Sie sind auf Seite 1von 7

¿UN DIOS HOMBRE?

LEVINAS Emmanuel: “Un Dieu homme?”, en Entre nous. Essais sur le penser-à-
l’autre, Grasset, Paris 1991, p. 64-71.

La filosofía es puesta en luz. Según una expresión a la moda, inventada como para
subrayar la indiscreción de la empresa filosófica, ella es develamiento. Entonces,
¿cómo tratar filosóficamente una noción que pertenece a la intimidad de cientos de
miles de creyentes, el misterio de los misterios de su teología y que desde veinte
siglos, reúne a hombres cuyo destino y la mayor parte de sus ideas comparto, a
excepción precisamente de la creencia que aquí se trata?

Ciertamente, yo podría haberme abstenido. Pero debido a la amistad con la que me


fue dirigido el pedido de participar en este encuentro, no he podido rechazarlo. No
por miedo a ser descortés, pero ¿cómo podría cerrarme a las intenciones generosas
de estos tiempos y olvidarme del acompañamiento durante los años trágicos?

No he tenido la presunción de mezclarme en un orden prohibido a quien no tiene fe


y cuyas dimensiones últimas se me escapan sin dudas. Reflexionaré sobre dos de
entre las múltiples significaciones que surgen de la noción de Hombre-Dios, la cual
al estar entre signos de interrogación en el programa de estas jornadas, es
reconocida como un problema.

El problema del Dios-Hombre, por un lado, implica la idea de una humillación que
se inflige al Ser supremo, de un descenso del Creador, al nivel de la creatura, es
decir de una absorción de la Actividad la más activa en la Pasividad la más pasiva.

Por otra parte, y como producto de esta pasividad llevada hasta su límite último en
la Pasión, el problema implica la idea de expiación por los otros, es decir de una
sustitución: lo idéntico por excelencia, que no es intercambiable, lo que es único
por la excelencia sería la substitución misma.

Estas ideas, ante todo teológicas, trastocan las categorías de nuestra representación.
Quiero entonces preguntarme hasta que punto estas ideas, que valen
incondicionalmente para la fe cristiana, tienen valor filosófico: en qué medida ellas
pueden mostrarse en la fenomenología. La fenomenología ya se ha beneficiado de
la sabiduría judeo-cristiana. Es cierto. Pero la conciencia no asimila todo en las
sabidurías. Ella restituye a la fenomenología solo aquello que ha sabido sustentarla.
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

Yo me pregunto entonces, en qué medida las categorías nuevas que acabamos de


describir son filosóficas. Estoy seguro que estas medidas serán juzgadas
insuficientes por el creyente cristiano. Pero, quizás, no está demás mostrar los
puntos a partir los cuales nada puede remplazar a la religión.

Pienso que la humildad de Dios, hasta cierto punto, permite pensar la relación con
la trascendencia en otros que términos que los de la ingenuidad y el panteísmo; y
que la idea de substitución -en una cierta modalidad- es indispensable para la
comprensión de la subjetividad.

La aparición de hombres-dioses que comparten las pasiones y los gozos de los


hombres puramente hombres, es ciertamente el hecho banal de los poemas
paganos. Pero en el paganismo, pagan el precio de esta manifestación perdiendo su
divinidad. Por eso, los filósofos expulsan a los poetas de la ciudad para preservar la
divinidad de los dioses en el espíritu de los hombres. Pero esta divinidad salvada
no es condescendiente. El Dios de Platón es la impersonal idea de Bien; el Dios
Aristóteles es pensamiento que se piensa. Y es en esta divinidad indiferente al
mundo de los hombres en la que culmina la Enciclopedia de Hegel, es decir,
quizás, la filosofía. Así como el mundo absorbe a los dioses en los poetas, el
mundo se sublima en el absoluto en los filósofos. Lo Infinito se manifiesta
entonces en lo finito pero no se manifiesta a lo finito. El hombre ya no está más
coram Deo. El extraordinario exceso de la proximidad entre lo finito y Infinito
ingresa en el orden. En un orden impasible de lo absoluto y de la totalidad se
resuelven y se resumen los hombres, sus miserias y sus desesperaciones, sus
guerras y sus sacrificios, lo horrible y lo sublime. En un discurso ininterrumpido
que sabe relatar aún su propia interrupción, resucitando siempre en la
intersubjetividad inmortal, se muestra ciertamente, según la creencia de los
filósofos, el sentido real de nuestra vida. Nunca tiene el sentido que él tiene en
nuestra vida.

