predomina actualmente el cientificismo. No debemos subestimar el poder
que tienen las narrativas, las historias que nos contamos sobre qué es el mundo, de configurar
el mundo que experimentamos (lo cual no significa que dé igual qué mito nos contemos pues
será siempre un mito: algunos nos acercarán más a la felicidad que otros). Como sugiere
Owen Barfield en su libro Saving the Appearances, estrictamente, todas las cosas que
percibimos son una representación colectiva, hemos aprendido colectivamente, a través del
leguaje y la experiencia, a ver el mundo de cierta forma, y no hay un mundo aparte de esta
forma aprendida; aunque en sí mismo sólo exista una agitación de moléculas, nosotros somos
capaces de percibir cosas como "el rumor melancólico del viento entre las hojas". El físico
alemán Werner Heisenberg observó que nuestras narrativas incluso ejercen su influencia a
nivel cuántico: "Debemos recordar que no observamos la naturaleza en sí misma, observamos
la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación". Para la física cuántica cada vez es
más difícil, pese a todos sus avances, decir qué es la materia, pues ciertamente en su nivel
fundamental no parece comportarse de una manera meramente mecánica, como las bolas de
billar de la física clásica. La escritora Muriel Rukeyser perspicazmente observa una
microfísica impregnada por la ficción: "El universo no está hecho de átomos, está hecho de
historias". Quizás esto explica por qué los hombres antiguos experimentaban una naturaleza
llena de de dioses y espíritus, donde todo el cosmos hablaba y decía algo relevante, ominoso,
profético y extático; y por qué hoy experimentamos un mundo mecánico, en el que todo cada
vez se parece más a un algoritmo o a una app y quizá, pronto, a un robot.

El llamado "humanismo secular" sostiene que la religión y en general la filosofía y el arte


son dispensables, pues el ser humano puede encontrar valor, sentido y moral sólo a través de
la ciencia. Este humanismo secular olvida, como nota David Bentley Hart, que los valores
modernos que permiten una existencia relativamente ética y justa, no se encuentran en la
naturaleza per se, y ciertamente no de una manera universal. Estos valores, que son la estela
antigua en la que la modernidad humanista sigue flotando, vienen de las grandes religiones
y sistemas filosóficos de la antigüedad, más allá de que hayan podido tener fuentes divinas o
que hayan podido ser inspirados por otro tipo de observación de la naturaleza, una
observación contemplativa. Como señala Hart, los científicos modernos rayan en un
fanatismo peligroso cuando creen que la ciencia puede servir como un "árbitro de valores o
de verdades morales y metafísicas". Pese a los intentos del darwinismo social y demás sectas
modernas, no resulta muy claro que la compasión y la caridad se desdoblen de la evolución
natural, y es justamente, como marca Hart, el hecho de que no existen imperativos éticos en
la teoría de la evolución lo que permite que sea reconocible como ciencia. Quizá no sea
casualidad que sólo hasta que la civilización moderna "evolucionó" hacia una visión secular
materialista, se empezó a jugar con la idea de la eugenesia y la experimentación social con
la población. Es sólo una visión nihilista de la realidad -en muchos aspectos sinónimo de
materialista- la que da la libertad moral de experimentar con el ser humano, rediseñarlo, quizá
aumentarlo a la calidad de dios (como desea el transhumanismo) y descartar a aquellos que
genéticamente no son aptos para una nueva especie de superhombres.

Aunque el siglo XX nos trajo oscuras advertencias de este nihilismo totalitario, que algunos
llamaron "religiones políticas" pero cuyo fundamento central no era más que el de la
"evolución", de una raza superior, de una utopía social, etc. -todos los cuales se cultivaron a
la sombra de la profecía nietzscheana del hombre sin Dios-, no está por descontado que
estamos libres de estos peligros. Prominentes científicos como James Watson, Joseph
Fletcher, Peter Singer, James Rachels y otros han jugado de alguna otra manera con el
determinismo genético, con la eugenesia o con la eutanasia de bebés con defectos. Quizá la
estela, mayormente cristiana en Occidente, de considerar a la vida humana con un valor
infinito, considerándola una imagen de Dios, pueda desvanecerse en un futuro. Quizá la
ciencia pueda producir una visión moral que salvaguarde estos principios, pero esto es algo
que ignoramos y en lo cual no podemos apostar con confianza, pues históricamente el ser
humano ha encontrado luz moral sólo a través de una narrativa en la que el universo tiene
propósito y el ser mismo tiene un soporte infinito, algo que va en contra de los dogmas de la
ciencia moderna. El malabareo de encontrar un sentido moral sin invocar nada trascendente,
ni nada teleológico, es difícil de sostener.