Pero esta imposibilidad de pensar en filosofo el cara-a-cara y la proximidad y lo


insólito de Dios y la extraña fecundidad del encuentro, no se debe a un extravío del
pensamiento lógico –sino que resulta de un formalismo irrefutable de la lógica
misma. Si lo absolutamente Otro se me muestra, ¿no se integra por lo mismo, su
verdad al contexto de mis pensamientos para sacar de allí un sentido, a mi tiempo,
para devenir contemporáneo? Todo desacomodamiento termina por entrar en el
orden dejando aparecer un orden más amplio y más complejo. Esto no es una

2
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

visión del espíritu: es la gran experiencia de nuestra época: el historiador encuentra


un sentido natural a todas las interrupciones insólitas. ¿Cómo mantener la
comunicación de dos órdenes contra un universo donde todo es Dios, o donde todo
es mundo? ¿Cómo es posible el movimiento hacia Dios sin señalar, como en un
vuelo interplanetario, la unidad del orden que lo hace posible?

La idea de una verdad cuya manifestación no es gloriosa ni deslumbrante, la idea


de una verdad que se manifiesta en humildad, como la voz de un suave silencio
según la expresión bíblica la idea de una verdad perseguida ¿no es la única
modalidad posible de la trascendencia? No a causa del valor moral de humildad,
que no quiero negar, sino a causa de su manera de ser que es quizás la fuente de su
valor moral. Manifestarse como humilde, como aliado al vencido, al pobre, al
perseguido, precisamente es no entrar en el orden. En esta falla, en esta timidez
osando no osar, por esta solicitud que no es insolente al solicitar y que es la no
audacia misma, por esta solicitud de mendigo y extranjero que no tiene donde
apoyar su cabeza a la merced del sí o del no de aquel que lo recibe el humillado
desacomoda absolutamente; él no es del mundo. La humildad y la pobreza son una
manera de [estar] en el ser un modo ontológico (o no-ontológico) y no una
condición social. Presentarse en esta pobreza del exiliado, es interrumpir la
coherencia del universo. Penetrar la inmanencia sin ordenarse en ella.

Evidentemente, una tal apertura sólo puede ser una ambigüedad. Pero la aparición
de una ambigüedad en la textura indesgarrable del mundo no es un aflojamiento de
su trama ni una falla de la inteligencia que la escruta, sino precisamente la
proximidad de Dios sólo puede hacerse por la humildad. La ambigüedad de la
trascendencia y por consiguiente la alternancia del alma yendo del ateísmo a la
creencia y de la creencia al ateísmo, y el consiguiente solecismo al emplear la
primera persona del singular presente del indicativo del verbo creer no es ésta la fe
mezquina que sobrevive a la muerte de Dios, sino el modo original de la presencia
de Dios, el modo original de la comunicación. La comunicación no significa la
presencia de sí a sí de la certeza, es decir una presencia ininterrumpida en lo mismo
sino el riesgo y el peligro de la trascendencia. Vivir peligrosamente no es la
desesperación, sino la generosidad positiva de la Incertidumbre. La idea de la
verdad perseguida nos permite así poner fin al juego del develamiento donde
siempre la inmanencia gana sobre la trascendencia pues una vez develado el ser -
ya sea parcialmente, ya sea en el misterio deviene inmanente.

3
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

Es sin duda Kierkegaard quien mejor comprendió la noción filosófica de


trascendencia que aporta el tema bíblico de la humildad de Dios. Para él, la verdad
perseguida no es simplemente una verdad mal aproximada. La persecución y la
humillación por excelencia a la cual ella expone son modalidades de lo verdadero.
La fuerza de la verdad trascendente está en su humildad. Ella se manifiesta como si
ella no osara decir su nombre, ella no viene a ocupar un lugar en el mundo con el
que se confundiría de inmediato como si no viniera del más allá. Leyendo
Kierkegaard uno podría preguntarse si la Revelación que dice su origen no es
contraria a la esencia de la verdad trascendente que así afirmaría todavía su
autoridad impotente contra el mundo, uno podría preguntarse si el verdadero Dios
puede alguna vez levantar su incógnito, si la verdad que es dicha no debería
inmediatamente aparecer como no dicha, para escapar de la objetividad y la
sobriedad de los historiadores, de los filólogos y los sociólogos que lo disfrazarían
con todos los nombres de la historia, que reducirían su voz de suave silencio a los
ecos que se levantan en los campos de batalla y en los mercados, o a la
configuración estructurada de elementos sin sentido. Uno puede preguntarse si la
primera palabra de la revelación no debe venir del hombre como en la antigua
plegaria de la liturgia judía donde el fiel da gracias no por lo que recibe sino por el
hecho mismo de dar gracias.

Pero la apertura de la ambigüedad donde se desliza la trascendencia demanda


quizás un análisis suplementario. El Dios que se humilla para “acercarse al contrito
y al humilde” (Is 57,15), el Dios “del extranjero, de la viuda y del huérfano”, el
Dios se manifiesta en el mundo por su alianza con los excluidos del mundo,
¿puede, en su desmesura, devenir un presente en el tiempo del mundo? ¿No es
quizás demasiado para su pobreza? ¿No es demasiado poco para su gloria sin la
cual su pobreza no seria humillación? Para que la alteridad desacomodante del
orden no se haga inmediatamente participación en el orden, para que permanezca
abierto el horizonte del más allá, es necesario que la humildad de la manifestación
sea ya alejamiento. Para que el arrancamiento del orden no sea ipso facto
participación en el orden, debe este arrancamiento por un supremo anacronismo -
preceder su ingreso en el orden. Es necesario un vacío inscrito de antemano y como
un pasado que no haya sido jamás presente. La figura conceptual que dibuja la
ambigüedad o el enigma de este anacronismo donde se hace un ingreso posterior
al vacío y en consecuencia no ha sido jamás contenido en mi tiempo y es así

4
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

inmemorial, nosotros la llamamos huella. Pero la huella no es una palabra más: es


la proximidad de Dios en el rostro de mí prójimo.

La desnudez del rostro es un arrancamiento al contexto del mundo, al mundo que


significa un contexto. El rostro, es precisamente eso por lo que se produce
originalmente el evento excepcional del cara-a-cara que la fachada de los edificios
o las cosas sólo puede imitar. Pero esta relación del coram, es también la desnudez
la más desnuda, es lo “sin defensa” y “sin recurso” mismo, el desnudamiento y la
pobreza de la ausencia que constituye la proximidad de Dios la huella. Porque si el
rostro es el cara-a-cara mismo, la proximidad que interrumpe la serie, es porque
viene enigmáticamente a partir del Infinito y de su pasado inmemorial, y porque
esta alianza entre la pobreza del rostro y el Infinito se inscribe en la fuerza con la
cual el prójimo es impuesto a mi responsabilidad antes de todo compromiso de mi
parte la alianza entre Dios y el pobre se inscribe en nuestra fraternidad. El Infinito
es alteridad inasimilable, diferencia absoluta en relación a todo lo que se muestra,
se señala, se simboliza, se anuncia y se rememora en relación a todo lo que se
presenta y se representa y por la que se “contemporaniza” con lo finito y lo Mismo.
Él es Él, Ileidad. Su pasado inmemorial no es la extrapolación de la duración
humana sino la anterioridad original o últimidad original de Dios en relación a un
mundo que no puede alojarlo. La relación con lo Infinito no un conocimiento, sino
una proximidad, preservando la desmesura de lo no-englobante que aflora. Ella es
Deseo, es decir precisamente un pensamiento, pensando infinitamente más que ella
no piensa. Para solicitar un pensamiento pensando más que ella no piensa, el
Infinito no puede encarnarse en un Deseable, no puede, infinito, encerrarse en un
fin. Él solicita a través un rostro. Un Tu se inserta entre el Yo y el Él absoluto. Esto
no es el presente de la historia aue es el entre-dos enigmático de un Dios humillado
y trascendente, sino el rostro del Otro. Y nosotros comprendemos entonces el
sentido insólito o que vuelve a ser insólito y sorprendente si olvidamos el
murmullo de nuestras palabras comprendemos el sentido impactante de Jer 22,16:
“El hace justicia al pobre y al indefenso… Esto es conocerme, dice el Eterno”.

Pero la noción de Dios-Hombre afirma, en esta transubstanciación de Creador en


creatura, la idea de la substitución. Esta espera al principio de la identidad, en
cierta medida -aunque es necesario ver en qué medida ¿no ha expresado el secreto
de la subjetividad? En una filosofía que, en nuestros días, no reconoce al espíritu
otra práctica que la teoría y que reconduce a un puro espejo de las estructuras
objetivas la humanidad del hombre reducida a la conciencia la idea de substitución

5
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

¿no permite una rehabilitación del sujeto, lo que no logra siempre el humanismo
naturalista que pierde rápidamente en el naturalismo los privilegios de lo humano?