David Bentley Hart, en su lúcida respuesta al movimiento de los nuevos ateos (Dawkins,
Dennett, Hitchens), sugiere que la ciencia y la tecnología actualmente son tratadas como
formas "especiales de conocimiento y poder que deben aislarse de sus asociaciones
limitantes con las viejas piedades habituales de la naturaleza humana o la verdad moral (éstas
siendo, después de todo, meras cuestiones de preferencia personal)". La ciencia reclama, con
toda su aura real, exclusividad dentro del dominio del conocimiento, o al menos así la hemos
empezado a ver y a tratar. Esta visión monolítica corre el riesgo de ser un nuevo
fundamentalismo, un exceso unilateral, un monismo metafísico (aunque desencantado y
desmistificado). Hart señala que, aunque la magia moderna -la ciencia- en realidad sí
funciona, esto no quita que le proyectamos una fuerza metafísica y una credulidad
supersticiosa. Somos al menos tan supersticiosos como nuestros ancestros paganos cuando
pensamos "que el poder de hacer una cosa es equivalente al conocimiento de lo que uno está
haciendo, o de lo que uno debería hacer, o de si existen otras, más comprensivas verdades
ante las cuales el poder debería estar supeditado". La modernidad asume que el conocimiento
es poder -la ciencia y la tecnología son la plataforma en la que se erige el Estado moderno-,
y el fin del conocimiento es el poder. El mito moderno es la voluntad de poder, la libertad
como puro libre albedrío, sin las restricciones morales, que después de todo, se nos ha dicho,
son vestigios del oscurantismo del pensamiento mágico que ve el bien y el mal como
realmente existentes, independientes del juicio individual. ¿Pero qué ocurre cuando este
matrimonio del poder y el conocimiento se consolida tanto que se "libera" incluso de la
moral? ¿Acaso este matrimonio no significa necesariamente un divorcio previo de la gran
pareja del conocimiento, el amor, que define a la filosofía? Históricamente el amor ha estado
ligado al bien, a la verdad y a lo bello, pero la modernidad cree haber demostrado que los
llamados "tres trascendentales" son meras fabricaciones de la mente subjetiva, cuya realidad
palidece ante el sólido imperio de la actividad eléctrica del cerebro. El ser humano no tiene
una esencia, y por lo tanto puede ser cualquier cosa; podemos desarrollarlo como un nuevo
producto, el último gadget en la historia del progreso. Esto puede sonar a una exageración y
quizá lo sea, pero si el conocimiento no está ligado a una base moral, estará siempre al
servicio del poder. Y la voluntad de poder, que es siempre de alguna manera egoísta, es
antinómica del amor. ¿De dónde obtendrá la ciencia esta base moral? Por el momento la
modernidad se sigue alimentando de la moral que ha heredado de la religión, pues por más
alejada que parezca, la ciencia no surgió en oposición de la religión, sino que surgió de la
racionalidad cristiana y grecolatina, de un Logos que era siempre moral, orientaba siempre
la inteligencia a lo bueno, lo verdadero y lo bello y la supeditaba a fines trascendentes. Pero
nada asegura que esta inercia no se agote, especialmente cuando la religión es tomada cada
vez menos en serio (o con menos imaginación y más literalmente) y considerada algo de lo
cual debemos librarnos. Como dice Bentley Hart, la idea profusamente difundida de que la
humanidad siempre está evolucionando "hacia formas más racionales y éticas es un mito" -
la evolución, en términos científicos, es ciega, y el universo una mera casualidad-. Incluso si
es que hoy en día somos más racionales y éticos, nada nos asegura -ciertamente nada que
venga de la ciencia o del universo meramente material- que seguiremos en un
inexorable progreso hacia el perfecto humanismo, hacia el sueño trigarante de la Ilustración.
La ciencia es la magia moderna y una superstición en tanto su desmedida confianza en su
propia inteligencia amoral. Una idolatría de sí misma, "de nuestro propio poder sobre la
realidad material" y de su propia creencia en que no existe nada que no pueda medirse
(justamente, la palabra sánscrita maya se refiere tanto a lo ilusorio como a lo mensurable). Y
quizás incluso una goetia (magia negra), pues, como el hechicero, pone al servicio del poder
personal mundano todas las fuerzas del cosmos, sin tener ningún reparo en que los actos
inmorales puedan tener consecuencias. ¿Y acaso no estamos viendo las consecuencias de una
especie de pacto fáustico, en el que la explotación de la naturaleza a través de la ciencia
tecnológica amoral empieza a pintar un futuro desolador, hasta el punto de amenazar con
autodestruir el valeroso proyecto de nuestra humanidad?

Twitter del autor: @alepholo

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