La subjetividad humana interpretada como conciencia es siempre actividad. Yo


puedo siempre asumir lo que se impone a mí. Siempre, yo tengo el recurso de
consentir a lo que yo padezco y poner buena cara al mal tiempo. De tal manera que
todo se pasa como si yo estuviera en el comienzo; salvo en la aproximación del
prójimo. Yo soy llamado a una responsabilidad jamás contraída, inscrita en el
rostro del Otro. Nada más pasivo que este cuestionamiento anterior a toda libertad.
Es necesario pensarlo con agudeza. La proximidad no es una conciencia de la
proximidad. Ella es obsesión que no es conciencia hipertrofiada, sino conciencia a
contracorriente, trastornando la conciencia. Acontecimiento que despoja a la
conciencia de su iniciativa, que me derrota y me coloca delante del Otro en estado
de culpabilidad; acontecimiento que me acusa, en acusación persecutoria, pero
anterior a toda falta y que me retrae al se, al acusativo que no es precedido por
ningún nominativo.

El sí-mismo no es una representación de sí por sí no es una conciencia de sí sino


una recurrencia previa que hace posible todo retorno de la conciencia sobre ella
misma. Sí-mismo, pasividad o paciencia, el “no poder tomar distancia respecto de
sí”. El yo es en sí, acorralado sobre sí, sin recurso a nada en sí mismo incómodo
consigo mismo; esta encarnación, no tiene ningún sentido metafórico, sino que es
la expresión más literal de una recurrencia absoluta, que todo otro lenguaje no lo
dirá más que aproximadamente. El sí-mismo no es un yo encarnado, además de su
expulsión en sí, esta encarnación es ya exposición a la ofensa, a la acusación, al
dolor.

¿Pasividad ilimitada? ¿no opone la identidad de sí un limite a la pasividad del


soportar, la última resistencia que incluso una materia opone a su forma? Pero la
pasividad de sí no es una materia. Empujada hasta el límite, ella consiste en
invertirse en su identidad, a desembarazarse de ella.

Si una tal defección de la identidad, si un tal trastocamiento es posible sin volver a


una alienación pura y simple, que puede ser de otro, sino una responsabilidad por
los otros, por aquello que hacen los otros, hasta hacerse responsable de la
persecución misma que ella misma soporta. Según el vesículo 30 del capítulo 14
[3] de Las Lamentaciones “Él ofrece su mejilla al que lo golpea y lo sacia de
oprobios”. No porque el sufrimiento tenga algún poder sobrenatural. Sino que soy

6
E. Levinas, ¿Un Dios hombre?

responsable aún de la persecución que padezco. El sí es la pasividad antes de la


identidad, aquella de los rehenes.

Pasividad absoluta se muta en indeclinabilidad absoluta: acusada más allá que la


libertad, pero precisamente consagrada a la iniciativa de la respuesta. Hay allí un
insólito retorno de la paciencia en actividad y del singular en universal, y el esbozo
de un orden y un sentido en el ser, que no depende ni de una obra cultural, ni de
una simple estructuración. El anti-humanismo moderno, negando la primacía que la
persona goza en el ser, fin de ella misma, buscando entonces este sentido en la pura
y simple configuración de elementos, quizás ha dejado un lugar para la
subjetividad como substitución. No es que el yo sea solamente un ser dotado de
certezas llamadas morales, que las tendría como atributos. Es la infinita pasividad o
pasión o paciencia del Yo su sí-mismo la unicidad excepcional a la cual es
reconducido, que es este incesante acontecimiento de substitución, el hecho para el
ser de vaciarse de su ser.

Pero el análisis que condujo a mis conclusiones no partió ni de un Dios, ni de un


espíritu, ni de una persona, ni de un alma, de un animal rationale. Cada uno de
estos términos es substancia idéntica. Desdecirse de su identidad es cuestión del
Yo. ¿Cómo esperar de un otro que él se sacrifique por mí sin exigir el sacrificio de
otros? [¿]Como admitir su responsabilidad por mi, sin inmediatamente encontrarse,
por mi condición de rehén responsable de su responsabilidad misma [?] Ser yo, es
siempre tener una responsabilidad de más.

La idea del rehén, de la expiación de mi por el Otro, donde se invierten las


relaciones fundadas sobre la proporción exacta entre las faltas y las penas, entre
libertad y responsabilidad (relación que transforma las colectividades en
sociedades de responsabilidad limitada) no puede extenderse fuera de mí. El hecho
de exponerse a la carga que impone el sufrimiento y la falta de los otros coloca al
si-mismo del Yo. Yo solo, puedo sin crueldad ser designado como víctima. El Yo
es aquél que antes de toda decisión, es elegido para portar toda la responsabilidad
del mundo. El mesianismo, es este apogeo en el Ser inversión del ser
“perseverante en su ser” que comienza en mi.

Das könnte Ihnen auch gefallen